16.

Una cita en Baker Street

—Estoy perplejo —dijo Oscar—. ¿Así que Victor Amteim es oficial en activo de la Policía Metropolitana?

—Ya no —respondió Gilmour, sujetando abierta la puerta de su despacho y de pie junto a ella en evidente anticipación a nuestra inminente salida—. Lo era.

Oscar dejó sus guantes y el sombrero sobre el escritorio de caoba del inspector.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó.

—En la década de 1870 —respondió Gilmour, pasándose la lengua por las encías para limpiarse el resto de lechuga de los dientes—. Se unió al cuerpo poco después de dejar Irlanda. No es ningún secreto. Fue campeón de boxeo de la Policía Metropolitana durante seis años seguidos. Encontrará su nombre grabado en letras doradas en un panel de la primera planta. Deben de haber pasado por delante en el vestíbulo de entrada al edificio. Me sorprende que, con su vista de halcón, lo haya pasado por alto.

—Pero ¿ya no es policía? —insistió Oscar, todavía de pie junto al escritorio del inspector.

—No. Sirvió en el cuerpo durante diez años y después, de forma, a mis ojos, demasiado apresurada, decidió probar suerte como boxeador profesional y entró en el circuito, apostándolo todo en el cuadrilátero. Creo que no le ha ido mal. Ha sobrevivido. Sin embargo, no me parece que haya disfrutado del éxito que esperaba. El boxeo profesional es un juego sucio, aunque poco a poco ha ido limpiándose gracias a la influencia de lord Londsdale y de lord Queensberry.

—Entiendo entonces que, aunque el señor Amteim dejara la Policía Metropolitana, no perdió el contacto con ustedes —dijo Oscar, pensativo.

—Correcto.

—De modo que Amteim es un confidente de la policía.

—Se mueve entre hombres de toda suerte y condición —respondió Gilmour—. Es inteligente y observador. Y para nosotros su labor es de inestimable valor.

—¿Y le recompensan por sus esfuerzos?

—El trabajador bien merece que se le remunere su trabajo.

Oscar cogió su sombrero y sus guantes, se volvió hacia Gilmour y le miró a los ojos.

—Dígame, inspector —dijo—, ¿acudió Amteim a la cena del Hotel Cadogan en calidad de espía?

—En absoluto. Fue simplemente como invitado del secretario de su club…, el señor Byrd, ¿no es ése su nombre? Tengo entendido que Amteim y Byrd son amigos desde hace años. Podría decirse que son «amigos de feria». Amteim no asistió el domingo por la noche al Hotel Cadogan para atender ningún asunto relacionado con nosotros. Por lo que yo sé, la Policía Metropolitana no tiene ningún interés especial en ninguno de los miembros de su club… ni en sus invitados. —Gilmour dobló la lista de «víctimas» de Oscar y le devolvió el papel—. Nuestro hombre, Amteim, no está permanentemente de guardia, aunque me gustaría pensar que sí está siempre en qui vive. Nada tiene que temer de su círculo, señor Wilde. Sin embargo, sí es cierto que tiene enemigos entre los miembros de la comunidad criminal…, enemigos que se ha granjeado en nuestro nombre. Somos conscientes de nuestra responsabilidad con él. Por ello no perdemos de vista a Victor Amteim. Puede quedarse tranquilo al respecto, señor Wilde.

Nos despedimos del pelirrojo detective y nos marchamos. Al pasar por el vestíbulo de Great Scotland Yard, nos detuvimos a inspeccionar los diversos cuadros de honor que colgaban de la pared lateral adyacente a las escaleras. Entre los héroes deportivos de la Policía Metropolitana, no nos costó encontrar el nombre de Amteim. Cuando por fin salimos a la calle, Oscar se detuvo y se ajustó el sombrero hasta perfilar con él un airoso ángulo. Se rió entre dientes.

—Podemos quedarnos tranquilos, Robert. Palabra del inspector Gilmour de Scotland Yard. —Entrelazó su brazo al mío y alzó la mirada hacia el sol—. Creo que se impone una copa de Perrier Jouët para celebrarlo, ¿no te parece? Como bien sabemos, la pasión por el placer es el secreto de la eterna juventud.

Cruzamos juntos la acera y subimos al coche de Oscar. Si le gustaba el aspecto de un cochero —o de su caballo—, mi pródigo amigo no dudaba en tener a un brougham esperándole todo el día… y toda la noche.

