Quinta magia
Del origen del hombre, la eternidad y el tiempo de la vida y de la
muerte
Adondequiera que fuera siempre estaba expectante hasta que escuchaba a los desconocidos decir lo tontos que eran los pueblerinos, entonces ya podía respirar tranquilo. Creía a veces que esa opinión tenía que ser algo así como la fuerza unificadora de la nación. Parecía ir de la mano de otro punto de vista que había ido extendiéndose entre los campesinos que en invierno se dedican a la pesca y en verano se quedan en casa, trabajando en la siega del heno, y que mientras se afanan en las labores del campo durante la siega no sólo saben todo cuanto se relaciona con ellas sino todo lo demás. Yo me calmaba una vez había recibido la andanada, aunque no me quedaba tranquilo hasta que se enunciaba la conclusión: «En este pueblo vive una turbamulta de gente supersticiosa, terca, simple y estúpida, casposa, en una palabra, que no sabe de nada más que de lava y de olas, y encima este sitio es el más feo de todo el país».
Ahora ya podía respirar. Sin embargo, no siempre era así, sobre todo cuando la gente se ponía a soltar que su papá procedía de un pueblucho parecido pero al que se mencionaba en la literatura. Los hombres inteligentes le pedían entonces a Dios que les valiera. Como eran personas dadas a echarse atrás en las cosas, una vez que habían mantenido una opinión estúpida e inamovible iban dándole la vuelta poco a poco a sus argumentos y acababan incluso con una opinión distinta a la inicial, incluso con la contraria. Es típico de las personas limpias de corazón el deseo de enguarrarse la boca, aunque luego se la limpien bien con su lengua viperina.
«Ahora sólo queda esperar la conclusión», pensé.
Entonces llegaba eso de que «nuestra visión de la vida quizá no era tan estúpida, en el fondo, pues una de nuestras señas de identidad es el vivir aislados y ser independientes». Así se expresaba la gente durante la siega del heno. «Pues estupendo», decían los otros, tan limpios de corazón ellos, cambiando otra vez de opinión, tras una breve reflexión. «Lo habéis expuesto de una forma tan estúpida, tan enrevesada y tan torpe, que por muy poco meollo que tenga el asunto nunca os sale nada decente.» La gente añadía alguna otra cosa por el estilo, a la vez que aseguraba que no podía entrar en detalles, pero yo sospechaba que la verborrea no es una característica exclusivamente nuestra, sino que se encuentra también en gentes de diversa condición.
La idea de que éramos duros de mollera se debía quizá también a que cuando la gente lista de la capital se venía acá con los niños, para ir a la playa a recoger caracolas, piedras y conchas, se ponían a charlar con los lugareños en la plaza de la iglesia y descubrían qué poco interés parecían poner en responder a la pregunta que estaba más en el candelera por entonces, para cualquier persona con mediano discernimiento, fuese de la ciudad o del campo:
¿Quién escribió la Saga de Nial?
De este asunto existe un ejemplo famoso que despertó el asombro de la gente de todo el mundo, pero en especial de los suecos, y que se debe a unos escritores que se alojaron más de una vez en la casa del comerciante o en la del médico. Entre ellos había algunos radicales en cuestiones políticas, que no eran capaces de ver la más mínima miseria o la menor muestra de estupidez sin abalanzarse sobre el tintero para servirse de él como tabla de salvación. Tal era su amor por las masas populares. Esos hombres no decían memeces como papá. Según ellos, las masas eran el tipo humano más inteligente del mundo, estaban dotadas de sentido común, poseían un talento innato, disponían de una sabiduría que casaba con una inmaculada fe infantil. Por si fuera poco, tenían un profundo conocimiento de la vida, y las excepciones eran tan escasas que resultaba perfectamente factible pasar por alto la ignorancia en ciertos lugares, o verla como una consecuencia secundaria del conservadurismo, como en el caso de mi pueblo.
Uno de esos amigos de las masas populares era muy aficionado a dar paseos antes y después de las principales comidas del día en cada una de sus breves visitas al lugar. En cierta ocasión, cuando había caminado un trecho por la carretera de Reikiavik, recientemente construida, pues le había apetecido bajar del coche a estirar las piernas, se encontró allí a unos hombres que estaban trabajando en la carretera, rellenando con piedras los baches más grandes para que no volviera a inundarse en cuanto nevara en invierno y la carretera acabara peor que nunca. Ponerse peor que nunca era propio de las carreteras de aquella época. Esto sucedía en otoño, y aquellos hombres tenían una prisa enorme por recoger las patatas de al lado de la carretera, e intentaban una y otra vez levantar los sacos para cargárselos el uno al otro a la espalda, pero sin resultado alguno. Al sabio le desagradó aquel método de trabajo, pues pensaba que el sistema que usaban era absurdo, y no pudo menos de preguntarles, aunque aquello no tuviera ninguna relación en absoluto con los sacos de patatas:
—Decidme, buena gente, ¿quién creéis que escribió la Saga de Nial?
El hombre que estaba intentando poner el saco encima del otro se quedó pasmado. El saco cayo a tierra, y él levantó la vista y respondió:
—Los que vivimos en esta latitud, en esta parte del globo, dejamos en manos de la ouija la respuesta a esas cosas. A nosotros nos basta con encontrar la solución al problema de levantar los sacos de patatas.
Cuando el amigo de las masas populares escucho semejante réplica se quedó atónito y regresó a casa a toda prisa para no olvidar nada; pensaba escribir un artículo al respecto, o incluso un libro entero. Entonces se encontró ante el problema de qué postura adoptar. ¿Era aquella respuesta absurda de por sí, como corresponde a la falta de consonancia con el espíritu de los tiempos, pues intentaban levantar el saco de patatas a mano para ponérselo al otro a la espalda en lugar de aprovechar la tradicional inventiva islandesa e inventar una máquina elevadora de sacos de patatas?
Esa misma tarde escribió un artículo para el periódico acerca de la estulticia reinante en mi aldea, a fin de acabar con ella y corregirla. Allí decía que los lugareños, en especial los marineros que estaban en tierra después de las mareas, sostenían sin necesidad alguna las paredes de las casas, a veces incluso se pasaban allí el día entero entregados al palique, excepción hecha del momento en que entraban en la casa para empapuzarse de comida. El artículo terminaba de esta forma:
«… la gente de este villorrio no es partidaria de poetas ni de artistas, no digamos ya de la vida comunitaria. Para colmo de males, me encontré con dos hombres que intentaban una y otra vez cargarse el uno al otro unos sacos de patatas sin aparente resultado. Tras conversar con ellos, pude cerciorarme de, a pesar de que quizá podían haber oído mencionar alguna vez la Saga de Nial, carecían de cualquier opinión acerca de su posible autoría. Dicho con mucha suavidad, no es ésta una aldea demasiado estimulante para estudiosos alemanes o escandinavos. Espero que Dios no permita que Sigurður Nordal, ese gran erudito de nuestras letras, se vea obligado a poner los pies en semejante lugar».
Los lugareños y la estulticia de mi aldea sobrevivieron a las violentas discusiones que desató el artículo. La estulticia es siempre así, indestructible, y de ahí, en cierto modo, que la gente se mantenga siempre en el mismo nivel de inteligencia que les ha caracterizado en todo momento, lo que me parece un gran logro, pues, en este país, la lucha contra la estulticia ha venido siendo enconadísima a lo largo de los últimos decenios.
¿Y qué hay de mí?
¿Me he mantenido fiel a la estulticia que heredé de mi insignificante estirpe?
No.
A buen seguro no había terminado aún lo de «mi mamá me mima, mi mamá me ama» cuando empecé a fijarme más en las personas que escribían sobre los besugos de tierra firme que en quienes los pescaban en el mar. Descubrí que en la aldea no había ningún futuro para mí, entre otros motivos porque nadie se paraba a pensar en el autor, aunque todo el mundo sabía que las obras maestras no se escriben solas. Para escribirlas y convertirse en un escritor conocido hay que irse a Reikiavik.
A principios de la guerra se inició un movimiento, entre las masas populares, tendente a llevar a los chicos a la escuela superior, pero no hubo más que una familia que se preocupara por acomodar a su muchacho en los bancos del instituto en lugar de sentarlo en la banca de la trainera. Otros siguieron con lo de siempre, escasos de ideas, convirtiéndose en material para libros y columnas de periódicos, e incluso aparecieron en fotos. Nosotros seguimos allí sin que yo pensara ni una sola vez en el autor de la Saga de Nial, excepto cuando fui a la capital con papá para hacer unos recados. Por eso mismo, cuando regresaba a casa en el coche de línea, a las ocho de la tarde, sentí que se había operado un gran cambio en mí, y en los días siguientes me noté más maduro.
¿Y eso por qué?
El motivo es una saga breve, de esas que tratan de las experiencias vitales.
Cuando estuvimos en Reikiavik, papá pagó, o pensó en pagar, un almuerzo en el restaurante Caliente y Frío, en cuya cocina trabajaba por entonces la hermana de mi madre, friendo albóndigas. Semejante empleo era una degradación, nada menos que cocinar en un restaurante después de haber estado sirviendo durante muchísimos años en casa de los Thors y de otra gente bien por el estilo, pero fue porque se le habían empezado a cansar los brazos de tanto levantar ollas, ya que se decía que éstas eran más grandes y más pesadas en las casas bien que en aquel comedor destinado a los operarios que trabajaban en las grúas del carbón del puerto.
En aquel viaje pensé que el olor a comida de las calles de Reikiavik era muchísimo mejor que el de las graveras de mi pueblo, y que en una capital que olía a albóndigas nadie con unos dedos de frente podía ser ignorante; ahí, todos lo sabían todo. Mi tía lo confirmaba en las vacaciones de verano. Al llegar al primer comedor de Caliente y Frío, vi en todos los rostros que aquella gente incluso se permitía la libertad de comer alternando el cuchillo y el tenedor. La sala estaba repleta de mesas y papá saludaba a diestro y siniestro.
—¿Qué tal va todo en tu pueblo? —preguntaron algunos—. ¿Algo nuevo entre las raspas?
—Seguimos teniendo para comer —respondió papá.
