Segunda magia
Incordiar a las viejas
Antes de que estallara por ahí la última guerra mundial y de que llegara hasta aquí con consecuencias más drásticas que para las naciones contendientes (lo alteró todo por mar y por tierra), nadie de mi barrio había querido nunca meterse en política; «Eso es cosa de Reikiavik», era la cantinela constante de la gente, aunque tampoco se peleaban por las fruslerías que pasaban en el Parlamento o en el extranjero. A nuestros ojos, esos dos lugares eran en cierto modo el mismo. Entre nosotros se discutía mucho, y con gran vehemencia, sobre este o aquel «gran hombre» que vivía aquí o allá, en el país o fuera de él, y que siempre parecía trabajar en Biskupstungi, en cualquier sitio del mundo, o con otra gente que se nos parecía; y podíamos imaginarnos que era quien mandaba, y siempre gobernaba con mano dura.
Nuestra capacidad de imaginación no era muy grande, ni en ese sentido ni en ningún otro, pero pensábamos que así tenían que ser los grandes hombres, que hacían buena pareja con las heroínas que andaban con la boca abierta a su lado, siempre dando órdenes.
En general, la gente no se interesaba mucho por los grandes hombres ni por sus brujas, fueran extranjeros o nacionales, porque a nuestro alrededor había suficientes hombres y mujeres extraordinariamente trabajadores. Éstas eran las palabras que utilizábamos para referirnos a esas personas tan laboriosas que los visitantes llegados de Reikiavik llamaban héroes o heroínas, añadiendo que los grandes hombres estaban sobre todo en Alemania, pero que los grandes políticos estaban en Inglaterra.
Nosotros no teníamos ni idea de todo eso. Nuestras ideas acerca de los méritos de la gente no solían traspasar los lindes del pueblo.
Una excepción eran los poquísimos comunistas. Ellos disponían de un gran hombre en un país al este, aunque nunca mencionaban a ninguna gran mujer relacionada con él, hecho que le impedía gozar de demasiada popularidad. Papá recordaba que un candidato conservador había dicho en un mitin electoral: «No puedo imaginarme que vosotros, como electores, podáis apoyar o conceder vuestro voto a una tendencia política de Rusia que aún no ha sido capaz de producir una sola gran mujer desde el año 1918». Y después había añadido: «Grandes hombres y excelentes mujeres que me escucháis, mostrad madurez, continuad con esas heroínas que son los pilares de Islandia unidas a esos héroes del mar que son los auténticos padres de la patria». Ni que decir tiene que la victoria del candidato fue arrolladora. No podíamos imaginar otra cosa que unos héroes con sus heroínas tras ellos, prestándoles su apoyo, o a su lado como fuertes pilares. En el barrio, por cierto, los pilares del hogar eran siempre las mujeres.
En mi barrio se discutía a menudo sobre los hombres que habían seguido su propio camino en todo lo relacionado con la navegación y la ganadería por mucho que sus mujeres gruñeran o murmuraran. Por ejemplo, no respetaban las horas de las comidas sino que se zampaban lo que pillaban cuando se les antojaba. En cuanto a las heroínas, no hacían más que hablar y andaban siempre de morros (incluso con los héroes, cuando estaban en tierra) y afirmaban que se las arreglaban de maravilla sin ellos y no se metían en sus asuntos, aunque las mujeres tenían más cabeza que los hombres para todo género de cosas.
«¿Quiénes traen los niños al mundo?», preguntaban orgullosas de su superioridad en ese terreno. Y se respondían: «¡A lo mejor no somos nosotras las que paren los niños!». «Como si nosotras, las heroínas, tuviéramos que ir a remolque de los grandes hombres», decían aquellas excelentes mujeres, y atacaban a los grandes hombres, quizá más de palabra que de obra. Sin embargo, recurrían a los hechos cuando estaban en el piso de arriba y los maridos abajo, apoyados en la pared de fuera, en la temporada en que no estaban embarcados; abrían la ventana y les vaciaban encima el orinal.
—Muchas mujeres abusan demasiado del orinal, el arma del hogar —decía papá cuando oía uno de esos casos.
A causa de la agresividad y los argumentos de las heroínas, los grandes hombres iban camino de quedar fuera de juego. Para ocupar su lugar llegaban las malas bestias, y el barrio se llenó de excelentes mujeres; pero con la guerra empezó a haber grandes hombres también entre nosotros, aunque sólo eran admirados en sus casas, acaso tan sólo en su jardín, tal vez incluso sólo en los cercados, y sus hazañas consistían en robarle herramientas al Ejército. Grandes héroes llevaban a casa al atardecer coches enteros cargados de toda clase de trastos militares. En cambio, las heroínas seguían en sus cocinas o en la banqueta, ordeñando las vacas y dándole a la sinhueso sin parar.
