19.

La Virgen de Guadalupe

—Pero ¿cómo diantre supo que era sólo un juego, señor Wilde?

—¿Quiere usted que seamos amigos, señor Hornung? Sé que apenas hace una semana y un día que nos conocemos, pero ya estamos almorzando juntos un lunes. Y, señor Hornung, del mismo modo que ninguna dama lleva joyas en el campo y que ningún caballero lleva zapatos marrones en la ciudad, los caballeros jamás almuerzan juntos los lunes a menos que vean la perspectiva de una verdadera amistad. —Oscar levantó su copa de Le Montrachet 1865 en dirección a Willie Hornung—. Si vamos a ser amigos, Willie, y creo que lo somos, preferiría que me llamara Oscar…

Oscar estaba relajado como nunca. Era el día siguiente (lunes, 9 de mayo de 1892) y mi amigo y yo almorzábamos con Willie Hornung y Arthur Conan Doyle en el comedor de paredes revestidas de paneles de roble del Hotel Cadogan. Hornung, la menguante violeta de Conan Doyle amablemente regada por Oscar, se estaba convirtiendo en una flor mucho más robusta. El joven levantó su copa hacia nuestro anfitrión, se empujó con el dedo el pince-nez nariz arriba y repitió su pregunta:

—¿Cómo supo que era un juego, Oscar?

Él sonrió y contempló su plato. Había pedido lo que él llamaba un «ligero almuerzo, un almuerzo de lunes»: langosta fría con mayonesa fresca y ensalada de pepino, jalea de tomate y patatas nuevas.

Hornung insistió:

—Todos creíamos que había muerto. Y entonces, cuando usted se rió y él se levantó y saludó con una inclinación de cabeza, no supimos qué pensar… ¿Acaso le había avanzado que era eso lo que tenía en mente?

—No —respondió él, ensartando un trozo de langosta con el tenedor y hundiéndolo en la mayonesa—. Pero enseguida intuí que estábamos siendo testigos de una mera puesta en escena: comedia, no tragedia.

—A mí me pareció muy real —dijo Conan Doyle, comiendo con apetito las patatas nuevas.

—Sí —dijo Oscar—. Amteim se llevó la mano al lado izquierdo del pecho como lo haría un hombre en pleno ataque al corazón, pero hubo también algo que, siendo médico, creí que usted había visto, Arthur… Cuando siente dolor de verdad, el paciente se tensa, ¿no es así? En cambio, nuestro hombre, según pude observar cuando se separó de Constance y se volvió de espaldas en lo alto de la escalera, lejos de tensar sus tendones, me pareció que relajaba deliberadamente todo su cuerpo. Se estaba preparando para la caída. Cayó escaleras abajo de cabeza, con los miembros totalmente laxos, no como lo habría hecho un hombre que fuera presa del dolor, sino como un viejo actor del Circo Astley en su día libre.

—Pero ¿qué es lo que hizo, señor Wilde… Oscar?

—Imagino, Willie, que simplemente improvisó al ver que se le presentaba la ocasión. —Cubrió una rodaja de pepino con una pequeña porción de jalea de tomate—. Supongo que lo hizo por unos cuantos motivos: para pavonearse, para divertirse, para eclipsar a Alphonse Byrd, pues a fin de cuentas nadie negará que Byrd había estado admirablemente bien durante el espectáculo… Supongo que también lo hizo en atención a aquellos de nosotros que estaban allí ayer por la tarde y que habían estado aquí, en el Hotel Cadogan, el domingo por la noche. Quizá deseaba mostrar su desprecio por quienesquiera que le hubieran elegido como su «víctima» el domingo pasado. Estaba desafiándoles, a ellos y a su estúpida amenaza de muerte. Estaba simplemente haciéndoles beber de su propio jarabe, como reza el dicho.

—Desde luego, corrió un alto riesgo —dije—. Esta noche se celebra su gran combate. Podría haberse roto algo cayendo como lo hizo ayer.

Oscar se rió entre dientes.

