Tercera magia
Meter miedo a otros
Nunca se te dio bien asustar a los otros.
¿O es que no te atrevías?
Sólo los asustados asustan.
A lo mejor no estabas ya lo bastante asustado por naturaleza como para tener que ir metiéndoles miedo a los demás, para ver tu propio miedo en otros mediante algo parecido a la valentía pero que no es valentía. No se podría decir que tuvieras miedo en las cosas más importantes, en realidad eras bastante poco miedoso y no estabas siempre a la defensiva.
Quizá te atrevías a percibir, a ver y reconocer el fastidio que representa la vastedad, y la necesidad de llenarla de alguna forma, sea en la naturaleza humana, en la oscuridad o en las maravillas de la naturaleza, y hacerlo de un modo que no fuera incordiar a las viejas y jactarte de ello. A pesar de todo tenías ganas de probar y aprender algún método de meter miedo a otros. Por lo menos querías demostrar un valor normal aunque sólo fuera por una vez, a fin de poder tener a tu merced a la persona asustada, al menos por un instante, y saber qué se siente.
Pero ¿por qué elegiste a la anciana a la que ibas a comprarle leche fresca todas las tardes, y que a veces te daba una torta de aceite?
Quizá justo por eso, por su generosidad, y un poco por las prisas.
Es más fácil asustar y fastidiar a quien tiene buena voluntad, aunque no llegue a resultar claramente atractivo, que a los perversos que son más inertes que tú y tienen una constante y perversa tendencia a esconder su debilidad dominando a otros. En realidad no hay modo de meter miedo, doblegar y dominar a otros según nuestros deseos hasta que hemos alcanzado el poder absoluto en el terreno que sea. Pero entonces ya no hace falta abusar, ni siquiera dedicarse a meter miedo, pues la autoridad lo hace por nosotros.
Si no hemos conseguido una superioridad dictatorial, sino que estamos aún camino de obtenerla, entonces se hace imprescindible practicar con todos los inferiores, afanándose mucho al principio, a fin de ir ascendiendo poco a poco en la escala y llegar al objetivo, que es el de la plena satisfacción.
Pero haber conseguido un poder omnímodo lleva consigo el inconveniente de que, cuando llega el momento, son muy pocos los que se dan cuenta de que alguien manda sobre ellos con poder absoluto, porque la autoridad está en todas partes; las personas no conocen otra cosa que la opresión, de manera que se considera que el miedo y la autoridad son naturales y ejercen una influencia benéfica sobre las personas, a las que hacen mejores, y que sin ellos no es posible la vida en una comunidad rural.
¿Puede ser que deseara dominar así a aquella anciana?
Es probable. A nadie en su sano juicio se le pasa por la cabeza cantar victoria, por ejemplo, tratando de doblegar a quienes pueden más que él. Sin duda era consciente de ello, y por eso decidí empezar con la anciana, que era suficiente poca cosa para mí, y luego comprobar qué tal se me daba el enfrentarme a otros más fuertes.
Mamá me advirtió en más de una ocasión que si yo asustaba a otros me daría una tunda, así que le tenía más miedo a ella que a mi víctima, y no fui a por ella de inmediato.
—No sacas nada metiéndole miedo a la gente —había añadido.
Claro que no era así en absoluto. Creo que ella apenas creía lo que decía. Ella misma no habría tenido sobre mí más que una autoridad limitada de no haberla acrecentado haciéndome creer, medio muerto de miedo, que hablaba totalmente en serio cuando me prometía que me las vería con ella si me dedicaba a meterle miedo a alguien. Así que ella metía miedo para dejar claro que no se sacaba nada bueno de meter miedo a los demás. Y utilizaba el mismo procedimiento para convencerme de que fuera obediente y me portara bien.