La conversación no fue más allá. Los hombres se dieron por satisfechos con la respuesta y siguieron atiborrándose de albóndigas de carne, y mi tía aparecía una y otra vez por el ventanuco de la cocina, medio aplastada bajo el peso de la bandeja de albóndigas y el cuenco de salsa marrón, y se lo entregaba al camarero. Ni advirtió nuestra presencia, tan absorta en el trabajo como la abuela, ciega con su propia energía. Papá parecía tener en gran consideración el trabajo del camarero; le dio los buenos días e incluso lo trató de usted.
—Siempre tienes que tratar de usted a los camareros —me dijo en voz baja.
Asentí con la cabeza y prometí que así lo haría.
—Buenos días, sentaos donde haya sitio. De menú tenemos dos cosas, albóndigas y pescado salado, y naturalmente sopa y pan, pero el café es aparte, y podéis repetir de lo que pidáis pero no podéis tomar, por ejemplo, pescado salado y repetir albóndigas, a menos que los señores sepan quién escribió la Saga de Nial esa —respondió el camarero con voz chillona, y levantó la nariz burlón como si creyera que el artículo del periódico trataba de papá y de mi, o como si pareciéramos unos paletos y hubiéramos debido aparecer con un saco de patatas a la espalda para demostrar la verosimilitud del artículo, es decir, de las fuentes escritas, y poner así de buen humor a la clientela.
—¡Anda, pero si sois vosotros! —exclamó mi tía, que por fin cayó en la cuenta de que estábamos allí.
Papá la trató también a ella de usted al ver que tenía en las manos la bandeja de las albóndigas.
Mi tía sonrió compasiva ante las palabras del camarero, nos miró alegre y dijo:
—No pienso dejar que Bergur pague la comida, aunque no tenga ni la menor idea de quién escribió la Saga de Nial. Entrad, chicos.
—Bueno, si la conocéis, claro que podéis tomar albóndigas, aparte de lo otro —rectificó el camarero, sonriendo con una sonrisa fofa.
Pasamos a la cocina, que estaba en la parte de atrás, como debe ser, y saludamos a mi tía, que no nos dedicó mucho más tiempo. Tenía muchísimo trabajo; levantaba un caldero tan grande como el que la abuela usaba para lavar la lana en orina, mientras se dedicaba a alguna otra cosa al mismo tiempo. Una mujer tan trabajadora nunca se permitía ni un ratito para comer. «¿Es posible que los Thors comieran realmente de ollas más grandes que ésa?», me dije entusiasmado. «Vaya, pues menuda familia», seguí pensando, aunque ahora en el estilo en que había oído hablar a mi tía.
La cocina se llenó de vapor al verter el contenido del caldero y mi tía se quemó los brazos, por lo que se tomó un ratito para charlar con nosotros mientras se refrescaba sonriente con el agua del grifo.
—Vaya, Bergur —decía con calidez—, así que estáis aquí. Venga, chicos, instalaos por ahí, donde haya una mesa libre.
En la cálida aura que me rodeó, sentí cuánto quería yo a mi tía. La conversación terminó. Salimos y encontramos sitio en una mesa, y mientras papá departía con los otros comensales yo me puse a pensar en las cosas que me rodeaban. Allí estaba el camarero, un hombre joven que servía las mesas y del que mi tía nos había contado toda clase de historias, como que lo que él más deseaba en la vida era tener pechos de mujer. En ese instante, allí sentado, en silencio, yo sentía lo mismo que había sentido mi tía en su momento, que Dios tenía que avergonzarse por haber creado a algunas personas con un cuerpo que no correspondía a sus deseos y sus sentimientos, que clamaban: «Yo soy así en verdad y no de ninguna otra forma».
El camarero se parecía un poco a esos que la gente suele llamar mariquitas; se iba escurriendo grácilmente entre las mesas con una amplia sonrisa en los labios, y los hombres intentaban pellizcarle.
¿Se burlaban mucho de él? ¿Habría debido comportarse en consonancia con la canción que le habría enseñado su mamá: «La piel y la carne Dios las creó…»?
—El pobre —había contado mi tía—, durante el trabajo no hacía más que apretarse el pulgar en lo más alto del sobaco, seguramente para que al músculo se le formara un saliente.
Mamá se puso de espaldas para limpiar la mesa mientras su hermana contaba estas cosas.
—Dios sabe —continuó mi tía—, que creí que aquello era un vicio que tenía y le dije: «Chico, no andes todo el rato con el dedo en el sobaco», pero él se limitó a suspirar y a cerrar los ojos, de modo que añadí: «Además de ser una mala costumbre, puedes meter bacterias en la comida, o le puedes pegar el olor a sudor». Se lo dije con la mejor intención. Él me respondió, desconsolado: «No me comprendes». «¿Qué hay que comprender?», pregunté yo, con la impresión de que estaba a punto de contarme algo muy íntimo. Y me contestó: «Intento que me salga pecho».
Mi tía se quedó de piedra, aunque estaba acostumbrada a todo en esos hombres que son iguales que la gente esa de la que se lee en el Antiguo Testamento, pero que pueden vivir también en el alma de las personas más insospechadas de este país nuestro.
«No todos somos del Nuevo Testamento», nos dijo, y añadió que le había preguntado al camarero: «¿Realmente deseas convertirte en mujer y trabajar en la cocina en vez de hacerlo en el comedor, como camarero?». Y él respondió, escandalizado: «No. Yo no soy como el Siggi ese de las grúas. Yo sólo quiero tener tetas, pero sin cambiar en nada más».
Mientras yo revivía en mis pensamientos aquella historia del camarero que nos había contado mi tía, lo veía deslizarse entre las mesas, sumido en ensoñaciones, con la bandeja de albóndigas en la mano, recogiendo con increíble ligereza los platos sucios o trayendo los limpios. Se movía sinuosamente al servir las mesas y los trabajadores lo cogían de la cintura o lo agarraban del brazo, pero entonces él se volvía un poquito y decía con una dulce sonrisa:
—Chicos, mejor que me soltéis, porque si no, os echo la salsa o la sopa en las partes.
Papá lo trataba de usted llevado por un profundo respeto, y decía «Óigame, camarero» al encargar y pedir las albóndigas.
—No estoy acostumbrado a tanto usted en esos animales de ahí, amigo mío —comentó el camarero—. Además, la cocinera en persona me ha dicho que no he de cobraros las albóndigas.
—Vaya, pues se lo agradezco a usted mucho —dijo papá.
—Aquí no hay vayas ni ustedes, es ella la que decide lo que hay y no hay de menú —replicó cortante el camarero.
Por mucho que se lo mirase, no se le veían tetas. Era un hombre joven, muy flaco, de rasgos marcados, rostro alargado, más bien feo y un poco de ese estilo que podríamos llamar andrógino. Tenía el pelo ceniciento e hirsuto, pero se lo peinaba para disimular lo mucho que clareaba.
Cuando le hubo contado a mi tía sus deseos de tener unas tetas como las suyas, ella pidió a Dios que la asistiera. Él se ofendió de tal modo por su reacción que echó a correr y metió la cabeza en el cubo de la basura. Cuando ella lo vio, le habría regalado con gusto sus propios pechos si hubiera sido posible. Al final consiguió que sacara la cara del cubo de la basura.
—No lo entendía —nos contó—, pero ¿os imagináis a un hombre con la cabeza metida en las porquerías que hay en el cubo de basura de un restaurante?
No, no éramos capaces de imaginárnoslo. Al día siguiente no fue a trabajar, así que ella y las chicas de la cocina sospecharon que se había suicidado, o que se había muerto de pena, y mandaron a alguien en su busca, pero no lo encontraron por ningún sitio. Lo único que averiguaron fue que había dado una dirección falsa y que en aquella casa nadie lo conocía.
—Había desaparecido o se había evaporado —siguió mi tía—. Aun así, esperábamos que acabase por venir antes o después a recoger su sueldo, y las chicas decidieron trabajar el doble para sustituirlo y me pidieron que no buscara a nadie para servir las mesas hasta que se encontrara el cadáver.
El joven apareció dos semanas después, cuando las chicas estaban a punto de quedarse sin brazos de tanto acarrear cacerolas y, encima, servir las mesas. Y entonces entró como una exhalación, resplandeciente como si se hubiera mantenido a base de yodo y aceite de hígado de bacalao.
—¿Qué creéis qué había pasado? —preguntó mi tía; y ella misma dio la respuesta—: Por fin había conseguido tener tetas.
Era por la mañana temprano y ella se había levantado casi de madrugada para acabar las labores del día. Había llenado la cafetera hasta los topes, y después de tomarse un café y comerse un bocado había sentido que le volvían las fuerzas; por eso no se cayó de la silla cuando él se quitó la camisa y dijo: «¡Mira qué maravilla!».
—Cuando lo vi, bueno, unas tetas quizá no muy grandes, pero más que evidentes en un hombre tan flaco, pensé para mis adentros: «¿No podía habérselas hecho más pequeñas?». Pero lo que le dije fue: «¿Piensas ir con eso por delante cuando entres en el comedor este mediodía a dar los menús, tomar nota y servir las mesas a esos tíos, con esas ubres de ternerita recién nacida?». Él me respondió: «Señor mío bendito, ¿qué voy a hacer ahora con mis tetas?».
Pero mi tía no se quedó sin saber qué hacer. Por fortuna hacía mucho tiempo que padecía de tendovaginitis, por los esfuerzos que hacía con las cacerolas, y encima tenía mal un tobillo, y llevaba vendas elásticas en los dos sitios. De modo que se quitó las vendas, las unió con hilo y le ayudó a ceñírselas con tal fuerza que le quedó el mismo aspecto tísico y liso de siempre. «Qué pena», se lamentó el camarero. «Con todo lo que he tenido que pasar para tener estas tetas, y ahora nadie las verá.» Empezó casi a hacer pucheros y a punto estuvo de volver a enterrar la cabeza en el cubo de basura. Mi tía dijo que en todos los días de su vida jamás había visto un ser humano más triste, y eso que había visto a muchos hombres de lo más abatidos, incluso en las mejores familias. Intentó reconfortarlo, diciendo: «Venga, cariño, arriba ese ánimo». Pero él preguntó: «¿Y ahora qué hago, si tengo que ir por ahí sin mis tetas?». Mi tía le aconsejó, para animarlo: «Ponte las vendas durante el día, siempre puedes quitártelas para tener las tetas para ti solo en casa por las noches y mirártelas en la cama antes de dormir».