—Unos cuantos escalones en Tite Street no suponen la menor amenaza para «David y Goliat» Amteim, Robert. Además, para un hombre como él, el riesgo es lo que una segunda botella de este delicioso borgoña blanco será para nosotros: algo totalmente inherente a un día bien aprovechado. —Agitó una mano esperanzada en dirección al sumiller.

—No más vino para mí, gracias, Oscar —declaró con firmeza Conan Doyle—. Voy de camino a la revista Strand. Me espera una tarde de duras negociaciones.

—¿Sigue planeando asesinar a Sherlock Holmes? —pregunté.

—En mi cabeza y en mi corazón ya está muerto —respondió Doyle, limpiándose su enorme mostacho con la servilleta—. Pero en mi cuenta corriente, sigue estremeciéndose y retorciéndose. —Sorbió por la nariz y sacudió los hombros como si de pronto le hubiera sorprendido una corriente de aire.

Hornung se inclinó sobre la mesa y susurró con tono conspirador:

—El Strand ofrece a Arthur mil libras por una docena de historias.

—El dinero no lo es todo —masculló Conan Doyle, avergonzado por la revelación de su joven compañero.

—Eso no es cierto —murmuró Oscar casi como si hablara para sus adentros. Yo no dije nada (por mi novela corta titulada Agatha’s Quest acababa de recibir de Trischler & Co. la magnífica suma de quince libras y quince chelines).

—Naturalmente que el dinero es importante —añadió Hornung muy serio—, pero ¿no es acaso la genialidad a lo que deberíamos aspirar?

—No, no, no —gimoteó Oscar al tiempo que indicaba con una señal al sumiller que una segunda botella de Le Montrachet llegaba a la mesa con un más que evidente retraso—. No aspire jamás a la genialidad, Willie. El público británico es maravillosamente tolerante, pero tiene sus límites. Lo perdona todo…, excepto la genialidad.

Todos nos reímos. Conan Doyle dejó la servilleta sobre la mesa.

—Usted y los británicos parecen llevarse estupendamente, Oscar. A los británicos les encanta su obra. Y toleran sus excentricidades.

—Pero desprecian mis ojales —replicó él con un profundo suspiro—. Cuando voy por la calle veo el modo en que los transeúntes miran la solapa izquierda de mi chaqueta y sé lo que están pensando…

—Lo único que piensan, Oscar, es que su gusto poco tiene que ver con el de usted —dijo Conan Doyle, recostándose contra el respaldo de la silla y dedicando a su amigo una amplia sonrisa—. Lo que quiero decir, viejo amigo, es que no hay más que verle. Ahí fuera tenemos una hermosa mañana de mayo y luce usted un exagerado tulipán negro en la chaqueta. Parece un cuervo muerto.

—Lo llevo en honor de Gustave Flaubert —respondió Oscar, lanzando una apesadumbrada mirada al tulipán—. Ayer hizo doce años que murió. Era todo un maestro. Le reverencio. Y, todos los años, el ocho de mayo compro tulipanes en su honor. Le recuerdo como a él le habría gustado ser recordado. Flaubert decía: «Il est doux de songer que je servirai un jour à faire croître des tulipes»[19].

—Sí —dijo Conan Doyle con una risilla—. Siempre fue poseedor de le mot juste. —Llegó el sumiller con nuestra segunda botella de Le Montrachet. El doctor consultó su reloj de bolsillo—. Ni que decir tiene que monsieur Flaubert jamás tuvo que vérselas con el editor de la revista Strand. Tengo que marcharme dentro de un momento, Oscar. ¿Me permiten que tome una rápida taza de café antes… mientras ustedes disfrutan del vino y piden el postre? Antes de marcharme tengo que saber cuáles han sido los esfuerzos a los que ha dedicado usted la mañana. Ha estado usted interrogando a los empleados del hotel, ¿no es así?

Oscar estaba probando el vino con expresión de absoluta aprobación. Dejó la copa sobre la mesa y miró fijamente a Conan Doyle.

—Así es —dijo.

—¿Y hay algún punto vital sobre el que desearía reclamar mi atención?

—Simplemente sobre el curioso incidente protagonizado por la cotorra durante la mañana… en el curso de las horas inmediatamente anteriores a su desafortunada muerte, Arthur.

