23.

Siempre así

—¿Y ahora qué? —pregunté cuando bajábamos los escalones del Hotel Cadogan que llevaban a Sloane Street.

Había color en las mejillas de Oscar y una chispa iluminaba sus ojos. Se detuvo durante un instante a ponderar su siguiente movimiento y anunció:

—Creo que deberíamos doblar a la izquierda.

Me tomó del brazo y me condujo en dirección a Knightsbrige. En cuanto lo hizo, oímos un repentino y penetrante estruendo a nuestra espalda. Nos volvimos al instante y vimos, justo detrás de nosotros, los restos de una gran teja negra que se había desprendido del tejado del hotel. En silencio, levantamos la mirada hacia lo alto del edificio. Las ventanas de todas las plantas estaban cerradas. Ni una sola cortina se movió. Un par de palomas revolotearon sobre el tejado hasta posarse encima del puñado de chimeneas.

—Vayamos a la policía —dije alarmado.

Oscar se rió.

—¿Por una teja suelta del tejado de un hotel?

—Podría haberte matado.

—Pero no lo ha hecho —dijo sin perder la calma—. Y a ti tampoco.

—Vayamos a la policía —repetí.

—Todo a su tiempo —dijo—. Primero tengo que ir a la oficina de correos. Debo enviar unos telegramas… a Oxford, a Eastbourne, a Bosie y a Constance.

—¿A Constance? —pregunté al tiempo que él volvía a tomarme del brazo y me llevaba en la dirección que había elegido—. ¿No íbamos a almorzar con ella en Tite Street?

—Y así es —respondió felizmente—. Mi telegrama llegará después del almuerzo. Así le mostraremos por anticipado nuestro agradecimiento. —Oscar había entrelazado su brazo con el mío. Llevaba la cabeza erguida y ligeramente inclinada hacia atrás (le gustaba sentir la brisa en su cabello castaño), pero sus ojos me miraron desde las alturas y sonrió—. Cuando Constance y yo nos conocimos, Robert, nos telegrafiábamos al menos dos veces al día, y yo corría en cualquier momento desde el rincón más remoto de la tierra para verla durante una hora y hacer con ella todas esas tonterías propias de los amantes sabios. El romance se nutre de la repetición. ¿Crees que si me comporto como antaño sentiré por ella lo que sentí en su día?

No le respondí. ¿Qué podía decirle?

Cuando llegamos a la esquina de Knightsbridge y Brompton Road y nos detuvimos en la acera, Oscar retiró su brazo del mío para sacar su pitillera.

—¿Qué te ha parecido el amigo Byrd? —preguntó ofreciéndome un cigarrillo.

—Me ha parecido una criatura un poco patética —respondí.

—Desde luego. —Prendió una cerilla y protegió la llama con las manos. Luego encendió mi cigarrillo—. Pero me ha intrigado el hecho de que el gran John Maskelyne haya sido uno de sus mentores.

—¿Acaso es Maskelyne uno de tus héroes? —pregunté, dando una calada a mi cigarrillo sin demasiada satisfacción. Era un Player’s Navy Cut, más del gusto de Oscar que del mío.

—Como maestro de la ilusión teatral, Maskelyne no tiene parangón —dijo Oscar. Aprovechando que momentáneamente no había tráfico, se dispuso a cruzar la calle. Le seguí—. Ni que decir tiene que si mañana le atropellaran en la calle me gustaría saber cómo le recordarían —añadió entre risas mientras me conducía entre un ómnibus y un carro repartidor de leche.

—No te sigo, Oscar —le dije.

—Maskelyne es mundialmente famoso por sus trucos, sus conjuros y sus números de levitación. Aun así, ¿cómo le juzgará la posteridad? —Habíamos alcanzado la seguridad de la acera contraria—. Sí no me equivoco, ha pasado a la fama precisamente gracias a un invento que nada tiene que ver con los escenarios: la cerradura para los lavabos públicos que precisa de una moneda de un penique para funcionar.

—Santo Dios —exclamé, dejando caer mi cigarrillo en la alcantarilla—. ¿Maskelyne es el autor de ese invento?