Papá no quería seguir escuchando tamañas memeces cada vez que mi tía venía a casa todos los años durante las vacaciones de verano.
Ella se partió de risa al oír su reacción y le pidió al bueno de papá que no fuera así. Sabía mejor que nadie que ni él ni los otros hombres que comían en Caliente y Frío eran tan perversos como para querer arrancarle las tetas al camarero.
—Yo conozco bien a los hombres —añadió, sonriendo con ironía.
—Qué va, para eso primero tendrías que casarte —replico papá con sarcasmo.
—Pues ya lo has visto, es el chico ese que atiende las mesas, aunque en realidad tú nunca te enteras de nada —prosiguió ella; no estaba dispuesta a que nadie le dijera de qué podía hablar y de qué no, de modo que añadió—: Los obreros del puerto están coladísimos por él.
Nos quedamos sin palabras.
—En los restaurantes pasan muchísimas cosas que no se imaginan en absoluto los clientes ni los que no trabajan ahí —continuó con presunción, y dio una chupada al cigarrillo tan fuerte que el humo le llegó hasta lo más hondo de los pulmones—. Gracias a Dios que hay hijos de la naturaleza con sentimientos naturales y con gusto por los milagros de la vida. No tengo nada más que decir sobre este asunto, pero a quien tiene tetas no se le pueden quitar, da igual cómo las haya conseguido. Además, sostengo que hay muchos hombres que tienen tetas, tetas de grasa o tetas de músculo. En realidad, en las tetas de los hombres hay más variedad que en las de las mujeres.
—Seguro —dijo papá; renunciaba a discutir con ella.
—Las tetas más bonitas y más duras son las de los marineros que trabajan en los arrastreros —prosiguió mi tía—. Ellos y los leñadores no necesitan sujetador. Los peores son los oficinistas.
—Y tu amigo Ólafur Thors, ¿tenía tetas de grasa? —preguntó papá para bajarle los humos.
—Si alguien tuviera interés en comprobarlo, quizá se encontraría algo pequeñito, querido Bergur —respondió mi tía con sarcasmo, y dio tal chupada al cigarrillo que el humo no le cupo en los pulmones y tuvo que ir soltando una parte en vaharadas por las comisuras de la boca.
Papá le pidió que dejara el tema y nos contara algo de «sus amigos», los Thors.
Mi tía se inclinó un poquito hacia un costado, apoyó el codo sobre el borde de la mesa, soltó una carcajada y dijo que los Thors no eran demasiado comilones, y que sólo tomaban platos finos y a menudo tenían muchos invitados a su mesa, aunque en general eran personas más bien solitarias que se pasaban la mayor parte del tiempo encerradas en su círculo familiar.
—No todos tienen nombre conocido, y algunos ni siquiera lo tienen bueno —continuó—. Bueno, a veces son nombres vacíos.
—Vaya, vaya —dijo papá.
—Exactamente igual que pasa en las familias de las personas corrientes, y ya vale con este tema, querido Bergur —concluyó ella muy seria, al tiempo que se encendía otro cigarrillo. Abrió la boca lo suficiente para que lar primera bocanada se deslizara poco a poco en finas y blandas columnas entre sus dientes, teñidos ya de un tono pardusco por el tabaco, pero no exhaló el humo directamente, sino que lo fue masticando despacio, dándose importancia—. Yo diría que esa familia tenía una cerradura bastante complicada —añadió, guiñando un ojo para dar a entender que de aquel modo encerraba bajo llave todo lo que sabía, como debe hacer una empleada consciente de su trabajo y sus obligaciones; nunca jamás descubriría ante nadie los secretos de aquel matrimonio.
«Podéis moriros de curiosidad si queréis», parecía decir con su silencio.
Esta tía mía sabía infinitamente más que papá y mamá juntos. Venía a casa para las vacaciones de verano, en el autobús de las ocho de la tarde, y dormía sobre un colchón en el suelo, pero a la mañana siguiente se levantaba de un brinco antes del canto del gallo y se iba a pie, atravesando lomas, barrancos y pasos de montaña, a visitar a su madre, a la que añoraba y con la que no había podido criarse cuando era niña. Nos tenía charlando hasta muy tarde, o se quedaba hasta las tantas dándonos conferencias basadas en su infinita sabiduría, que sacaba de las revistas femeninas danesas, hasta tal punto que papá apenas podía meter baza, por no hablar de mamá, y nunca pensaba en irse a dormir. Esta mujer era decididamente partidaria de fumar para perder las ganas de comer cuando una quería adelgazar, o para aumentar la magia de los ojos femeninos, y fumaba mientras comía, con ritmo pausado, como quien nunca tiene apetito, sin quitarse el sombrero negro con plumas azules y medio velo. Nunca se ponía azúcar en el café, pues lo consideraba una afrenta a su sabor natural. Cuando tomaba café solo después de la comida, se quitaba el sombrero despacio y entre sonrisas, y luego se iba despojando de la bisutería, un collar y un brazalete, sin perder aquella sonrisa relativamente abierta pero más bien envarada que era la propia de una mujer cosmopolita, amable y fría a la vez, recién llegada de la ciudad. Después del café empezaba una actividad constante. Abría el bolso y se quitaba el colorete con un papel que parecía de plástico, y decía que tenía demasiado altos los ácidos del estómago, o demasiado bajos, lo que era de lo más fastidioso para una mujer que «tenía a su cargo la cocina de un restaurante». Dicho esto, cerraba con un fuerte chasquido la pitillera plateada y guardaba sus cosas. Sin el colorete ni la bisutería se convertía en una mujer normal, parecidísima a mamá, pero seguía agitando la boquilla mucho después de que el cigarrillo estuviera apagado; parecía usarla para marcar el ritmo de sus palabras, y utilizaba términos pintorescos para referirse a lo divino y lo humano. Cuando llegaba la medianoche, la conversación derivaba hacia las flaquezas y las miserias de los ricos. De repente, a aquella enigmática mujer le daba un ataque de bostezos, aunque nunca desfallecía ni le entraba sueño. Para ella era muy sencillo definir las características y las peculiaridades de los ricos.
—Su falta de consideración es consecuencia inmediata de la desvergüenza de los niños —afirmó, mientras empezaba a quitarse la laca de uñas con un algodón—. No se necesita ser psicólogo para comprender que su laboriosidad no es simple laboriosidad, sino que se debe a que nunca llegaron a mamar suficiente leche de sus madres. Las mujeres de la burguesía no amamantan suficiente tiempo a sus hijos y eso los hace perversos y descarados cuando crecen. Si las mujeres quieren tener hijos amables, los amamantan durante más tiempo. Todos los comerciantes y hombres de acción han sido amamantados poco tiempo, y eso sí que te lo puedo decir, Bergur querido, pero cuando llegan a adultos se dedican a chupar de la nación y se creen que el país entero es su mamá. ¿Quiénes creéis que se han inventado a la Mujer de la Montaña como imagen personificada de Islandia? Los hombres, claro, que de niños no tuvieron suficiente mamá. —Tras decir esto se dirigió a mi madre—: Jóa querida, puedo decirte que si hubieras querido tener unos chavales capaces de salir adelante en el mundo una vez que llegaran a adultos tendrías que haber dejado de darles el pecho.
Mamá no se dejó impresionar. Siempre podía ponerse a secar la mesa.
—Ya basta de esas cosas —prosiguió la hermana de mi madre—; muchas veces, la laboriosidad no es laboriosidad sino descaro. —Suspiró antes de continuar, dirigiéndose a mamá—: Pero te podría haber sucedido como a tantas mujeres del pueblo, o como a la madre esa de América. Andaba con la pepla de tener un hijo que fuera un auténtico genio, daba igual en qué terreno. ¿Y qué creéis que hizo? Se buscó un hombre adecuado para que la dejase embarazada y luego se lo sacudió de encima como a un trasto viejo, porque su intención era ocuparse ella sola de la educación del niño y poner en práctica su plan. «Nada es imposible para las madres y las mujeres», cuentan que dijo en su comunidad religiosa. Así que tuvo un crío, pero cuando creció resultó ser un completo inútil, muy a pesar de los deseos de su madre, que acabó de los nervios pero sin perder la fe inquebrantable en su hijo. No os explicaré todas las desdichas de aquella casa; el hijo no movía ni un dedo, jamás trabajó en nada, pero escopeta sí que había allí. Cuando tenía unos veinte años, el muy canalla salió a la calle con la escopeta y se lió a disparar. Asesinó a tanta gente de la ciudad que no ha habido jamás nada igual en la historia, aunque al final él no se pegó un tiro, como tantos que hicieron cosas parecidas, cuando al asesino le entran los remordimientos, porque éste quería ser célebre a fin de cumplir los deseos de su madre y disfrutar de la fama de ser el mayor asesino en la historia de Estados Unidos, hasta que lo sentaran en la silla eléctrica. «No importa», dicen que dijo. «Harán una película sobre mí.» Y a su mamá no le importaron tampoco ni lo más mínimo sus crímenes. Saltó de alegría y le dio gracias a Dios en una reunión de la Asociación de Jóvenes Cristianos. «Siempre supe que yo tenía que traer al mundo un auténtico genio, es una gran hazaña matar a tanta gente con una escopeta que tiene que cargarse después de cada tiro», juzgó. Le daba igual en qué consistiera la genialidad, con tal de ver satisfechos sus deseos. Jóa querida, sé que no estarás de acuerdo, pero así son las madres de verdad.
La escuchábamos boquiabiertos, petrificados por semejante atrocidad, pero nadie hizo objeción alguna.
Fuera de la ventana de la cocina reinaban el silencio y la claridad habituales y se podía ver la brisa acariciando la hierba dura y rala. Por encima reposaba la vaporosa eternidad de la noche. Sentí añoranza y no alcancé a comprender por qué la hierba y las florecitas querían o podían crecer en una tierra tan fría como ésta, ni por qué no hacía más calor a pesar de que ya había llegado el verano. Cuando mi tía estaba de visita, la noche se enlazaba con el día igual que con mamá cuando papá se había ido a trabajar en el campo y ella se sentaba a la misma mesa y nos contaba historias de otra especie, mientras las capas de calderilla iban adelgazando en el tarro del armario de la cocina y se mezclaban unas con otras, de modo semejante a como las aventuras de las historias formaban un infinito río nocturno. Pero ahora podíamos comer el regaliz que nos había traído nuestra tía y escuchábamos embelesados, hasta que papá se hartaba de las exageraciones de aquella mujer y decía:
—Ya son las dos. Ya está bien de cotilleos de Reikiavik.