En las casas se discutía con devoción sobre todas estas cosas, pues admiraban a cualquiera que fuera distinto. La gente reconocía que así tenía que ser, así había sido y así seguiría siendo mientras existiese el mundo, algunos salían adelante y otros casi ni soportaban el trabajo; la gente se dividía en quienes eran admirados y quienes admiraban a otros. Y de este modo, aquellos héroes y aquellas heroínas se convertían en bestias de labranza.
Las personas normales, que no eran héroes a los ojos del mundo, podían serlo, sin embargo, a sus propios ojos y en su casa; con eso les sobraba, y no iban a trabajar llenos de entusiasmo, eran un fastidio para su mujer y andaban siempre sin un céntimo, viviendo de los subsidios municipales. Si no se encontraban en ninguno de esos casos pero las cosas les iban muy mal, era porque habían tenido la suerte de pescar una heroína muy trabajadora a la que habían engatusado con su labia. Todo el mundo estaba de acuerdo en que las mujeres trabajadoras eran una maravilla, lo eran todo, nada se les resistía, pero también eran unas arpías con lengua de víbora. Arpías y heroínas gozaban de gran respeto; los chicos y las chicas se cagaban de miedo al verlas de lejos y nadie se atrevía a meterse con ellas.
Si en lugar de pasarse la vida trabajando sin parar para sacar adelante a los suyos, un padre de familia andaba ocioso por las tardes e indeciso por las mañanas y decía una vez sí y otra también: «Supongo que depende del color del cristal con que se mire», o no hacía más que darle vueltas a las cosas, entonces no es que lo condenaran directamente, pero la gente se entretenía riéndose de él, tomándole el pelo y mostrando su absoluta superioridad. Por ejemplo, se burlaban de él como si fuera mucho más tonto de lo que la gracia de Dios había querido que fuese, y aprovechaban todos los defectos con que la naturaleza había obsequiado al pobre imbécil. A nadie le parecía mal ese género de entretenimiento en los escasos ratos libres, un hombre es el gozo de otro, daba igual el tipo de diversión de que se tratara con tal de que no durase demasiado, y siempre se hacía procurando no quitarle al otro las ganas de trabajar. A nadie le importaba que el objeto de burla dependiera, con todos sus críos, de los subsidios municipales.
En aquellos años había mucho desempleo; cuando se encontraba trabajo era temporal o por turno, o en la pesca de temporada, dependiendo siempre de la naturaleza, la marcha del sol, las corrientes marinas y los vientos. Cuando se conseguía alguna chapuza, los hombres intentaban reunir suficientes coronas para vivir una vez que terminase el contrato, y luego se pasaban el rato tumbados a la bartola en los periodos de paro, aunque no dormían para matar el tiempo sino para hacer acopio de fuerzas para el próximo turno de trabajo, llegara cuando llegase. Naturalmente, eso se aplicaba sólo a los hombres trabajadores que no podían, a pesar de su laboriosidad, dominar las corrientes marinas, los vientos ni la marcha del sol, ni hacer que un trabajo temporal durase todo el año, excepto navidades y Pascua. Los demás, los que rara vez conseguían algo, despertaban con su miseria la laboriosidad de sus mujeres, que se dedicaban a ir tapando agujeros a base de sacar de donde podían para ellas, el marido y los niños, currando en lo que fuese menester.
En los «días de ociosidad» los jóvenes desocupados mataban el tiempo torturando gatos y martirizando perros o chicos más pequeños; pero el entretenimiento principal era meterse con las viejas.
No había más diversiones, cada uno se procuraba su propio entretenimiento y elegía sus juguetes según su propia capacidad, costumbres y aficiones.