El miedo tiene su origen en la madre y desde ella se va extendiendo, en sus diversas formas, por todos los ámbitos de la vida humana, y la gente ni siquiera se atreve a examinar en serio cuál es su naturaleza, por miedo a saber la verdad sobre la madre. Prefieren vivir atemorizados y en constante sobresalto antes que arremeter contra sus propios orígenes comprendiendo su auténtica naturaleza. Porque con semejante procedimiento, el de atacar por el punto más fuerte, probablemente conseguirían poner en su contra a todas las madres del mundo, vociferando, gritando la verdad o amenazando enfurecidas con el puño levantado. A ellas les gusta tan poco como a cualquier otro perder una autoridad que es, además, innata en su caso, porque el cuerpo les concede de forma natural autoridad absoluta sobre sus descendientes. Y no hay verdad alguna que pueda resistir a la feroz acometida de las madres. Sin embargo, es característico del miedo que el temor a aquello que lo produce rara vez dure más de un cierto periodo de tiempo en la vida de una persona o de una nación; el miedo se consume, primero se queda reducido a casi nada y luego se mata a sí mismo. Entonces, el que estuvo dominado por el miedo pero pudo superarlo descubre que desea asustar a otros y comprobar a un tiempo si es capaz de hacerlo sin recibir el reproche de quienes lo criaron en la inocencia a base de meterle miedo. Si no sucede nada, seguramente se sentirá lleno de confianza y orgullo, se lanzará al ataque y descubrirá que casi todo el temor ha abandonado su pecho. Comprende que nada se rinde al ataque de otros, todo se derrota a sí mismo con el tiempo, y la decadencia surge de la propia naturaleza. Contra ninguna de esas dos cosas hay defensa posible.
Antes de las navidades, casi todos los chicos se dedicaban a asustar a personas inocentes por las tardes con el método, autorizado, de encasquetarse una máscara blanca, situarse en cuclillas al lado de una pared, acechar a la víctima en la oscuridad, soltar un alarido y correr a esconderse. En cambio, nadie se atrevía a aproximarse a los auténticamente perversos, aquellos a quienes los chicos temían a plena luz del día y que se habían ganado a pulso que estuvieran siempre chillándoles. Los perversos apenas se dignaban darse por enterados de la presencia de los enmascarados chicos aulladores, quienes se consideraban a sí mismos de lo más valientes y se limitaban a decir:
—No me apetece ir a asustar a semejantes bicharracos, son tontos y no se mueren.
A ti no te iba eso de aullar, bufar y fastidiar a otros, ni berrear como hacen los chicos, y los adultos, cuando quieren salirse con la suya. Sin embargo, tu mamá te dio un trozo de saco de azúcar, y tú le hiciste unos agujeros para la boca, la nariz y los ojos e intentaste dibujar un círculo alrededor con un lápiz negro de cera. Resultó difícil, la tela se arrugaba al cogerla y casi no había forma de fijar el color. Pero lo conseguiste por fin y para entonces ya había atardecido y se había hecho hora de ir a buscar la leche. Como en éxtasis, contemplaste el atemorizador círculo negro en torno a los ojos y el rojo de la boca, y las mejillas pintadas de rojo y negro.
—Déjate ya de pintarrajos y vete a buscar la leche, o se te hará noche cerrada —dijo mamá.
Ya veis, la madre está jugando con fuego, no se da cuenta de las posibilidades que encierra la blanca tela de saco, la máscara, ni de las intenciones de su hijo, a juzgar por sus órdenes y por la necesidad de moderada desobediencia que éste tiene. En el momento en que despierta la necesidad de rebelión, la madre ya no es reina y señora, pero sigue tan tranquila, tan confiada en su derecho a gozar de superioridad absoluta, que quizá se convierta, en la mente del niño, en Cenicienta, aunque él no esté dispuesto a permitirle posibilidad alguna de salvación.
Esta vez te mostraste de lo más dispuesto a ir por la leche, pese al miedo a la oscuridad, y tenías intención de llegar tú a la casa, confiado y enmascarado, en lugar de los espíritus tenebrosos y los fantasmas de costumbre. Ninguna autoridad en plena ascensión tuvo jamás miedo de sí mismo ni temió que no todo marchara tal como se había previsto. Así te sucedía a ti también. Faltaba aún un poco para que la máscara estuviese acabada, pero tu mamá ya se había impacientado.
—Vete ahora mismo a buscar la leche —repitió—. Deja la máscara, si no se te va a hacer oscuro del todo.
Por fin estuvo terminada la máscara, con sus cintas puestas. Obedeciste y tu mamá ya no tuvo que reñirte más.
—Bueno, venga, ¿dónde está la lechera?
