10.
Asesinato a bordo
Logramos llegar por apenas unos segundos al tren de las tres a Eastbourne. Apresurándonos por el andén al tiempo que sonaban los silbatos y el vapor se arremolinaba a nuestro alrededor, debimos de ofrecer un curioso espectáculo. Oscar, con su capa carmesí y sombrero de fieltro, iba delante, avanzando a grandes zancadas y con la cabeza alta, como un legado papal dirigiéndose a toda prisa a una conferencia internacional. Wat Sickert caminaba ansioso a su lado como un solícito mayordomo, con su levita negra, pantalones de rayas y sus encerados mostachos, lustrosos como su sombrero de copa. Yo iba detrás como un humilde e inútil secretario corriendo jadeante en un intento por alcanzar a mis señores. En realidad, si me había retrasado y avanzaba jadeante, era sólo porque a nuestra llegada a la estación Victoria Oscar me había enviado a comprar los periódicos del día.
Viajamos en primera clase, gracias a Lady Windermere. Dispusimos de un compartimiento para nosotros solos y, justo cuando subimos y nos derrumbamos en nuestros asientos, sonó el silbato final y el tren empezó a emerger entre sacudidas de la estación.
—¡Lo conseguimos! —jadeó Sickert, echándose el sombrero hacia atrás y secándose el sudor que le perlaba la frente con un enorme y arrugado pañuelo manchado de pintura.
—¿Acaso lo dudabas? —preguntó Oscar al tiempo que se quitaba el sombrero con sumo cuidado y acariciaba afectuosamente el fieltro antes de dejarlo en el asiento vacío que tenía a su lado.
—Naturalmente, Oscar. Creía que Brookfield y tú estabais a punto de batiros en duelo en Portland Place. ¿Qué ocurre entre tú y ese hombre?
—Que no le caigo bien.
—Eso es evidente. Pero… ¿por qué?
—Por envidia —intervine, sentándome hacia delante y recobrando el aliento—. Brookfield envidia a Oscar.
Sickert se rió.
—¡Todos envidiamos a Oscar! Llevo envidiando a Oscar desde que era niño. Pero eso no quiere decir que tenga que ir por ahí soltando comentarios sarcásticos sobre él, ¿no? Ni monto una obra con el único propósito de satirizarle y menospreciarle; ni tampoco le propongo absurdos desafíos sin razón aparente. No hay duda de que no se trata tan sólo de una muestra de envidia corriente y moliente.
—En una ocasión —empezó Oscar, desabrochándose la capa y dejando que cayera de sus hombros— di motivos a Brookfield para que se ofendiera.
—¡Vaya! —gruñó Sickert, metiéndose el pañuelo en el bolsillo de los pantalones—. Ya me parecía. ¿Qué hiciste?
—Ocurrió en Nueva York, hace unos años. Yo estaba en mi periplo de conferencias y él actuaba en una obra. Nos encontramos en una merienda. Él apareció con guantes. La merienda en cuestión tenía lugar en un local cerrado. Un caballero no lleva guantes en una merienda. Y así se lo hice saber. En público. No me ha perdonado desde entonces.
Se había llevado la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar la pitillera. Le miramos, expectantes. Encontró un cigarrillo —uno de sus cigarrillos turcos— y se lo puso entre los labios. No dijo nada.
—¿Eso es todo? —preguntó Sickert.
—A mí me parece suficiente —respondió Oscar, encendiendo una cerilla—. Herí a Brookfield en su orgullo. Le humillé… en Norteamérica, delante de desconocidos. Hablé sin pensar. Me equivoqué y lo lamento. —Se volvió a mirar por la ventanilla del vagón al tiempo que las pequeñas casas de campo construidas junto a las vías del sur de Londres pasaban como destellos por delante de nosotros—. Cuidado con vuestros pensamientos, porque se convierten en palabras —dijo—. Cuidado con vuestras palabras, porque se convierten en actos. Cuidado con vuestros actos, porque se convierten en hábitos. Cuidado con vuestros hábitos, porque se convierten en vuestro carácter. Cuidado con vuestro carácter, porque termina por convertirse en vuestro destino.
—¿Crees que descubrirás quién mató a la cotorra? —le pregunté.
Se volvió a mirarme con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Me costará trece guineas si no lo hago! Veamos esos periódicos, Robert. Tenemos trabajo que hacer.