Si no nos hubieran obligado a irnos a la cama para que se nos pasara durmiendo el empacho de regaliz, yo me habría convertido en un especialista en la vida sentimental de la gente fina. Sin embargo, avancé lo suficiente en esta especialidad como para alcanzar la conclusión, que mantengo íntegramente, de que quien más lejos llega en la vida es el que fue un sinvergüenza durante su niñez (es indiferente la clase social en la que naciera): siempre consigue lo que quiere con el primitivo, clásico e infalible procedimiento de gimotear, lloriquear, aullar o armar gresca. Empezará en un principio con su madre, que cederá para que se porte bien, y mantendrá tan acreditado método durante el resto de su vida, con lo que conseguirá llegar muy lejos, incluso en el terreno de la política. Esta primitiva pauta se manifiesta de modo evidente en la conducta de los políticos y en su forma de relacionarse con el pueblo. Las elecciones miman a unos chicos más que crecidos y les conceden sus deseos. Pero cuando el sinvergüenza se queda solo, se entristece y apenas es capaz de aguantarse a sí mismo ni nada de lo conseguido con su desvergüenza; en su trato con el prójimo, se convierte prácticamente en un llorón insoportable.
—Yo he servido con diligencia durante años, soy cumplidora y aprecio a las personas para las que trabajo, pero nunca les daría mi voto —dijo mi tía hacia medianoche, después de vaciar una cajetilla y poner la mitad en la pitillera para el día siguiente.
—¿Y a quién va a votar entonces una pejiguera como tú? —preguntó papá.
—Al Partido Socialdemócrata, claro está, porque no olvido mis orígenes —respondió decidida la hermana de mi madre.
—Pues a mí eso me parece saltar de la sartén al fuego, cocinar en casa de una gente como los Thors y luego votar a los sociatas —dijo papá.
Aquello la hizo reír. Cambió de tercio y empezó a hablar de las grandes mujeres que habían transformado el mundo, mujeres del estilo de la divorciada señora Simpson, que había apartado de la corona británica al príncipe y futuro rey y había hecho de él un hombre libre y bien peinado que se pasaba el tiempo con los perritos falderos de su esposa o en las fiestas, como se veía en las fotos del Morgunblaðið.
—De este modo, una vez más, una mujer ha sido capaz de demostrar que, si quiere, puede cambiar a mejor el mundo y la historia de la humanidad, con nada más que amor y habilidad —afirmó, orgullosa de las hazañas del sexo femenino.
—Por esta vez vamos a dejar a la familia real británica, reservémonosla para mañana —replicó papá, y mamá acompañó a su hermana a la cama, dispuesta en el suelo del salón al lado de las malvas que jamás florecían excepto con las heladas de diciembre, cuando inundaban la casa con su aroma.
Su hermana vestía con elegancia, era guapa, inteligente y generosa, y el contacto con la vida le había enseñado a seguir la regla de que quien cumple bien con su trabajo de tal modo que no haya en él nada objetable puede tener opiniones propias en cualquier tema, aunque fuera pobre y perteneciera a alguna familia insignificante. Además le asiste el derecho a comprender qué clase de personas son los que tienen a otros trabajando para ellos, «a cocina y limpieza», como se decía. Pero nadie se puede librar de la autoridad mediante la violencia, ni consigue imponerse a ella. Nada se le ocultaba a esta mujer, que se había acostado con muchos hombres y conocía sus miserias, incluso se había permitido tratar mal a algunos, por lo general en un lugar misterioso llamado la Casita del Esquí. Allí abandonó a muchos, que si no se daban a la bebida por lo menos se quedaban llorando o terriblemente tristes. Al final se podían ir al demonio o entregarse a la botella. A juzgar por lo que contaba, uno percibía que sus tratos con los más grandes personajes masculinos tenían lugar al lado de unos pequeños géiseres de barro hirviente que lanzaban a lo alto chorros de vapor como espesos y húmedos edredones de plumas que cubrían a aquellos señorones para que no muriesen congelados tal como estaban, tumbados exánimes, con los pies y el corazón en medio del barro.
Ésta es la imagen que yo me construía en mi imaginación.
Pero la bondad de los géiseres me bastaba siempre, porque la miseria del dinero y de las herencias familiares siempre acababa por salir a relucir, de modo que los niños más malcriados no eran capaces ni de controlar su propia sangre o sus propios pantalones, mimados como estaban por sus madres, que son el origen de toda pereza. Bebían, hacían que las sirvientas se compadecieran de ellos y lloraban sin parar en la Casita del Esquí hasta que se quitaban la vida, en vez de largarse al extranjero o de viajar para descansar de sus esposas con unas meretrices de las de verdad, de las que cobraban dinero por el servicio y no abandonaban a ningún desgraciado islandés sumido en la miseria junto a un hirviente géiser que iba cubriéndolo con su vapor y su musgo. Las nobles cortesanas se llevaban a aquellos pobres diablos a la habitación del hotel, los metían en la cama y se cobraban la propina por su propia cuenta sacándoles la cartera del bolsillo de la chaqueta sin que se dieran cuenta y arrojándola luego, sin dinero pero con toda la documentación, a la papelera del ascensor.
—Ésa era la obra de misericordia de aquellas muchachas tan estupendas —dijo la hermana de mi madre—. Las películas son una demostración palmaria.
Soltaba muchas indirectas y se quedaba después más contenta que unas pascuas; se encerraba en sí misma durante un rato, pero enseguida le venía la inspiración y hablaba con entusiasmo sobre lo que se veía en la pantalla blanca. Allí podía contemplarse con toda claridad cuánto había tenido que soportar la mujer desde que fuera expulsada del Paraíso sin culpa alguna, y además con actores y actrices tan famosos y tan guapos que era más fácil encontrar la verdad en los cines que en la Biblia. Contaba que en realidad siempre andaban en busca de argumentos emocionantes en el libro sagrado, para acercar así la fe a nuestra propia época, con películas que arrojasen una nueva luz sobre la vida tal y como era realmente en Babilonia.
—En esa ciudad no había más que putas, ¿no? —preguntó papá.
—Pues en la de Pola Negri no lo parecía —respondió mi tía materna, bien segura de lo que decía, citando a modo de ejemplo la película llamada El gato montes.
Algunas veces, papá salía de pronto con que mi tía era una persona trabajadora, limpia y honrada, y que sin duda no había nada negativo que decir de ella, ni como mujer ni como trabajadora, pero aun así era una persona peligrosa en muchos sentidos y lo había sido desde la infancia. Por ejemplo, se había pasado tanto tiempo mirando un violín que había colgado en una pared que le dio por querer escuchar «cómo sonaba».
—¿Y eso no es normal? —repuso mamá—. ¿Para qué están los violines, entonces? No creo que sea para colgarlos de una pared.
—La muy cretina, que no tenía ni idea de nada, le preguntó al buen hombre a quien pertenecía el violín: «¿Qué sonidos hay en las cuerdas?». El hombre se limitó a refunfuñar, porque era culto y de una clase muy superior a la de su sirvienta, que había dejado de ser niña hacía muy poco tiempo. Pero la muy tonta no atendía a razones, así que en cierta ocasión que le habían dado un cuchillo y le habían dicho que se fuera al troj a cortar pescado salado para ponerlo en remojo, cortó las cuerdas y el ruido se oyó en toda la casa. «Por fin suena esta mierda», dicen que soltó. En castigo le dieron una buena tunda y la pusieron de patitas en la calle. Ya fue bastante que no se tirara al mar.
Pero estas cosas no eran más que insignificancias en comparación con lo que tenían que aguantar aquellos hombres trabajadores y enamorados en cuanto se volvían locos por ella, cuando estaba de encargada en los barracones de los pescadores, porque nunca tomaban suficientes precauciones ante una mujer que le había cortado las cuerdas a un violín. Sólo veían que era limpísima, y tan buena cocinera que toados querían casarse con ella; pero cuanto más se emocionaban ellos, más displicente se mostraba ella.
—Habría que pensar que sus excepcionales cualidades eran un asunto privado suyo, y que la alejaban de los demás en vez de acercarla a ellos, de modo que el carácter se le fue haciendo tanto más extravagante cuanto más crecía el reconocimiento de sus cualidades por parte de los hombres —afirmó papá—. Si no es así, no entiendo nada.
—¿Pero no es eso lo que les pasa a las personas con grandes dotes, que se van metiendo dentro de sí mismas con el tiempo y que lo hacen todo por su cuenta? —preguntó mamá.
—Con las mujeres es distinto, sus dotes son útiles sólo en el hogar —respondió papá.
—Pues entonces es evidente que no todos los hombres que se daban cuenta de sus dotes podían casarse con ella —replicó mamá.
—Pero alguien sí tendría que haber sido capaz de hacerlo, no podía pasarse la vida de un hombre a otro —continuó papá con cara de santo, compadecido de la suerte que habían corrido sus hermanos de sexo—. Pero enseguida se daban cuenta de lo peligrosa que era, en cuanto la conocían de verdad, y se quedaban hechos polvo al acabar la marea de invierno. Para sustituirla se agenciaban alguna tiparraca, con lo que se vengaban de sí mismos en sus propias carnes por haberse quedado tan colados por una mujer ejemplar que, en realidad, era un demonio. —Se quedó sin aliento y apenas logró continuar—. Así de sinceros son los hombres, aunque se salvan en cuanto perciben el peligro, pero por desgracia su sinceridad aprovecha sobre todo a las tiparracas —concluyó, con un profundo suspiro.
Escuchábamos los misteriosos sufrimientos que acechaban a los hombres honrados, pero en especial a los marineros, y oíamos a papá lamentarse por sus compañeros de oficio. Lloriqueaba como si fuera un alma cósmica extraviada y errante que ansia que la madre tierra acceda a llevársela para fijar allí su hogar.