—Por lo que tengo entendido, la cotorra no protagonizó nada durante la mañana.

Oscar esbozó entonces su maliciosa sonrisa.

—Ese es precisamente el curioso incidente.

Conan Doyle negó con la cabeza.

—No estoy seguro de entenderle.

—Robert y yo llevamos aquí desde las diez de la mañana —explicó Oscar—. Hemos interrogado a todos y cada uno de los miembros del servicio que trabajaron el martes pasado. La cotorra fue vista por última vez en su jaula poco después del desayuno. Nat, el botones, y Nellie, una de las criadas, confirmarán con su testimonio lo que digo. A partir de ese momento, nadie parece haber reparado en el pobre Capitán Flint hasta que a las tres descubrieron su cuerpo destrozado.

—¿Y tan sorprendente le resulta eso? —preguntó Conan Doyle, dejando caer con suavidad dos terrones de azúcar en el café.

—El Capitán Flint era una criatura parlanchina —dijo Oscar—. Según Bosie, impertinente y gárrula. Por eso mi querido muchacho quería acabar con la vida del animal. Habitualmente, la cotorra del Hotel Cadogan hacía notar su presencia. Al parecer, esa mañana no fue así. Curioso, ¿no les parece?

—No necesariamente —dijo Conan Doyle—. Sin duda cualquier visitante ocasional repararía en la cotorra al entrar al hotel, pero los miembros del servicio, acostumbrados como estaban a pasar por el vestíbulo a menudo, probablemente se habían habituado a su presencia. ¿Había mucha actividad en el hotel esa mañana?

—Mucha más de lo que suele ser habitual, y el Cadogan andaba corto de personal. Tanto el director de día como su ayudante estaban indispuestos, de ahí que Byrd estuviera en activo. Según el registro de entradas del hotel, hubo siete llegadas durante la mañana y, a primera hora de la tarde, debían abandonar el establecimiento un grupo de catorce señoras norteamericanas. Durante todo el día, a decir de todos, hubo numerosas idas y venidas por el vestíbulo. El botones y el portero reconocieron a un buen número de clientes habituales: Bram Stoker y Charles Brookfield vinieron a desayunar; la señora Langtry ocupó su mesa de costumbre, la de allí, para el almuerzo; como bien sabe, Constance y Edward Heron-Allen llegaron poco antes de las tres.

—¿Estuvo desierto el vestíbulo algún rato…, aunque solo fuera un momento?

—Oh, sí —dijo Oscar, que tenía en ese momento una fresa Kentish ensartada en la punta de su tenedor de postre y la sumergía felizmente en la copa de vino—. El portero reconoció que había tenido que abandonar con frecuencia su puesto para ayudar a bajar el equipaje de las señoras norteamericanas. Y, a intervalos regulares, Nat, el botones, hizo lo mismo. El vestíbulo estuvo constantemente desierto y la puerta principal siempre abierta. Lo cierto es que cualquiera que esa mañana tuviera acceso al hotel pudo asimismo tener acceso a la jaula de la cotorra. Cualquiera pudo asesinar al Capitán Flint.

—Cualquiera pudo haberlo hecho… —reflexionó Conan Doyle, haciendo girar su cucharilla de café entre los dedos—. Sí, cualquiera pudo disponer de los medios y de la ocasión… Pero ¿quién tenía un móvil? —El médico añadió otro terrón de azúcar a su taza—. ¿Quién era el dueño de la cotorra? ¿Pertenecía acaso al hotel?

—No, era propiedad de Alphonse Byrd. El Capitán Flint llegó con él cuando el hotel abrió sus puertas. Según palabras del portero, Byrd y la cotorra eran inseparables.

—Lo creo —dijo Willie Hornung muy serio—. Yo tuve una cotorra cuando viví en Australia. La llamé Capitán Cook. Las cotorras son criaturas extraordinarias; en muchos sentidos, son como las personas. Pueden conversar y también contar. Capitán Cook podía contar hasta diez. Y establecen vínculos muy estrechos. Pueden llegar a ser tremendamente celosas. —Hornung se calló de pronto. Evidentemente, tenía la sensación de haber hablado cuando no le tocaba. Tomó un sorbo de vino de su copa y masculló—: En fin, en cualquier caso, ésa fue mi experiencia en Australia.