Esto no causaba catástrofe alguna, todos sabían hasta dónde se podía llegar, conocían sus propios límites, sabían exactamente cuánto tiempo se podía andar atormentando a otros en una comunidad tan pequeña. Incluso los chicos más estúpidos «moderaban sus bestialidades». Su guía era el sentido común, que establecía las normas y lo decidía todo sin excepciones, como las leyes sobre el robo y la agresión. El asesinato era algo inimaginable y nunca se produjo ninguno; casi toda la gente pertenecía a la misma clase social, aunque eran diferentes unos de otros porque así los había hecho la naturaleza, que desconoce la igualdad. No todo el mundo tenía el mismo aspecto ni la misma inteligencia, y había grandes diferencias en lo tocante a la fuerza física. La inteligencia podía ser muy variable e incluso aumentar y disminuir en una misma persona. Nadie tenía demasiada confianza ni siquiera en la utilidad de las buenas notas, que eran cosa sobre todo de chicas. En su mayoría, sin embargo, sabían lo que tenían que saber, no les hacía falta más porque las personas eran cortas de entendederas y dentro de cada uno había un individuo violento y un policía. No se necesitaba un cuerpo de policía, aunque había un guarda encargado de imponer la paz a la salida de los bailes, de madrugada, cuando los hombres intentaban romperse las narices unos a otros; por lo demás, nunca se dejaba ver, excepto para lucir la gorra e intentar localizar a unos destiladores de sobra conocidos y a quienes «los de Reikiavik» consideraban como el peor cáncer de la nación. Los efectos del alcohol clandestino se consideraban especialmente dañinos porque fomentaban la pereza, la tristeza y el pesimismo del pueblo. Un hombre bajo la influencia del «casero» no tenía miedo de demostrar que todo le importaba un pimiento, empezando por él mismo, la familia, el trabajo duro e incluso Islandia. Esa clase de hombre bebía hasta perder la razón en los bailes y se peleaba como un poseso, y volvía a sus cabales, como solía decirse, sólo para limpiar la sangre. Al día siguiente volvía a despertar obedientemente para entregarse a sus obligaciones, a la rutina, y se desahogaba metiéndose con el trabajo y con los demás, pinchando y fastidiando a los tontos. Después del trabajo, en los días laborables, incordiar a la gente estaba mejor visto que pelearse, del mismo modo que la lluvia incesante se consideraba una fiesta en comparación con los huracanes que soplaban en el extranjero. Simplemente por eso, la gente pensaba que donde mejor se vivía era en Islandia; aquí no hay huracanes ni inundaciones que se lleven por el aire a personas, casas y ganado, o que las arrastren hasta el mar.
«Aquí por lo menos no se muere uno con las inundaciones y los tifones», decían las mujeres.
La gente pensaba que tenía que ser espantoso que un tornado te lanzara a lo alto y te hiciera pasar quizá días enteros flotando de un lado a otro dentro de un huracán, a menos que se hubiera tenido la buena idea de preparar unos bocadillos para tener algo que comer allí arriba.
En mi región natal no se oía ninguna otra muestra de amor a la patria, y la gente ni siquiera sentía aversión por los daneses, aunque sí por esas sopas claras que se servían «al estilo danés» y que se tomaban al principio de todo, con lo que la gente perdía el apetito y después de aquel aguachirle no conseguían tragarse más de cinco o, como mucho, ocho trozos de carne, el «plato fuerte», cuando llegaba la hora de que los invitados empezaran a zampar como alemanes, gentes de reputado buen saque. Por eso todo el mundo hacía lo posible por ir a las fiestas aunque hubiera que llevar regalos: a cambio de éstos, se comía.
Lo más apetecible y menos arriesgado para los jóvenes era incordiar a las viejas al atardecer, especialmente a mediados de verano, cuando ya había oscuridad suficiente; las viejas no ven bien de noche y se asustaban por la novedad de las tinieblas, pasada ya la época en la que no existe la noche. Eran muy impresionables, y estaban siempre a la defensiva; se pasaban el tiempo en casa, bebiendo café a sorbitos, haciendo solitarios, echando las cartas y leyendo los posos del café, y al final se decían unas a otras:
—En tu taza no veo más que una nube, ve con cuidado y no salgas mucho.
Eso es un poco como no ver nada, aunque luego en realidad algo sí que se dice. Una nube puede interpretarse de muchas formas; por ejemplo, que algo líquido va a brotar, o ya lo ha hecho, desde un hombre casado al interior de una mujer soltera y ha formado una sombra indeseable, ha despertado la indolencia en el alma, le ha metido algo en la cabeza y cosas por el estilo, indicativas de la presencia de una enfermedad del alma que tiene algo que ver con el amor insatisfecho de la dueña de la taza. Con su pereza podía estar intentando ocultar que de pronto le había entrado «la disentería del amor, y los sentimientos se le escapan en tromba».