—Un buen montón de mis compañeros no tuvieron más opción que aguantarse y conformarse con unas mujeres que valían poco o nada en absoluto —añadió, abatido por lo fácil que era maltratar a los hombres trabajadores.
Los trataban peor que a la gentuza de más baja ralea. Y ellos se daban toda la prisa del mundo en apartar los ojos de su trabajo y taladrar con ellos a las mujeres. Ellas los atravesaban a su vez con sus propios ojos y los obligaban a deslomarse trabajando, para largarse con su dinero y a cambio buscarse algún pisaverde o algún imbécil que nunca había hecho otra cosa que darle palique a las tías.
Al final, ellas se hundían en el fango con aquellos individuos y volvían lloriqueando como locas junto a aquellos hombres estupendos, pero ellos ya habían optado por buscarse alguna mujerzuela, mejor eso que nada, para poder tener hijos. En cambio, papá decía que lo habitual era que los hombres que habían sido unos canallas toda la vida acabaran siempre con unas ogras que eran las que mandaban y que obligaban a sus maridos a encargarse de todas las tareas de la casa.
—Así pueden montarles la bronca cuando están embarazadas —añadió.
—Imagino que la gresca se les da igual de bien a los hombres que a las mujeres —replicó mi tía al oír las barbaridades de papá y darse cuenta de que se había calentado.
—Contigo no tengo que andarme con rodeos en este asunto —dijo él.
—¿Y quién te pide semejante cosa, Bergur? —repuso ella, compasiva—. No hay nada de malo en que me hables con libertad.
Yo nunca entendí del todo por qué los hombres se colaban tanto por aquella mujer; si preguntabas, papá eludía el tema, aunque con el gesto parecía decir: «Será por una cosa que un hombre se llevará a la tumba antes que decirla».
Por eso ella resultaba misteriosa y no se parecía a nadie, sobre todo cuando se compró un visón gastándose todo lo que tenía y dijo que no le importaba morirse y no tener ni para la caja.
—Me haré enterrar envuelta en la piel —dijo.
—Eres de un caprichoso que da asco —le espetó papá.
—No hay que escarbar mucho para saber de dónde puedo haberlo sacado —respondió ella—. Sé que mi abuela se habría hecho enterrar envuelta en la piel de su gato si las costumbres cristianas lo hubieran permitido.
Algo peor aún que no haberse casado con ninguno de los que se enamoraron de ella era que sabía de todo y que no se guardaba sus opiniones ni siquiera delante de los hombres, excepto en la cocina de casa de Ólafur Thors, ni en cuestiones de política, ni sobre los efectos insalubres de la niebla para el delicado cutis de las mujeres londinenses, ni sobre la naturaleza de las enfermedades. Conocía el asilo de Reikiavik por dentro y por fuera, así como a las viudas que lo llevaban, con gran profesionalidad, hasta qué conseguían echarle el guante a algún individuo que no fuera mucho peor que sus difuntos maridos. Lo sabía todo sobre áticos y buhardillas, y sobre las chicas que vivían en esos lugares, y también que nunca se podría atraer turistas para visitar nuestro país si no fuera porque los marineros que trabajaban en los barcos de carga llevaban a todas partes la información de que aquí se encontraban las mujeres más bellas del mundo. Pero de lo que más sabía, sin embargo, era de los ligueros que perjudicaban la circulación de la sangre en los muslos de las actrices tuberculosas, que no tosen en escena porque están curadas mientras dura la representación, insuflando con ello auténtica vida al papel estelar. Además, nadie podía convencerla de que no fuera cierto que los niños que el mar arroja a tierra en las playas de Inglaterra eran descendientes bastardos de los aristócratas que mantenían relaciones con las criadas y «las utilizaban a su antojo», frecuentemente en la pérgola, mientras ellas, avergonzadas, miraban a otro lado y fijaban la vista en los pájaros de la torre sin ver lo que sucedía a sus espaldas hasta que a los nueve meses daban a luz un niño. Entonces, la criada bajaba a la playa y lo arrojaba al mar, sobre todo si se trataba de gemelos. Así acababa pagando el haber dejado que el aristócrata se dedicara a enredar detrás de ella en la pérgola.
—Pero la criada salvó al conde de la muerte anímica de la condesa —añadió, con escaso respeto por las esposas.
Tras ese comentario le tocó a papá defenderlas, sobre todo a las que algún marinero había sacado del campo.
—Bergur querido, es obvio que no te has casado con demasiadas mujeres —replicó mi tía, y se echó a reír.
Aquella mujer asombrosa era capaz de pronunciar correctamente los nombres de los actores y conocía todo lo referente a la boca de Marlene Dietrich.
—¿Pensáis que esas mejillas francesas que tiene son de nacimiento? —preguntó con astucia, y respondió ella misma—: No, se deben a que le quitaron la dentadura cuando llegó a los Estados Unidos, para que las mejillas estuvieran metidas para dentro y fueran del gusto de los espectadores. La fisonomía coincide con la expresión soñadora de los ojos, y la boca resalta en el centro de una rosa de dos pétalos.
—Pues no es que sea una mujer a la que apetezca mucho besar —dijo papá.
—Marlene no estaba dispuesta a chuparse el dedo después de haber pasado por aquello de los dientes —prosiguió ella—. Porque entre semana, cuando no está entregada a la filmación en el estudio, utiliza un puente de quita y pon, una imitación de las muelas que le sacaron. De alguna forma hay que masticar la comida.
—Ya imagino —dijo papá—. A menos que la mantengan en ayunas.
—Pues no sé si os habréis dado cuenta como yo de que Marlene Dietrich nunca come en las películas —reveló mi tía—. Es la única actriz a la que los directores le permiten abrir la boca sólo a medias, o masticar sólo para cubrir las apariencias, o limitarse a mover las mejillas mientras los demás están zampando de verdad. Y estoy segura de que no ayuna, sino que allí en Hollywood la alimentan a base de comida líquida.
Devoramos toda aquella información. Al percatarse ella de nuestra penosa ignorancia, añadió:
—Tendríais que traer la electricidad para poder ver películas.
—Que la traiga el Ólafur Thors ese, lo ha prometido muchas veces en los mítines electorales —replicó papá—. ¿No es amigo tuyo?
—Pues desde luego ahora no pienso decir nada sobre Ólafur Thors aunque haya estado trabajando en la cocina para él y su mujer, no como doncella, fíjate bien, Bergur querido, aunque me parece que no es tan eléctrico como algunos piensan —dijo mi tía, y nos dedicó una sonrisa misteriosa que ilustraba la llaneza con la que trataba a los hombres.
—Aunque sólo sea por una vez, ¿no podrías servirle la sopa, o unas gachas de avena con canela y azúcar, y susurrarle al oído mientras pones el plato en la mesa: «Venga, mi querido Óli, ¿cuándo piensas cumplir tu promesa de llevar a Grindavík esa electricidad de la que tanto se habla?» —preguntó papá—, ¿o quizá ni siquiera entra en sus planes?
Mi tía miró a papá con los labios fruncidos, como dando a entender que ella no andaba por ahí susurrando solicitudes a los oídos de la gente, y que no estaba dispuesta a perder tan buena costumbre.
Esta tía mía y la magia que irradiaba irrumpían en nuestra monótona existencia con unas visitas llenas de aventura, y las charlas de las noches claras hicieron que empezara a sospechar que probablemente uno podría llegar a algo si se le presentaba la oportunidad de ir a Reikiavik para cualquier cosa que no fuera comprar un impermeable dos números más grande de lo debido para que no se quedara pequeño enseguida y vivir allí de forma parecida a la suya, en un cuartucho de alguna buhardilla, que era donde ella parecía acceder a sus enormes conocimientos sobre todo lo habido y por haber gracias a montones de periódicos viejos metidos en cajas o entrados por la claraboya del tejado, aunque no estuviera autorizada a recibir visitas y se considerara cosa poco aconsejable ir al lavadero para verse allí con la gente. Era tan prudente, o temía tanto a los caseros, que, cuando mamá insinuó que tenía que hacer un viaje a Reikiavik, le dijo con una sonrisa extraña:
—No te tomes la molestia de venir a visitarme, puedes decirle a Bergur que te compre el corsé en El Corpiño cuando vaya a buscar el carbón para el invierno. A los hombres no se les da mal comprarle las fajas a sus mujeres; dale las medidas.
Si mamá se mostraba renuente, mi tía se apresuraba a preguntarle:
—¿Acaso no estáis casados?
—A una le puede parecer un poco excesivo, cuando se trata de ciertas cosas.
—Pero Bergur puede entrar en El Corpiño, no es como si se fuera a comprarse un corsé para ponerse guapo él —insistió la tía—. Y si lo conozco bien, seguro que no va a andar colándose por las casas del barrio oeste de la ciudad para visitar a alguna mujerzuela que viva en una buhardilla. Supongo que preferirá charlar con los hombres junto al puesto de café del puerto, o darse un garbeo por las calles aprovechando el buen tiempo.
Yo me daba cuenta de cómo mejoraría yo mismo, y de lo maduro que me volvería, si viviera en Reikiavik, con mi tía, con el cine Gamla Bíó, con sol a todas horas y con Jakob, el tío paterno de papá, que venía a veces en verano para recoger infusión de tomillo. Acostumbraba a arrodillarse y beber con un gruñido de satisfacción en las charcas de la playa, y mordisqueaba algas y raíces de hierba sin que le sentaran mal. «Seguro que llevo en las tripas unas ratas encargadas de la limpieza, que producen lo que yo llamo una correcta población bacteriana en el intestino grueso», decía, presumiendo satisfecho de su gran descubrimiento, que permitía conservar la buena salud en contacto natural con la tierra.
Llevaba el pelo muy corto porque pensaba que así le saldría pelo en las sienes. Como a papá, había empezado a caérsele el pelo con el traqueteo del camión en el que acudieron a las celebraciones del milenario del Parlamento en 1930 (aunque no le impresionaron demasiado). No había peleas de lucha islandesa todos los días, como él había supuesto había de ser por fuerza, ni arrojaban al perdedor al río donde, en la antigüedad, los héroes se lavaban los pies y los mantenían un buen rato metidos en el agua helada. «Por las tardes, los jefes se sentaban en paz y concordia a las orillas del río, y metían los pies en el agua para refrescarse las piernas», contaba. «Estaban acaloradísimos con tanta animada discusión, no menos acalorados que los panaderos cuando pisamos la masa y corremos el mismo peligro que ellos de que nos salgan varices.»