—Así es —respondió él—, y del eufemismo «gastar un penique» que lo acompaña. Yo soy un poeta y dramaturgo que lleva toda su vida dando vueltas a las palabras, Robert. Aun así, y aunque viviera mil años, ¡dudo mucho que se me ocurriera una frase destinada a ser la mitad de famosa que ésa! Desgraciadamente, no podemos elegir la naturaleza de nuestra propia inmortalidad.

Me reí entre dientes.

—Me pregunto cómo te recordarán a ti, Oscar.

Habíamos llegado a la abarrotada entrada de la oficina de correos de Knightsbridge. Oscar se detuvo. Los clientes pasaban junto a nosotros de camino a sus asuntos.

—Me recordarán por mi caída —dijo con una dulce sonrisa—. Mi fin será el principio de mi notoriedad, estoy convencido de ello. Siempre lo he estado. —Sostuvo su palma abierta delante de mí—. La señora Robinson lo ha visto en mi desgraciada mano. —Oscar hablaba a menudo de la posibilidad de su muerte prematura y habitualmente lo hacía con cierto deleite melodramático—. Si me asesinan a fines de esta semana, Robert, se me conocerá por siempre como el dramaturgo que murió un viernes trece. Me convertiré en el Kit Marlowe del siglo diecinueve y seré recordado tanto por el modo en que encontré la muerte como por la forma en que viví mi vida.

—No vas a morir asesinado el viernes —insistí.

Mientras hablaba, justo cuando pronuncié las palabras «no vas a morir asesinado el viernes», el brazo de un hombre se abrió paso de un empujón entre mi amigo y yo y de pronto vi el cañón plateado de una pistola apuntando al pecho de Oscar. El corazón me dio un vuelco y sentí un intenso y repentino mareo.

—Por el amor de Dios —grité sin pensarlo, agarrando la mano que sujetaba la pistola y levantándola en el aire.

—¡Tranquilo, muchacho! —exclamó Bosie Douglas, desternillándose de risa y liberándose de mi mano—. No está cargada.

Di un paso atrás y miré presa de un horrorizado asombro al apuesto joven que estaba delante de nosotros. Llevaba unos pantalones blancos de criquet, un blazer verde oscuro y un sombrero de paja amarillo y lucía una amplia y ridícula sonrisa en el rostro. Abrazó a Oscar y le besó en la mejilla mientras me tendía su mano abierta. Llevaba en ella la pistola más extraordinaria que yo había visto hasta entonces. No sería más larga que una pitillera: la cámara para los cartuchos era circular, de plata, y estaba repujada como la cascara de un caracol. El único cañón de la pistola no debía de ser más largo ni más ancho que un dedo.

—Bonita, ¿verdad? —ronroneó Bosie—. Es francesa. Obra de monsieur Turbiaux de París. Al parecer, la velocidad de la boca es bastante deficiente, pero ¿qué más da eso? Sólo pienso utilizarla una vez… y muy de cerca. Mi querido papá no sentirá nada… Aunque ¿ha sentido algo alguna vez?

—Guárdala, Bosie —le advirtió Oscar, dando la espalda al joven aristócrata y protegiéndose los ojos con el dorso de la mano—. Estás exhibiéndote.

Lord Alfred Douglas se rió, besó el cañón de la diminuta pistola y se la guardó en el bolsillo del blazer.

—Acabo de gastarme un chelín enviándote un telegrama, Oscar —dijo apartándose de la puerta de la oficina de correos y observando desdeñosamente a los miembros del público que le miraban boquiabiertos y perplejos—. Tengo que irme a Oxford mañana. Mi tutor reclama mi presencia. Dice que si no aparezco en su despacho a las doce con mi ensayo en la mano me expulsarán.

—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó Oscar receloso, arqueando una ceja.

—Quiero que me acompañes mañana a Oxford. Podrías escribirme el ensayo en el tren.

—No seas absurdo, Bosie.

—No seas cruel, Oscar. Por favor. No tiene que ser un ensayo muy largo. Ni tampoco muy bueno. Tan sólo una o dos páginas sobre «La evolución sobre la idea moral». No tengo la menor noción de por dónde empezar, y tú escribirás algo hermoso e inteligente… Por favor, cher ami. Mi futuro académico depende de ello.