La noticia de una nube anómala en la taza se extendía con rapidez, y los chicos echaban a correr en pos del olor para practicar el deporte de arremeter contra la dueña de la nube. A veces, alguna de las atacadas sentía también la necesidad de arremeter contra sí misma, permitiendo a la más mínima mácula de su carácter dominar sobre todo lo demás, por lo que, naturalmente, quería hacérselo pagar; pero resulta que al hacerlo se salvaba, porque a nadie le apetecía sacrificar a quien se ofrendaba como víctima, así que los chicos desistían y la dejaban en paz.
Es decir, los chicos no comprendían a la mujer que era «su propia bestia».
Mamá nos tenía terminantemente prohibido ir con los demás a hacer esa barbaridad de fastidiar a las viejas, y nos había dicho:
—Si me entero de que andáis incordiando a las mujeres por ahí os doy una que os acordaréis toda la vida.
Lo mejor era que la vieja no hubiera hecho ningún mal a nadie. Entonces se tenía bien ganado que fuéramos a por ella, sólo por ser una vieja.
Los jóvenes en edad de la Confirmación, que ya casi podían ser considerados cristianos, decían que para una vieja normal era sanísimo llevarse un buen susto, y que daba gusto oírlas decir: «¡Os voy a meter en un saco, tunantes!». Nada produce una alegría más profunda en el corazón de un muchacho que oír las absurdas amenazas de una vieja que pretende realizar una hazaña con un saco.
Había muchas formas de incordiar a las viejas. En general, a las que los chicos solían fastidiar más eran las déspotas que, si pudieran, no dejarían a nadie vivir en paz. Había sólo una cosa capaz de mantener a raya hasta a las viejas más feroces y evitar que le dieran un tirón de orejas a un chico: arremeter contra ellas a base de obscenidades. Todos pensaban que «oreja» era como las viejas llamaban al pito, y a nadie le apetecía que una vieja le pusiera las manazas en semejante sitio. Había otra cosa que podía frenarlas: una tela de cortinas floreada que no hubieran visto nunca y que desearan conseguir como fuera.
La emoción de comprar era en esos casos distinta a la habitual, porque cortinas de flores no las había todos los días, pero, cuando se producía tal acontecimiento, todas las viejas sabían que tenían que comprar algo decente para poner en las ventanas. Si, cosa rarísima, se daba el caso de que llegaban dos clases de tela a la vez y había dificultades para elegir entre las flores de color rosa y las rojas, se quedaban sin saber qué hacer y decían, confusas y a la vez asustadas:
—¿Es posible que ahora no seamos capaces de decidir cuál de las telas de flores debemos comprar?
—¿Significará esto que una sola clase de tela ya no es suficiente para la gente corriente de nuestra latitud?
La palabra «latitud» acababa de ponerse de moda y se usaba mucho, todo se comparaba con la latitud de Islandia, que era la única buena.
Podía decirse, en alabanza de las viejas, que tenían firmes sentimientos de justicia en lo tocante a cortinas, y que en este tema no molestaban a los hombres. En cambio, no dejaban a nadie en paz hasta que todas se habían comprado las mismas cortinas, si bien las vueltas de encaje podía elegirlas cada una a su gusto.
El comerciante, gran amigo de la mujer, único miembro del sexo masculino que siempre ha sabido comprenderla, se alzaba imponente junto a una estantería de tres baldas con tres rollos de papel de envolver, todos del mismo color marrón pero de distinto ancho, y al tiempo que echaba mano de ellos, decía con la voz cascada por el asma:
—Comparto la opinión de ustedes en lo tocante a tela para cortinas, yo mismo no quiero tener nada más que un empleado; pero cuando vendo una mercancía envuelvo cosas distintas en papel del mismo color, aunque de distinto ancho para adaptarlo al tamaño de la compra.
—Pues claro que sí —decían las que había en la tienda.
Luego afirmaba que comprendía los deseos de sus buenas clientas y que iba a devolver la tela de flores demasiado pequeñas para la latitud a la que estamos, y para nuestras costumbres. Luego volvía a sacarla dos años más tarde y todas se abalanzaban sobre lo que a nadie en sus cabales se le habría pasado por la cabeza ni siquiera mirar un año antes sin correr el riesgo de que «el jeremías de detrás del mostrador» la considerase una rara. Tenía que ser una mujer de muy lejos del barrio la que se atreviese a comprar, a riesgo de ganarse el desprecio de aquella autoridad, pues él no se callaba las cosas como una tumba, ni mucho menos, en cuanto se sentaba a la mesa para hacer correr el vaso de la ouija.