—A Albemarle Street, cochero —ordenó.

—¿Y ahora qué? —pregunté, mientras nos acomodábamos en el coche.

—Creo que unos palitos de queso con el champán —respondió con una malévola sonrisa en los labios—. Hay un nuevo chef pastelero en el Hotel Brown. Sus sabrosas creaciones están levantando controversia entre la vieja clientèle, y el muchacho necesita nuestro apoyo.

—¿Y qué pasa con el caso?

—Ya has oído lo que ha dicho el inspector, Robert. No hay nada de lo que preocuparse.

Me sorprendió que Oscar hubiera decidido ir al Brown. El hotel, fundado por James Brown, exmayordomo de lord Byron, no era uno de los lugares frecuentados por él. Según decía, el revestimiento de caoba de sus paredes le resultaba demasiado triste. Al llegar al hotel, sin embargo, me vi doblemente sorprendido ante la efusividad con la que el portero del establecimiento saludaba a mi amigo:

—¿Otra vez nos visita usted, señor Wilde? No hay manera de tenerle lejos de nosotros.

Mientras Oscar le daba un chelín, yo le lancé una mirada interrogante.

—He venido a desayunar aquí esta mañana, Robert. Y a usar el teléfono. Debo reconocer que es un aparato de lo más excitante. Va a cambiar nuestras vidas, sobre todo la de los dramaturgos. Imagina si hubiéramos tenido teléfono en tiempos de Shakespeare…, no habría habido necesidad de hacer uso de esos jadeantes e indeseados mensajeros.

Me condujo por el vestíbulo del hotel hacia un amplio cubículo con puerta de cristal del tamaño de un puesto de centinela de la guardia real.

—Mira dentro —dijo—. Ahí lo tienes: el auténtico aparato desde el que el señor Graham Bell entabló la primera comunicación telefónica en el Reino Unido. Naturalmente, cuando estoy en el West End, vengo al Brown a hacer desde aquí todas mis llamadas. Es como bajar a la fuente misma del Nilo. Ya tengo cuenta aquí.

—¿Y a quién has venido a llamar esta mañana? —pregunté al tiempo que dejábamos a nuestra espalda el vestíbulo para adentrarnos en un salón oscuro y húmedo. Un anciano camarero nos acompañó hasta un par de sillones de cuero semiocultos entre un bosquecillo de palmeras en sus tiestos. Aunque no resultaba fácil saberlo con seguridad, todo parecía indicar que estábamos solos.

—Una botella de Perrier Jouët —le dijo Oscar al camarero—, a poder ser de 1880. Y, si es tan amable, una fuente de palitos de queso de Massimo. —Esperó a que el hombre se marchara para responder a mi pregunta—. Esta mañana he hecho dos llamadas telefónicas, Robert, y ambas de larga distancia… Quizás eso te explique por qué estoy un poco ronco. El teléfono todavía no es un medio adecuado para susurrar naderías. Primero he llamado a la comisaría de policía de Eastbourne. Aunque la verdad es que no han sido de demasiada utilidad, al menos se habían puesto en contacto con el guardacostas. Desgraciadamente, no hay noticias de Bradford Pearse…, ni vivo ni muerto. Después he llamado a South Norwood, a la residencia del doctor Arthur Conan Doyle.

—¿Y cómo estaba Arthur?

—No sabría decirte. No se ha puesto al teléfono. Según me ha dicho la señora Doyle, Arthur estaba en su cobertizo, trabajando en sus esculturas, y no deseaba que se le molestara. Sin embargo, me aseguró que espera que nos reunamos con él en el teatro mañana por la noche y promete asistir a la fiesta benéfica de Tite Street el domingo por la tarde.

—¿Piensas seguir adelante con la fiesta estando las cosas como están? —pregunté.

—¡Por supuesto que sí! —declaró despreocupadamente.

El anciano camarero llegó con nuestro champán helado y con los palitos de queso de Cheshire. Felizmente, las dos cosas respondieron con creces a las expectativas de Oscar. Mientras bebía y mordisqueaba los palitos, cerró los ojos para saborear el momento. Cuando por fin los abrió, dijo:

—Ningún hombre civilizado se lamenta jamás de ningún deleite, y no hay hombre incivilizado que llegue jamás a saber lo que es el placer. —Volvió a llenar mi copa—. ¿Cómo estuvo George Daubeney? —preguntó.