Oscar miró al joven y suspiró. Empujó hacia atrás el sombrero de paja del muchacho. Un mechón de pelo rubio cayó sobre el ojo derecho de Bosie.

—Lord Alfred Douglas, eres absolutamente ridículo. No te expulsarán de la universidad por no presentar un ensayo a tiempo, pero quizá sí te metas en un buen lío por desfilar por las calles de Londres en posesión de una pistola y con intenciones de matar. Aun así… —sonrió y negó fatigosamente con la cabeza—. Simplemente velando por tu protección —prosiguió—, y por ningún otro motivo, te acompañaré mañana a Oxford.

Bosie aplaudió y soltó un gritó de entusiasmo.

—¡Gracias, viejo amigo! ¡Gracias! ¿Y el ensayo?

—Lo trabajaremos juntos en el tren.

El muchacho propinó un afectuoso puñetazo en el hombro de su amigo mayor.

—Eres un sol, Oscar. Eres el mejor.

—Y ahora, Bosie —dijo Oscar con firmeza—, cuando haya terminado de enviar mis telegramas, espero que te unas a nosotros y vengas a almorzar a Tite Street.

—No —respondió enseguida el muchacho—. No puedo, lo siento. Almuerzo como mamá. Se lo he prometido. Vamos a celebrar la última humillación de papá. —Miró su reloj e hizo una mueca—. Tengo que irme. Llego tarde. —De pronto nos miró y sonrió de oreja a oreja, claramente entusiasmado—. Pero, claro, anoche… ¡estuvisteis allí! En el Cuadrilátero de la Muerte…, justo donde todo sucedió. Al parecer, había sangre por todas partes. Los periódicos no hablan de otra cosa. Pobre Amteim, ¡asesinado aun a pesar de mantenerse fiel a las Reglas de Queensberry! —Se echó el canotier hacia delante—. Mañana tienes que contármelo todo, Oscar. Escribe ese ensayo esta noche, viejo amigo, y así podremos charlar en el tren. Será mucho más divertido. «La evolución de la idea moral»… Bastarán unas mil palabras. A las nueve en Paddington. En el andén de Oxford, como de costumbre. ¿Te encargas tú de los billetes? Bendito seas, Oscar. Adiós, Robert.

Me estrechó la mano y luego abrazó a Oscar y se marchó. Con lord Alfred Douglas era siempre así.

Oscar entró a la oficina de correos para enviar sus telegramas. Yo encontré a un vendedor de periódicos y le compré una selección de los diarios de la tarde. Todos llevaban en portada el misterioso asesinato ocurrido en el Circo Astley… y la mayoría lo hacían con todo lujo de detalles. El Standard describía a Amteim como a «una conocida figura de los círculos del boxeo que, como hemos podido saber, tenía una doble vida como confidente de la policía». El Evening News informaba de que el inspector Gilmour de Scotland Yard disponía de una serie de potenciales sospechosos, «notables villanos decididos a destruir a Amteim por lo que éste sabía». En una de las páginas interiores, el Star incluía fotografías de algunos de los miembros del distinguido público que había sido testigo de los trágicos acontecimientos ocurridos la noche anterior, incluido el marqués de Queensberry, el barón de Rosebery, el doctor Arthur Conan Doyle y el señor Oscar Wilde.

En el coche que nos llevó a Tite Street, mientras estudiábamos la prensa y Oscar se reía entre dientes y chasqueaba la lengua al tiempo que leía, sugerí que quizá deberíamos intentar esconder los periódicos de la mirada de Constance.

—El estilo de la prosa es horroroso, Robert, estoy de acuerdo —respondió él, negando desesperadamente con la cabeza—. Debemos proteger a mi cordero lo mejor posible. Es muy sensible.

—Hablo en serio, Oscar.

Me miró y sonrió.

—Difícilmente podremos mantener en secreto la masacre de anoche, Robert. Amteim estuvo invitado en nuestra casa hace apenas dos días. Su inesperada muerte…, el modo horrible en que ha sido asesinado; seguramente los criados no hablarán de otra cosa… Pero tienes razón. Todavía no hay necesidad de hablarle a Constance de Ja cena del Club Sócrates ni de mi estúpido juego y sus mortales consecuencias…

—¿No crees que deberíamos advertirla si su vida corre peligro?

