En la casa paterna

Estoy en la habitación de mi madre, pero no como el hombre aquel que ya dijo casi lo mismo en un libro. Mi madre no tenía ni casa ni habitación ni nada que fuera exclusivamente suyo. He regresado, en cambio, a la casa que perteneció a mis padres. Sé muy bien cómo y por qué. No he obedecido a ninguna fuerza misteriosa, ni a un sueño, ni a la literatura, sino que he venido por decisión propia y con intenciones bien definidas; llegué ayer por la tarde en el coche de línea que antes llegaba a las ocho, y ahora a las siete menos cuarto.

Había empezado a oscurecer. Casi al mismo tiempo que subía la escalera y entraba por la puerta de la casa noté una calma y una tranquilidad extrañas, como surgidas de mis propias raíces, al tiempo que me invadía cierto sopor. Me costaba mantenerme en pie, así que me fui a dormir pronto.

La cama estaba en el mismo sitio que había ocupado el diván, de modo que, cuando me acosté y me cubrí con el edredón, quedé con la cabeza hacia el este y los pies hacia el oeste, más o menos como durante mi infancia, si bien ya no tenía por encima un techo abuhardillado y empapelado. En mi opinión, es buenísimo para inducir el sueño. Ya antes de tumbarme a descansar, era evidente no sólo que el cuerpo notaría que estaba recuperando una posición perdida, sino que la mente vería con claridad, al despertar por la mañana, que había gozado de aquel sueño perdido y vivificante que había echado en falta durante años, y todo parecía suspirar de alegría y alivio. De modo que el sueño no habita ni en su propia vida interior ni en las complejidades de los sentimientos disfrazados de sueños, sino que más bien depende de la postura del cuerpo en el lecho de nuestra infancia, de la dirección a la que apuntan los pies o la cabeza.

Ha comenzado el otoño. Esta vez he venido porque le he comprado la casa a mi padre para que no terminara vendiéndola en el mercado libre, con lo que habría acabado en manos de otros, quizá de unos desconocidos. No quería cargar sobre mi conciencia durante el resto de mi vida el no poder conservar nada más que el recuerdo de las historias de mi vida y sus avatares. Estoy aquí para recordar a mis padres en palabras escritas, y más de una vez he pensado:

¿Por qué no intento regresar a mi casa del pueblo en más de un sentido? Por ejemplo, para tratar de componer una obra independiente que pudiera considerarse como un paralelo de lo vivido, algo mucho más difícil que cualquier asunto relacionado con la economía.

Al principio notaba cierta aprensión a no encontrarme a gusto en la casa, a que no me sirviera para vivir una vez desaparecidos mis padres. Hace mucho tiempo que me fui de casa y dejé la comarca, de modo que ya no conozco a casi nadie, y por eso realmente no los he echado de menos. Así, nada me impedirá trabajar en mi obra y tendré las manos más libres. No pretendo recuperar nada ni crear equivalencias. Hasta ahora me ha bastado con conservar en la memoria los lugares de mi infancia, de forma un tanto vaga, y con venir aquí cada cierto tiempo, cuando mis padres residían en este lugar, y después sólo ocasionalmente, en especial cuando moría algún pariente próximo a quien presentaba mis respetos asistiendo a su entierro. Es absurdo, lo sé, sólo a los vivos hay que presentarles los respetos, no a los difuntos; sin embargo, sigo la costumbre. No es más que una formalidad. Una y otra vez, en los entierros, en lugar de escuchar con gesto apenado el panegírico del cura, me pongo a mirar a mi alrededor con curiosidad al resto de los asistentes a la ceremonia para comprobar si estudiando el perfil de sus caras sería capaz de reencontrar aquel gesto tranquilo e inteligente de las personas a las que conocía de vista cuando era niño. Rara vez sucedía, y pensaba con burla llena de remordimiento:

Creo que la grasa es el mejor aislante para el futuro de mi patria.

Antes de regresar a esta casa, temía no poder conciliar el sueño en ella porque pensaba que acudirían a mí, quizá no tanto pensamientos exactamente desagradables, pero sí recuerdos demasiado vulgares, que me mantendrían despierto o que despertarían en mí ese insomnio inmotivado que nace de la necesidad humana de tener preocupaciones y padecer ansiedad. En realidad no es la intranquilidad lo que caracteriza a ese tipo de insomnio, sino algo que podríamos llamar ideas, y quizá no se trate más que del ronroneo del alma que ha acompañado siempre al hombre desde los tiempos más remotos, la susurrante angustia vital. De ella y de la depresión brota la necesidad del arte, esa fuerza incomprensible que permite elevarse por encima de las cargas del ánimo y de la angustia hacia la luz vital que la gente llama a veces inspiración. No ocurrió así. Porque decidí que no habría de ser así, y quedó de manifiesto que la sucesión de la vigilia y el sueño se ajustaba a un horario, lo que tal vez no deba sorprendernos, porque el novelista tiende a buscar una vida ordenada y sometida a reglas y horarios estrictos; es para él una necesidad práctica. La vida es esa dimensión infinita que no podemos abarcar, pero lo que denominamos novela es una dimensión comprimida que el autor emplaza en una cantidad determinada de páginas.

Ahora mismo estoy en lo que llamábamos «la buhardilla». En principio, las casas de dos pisos tienen solamente «arriba y abajo», y aquí, durante mucho tiempo, estuvimos viviendo sólo abajo. La buhardilla es un espacio abierto, cuya zona habitable es pequeña y corresponde aproximadamente al mismo espacio en el que me entretenía enredando ensimismado cuando era niño y aún no se había amueblado la mayor parte de la casa. Aquí hacía frío; en este momento hace calor, pero fuera el clima sigue siendo el mismo, por supuesto, y el viento azota el tejado, la lluvia retumba en las ventanas y la casa cruje como antaño. En este lugar sopla siempre un constante vendaval. Pero cuando hace buen tiempo, en ningún sitio se está mejor que aquí. Lo sé porque he vivido en diversas partes del mundo, me he tumbado plácidamente al sol, he soportado tempestades y he sobrellevado un sinfín de condiciones atmosféricas intermedias. Da igual adónde vaya, en todas partes me siento como en casa; pero, por descontado, he nacido en un único lugar y en él me he criado, y su clima y su gente son los que me han moldeado. Sé que el buen tiempo no es mejor aquí que en otros sitios, aunque sí mucho menos frecuente, lo que puede inclinar la balanza en lo que al clima se refiere. Uno se siente agradecido cada vez que no hay tormenta ni lluvia, de modo que disfruta más del tiempo tolerable aquí que del tiempo magnífico en cualquier otra parte. Por lo demás, el clima me influye poco, casi se limita a señalarme el tiempo que hace a mi alrededor, y me alegro de que aún no se sepa cómo dominar el tiempo atmosférico, de que ni el intelecto ni la sabiduría de científicos y meteorólogos puedan domarlo, de que no logren imponerse las ideas modernas acerca de cómo debería ser, que acabarían llevando a manipular las tormentas y los chubascos de esta comarca. El clima vive en buena manera dentro del alma, así como nuestra forma de reaccionar ante él.

En este mismo momento siguen llegando rachas de viento y me siento seguro al escuchar los envites de la galerna contra la madera de la casa. Con una tempestad como ésta es cuando mi sueño se hace más profundo. Sin duda, escogí la seguridad que se siente con los padres y que emana de ellos con mayor intensidad cuando hace mal tiempo que cuando hace bueno; si los niños tienen miedo es de algún modo por algo que hay en sus padres, no por el viento o los caprichos de la naturaleza. Pero quizás era así porque cuando hacía mal tiempo las traineras nunca salían a la mar y mi padre se quedaba en casa, y los padres infunden tranquilidad a los niños. Yo escuchaba el estruendo del tejado en medio de la oscuridad y de los sueños. Con ello me tranquilizaba debajo del edredón, y espero que ahora suceda lo mismo, aunque la tormenta y el viento se hayan llevado ya casi toda la vida y aunque dentro de poco tanto mi padre como mi madre yacerán bajo tierra.

Mi madre lleva nueve años enterrada; mi padre vive aún pero se ha marchado a su pueblo, en la península de Snæfellsnes, el lugar donde nació y al que siempre llamó su hogar mientras vivía aquí. Más exactamente, nació en una granja que quedaba a las afueras del pueblo. Sea como sea, ahora él está en su pueblo y yo en el mío.

Sus parientes próximos y lejanos y sus amigos de la infancia murieron hace tiempo, de modo que si volvió a su casa no fue para verlos ni porque deseara pasar sus últimos años entre difuntos, aunque en privado me dijo:

—Sólo desde que regresé a los lugares de mi niñez he vuelto a encontrarme en sueños con los muertos. Estuve hablando con mi padre y mi madre adoptivos, y nos llevábamos bien. Ella seguía usando el delantal de rayas.

—Eso no es un sueño sino el nacimiento de la poesía —repuse yo.

—No —replicó—. Pero cuanto más tiempo vivo en la residencia de ancianos más raramente me encuentro con los difuntos. Ahora ya se me han muerto todos en los sueños. Ya no sueño con los muertos, pero pienso mucho más en ellos.

A mí aquello me parecía natural, porque donde acaba la poesía empieza la reflexión.

—Me he dado cuenta —continuó sin escucharme— de que, pese a todo, mi padre adoptivo sigue sin caerme bien.

—¿Es mejor, entonces, soñar que pensar en la gente, para descubrir sus buenas cualidades? —pregunté.

—A juzgar por mi experiencia, así es —respondió.

—Entonces nunca pensaré en ti cuando hayas muerto, sino que me dedicaré a recordarte con la literatura —dije.

Mi padre se echó a reír. Es inteligente y le gustan las indirectas. Sin embargo, sospecho que no buscaba recuerdos ni perder sus últimos años en el lugar donde había crecido con ellos, sino componer algo dentro de su mente, algo parecido a lo que habían sido los sucesos reales, porque él sabe tan bien como yo que los recuerdos mueren poco a poco, y tanto más cuanto más cerca de sus orígenes viva uno. Al regresar se inflaman y luego se enfrían igual que el fuego, con la diferencia de que se pueden mantener vivas las llamas, pero no las de aquellos recuerdos, sino las de los que arden casi con su propia llama independiente dentro de uno mismo. Mi padre no es tonto y sabe que lo mejor para despertar los recuerdos es la distancia, y que nos libraremos de ellos al regresar. No volvió allí para buscarlos, no fue allí para pensar, sino para tener ante sus ojos todos los días, en su casa de verdad, una montaña, el Kirkjufell, que durante tanto tiempo sólo había podido ver en el mundo de sus pensamientos.

