Primera magia
Rezar las oraciones

Cuando mamá se acuesta con nosotros por la noche para rescatarnos de la dura conciencia de la luz y hacernos dormir conduciéndonos al descanso tras las faenas del día, abre un poquito el edredón y se tiende vestida a nuestro lado después de quitarse las zapatillas. Se acurruca y se convierte en un caracol con jersey, con las rodillas dobladas y los pies saliendo por el borde de la cama. A veces es difícil sacudirse de la mente la excitación de los sucesos del día, nos tiene que apaciguar. Nos sujeta suavemente pero con firmeza cada vez que nos agitamos para resistirnos al sueño y al descanso. Con eso basta. La necesidad de salir corriendo desaparece poco a poco, la boca calla y al final el zumbido de la cabeza se convierte en silencio. Nos rendimos a su autoridad, a la blandura de la almohada, a la inevitable cercanía de la noche; y una cálida corriente de palabras, de susurros, se nos va filtrando por la cabeza y sustituye al ajetreo del día. Los niños luchan contra el sueño como por instinto, pero acaban rindiéndose. Es nuestra primera necesidad de rebeldía: contra el sueño, contra la inmovilidad. Casi toda la humanidad se rinde al menos una vez cada veinticuatro horas. El sueño triunfa. La noche y el sueño son una consecuencia tan inevitable del día como la muerte lo es de la vida. La desobediencia por las noches es el primer ensayo de rebeldía contra lo inevitable; la resistencia es innata. Después nos llega el reposo impuesto, pero en algún lugar continúa oculto cierto rechazo a lo inevitable; por eso nos incorporamos un poco.

—Chis —insta la voz dictatorial de la madre, alejando de nuestra mente la intranquilidad.

Pero no puede estar segura del todo, de manera que empieza a hacer ¡chis! en voz baja pero con firmeza, casi sin sonido, por si acaso se nos ocurre hacer algún otro ensayo de seguir despiertos toda la vida. A eso es a lo que llama «apaciguarnos» para dormir. La calma llega casi al mismo tiempo que oímos ese susurro tenue e incomprensible. No sale de su boca, brota de nuestra madre entera, de su vida, de su propia necesidad de sosiego, pero sobre todo del deseo de darnos un poco de paz. Nos sentimos nacer hacia dentro de nuevo, muy lentamente. Ahora nos está reuniendo como a ovejas, no con perros ni gritos sino con un susurro, como corderitos llevados al aprisco de su interior. Lo hace con un ¡chis! casi continuo y después con oraciones. Los ojos empiezan a pesarnos, giran en sus órbitas, se pierden por el techo del dormitorio sin saber adonde ir, sin fijarse en nada. Quizás están buscando a los ángeles, aunque intentan colgar la vista vagabunda en el gancho del rosetón del techo. Los ojos se quedan sin fuerza, la vista se escurre del gancho. Las flores blancas que adornan la franja del reborde se funden en una neblina. Extiendo la mano para agarrar el rosetón, que está más en mi mente que dentro de esa franja, pero mamá la coge y la mete en el calor del edredón.

Ese ¡chis! es una preparación para las oraciones, o el prólogo de todas ellas.

Ese ¡chis! es un poema de silencios. Se te mete en los oídos. En nuestra mente, reverenciamos a nuestra madre más que a Dios o a la religión. Dios está muy lejos, en su reino, pero mamá está acostada a nuestro lado, con la cabeza sobre la almohada, medio tapada por el edredón, con los brazos como pesadas cadenas encima de nosotros en el cálido espacio y las piernas en el frío y la oscuridad de más allá del borde de la cama. Seguramente no tiene miedo de que la muerdan los fantasmas y los monstruos de las tinieblas. Sé que mamá no ve bien de noche, pero sus pies no temen a la oscuridad.

Consigo pensar: «¿Qué clase de fantasma será mamá cuando muera?», y de pronto me llega hasta la mente el soplo de las alas que te mantienen despierto. Me rebullo.

—¡Chis! —repite mamá, que advierte que aún hay en mi mente movimientos innecesarios.