—¿Anoche? No me quedé con él mucho rato —respondí—. Como pudiste ver, estaba bebido. Le dejé en Gatti’s, en manos de una corista.

—Sí —dijo Oscar, vaciando despacio su copa y sonriendo—. El clero anglicano siente cierta debilidad por esa dirección.

Me reí. Partió el último palito de queso en dos y me ofreció el plato.

—¿De verdad crees que podemos «estar tranquilos»? —pregunté.

—Según nos han asegurado, Amteim está en buenas manos.

—¿Y Constance? —dije—. ¿Está ella a salvo?

—De momento, eso creo.

—¿Vuelve a estar Edward Heron-Allen hoy con ella? —inquirí. Lo cierto es que intenté que la pregunta sonara lo más despreocupada posible.

—Así es —respondió Oscar, sacudiéndose las migas de los palitos de la chaqueta y tirándolas al suelo.

—Santo Dios —estallé—. Pero ¿es que ese hombre no tiene casa propia?

—Sí, la tiene —dijo Oscar—, y es allí donde vive su esposa. Prefiere estar en la mía porque en ella vive mi mujer. El melocotón que no está al alcance de nuestras manos, el del huerto del vecino, siempre resulta más apetecible que la manzana que yace en el suelo del propio.

—¿Te fías de él, Oscar?

—Me fío de Constance, Robert. Totalmente. Pero también he oído lo que dijo Amteim sobre ella y sobre Heron-Allen…, y mientras le oía, pude leer entre líneas. Nadie conoce mejor a mi esposa que yo, Robert. Soy plenamente consciente de que debo velar por su reputación y por su seguridad. Te complacerá por tanto saber que esta noche he cancelado tanto mi cena con Bram Stoker como mi copa de última hora con Bosie Douglas. Esta noche me iré a casa a leerles un cuento a mis hijos antes de dormirse y a disfrutar de una cena à deux con la señora Wilde. Y después de la cena, para complacerla, jugaremos una partida de piquet. Hay una cosa infinitamente más patética que perder a la mujer de la que estás enamorado y es haberla conseguido y haber descubierto que su pasatiempo favorito es una partida de piquet.

—Pero tú amas a Constance —protesté—. Sé que la amas.

—La amo, Robert, pero ya no la encuentro tan interesante como antes. —Me miró con unos ojos afligidos y abiertos como platos—. Es algo que ocurre a veces —dijo. Vació el resto del Perrier Jouët en nuestras copas—. ¿Y cuáles son sus planes para esta noche, señor Sherard?

—Voy a reunirme con Sickert —dije—. Vamos a un teatro de variedades.

—¿Al Gatti’s? —preguntó con una sonrisa.

—No lo sé. Al que Wat prefiera.

—No permitas que te lleve por el mal camino, Robert. Y no te vayas a dormir muy tarde. Mañana requeriré tus servicios. Como siempre, te necesito como testigo.

—Entonces, ¿no abandonamos el caso?

—Todo lo contrario. Hoy podemos relajarnos. Mañana interrogaremos a un aspirante a asesino… en Baker Street.

—¿En Baker Street? —Me reí—. ¿En el número doscientos veintiuno letra be?

—No —fue su respuesta—. En la otra punta de la avenida. En el número veinte. No lo olvides. Nuestra cita es a mediodía.

—Seré puntual —dije.

Pero no lo fui. Wat Sickert y yo disfrutamos de lo que se conoce comúnmente como «una noche en la ciudad». Del anochecer al amanecer fuimos de una punta a otra de Londres inmersos en un feliz abandono. Wat alquiló para ello un coche equipado con copas de cristal y con una cubitera para el champán. Era tan desprendido con su dinero como Oscar, aunque sus posibilidades fueran considerablemente menores. Presenciamos el espectáculo de primera hora en el Gatti’s de las Arcadas —donde no logré distinguir a la corista de George Daubeney— y asistimos después a la última representación del Collin’s Music Hall de Islington Green, pues Wat declaró estar profundamente enamorado de la muchacha que representaba a Godiva (cuyo caballo, a diferencia de su cabello, era auténtico). Cenamos costillas de cordero y patatas hervidas en el Sydney’s Supper House del Strand y tomamos cervezas, vino y licores (el orden lo he olvidado ya) en una variedad de restaurantes, bares y tabernas desde el Café Royal de Picadilly Circus al Olde Cheshire Cheese de Fleet Street. Y, allí donde íbamos, Wat se encontraba con alguna amiga: una camarera o una florista, una actriz o una modelo. Tenía con las mujeres una facilidad de trato que yo jamás he tenido. Se tomaba la vida con un desparpajo que yo jamás me he atrevido a contemplar. Esa noche pude ser testigo de que fumaba sus cigarros al revés, encendiendo el extremo que el común de los mortales suele meterse en la boca. Según me dijo, en los cigarros de Manila, las hojas más pequeñas y más sabrosas siempre se utilizan en el extremo más fino.