Mi padre necesita tocarlo todo para comprobar su robustez y su calidad, como hacía con la madera de construcción. Durante años, esa montaña fue la madera que llevaba siempre en la mente. Ahora prefiere tenerla ante los ojos en vez de en la cabeza. No lo sé con certeza, seguro que él tampoco lo sabe, pero recuerdo que nunca hablaba mucho rato sobre un mismo tema sin que poco a poco empezara a salir a colación su montaña. Venía haciéndolo desde hacía tanto tiempo que era algo que todos sabían. Una vez le enseñó un trozo de madera al hermano de mi madre, hizo que lo mirara con atención y dijo:

—Huélelo bien.

Él aspiró profundamente, sintió el aroma, suspiró y mi padre preguntó, presuntuoso:

—¿De dónde crees que era este árbol, dónde pudo crecer este rosal?

Mi tío no tuvo que pensárselo dos veces; se alegró de poder darle a papá una respuesta inmediata, y respondió con aplomo y alegría:

—¿No será de Grundafjörður, a la sombra del Kirkjufell?

Lejos de alegrarse, papá se convenció de que era un idiota, porque en su montaña crece el tomillo pero no los rosales, que huelen mejor. No supo valorar que un pariente de mi madre pretendiera agradar al exiliado haciendo que los rosales creciesen en el lugar donde se había criado.

Como tantos hombres dedicados a trabajos penosos, mi padre concedía especial valor a los argumentos materiales; para él, materia y espíritu eran dos cosas distintas, pero, además, como convenía a su forma de ser, siempre que hacía falta disfrutaba con lo ilógico. En general mantenía ambas cosas nítidamente separadas y no las confundía, excepto en lo tocante a su fe ciega en la veracidad de las sagas islandesas. Por eso decía que, si acaso un día se dignaba leer la Saga de los habitantes de Eyr, no se podría confiar demasiado en la capacidad de juicio de mi tío, puesto que era capaz de decir semejante cosa sobre los rosales. Seguramente se le ocurriría mantener, dado que era chófer y lo veía todo, incluso a sí mismo, desde el asiento del conductor, que no podía ser cierto eso de que unos berserk habían abierto el camino que cruza el llamado Malpaís de los Berserk,[1] sin utilizar excavadoras, mucho antes de que se inventaran tales máquinas. Pensé para mis adentros: «Así se le agradece a un inocente su deseo de alegrar a un simple al creer que una aromática madera de rosal pueda crecer en los lugares donde éste pasó su niñez».

Mi padre buscaba la montaña que nunca había abandonado en sus visiones interiores. Rara vez buscamos otra cosa que aquello que no tenemos necesidad de encontrar, pues de alguna forma está ante nuestros ojos aunque no acabe de satisfacernos del todo, de manera que yo también busco lo que nunca he perdido. Busco historias que sé que no son como deben ser, pues nunca las he perdido ni las he cambiado por otras, es preciso sacarlas de su materia originalmente abstracta y revestirlas del ropaje artificial de la lengua.

La naturaleza de un novelista le permite encontrar material y ver historias dondequiera que mire, igual que quien cree en la ubicuidad de Dios nunca tiene que ir a la iglesia para encontrarse con él. No es necesario ir a las tierras del relato en busca de historias; por más incompetente que uno sea, hasta un ciego puede ver historias a simple vista: por muy perdido que uno esté en la vida, ya se halla en las tierras del relato. Por eso había podido mantenerme alejado de los lugares de mi niñez, pero decidí aprovechar la oportunidad para visitar esta casa casi todos los días de fiesta e ir pescando una historia tras otra en las atronadoras aguas de las tormentas.

Mi padre no quería que volviera, ni venderme nada, ni siquiera el sótano, que era tan pequeño que para dormir en él había que dejar los pies fuera.

—Todos deben tener el mismo derecho a vivir en esta casa —alegó.

Es probable que en este asunto se hubiera visto influido por la situación del mercado inmobiliario del momento; o por algo peor, lo que duerme en lo más hondo del alma de un padre y sale disparado inesperadamente hacia la superficie. Pocas personas mayores son capaces de ocultarse a sí mismas su auténtica naturaleza, a menos que hayan perdido la memoria o se hayan dedicado desde los primeros años de vida a practicar el disimulo, a cambiar sin cesar de opinión, a hacerse impredecibles como los dictadores, a fin de que nadie conceda importancia a sus palabras ni a su decisión de apartarse por completo del mundo. Este deseo es muy acuciante en los ancianos. A menudo empieza por ser una simple forma de autodefensa de quien se ha pasado la vida albergando remordimientos por su conducta y teme que la siguiente generación le eche en cara algo que en su vejez pueda resultar inaceptable, cuando ya esté totalmente indefenso y llegue el momento de saldar deudas, y entonces le pidan explicaciones por las acciones que cometió cuando estaba en la flor de la vida y era dueño de su destino. El anciano está siempre a la defensiva, y para ocultar su temor hace como que no recuerda nada, o bien se dedica a disimular.

—Una casa como ésta hay que vendérsela a los trabajadores en el mercado libre, quizás a matrimonios con muchos hijos o a alguien que no tenga un techo sobre su cabeza pero que pague en efectivo, o regalársela a los pobres —decía a veces, con excitación y generosidad desacostumbradas.

En este asunto era como un muchacho que se muestra dispuesto a entregarse a los demás pero que no acepta ayudar en casa porque proporciona mucha mayor fama hacer favores a otros que a la propia madre; esto último se da por supuesto, de ahí que no reporte gloria alguna. La mujer que no sea pariente suya, en cambio, colmará de alabanzas sin cuento a ese chico tan generoso y lo hará popular entre las demás mujeres por su bondad, aunque la madre no tenga más remedio que ocultar la desidia con que la trata, o acabe mintiendo y sumándose a las alabanzas, gracias a lo cual ascenderá puestos en la lista de popularidad, hasta que él mismo acabe por creérselo y se convierta en un caradura para el resto de su vida, si bien conservando para siempre el prestigio que le dispensa lo que hace por los demás, por mucho que no lo haga por el bien de éstos sino sólo en beneficio propio. El anciano sabe por experiencia propia que toda popularidad obedece a unas reglas idénticas. No hay anciano que no sea un artista en su propio terreno, el de ser anciano.

Si mi padre hubiera sido un personaje positivo de alguna novela didáctica de principios de siglo, de las que se dirigían a quienes hallan placer en engañarse a sí mismos para así poder creerse justos y buenos, el autor lo habría presentado como un viejo idealista y habría escrito: «El rostro del anciano se iluminaba al pronunciar de todo corazón tan nobles palabras, y sus manos cedían generosas sus bienes a las madres pobres y a otros seres desamparados. Sus ojos centelleaban, las palabras se encendían con una mezcla de convicción y generosidad hacia las gentes trabajadoras a quienes Dios había concedido gran copia de descendientes con su infinita magnanimidad; de ahí que hubiera dicho a su propio hijo: “Esta casa jamás será tuya; está destinada a aquellas mujeres que llevan siempre junto a su pecho a un niño que llora”».

Le escuché sumiso, como deben hacer los hijos con sus padres según manda la religión cristiana, pero, a pesar de todo, osé darme el gusto de pensar, porque nunca le dejé que me privara de mi capacidad de raciocinio: «Vaya, de modo que ésas tenemos. Pues sí que está excitado el viejo, pero espera, antes o después se le pasará y, tal como sopla el viento, dentro de poco irá en dirección contraria, mejor no prestar demasiada atención al clima ni a la forma de pensar de los islandeses».

Puede decirse, en alabanza de esa forma de pensar, que, si uno acierta a callar en los momentos adecuados, puede incluso liberarlo de sus padres, que es lo más difícil que existe. Suspiré desde lo más hondo y seguí escuchando a mi padre por puro deseo de ser tolerante, aunque algo harto ya. Es posible que haya vivido tanto tiempo con otras gentes que el carácter islandés más castizo haya acabado por desagradarme; en realidad, me ha resultado siempre bastante cansino y a duras penas imitable, y siempre he creído que no tiene demasiado futuro: su derrota es segura. Ciertamente, todo dependerá de si las condiciones generales y nosotros mismos somos capaces de cambiar esa forma de ser para adecentarla sin perder el carácter nacional y su idiosincrasia.

—En mi opinión, el valor de una casa siempre viene determinado por la demanda y la capacidad de pago de la gente —añadió mi padre con renovada convicción, como un vendedor inmobiliario novato.

«El espíritu de los tiempos se le ha metido en los huesos, a la vejez viruelas, un hombre que siempre se esforzó por seguir sus propias sendas en el trato con el prójimo y que ahora prefiere servir a los demás», me atreví a pensar.

No habría podido creer que nadie, salvo los profetas del marketing, fuera capaz de sostener semejante idea, si no hubiera estado viéndolo tumbado allí, como siempre, en un estrecho sofá, con la cabeza sobre un almohadón y bajo un tapiz barato que colgaba de la pared y que, dicho en palabras suaves, no era nada artístico, sino feo y hortera, con unos renos grises repugnantes en medio de lo que sin lugar a dudas era un bosque alemán.

Sostuvo su argumento citando a la asistenta, una mujer tremendamente honrada que le había comentado con toda sinceridad que quizás ella misma podría pensar en comprar la casa; no era avariciosa ni egoísta y se las había apañado para salir adelante la mar de bien en la vida gracias a su laboriosidad, él lo sabía mejor que nadie, pero sería para su hija y su nuera. Le había dicho que la hija podía ocupar la buhardilla y su nuera el piso de abajo. Las dos tenían el mismo número de criaturas, niñas en su mayoría, y considerables problemas; no hacían más que pelearse con sus hombres y andaban muy necesitadas de comprensión y, de paso, también de un techo.

—He visto a esas dos preciosas muchachas —dijo mi padre.

—¿Cómo son? —pregunté.

—Tienen buena pinta, cada una a su modo. Tienen buena madera, pero sobre todo un carácter firme.

—Pues entonces la casa es de su estilo —dije yo.

—O ellas del estilo de la casa —repuso.

—¿Son guapas? —pregunté.

—Las dos tienen una boquita muy mona y un aire agradable —respondió—. Cuando vienen a enseñarme los niños, ni ellas ni ellos parecen más revoltosos de lo que marca el decoro.

—¿Y qué problemas tienen en su casa?

—Pues es evidente, se fiaron demasiado de unos hombres que demostraron no ser dignos de confianza. Ni los muchachos que las dejaron embarazadas justo después de la Confirmación, ni los tiarrones que después de pasar directamente del catre de sus mujeres al de estas chicas y preñarlas no se dieron luego la misma prisa en casarse con ellas.

—¿Tan malo era casarse con las madres de sus hijos? —pregunté.

—No —respondió—. Así ellas pudieron comprender, por fin, en su inocencia, que aquellos individuos eran unos sinvergüenzas.

—¿También el hijo de la asistenta? —pregunté.