Estaba en su sitio. Te metiste la careta en el bolsillo como si se tratara de un inocente pañuelo, pero no te la colocaste en la cara hasta que estuviste fuera. Por fortuna, soplaba el vendaval, llovía y había oscuridad suficiente para creer en fantasmas malignos. Pero te diste cuenta de que todo podía irse al garete si te encontrabas en el camino con alguien a quien no tuvieras intención de asustar, o a quien nunca te atreverías a hacerlo, que aprovecharía la oportunidad para agarrarte por el cuello y las corvas y tirarte como a un monigote de trapo. Por eso no resultaba aconsejable llevar puesta la máscara. Además, no pegaba mucho con la lechera, porque la anciana la reconocería y no se moriría de miedo sino que se echaría a reír. Quien pretende atemorizar tiene que ser astuto, la astucia sí que casa bien con los sustos. Lo mejor sería recoger primero la leche con cara de inocente, esconder el cántaro y volver para realizar tus satánicos designios. La mujer nunca podría sospechar que fueras capaz de tamaña maquinación. Un muchachito de siete años que va todas las tardes a casa de una anciana en plena oscuridad a buscar leche de vaca en su cantarillo ha de ser por fuerza un alma inocente. Cuando regresaras enmascarado, seguro que creería que eras un fantasma errante y se caería al suelo, muerta del susto. El éxito de tu perversidad radicaría en que nadie podría sospechar que aquella inocencia ocultara semejantes planes. Llegaste a una importante conclusión sobre la naturaleza de la maldad mientras caminabas a oscuras e intentabas librarte de la garra lacerante del miedo a las tinieblas. Ahora lo principal era seguir el plan sin vacilar ni por un instante.
Al principio todo sucedió como un breve relato infantil escrito con idea de que posea gran valor didáctico. Fuiste a buscar la leche como de costumbre, la anciana te alabó por lo bien que obedecías a tu mamá, le pidió a Dios que te bendijera y te dio una torta. Tú le diste las gracias. A los halagos, ella añadió un chorro extra de su cántaro de leche después de servir lo que comprabais todas las tardes. Era un regalo que te hacía.
—Tu mamá estará encantada contigo —dijo la mujer.
—Sí —respondiste, mostrándote de acuerdo con ella muy a tu pesar, pues creías que la coincidencia daba asco.
Entonces se le aflautó la voz, consciente de su propia superioridad, pues sin duda alguna quería que, lleno de agradecimiento, te fueras corriendo con aquel extra que te había dado y volvieras junto a tu madre como un niño bueno, pues en cuanto llegaras a casa las alabanzas serían para ella, que podría oír su eco en su interior. De modo que añadió con tono afable:
—Yo no sé las normas que rigen en las otras casas donde venden leche, pero yo no escatimo con la medida, aunque estemos ya cerca de las navidades y la vaca esté empezando a secarse. Lo hago porque sé que a tu papá le gustan un montón las gachas con canela y cuajada. Quizás a ti también; ¿tú quieres ser como tu padre?
—Sí, claro —respondí, aunque no tenía el menor deseo de ser como mi padre, al menos en su manía de pasarse el rato machacando con la pregunta: «¿Cuándo va a poder uno tomarse en su casa unas buenas gachas con canela y cuajada?».
Naturalmente, la anciana se creyó la mentira, porque las mentiras suenan bien en los oídos y son fáciles de entender si se dicen de forma convincente para agradar a lo que de vacío y falso hay en el carácter de cada uno.
—Vaya, pues eso —concluyó, tan contenta de mi amor a la verdad y de mi falso deseo de ser como papá.
Echó incluso otro chorrito más, para que también yo pudiera tener mi ración de gachas con leche, y dijo que no veía bien cuánta leche entraba en la lechera.
La anciana lo veía todo a su propia luz, y lo juzgaba de acuerdo con sus propias ideas acerca del límite adecuado de su blanco medidor esmaltado. La generosidad dependía del día de la semana y del tiempo que hacía, porque se mostraba especialmente liberal con la leche de su vaca medio seca los sábados y cuando llovía a cántaros y soplaba el viento. Por eso dijo:
—Ahora vete, tu mamá estará inquieta por ti. Es sábado y he echado dos chorritos extra en la lechera. Ahora tengo que fregar el pasillo, pero no te olvides de comerte tu torta.
Estaba un poco impaciente porque no acababa de irme.
—Ya, ya —dijiste tú, y te fuiste comiéndote el último bocado por el pasillo que olía a la podredumbre y el ácido del establo, que estaba al fondo.