A las viejas les pareció un avance prodigioso en el progreso mundial cuando empezaron a llegar al mercado telas nuevas para cortinas cada dos años, y al poco vieron que se avecinaba una revolución, que podrían tener telas para cortinas igual de buenas con rosas grandes o pequeñas según las estaciones del año.
—Si las mujeres mandaran —dijeron algunas—, todas las cortinas serían igual de buenas en todos los países, aunque con distintos diseños.
—La atmósfera del hogar no podrá renovarse hasta que, como la cosa más natural del mundo, se puedan descolgar las cortinas de invierno para poner en su lugar las de verano —aseguraban otras.
Cuando los auténticos trabajadores les recomendaban mirar bien el dinero, por lo del aumento de precios que se produjo durante la guerra y porque ya era fácil que se lo arrebataran a sus mujeres con una buena oferta de productos, se incrementó en el mundo entero la producción de toda clase de maravillas. Y entonces el comerciante consiguió que las mujeres optasen por rebuscar entre las cosas del marido y marchar inmediatamente a la tienda en vez de tener que contentarse mirando con frustración los estantes de la tienda durante semanas e incluso meses soñando que compraban algo.
—En lo que a mí me toca, creo que está bien que no haya aquí nada más que una tienda, lo que no tiene por qué significar que en ella no se vaya a encontrar nada más que el mismo género para todos los clientes —argumentaba—. Es preciso incrementar la variedad, como si el comercio fuera una buena ama de casa que mira por la ventana de la cocina y ve día tras día el mismo paisaje pero cada vez de forma diferente, porque es mujer de amplias miras y no quiere tener siempre lo mismo delante de los ojos y de la ventana. En este sentido, la mujer está a una latitud superior a la de nosotros, los hombres, por lo que a amplitud de miras se refiere. Una auténtica ama de casa elige cortinas distintas según las distintas estaciones del año.
Tan pronto como las viejas escuchaban este himno se ponían contentas como unas pascuas y se veían dominadas por lo que se llamaba euforia femenina, y comprendían a las mil maravillas que todas compartían la misma opinión, que habían tenido idéntico sueño pero no habían podido hacerlo realidad, ni se habían atrevido siquiera por culpa de sus maridos, que encadenaban las lenguas, cerraban las bolsas y ataban la mente de sus mujeres. Coincidían con el comerciante en que desde los primeros tiempos había sido él quien había traído la libertad al mundo poniendo en el mercado una gran variedad de género, para que las mujeres estuvieran siempre deseosas de comprarlo todo.
—¡Por fin llega lo que tiene que llegar hasta nuestra bendita latitud! —exclamaban las viejas como una sola voz.
Estas cosas y otras a este tenor se le metían a uno por las orejas día sí y día también, y los hombres eran testigos de un milagro, porque mujeres de lo más normal estaban transformando el mundo y empujando a su patria chica hacia el futuro, al elegir lo más práctico y adecuado para la cesta de la compra.
No seguiré rememorando la emoción por las cortinas de las señoras del barrio de Þorkötlustaðir a comienzos de la segunda guerra mundial, porque rara vez daban pie a enfrentamientos con los jóvenes. Por regla general sabían defenderse, eran agresivas por naturaleza. Los chicos preferían enfrentarse a las que andaban siempre regañando. Pasaré a otro tema, las viejas indefensas que apenas tenían nada en las ventanas o que se contentaban con dejar los mismos trapos hasta que el sol se comía la tela harapienta que colgaba encima de las jardineras de las ventanas, donde a duras penas crecían unas miserables flores de las que a pesar de todo estaban orgullosas. Era a éstas a quienes preferían atacar los chicos.
En realidad, creo que hay poca diferencia entre enfado y excitación, aunque quizá no sea yo suficientemente buen psicólogo para ver la diferencia, mucho menos cuando se trata de mujeres, aunque tengo un pariente que es especialista en ellas. Lo que sí sé por sentido común y por propia experiencia es que resultaba fácil enfadar o excitar más de un poquito a las viejas. Un modo de conseguirlo era, por ejemplo, tocar a la puerta de fuera a deshoras por las noches y esconderse o esperar tranquilamente hasta que salieran, indignadas, momento en que se les preguntaba con cara inocente si tal o cual chaval estaba allí, aunque sabías que estaba a la vuelta de la esquina, riéndose. Primero, la vieja se quedaba sorprendida, pero luego decía enfadada:
—Supongo que estará haciendo tonterías en cualquier sitio, si no está en su casa.