—Mucho peor, ha salido igual que su padre —contestó.

—Pues de poco les han servido la buena madera y el buen carácter a esas chicas —dije yo.

—¿Estás tonto? —preguntó mi padre.

—¿Por qué?

—¿No sabes que los peores bribones suelen irse con las mejores mujeres, con las que tienen un temperamento y unas condiciones inmejorables?

—Me parece un poco extraño —repuse.

—Pues es normal —replicó él—. Esas mujeres están siempre tan dispuestas a ayudar a los demás que no se dan cuenta de cómo es la gente en realidad, porque la bondad las ofusca. Por regla general, las chicas inocentes no ven a los bribones hasta que éstos las van dejando encinta una y otra vez, y acaban cargadas de niños y teniendo que buscarse la vida por sí solas.

Mi padre dedicó una mueca de desprecio a aquellos irresponsables.

—¿No pueden endosarles los niños a los maridos? —sugerí.

—¿Pretendes que esos infelices aprendan de sus padres a ser unos miserables? —preguntó él a su vez—. Las mujeres responsables y bondadosas se quedan con los niños, sobre todo con los varones, para que aprendan lo bueno de sus madres y jamás se comporten mal con sus propias mujeres.

—En nuestra época hay mucha preocupación por la enseñanza —dije.

—Esperemos que el futuro vaya por ahí aunque yo no lo vea —añadió él.

—Pues entonces, las mujeres buenas seguirán teniéndolo bien crudo —dije yo.

—Naturalmente —respondió mi padre—. Las mujeres tienen muchísimo que hacer dentro y fuera de la casa. Esa a la que llamo «mi asistenta» está siempre en todo. Tiene tantas cosas a las que atender, ayudando a los niños, a una mujer o a la otra, que no viene a casa a menos que yo le firme que ha venido cuando no lo ha hecho.

—¿Y le firmas?

—No soy tan bestia como para negarme a que una buena mujer cobre su dinero del ayuntamiento, de mí lo único que saca es la firma —respondió—. De ese modo al menos le dan algo a cambio de todas sus obras de caridad, y eso gracias a mí.

—Tienes buen corazón —dije.

—Lo mismo dice ella: «Bergur, ¿no crees que a lo mejor alguna vez no te vendría mal pensar un poquitín en ti mismo? Así que cuando me firmes las horas te traeré unos panqueques. Sé que para ti es como un juego, igual fregar que secar. ¿Tu mujer te dejaba meter baza en las tareas de la casa?». Como ves, esa mujer me comprende. Tu madre nunca dejaba que endulzase el pescado. Ésta me dice: «No creo que te vayas a morir por endulzar un poquito esa comida tan rica que sabes preparar. Después te traeré los panqueques». Bueno, no todos dan con una mujer tan buena. Aunque yo soy realista y sé que, por muy bondadosa que sea, nunca llevará sus obras de caridad más allá de meter a esos bribones en alguna institución para que los desintoxiquen y puedan salir como buenos pecadores arrepentidos, ansiosos por estudiar teología. Muchos sacerdotes jóvenes son de esa cuerda, lo que acabará mandando la Iglesia al infierno. Así pues, es comprensible para cualquiera que es mejor que oficien como sacerdotes unas mujeres lloronas que leen en el púlpito sus redacciones escolares en lugar de unos hombres que todo el mundo sabe que no son más que bribones y juerguistas reciclados, que se han acercado a Dios para alejarse del aguardiente.

Tras decir esto hizo una pausa y añadió con tristeza, como si estuviera contemplando sus propias decepciones personales:

—Sólo los bribones consiguen buenas mujeres.

¿Quería dar a entender que él no había sido suficientemente malo para conseguir una mujer decente?

—Los bribones saben buscarse la vida —dije.

—Para eso sí que son buenos —replicó.

—No tienen nada mejor que hacer —añadí.

—No me extraña que el mundo sea como es —asintió mi padre con gran tristeza—. Las mujeres no mandan porque la bondad de su naturaleza las incapacita para ello, y no estoy hablando de ciertas pécoras.

Aunque no estaba dispuesto a vender la casa a sus hijos y decía: «Os dejé vivir aquí cuando erais jóvenes, con eso debería bastar», ahora ha llegado el momento en que él mismo no es capaz de seguir mandando en las cosas en las que solía hacerlo. No porque alguien le haya arrebatado la autoridad, sino porque está ya demasiado viejo para ejercerla de acuerdo con sus propios criterios.

—Quiero vender todo cuanto poseo mientras aún pueda, en un mercado libre donde todos tengan derecho a hacer una oferta por mi casa —afirmó con esa convicción que caracteriza a las personas creyentes y de buena memoria.

Recuerda con precisión todo lo que le contó y enseñó en tiempos «mi padre adoptivo», mientras iba adquiriendo madera de converso. Mi padre mostró siempre una obediencia incondicional en sus años de formación y consiguió llegar a saber cómo son las cosas, cómo hay que comportarse y conducirse de un modo adecuado. Una persona débil que sólo goza de libertad para obedecer acaba creyendo siempre que la sabiduría surgida de la obediencia constante es siempre correcta, y sus convicciones resultan tan inamovibles como las de su superior. En consecuencia, tanto al superior como al subordinado les parecen igualmente malos todos los sentimientos de la gente, excepto los propios, y desarrollan una desusada susceptibilidad; ninguno de los dos tolera la crítica. Si alguien se atreve a tomarle el pelo a uno de ellos, éste se lo toma a pecho y habla de persecución, hasta que el antagonista recoge velas. Nadie mínimamente justo querría tener sobre su conciencia el haber matado a alguien de un ataque al corazón, aunque se tratara de un superior o de un subordinado muy injusto, porque en ese tipo de comunidad, sea civilizada o incivilizada, la razón la tiene siempre el enfermo, aunque esté en el error, en vez del justo, y no es lícito mostrarse en desacuerdo con él. Por eso el mundo está siempre en manos de enfermos, y por eso acabará enfermo.

El asunto acabó felizmente gracias a esa íntima necesidad de no pensar en las ventajas exteriores. Ese es el motivo de que, al final, mi padre estuviera ya menos decidido a vender su casa a unos dignos menesterosos, en el mercado libre, que a satisfacer sus propias necesidades: regresar a las tierras de su infancia. Y alcanzada su meta, que era encontrar su propio lugar bajo el cuidado de una buena mujer, dejó de plantearse cómo tenían que ser las cosas y si se habían seguido todas las normas, y ya no le importó lo más mínimo el tiempo pasado en el exilio. Con ello dejó de preocuparse por la casa que había construido, o por todo lo que contenía, y lo único que descolgó de las paredes fue el cuadro de la montaña que ahora podría tener todos los días ante sus ojos, siempre y cuando se levantara del diván en el que se había pasado años tumbado mientras había durado su matrimonio, en otro rincón del país, cansado, hablando arrobado de lo que seguía totalmente vivo en su imaginación aunque otros sólo lo vieran en un lienzo. Al regresar podía ensimismarse enfrentando la imagen mental y el cuadro, y encima podía asomarse a la ventana para ver la montaña en toda su gloria, irguiéndose hacia el cielo. ¿A alguien podría extrañarle que estuviera contento y feliz? Pero cuando le pregunté con delicadeza si se iba a pasar el tiempo sentado delante de la ventana mirando la montaña, respondió:

—No, diré que cuelguen el cuadro en la pared. Prefiero mirarla ahí en vez de por la ventana, así puedo contemplarla tumbado.

—Es más cómodo —concedí.

—Bueno, no sé, acabo de llegar —decía cada vez que iba a visitarle.

—¿Qué será de la casa si no vuelves? ¿Habrá que venderla a quien corresponda? —pregunté.

—Yo he vuelto a mi casa y ya no me preocupan todas esas cosas, ¿es que eres incapaz de entenderlo? —repitió con impaciencia; no estaba dispuesto a seguir escuchando más tonterías.

A pesar del disimulo, él sabía que no era la voluntad sino el cuerpo lo que de aquel modo conseguía desprenderse de las cosas materiales. No comprendía por qué la razón podía abandonar así su presa, aunque su memoria, según él, no se había visto casi afectada por el derrame cerebral. La parte de la memoria que había abandonado su presa no era él mismo, sino algo ajeno a su voluntad de vivir. Se había desprovisto de casi todo lo terrenal, excepto de la existencia misma, del arte de intentar vivir el resto de la vida redescubriendo aquello de lo que nunca se había apartado más que por algún breve periodo. La razón no comprendía por qué todo se unía y, al mismo tiempo, cada cosa iba por su lado, como cuando la estupidez triunfa en asuntos que la razón juzga de un modo distinto.

¿Es acaso la vejez la mayor estupidez de la vida?

Yo estaba sentado a su lado, como si contemplase sus pensamientos en silencio.

Andaba casi siempre dormitando entre las paredes de la residencia, sin acordarse del mercado libre ni de las buenas mujeres que, por su misma bondad, se esfuerzan todo lo necesario para poder mantener a los bribones en cuanto se descarrían, y sin acordarse de vender la casa para ayudarlas. Ya nada podía salvarlas en la desesperada lucha de la abnegación contra la desidia. A las mujeres sólo les restaba intentar seguir avanzando como pudieran a base de honradez y laboriosidad, como siempre, para presentarse por fin ante Dios antes que sus hombres y preparar de ese modo el reino de los cielos para la llegada de aquellos sinvergüenzas.

A veces abría los ojos poco a poco, como si se esforzara para vencer su sopor, y decía:

—Que la Iglesia haya permitido la existencia de sacerdotisas ha de conceder a las mujeres prioridad para llegar hasta Dios.

Agucé los oídos suplicando que continuara.

—Si no, de nada habría servido arrebatarles el monopolio a los curillas —adujo casi con alegría. Luego abrió los ojos del todo, sonrió ante su propia ocurrencia y añadió, irónico—: Está escrito que el reino de los cielos se llenará de viejas desnudas y preñadas por la estupidez de los ángeles, que de pronto habrán recuperado la potencia sexual.

—¿Recuerdas si cuando empezaste a envejecer soñabas con un cielo especial para las mujeres, igual que se decía que había un cielo para las aves? —pregunté.

—Olvido las cosas según me conviene —respondió, hosco.