—¿Con qué propósito? La experiencia me dice que una preocupación compartida es una preocupación multiplicada por dos. En cualquier caso, creo que estará segura hasta el viernes.

Ya en Tite Street, Arthur, el mayordomo, salió a recibirnos a la puerta.

—Lamento lo del señor Amteim, señor. Feo asunto.

—Sin duda, Arthur. Muy feo. ¿Está la señora Wilde?

—Está arriba, señor. El almuerzo se servirá dentro de quince minutos.

Subimos al primer piso. Oscar siguió hasta el segundo, «a gastar un penique», dijo pícaramente, y a buscar a su esposa. Yo entré al salón. Era mi estancia favorita de la casa de Tite Street, un espacio en el que, a pesar de la tendencia imperante en el momento, reinaba un orden extraordinario. Sobre el papel pintado de las paredes, colgaban aguafuertes de James Whistler y de Mortimer Menpes. El techo, único en su género, era también obra de Whistler: ¡había pintado en él un despliegue de plumas de pavo real! Pasé junto al magnífico piano pintado situado en un rincón del salón y miré desde allí el jardín trasero de los Wilde, un espacio pequeño y un poco vacío. De pie junto a la ventana me sentí abrumado por una curiosa sensación… Tuve la impresión de que un poder invisible me observaba; de pronto, fui consciente de una cercana «presencia» invisible.

Me volví y recorrí la estancia con los ojos. Allí no había nadie. De nuevo miré por la ventana y una vez más sentí una oculta «presencia». Miré entonces al suelo y mis ojos siguieron el blanco rodapié hasta el borde de los flecos de las cortinas de veludillo que enmarcaban la ventana. Bajo el borde de la cortina vi un par de pies enfundados en unos botines.

Horrorizado, y sin pensarlo dos veces, corrí la cortina y agarré la figura que se ocultaba detrás. La cogí por el cuello y la obligué a arrodillarse. Entonces vi quién era y le espeté:

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

Despacio, Edward Heron-Allen se levantó al tiempo que se sacudía los pantalones y se ajustaba el cuello de la camisa.

—Tranquilo, muchacho —dijo—. No está usted en su casa, por si no lo sabía.

Miré al hombre y le vi tan relajado, tan seguro de sí y tan autocomplaciente, que el odio me comprimió la garganta.

—¿Qué diantre estaba haciendo detrás de esa cortina? —pregunté.

—Esperar a Constance —respondió alegremente.

Su respuesta me hizo arder de rabia.

—¿Esperar a Constance? —repetí enojado.

—Estábamos jugando al escondite. A menudo jugamos juntos, algo perfectamente natural. Es lo que suelen hacer los hermanos.

—Usted no es hermano de la señora Wilde —le siseé.

—Como si lo fuera —respondió—. La quiero como un hombre quiere a su hermana…, relajadamente, sin complicaciones.

—No le comprendo.

—Ya lo veo —dijo Heron-Allen—. Usted también quiere a Constance…, pero su amor está manchado de culpa. No la quiere usted como un hermano, sino como un hombre quiere a una mujer. La ama con el corazón colmado de deseo, con lujuria en sus ojos. Y eso no le resulta fácil porque también quiere a Oscar, y Constance es la fiel esposa de Oscar.

—No sé de qué me habla.

—No tiene importancia —dijo Heron-Allen—. La lujuria y el amor me interesan particularmente, eso es todo.

—Además de la manufactura de violines, las peleas de gallos y la literatura prohibida de Persia —añadí, sin tan siquiera intentar disimular mi desprecio.

—En cuanto a la tierra de nadie que existe entre la lujuria y el amor, es mucho lo que podemos aprender de los persas —dijo pasando por mi lado en dirección al espejo que colgaba sobre la chimenea. Se miró en él y se retocó el pelo con delicadeza. Luego se humedeció el dedo índice con la lengua y con sumo cuidado se peinó las cejas—. En lo concerniente a la carnalidad, otras culturas tienen mucho que enseñarnos. Como bien sabe, he estudiado la zoofilia, es decir la cópula entre el hombre y el animal, y también la necrofilia. Resulta muy intrigante intentar descubrir dónde termina la lujuria y dónde empieza el amor…

—¿Y es ésa la clase de cosas con las que edifica a la señora Wilde cuando ustedes dos juegan juntos a sus «juegos»? —pregunté.