—Es una pena desaprovecharlas —me dijo.

También me confesó que el cigarro «tiraba mejor» cuando se aspiraba el humo por el extremo más grueso, porque «así es como lo hacen en Filipinas».

Al final de la noche, cuando ya no nos quedaban cigarros y el Cheshire Cheese cerraba sus puertas, Wat me llevó a un burdel de Maiden Lane.

—¿Por qué hemos venido? —le pregunté.

—Porque la dirección me parece divertida —dijo.

—Pero estás casado, Wat. ¿A ti te parece que esto está bien?

—Oh, Robert —exclamó—, ¡qué espantosa esta costumbre cristiana de inventarle pecados a todo el mundo! ¡Te aseguro que no la entiendo! ¡No sé qué es lo que se pretende con ella! Dejadnos ser felices. Dejad que nos permitamos un poco de relajación en nuestras vidas domésticas.

Soltó entonces una repentina carcajada y me rodeó la espalda con el brazo antes de cruzar juntos la acera y entrar al burdel.

—Te he traído aquí pensando tanto en ti como en mí, Roben. Esto te hará bien. No tiene sentido que sigas suspirando por Constance. La señora Wilde no será jamás tuya…, ni el amor ni el dinero pueden conquistarla. Y tú lo sabes y eso te entristece. Pero cuando hay frustración en Tite Street, se encuentra el consuelo en Maiden Lane. Aquí, tanto el solaz como la dulzura están garantizados… y por la módica cantidad de cinco chelines. No encontrarás aquí a ninguna de esas virgencitas de cinco libras. Estas chicas conocen bien su trabajo. No te desilusionarán. Te gustará, te lo prometo.

Y, ni que decir tiene que en ese momento me gustó…, más o menos. Estaba loco de deseo. Wat tenía razón respecto a eso. Sin embargo, a la mañana siguiente, mientras que él amaneció despreocupado, yo lo hice con jaqueca y con una conocida sensación de ennui.

El sábado, 7 de mayo de 1892, otro «brillante día» según mi diario, llegué al número veinte de Baker Street a la una en punto. Aunque no me costó encontrar la dirección, me quedé de una pieza cuando descubrí al llegar que se trataba de una casa de baños turcos. El aspecto exterior del edificio era cuando menos decepcionante. Desde fuera, la casa parecía una capilla de la Orden de los Inconformistas necesitada de algunas reparaciones. Por dentro, tenía todo el aspecto del palacio de un califa de una pantomima de Drury Lane. En el recibidor, un vestíbulo verde y dorado con forma de un gigantesco panal, me dieron la bienvenida (por así decirlo) un par de asistentes enanos: dos feos hombrecillos de rostro amarillento. Aunque parecían tener las cabezas idénticas —de hecho, podrían perfectamente haber sido gemelos—, sus atuendos no podían haber resultado más dispares.

Uno, el que era ligeramente más alto de los dos, llevaba un tosco traje de sargo marrón y una camisa sucia sin cuello y desabrochada. El otro iba equipado de pies a cabeza con un disfraz típicamente teatral, vestido no tanto como Alí Babá, sino como uno de sus cuarenta ladrones. En cuanto entré, el del traje marrón me miró y desapareció detrás de una cortina de color azafrán que colgaba al fondo de la estancia. Su compañero me miró sin interés aparente y dijo bruscamente:

—¿Primera o segunda clase? ¿Treinta y seis o media corona?

Yo me había gastado en Maiden Lane todo mi dinero.

—Creo que me esperan —mascullé, sin saber qué otra cosa decir—. He venido a encontrarme con el señor Wilde.

El vigilante soltó un gruñido.