Con casi noventa años ya, sigue viviendo en ese olvido memorioso en el que navega por última vez, o se ha recubierto de una senilidad práctica que le sirve de parapeto, decidido a no llevarse decepciones por muy claro que tenga que quien ha vivido fuera del lugar del que se despidió convencido de que sería sólo por un corto periodo de tiempo, y que añoró durante toda la vida, debe intuir que ahora no conseguirá encontrar sino algo muy diferente: todo estará cambiado por completo, distinto de su imagen mental, y no reconocerá nada. Sin embargo, aunque una persona así se sienta decepcionada y quizá se reproche a sí misma el haber concedido más valor al sueño que a la realidad, no le quedará más opción que quedarse tan tranquilo en el último lugar al que ha arribado en su último viaje, en una búsqueda a la que lo empujaron los espejismos de la vida. Por eso se adapta asombrosamente bien a una experiencia tan dolorosa, con ayuda de los demás espejismos que aún se le mantienen en pie. La mayor parte de la vejez, o del envejecimiento, consiste en vivir en un espejismo diferente de los que se tienen en la juventud, y en intentar contentarse con él en la medida que la razón y la memoria lo permitan, si además se cuenta con capacidad mental suficiente para aprovechar la necesaria estupidez.

—Tengo que estar contento con lo que siempre he soñado —suspiró al acostarse para reposar después del café.

Acabábamos de volver del comedor. Yo mismo había mirado la ladera de la montaña a través de la ventana, o había intentado hablar de algo que no fuera la edad de sus compañeros de residencia, el número de terrones de azúcar que les iban a dar o las enfermedades que afligían a la mayoría.

Tenía la sensación de que estaba a la defensiva en los temas personales.

—Hay que estar contento —repitió.

Se había animado al tumbarse en el sofá y empezó a parecerse a la persona que en verdad era. Me senté, y allí, arrellanado en la silla, me entró sueño.

—Los residentes de este lugar constituyen el núcleo más antiguo de la nación, el último tronco que aún sigue en pie —prosiguió sin vacilar.

Lo decía con la convicción de siempre. No parecía tener nada en común con los demás, ni se parecía a ellos en nada salvo en su avanzada edad, pero sí compartía memoria y preocupaciones, si las había, aunque lo que más escaseaba era la memoria. Hacía mucho tiempo que el viento se había llevado los recuerdos de casi todos. El resto tampoco tenía mucho que añorar, ni por qué alegrarse de reencuentro alguno; ellos siempre habían vivido aquí, solamente se habían mudado desde el pueblo a las afueras, junto a las faldas de la montaña, donde, al margen de la residencia de la tercera edad, no se elevaba ninguna construcción debido al peligro que suponían los vendavales y las avalanchas de nieve que descendían de la cumbre. El tronco más antiguo podía verse enterrado en la nieve o arrastrado hasta el fiordo si salía de casa o ponía los pies en cualquier lugar que no fuera aquel espacio por el que caminaban con dificultad hasta el comedor cuatro veces al día para llenar el estómago y volver luego a sus habitaciones para acostarse.

—Es estupendo que los viejos de nuestro país dispongan de todos estos hogares fuera del hogar —dijo mi padre con una sonrisa burlona.

—¿Quieres decir que uno tiene que estar necesariamente bien en el último hogar de su vida, el hogar de ancianos?

Mi padre se pasa largos ratos con los ojos cerrados. Al parecer adoptó esta costumbre tras regresar a las tierras de su niñez. Suele hablar con los ojos cerrados, pero le tiemblan los párpados porque no deja de pensar ni un instante.

—Por supuesto —respondió riendo hacia dentro—. «La vejez es una segunda infancia», según se dice. Las madres ya tienen bastante con cuidar de los viejos de la familia a media jornada; por lo menos, así se alejan diez metros de su propia casa, y les basta con eso. Las mujeres se contentan con poco, en lo que a la alegría y la libertad se refiere.

Le escuché con atención. Las personas de buena memoria se caracterizan por no equivocarse nunca en sus opiniones, si les da por tenerlas, aunque pueden errar el cálculo en lo tocante a las relaciones humanas. Todo está a favor de la buena memoria. Quienes gozan de ella saben cuanto es necesario saber y lo hacen todo bien, es imposible que se equivoquen, precisamente por su buena memoria.

«Aprende a escuchar a tu padre», me digo a mí mismo, y él sigue hablando dentro de mi mente: «Aprende a no olvidar, pero da rienda suelta al olvido y no exijas a la memoria que pida justicia, sino cualquier otra cosa».

—¿Qué es lo que hay que hacer y qué es lo que no se tiene que exigir? —pregunta, leyéndome el pensamiento.

Le respondo, y, tras casi cuatro horas de hablar sin parar, se calla.

Después de haberme pasado cuatro horas en el coche de línea para ir a visitarle, y de pasarme luego otras cuatro horas y media con él, tras mencionar algo del pasado e intentar hablar de algo que creo que tenemos en común, antes de despedirme para volver a pasarme otras cuatro horas en el mismo autobús de regreso a casa, siempre me responde abruptamente:

—Creo que no merece la pena que sigas viniendo por aquí para recordarme esas cosas.

—De algo tenemos que hablar hasta que salga el autobús —alego.

—A ver si con tanto parloteo se te pasa la hora y lo pierdes —replica—. Sale a las cuatro y media.

—Ya lo sé —respondo con paciencia, y vuelvo a preguntarle si recuerda aquel incidente.

—¿Cuál? —pregunta extrañado.

Le menciono lo que llevo tanto tiempo deseando saber y sobre lo que prefiero no hacer ficción literaria.

—Recuerdo que hace mucho tiempo que lo olvidé, y prefiero que nadie vuelva a remover ese asunto mientras yo viva, ni tú ni nadie que se acuerde sólo de lo que le conviene.

—Igual que los dictadores.

—Lo mío es muy diferente, yo soy vástago del tronco más antiguo y fiel de Islandia —alega—. Yo recuerdo exactamente qué es lo que tengo olvidado, roto y tirado a la basura. —Hace una pausa, los párpados le tiemblan pero no abre los ojos, y añade—: En eso consiste el ser islandés.

Hago un sinfín de viajes para visitarle, mantenemos charlas interminables, a veces me paso una noche tras otra en el hotel para poder quedarme más tiempo y estar más tiempo en silencio, para escuchar o para hablar una vez que he conseguido animarle a conversar. Pero también hablo con él en mi mente, hablo con él en el autobús, a la ida y a la vuelta. En mi mente mantengo interminables conversaciones con él y con mi madre; no sé muy bien si ellos hablan a través de mí, si las palabras proceden de ellos o de mí, que en gran medida soy ellos.

«Así tiene que ser», pienso. «Tu origen está en todas partes y en ninguna, pero siempre puede encontrarse en la mente y en las palabras.»

Con ese propósito regresé a la casa de mis padres. He de agradecérselo a la añoranza de mi padre por las tierras de su infancia. Esta vez he comprado el derecho a entrar por el norte y a subir la empinada y estrecha escalera.

Ahora estoy aquí y me dejo llevar a mi propia época. Así puedo penetrar a mi antojo en lo sucedido; por ejemplo, en cómo levantaron la casa las manos de mi padre, en cómo pensaba mi madre al revés, o en cómo llegué a ser artista cuando cierto día, en la primavera de 1935, mi padre me regaló un largo listón de madera, una especie de cetro, que había cortado con su sierra de un tablón sin desbastar, lleno de astillas.

Construcción

Mis padres, Jóhanna Guðleif Vilhjálmsdóttir y Bergur Bjarnason, llevaron consigo a sus dos hijos, mi hermano mayor y yo, cuando cambiaron de residencia por segunda vez rumbo a lo desconocido, ahora pasando de las montañas al llano. No tenían casa donde alojarse y lo único que encontraron fue la escuela. Allí vivimos un breve tiempo con todos nuestros trastos dispuestos al lado de un colchón echado en el suelo. Mamá cocinaba en un aparatito de petróleo, y nosotros cogíamos el agua en la casa de al lado, aunque en ocasiones teníamos que ir bastante lejos con una lechera para traer un agua más bien salobre. Cuando llegó la siguiente temporada de pesca de invierno, papá tuvo la suerte de que lo contratasen como marinero en una trainera mientras mamá atendía la casa del armador y su mujer. Era lo que por entonces se denominaba «asistenta de marca» y le permitían tener con ella a sus hijos. La casa se llamaba Höfn y la pareja tenía unos hijos de las mismas edades que mi hermano y yo. Se los conocía como «los chicos de Höfn», a pesar de que eran hermano y hermana, lo que nadie había tenido en cuenta al escoger el nombre, pues la lengua no lo permitía, y es que estaba en minoría aunque de hecho era ella quien mandaba. La casa Höfn estaba en la Punta y, en consecuencia, a considerable distancia de los demás edificios, las dieciséis casas que formaban el barrio de Þorkötlustaðir. Höfn había sido construida no demasiado lejos del muelle. Además, en la Punta había otras dos casas.

Hacia la primavera, al fin de la temporada de pesca de invierno, nos permitieron seguir viviendo en Höfn. Probablemente gracias a la bondad de los esposos, no tuvimos que volver a instalarnos en la escuela como albergue provisional, con el colchón, el edredón, una cacerola para cocer el pescado y las patatas, el barreño de lavar, la lechera, los cubiertos y dos orinales, aunque habría sido lo normal porque no estaba lejos del lugar donde mi padre había decidido fundar un hogar decente por tercera vez desde la boda, y donde había empezado a construirlo. Vivimos en Höfn hasta el invierno siguiente, cuando terminó en aquel mismo barrio una casa de madera capaz de aguantar las inclemencias del tiempo, que venía a sumarse así a las que allí se encontraban, a bastante distancia del muelle y las barcas que, al acabar la temporada, se emplazaban en lo alto de la cresta formando una bonita fila, con la proa hacia poniente y la hélice hacia levante.

Mi madre le llevaba la comida a mi padre a mediodía. Mi hermano y yo solíamos acompañarla para presenciar cómo nuestra futura casa iba creciendo a partir de unos simples tablones hasta transformarse en un edificio como Dios manda, y para ver cómo algo informe adquiría poco a poco una forma precisa y comprensible. Observábamos los gestos y los actos de papá con la esperanza de poder tocar algo, sobre todo los serruchos y los cepillos de carpintero, que se nos antojaban unos instrumentos muy peligrosos, con hojas y dientes afiladísimos. Ardíamos en deseos de hacerlo, porque se decía que con cualquiera de aquellas herramientas podías matarte o matar a los demás, lo que las convertía en unos objetos de especial atractivo para unos niños inocentes que suspiran siempre por conseguir armas y otros utensilios letales, no por nada en especial, sólo para matar lo feo, es decir, a los demás niños. En la mente del pequeño, la culpa es siempre de los demás. Los niños buenos no tienen más noble aspiración que poder separar la cabeza del tronco de los malos con cepillos de carpintero, serruchos, martillos, escoplos y mazas.

Pero papá era muy tacaño con los útiles de matar. Se limitaba a reírse de las naturales necesidades de sus hijos y nos instaba a aplazar aquello de matar hasta que fuéramos algo mayores.

Nos quedábamos de morros sin poder entender qué falta hacían la edad y el tamaño para realizar gestas justicieras.