Te despediste y te llevaste la lechera. Pero cuando llegaste lo bastante lejos de la casa la depositaste con mucho cuidado entre unas piedras para que no la tirase el viento y se derramara la leche como la blanca espuma del mar en el vendaval y la galerna. Porque al llegar a casa te darían una azotaina, y por la perspectiva de que tu papá no tuviera sus gachas con leche ese domingo y dijera que cuando vivía en casa de su padre adoptivo bien que se las daban, a veces incluso a mitad de la semana, aunque era huérfano y estaba allí recogido. En mi mente, mamá se daba la vuelta y se ponía a secar afanosamente la mesa con una bayeta. ¿Qué iba a responderle? Mirándole la espalda se adivinaba la expresión de furia que mostraría de frente, mientras pensaba: «Ya no eres el único niño de la casa. Ahora sois cuatro, tú y tus tres hijos, y no siempre resulta fácil conseguir leche fresca para echársela por encima a las gachas, no digamos ya si es para hacer gachas de leche». «Me da lo mismo, aquí soy yo el que trabaja para dar de comer a todos», diría él. «Sí», replicaría ella, y añadiría: «Sin embargo, nunca he visto que en invierno pescaras una vaca en el mar, ni que la construyeras de madera en verano».
En realidad estabas cagado de miedo por lo que pretendías hacer. Quedó bien de manifiesto sobre todo después de esconder la lechera. Pero ahora había llegado el momento de retroceder o de avanzar para enriquecerte con una experiencia nueva, bien con el éxito al agredir a otra persona, metiéndole miedo a una vieja, o bien convirtiéndote en un gallina a tus propios ojos aunque quizá no a los de otros, porque por suerte no había contigo ningún otro chico malcriado que pudiera dar testimonio de tu valor o tu cobardía.
Te ataste la máscara haciendo que te cubriera el rostro y, después, algo que no era precisamente deseo te empujó de nuevo hacia la casa, aunque vacilaste en la oscuridad. La puerta estaba entornada. Echaste un prudente vistazo al interior y viste que la anciana estaba de rodillas, fregando. En esta ocasión no le alargaste la lechera para que midiera y vertiera un buen chorro de regalo. En vez de eso golpeaste con fuerza la puerta, de tal modo que se abrió un poco dejando pasar el viento.
Esperaste. Nadie respondió. Estuviste a punto de echar a correr, pero miraste hipnotizado a la anciana, arrodillada encima de un saco, con la bayeta en las manos y el cubo de fregar al lado, acostumbrada sin duda a que la gente entrase sin anunciarse. El corazón te daba brincos en el pecho pero creías estar a salvo, pues nadie podría reconocerte. Una espantosa careta blanca te ocultaba el rostro, no había nada que temer.
De repente te pusiste a aullar:
—¡Uuuuh!
La anciana iba desplazándose poco a poco hacia atrás, a medida que iba fregando el suelo. Al moverse echaba hacia atrás el saco y el cubo.
Llamaste a la puerta mucho más fuerte y la oíste dar un bufido.
—¡Entra! —dijo por fin al tercer golpe.
Parecía a punto de ponerse en pie.
Justo entonces soltaste un ruido fantasmal. Estabas en el quicio de la puerta, listo para que cuando la anciana cayera de espaldas se diera con la nuca en el borde del cubo de fregar, la cabeza se le rompiera en pedazos, la sangre brotara del cráneo destrozado y quedara muerta sin hacer el menor ruido. Pero se limitó a bufar, a buen seguro por algo de su tarea, y no parecía tener la menor intención de morirse del susto.
—¡Qué bulla es ésa! —exclamó, dando un tirón tan fuerte al cubo que el asa cayó dando un golpe.
No hizo nada más, aparte de arrastrar el saco por el pasillo para quitar otra mancha del suelo. El método que utilizaba consistía en fregar las manchas en lugar de ir limpiando todo el suelo a la vez con el cubo y la bayeta.
Te percataste de lo inútil que sería soltar otro alarido fantasmal. Probablemente tenías más pinta de enano inofensivo que de horrible espectro en el umbral. Cuando la anciana movió el cubo y el saco y se los puso delante para seguir fregando, miró despacio a su espalda, con tranquilidad, y soltó la bayeta. De repente se puso en pie con una agilidad desacostumbrada, atravesó el pasillo mojado y te dio un golpe con la bayeta de fregar, y la careta empapada se te pegó a la cara. La mujer te la arrancó de un tirón y la arrojó a la tormenta.