—Bueno, pues buenas noches y perdone la molestia —había que decir, y poner cara de pena por haberle causado semejante molestia y por haber apartado a una excelente mujer de leer lo último que decían las cartas, en especial acerca de hombres comprometidos que no acababan de decidirse y ponían así de manifiesto su falta de hombría y su carencia de humanidad.
Lo mejor era alternar entre llamar a la puerta y correr a esconderse y llamar y preguntar con cara de inocente para que los que estaban escondidos pudieran oír a la vieja bufando furibunda. Con este astuto método, a las viejas se les subían los jugos de la comida, pero luego comprendían de qué se trataba en realidad, se percataban de que estaban siempre refunfuñando, relacionaban aquellas llamadas a la puerta con su estado de constante enojo y reprimían, por un tiempo, su afición a disciplinar públicamente a cualquier niño que veían. Sin embargo, no podían estarse tranquilas mucho tiempo, aunque sabían bien lo que les esperaba: que se metieran con ellas sin misericordia. Cuando se revolvían para defenderse las recibía una lluvia de piedras, y entonces les entraba tal cagalera que tenían que meterse a todo correr en el huerto más próximo.
Puede decirse, sin temor a equivocarse, aunque sea feo pero a la vez estéticamente correcto, que, si un chico llamaba a la puerta y se escondía, a muchas les entraba incontinencia verbal y se ponían a soltar barbaridades. Decían tales cosas que no pueden imprimirse, pero lo más asombroso era verlas enloquecer de furia en la puerta de su casa y luego cerrar con un portazo tan violento que se oía en todo el barrio.
Las viejas se volvían locas por tantas cosas que no acabaríamos nunca de contarlas. Una de las peores era que un chico cometiera la atrocidad de ir con las manos sucias a tocar la ropa blanca colgada a secar, lo que sucedía pocas veces, o nunca, en esta región tan húmeda. La guarrería de untar los calzoncillos de sus maridos con eso que hay en los retretes las ponía de los nervios de forma especialmente violenta. Pero la tarea más dura, aunque también la más apetecible, era hacer que se enfadaran un señor y una señora al mismo tiempo. Para eso hacía falta muchísima astucia y valentía. Los chicos más mayores se enorgullecían de saber hacerlo, aunque ocultaban el método a los canijos.
—Nos guardamos la fórmula para que la próxima generación pueda fastidiar científicamente a vuestras mamás —alegaban—. Las viejas de ahora estarán ya muertas, y serán ellas las que ocupen su lugar. ¡La que se les viene encima!
A veces me daba un miedo horrible pensar en lo que podía estar esperándole a mi madre cuando fuera vieja, de modo que yo no incordiaba a ninguna para que, por eso de que las deudas deben pagarse, los descendientes de las viejas a las que yo había dejado en paz respetaran a mi madre cuando fuera una anciana. Lo primero que hacía yo por las mañanas era mirarla a hurtadillas y pensar sobresaltado: «¿Se habrá vuelto vieja esta noche?». Era en cierto modo fácil oír decir a las madres si les faltaba mucho o si estaban ya camino de convertirse en viejas, y también si tus compañeros estaban pensando ya en incordiarlas. En una amistad estrecha nada puede ir mal sin que todo se convierta de inmediato en su contrario; su naturaleza radica en su incondicionalidad, a fin de poder obligar al otro. Si una amistad se empantanaba, a las mamás les esperaba una buena, se les hacía pagar por lo sucedido, se lo cobraban bien caro a ellas. Debido a la peculiar naturaleza de una amistad de las llamadas indestructibles, lo más razonable era intentar ir salvando un escollo tras otro en la relación con los compañeros, ser amigos sólo en un cierto sentido o dentro de ciertos límites. Pero entonces tenía uno que oír a sus espaldas, en tono amenazador:
—Nunca se sabe lo que pretende ése.
Lo decían para que el muy canalla tomara partido claramente, a favor o en contra. No podía andarse con medias tintas ni con excusas razonables. Los chicos buscaban métodos siempre novedosos y cada vez mejores para fastidiar e incordiar a los demás, y se celebraban reuniones para decidir cómo resolver la situación sin llegar a conseguir la victoria definitiva, pues las hostilidades tenían que ser eternas. Se reunían en chozas de barro o en escondrijos. El crepúsculo y la oscuridad ejercían un influjo beneficioso para toda clase de maquinaciones, pues aumentaban el vigor y la fantasía, pero muy en especial la imaginación. Lo sabe toda persona en su sano juicio que se atreve a conocer su propia maldad a la luz de las tinieblas, y allana de ese modo los caminos de la bestia, porque no hay revelación tan brillante como el fulgor que acompaña a la oscura perversidad; es como el resplandor de cien soles.