—Primero tenéis que conocer el oficio —dijo, refiriéndose exclusivamente a la carpintería.

Mis deseos no se encaminaban hacia ese oficio. No tardé en darme cuenta de que mis manos eran demasiado hábiles para ello, y, seguramente desde mi infancia, nunca he sentido impulso alguno de hacer lo que soy capaz de hacer con facilidad, sino que he preferido cualquier cosa que precisara de un esfuerzo prolongado, algo que me resultara intrigante y que exigiera ingenio, que apelara a aquellas cosas para las que uno carece de talento; no hay que contentarse con lo más accesible, y con aquello para lo que bastan las dotes recibidas de Dios. Siempre he pensado que sólo un necio se contenta con aquello que le resulta fácil de hacer.

—Los dos seréis carpinteros —decía mi padre, aunque no soportaba tenernos cerca mientras trabajaba, excepto en el rato de la comida.

—¿Podemos tocar los dientes de la sierra? —preguntábamos con infantil astucia, convencidos de que así mostrábamos interés por nuestra futura profesión.

—Mal llegaréis a ser carpinteros si antes os matáis con los serruchos y los cepillos —respondía, con su lógica característica, y nos apartaba a un lado.

Mi padre prefería quedarse solo mientras trabajaba. Yo me di cuenta enseguida de que, si tenía que trabajar con otros a su alrededor, se afanaba con tal vehemencia que se olvidaba de sí mismo y casi ni paraba para comer con sus compañeros. En el fondo, aquello no era, como pudiera pensarse, consecuencia de su laboriosidad natural, sino que se debía a que de ese modo podía sentirse a solas consigo mismo aun estando rodeado por otros; el trabajo bastaba para satisfacer su necesidad de compañía. Creo que gracias a todo esto he llegado al convencimiento de que la mejor compañía debería ser el conocimiento del arte de estar a solas con uno mismo mientras se trabaja, sin albergar sentimiento alguno de soledad ni deseos de destrucción. Además, era un hombre de una fuerza tremenda, de modo que no sé si lo que te empuja a la soledad son el vigor y la energía o si son la falta de fuerzas y de capacidad física, por no hablar de la fuerza y la energía que son más propias del alma y la sensibilidad; los forzudos son curiosamente blandos y fofos, rara vez tienen energía espiritual. La fuerza y el músculo son los únicos amigos del atleta y de quienes son anímicamente como él. Es lo que les sucede a casi todos los héroes.

Todo cuanto podíamos hacer era contemplar las herramientas mientras comía. Sin embargo, no perdía de vista lo que sucedía a su alrededor; por eso, apenas habíamos empezado a desear tocar algo cuando se daba cuenta y nos amenazaba con la cuchara.

Era evidente que aquellas herramientas eran sólo suyas, y no tardaba un segundo en confirmarlo con palabras:

—No toquéis mis herramientas, sacad las zarpas de ahí, no tenéis ni idea de carpintería y les vais a estropear el filo, tontos. Ya veo que nunca llegaréis a carpinteros.

Cambiaba de opinión con facilidad, mudaba el disfraz de sus deseos en un abrir y cerrar de ojos conviniéndolos en sus opuestos. No sabíamos cómo interpretar aquellos repentinos vuelcos de humor y nos manteníamos en una prudente quietud, sin atrevernos casi ni a movernos para evitar que se desafilaran las herramientas por culpa de nuestra desobediencia y de nuestros vandálicos anhelos; y entonces añadía, para reírse de nosotros y tomarnos el pelo:

—¿Qué creéis que van a saber de herramientas unos chicos como vosotros, que viven en un pueblucho como éste donde ni siquiera hay carpinteros aficionados?

Si fuera psicólogo, diría que ésa fue la razón de que poco a poco le fuese tomando aversión a la caja de herramientas, y sólo en rarísimas ocasiones me entraban ganas de subir a hurtadillas a la buhardilla, una vez terminada la construcción de la casa, para levantar la tapa con mucho cuidado y atisbar en su interior: estaba repleta de las más variadas, atrayentes y afiladas herramientas, que nadie podía tocar si quería seguir con vida. Quizás el deseo del niño no sea pasarse la vida contemplando con gran veneración la caja de herramientas de su padre, sino meterse dentro de ella para, de este modo, desobedecer a sus padres y, en consecuencia, perecer de forma terrible y con gran derramamiento de sangre, como víctima propiciatoria de una fuerza maligna, y poder volver entonces al seno de Dios, que está en los Cielos para sentarse a la diestra de nuestro Padre Benevolentísimo y Omnipotente y contemplar el mundo desde el cielo, y castigar a sus padres por su perversidad y su incomprensión en este valle de lágrimas. «Vaya, lo entiendo, chico», decía Dios. «Si yo hubiera sido tu padre en la tierra, te habría dejado cepillar y aserrar todos los días, igual que Jesús en el taller de José, su Padre Putativo.» Y añadía, comprensivo: «¿Acaso crees que no te entiendo?». Le di las gracias a Dios mentalmente y empecé a creer en Él sin que me lo pidiera mi Padre del Cielo, pues, ya que Él era mejor que papá, esa fe tenía que resultarme muy beneficiosa.

En lugar de sentirme atraído por la caja de herramientas, empecé a estarlo por la lata de botones de mi madre, que, desde luego, era solamente suya, tanto como la caja de herramientas lo era de papá. La diferencia estribaba en que durante su niñez, había tenido que compartir todas sus cosas con sus muchos hermanos y hermanas y había aprendido muy pronto el arte de poseer las cosas más diversas sin disponer de derecho de propiedad absoluta sobre ellas. Pero, por lo general, lo que más me gustaba era andar al aire libre e ir examinando las maravillas del cuerpo y los milagros de la naturaleza, de modo que vivía más bien absorto o incluso sumido en el vacío, que era lo mejor de todo, lejos de los objetos, del hogar y de la gente. El gran pie de cabra de papá ejercía en verdad una atracción constante por su peculiar forma, su peso y lo extraño del material de que estaba hecho. Era un pie de hierro que debía haber pertenecido a alguna cabra desconocida. Por eso observaba con interés cuando sacrificaban las ovejas, que a fin de cuentas son iguales que las cabras, con la esperanza de descubrir dónde tenían un pie como aquél.

—No es más que una palabra —me explicó mamá—. Las cabras y las ovejas no tienen eso.

La expresión «pie de cabra» era ya suficientemente extraña de por sí y despertaba mi asombro, pero el pie de cabra como objeto era una herramienta que no sólo conservaba todo su valor a pesar de su nombre, sino que éste incluso aumentaba su misterio, que se ha mantenido intacto en mi mente hasta el presente. Por ejemplo, me asombro más al ver un pie de cabra que cuando constato, como me han demostrado aunque nunca hubiera querido creerlo (yo, un escritor con libros publicados en cuatro editoriales), que no hay mejores correctores de galeradas que las mujeres, gracias a su meticulosidad. No obstante, siempre he deseado convertirme en un experto desafilador de pies de cabra para poder ser, con ello, una persona como otra cualquiera, si bien cada vez que he tenido que utilizar uno me he enfrentado a una experiencia mística: percibo una extraña levedad en el alma y en las manos. Pero mientras la mayoría de los muchachos soñaba con poseer un pie de cabra para llevarlo todos los días por ahí en la mano y mostrar su fuerza, del mismo modo que un bastón indica la debilidad de las piernas del anciano, a mí me parecía mucho más misterioso y divertido sentarme al pie de una pared y sentir la arena seca en mi puño cerrado mientras dejaba que se deslizara por la palma y entre los dedos; y notar cómo se derramaba por el borde de la mano, cada vez con mayor delicadeza a medida que se perfeccionaba la técnica, al tiempo que la palma parecía ir llenándose de vacío. Con este sencillo juego cobre conciencia de que la plenitud y el vacío existen simultáneamente, aunque sólo en cierto sentido, claro está. En ello radican el equilibrio y el paralelismo de lo material y lo inmaterial, de lo palpable y lo que únicamente puede tocarse con la mente y la percepción: es la convergencia de forma y contenido. Podía pasarme horas allí tumbado, a veces incluso el día entero, dedicado a experimentar el placer de percibir lo material y lo inmaterial en mi mano y en la vida, y quizá también, al mismo tiempo, en el arte, la convergencia de forma y contenido en la realidad.

La constante proximidad del mar hechizaba la vista y provocaba la necesidad de derramarse como la arena, aquella vasta extensión llena de color, siempre distinta, que encontraba en mi interior cierto paralelo. En mis recuerdos tengo la impresión de haber visto, cuando le llevábamos la comida a mi padre, una especie de vapor blanquecino que se extendía sobre la superficie del mar y que el viento barría poco a poco, distinto de la neblina corriente, la niebla grisácea o los espumantes rompientes de primavera que el mar lanzaba sin cesar sobre el camino, cuando las grandes olas se internaban en las cuevas de la costa, se abrían paso por las grietas del acantilado y rompían en los negros farallones. El mar retumbaba enérgico y furioso y se derramaba luego sobre la tierra en altas columnas blanquísimas que se elevaban hacia el cielo. Llegaba entonces un silbido húmedo que podía verse a simple vista descargando en forma de fina lluvia y estrellándose en pesados chorros sobre los acantilados.

—No os acerquéis al mar —decía mamá.

Me he repetido en muchas ocasiones que aquel vapor no era sino el calor normal y corriente que se elevaba del mar, porque en mis recuerdos gira a mi alrededor sin asustarme. Sin embargo, con el tiempo he empezado a considerar aquel vapor como algo parecido a esa niebla que la mente gusta de buscar dentro de uno mismo para perderse en ella durante un feliz instante, pero de la que uno espera poder escapar más tarde sano y salvo y con la cabeza repleta de nuevos y fructíferos pensamientos que invitan a la reflexión, en los que las ilusiones de las palabras están ya listas para la poesía.

Por algún motivo, mamá siempre elegía el mismo camino pedregoso junto al mar, aunque desde Höfn había otro mucho más accesible, un sendero de piedra por el que incluso podían pasar los coches. Nunca íbamos por él. Atravesaba una zona fantasmagórica, no de lava sino de piedras sueltas que se amontonaban en rimeros irregulares, de manera que a la fantasía, ayudada por la necesidad de terror tan propia de los niños, le resultaba muy fácil imaginar figuras temibles.

A aquel lugar lo llamaban Los Reyes. Yo deseaba ir allí alguna vez a solas para observar lo que hacían «los reyes», pero mamá nos tenía prohibido corretear por aquel paraje. En lugar de elegir el camino más transitable, serpenteábamos por el estrecho sendero al borde del acantilado, al lado del mar, que se nos perdía de vista por un tiempo cuando llegábamos a la parte más baja, aunque seguía escuchándose nítidamente el murmullo que producían los guijarros grandes al ser arrastrados por el agua. Mi hermano, que era más valiente que yo, corría hacia la orilla, perseguido con menos bríos por mí, para provocar al mar tirándole piedras. Pero aquello no estaba permitido y mamá advertía con enojo:

—No toquéis el mar, dejadlo en paz.