Sin que me haya dado cuenta, su boca está ya casi al lado de mi oreja, las oraciones vespertinas brotan misteriosas y penetran por el oído. La cabeza se llena de ángeles vestidos de susurros transparentes. También llegan buenos consejos para la vida, qué cosas hay que obedecer dormido y despierto. Ángeles y consejos se entrelazan. No importa. A veces la confusión se rompe con un ¡chis! y el buen consejo se separa de los ángeles, llega la continuación, los ángeles van saliendo de las rimas. Dios habita en la oscuridad o en la neblina, y por algún sitio camina el Niño Jesús sobre las manchas del sol o sobre un rayo que se ha abierto paso a través de las grietas entre las nubes. Descubro así, asombrado, que el agua sobre la que caminaba cuando era adulto no era otra cosa que la luz del sol. Eso no lo saben los adultos que hablan de él durante el día, no saben del mar de luz de sol. Dios vive en el agua de la naturaleza. Su hijo camina como una araña sobre los rayos de sol. Esa curiosa idea retrocede ante las palabras igual que el miedo.

Nunca comprenderás nada como Dios manda.

Quizá casi desde el nacimiento no he querido comprender una cosa, o nada, como Dios manda. ¿O tengo mal oído? Esa explicación me rodea por todas partes pero no deseo apropiármela:

Tienes que ser como los niños buenos y bien educados.

No.

Dios vive en el agua de la noche y allí camina su hijo sobre rayos de sol.

No.

Dios no vive aquí. No está en ningún sitio excepto como una tontería. Tienes que intentar evitarlo. Vale la pena intentarlo y es estupendo si se consigue, si es cierto que está en todas partes.

Inténtalo, inténtalo.

Eso no es posible, no hay sol en la superficie del agua.

Claro que lo hay, pero tú no lo ves. El sol nace de debajo de sus pies al caminar, como estelas en el agua. Pisa la estela de Cristo. Jesús salta de piedra en piedra sobre las manchas de luz igual que tú saltas sobre las piedras de un charco para no mojarte los pies. Él no quiere ensuciarse de tierra.

Hasta en verano, cuando el recorrido del sol es más alto y es de día incluso durante la noche, el tiempo está lleno de claridad y la noche no existe excepto quizá como idea, aunque regresará más tarde como Dios manda, con la oscuridad del otoño. Las tinieblas se van extendiendo entonces despacio y hundiéndose en la mente con la misteriosa palabra «noche», y sientes venir a Cristo, es Él la luz del sol de la noche, y la almohada se llena de Él: «… Jesús de emplumadas alas, ten piedad de mí y condúceme por el recto camino…». No…

Es Él quien entra en la mente en lugar de las plumas. El sueño y la tranquilidad llenan el almohadón y no importa que exista la noche. Todo se filtra por la mente, como que debes tener en tu carácter y en tu pensamiento algo digno de merecer amor por mucho, mucho tiempo, toda la vida, aunque no tendría por qué ser nada enorme, sólo algo. Puede ser algo pequeño pero con algún valor, alguna virtud quizá preferible a algo importantísimo que tantos admiran y que a muchos les parece maravilloso, pero que por regla general sólo dura un breve tiempo.

Todo lo que está en manos de muchos corre el riesgo de un rápido olvido.

Ten poco pero tenlo mucho tiempo, algo que los demás estimen, aunque quizá lo valoren más que tú.

Los hombres han de ser ciegos para lo mejor que hay en ellos mismos; de otro modo tan sólo verán espejismos.

—¡Chis! —dice mamá.

Trabajosamente, la vista consigue sujetarse, colgarse por un instante del gancho, y luego de las flores de la larga trenza del borde del rosetón, y los oídos oyen el eco de lo que dijo papá: «Algún día habrá una gran lámpara colgando de ese gancho, y entonces tendremos luz en el dormitorio y habrá tal claridad que creeréis que es Navidad todas las noches».

Ahora, del gancho no cuelga nada más que oscuridad.

De repente, la muralla de ángeles ha tomado el poder y de nada sirve luchar con la mente contra el sopor de la noche, sujeto a la luz futura. La magia de la oscuridad te llega flotando desde los labios de mamá y los ojos parecen rimar con las palabras de la oración: «… sitúa sobre mí la muralla de tus ángeles para que pueda en paz dormir».

Debe ser de lo más seguro tener por encima una muralla de ángeles sin un solo lugar descubierto, durante toda la noche, hasta la mañana.