—¡Bah! —fue lo único que dijo al ver la cara descubierta.
Te habías quedado sin tu escudo, mientras el vendaval arrastraba hacia la oscuridad la blanca y misteriosa careta empapada. No supiste qué decir pero, después de soltar un nuevo bufido, la anciana dijo:
—Venga, no me hagas perder más tiempo, que tengo que fregar el pasillo para tenerlo limpio para las navidades.
Se dio la vuelta, se arrodilló encima del saco y continuó como si nada hubiera pasado.
Te quedaste allí, en silencio; no podías quitarte de la cabeza lo que habías intentado hacer y en lo que habías fracasado, no podías llevarte contigo a casa lo único que habías sacado en limpio de tu valentía: una bofetada. No podías explicarle nada a nadie, y tampoco podías arrepentirte ni hacer propósito de enmienda para el futuro. Además, te había entrado tal miedo a la oscuridad que no te atrevías ni a alejarte de la casa, por miedo a que la careta se pudiese volver ahora contra ti, ofendida por haber sufrido semejante indignidad, hasta el punto de que ahora se había convertido en un fantasma de verdad que te arrastraría con él a la tumba y se echaría encima de ti por toda la eternidad, como hacen todos los fantasmas. Te lo tendrías bien merecido, acabar debajo del fantasma de la máscara.
—Quita de en medio —ordenó impaciente la anciana, al tiempo que se movía con el cubo y el saco hacia la puerta.
Oíste palabras que salían de la boca desdentada y te asaltó una idea espeluznante: ¿cómo podrías volver a buscar la leche después de haber fracasado estrepitosamente en tu intento de disfrazarte para hacer el fantasma?
—Llamaré a mi chico para que te acompañe a casa si te da miedo la oscuridad —dijo la anciana sin darse la vuelta. Estaba terminando el suelo y parecía percibir mi presencia detrás de ella—. ¡Niño! —llamó en voz bastante fuerte mientras le daba la vuelta al cubo.
Después de llamar tres veces acudió el hijo, con su cara de sueño habitual.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Acompaña a este chico a su casa —ordenó la madre.
El hijo se puso las botas en silencio.
—Venga, vamos —dijo luego. Camino de casa, no me preguntó si me había cagado de miedo en los pantalones, sino que dijo—: Me parece que no está ná bien andar metiendo miedo a las viejas como mamá. Es una gilipollez, no creo que valga la pena, es mejor intentar asustar a alguien a quien no tienes que comprarle leche por las tardes. ¿Entiendes? Eso sería más juicioso. Es lo que haría yo en tu lugar. Hay otras muchas pobres viejas con las que estoy seguro de que podrías apañártelas. —Calló. Yo esperé conteniendo la respiración, creyendo que tenía intención de vengar a su mamá en la oscuridad, nadie nos veía, pero al poco continuó, somnoliento—: Eso es lo que hacía yo a tu edad. En realidad habría podido meter miedo a cualquier vieja, no tenía que mirar a la cara a ninguna por las tardes con una lechera vacía en la mano. Nosotros tenemos vaca lechera desde que tengo memoria, y eso tiene sus ventajas. ¿Qué piensas de lo que te digo? —La húmeda oscuridad se pegaba a la cara pero pesaba sobre todo en el alma. Él prosiguió, sin detenerse ni tropezar en el suelo pedregoso—: No dices nada. —El hijo parecía ver en la oscuridad tan bien como los fantasmas. No respondí y me preparé para lo peor. Continuamos en silencio, y él añadió—: Sólo con la garantía que representa tener una vaca lechera decente se puede uno permitir ciertas cosas. Vosotros no tenéis ninguna. Por eso tú tienes unos límites. ¿Entiendes?
—Sí —respondí cariacontecido.
—Si tu papá hubiera tenido una vaca lechera mejor que la nuestra en esta época del año, podrías haberte entretenido fastidiando a mi madre con buena conciencia, hasta que nos nazca una ternera en enero, ¿entiendes?