—No —se rió—. Por supuesto que no. La señora Wilde y yo somos amigos, amigos de verdad; eso es todo. Mi mujer lleva fuera un mes. Ha ido a ver a su hermana y a su bebé recién nacido. Oscar está siempre ocupado con sus cosas. Constance y yo pasamos tiempo juntos porque disfrutamos sobremanera de nuestra mutua compañía. Jugamos juntos y eso nos hace más felices. Es una pena que en Inglaterra sólo se permita jugar a los niños.

De pronto se abrió la puerta del salón. Era Constance, más hermosa que nunca.

—¿Así que era aquí donde te escondías? —le reprendió—. El almuerzo está servido. Vamos, Oscar está empezando a impacientarse.

Durante el almuerzo (crema de guisantes, costillas de cordero a la plancha y tarta de manzana y de grosella) hablé muy poco. No puede decirse lo mismo de Edward Heron-Allen. Oscar, degustando su borgoña blanco, y Constance, que tomaba limonada, le miraban con evidente admiración, como quien tiene delante a su hijo predilecto, a un prodigio infantil. El abanico de intereses de Heron-Allen era sin duda extraordinario, como impresionante era la profundidad de su erudición. La verdad sea dicha, no pude encontrarle tacha ni en términos de decoro ni de discreción. Aunque inevitablemente hablamos del asesinato de Amteim, Heron-Allen pasó por alto los detalles más escabrosos de la muerte del boxeador y se desvió de su tónica habitual para llevar la conversación hacia temas más alegres: la belleza e inteligencia de los hijos de los Wilde, los orígenes de la afición de los ingleses por comer manzanas, la sutileza de las últimas sonatas para violín de Mozart, lo absurdo de los nuevos cuadros expuestos en la Royal Academy, las perspectivas del Rey Lear del señor Irving y el continuo éxito de Oscar en el Saint James.

Después del almuerzo, Constance invitó a Heron-Allen a dar un paseo por Hyde Park con ella y con los niños. Para mi asombro, Oscar (para el que un simple paseo por Piccadilly era una caminata de tres kilómetros, y una caminata de tres kilómetros algo del todo impensable) propuso que él y yo les acompañáramos.

—Oscar —exclamó su esposa, tan perpleja como yo—, ¿se puede saber qué diantre te ocurre?

—¿Acaso no digo en mi obra que la salud es el deber primordial en la vida? —respondió él, levantándose e inspirando hondo al tiempo que posaba ligeramente los dedos sobre su diafragma—. Creo que un paseo después del almuerzo resultará de lo más vigorizante. —Expulsó el aire despacio y luego, aparentemente exhausto, empezó a palparse el bolsillo de la chaqueta en busca de la pitillera que guardaba en el bolsillo—. Aunque quizá tengas razón, querida. Puede que llegar hasta el parque sea llevar las cosas demasiado lejos. Quizá podríamos simplemente subir hasta el cementerio de Brompton.

—¿Y llevar a los niños a un cementerio, Oscar? —dijo Constance, frunciendo el ceño—. ¡No hay duda de que algo te ocurre!

—No me refería al cementerio —se apresuró a aclarar él—, sino a los pequeños huertos municipales que se encuentran al sur del recinto.

—¿Tenéis huertos municipales cerca? —preguntó Heron-Allen entusiasmado—. Me encantaría verlos.

Oscar y yo nos echamos a reír a la vez.

—¿Qué les resulta tan gracioso, caballeros? —preguntó Constance con tono reprobador.

Oscar estalló entonces.

—Que Edward diga que le gustaría ver nuestros huertos… Estoy convencido de que habla en serio.

—Y así es —dijo Edward Heron-Allen muy serio—. Siento un especial interés por el desarrollo de la horticultura urbana.

Nos llevó no más de media hora llegar a la pequeña extensión de huertos situados al sur del cementerio de Brompton. Oscar y Heron-Allen iban delante. Oscar empujaba orgulloso a Cyril, su hijo mayor, que iba por la calle en un carrito de niño mientras que Heron-Allen llevaba a su ahijado Vyvyan sobre los hombros. Constance y yo les seguíamos del brazo, un poco retrasados. Fue un paseo delicioso. Heron-Allen estaba en lo cierto: cuando Constance se agarró con fuerza de mi brazo para cruzar la calle, mis sentimientos hacia ella estuvieron efectivamente teñidos de culpa.