«¿No bastaría con un ángel bueno, y así te ahorras el resto?», dice papá en la mente.

«¿No será que los ángeles no son más que unos mequetrefes?», dice papá en la mente.

«Pues menudo es Dios, que no ahorra ángeles para mis chicos, por muy tacaño que sea con todo lo demás, como con los calzoncillos, por ejemplo», dice papá en la mente.

Pero todo es absorbido hacia el sueño día tras día, noche tras noche, siempre igual, en la misma cama. Se filtra por la mente el consejo de que basta con tener las virtudes que cualquier persona pueda amar durante mucho, mucho tiempo, quizá toda la vida… no ha de ser nada tremendo…

Así comprendo una noche que seguramente la fe se ha transformado en algo que es su opuesto, que tal vez desee destruirse a sí misma, mostrar el lado correcto de las cosas. Comprendo que mamá no me dice las oraciones al oído a mí, las dice para sí misma despacio y haciendo que se filtren por la mente y desaparezcan en lo más profundo de mi conciencia.

Es lo que hacen las brujas.

¿Será el peor de los pecados aprovecharse de la fe para hacerse uno mismo superior a Dios con la palabra de Dios que va introduciendo en la mente de quien la escucha?

Tal vez, tal vez.

Pero la noche flota llena de mi madre y de nada sirve pensar racionalmente o luchar contra ella.

En cuanto llego a pensamientos como ésos, las oraciones vespertinas se convierten en nada, mi madre se convierte en todo. Por eso me voy librando poco a poco de Dios, de la fe en Él, de su gloria, de su magia, y mamá llena el vacío. He de tener cuidado con ella. Por las noches se transforma en un susurro incorpóreo, en algo cálido, humano y mortal con la nariz un poco fría, escarchada en la punta. Se arrebuja bajo el edredón para defenderse del frío de la casa, cubriéndose la cara con un borde. La palabra de Dios parece llegar desde la prenda, plumosa y blanda. El edredón está lleno de palabras en vez de plumas. Puede que mamá no diga las oraciones por necesidad de rezar, sino que sólo busque calor. Esconde la nariz en el edredón, casi como los pájaros cuando meten el pico debajo del ala, y seguramente se queda adormilada.

No, aparenta dormir, la muy tramposa, para que su sueño fingido nos anime a dormir.

¿Debería fingir que ronco para engañarla yo a ella también?

Tiene que echar mano de todos sus trucos para que nos durmamos. No se sabe muchas oraciones, sólo unas cuantas; siempre son las mismas, y han empezado a tener un efecto contraproducente. Te despiertan, porque te aburres con ellas.

Estamos acostados en un montón, en una cámara que es un pájaro gigantesco. Sé que la utilizamos para escapar juntos de algo, de eso que es «algo», y mamá dice que nadie puede saber lo que es ese algo. Nunca jamás.

¿Qué es?

—Chis —dice ella.

Los sueños habitan en el sueño, que es diferente de cuando dejas vagar la mente. El sueño y los sueños son peores que cualquier otra cosa. Es curioso que en esta casa nunca nos encontremos en los sueños. En cambio pasa muchas veces cuando dejo divagar la mente durante el día, en un estado de vela no muy distinto del sueño.

—Chis, chis —dice mamá, cortante.

A veces, durante el día, sueño con encontrarme en sueños con mi madre, con mi padre y con mi hermano, para comprobar si en los sueños son diferentes de cuando están levantados. No. Nunca me los encuentro. En cambio me topo con personas desconocidas con las que no tengo ninguna necesidad de encontrarme, ni dormido ni despierto. He descubierto un método para quitármelos de encima. Siempre he soñado mucho.

—Es el estómago —dice mamá—. Los niños que tienen mal las mucosas suelen sufrir pesadillas por las noches. Debes masticar bien la comida, así no tendrás cólicos ni pesadillas y podrás trabajar con aplicación durante el día.

Seguramente es así.

—Chis —dice ella, aunque esté en silencio.

Siento el aroma de su pelo y pienso que debe de ser como el olor de un bosque. Nunca he visto un bosque. Nunca he visto árboles. Asir con la mano las trenzas recién hechas, sólo una trenza, es asir una áspera serpiente del bosque, y la serpiente y el bosque llevan existiendo en el mundo desde que llegó la primera serpiente al bosque del Paraíso.