—Creo que sí —contesté, empezando a comprender que todo dependía del número de vacas que se tuvieran, y él se mostró de acuerdo conmigo.
—Lo primero es comprar la vaca —explicó—; luego vienen las agallas, que es cuando se puede empezar a pensar en asustar viejas. —De pronto se quedó en silencio. Luego preguntó extrañado por algo que se le había ocurrido—: ¿Cuántas barbaridades crees que se podría permitir uno que tuviera diez vacas lecheras en el establo, y además fuera comerciante o cura?
No respondí.
—¿No sabes hacer cálculos mentales?
Me era imposible imaginar qué grado de derecho a asustar viejas o a hacer bestialidades podría tener alguien así. Tenía ganas de decir: «No tendría más remedio que irse al extranjero, porque aquí no hay viejas suficientes». Pero no abrí la boca.
—¿No contestas? —preguntó el chico a mi lado, en medio de la oscuridad. Como no contesté, añadió—: Yo sí que te lo puedo decir, aunque no sea ninguna lumbrera. Tengo la firme sospecha de que una persona así podría ir al combate tan contento, con armadura y yelmo tapándole la cara, a matar viejos y viejas, jo, y a montones, además, y no digamos chavales. —Con este prólogo quizás estuviera dándome a entender que podía matarme en aquel mismo instante porque su madre tenía una vaca lechera, aunque estuviera medio seca, pero se limitó a preguntar—: ¿Entiendes mis cálculos?
—Sí —respondí.
—Como te decía, lo primero es tener la vaca, y luego, a torturar viejas —concluyó.
Me acompañó hasta la esquina de mi casa y se despidió. Cuando supuse que ya estaría muy lejos y no podría verme, tanteé en la oscuridad en busca de la lechera, y la encontré sujeta entre las piedras.
—Has tardado mucho en traer la leche —dijo mamá.
—Me ha acompañado su hijo —respondí.
—Siempre está bien dispuesto para acompañar a la gente —consideró mamá—. Esta vez no has derramado mucho.
—No —concedí—. La anciana nos dio primero un chorro extra por las navidades y para las gachas de papá, y luego otro por algo que ya no me acuerdo qué era.
—Nadie pierde la memoria en tan poco tiempo, excepto los ladrones y gente por el estilo —juzgó mamá, que se puso a pensar en otra cosa como siempre que daba en el clavo con sus palabras sin saberlo, o quizá sin preocuparse por oír la verdad.
—¿Por qué las personas se meten unas con otras? —pregunté como quien no quiere la cosa.
—Imagino que será porque alguien cree que tiene algo de especial —replicó—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Alguien se ha metido contigo?
Se me echaron encima los remordimientos y una ansiedad entristecida.
—No —respondí.
Mamá pareció respirar aliviada, como si hubiera tenido una buena idea, y dijo:
—Si alguien se mete contigo porque cree que eres raro, tienes que entonar a voz en cuello esta bonita canción, para que no le pase desapercibida a nadie:
La piel y la carne Dios las creó.
¿Quién podría hacerlo mejor?
Si del cuerpo la forma no te agrada,
¿estaría mejor, por ti creada?
Mientras ella repetía aquella horrible tonada, sentí la inutilidad de todas las cosas que me consumían. Sentí vergüenza simplemente de tener que escuchar aquella estupidez y comprobar que mamá era tan tonta que creía que la letra podía tener algún efecto; y no sólo por la melodía en sí, sino porque estaba convencido de que aquellas canciones sólo servían para las viejas.
Cuando acabó de cantar se produjo un silencio. Y por fin dijo:
—No sé qué genial salmista conocía tan maravillosamente el mundo como para sentir la llamada de componer una verdad tan grande como ésta y lograr así que en cuanto los malos oigan la canción comprendan la injusticia de sus actos y supliquen el perdón. Y entonces tienes que concedérselo de todo corazón. Dios reparte las jorobas del alma o del cuerpo donde le parece bien. —No me atreví a posar en ella mis tímidos ojos porque sabía que era dueña de unos sentimientos a los que ninguna realidad podía afectar; de modo que prosiguió—: Me la enseñó mamá cuando era niña, cuando perdí la punta del dedo. Ella sabía que la canción funciona, porque aquí todos son buenos cristianos y a fin de cuentas cumplen los mandamientos de nuestra fe, sobre todo cuando el amor está en verso, aunque a veces no les resulte fácil ser buenos todos los días. —Sentí una presión en los ojos y me cubrí la boca con la mano—. Los niños están obligados a creer lo que dicen sus padres —concluyó, y el resplandor que emanaba se apagó.