—Ah, así que usted es el «invitado», ¿eh? —Su acento le acercaba más a Oíd Kent Road que a la Vieja Bagdad. Cogió entonces una toalla de lino de una cesta de mimbre situada en el rincón del vestíbulo—. A estas alturas deben de estar en la sala de calor. Está en el piso de abajo, por las escaleras; la cuarta sala a la izquierda. Tómese su tiempo para llegar o se desmayará —añadió con una risilla demoníaca.

—Quizá se desmaye de todos modos —dijo una voz procedente de detrás de las cortinas—. Ahí abajo están a cincuenta grados.

Seguí el consejo del vigilante y me tomé mi tiempo. Al otro lado del vestíbulo, el edificio estaba oscuro, húmedo y silencioso como una catacumba. En el vestuario de primera clase en el que me cambié me pareció ver no más de media docena de montones de ropa. En la primera sala de vapor, calentada gracias a un tiro de chimenea de ladrillo de un metro de alto por unos veinte centímetros de ancho que recorría tres de las paredes, me encontré sentado delante de un obeso anciano de barba plateada (sir John Falstaff, desnudo) a quien habría tomado por muerto de no haber sido por sus ronquidos. En la segunda cámara me senté solo, sudando profusamente y respirando con gran dificultad, admirando el exquisito embaldosado Craven Dunhill que me rodeaba, aunque preguntándome cómo y por qué esas curiosas —y nada baratas— saunas metropolitanas se habían vuelto de repente tan populares y numerosas.

Por fin, entré a la última cámara. El calor en la «sala caliente» era abrumador y el vapor tan denso y pegajoso que tardé unos instantes en ver que era allí donde estaban Oscar y sus dos compañeros, sentados el uno al lado del otro y desnudos sobre una losa de porcelana como Shadrach, Meshack y Abednego[15] en el endiablado horno.

—¿Eres tú, Robert? —susurró Oscar débilmente—. Enfin!

—Lo siento muchísimo… —empecé.

Él me interrumpió.

—No te disculpes, amigo. No hay tiempo. Estoy intentando que su señoría confiese antes de que terminemos todos cocidos.

A ambos lados de Oscar Wilde estaban sentados lord Alfred Douglas y Francis, vizconde de Drumlanrig. Oscar estaba repantigado entre ellos como una marsopa en una playa: tenía la piel gris, salpicada de extraños manchurrones de un leve color rosa, los brazos y los hombros parecían pesarle en exceso y tenía el pecho y el estómago cubiertos de una desagradable capa de grasa. Llevaba una toalla sobre las rodillas. Aunque sólo tenía treinta y siete años, parecía una vieja fulana en deshabillé dibujada por Toulouse-Lautrec. Los jóvenes sentados a su lado, de veintiún y veinticuatro años respectivamente, parecían estatuas esculpidas por el mismísimo Miguel Ángel. Tenían una piel blanca y suave como el alabastro. No es que fueran apuestos. Eran hermosos.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunté divertido.

—Lord Drumlanrig es el director de la cadena de baños turcos London and Provincial Turkish Bath Company. Hoy somos sus invitados, Robert. Al parecer, esta experiencia obrará maravillas en nuestra salud… Cura la gota en una sola sesión.

—Creía que habíamos venido a interrogar a un posible asesino —respondí, más irritado de lo que me habría gustado parecer.

—Y así es. Drumlanrig reconoce que eligió al finado lord Abergordon como su «víctima», pero se niega a explicarme por qué…, y tampoco quiere decirme si fue él quien lo hizo.

—Por supuesto que no «lo hice», Oscar —replicó Drumlanrig, cerrando los ojos y apoyando la cabeza contra las baldosas que tenía a su espalda—. Y no es sólo la gota la que se beneficia de un baño turco. La dispepsia, los edemas, la escarlatina, los abscesos…; lo curamos todo.

—¿Por qué? —insistió Oscar—. ¿Por qué eligió a Abergordon como «víctima»?

—Porque era un viejo carcamal.

—Eso no es motivo suficiente, Francis.

Drumlanrig giró la cabeza hacia Oscar y abrió los ojos. Los tenía de color azul celeste.

—Si quiere saber la verdad…

—Tengo que saberla.

—Si tiene que saberla…

—Puede que la vida de mi esposa dependa de ello —dijo Oscar muy serio.

La frente de Drumlanrig se arrugó.

—No entiendo por qué. De verdad que no lo entiendo.

—Confíe en mí.

—Confía en él —dijo Bosie.