—Las malditas bichas eran las que mandaban, y no había antídotos —dice la abuela.

Eso lo sabe todo el mundo. Ahora sólo hay serpientes en las historias, pero ahí las serpientes no se parecen a esos bichos blancos que he visto enroscados en las cabezas de bacalao podridas. No son bichas, son bichos.

—¿Es que no piensas dormirte? —pregunta mamá.

Al poco rato se queda adormilada, o traspuesta, como suele decir ella. ¿Dónde está puesta? No quiero preguntar lo que es eso, tengo miedo de enterarme. Debes saber evitar lo desconocido, como si no existiera.

—Saber hacerlo es una señal de gran madurez —dice papá—. No estamos hechos para saberlo todo.

Yo pienso: «¿Dónde te traspondrás?».

No lo sé, pero de todas formas respondo: «Quizás en algo que flote por ahí, fuera de ti, tal vez en la placenta. Te la metes dentro al dormir, la cobijas».

En efecto.

Se entrega a todos, igual que la sombra cuando brilla el sol. La gente de nuestro barrio de Þorkötlustaðir sabe que en todas las personas hay dos o más personas. Una se ve siempre mientras vives, pero la otra sólo en algunas ocasiones. La tercera, quizá nunca. «En realidad, de ella no sabemos prácticamente nada», dicen. Pero es justo ésa la que se convierte en fantasma cuando mueres, tu tercera persona, y es ella la que se ve, en lugar de las otras; ni la que era la persona en sí, ni la que sólo se veía a veces, sino la tercera.

Impecable.

No tenía ni idea de que los fantasmas tuvieran sombra.

—Chis —dice mamá.

La muerte lo pone todo patas arriba. La gente del barrio de Þorkötlustaðir lo sabe, como sabe también que es muy importante ver suficiente de uno mismo cuando piensas en otras personas, o cuando las observas, aunque tal vez no consigas ver lo otro, lo que estás mirando, o saber en qué piensa. La cabeza es un caos.

No solemos ver nada de lo que miramos, por culpa del que lo mira. Lo ensombrecemos todo con nosotros mismos.

No mires fijamente y con cara de crítica a los demás mientras te vuelves ciego para ti mismo y tus propios actos.

Habría que andar con consejos y oraciones contra uno mismo.

Cuando miras algo tendrías que ver eso, no a ti. Los egoístas se ven a sí mismos en todas las cosas.

¿Por qué dicen eso?

Trasponerse es un egoísmo de quien se traspone. Trasponerse es desaparecer hacia la oscuridad invisible de dentro de uno mismo ayudándose del sueño.

Luego, mamá se levanta. Percibes su perplejidad en la oscuridad. «¿Dónde estoy?», piensa. El frío de la habitación parece azotarla como una ventisca glacial. Ahora ya sabe dónde está y se deja caer pesadamente; se queda tumbada un momento, en silencio, pero se la oye despertar. Sus pensamientos y sus ideas sobre la vida dejan de hablarte a través del sueño. Notas que la recorre un repentino estremecimiento. Luego se aleja de nosotros despacio y sin ruido. Por fin, se pone en pie con esfuerzo. Mamá está embarazada y yo tengo casi cinco años. Volvemos a estar en «su cálida cueva». Se va a sus ocupaciones en la cocina y se queda deslumbrada. La luz de la lámpara brilla sobre ella. Siempre hay algo por terminar. Por el suelo se oyen unos pasos, quizás al lado del fogón. No. Es obvio que está fregando. Papá todavía no ha vuelto de la pesca, y cuando regrese, ella le dirá:

—Quítate las botas fuera, no me lo vayas a enguarrar todo.