Yo llevaba quizás una docena de periódicos encima. Los dividí y fui pasándoselos a Oscar y a Sickert.
—¿Qué es lo que estamos buscando? —pregunté.
—Cualquier cosa que resulte relevante —respondió Oscar—. Más detalles sobre el incendio de Cheyne Walk; declaraciones del inspector Gilmour de Scotland Yard; obituarios de lord Abergordon; noticias que informen de que murciélagos vampiros han huido del zoo de Regent’s Park…
—No hablabas en serio cuando has dicho lo de los murciélagos vampiros, ¿verdad? —preguntó Sickert, desplegando sobre sus rodillas el Evening Chronicle.
Oscar no respondió a la pregunta. Había hundido la nariz en las páginas del Daily Graphic.
—Veamos, caballeros —anunció con satisfacción—. Ya tenemos algo…, una fotografía del último lord Abergordon, subsecretario de Estado para la Guerra, dirigiéndose a las carreras de Epsom Down en compañía de su viejo amigo, el marqués de Queensberry…
—¿Es eso importante? —preguntó Sickert.
—Probablemente… Según palabras del corresponsal gráfico del Graphic, los dos nobles caballeros compartían «un ferviente interés» por toda manifestación deportiva: «las carreras, la caza, el tiro, el boxeo, el montañismo.…». ¿Y qué hay de esto? —Oscar hizo crujir encantado el periódico—. Al parecer, sus señorías se conocieron cuando eran jóvenes, en 1865, «cuando se produjo la trágica muerte de Francis, el hermano menor de lord Queensberry… Lord Abergordon era miembro de la misma desgraciada expedición alpina de la que formaba parte lord Francis Douglas, aunque felizmente sobrevivió a la catástrofe de la montaña».
—¿Y eso es importante? —repitió Sickert, dejando a un lado el Evening Chronicle.
—Probablemente, no —dijo Oscar, bajando el periódico y sonriendo a Wat Sickert—, pero reconocerás que sí resulta intrigante… En 1865, lord Francis Douglas muere en un accidente mientras practicaba montañismo y resulta que lord Abergordon estaba presente. En 1892, el siguiente Francis Douglas (lord Drumlanrig, ahijado de Abergordon) dice que le gustaría ver muerto a Abergordon, cosa que ocurre al cabo de cuarenta y ocho horas.
—Entonces, ¿Drumlanrig citó a Abergordon como su «víctima de asesinato»? —preguntó Sickert—. No lo sabía.
—Sí —respondió Oscar—, según me ha dicho Bosie. Aunque todavía tenemos que hablar con el propio Francis.
—Pero eso no significa que lo hiciera…, eso no le convierte en asesino.
—Por supuesto que no.
—Sin duda recordaréis —dijo Sickert, sacudiéndose el polvo de los pantalones con el dorso de la mano— que hace un par de años me vi perseguido por las callejuelas de King’s Cross por un atajo de prostitutas que no dejaban de llamarme a gritos Jack el Destapador.
—Lo recuerdo —dijo Oscar—. Me lo habías contado.
—Y yo no soy Jack el Destripador —protestó el pintor.
—Lo sé —concedió Oscar.
—Lo único que digo —insistió Sickert— es que es un error sacar una conclusión de forma precipitada a partir de una prueba poco sólida.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —prosiguió Oscar—. Yo no lo hago. No lo he hecho. No lo haría y no lo haré, te lo aseguro. —Agitó el periódico en el aire—. Pero me intriga la coincidencia, eso es todo…
Sickert sorbió por la nariz y se retorció los bigotes al tiempo que miraba por la ventanilla. En ese momento pasábamos por Paddock Wood. El andén estaba desierto.
—Nunca me has dicho, Wat, qué hacías deambulando por los callejones de King’s Cross en plena noche —continuó Oscar con una sonrisa maliciosa—. ¿Acaso encontrabas excitante el peligro?
Wat se volvió desde la ventanilla para mirarlo a los ojos.
—No fue en plena noche, sino a medianoche. Soy un pintor inglés: buscaba sujetos ingleses a los que retratar. Había estado dibujando en un teatro de variedades de Somers Town y me perdí de camino a casa…
—¿Ibas vestido como ahora?
—Puede ser —respondió Sickert—. Este es uno de mis abrigos favoritos. Era invierno. Llevaba también una capa.