Jakob era panadero. Cuando empezaron a atormentarle las varices, su mente se fijó objetivos más elevados que el pan de centeno y el pan blanco, de modo que se marchó a Dinamarca y volvió convertido en maestro confitero, capaz de satisfacer a las señoras más finas y a los golosos más empedernidos de Reikiavik. Él mismo era un goloso mental de tal categoría que nunca aguantaba mucho trabajando de confitero en la misma tahona, pues enseguida descubría la falta de talento de los aprendices. «Los panaderos de hoy ya no leen libros de poesía ni se plantean el sentido o el sinsentido de la vida», decía. «¿Cómo demonios piensan llegar a panaderos si no saben poemas, y si lo único que son capaces de leer para cultivar sus almas son las nóminas? La panadería es pura poesía.»
A veces, cuando íbamos a Reikiavik, lo veíamos a lo lejos bebiendo infusión de tomillo a la puerta de la panadería y mirando hacia la tienda de enfrente, la del escaparate desde donde el gato de ojos de cristal miraba a su vez hacia el otro lado de la calle. El gato ejercía tal atracción que la mayoría de nuestros compatriotas ansiaban quedarse un poco cegatos para poder ir a Reikiavik, probarse un ojo de cristal y decir a su regreso: «Bueno, uno es ya tan importante como para ir a ver al gato de ojos de cristal». Pero a nadie le apetece usar un ojo de cristal, excepto a los eruditos, que conocen cada vez mejor los orígenes monárquicos de la nación, de tal suerte que la gente podría ir en tropel ante el ejército británico de ocupación a decir: «Los orígenes de mi familia se remontan a los reyes de Noruega. Estaban ahí antes que los vuestros». Pero los soldados se limitaban a sacudir la cabeza, asombrados.
«Los de Þorkötlustaðir no descendéis de los reyes de Noruega, eso está claro, no necesito leer los artículos del periódico para saberlo», aseguraba mi tío Jakob. «Y tú nunca llegarás a ser tan grande como para saber quién escribió la Saga de Nial.» Parecía tan contento de lo ignorante e inútil que iba a ser yo cuando creciera.
A mí no me apetecía en absoluto saber tal cosa. En cambio, albergaba un profundo deseo de encontrar un alca gigante viva, aunque se hubieran extinguido hacía mucho tiempo, pero, si eso no era posible, entonces quería descubrir un método científico para revivirlos como gallinas corrientes. Cuando se lo conté a unas chicas de Reikiavik que durante la guerra veraneaban en la aldea por el peligro de los bombardeos, dijeron:
—Aunque eso se pudiera hacer, en Reikiavik no habría ni un solo tonto a quien le interesara semejante invento.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Pues porque eres de Grindavík, por qué va a ser, y encima del barrio de Þorkötlustaðir, lo que es aún peor, aquí no hay ni tienda —respondieron.
Me sobresalté al oír aquello, que luego habría de escuchar tantas veces, pero ellas prosiguieron, para explicármelo con más detalles:
—No hay ni siquiera una fábrica de carteles. Y si te diera un ataque de apendicitis, ¿qué pasaría si tuvieran que llevarte a toda prisa al Hospital Nacional para operarte a vida o muerte?
¡Una y otra vez tenías que oír la diferencia que había entre mi pueblo y los demás lugares del país! Nadie de allí había llegado a terminar el bachillerato, aparte del cura y el médico, aunque muchos lo dudaban después de las misas o cuando tenían que sacarse alguna muela. En un lugar que apestaba a pescado y carecía de cualquier clase de sabiduría, a nadie se le pasaba por la cabeza dedicarse al estudio de las ciencias históricas, hacer un máster o avergonzarse por tener una pronunciación tan dialectal y usar el dativo en vez del acusativo, o por no llegar ni a aprender inglés, aunque decían que era una lengua tan fácil que era posible usarla sin decir nada; bastaba con parlotear y mostrarse feliz en inglés. Sólo a dos chicas se les metió en la cabeza seguir estudios. Se sacudieron las cadenas de aquel desierto intelectual y un día, nada más acabarse sus gachas de avena, se subieron al coche de línea y consintieron por primera vez en la vida en tomarse el aceite de hígado de bacalao para que no se les notara mal aliento mientras cambiaban de autobús en Reikiavik camino del instituto del distrito, en Reykholt; no para investigar si Snorri Sturluson, que había vivido allí, fue el autor de la Saga de Nial, sino porque querían aprender a conjugar los verbos ingleses y perder el acento dialectal. Lo consiguieron. Al terminar volvieron libres de los usos incorrectos del dativo, calzando medias blancas de pure silk. Cuando se apearon del coche de línea en primavera con unas maletas de cartón llenas de glosarios, las medias despertaron más interés que los sobresalientes. En la aldea se consideraba una absoluta idiotez andar por ahí presumiendo de ciencia. Eso sólo lo hacían los sabihondos y los tontos del haba. Las chicas se apartaron de los demás y paseaban por las calles sin asfaltar cogidas del brazo, intentando sortear los charcos embarrados con sus medias blancas, que eran completamente pure, y recitando verbos ingleses que el profesor les había enseñado a pronunciar con acento de Oxford. A veces nos decían a los chicos:
—En Oxford hablan sin acento y además usan el dativo como es debido. Así que tenéis que hacer todo lo posible por hablar bien si queréis vivir en el mundo de hoy, como nosotras. Todo indica que antes de que termine la guerra habrán desaparecido los acentos dialectales y los errores con el dativo. Pero lo que es por nosotras, vosotros podéis seguir con ese acento que tenéis, sin distinguir la p y la b, nosotras no pensamos pasar mucho más tiempo en Þorkötlustaðir.
Sus conocimientos no les servían de mucho a aquellas chicas en el lugar del barrio donde el coche de línea recogía pasaderos por la mañana y volvía a depositarlos por la tarde, tras haber enriquecido sus experiencias pasando un día entero de compras en Reikiavik. Este era el principal punto de reunión de los jóvenes, y había constante barullo y peleas permanentes junto a las paredes. Una vez que osaron ir allí después del examen de reválida del bachillerato, con sus verbos ingleses en los labios, lo único que sacaron en limpio fueron tres carreras en las medias, que quedaron del todo inservibles hasta que consiguieron cazar unos maridos decentes. Por eso se marcharon a su casa diciendo:
—En este pueblo asqueroso no hay futuro para unas chicas que han hecho el bachillerato en Reykholt.
Al poco tiempo se aburrieron de ir por ahí corrigiendo a la gente y dejaron de obligar a su madre a decir anduviste en vez de andastes. Y no había forma de que los hombres dejaran de soltar tacos ni de meterles en la cabeza que la ciencia ha demostrado que hace cien millones de años había salido del mar un ser humano con forma de lagarto y con branquias colgando por fuera, que en el transcurso del tiempo se convirtieron en pulmones.
Una de las chicas me llevó una vez aparte, me sujetó del jersey y me preguntó:
—¿Rezas tus oraciones por la noche?
—Sí —respondí extrañado, porque ni imaginaba que pudiera ser de otro modo.
—Entonces hazme el favor de incluir esto en tus oraciones a los dioses: «Dios mío, no permitas que siga hablando dialecto y usando mal el dativo». —Me quedé mirándola sin comprender qué era eso del dativo, y ella añadió—: Además, cuando reces no debes pronunciar «dioj», porque Dios no te entenderá y creerá que estás hablando con alguien que no es el verdadero Dios. Él tiene una pronunciación perfecta, y encima pensará que te estás burlando de Él con tus errores de dicción. Otra cosa que puedo decirte es que, en Reykholt, Dios no existe para los profesores durante las horas de clase, sólo para el cura. Las ciencias se fijan tan sólo en los hechos, y ya han empezado a obtener resultados prácticos en el ordeño.
Al invierno siguiente renunciaron a corregir errores y barbaridades, dijeron «adiós» y recalaron en Selfoss, un lugar en pleno desarrollo, donde se podían aunar conocimiento y medias de seda en la relación con unos hombres dignos de confianza y que eran ya capataces de la Central Lechera o estaban a punto de serlo. No hablaban de otra cosa que de pasteurización y rara vez se dejaban ver con sus esposas, y cuando venían lo hacían montados en unas motocicletas deslumbrantes, con ellas sentadas en el sillín de atrás, y hacían demostraciones de su sabiduría en las Confirmaciones.
—Puesto que obtenéis la leche directamente de la vaca y no de la Central Lechera, tenéis que hervirla dos veces a fuego suave antes de bebería, para matar los microbios —explicaban—. Lo descubrió Pasteur en París hace tiempo, por casualidad, y nosotros, claro está, lo hacemos todos los días con técnicas modernas en la Central Lechera.
—¿Y no hay peligro de olvidarse la leche en el fuego y que se salga toda? —preguntaban las mujeres, que se habían dado cuenta de que aquellos maridos parecían madres, siempre dando instrucciones.
—Para evitarlo tenéis que colocar, atravesada encima de la abertura, una aguja de hacer punto o el cucharón de servir —respondieron las chicas por sus maridos, echando mano de la más reciente de todas las novedades para impresionarlas, y para fastidiar a aquella gente que parecía recién salida del cascarón. Sacaron del bolso una cosa roja y redonda y preguntaron—: ¿Alguna de las presentes se atreve a comerse un tomate?
Para demostrar su valor, ellas mismas se comieron un trocito.
Varias se negaron a semejante estupidez. Otras lo intentaron, pero sólo llegaron a morder la carne, sin atreverse a comerse lo de dentro.
—Es demasiado graso para nosotras —alegaron.
—Ya —dijeron las otras—. Habéis estado en un tris de comer tomate. Es un paso en la buena dirección para el progreso del barrio. Tendréis que juntar valor para acostumbraros al tomate antes de que acabe la guerra.
Estaban asombradas de haber nacido en un lugar donde la gente tenía miedo al tomate, y se alegraron de marcharse en sus motocicletas.