—¿Por qué? —respondíamos nosotros, sujetando con los brazos levantados los proyectiles que habían de matar a golpes las olas que caían sobre las piedras sumergidas de la orilla.

—No hay que molestar a nadie, ni al mar ni a las vacas, porque las dos cosas pueden sernos de provecho.

La mera idea de molestar o provocar sacaba a mi madre de sus casillas, aunque muchas veces ese juego era la única diversión posible cuando no había ninguna otra cosa que hacer. Parecía que «un hombre es el gozo de otro»[2] solamente para la mutua provocación; un hombre puede provocar a otro y humillarlo siempre que éste lo consienta y no haya ningún otro a quien hacérselo primero. En cambio, las mujeres se entretenían alabándose unas a otras, contándose sus enfermedades, dedicándose halagos y calumnias que siempre se tenían a mano para servirse de ellos sin pensar y formarse sus propias opiniones sobre los asuntos más complicados, hasta sobre la política. En realidad, esas ideas prefabricadas eran básicamente, y siguen siéndolo, una forma de disfrazar la necesidad de fastidiar a los demás que sienten algunos hombres y algunas mujeres. Así, ellas se permitían reñir a los demás, en especial a sus maridos y sus hijos, de acuerdo con sus particulares concepciones de la justicia, mientras que algunas otras gozaban de la posesión de esa verdad sagrada que se concreta en la bronca.

Como de costumbre, y en este asunto igual que en otros, mamá elegía siempre lo contrario de lo sencillo y de lo que hacían los demás. Nosotros no podíamos reñir al mar, ni siquiera mentirle, y en nuestros viajes cotidianos por aquel difícil camino bajábamos felices y contentos por la cuesta de la casa de Höfn en lo que nos parecía una arriesgada aventura. Llegábamos a una hoya bastante grande y llana en el fondo, aunque de paredes empinadas y difíciles de trepar. Después de saltar, bajábamos la siguiente cuesta, ya con las piernas un tanto debilitadas, pero era muy divertido. Después no sentíamos nada más que agotamiento. Era tremendo subir desde la hoya más baja, de cuyo extremo partía el sendero, frente a aquel mar al que ni siquiera nos dejaban tirar piedras.

El principal inconveniente de las hoyas es que, a pesar de que quizá sea divertido bajar a ellas de un salto, es difícil, aunque también necesario, volver a salir, pues a nadie le apetece pasarse la vida dentro de una hoya; era endiabladamente difícil salir de las que hay alrededor de Höfn. A esto hay que añadir que siempre que hacía mal tiempo nos obligaban a ponernos unos mamotretos de impermeables de color negro, unas prendas de abrigo imprescindibles pero caras que compraban varios números más grandes para evitar que se nos quedaran pequeñas enseguida. En primavera, si el sol se dejaba ver y había cierta seguridad de que el cielo no iba a encapotarse ni a descargar un aguacero inesperado, embadurnaban el hule con un barniz amarillento para impermeabilizarlo. Luego colgaban los chubasqueros de una cuerda para que se secaran. Y allí quedaban colgados del cuello, al pálido sol y al vendaval, y se hinchaban o azotaban con el viento como unos ahorcados. Al volver a ponérnoslos, tan pronto crujían como dejaban escapar un sonido pastoso cuando el hule, embadurnado y medio seco, intentaba pegarse a la piel con tanta fuerza que casi no había forma de quitarnos los impermeables y moriríamos ahogados por ellos igual que Hércules cuando cometió la estupidez de ponerse aquella dichosa túnica. Las historias que oíamos adquirían su justo valor cuando se experimentaban en carne propia. Pero el impermeable olía bien, y nos sentíamos extrañamente felices al aspirar bien hondo el aroma de los chubasqueros amarillos recién barnizados.

Siempre había que andar con el impermeable puesto, o por lo menos llevarlo en el brazo.

—Puede caer un chaparrón cuando menos se espera —decía mamá.

O podía empezar a llover muy en serio, nadie podía saber cuándo, ni en qué momento se pondría a soplar el viento del sudeste. Obedecíamos, porque teníamos claro que era más cómodo andar con el impermeable que con gruesas y pesadas prendas de lana, molestas cuando quedaban empapadas. Durante todos los años de mi infancia llevé encima una especie de pellejo de hule barnizado.

Veo ahora con toda claridad mi primer impermeable negro, cubierto de humedad o chorreando agua. No porque hubiera descargado un aguacero mientras llevábamos la comida, sino porque en mis recuerdos, siempre está lloviendo, hasta que estalló la guerra mundial que trajo la luz del sol a los pobres en forma de dinero contante y sonante, así como el conocimiento de un mundo mejor que combatía más allá de nuestro apacible aunque innavegable mar. Con la llegada de los soldados ingleses, los niños descubrieron además que en el mundo había adultos que no tenían como única diversión regañar a los chicos, pellizcarles, tirarles de las orejas, darles pescozones, tortas o capones, o soltarles un puntapié en el culo al tiempo que les espetaban: «¿Podría el señorito hacerme el gran favor de largarse un rato con su madre, vamos, si no le importa?».

Lo extraño, lo que le dejaba a uno perplejo a veces, era la contradicción de que aquellos recién llegados de tan buen corazón fueran soldados que tan sólo servían para matar con sus armas a otros soldados. En ese sentido era un hombre el gozo de otro en todas las guerras que había permanentemente en el extranjero, y en comparación con ellas las constantes regañinas de los islandeses eran un pecadillo venial. Eso es lo que solía pensar la gente sobre el ejército de ocupación. Y en la mente de los niños despertó esta pregunta:

Si los soldados eran tan generosos con el chocolate, y tan amables, ¿cómo serían los que en lugar de ir al frente vivían pacíficamente en su país sin más obligación que cepillarse los zapatos con fragante betún, ponerse reluciente brillantina en el pelo y salir luego un rato de sus tiendas verdes para fumarse unos cigarrillos, también de estupendo olor, aprovechando la tranquilidad del atardecer?

A buen seguro, semejantes hombres nunca se divertirían meándose encima de los niños para hacerles sentir lo salada, simpática, fuerte y templada que era la orina de su virilidad.

Algo que antes había sido sólo una oscura conjetura sobre el mundo se transformó en la certidumbre de que al otro lado del mar, el mismo mar al que deseábamos regañar cuando éramos niños, tenían sus hogares otras personas, hogares mucho mejores que aquellos tan pacíficos en los que vivíamos nosotros, aunque allí se librase una contienda. Lo demostraban los convoyes de barcos de guerra que pasaban por el horizonte, al sur de la Punta.

Yo iba muchas veces a la playa, frente a los rompientes, a buscar algún objeto abandonado y desconocido. Escarbaba con un palo entre los montones de algas para ver si habían llegado a tierra valiosos objetos desde aquellos hogares misteriosos, aunque no fuera más que una botella que dejara escapar una pizca de aroma maravilloso nada más quitarle el extraño tapón. O tal vez daría con una bombilla que ni siquiera sabría lo que era, o una lata de betún, o quizá tendría la suerte de que hubiera explotado algún barco de guerra y varios de los objetos que llevaba hubieran llegado a la costa. Por lo general, lo único que se encontraba era un lumpo macho, que al menos servía de compensación para la boca cuando no había nada más.

Habría de pasar mucho tiempo antes de que se hiciera en la ensenada que se abría debajo del sendero. Los prados seguían tal y como habían sido desde el inicio de los tiempos, cubiertos de hierba rala y dura junto al arenoso camino de tierra. No se escuchaba ruido alguno aparte de los sonidos de la naturaleza, el rumor del mar y los chillidos de los pájaros, ningún estruendo de motores rompía el silencio. En el extremo del terraplén, caminábamos con mucho cuidado por el borde del acantilado y llegábamos a una depresión arenosa y estrecha llena de madera de raques, carcomida por los gusanos y el mar, unos trozos grandes y otros menudos que, con ayuda de nuestra imaginación, olían a tierras remotas. Aquellas maderas blancas no habían sido arrastradas por el mar hasta aquel lugar para acabar sus días en una cocina normal y corriente como la nuestra, sino que pertenecían a los dueños de las tierras, que lo eran también de todo cuanto el mar arrojaba a ellas. Justo enfrente había unas cuevas pedregosas de altas paredes sobre las que se abatían incesantes las olas. Con un rugido tremendo, éstas arrojaban espuma sobre quienes osaban arriesgarse a dejar que les golpeara aquellos impermeables, tan anchos que podía uno sacárselos por la cabeza y sentarse en cuclillas dentro de ellos como si fueran tiendas de campaña, a fin de escuchar con los pies secos cómo resonaba el mar contra el hule.

Pero cuando estábamos con mamá no podíamos hacer «travesuras», como llamaban a nuestros juegos. A ella no le gustaban nada nuestras maldades, porque en cierto modo nunca había sido niña. Tan pronto como llegó a la edad en la que se podía obtener algún provecho de ella, su madre la convirtió en una persona responsable, en una especie de madre para sus hermanos. Los niños no eran por aquellos tiempos mucho más que unos parásitos inútiles para sus padres hasta que se les podía sacar algún provecho.

Mi madre solía decir, con la cara roja de arrepentimiento y sentimiento de culpa por albergar semejantes ideas acerca de personas tan sacrosantas como los propios padres, en especial la madre:

—Mamá prefería trabajar fuera de casa. Siempre estaba embarazada y me endosaba los chicos a mí, además de las tareas domésticas. —Sus palabras no estaban exentas de amargura. Al final agitaba las trenzas con un fuerte movimiento de la cabeza y se quedaba sin respiración, y a veces hasta tenía que sentarse. A sus ojos parecía aflorar una duda muy dolorosa, y tenía que respirar hondo para poder continuar—: Por eso, en realidad nunca supe quién era yo. Excepto que no era una niña. —Tras decir esto callaba, quizá para poder comprobar si Dios la fulminaría con un rayo y detendría de ese modo su corazón desagradecido, que albergaba de su madre una idea tan perversa. Pero como no sucedía nada, añadía para reafirmar su existencia—: Lo único que me dejaban hacer era trabajar, y estaba siempre agotada.

Después, aún con el ahogo, se iba a la cocina para escuchar la agitación de su corazón, que le oprimía el pecho, mientras uno se quedaba escuchando el silencio de la casa.