Mientras tenía lugar el consejo, las viejas estaban tranquilas en sus cocinas, solas o acompañadas en torno a una mesa, sorbiendo con prudencia del borde de los platitos el café hirviente mientras comentaban las alegres nuevas de la tienda, o preocupadas y atemorizadas porque se había oído hablar de una nueva enfermedad incurable. Lo más terrible fue la noticia de aquel niño de América que murió de viejo el día que cumplía siete años, ya barbudo y calvo, sin haber aprendido todavía ni a trazar las letras. Pero igual que los viejos, se pirraba por las mujeres.
—Eso no se lo quita la vejez ni a un niño decrépito —decían las viejas.
Los primeros síntomas de su afición a las mujeres se habían descubierto en el muchacho cuando empezaban a salirle los dientes, de modo que la enfermedad estuvo incubándose durante mucho tiempo, pero la degeneración no comenzó hasta que perdió los dientes al cumplir los seis años, cuando ya no podía dejar en paz a las mujeres. Así que la primera señal fue lo que dijo su madre en una tienda, en América: «A este chico mío le pasa algo muy gordo».
—Esa pobre mamá, que le haya tocado cargar con semejante cruz —suspiraron las viejas, que no corrían peligro alguno allí, adormiladas por el café y los mortales efectos de las enfermedades.
A las viejas les parecía de lo más fino beber café en los platitos, mucho más fino que beberlo de la taza; el plato se apoyaba sobre las yemas de tres dedos extendidos, e iban sorbiendo por el borde.
De repente, cuando estaban concentradas en su café, creían oler algo horrible, pese al aroma del café, se levantaban precipitadamente, corrían hacia la puerta y gritaban a la nada, donde se suponía que estaban los chicos, o preguntaban como si hablaran con la oscuridad:
—¿Otra vez hay un canalla por ahí?
Claro está, los ánimos que proporcionaba el café no eran tantos como ellas querían creer, de modo que se ponían a la defensiva, siempre cerrando precavidas la puerta de fuera y corriendo las cortinas a toda prisa. Las pocas que tenían cortinas de enrollar las mantenían bajadas durante el día para que aquellos bribones creyeran que no había nadie en casa, o para impedir que el sol y la luz del día decoloraran o se comieran las flores de papel pinchadas en alfileres del pelo que decoraban las paredes del salón. En sus casas, el día transcurría en la penumbra y se volvían misteriosas, pero parecían despertar por las noches, cuando subían la cortina con un chasquido para impedir que hubiera nadie espiando en las ventanas y poder identificar al jefe de la banda, para ir por él al día siguiente y cubrirlo de reproches.
En su mayoría tenían el corazón tan débil que el constante murmullo del viento en las ventanas mal ajustadas podía enloquecerlas si soplaba justo contra ellas; casi seguro que algunas tamborilearían sin parar con los dedos mientras la lluvia se colaba por las aberturas y las gotas de agua salpicaban con un chasquido idéntico al que se oye en la boca abierta de un niño dormido que ronca con la nariz atascada.
Lo mejor era ir a molestar cuando hacía mal tiempo, cuando no se veían luna ni estrellas en el cielo, sólo oscuridad, y la tierra estaba embarrada. Entonces se humedecía con petróleo un bramante y se sujetaba un extremo con una chincheta a la ventana de la cocina, mientras el otro se lo enrollaban en un dedo; eso producía como el maullido de un gato en celo. Los chicos pensaban que las viejas imaginarían que se trataba de un gato callejero, a los que les tenían bastante miedo pues podían convertirse fácilmente en gatos salvajes. Se los consideraba la versión islandesa de los leones, aunque más fieros, más misteriosos y más peligrosos que aquellos que devoraban a los misioneros en África. La gente era muy temerosa de Dios en lo que respecta a las costumbres alimenticias de los animales en el continente negro.
—¿Es que no tienen pescado para darles a los leones? —preguntaban.
En cambio, los gatos salvajes podían zamparse a una vieja y luego irse a por los manojos de pescado que se agitaban con el viento al lado del muro de la casa; pero nadie era temeroso de Dios ni se asombraba de las costumbres alimenticias de aquellos gatos.