Si alguien se digna pensar en temas insignificantes, habrá de reconocer la insignificancia de las discusiones de las mujeres en las cocinas de las casas del pueblo antes de la guerra, o la enorme preocupación de los hombres por las condiciones atmosféricas cuando estaban silenciosos en los herrumbrosos secaderos de pescado, y cómo vociferaban los niños en los trojes vacíos donde se había ahorcado alguien. El valor de la vida estaba en consonancia con todo esto, si hubiera existido y no se hubiera hallado exclusivamente en el fondo de las tazas de café o en los charcos de barro.
Pese a no haber disfrutado de educación superior, la gente del pueblo se atrevía a hablar con ardor de los temas más profundos de la época y del extraño devenir de la vida, de los misterios de la muerte y de lo que puede haber después de ésta, quizá con no menos profundidad que la gente de épocas posteriores, sin ánimo de comparar. Por estos motivos, que desempeñaban un papel insignificante en la sociedad, yo mismo empecé a pensar en la eternidad y en el tiempo, y a desarrollar mis propias ideas sobre ambos temas. Una de las cosas que nunca podíamos llegar a explicar a pesar de las largas veladas pasadas por las noches en torno al quinqué era por qué el ser humano no renace; o por qué no muere como las flores, por qué no se va uno cada otoño al seno de Dios y luego vuelve a crecer a la primavera siguiente, y vuelta a empezar, como ellas, sacando la cabeza del suelo.
¿No sería todo completamente distinto si pudiéramos morir cada otoño sabiendo que despertaremos a una nueva vida la primavera siguiente, y si esto fuera un hecho establecido que así habría de suceder por siempre jamás? ¡Entonces sí que me gustaría entregar el alma!
Pues vaya que sí.
¿Qué son los años de la vejez, creada por Dios, sino el otoño que sigue a la primavera y el verano de la vida?
Sobre este tema, las discusiones eran interminables.
¿No se supone que el ser humano es la cumbre de la creación divina, y por eso mismo tiene idéntico derecho a la vida que las flores, aunque no sea más que el derecho al renacimiento anual?
No se acertaba a encontrar respuesta en toda la noche, ni aunque se debatiera sobre la cuestión en primavera, cuando no existían la noche ni la oscuridad y comenzaban las visitas de los parientes llegados de otros lugares más sabios, con el consabido incremento del número de opiniones de los más variados aromas, infusiones de tomillo y humos de cigarrillo.
—Pues yo preferiría vivir y morir de una vez por todas —afirmaba con énfasis mi tía materna—. ¿Quién iba a querer morirse todos los años en otoño y luego enfrentarse otra vez a la vida al despertar la primavera siguiente? Creo que las flores no son nada dignas de envidia por lo que respecta a su forma de vida.
—Quizá sería como las temporadas de pesca de invierno, otoño y primavera, imagino —sugirió papá—. Uno se ha visto obligado a soportar cosas mucho peores que despertar de la muerte.
Mi tía se echó a reír.
—Bergur querido —dijo casi con alegría—, no dudo en absoluto de tu laboriosidad, pero ¿crees que tú estarías dispuesto a pasarte todo el invierno muerto, cosa que en nuestra latitud es la mayor parte del año, para vivir sólo en verano, que en el mejor de los casos dura tres meses, a veces lloviendo a cántaros sin que escampe casi ni un momento?
Así de contundentes y realistas eran los argumentos de mi tía. Muchas veces, papá tenía que meditar sobre los suyos y se callaba. Pero mamá dijo:
—Por lo menos, cada año tendríamos alguna especie de verano en la vida, aunque no hubiera seguridad de que habría luz del sol todo el tiempo en lugar de las lluvias habituales. —Mi madre apenas concedía a su hermana una sola mirada cuando se enzarzaban en aquellas discusiones, así que entornó los ojos y continuó sin más—: No estoy de acuerdo con el cura en eso de que la vida es puro heno inútil, porque él está más por lo útil que por lo bello. Bueno, quizá sí que puedo imaginarme saliendo, de debajo de la tierra en primavera, aunque Dios sabe que no me apetece morir todos los años para ser como una flor, prefiero seguir siendo yo misma. Y además habría que preguntar a qué flor tendría que parecerse uno, porque no podemos parecernos a todas a la vez.
Mi tía no tuvo dificultad alguna para responder. Ella vivía y trabajaba en lo que se llamaba el corazón de la capital, así que ¿cómo iba a poder responder racionalmente en un pueblucho como éste?
Aunque yo fuera aún un niño, ya tenía cierta percepción de lo que significaba el estancamiento, aunque se encuentra por todas partes y uno rara vez se da cuenta de lo que está a la vista de todos. Estaba siempre pensando en el sombrero de mi tía. Rara vez se lo quitaba antes de acabar de comer y de tomar el café, cuando levantaba el velo del ala de delante y se fumaba su cigarrillo, para facilitar la digestión; siempre mencionaba los jugos gástricos que a veces se perdían por el duodeno. El sombrero reposaba tranquilo con su negra belleza sobre los bucles de la permanente de su cabello oscuro; se descolgaba sobre una mejilla y nunca se caía solo. Tenía que quitárselo ella, levantándolo cuidadosamente con las dos manos para que no se le deshiciese el peinado y poder así fumarse el último cigarrillo, que era siempre el penúltimo, antes de irse por fin a la cama. Si no se lo hubiera quitado ella, se habría quedado para siempre encima de su cabeza, igual que la gorra de algunos hombres, que hasta parecían dormir con ella. Lo confirmaba la opinión de papá de que casi ningún ser humano, y desde luego ninguna cosa, acepta moverse ni se le ocurre intentarlo, sino que es imprescindible empujarlos sin más, para lo que sea. Lo mismo podía decirse de la aldea. Precisaba de alguien o de algo que la empujara, porque de otro modo acabaría por pudrirse sin moverse del sitio.
También me llamaba la atención la idea de la velocidad del sonido y la velocidad de la luz, eso de que la luz se moviera más deprisa que el sonido. Además, estaba convencido de que podía probar que objetos diferentes pero del mismo peso caían a igual velocidad desde la mesa al suelo, como contaba el maestro. También había descubierto, en la vecina, la explicación de por qué nadie renace. Cuando terminaba su siesta después del almuerzo y despertaba a la vida en vez de a la muerte, se abalanzaba sobre la ouija y preguntaba:
—Dímelo bien claro, ¿por qué estoy viva?
El vaso no se quedó quietecito, sino que se puso a moverse de un sitio a otro sobre la cartulina y deletreó haciendo círculos en torno a las letras:
«Porque tu muerte aún ha de esperar el llamado movimiento circular de la vida. Morirás cuando se haya encontrado el paralelo entre tu cuerpo y tu alma y otro envoltorio en el universo, cuando sea conveniente despertar a ambos en esa criatura que habita a una distancia de nuestra tierra muy superior a la que puede medirse en años luz».
—Entonces ¿renacemos en algún otro lugar de universo? —preguntó la mujer.
«Por supuesto», respondió el vaso. «Después de su muerte, los seres humanos no tienen otra cosa que hacer, sino renacer.»
A los chicos nos dejaban colocar el dedo al lado del de la señora sobre el culo del vaso, y lo seguíamos boquiabiertos. Yo tenía unas ganas tremendas de morir. Cada vez que oía aquel mensaje me entraba un sueño tan profundo, en la pesada atmósfera de la casa de aquella mujer, que tenía la sensación de estar adentrándome en la eternidad. No cabía duda alguna de que así era, aunque no se nos hubiera dado vista para contemplarlo; nunca se veía a nadie renacido, aunque uno sí notaba la muerte en su propio interior.
La mujer explicaba que en una ocasión se le había aparecido un hombre que afirmó haber estado allí antes. «Pues no me parece nada del otro mundo, sois tantos los muertos», le había dicho ella, convencida de que le estaba gastando una broma o molestando el normal movimiento del vaso. «Pues es cierto», insistió el hombre. «Yo vivía en esta casa y me echaba a llorar en ese rincón, donde dejas el cubo de fregar. Me marchité como una flor, viajé a la muerte pero volví a florecer en una tierra aún más noble del universo, aunque me gustaba más el prado este que los campos del universo.» Y ella replicó: «En eso que dices sí hay un punto. Pero, por lo que sé, esta casa la edificó Bergur Bjarnason».
—Pero, fíjate bien —me dijo a mí—, después de escuchar al difunto se me ocurrió la idea de preguntarle a tu papá cómo podía pasar algo así en una casa construida con madera nueva. Enseguida mandé a por él, y me dijo entonces que había puesto debajo de la pila de fregar una tabla vieja que había encontrado. «La arrancaré», me dijo. Con eso fue suficiente, porque el hombre aquel no volvió al vaso, desde su otra casa, a velocidad de alma. Es una velocidad tremenda y siempre igual, o muy parecida.
Como consecuencia de todo esto, pensé que las almas disponían de una velocidad especial aunque complicadísima, que está sujeta a un tiempo preestablecido cuando se halla en nuestros cuerpos, pues había oído decir que la vida está sujeta a los días de nuestra vida. Cuando se soltaba, el alma recuperaba su velocidad original; así se convierte la velocidad de la vida del alma en una velocidad inimaginable.
—En el futuro llegará el día en que la midan, si las ciencias logran el milagro de encontrar alguna forma de medir lo invisible —vaticinó la mujer, que había sacado del vaso todas aquellas cosas—. En cuanto la muerte se vuelva mensurable perderá las propiedades de lo invisible. Lo mismo puede decirse de las personas difuntas, así que los muertos se harán visibles y las personas con dotes de videncia dejarán de ser especiales.
«¿Y también tú?», me pregunté.
La mujer con dotes de videncia me leyó el pensamiento.
—Lo has adivinado —dijo—, yo también dejaré de ser especial.
—Mamá es la única mujer del barrio que no tiene dotes de vidente —apunté yo—. ¿Ella no es nada especial, entonces?
—No —respondió la mujer—. No sé si la vecina de al lado tiene dotes, pero los muertos sí que las tienen y pueden verla a ella y a tu mamá, así que también tienen su velocidad del alma.
De acuerdo con esto, el alma o la vida tenían que salir disparadas del cuerpo hacia el otro mundo a una velocidad superior a la de la luz, para llegar en un instante hasta un lugar a un millón de años luz de distancia, en medio de los sistemas solares, y meterse en el cuerpo de un nuevo ser que estaba naciendo en ese mismo instante.