Cuando los abuelos se separaron, su madre optó por quedársela a ella en vez de a los más pequeños, para así poder encargarle, como era habitual, el cuidado de sus hermanastros y del hogar. Había cumplido diez años. En esto como en todas las demás cosas, lo que primaba era el provecho, pues las relaciones entre las personas se parecían más a los tratos comerciales que a los personales. En cambio, aquél parecía estar completamente ausente de la vida sentimental, pues nadie vive sólo de lo provechoso, aún menos que de lo espiritual, porque el beneficio y la ganancia, incluido lo referente a la riqueza de las naciones, había de hincar sus raíces en el humanismo y la consideración. Con estas dos cosas como norte, es posible usar la razón para que resulte casi factible que cada individuo haga aquello para lo que está autorizado y que es ventajoso para su vida. La idea de provecho, por sí sola, al igual que la de provecho ilimitado, conduce a la esclavitud tarde o temprano y en todas las épocas, aunque la de mis padres no se caracterizase precisamente por ello. También puede conducir a la opresión de una persona o un grupo de personas sobre los demás, independientemente de si se trata de parientes o de gente sin parentesco alguno entre sí, de empresas comerciales o de movimientos políticos. Y esto es así porque la idea de provecho procede de la autoridad de los padres y lleva su sello, en especial el de la mente de la madre y de todo lo que la naturaleza ha cargado sobre sus hombros: criar a los hijos para el mundo porque así lo establece su naturaleza, aunque no su voluntad.

Ya desde muy pequeña anduvo mamá acarreando niños, agobiada por el ajetreo que siempre los acompaña, mucho antes incluso de empezar a tener sus propios hijos y convertirse en madre en sentido pleno, cuando menos desde el punto de vista físico. Pero debido a la educación que había recibido de su madre, y ésta de su propia madre, y esta de la suya y así indefinidamente, a menudo era incapaz de separar el interés de la idea de provecho, y creía que el hecho de que su madre hubiera sabido obtener algún beneficio de una hija ya crecida constituía una prueba de su amor y su preocupación por ella. A veces, sus sentimientos y su lengua parecían estar en desacuerdo entre sí, y cada uno sostenía una opinión distinta. Por eso decía:

—Mi madre me prefería a mí sobre todos los demás. Me encargaba que me ocupase de todo.

En ocasiones, cuando la conciencia de la simpatía empezaba a bullir en nuestro pecho, se nos antojaba extraño ser descendientes suyos, oír su acritud y sentir compasión por ella. También llegué a experimentar una extraña sensación de culpa, y con razón, pues lo que decía de su madre hacía que me sintiera como una auténtica carga para ella, una mujer aún joven que habría podido exigir por lo menos un trocito de su juventud perdida, que habría podido gozar de la vida y disfrutarla «si yo no hubiera nacido». Haber nacido se convirtió en una especie de pecado, en un delito contra el conjunto de las mujeres, y quizás el engendramiento y el nacimiento no sean más que un delito, un crimen de lesa majestad contra la naturaleza y la libertad de las mujeres.

Mi madre tenía un fuerte sentido del deber, que se manifestaba entre otras cosas en que la comida había de llegar caliente a la boca de su marido, sin enfriarse porque los chavales hubieran estado saliéndose del sendero para dar brincos sobre las rocas y para reñir a una fuerza mucho más poderosa que ellos mismos. Correteábamos por los arenales y las barranqueras, para lanzarnos luego a los pedregales que llamaban «De la Fuente», aunque allí no había fuente alguna, salvo aquella de la que manaba el miedo al amenazante agujero sin fondo, el abismo que en nuestra imaginación se abría de repente bajo nuestros pies haciendo que la tierra nos engullera eméritos. Aunque en realidad no había ni fuente ni agujero, así que en este asunto, como en tantos otros, teníamos que contentarnos con fantasías estimulantes pero vacías. Yo lo hacía sin límites, por necesidad, no de emoción sino de magia, hasta que llegábamos ya exhaustos al lugar donde estaban la futura casa y el padre de familia, y lo veíamos a él en medio de un montón de astillas, con las manos y la cara cubiertas de serrín. Lo mirábamos con aquel horrible aspecto, con su máscara de trabajo, y apenas lo reconocíamos.

—Venga, quedaos ahí mirando como bobos —decía entonces—. Así es como tienen que ser los padres de verdad.

Asentíamos con la cabeza.

Creo que aquellas palabras suyas eran absolutamente ciertas. Después de sacudirse el serrín, sentarse a comer con la tartera entre las rodillas y apresar con el tenedor el pescado que contenía, ya no era un papá sino un individuo corriente, hambriento, que intentaba comer hasta saciarse, como cualquier otro. En ese instante era idéntico al señor de Höfn, que comía en la mesa de la cocina y a veces pinchaba a sus hijos con el tenedor si trataban de arrebatarle los bocados más sabrosos. A nosotros ni se nos pasaba por la cabeza intentar algo parecido. Papá comía solo con su tartera mientras nosotros lo mirábamos.

—¿Por qué los mayores siempre os quedáis con lo mejor? —preguntábamos, envidiosos.

—Porque estamos casados —respondía papá.

Oír la palabra «casados» nos provocaba vergüenza y timidez.

—No podréis tomar los bocados más sabrosos, el pecho y los ojos de los corderos, hasta que estéis casados, fletéis una barca de pesca y tengáis mujer y críos, eso es lo que manda la costumbre.

Éramos conscientes de que tendríamos que esperar durante largo tiempo y hacer muchísimas cosas antes de conseguir semejantes privilegios, y pensábamos que si realmente era cierto que el pecho de cordero costaba nada menos que un matrimonio, quizá sería mejor olvidarse de él y de los ojos de cordero y seguir siendo libres e independientes comiendo sólo pescado.

Mientras comía, discutíamos sobre si cada uno de nosotros tenía o no derecho a la comida. Mamá intervenía en las discusiones. Una vez se sentó en una piedra y dijo:

—A mí nunca me dejaban comer nada más que las sobras cuando estaba en Reikiavik, al servicio de gente tan fina como el director del YMCA. Su mujer siempre me decía: «Que te aproveche. Y reza tus oraciones en la cocina antes de comer, pero deja algo de la cola o de la raspa para el gato». —Papá se echó a reír por tan cristiana costumbre, pero mamá continuó—: Era una señora con mucho estilo, que usaba delantal blanco con puntilla todos los días y cuando iba a salir a la calle calentaba las tenacillas de hierro en el fogón y se hacía unos tirabuzones que le caían sobre las mejillas. «Querida, cuando dejes el servicio doméstico tienes que comprarte unas tenacillas», me decía. «Los tirabuzones no ofenden a Dios, pero sí lo hace esa otra forma de peinarse que dentro de nada habrá dejado de estar de moda, la permanente.» Y, recortándome un poquito el sueldo, me regaló las tenacillas como un extra.

Mamá guardaba siempre algo de pescado para el gato, y la raspa se la quedaba ella. Una de las hijas se divertía con el juego de adivinar raspas: las levantaba en alto por un instante y decía qué pescado era o cuántas espinas tenía.

—Era listísima —dijo mamá.

—¿No habría preferido la raspa? —preguntó papá.

—Yo era feliz a mi manera —repuso mamá, aparentando no haberse enterado—. Si una servía en casa de unos comerciantes que lo más caro que vendían era, por ejemplo, cordones de zapatos, el peor sitio en el que te hacían dormir era en la habitación del sótano, al lado del lavadero. A mi hermana, que trabajó en casa de gente finísima, como los hermanos Thors, Bjarni, el del cine, y Snæbjörn, el de la librería inglesa, y lo hacía porque le gustaba todo lo fino, la ponían a dormir en la habitación sin ventanas que había al lado del secadero; y por las noches tenía que pasar agachada por debajo de la colada que había estado lavando todo el día, y se metía en la cama con la espalda casi chorreando.

—Se lo tenía bien merecido, por esnob —opinó papá.

—No lo era —protestó mamá—. Quería aprender las costumbres más finas.

—¿Durmiendo todas las noches con el culo empapado, cayéndole encima el chorreo de los calzoncillos del tío ese del cine y de los demás Thors? —preguntó papá.

—A mí lo único que me caía encima era la palabra de Dios —continuó mamá—. Mis señores pertenecían a dos de las más grandes familias de sacerdotes del país, y estaban siempre hablando de sacerdotes y de viajes pastorales. A mí no me parecía que hubiera nada de fino en las casas de mi hermana. En realidad somos dos personas muy diferentes.

Así se iniciaban en nuestro hogar las discusiones constantes, el contraste de actitudes y de gustos, el choque de temperamentos y el conflicto entre experiencias tan distintas que pugnaban por defender su propio derecho a la palabra, las peleas causadas por las opiniones, la confrontación, todo ello mucho antes de que estuviera acabada la casa.

Ese año la primavera llegó tarde, cargada de lluvias, pero ganó terreno con un ritmo tan marcado como el que las manos de mi padre imprimían a la construcción de la casa en el solar. Había terminado los cimientos de hormigón y ya había comenzado a levantar el armazón. Iba a ser una casa de madera revestida con metal ondulado por fuera. Las planchas grises amontonadas centelleaban a la luz del sol, y percibíamos el olor dulzón de las tablas y de la madera sin desbastar desde mucho antes de llegar al final del sendero.

La hediondez de la chapa ondulada galvanizada, el olor de las virutas de madera recién salidas de las tablas machihembradas o sólo aserradas y el suave aroma del serrín dominaban sobre la fragancia de la tierra pedregosa, el acre hedor del barro y la fetidez de las algas de la playa, y, lejos de desaparecer, después de las lluvias de primavera exhalaban aun con mayor fuerza sus fragancias en el aire templado. Las aves migratorias, que desde entonces han habitado en mi mente como coloridas flores extranjeras, sobrevolaban en pequeños grupos, uno tras otro, trinando o gorjeando, este pobre país de gente más mísera aún, y, tras posarse instintivamente sobre los pedregales, caminaban dando ligeros pasos con sus largas patas y saltaban para huir de nosotros. Algunas semejaban ancianos encorvados, o parecían estar encogidas y cansadas por el largo vuelo. Algo se agitaba en mí al verlas:

«¿Por qué vienen aquí estos hermosos pájaros de colores?

»Por ninguna razón en particular. No es más que su propia naturaleza. Todo lo hermoso no es hermoso por razón alguna, sino que su misma naturaleza es ser hermoso.

»¿Hay algún pájaro que tenga un canto tan bonito como el de las aves migratorias?

»No. Sólo pueden cantar bien las que han viajado por el mundo. Las aves que viven entre nosotros en los pedregales durante todo el año sólo saben graznar o chillar.

»Algunas gorjean.

»O graznan, chillan y gorjean, todo a la vez.

»¿Y por qué vienen las aves cantoras, entonces?

»Parece que vienen sólo para desovar en verano y demostrar que son lo bastante listas como para volver a marcharse a su debido tiempo, en otoño, y evitar así el largo invierno.