—Muy bien —dijo por fin Drumlanrig, estirando la espalda contra la pared y cubriéndose con la toalla—. No maté a Andrew Abergordon, aunque sí deseaba verle muerto, y, que Dios me perdone, me alegra sobremanera que ya no esté entre nosotros. Me hizo la vida imposible.

—Creía que era su padrino —dijo Oscar.

—Y lo era, y como tal se creía guardián de mi bienestar moral. Estaba plenamente convencido de que yo había caído en el mal camino, de que había «descendido al pozo de la degradación», o al menos ésas fueron sus palabras.

—¿Qué pretendía decir con eso? —preguntó Oscar con los ojos como platos.

—Me acusaba de haber cometido actos inmorales con otros hombres. Y acusó también a mi amigo y mecenas, lord Rosebery, de ser mi corruptor. Lord Abergordon le dijo a mi padre, y Dios sabe a quién más, que yo había cometido actos de sodomía con el barón de Rosebery.

—¿Con Primrose? —preguntó Oscar.

Me reí. No pude evitarlo.

—¿A lord Rosebery se le conoce como Primrose?[16] —farfullé.

—Es su apellido, Robert —dijo Oscar con una sonrisa—. Como bien sabes, los nombres lo son todo. —Se volvió entonces hacia Francis Drumlanrig—. Y, dígame ¿estaban justificadas las acusaciones de lord Abergordon? ¿Por eso deseaba verle muerto?

Drumlanrig se levantó súbitamente y se volvió a mirar a Oscar.

—Naturalmente que no lo estaban. ¡En absoluto! No eran más que viles calumnias… con las que no hizo sino arruinar mi reputación —añadió, cubriéndose el rostro con las manos.

—Y la de lord Rosebery —dijo Oscar con voz queda.

—Así es —masculló Drumlanrig, cogiendo su toalla y anudándosela alrededor de la cintura—. Por supuesto. Acabó por completo con nuestra reputación… Abergordon estaba destruyendo nuestras vidas con sus condenadas mentiras…, con sus viles calumnias y sus asquerosas falsedades.

—Creo que exageras con tus protestas, Frankie —susurró Bosie, ladeando su hermosa cabeza.

—Debo protestar —exclamó Drumlanrig—. Para ti no representa ningún problema hablar del amor entre hombres, Bosie. Tú puedes ensalzar las virtudes del amor griego cuanto desees… ¡Quieres ser poeta! Pero yo quiero ser político. Lord Rosebery quiere ser primer ministro. Existe una gran diferencia entre las reglas aplicables a ambos casos. —El joven vizconde se volvió hacia Oscar—. Sí, deseaba silenciar a Abergordon. Recé para verle muerto. Y deseé su muerte con toda mi alma. Pero no le maté.

—¿Por qué fue el jueves a Eastbourne? —preguntó Oscar, incorporándose y secándose el rostro con la toalla.

—¿A Eastbourne… el jueves?

—A Eastbourne el jueves.

—¿De verdad quiere saberlo?

—Tengo que saberlo.

—Fui a Eastbourne el jueves —empezó Drumlanrig— para ver al duque de Devonshire… y hablar con él de política. Tiene casa allí y me invitó a comer. Soy el secretario de lord Rosebery. En otoño volveremos a tener un gobierno liberal. El señor Gladstone será de nuevo primer ministro, no le quepa duda. Pero ni siquiera el señor Gladstone puede seguir eternamente en el cargo. Cuando lo deje, si el duque de Devonshire no le sucede, puede que sea el barón de Rosebery quien lo haga.

Oscar empezó a ponerse en pie. Bosie y yo le ayudamos. Se anudó la toalla a la cintura y encontró otra que se puso al hombro. Nos dedicó una benevolente sonrisa.

—Me parezco a César, ¿verdad? —preguntó. Nos reímos. Tendió la mano y tocó a Francis Drumlanrig en el brazo—. Primrose Rosebery es mucho mayor que usted, ¿me equivoco?

—Tiene cuarenta y cinco… Casualmente, hoy cumple cuarenta y cinco años. El 7 de mayo es su cumpleaños.

—¿Y le quiere como él a usted?

—Le admiro más que a nadie en el mundo. Es un gran hombre. Y parece que… que me valora. Acaba de enviudar y se siente solo. Pasamos mucho tiempo juntos. Nos queremos como se quieren dos hombres.

—Tráigale esta noche al teatro, se lo ruego. Si está libre, tráigale a ver mi obra al Saint James. Podría ser su regalo de cumpleaños.