Acepté la teoría. La mujer me cogió de la manga con más fuerza y añadió:
—A veces le lleva a uno mucho tiempo morirse. El moribundo revive, vuelve a caer en coma y así una vez tras otra durante mucho tiempo. Los parientes explican la agonía diciendo: «Claro, tiene un corazón tan fuerte». Pero no es eso, lo cierto es que el alma está buscando su paralelo en la infinitud. —La mujer me permitió tomar aliento antes de proseguir—: Así, la muerte puede convertirse en un renacimiento que tiene lugar a una distancia de la tierra que debe medirse en incontables millones de años de velocidad de vida o velocidad de muerte, como yo la llamo; llámale tú igual en tu mundo mental.
Así encontré una respuesta por entero satisfactoria a las inveteradas preguntas sobre el origen del hombre, la eternidad y el tiempo de la vida y la muerte.
—¿Qué ventaja puede encontrar el alma en abandonar el cuerpo? —me preguntaba yo en mis cavilaciones.
—Muchachito, nadie ha podido dar respuesta a eso, aunque una y otra vez han puesto toda la carne en el asador para conseguirlo —contestó la mujer—. Pero esa respuesta se encuentra planteando más preguntas: ¿Sale el alma del cuerpo? O, aunque entre en otro cuerpo, ¿será éste exactamente igual al que abandonó un momento antes? ¿Cómo lo hace? ¿Por qué no regresa uno de la muerte a su mundo anterior, con el alma cubierta con un cuerpo nuevo pero idéntico al otro? Por ejemplo, ¿por qué no vuelve un hijo recién muerto al lado de su madre, desesperada por volver a verlo?
Yo estaba agotado de tanto escuchar, pero de pronto me di cuenta de que se encendía una luz dentro de mi mente, con la explicación de por qué los hijos muertos nunca visitaban a sus madres, aunque ahora tuvieran ya un cuerpo nuevo, pero exactamente igual que el anterior, en alguna estrella lejana. La razón es que el alma viaja desde la tierra al otro mundo a la velocidad que corresponde a su naturaleza, y allí se reencarna en la existencia más íntima de la vida, una especie de útero cósmico. Pero en ese nuevo mundo, el mundo de la eternidad, rigen leyes distintas en lo referente a la velocidad. El alma queda encerrada allí dentro en prácticamente nada de tiempo, o se mueve a una velocidad tan reducida que aunque se pusiera en camino de inmediato hacia el mundo del que había salido nunca llegaría hasta nosotros, o lo haría tardísimo de acuerdo con nuestra propia forma de medir el tiempo. El nuevo ropaje carnal conoce los límites de velocidad del alma nueva y no le parece muy sensato hacer un viaje tan inmenso, pues antes de que llegase al lado de su madre, ésta ya habría muerto; se habría ido con Dios, y sabe Dios en qué sistema solar acabaría aterrizando, así que sería dificilísimo, si no del todo imposible, volver a encontrarla, a menos que la velocidad sentimental de la madre y la del hijo se hubieran puesto de acuerdo durante la vida terrenal para poder encontrarse en la otra.
Una vez fui a casa de una mujer que estaba sentada a la mesa con un pescador de temporada; por lo visto, habían hecho correr el vaso un montón de veces y estaban cabizbajos por el mensaje que habían recibido. Cuando entré, casi ni repararon en que estaba allí, así que toqué la cartulina y la sentí tibia.
—A lo mejor los espíritus no tienen el alma cálida sino tibia —dije.
La mujer despertó de su letargo. Le conté mi descubrimiento. Ella me miró con un gesto extraño, se rascó un lado de la nariz por dentro con una aguja de hacer punto, y replicó:
—Cuando te hayas convertido en un gigantón serás psíquico, pero intenta que, como suele decirse, no te crezca nunca en exceso todo el cerebro, pues entonces harías un agujero en el cielo y los ángeles se nos vendrían encima como cagarrutas de oveja.
Di un respingo.
El pescador estaba un tanto alicaído, quizá porque la mujer lo había tratado con dureza, pero se recompuso, me colocó la mano encima de la cabeza y noté el calor de la gruesa palma húmeda.
—Quizá sea cierto lo que dice la mujer —me dijo—; no vayas a hacerte hombre de mar excepto sólo en cierto sentido y ten cuidado con la carpintería.
—Quiere llegar a convertirse en un gigante espiritual —dijo la mujer con voz pastosa, y me di cuenta de que estaba borracha.
Salí sin despedirme y me senté bajo el muro de la casa. De repente oí el ruido de algo al romperse.
—¿Y dejarás que me beba el aguardiente en el vaso de la ouija, so asquerosa? —gritaba el marinero.
En un abrir y cerrar de ojos salió volando un taburete por la ventana, y aterrizó delante de mí.
—¡Pues quiero tomarme mi aguardiente aunque tenga que tragarme encima a tus espíritus! —vociferó el marinero.
La mujer abrió la ventana de par en par y me gritó:
—Vete a buscar a tu papá para que me lo quite de encima, porque si no, me mata.
En lugar de hacerle caso, bajé a la playa y estuve allí haraganeando por el sitio más feo de toda la bahía, aunque había varias charcas pequeñas en las que mirarse y poder ver al mismo tiempo las nubes de encima. Entonces se me ocurrió la idea de que uno desaparece siempre hacia su origen. Esto tenía mucho que ver con la explicación que había descubierto yo mismo para la velocidad vital del alma en el fallecimiento. No existe persona alguna que no desee desaparecer de nuevo hacia el lugar de su procedencia y quedarse en él por toda la eternidad, aunque no nacemos libres y felices por mucho que lo creamos así. Nacemos a un desamparo que dura toda la vida.
Cuando era niño, la gente moría en su casa, la familia presenciaba la muerte; por eso, igual que los demás niños, yo estaba siempre pensando en la muerte y sus misterios, pues el moribundo extiende la mano hacia el aire justo antes de fallecer, cuando la muerte se aleja de él por un instante y él reconoce a su prójimo en ese alivio momentáneo que la precede. Sabía que hacer salir el alma del cuerpo es un arte. El de saber morir. De ahí que estemos obligados a prepararnos cuidadosamente para la muerte, no por causa de nuestros pecados ni porque hayamos de encontrarnos cara a cara con nuestro Creador, que pesará y medirá nuestras obras, malas y buenas, o nuestra inocencia, sino porque la bondad de la vida se medirá según la abertura por la que haya hecho salir el moribundo a su alma por última vez. Hacer que abandone la vida por el ano, la nariz o la boca es insultar al alma.
—Debemos permitirle a la vida que escape de manera espiritual, por la más noble abertura, la voluntad de vivir y la mente, a fin de que nuestro ultimo pensamiento esté dedicado a nuestros padres —decían las mujeres—. Así, el alma volverá hacia ellos.
Luego nos ponían un ejemplo:
—Un niño muere antes que sus padres y no se preocupa de hacer salir el alma por el agujero más noble, pues su mente aún no está en pleno desarrollo. Por culpa de esto, que yo considero un desliz, el alma no regresa con los padres, por muy ardientemente que pueda desearlo el niño. Los que siguen vivos tienen un sitio para el alma infantil, pero si falla el último pensamiento del niño moribundo, entonces vivirá en el recuerdo de sus padres mientras éstos vivan, pero no volverá a unirse a ellos, ni en la vida ni en la muerte. En cambio, la confluencia es una posibilidad imaginable si la velocidad del alma de los padres y la de su retoño se han armonizado en vida.
Pienso que el concepto de armonía final no ha surgido por casualidad y que yo no hice más que toparme con él, y que tampoco brotó de alguna idea difusa, sino que surgió de una sensación que era más o menos ésta:
Si todos pensaran en sus padres en el momento de la muerte, el alma retornaría a su origen y entonces todas las almas se apretujarían unas con otras formando una única alma universal en la resurrección, y correrían hacia un tiempo pasado pero renacido en busca de los primeros padres de la humanidad.
Eso de crear un mundo perfecto para el propio uso fue una de tantas cosas que decidieron mi carácter durante la infancia. Yo obtenía la experiencia de la gente, de las demás personas, y comprendí qué era lo correcto para mi:
Lo mejor para todos es confiar en la propia voluntad y tenerse a sí mismo de sostén y apoyo, sin desdeñar ni despreciar a las otras personas. Porque quien no comprende el propio mensaje de alegría y no enciende su propio faro, alumbrándose a sí mismo en el camino de la vida, se quedará solo en la oscuridad de los demás.
Mientras yo nadaba por las magias de la infancia, no sabía, no lo supe hasta mucho más tarde, que mis ideas sobre la literatura y su naturaleza nacerían así.
En esa época me había olvidado de mí mismo, como un muerto, hasta que el pensamiento despertó y comprendí la diferencia entre la velocidad de la vida y la velocidad del alma. Por eso estuve un largo tiempo naciendo en mi propia imagen, encendiendo lo que llamaba mi faro. Uno nace de la literatura hacia el desarrollo de la novela que está escribiendo, y que debe ir a la misma velocidad que la propia vida; luego muere y desaparece a la velocidad del alma, metiéndose dentro de su propia obra, y al hacerlo se une a ella, siempre que el espíritu haya salido por la abertura adecuada.
Eso es lo que pretendían los poetas de la antigüedad al decir que un personaje de sus obras entraba en una montaña al morir. Los poetas lo construyen todo sobre sus propias opiniones y sus propias experiencias, no conocen nada fuera de ellos mismos. Para ellos, las demás personas no son más que una conjetura.
Utilicé esta explicación al gran problema en una novela, aunque no consigo recordar exactamente en qué escena aparece; lo que sí sé es que ella y yo, los dos, nos reuniremos en la muerte. Porque siempre he hecho todo lo posible por hacer salir mis obras literarias por la abertura más adecuada de mi existencia, con la esperanza de que puedan vivir una vida independiente, aunque fundidas conmigo en la misteriosa armonía del ser humano y la obra.
Cuando era un niño que vivía en el barrio de Þorkötlustaðir, la gente era inculta a más no poder y quizá ni siquiera existía, excepto en una sensación que eran incapaces de revestir con palabras a no ser que se ayudaran del vaso de ouija que había prácticamente en todas las casas.