En lugar de practicar las oraciones por las noches, ahora que me las sé todas de memoria empiezo a ocupar mi mente ya no con ellas sino con mis padres. Tengo a mis padres en la mente en vez de a Dios. Tengo en mi mente pájaros y flores o nieve y escarcha. Es lo que ha sustituido a las oraciones… Ahora cierro los ojos… Ya no necesito a Dios, ni por las noches al dormirme ni por las mañanas, como cuando despertaba y recitaba: «Con Dios me levanto…». Sé que el pensamiento puede viajar lejísimos por el aire, posarse en el pedregal y crecer multicolor donde consiga echar raíces. No es una oración a la vida, la vida no precisa oraciones y no tiene misericordia con los vivos; la vida carece de leyes, sólo las necesitamos nosotros, los que vivimos. No le cuento a nadie el deseo de vivir para siempre en mis padres y de que ellos vivan en mí, entre pájaros y flores, escarcha y nieve, sin olvidar la lluvia ni la oscuridad. La oscuridad es lo mejor de todo. Cuando muera, mi último pensamiento tiene que sonar como la pregunta de una oración: «¿De qué modo puedo morir para entrar en los pájaros y las flores muertos, en la muerte de todo lo que ha vivido en la tierra mucho antes de mis propios días y que ha muerto antes que yo y también ha entrado en lo que seguirá viviendo mucho tiempo después de mí?».

¡Chis!, dice todo aquello con lo que me he criado.

¡Chis!, dice todo lo que oigo decir y miro y veo a mi alrededor.

¡Chis, chis!

No hay otra palabra que me hayan dicho más veces que ésta:

¡Chis, chis!

Pero yo sabía, y el conocimiento me despertó del sueño y me alejó de otros. La sabiduría no aprovecha a nadie. Supe que tenía que alzarme contra mis padres, ya en la niñez misma, porque ellos me oprimían haciéndome sentir la necesidad de fundirme, dócil, en los demás. Todo está en todo y en todos, pero al mismo tiempo está aparte. Poder diferenciarse de los otros sin perder la fusión es una necesidad de la voluntad de moldearse uno mismo y dejar de ser un niño. Para mí era una necesidad vital alzarme contra ideas y oraciones, contra todo lo más querido, y aprender a respetarlo dentro de mi alma. No digas nunca: «Dios mío». Así cambié durante las noches.

—¡Chis! —dice una parte de mi hombre interior.

El otro, el que está a su lado, calla. Es curioso que el compañero de ahí al lado nunca chiste a lo que pienso o a lo que digo.

—Sabiendo callar y escuchar a otros se consigue la madurez —decía mi madre.

También mi padre lo decía.

En eso están de acuerdo. ¿Por qué creen entonces que sólo los tontos están de acuerdo en todo?

Vete a dormir para despertar temprano a recibir el día.

Por las mañanas teníamos que salir con oraciones en los labios para dar la bienvenida al día y agradecer a Dios que hubiera estado a nuestro lado y nos hubiera guiado sanos y salvos a través de las tinieblas. Repetir las oraciones por las noches era fácil, pero en la claridad del día había poco tiempo para oraciones o para prestarles atención alguna. La oración combate los peligros de la noche y la oscuridad, pero nadie teme al día ni a lo que pasa en él, a pesar de que lo que sucede a plena luz del día es más peligroso que lo que le pudiera ocurrir a un niño dormido en su cama, bien tapado con el edredón, fuera lo que fuese. Pero así son las cosas. La claridad confunde nuestra visión; la oscuridad, no. Ésta nos hace ser prudentes.

Por las mañanas no había forma humana de mantenernos en la cama callados, ni de apaciguarnos, ni de prepararnos para resistir las tentaciones y los peligros que encontraríamos sin cesar. Por eso deberíamos haber buscado la guía de Dios con oraciones matutinas, pero salíamos corriendo como locos, cegados por la necesidad de existir. No escuchábamos a nadie. No hacía falta tener madre, mucho menos con oraciones en los labios, pues puede que sólo sirviese para darnos de comer. Solamente preparaba pescado para comer, rara vez croquetas. Carne comíamos menos aún. La comida, en realidad, nunca fue lo bastante buena como para que mostráramos agradecimiento, sino más bien lo contrario, esa ingratitud que caracteriza al niño durante el día, siempre y cuando no se trate más que de simple maldad, capricho y desvergüenza, y el arte de berrear para imponer su voluntad: el niño es la maldad encarnada.

Así transcurría el larguísimo día hasta que llegaba el atardecer, lleno de cansancio, chises y labios que traían el sueño con la magia de mi madre. Una magia que iba metiéndose por los oídos y llegaba hasta el cerebro para recalar en la mente, y sólo Dios ha de saber en su oscuridad, que habita en el interior de todas las cosas, adonde iba a parar al final y dónde, naturalmente, sigue todavía.