Sentí que me hundía en la desesperación y la amargura, y pensé: «¿Cómo se le puede pasar a nadie por la cabeza creer lo que sabe que es mentira?». Así que balbuceé una pregunta:
—¿Alguna vez se han metido contigo?
—Sí —respondió vacilante, y el resplandor que flotaba sobre ella desapareció por completo.
Eché un vistazo por la ventana. No se veía nada, sólo la cocina reflejada en el cristal; fuera reinaba una densa oscuridad y había empezado a llover. Intenté mirar, a pesar de todo, pero lo único que vi fue a nosotros mismos reflejados en el cristal mientras la lluvia nos iba deformando. La luz mortecina del quinqué nos daba un aspecto fantasmagórico.
—¿Cuándo? —pregunté con la garganta seca, porque sabía cuándo había sido.
—Cuando ellos se separaron —respondió.
Yo sabía muy bien que con aquel «ellos» se refería a sus padres. Nunca los mencionaba por sus nombres a los dos a la vez sino siempre por separado, ni los llamaba padres, sino su madre y su padre, o «ellos» cuando se refería a los dos al mismo tiempo o se trataba de algo que la afectaba profundamente. Así sucede siempre que tienes que nombrar algo querido, te pones misterioso o disimulas cuando hay otros oyendo. No mencionas el nombre o lo disfrazas de algún otro, y a veces llegas a usar nombres muy distintos, o seudónimos, para que los demás no consigan comprender lo que está bien claro para ti.
—¿Y usaste la canción? —pregunté con prudencia.
—No —repuso, pero no pareció extrañada.
¿Quizá sirva para los demás, pero no para uno mismo? Sí, lo sabía, pero no le pregunté: «¿Por qué no probaste los poderes de la canción?». Sabía que habría buscado cualquier excusa para no tener que responder: «No habría servido de nada».
En ese mismo instante pensé en papá. Lo vi delante de mí.
—¿Estáis ahí sentados a oscuras y ni se os ocurre alargar la mecha o limpiarla un poco para que haya más luz? —preguntó, fijándose en la lámpara.
No respondimos. Levantó el cristal. Me acerqué y miré cómo recortaba con la hoja de un cuchillo de mesa la mecha quemada irregularmente. Después de limpiar el cristal y volver a colocarlo, aumentó la llama y se sentó. La luz creció.
—Casi no puedo ver para afilar mis sierras, con esta oscuridad —dijo.
Había traído las sierras, pero yo no me había fijado porque tenía en los ojos un resplandor extraño. Al poco empezó a pasar la lima por los dientes de la sierra, arriba y abajo, y se alzó un chirrido que me produjo dentera.
Me tapé los oídos. El chirrido se me metía hasta los huesos. Era tan molesto que me tapé también la boca. Sentí que con la palma de mi mano apretaba algo que venía desde dentro, como cuando uno se aleja para poder llorar sin lágrimas y vuelve después con los ojos abiertos de par en par, como si no hubiera pasado nada; nadie se ha dado cuenta de nada, pero quizás alguien pregunta sin mucho interés: «¿Dónde te habías metido?».
—¿De qué estabais hablando? —quiso saber papá de repente.
—De una cosa de su máscara —respondió mi madre—. Fue a buscar la leche.
—¿Por fin podré tomarme unas gachas con leche? —preguntó.
Mi madre me miró. No dejaba traslucir nada. Un chirrido cortante surgió de los dientes de la sierra. Por fin, ella pareció decirme con la mirada: «Vete a la carbonera si necesitas hacer algo que los demás no deben ver». Sin ponerme nervioso, me dije: «Soy como Satanás y tengo la piel más dura que nadie, así que no voy porque no tengo nada que hacer allí».
Papá dejó de afilar las sierras. Yo aparté las manos de la boca y las orejas y le oí decir, rompiendo el silencio:
—Estoy convencido de que todos los salmistas están locos de remate.
Estuve a punto de echarme a reír pero me contuve. Después de soltar aquello siguió afilando las sierras tan tranquilo, absorto en su trabajo, y nadie le respondió.