En cuanto oían el maullido de un gato en celo miraban con precaución debajo de la cama. No había ningún gato clarividente intentando beberse a escondidas el contenido del orinal para coger fuerzas antes de abalanzarse contra la vieja. No sé por qué razón, pero aquellos admirables animales debían de estar ansiosos por reunir fuerzas y maldad bebiéndose la orina de las viejas. Un buen método era intentar darles un golpetazo entonces con el palo de una escoba, pues mientras bebían no estaban alerta. En general, se decía que estaban siempre ansiosos de esa bebida, pues a las viejas se les salía la maldad del alma cada noche con el pis. Todos sabían que la mayoría eran pacíficas por las mañanas, que incluso estaban tranquilas la mayor parte del día y algunas no vaciaban los orinales excepto en caso de necesidad y nunca a oscuras, para que la agresividad no salpicara a los monstruos.
Otra historia es que en aquellos días los viejos vaciaban el cáliz de su furia sobre las viejas, especialmente cuando llevaban encima alguna copa de más. Estuvieron haciéndolo hasta que llegaron los militares de la guerra y se las quitaron, y fueron ellos entonces quienes les echaban líquidos diversos hasta dejarlas rebosantes. Pero hasta entonces ellas se limitaban a mirar prudentemente debajo de la cama sin que cesara el maullido; el juego de la cuerdecita en la ventana de la cocina les hacía sospechar cosas de lo más diverso, e iban enseguida a ver a las chicas y las encontraban con las carnes palpitantes por el ruido. Los hombres empezaban también a menearse pensando que en la oscuridad había lindas muchachas inquietas por su causa, y se alegraban porque eso quería decir que no estaban aún muertos del todo. Por otro lado, abuelos y abuelas creían que el ruido procedía del halo de la luna, que anunciaba un tiempo asqueroso, pero los viejísimos bisabuelos y bisabuelas, condenados a guardar cama, nunca oían nada y decían:
—Eso no son más que cosas que tiene en la cabeza la gente de estos tiempos, o pura imaginación.
Al hacer como que no oían ni veían, ni una cosa ni otra, los que guardaban cama pensaban que tampoco oirían cuando les «llegara la llamada» y en consecuencia podrían seguir en la cama sin morirse hasta el juicio final, pues todo el mundo sabe que el deseo de vivir crece con los años.
Los chicos que hacían de señuelo esperaban tan tranquilos, con el dedo en el cordel, seguros de que tarde o temprano saldría de la casa algún ser masculino o femenino, quizás una chica en edad de Confirmación, llena de esperanzas de encontrarse con alguna alma en celo. Entonces se satisfaría con ellos. Pero cuando salían viejos que apenas veían lo que pasaba a su alrededor, atisbaban en la oscuridad creyendo que la mujer de la casa de al lado estaba esperando en la esquina con los calzones bajados para que se iluminara la luz de sus carnes y se inflamara el amor, y en ese momento les llovían pellas de barro, bolas de nieve, ratas, incluso cabezas de bacalao o mierda humana. Los muchachos no se andaban con rodeos. Si el ruido hacía salir a una vieja en busca de fuerza leonina, le caía encima un trozo de turba helada, y todo se desmadraba. Sin embargo, hay que reconocer que ninguna vieja acababa loca de atar, por mucho que las voces llegaran hasta el cielo. En cambio, algunas «mujeres enfermas del alma» oían constantes gritos internos, pero sólo los parientes se enteraban de esas cosas. Nadie sabía a qué se debía aquella enfermedad, pero tenía que ser por culpa del corazón. Las mujeres enfermas del alma despertaban temor y respeto y a ellas nunca las incordiaban; debían de tener alguna relación mágica con el universo o con Dios o con la vida que hay en las nubes. Y así era, en efecto: las mujeres enfermas del alma disponen de una fuerza estimulante que actúa sobre el pensamiento de los adultos, no digamos el de los niños, y además son sagradas y hacen lo que harían los adultos que están en su sano juicio, en el caso de que se atrevieran a reconocer lo que realmente es mejor para el ser humano, que es utilizar la libertad del alma y su asombrosa inventiva, dentro de unos ciertos límites, sin tenerle miedo ni considerarla antinatural ni poco imitable ni, desde luego, nada apropiada para una comunidad rural cristiana y honrada.
La enfermedad del alma es una burla hiriente que el cuerpo siente en sí mismo para incordiar a la vieja que lleva dentro y que mantiene las antiquísimas costumbres y reglas de la sociedad.