—¿Y el sombrero? ¿Y esos bigotes? —Oscar soltó una risilla—. ¡No me extraña que al grupo de hijas de la alegría de King’s Cross tu presencia le resultara alarmante! Lo que me sorprende es que no te tomaran por uno de los vampiros de Bram. —Me reí. Sickert esbozó la sombra de una sonrisa. Oscar se inclinó hacia delante y puso la mano en la rodilla de su amigo—. Nadie cree que seas Jack el Destripador, Wat. Y tampoco creo que el hermano de Bosie asesinara a lord Abergordon. Es más, Scotland Yard nos asegura que la muerte de la señorita Scott-Rivers fue un accidente. El señor Sherlock Holmes parece estar a salvo en manos de Conan Doyle y no me cabe duda de que cuando lleguemos a Eastbourne encontraremos a Bradford Pearse igualmente a salvo, con buena salud, buen ánimo y dispuesto a revelarnos su secreto.
—¿Su secreto? —preguntó Sickert, recobrando la compostura—. No recuerdo que dijera nada acerca de ningún secreto.
—Todos tenemos nuestros secretos, Wat —dijo Oscar con una sonrisa—. Yo tengo los míos y tú los tuyos. Bradford Pearse tiene también los suyos. Al menos, eso confesaba en su carta.
—¿Ah, sí? —dijo Sickert, claramente perplejo—. Me decía que estaba asustado. No hizo mención de ningún secreto.
—¿Estás seguro? —preguntó Oscar. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó la carta de Pearse. La desplegó y se la pasó a Wat—. Vuelve a leer el último párrafo.
Sickert buscó el final de la carta y estudió con atención la letra garabateada de Pearse. Leyó entonces la conclusión de la misiva, despacio y en voz alta:
—«Ven a verme sí encuentras el momento. Temo contar la verdad». —Miró a Oscar—. A mí me parece que está muy claro. El hombre tiene miedo. Y así lo expresa.
Él recuperó la carta y volvió a examinarla.
—Me pregunto… —empezó con tono reflexivo—. Mucho me temo que la falta de precisión de Pearse en lo que respecta a la puntuación dé pie a la ambigüedad. Quizá me equivoque, pero a mí me parece que la frase final de tu amigo es una admisión de que teme oírse decir la verdad. En realidad, lo que está diciendo es: «Wat, temo contar la verdad…». ¿No te parece?
Llegamos a la estación de Eastbourne cuando eran poco más de las seis y media. El tren iba con retraso. Hubo un fallo de agujas en Polegate. El Devonshire Park Theatre, recientemente construido y la joya de la refulgente corona teatral de Eastbourne, estaba situado en el sudoeste de la ciudad, a una considerable distancia a pie desde el centro de la villa aunque a tiro de piedra del mar. Llegamos a la entrada de artistas, situada en la parte trasera del teatro, a las siete menos un minuto. Nos quedamos en la calle bajo la luz crepuscular, y nos dirigimos al portero de la entrada a través de una pequeña reja cuadrada abierta en la puerta a la altura de la cabeza. Por lo poco que pudimos ver y oír de él, era un lúgubre y viejo tipejo originario de Lancashire que daba la impresión de haberse pasado la vida trabajando en el teatro y odiando cada minuto de ella.
—No se admiten visitas antes de la función —gruñó sin apenas lanzarnos una mirada. Era un hombre implacable que no se dejó conmover ni por las súplicas de Wat ni, y eso sí es de tener en cuenta, por el tintineo de los relucientes chelines de Oscar—. No se admiten visitas —repitió.
—¿Está el señor Pearse en el teatro? —preguntó Oscar, pegando el rostro a la reja. El portero no respondió. Le oímos sorber alguna suerte de poción. Eructó luego despacio al tiempo que Oscar repetía la pregunta—. ¿Está el señor Pearse en el teatro? Necesitamos saberlo.
—Más le vale que esté —gruñó el portero—. ¿A quién si no van a matar en el cuarto acto?
Cuando abandonamos la entrada de artistas y rodeamos el edificio en dirección a la taquilla situada en la parte delantera, Oscar sacudió la cabeza y suspiró:
—Como se habrán dado ya cuenta, caballeros, he dedicado mi vida a entretener a las clases obreras, a enfurecer a las clases medias y a fascinar a la aristocracia…, aunque creo que acabo de encontrar a un igual. Nuestro Celador de Accrington[11] forma en sí mismo una clase aparte, fuera de mi alcance.