Oscar sonrió al nervioso joven y puso su mano sobre la de él.

—Cuando miro el mapa y veo lo feo que es Australia —dijo—, me vienen ganas de ir allí y ver el modo de hacer de él un lugar más hermoso. ¿Podría llevarme un día, Willie? ¿Cree que me sentiría cómodo en Sydney?

—Caballeros —gruñó Conan Doyle, aclarándose la garganta—. ¿Podríamos ceñirnos al asunto que nos ocupa? Byrd le profesaba un gran cariño a su cotorra…

—Adoraba a esa criatura —dijo Oscar compasivo, retirando la mano de la de Willie Hornung y mirando a Conan Doyle a los ojos.

—¿Tenía Byrd algún enemigo?

—Al parecer, aparte de Amteim, no es un hombre de muchos amigos, pero tampoco se le conocen enemigos. Quienes trabajan con él en el hotel parecen aceptarle como es…, un tipo poco agradable. No le tienen simpatía, pero tampoco les desagrada. Desde luego, no puede decirse que le desprecien. Nada sugiere que el desafortunado Capitán Flint fuera asesinado por alguien que guardara rencor al señor Alphonse Byrd.

—En ese caso, la muerte de la cotorra sigue siendo un misterio —dijo Conan Doyle con un breve suspiro. Sacó su reloj de bolsillo del chaleco—. Tengo que irme —anunció, retirando la silla y levantándose rápidamente.

—Iré con usted —dijo Willie Hornung, tomando un último sorbo de vino y quitándose la servilleta de la camisa—. Podemos compartir coche de camino al centro.

Oscar y yo nos pusimos en pie y estrechamos la mano del bondadoso médico y de su joven pupilo. El vasto círculo de amistades de mi amigo incluía a hombres de toda suerte y condición. Casi todos ellos resultaban a su modo fascinantes, pero con muchos de ellos yo me sentía claramente incómodo. Con Arthur Conan Doyle y con Willie Hornung, en cambio, siempre me sentí cómodo.

—¿Les veremos esta noche? —les preguntó Oscar cuando ya se alejaban en dirección a la puerta—. El combate de Amteim empieza a las ocho.

Conan Doyle nos saludó con la mano mientras se alejaba.

—Tenemos nuestras entradas. Allí estaremos sin falta.

Cuando se marcharon y Oscar y yo volvimos a sentarnos y a disfrutar de los restos del Le Montrachet del 65, le dije a mi amigo:

—Si Amteim sobrevive a esta noche, si mañana por la mañana sigue vivo y en perfecto estado, ¿crees que todo habrá acabado? ¿Creerás entonces que la maldición habrá dejado de tener efecto?

—Sentiré que puedo dormir más tranquilo en mi cama —respondió despacio—. Y también que mi querida esposa puede descansar más segura en la suya. Pero seguiré preguntándome por el destino de Bradford Pearse. ¿Cayó o le empujaron? Y todavía tengo que resolver el misterio de lo ocurrido con el Capitán Flint. De lo contrario me veré obligado a dar al condenado Brookfield sus trece guineas. —El vino amarillo de su copa estaba salpicado de restos de fresa. Oscar observó el líquido con expresión reflexiva—. ¿Quién mató a la cotorra, Robert? Ésa es la cuestión. Quia tué le perroquet? —Cogió la botella. Estaba vacía—. Flaubert tenía una cotorra disecada en su escritorio para que le diera inspiración, ¿no es cierto? Creo que utilizó a la cotorra en Un coeur simple. No he leído esa historia. ¿Tú sí? Tengo que hacerlo. —De pronto se animó—. ¡Lo haré! Esta misma tarde. ¿Tienes un ejemplar, Robert? Yo no. Iremos a comprar uno a la Librería Francesa. Pediré la cuenta e iremos ahora mismo a Beak Street. Quién sabe, hasta puede que encontremos allí a tu amigo el reverendo George Daubeney, ¿no te parece? Es allí donde le conociste. La Librería Francesa es uno de los lugares que frecuenta, ¿o no es eso lo que dijiste? —Agitó la servilleta alegremente hacia el jefe de camareros—. Me muero de ganas de decirle a nuestro cochero que vamos a Beak Street en busca de un corazón sencillo. Le divertirá saberlo. Bebe, Robert. La partida está en marcha.