Los huertos, cuando por fin dimos con ellos, eran un espectáculo poco remarcable: diez pequeñas parcelas de tierra de no más de seis metros cuadrados cada una, todas cubiertas de maleza y mal atendidas.

—No me parece que les tengan demasiado cariño —dijo tristemente Heron-Allen, dejando a su ahijado en tierra. Los dos pequeños Wilde echaron a correr felices entre las parcelas, saltando entre los macizos, olisqueando las flores que encontraban a su paso y arrancando la vegetación. Casi enseguida, en el borde de los huertos, junto a las barandillas que rodeaban el cementerio, los niños descubrieron un pequeño montículo de tierra recién removida y empezaron a clavar en ella pequeños palos de madera.

—¿Es un castillo de arena, papá? —preguntó Cyril.

—No —respondió Oscar—. Creo que es la tumba de una cotorra.

Constance, que caminaba en ese momento con Heron-Allen, no le oyó.

—Esto es un poco triste, ¿no te parece?

—No hay nada más triste que un jardín desatendido —fue la respuesta de Heron-Allen.

Vyvyan corrió hasta su madre con un ramillete de hierbajos y de hojas en la mano.

—Te he hecho un ramo, mamá —anunció con una pronunciada reverencia al tiempo que ofrecía a su madre su pequeño manojo de vegetación.

—Gracias, cariño —dijo ella, conmovida por la ofrenda de su hijo y agachándose para besar al niño—. Quizás el tío Edward pueda decirnos qué es lo que me has traído.

Constance entregó el verde ramo a Heron-Allen, que lo examinó con atención.

—Veamos: tenemos algunas ramas y también malas hierbas —dijo con tono aprobador—. Bien hecho, ahijado. —Se arrodilló junto al niño y, como un buen profesor, examinó con él cada una de las hojas—. Creo que ésta es zanahoria silvestre. Ésta, aunque parezca increíble, es la hoja de la chirivía. Se puede comer la chirivía, pero no la hoja. Ésta, sin embargo, sí es comestible. Y está deliciosa. —Mordió el rizado brote verde—. Se llama perejil.

—Correctamente conocido como Petroselinum —añadió Oscar, acercando a Cyril para que se uniera a la lección—. Los Wilde somos grandes admiradores de la cultura clásica, Edward. Mis hijos han sido latinistas ab ovo.

Heron-Allen se rió complacientemente.

—Bueno —prosiguió—, ésta creo que es una Conium maculatum. Una flor hermosa, pero no debes comerla. —Arrancó entonces el suave tallo verde y lo tiró a la orilla del camino—. Pero ésta, que no es tan hermosa, es realmente deliciosa. —Sostuvo la delicada hoja bajo la nariz de Vyvyan y la rascó—. ¿La hueles? Te hará bien. Es una Feoniculum vulgare.

—¿Hinojo común? —pregunté.

—Así es —respondió Heron-Allen, levantándose—. Muy apreciado también por los persas. Lo llaman raaziyaan.

Durante el camino de regreso a Tite Street, Constance iba delante empujando el carrito de Cyril en compañía de Heron-Allen, que volvía a llevar a Vyvyan sobre los hombros. Cada vez que cruzábamos una calle, yo sentía una absurda punzada de celos al ver que el joven abogado tendía la mano para tocar y sujetar el esbelto brazo de Constance.

Mientras caminábamos, Oscar y yo fumábamos nuestros cigarrillos, pero apenas hablamos. Cuando llegamos a Tite Street, él se detuvo.

—Hay mucho que hacer desde ahora hasta el viernes, Robert. Ya sabemos quién mató a la cotorra, ¿no?

—¿Lo sabemos? —pregunté.

Sonrió.

—Creo que sí… Pero ¿quién mató a Victor Amteim? Ésa es la cuestión. ¿Y por qué? Y las cuchillas que rebanaron las muñecas del pobre hombre… ¿eran espolones de gallo?