Compramos sin dificultad tres entradas para la función de la noche. Asesinato a bordo, «un drama moderno fiel a la tradición», no había logrado ganarse la atención de la ciudad. A pesar de que Oscar esperaba poder ocupar un asiento en mitad de platea para ver la función, el señor Standen Triggs, el director del teatro, que casualmente estaba de servicio, demostró ser poseedor de una naturaleza indudablemente aristocrática al reconocer a Oscar en cuanto entramos al vestíbulo y manifestarse evidente, obsesiva y absolutamente fascinado por él. El señor Triggs estaba del todo abrumado por el honor de contar en su teatro con una eminencia de las letras como el señor Wilde e insistió, consecuentemente, en que nuestro grupo ocupara el palco real en calidad de invitados personales de la dirección, disfrutando en todo momento de su humilde y sobrecogida servidumbre. Desde el mismo instante en que llegamos al Devonshire Park hasta que, tres horas más tarde, salimos del teatro, creo que Triggs no apartó la mirada de Oscar ni un solo momento. Le miraba fijamente, embelesado, como si tuviera ante sus ojos a la mismísima reina de Saba.
Afable y voluble en la misma medida en que el portero de la entrada de artistas de su teatro era taciturno y malcarado, Triggs resultaba en cierto modo fascinante. Era un hombre de porte menudo que todavía no había cumplido los sesenta años, de pulcro vestir y delicados modales. Su diminuta cabeza era francamente extraordinaria: redonda como un rábano y separada de los hombros por un cuello largo y delgado como un tallo. Cuando hablaba, se balanceaba de un lado a otro como un tentempié. Era casi calvo y tenía las mejillas rosadas y suaves, casi aterciopeladas; la nariz pequeña, aunque respingona y con la punta roja, parecía una obra de maquillaje teatral; los ojos, acuosos y enrojecidos, eran redondos y desconcertantemente protuberantes. Al tiempo que hablaba una y otra vez del «inmenso y desmesurado júbilo» que le embargaba ante nuestra presencia, durante toda la velada pareció estar al borde de un colapso emocional. Le temblaban las manos; el sudor le goteaba por la cara y el cuello en un constante reguero y sus ojos saltones derramaban una y otra vez densas lágrimas.
Antes de la función y durante cada uno de los tres largos intermedios, el señor Triggs nos recibió en su despacho, donde habló incesantemente. Su exuberancia y entusiasmo resultaban a la vez cómicos y conmovedores. Nos ofreció un vino alsaciano caliente y curiosamente desagradable.
—Excelente, ¿no les parece? —preguntó, riéndose al hablar. Cantaba las alabanzas de todo y de todos—. Su teatro, inaugurado hacía tan sólo ocho años, era probablemente, posiblemente… no, indudablemente, el teatro de estilo italiano más elegante fuera de Italia. Los dueños del mismo (la Devonshire Park and Baths Company) eran, «sin duda alguna», los más justos y decentes para los que cualquiera podía aspirar a trabajar y, aunque todavía no conocía al nuevo duque, y tampoco a la nueva duquesa del nuevo duque, sólo había oído hablar maravillas de ambos: «Sólo cosas muy buenas, excelentes». Y en cuanto a nuestro amigo Bradford Pearse…, «Uno de los actores favoritos de Eastbourne… ¿Existe acaso mejor actor de provincias de su generación y particular físico? No lo creo, sinceramente. ¿Existe acaso algún hombre de teatro más popular que él, salvando a los presentes? No, que yo sepa».
—¿Pearse goza de las simpatías de sus colegas? —preguntó Oscar, cuyos propios ojos parecían haber empezado a aguarse (probablemente a causa del vino).
—No tiene un solo enemigo en el mundo —declaró el señor Triggs—. Lo cierto es que es tanta la simpatía, el respeto y la confianza que despierta su señor Pearse —añadió, inclinándose hacia Oscar confidencialmente— que le concedemos un privilegio que no concedemos a ningún otro actor del circuito de las obras en gira.
Oscar arqueó las cejas, interrogante.
—Le permitimos pasar la noche en el edificio. Aunque va contra las normas.
—¿Duerme aquí? —preguntó Sickert.