El trayecto en coche desde Sloane Street a Beak Street nos llevó media hora. Habríamos tardado menos si, durante el camino, Oscar no hubiera insistido en detenerse en cada uno de los estancos que encontrábamos hasta que encontró uno que tenía una lata de cigarrillos Player’s Navy Cut.

—Amteim me hizo un gran servicio dándome a conocer esta marca, Robert. Como bien dijo, no son cigarrillos propios de caballero, pero es precisamente su tosquedad lo que les da su encanto. Es lo que un hombre necesita después de una buena langosta, fresas y un borgoña blanco.

Nuestro cochero, que según Oscar era «un viejo amigo», no dio la menor impresión de saber quién era Oscar ni de entender ni una sola del puñado de ocurrencias, observaciones y reflexiones sobre Flaubert que él le fue lanzando alegremente durante el trayecto. Cuando Oscar hablaba, el hombre simplemente sorbía y chupaba su cigarrillo. En el momento en que llegamos a nuestro destino y, con gran ceremonial, Oscar le pidió que fuera tan amable de esperarnos al tiempo que le hacía entrega de un soberano de plata a modo de «pago parcial», el hombre respondió con un superficial asentimiento y se guardó el soberano en el bolsillo como si se tratara de una moneda de seis peniques.

La Librairie Française de Beak Street era un imán para las almas civilizadas del Londres de la década de 1890. Desde fuera, tenía el aire tranquilizador de la sombrerería de una novela de Jane Austen, pero tras la fachada estilo regencia con su atractivo escaparate de varios cristales, se escondía un emporio tenuemente iluminado y lleno de humo que recordaba más a París o a Marsella (o incluso a Atenas o a Argel) que a Bath o a Cheltenham Spa. Además de los libros y de los periódicos de toda suerte y descripción (¡entre los que se incluía un buen número de ejemplares que cualquier escritor respetable odiaría describir!), monsieur Hirsch, el francés que había abierto la tienda en 1889, albergaba un rico surtido de lujos galos que normalmente no se obtenían en Londres: productos de aseo típicamente franceses, cigarrillos franceses, quesos franceses, profilácticos de estilo continental y botellas de absenta.

—Huele la corrupción —dijo Oscar cuando empujamos la puerta de la librería y una campanilla tintineó para anunciar nuestra llegada.

En el interior de la tienda se respiraba un aire cargado y profusamente impregnado de incienso. Cerramos la puerta de entrada a nuestra espalda y la campanilla volvió a tintinear. Al parecer, éramos los únicos clientes, pero no estábamos solos.

—¡Santo Dios! —exclamó alarmado mi amigo cuando una masa de plumas amarillas y verdes voló violentamente hacia nosotros—. ¿Es eso una cotorra?

Un pequeño pájaro rebotó de un lado a otro de la abigarrada habitación, lanzándose frenéticamente contra las paredes, las lámparas y los cuadros. Buscamos refugio inútilmente junto a la puerta. Por fin, la criatura se posó encima de una estantería.

—Es un canario —dije—. Uno de los dos miembros de una pareja.

Oscar lo observó con recelo desde abajo.

—Conocidos sin duda como Edmond y Jules.

—Pues sí. ¿Cómo lo has sabido?

—No lo sabía. Simplemente lo he adivinado. Estamos en una librería francesa. Era de esperar que el dueño bautizara a sus canarios gemelos en honor de los hermanos Goncourt.

Sonreí.

Monsieur Hirsch tiene también un mono.

Oscar suspiró.

—¿Y lo viste de grumete? Qué deprimente.