—Sí —respondió Triggs, sin apartar aún los ojos de Oscar—. Puede que Bradford Pearse suela ir corto de fondos, pero jamás está falto de amigos. Cuando aparece en el Devonshire Park Theatre, le permitimos que utilice su camerino como alojamiento.
—¿Y el portero de la entrada de artistas lo permite? —murmuró Oscar perplejo.
El señor Standen Triggs asintió solemnemente con la cabeza al tiempo que se secaba los ojos.
—Tal es la reputación de Bradford Pearse en esta selecta profesión —dijo.
Sería injusto pretender que la reputación profesional del señor Bradford Pearse se vio en algo mejorada gracias a su aparición en Asesinato a bordo.
—Ni siquiera es lo bastante mala como para ser buena —me susurró Oscar al tiempo que las lámparas del teatro atenuaban su luz para que diera comienzo el último acto—. Si no me equivoco, la palabra «farsa» se acuñó en el año 1528. Hace tiempo que me pregunto por qué. Ahora lo sé. Esta obra no es más que una tediosa farsa. No me extraña que el señor Triggs esté bostezando en la parte trasera del palco. Espero francamente que asesinen a nuestro amigo Pearse cuanto antes.
Pero no fue así. El último acto de Asesinato a bordo era el más largo, o al menos eso es lo que nos pareció. En el drama, Pearse desempeñaba el papel de padre y marido cruel: un capitán de barco que se desentiende por completo de su esposa y de sus hijos cuando está en el mar y que los maltrata sin remordimientos cuando regresa a casa. En los últimos instantes de la obra, su esposa decide que no puede seguir soportando su crueldad y, con una pistola que le ha robado a un desconocido que estaba de paso —personaje que forma parte de la compleja subtrama de la obra: ¡un ladrón de ganado peruano, si mal no recuerdo!—, mata a su marido de un tiro por la espalda cuando él, en un arrebato beodo y látigo en mano, la aparta de sí para azotar a su hija deforme, encogida, ciega y tísica.
Fue Oscar quien dijo eso de: «Hay que tener un corazón de piedra para leer sobre la muerte de la pequeña Nell sin reírse». Durante los instantes finales de Asesinato a bordo vi a mi amigo inclinarse sobre el borde del palco real del Devonshire Park mordisqueándose los nudillos.
Sickert, sentado justo detrás de Oscar, siseó:
—¿Y si el arma está cargada?
Oscar reprimió una risilla.
—Si lo está, podríamos matar al autor.
El pintor insistió.
—Alguien ha amenazado la vida de Bradford. Si va a morir, esta noche es el momento…
Oscar se volvió a mirarle.
—Silencio, hombre. Déjale morir en paz.
La pistola tronó en el escenario coincidiendo con las palabras de Oscar. El estallido fue tremendo. Desde el auditorio medio vacío se elevaron gritos de «¡No!». En la parte trasera del palco, un Standen Triggs totalmente reanimado masculló:
—Realista, ¿eh?
En el escenario, la actriz que representaba el papel de la esposa de Pearse soltó la pistola todavía humeante y se tapó angustiada los ojos. La joven que representaba a la hija de Pearse miró, enloquecida, a su madre y dejó escapar un espantoso chillido, y el propio Bradford Pearse se volvió en el centro del escenario a mirar al público. Tenía el pecho y las manos teñidos de sangre, los ojos cerrados y el rostro contraído. Se tambaleó, primero a la izquierda y luego a la derecha; de pronto, cayó hacia delante, hacia las candilejas. Durante un instante pareció que iba a precipitarse en el foso de la orquesta, pero no fue así. Con los brazos repentinamente extendidos, retrocedió de pronto y se derrumbó como un peso muerto en el suelo.
Cayó el telón.
—Merecía la pena la espera, ¿eh? —exclamó el señor Standen Triggs, poniéndose en pie para dar la señal de salida a la calurosa ovación.
También nosotros nos levantamos y vitoreamos al tiempo que recorríamos con los ojos el auditorio casi vacío. Vimos a otros espectadores que también se habían puesto en pie para ofrecer sus aplausos.
Instantes más tarde —el aplauso empezaba ya a vacilar—, el telón volvió a levantarse. Y allí, detrás de las candilejas, en fila, uno al lado del otro, tomados de la mano, la cabeza alta, a punto para saludar una vez más, estaban todos los miembros del reparto de Asesinato a bordo. Todos, excepto uno. Bradford Pearse había desaparecido.