Bonjour, messieurs! —saludó una voz familiar desde algún rincón de la neblina que dominaba la librería. Era el honorable reverendo George Daubeney. Apareció sonriente de detrás de una estrecha cortina de cuentas situada en el extremo más alejado de la tienda. Iba sin afeitar y tenía los ojos enrojecidos y la boca llena de una espesa capa de saliva, aunque estaba de muy buen humor. Llevaba la carpeta de un pintor sujeta con un lazo azul. La puso sobre el abarrotado mostrador y nos estrechó afectuosamente la mano—. Qué inesperado placer —dijo, limpiándose las comisuras de los labios con el pulgar y el índice—, aunque no por ello menos agradable. —Llevaba unos guantes blancos de algodón de noche.

—¿Qué novedades hay sobre su herencia, George? —preguntó Oscar, ofreciendo al clérigo uno de sus cigarrillos.

—Siguen siendo alentadoras, aunque no hay nada definitivo.

—Habíamos pensado que le encontraríamos aquí —añadí, sosteniendo una cerilla con la que encender su cigarrillo y el de Oscar.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? Estoy sustituyendo a Charles en la tienda… a monsieur Hirsch. Hoy aquí está todo muy tranquilo. Son mis primeros clientes.

La mirada de Oscar no se apartaba de la carpeta de pintor. George Daubeney sonrió de oreja a oreja.

—He estado explorando algunos de los tesoros escondidos de Charles. —Desató el lazo alegremente y abrió la carpeta—. Son reproducciones de obras maestras de Peter Paul Rubens. Sé que aprecia usted los encantos de un busto generoso, Oscar.

Contemplamos una exquisita reproducción del célebre cuadro de Rubens titulado Cimone e Ifigenia.

—¿Deliciosas, verdad? —se regodeó el clérigo, pasando los dedos por los suntuosos senos de las damas.

—¿Ah, sí? —pregunté, sorprendido—. ¿Es eso cierto, Oscar? ¿«Aprecias los encantos de un busto generoso»? —Profundamente divertido, lancé una mirada interrogante a mi amigo, cuyo rostro no desveló nada mientras seguía contemplando en silencio el cuadro y daba silenciosas caladas a su cigarrillo.

—Por supuesto que sí —prosiguió alegremente Daubeney—. Recuerdo bien la propaganda: los carteles que promocionaban el Embellecedor de Senos de Madame Fontaine recomendado por el mismísimo «doctor en estética». «Tan seguro como que el sol saldrá mañana, agrandará y embellecerá su busto».

—Las palabras no eran mías —respondió fríamente Oscar.

—Pero su retrato aparecía en el cartel, junto a un ramo de lirios, una profusión de girasoles y, si mal no recuerdo, la doncella de senos más generosos y más hermosa que se haya visto jamás.

—¿Es eso cierto, Oscar? —pregunté, maravillado—. ¿Diste tu bendición al Embellecedor de Senos de Madame Fontaine?

—De eso hace muchos años —dijo—. Creo que en esa época tú vivías en París.

—Oh, sí, Robert —prosiguió Daubeney con lúbrico regocijo—. Nuestro Oscar es un célebre conoisseur de la silueta femenina.

—Mis preferencias se han ido refinando con los años —dijo despreocupadamente mi amigo, buscando otro Player’s Navy Cut en su bolsillo.

Daubeney pasó la primera reproducción para dejar otra a la vista.

—Entiendo entonces que actualmente prefiere algo menos obvio, ¿me equivoco, Oscar? Más sutil, menos chillón, más gamine. ¿Quizás algo así? —La muchacha desnuda del cuadro estaba de pie sobre un manto de seda roja, envuelta en piel y mirando directamente al pintor. Sus redondos senos descansaban sobre sus brazos cruzados—. Según sabemos, su nombre es Helen Fourment. Ésa es toda la información que tenemos sobre ella.

—Era la hija de alguien —dijo Oscar con voz queda—, o la hermana de alguien…

Daubeney se rió.

—Pero todavía no era la esposa de nadie. No hay más que ver la inocencia de su rostro. Miren su boca. Es una virgen…, de eso no cabe duda. —Pasó a la siguiente reproducción—. Ésta es mi favorita. Me he fijado en los gemelos que lleva usted, Oscar. Algo me dice que quizás ésta sea también su favorita.

Mi amigo llevaba los gemelos de esmalte que se había puesto el día antes, los que encerraban una diminuta reproducción de La Virgen de las Rocas de Leonardo da Vinci. La reproducción del cuadro de Rubens que George Daubeney acababa de mostrar llevaba por título El origen de la Vía Láctea. Era un cuadro en el que aparecía la Virgen María ofreciendo su pecho izquierdo al niño Dios. Con sus manos enguantadas, el reverendo sostuvo en alto la reproducción del cuadro para que Oscar la contemplara más de cerca.

—Regálese la vista con el pezón, amigo mío. Es un espectáculo que revive en uno la fe, ¿no le parece?

Oscar dio una profunda calada a su cigarrillo.

—¿Es el entusiasmo que demuestra del todo apropiado para un clérigo, George?

—Dios nos dio la semilla para que la repartiéramos, Oscar —respondió el reverendo casi en un susurro. Cerró la carpeta y empezó a atarla con el lazo azul—. Si le satisfizo a usted La Virgen de las Rocas, tengo otros gemelos similares. Acaba de llegarme de América La Virgen de Guadalupe

—¿Y el precio? —Mi amigo arqueó las cejas y ladeó la cabeza—. ¿Cinco libras, como siempre?

—Así es —dijo Daubeney—, y, como siempre, la calidad está del todo garantizada.

Oscar guardó silencio y contempló al clérigo.

—Ahora entiendo por qué se quitó usted los gemelos cuando buscó refugio en la iglesia la mañana siguiente al incendio de Cheyne Walk. No fue porque no hicieran juego, sino porque se dio cuenta de que muy pronto sería interrogado por la policía…

Daubeney le sonrió al tiempo que limpiaba con la punta de la lengua las pequeñas gotas de sudor que perlaban las comisuras de sus labios.

—¿Se fijó usted? —dijo—. Sí, me quité los gemelos porque temí que dieran un mensaje erróneo. Mi limitada experiencia me ha enseñado que los oficiales y los hombres del cuerpo de la Policía Metropolitana no aprecian como nosotros las sutilezas de las bellas artes.

Oscar cerró de golpe su pitillera y se volvió de espaldas al mostrador de la tienda para recorrer la habitación con la mirada.

—De hecho, George, esta tarde simplemente buscamos un libro. Un coeur simple, un relato breve de Gustave Flaubert.

Daubeney se secó la boca con el dorso de la mano y se movió apresuradamente por la habitación hasta detenerse a escudriñar un estante en particular. Pasó los dedos por los lomos de varios ejemplares.

—Desgraciadamente, todo parece indicar que Charles no lo tiene. —Se volvió a mirar a Oscar y se encogió de hombros—. Puedo ofrecerle Madame Bovary. Tenía unos pechos deliciosos.

—¿Es ése uno de los rasgos definitorios de la novela? —preguntó Oscar entre risas.

—Lo es cuando la leo —fue la respuesta de Daubeney.

—Tenemos que irnos —anunció mi amigo, empujándome de pronto hacia la puerta—. Ni que decir tiene que le veremos esta noche, George…, en el combate de Amteim.

—Por supuesto. Soy el padre. El combate requiere mi bendición.

—Entonces, à tout à l’heure, mon ami. Salude de nuestra parte a monsieur Hirsch.

Nuestro ceñudo cochero esperaba donde le habíamos dejado: al final de Beak Street, delante de la taberna Crown. Cuando subimos al coche, Oscar apuntó:

—Al menos hemos aprendido algo esta tarde, Robert.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—A que la señorita Elizabeth Scott-Rivers se libró de una buena cuando el honorable reverendo George Daubeney rompió su compromiso. —Oscar se dirigió entonces al cochero—: No hemos logrado encontrar un corazón sencillo en Beak Street, cochero. Llévenos ahora al Cuadrilátero de la Muerte, pasando por Gower Street y por Tite Street, si es usted tan amable.