»¿No pueden desovar en otro sitio?

»No.

»¿Por qué no?

»La pena arrastra muy lejos a algunos pájaros. Yo también haría un largo viaje para parir si tuviera alas».

En cierto modo, podía percibir esta especie de conversación entre las dos partes de mi naturaleza, gracias a la experiencia de haber viajado una y otra vez acompañando a mi madre por los pedregales, los arenales y el borde del acantilado, en el largo camino que llevaba hasta nuestro futuro hogar.

Perseguíamos a los pájaros para intentar atraparlos. Escapaban corriendo delante de nosotros, se detenían, piaban, y de pronto volvían la cabeza a un lado para comprobar que seguíamos acosándolos. En cuanto veían que nos acercábamos, extendían las alas, golpeaban el suelo con ellas y chillaban. Así comprobábamos que habían anidado y dejábamos de perseguirlos, aunque seguían piando enfadados y caminando entre las piedras y las hierbas.

Nos habían dicho que las aves migratorias eran unos animales muy experimentados que sabían que el ser humano es ladrón por naturaleza, y que utilizaban los más diversos trucos para despistarnos y alejarnos de los nidos y sus huevos, y más tarde de los polluelos. Los huevos eran del mismo color que la tierra y rara vez conseguíamos encontrarlos aunque todo estuviera rebosante de pájaros.

Nuestro futuro vecino venía de vez en cuando a la obra desde su recién edificada casa para observar en silencio a qué ritmo iba creciendo la nuestra, y luego, con voz pausada, decía:

—Hay quien entiende de estas cosas; no es ninguna chapuza.

Papá le había construido la casa durante la primavera y el verano anteriores, mientras nosotros nos congelábamos en la escuela. Algunas veces nos dejaba sentarnos a mi hermano y a mí en las escaleras para sentir el vértigo de las alturas y el marco. Yo era el pequeño y corría más riesgo de caerme. El vecino me sostenía en lo más alto del empinado pasamanos y, al final, me cogía en brazos y decía:

—Ay, mi muchachito.

No solía decir mucho más; y su mujer hablaba aún menos. El vello le asomaba en las orejas y la nariz, y tenía por costumbre caminar por los llanos, no totalmente encorvado, pero sí como si estuviera siempre buscando cosas por el suelo, corderitos enanos, por ejemplo, aunque nunca los encontraba. Llevaba en la cabeza una gorra de visera, siempre la misma, con unas orejeras que le caían por las mejillas; jamás se la quitaba, excepto en los entierros. Parecía que tenía media frente blanca como la cal y un reborde rojo por debajo, e incluso se diría que la coronilla se había curvado para adaptarse a la gorra.

¿Tanto pesaba aquella gorra?

Papá le hablaba en voz muy alta para que sus palabras lograran abrirse paso entre los martillazos y el pelo de las orejas. Por lo demás, rara vez levantaba la vista del trabajo y no nos dispensaba una bienvenida demasiado calurosa cuando llegábamos con la comida. Sin duda, a sus ojos no éramos nada más que unos inútiles que sólo servían para llevarle el condumio.

—No, yo sé hacerlo mucho mejor, y lo encontraré antes que tú —nos decía si intentábamos buscarle una tabla determinada para acercársela y así crecer en su consideración.

Si a pesar de todo insistíamos en hacerlo, nos apartaba de su lado en silencio, con suavidad pero también con determinación, moviendo de una forma especial el canto de la mano en un ademán habitual que venía a significar: «No os acerquéis a mí, no toquéis nada; éste es mi trabajo».

No necesitaba peones, se las apañaba él solo para hacer todo el trabajo sin ninguna ayuda. Así no tenía que darle las gracias a nadie al final, sólo a sí mismo, ni había nadie que pudiera decir: «Vaya, yo también he tenido mi parte en esto». Era muy celoso de sus derechos de autor sobre todo cuanto hacía. A ningún otro tenía por qué interesarle su trabajo excepto a él mismo mientras estaba haciéndolo, pero, una vez terminadas las obras, éstas se le volvían como ajenas, casi molestas, en cuanto pasaban a manos de otras personas, aunque todo aquel tiempo hubiera estado trabajando precisamente para ellas. Le daba igual lo que pensara la gente: lo hacía todo lo mejor que sabía. Hay cierta similitud con la forma de ser de los artistas, siempre distantes, siempre a lo suyo. Saben que nadie puede hacer nada por ellos, de modo que si se sostienen o se caen es por su propio talento y por sus propias obras. De ahí que los artistas estén siempre solos pero sin sufrir de soledad. No necesitan la ayuda de nadie ni su apoyo, a diferencia de lo que le sucede al resto de seres humanos.

Mi madre solía quedarse aparte durante la comida, esperando. Permanecía allí, a cubierto, seguramente temerosa de que el pescado se enfriara y la salsa se solidificara antes de que su marido se dignara dejar las herramientas, se frotase las manos despacio, como si le supusiera un gran esfuerzo, para quitarse la suciedad de encima y empezara por fin a comer con la cuchara y el tenedor en lo que había sido en tiempos una simple lata de pintura. En la niñez le habían enseñado que aunque tuviera poco o casi nada a lo que hincar el diente, e independientemente de donde se encontrase, tenía que sentarse a la mesa con educación, comer con cuidado y masticar como si fuese uno de los comensales del rey en su palacio y estuviese degustando faisán servido en bandeja de oro.

Aquello carecía por completo de sentido para mamá, aunque en ocasiones no podía evitar preguntarle:

—¿No piensas comer antes de que se enfríe todo y la salsa se quede hecha una piedra?

No servía de nada. Él seguía con lo suyo. Igual que él, ella también era de natural solitario en todo lo relacionado con el trato con los demás. Criada en las montañas, prácticamente sin nadie alrededor, se bastaba a sí misma. Por eso nosotros, sus hijos, tenemos cierta necesidad de soledad, que antaño era la característica principal que distinguía a quienes se criaban en el campo o en el mar de quienes crecían entre una muchedumbre, algo que de todas formas no podía darse en sitio alguno de este país tan poco poblado. Todo el mundo se daba cuenta, saltaba a la vista aquel rasgo de carácter de la mayoría de la gente, de unas personas que están solas y que no encuentran en los demás mucha más ayuda de la que pueden proporcionarles las rocas.

«Mi compañía favorita es el trabajo», decía mi padre a veces.

Mi madre aprovechaba cualquier oportunidad, en las fiestas o los convites de cumpleaños, para soltar algo indecoroso, quizá precisamente cuando la alegría alcanzaba el punto culminante y las mujeres se dedicaban a hablar por los codos, criticando a otras mujeres que parecían haber perdido pie en la vida y se quitaban de encima los fetos a montones, mientras los hombres hablaban a gritos de las grandes capturas de pescado y de sus interminables guardias. Entonces, de repente, sentenciaba:

—El hogar es mi mundo.

La gente se quedaba boquiabierta, perdida en medio de las hazañas de sus historias. Por suerte, ella ya había entregado los regalos, de manera que podía dar las gracias sin demasiados problemas y despedirse. Nosotros, en cambio, seguíamos allí sentados, incómodos hasta lo indecible, contemplando a los invitados, que se sentían como si la única ama de casa auténtica de toda la reunión les hubiera propinado un bofetón. Era como si las mujeres hubieran acabado de tener un aborto, y los hombres miraban estupefactos sin lograr comprender a una persona tan poco sociable; las mujeres interpretaban aquellas palabras como una indirecta dirigida a ellas. «¿Es que a ésa no le importan los abortos ni la pesca?», parecían decir sus rostros por un momento. Pero todos conseguían recobrarse enseguida del golpe y volvían con idéntico brío a sus abortos espontáneos y sus grandes capturas, hasta que a todos les entraba el sopor y se quedaban sin nada que decir, entre eructos y bostezos.

Igual que sucede con los artistas y su trato con otras personas o con la sociedad, se fue abriendo una brecha invisible entre mi padre y nosotros. Sólo nos permitía salvarla cuando él mismo así lo ordenaba, o cuando estaba de buen humor. Solía acompañar su ofrecimiento de reproches por lo perezosos que éramos; según él, no hacíamos absolutamente nada y nunca terminábamos lo que nos encargaba. Acostumbrábamos a recibir aquellos reproches en otoño, cuando regresaba después de haber estado trabajando de temporero y comprobaba si le habíamos obedecido bien durante su ausencia. Acatar las órdenes sin que tuviera que estar presente el que las había dado, ser el superior y el subordinado al mismo tiempo, aquélla era la más noble de las virtudes.

Una vez tras otra nos impuso la tarea de perder el verano sacando las piedras del prado y removiendo la tierra para poder convertir aquellos suelos en un patatal antes de que se llenara de hierbajos con la llegada de la primavera.

Los primeros días después de la marcha de papá subíamos al campo a pesar de la pereza y emprendíamos la tarea movidos por nuestro sentido del deber, aunque no nos apetecía demasiado ponernos a quitar piedras.

La lluvia azotaba el pedregal y hacía elevarse aquel extraño hedor de los guijarros. Intentábamos retirar todas las piedras que podíamos, pero al poco rato nos encontrábamos con que debajo de cada una había más piedras, no una sino el doble de las que arrancábamos, cada vez en mayor número y de mayor tamaño, sin que se viera el fin. El espesor del mantillo iba reduciéndose a medida que excavábamos. La tierra estaba repleta de ásperas rocas.

—¿Qué diantres es esto? —preguntó mi hermano mayor, y se detuvo.

Yo continué, porque era perfectamente capaz de decidir por mí mismo si las piedras eran grandes o pequeñas o si mi padre estaba presente o ausente.

Al final nos dimos cuenta de que era mejor sembrar las patatas en medio del picón cuando todo estuviera cubierto de algas en lugar de intentar encontrar mantillo debajo de las piedras. Cuando llegamos a esta conclusión, la pereza consiguió imponerse sobre las piedras y lo fuimos dejando poco a poco; de otro modo, habríamos acabado excavando cada vez más hondo y al llegar a viejos les habríamos visto las suelas de los zapatos a los chinos sin haber conseguido más mantillo para plantar patatas que el que se adhería a las paredes de la olla de hierro que mamá utilizaba para todo, pues en ella guardaba el pescado salado y le quitaba las branquias, y con ella fregaba el suelo, cocía las patatas, echaba el agua sucia y ponía nuestros calcetines en remojo.

—No valéis para nada y no seréis más que unos pordioseros —aseguraba papá cuando, a su regreso como temporero, se paseaba por el prado para comprobar cómo andaban las cosas y si habíamos retirado nuestra ración anual de piedras, que habrían de usarse para levantar una cerca en torno al sacrosanto huerto y a aquel patatal que tan indiferente me resultaba, antes de que se llenase de flores rosas o azules.

Mi padre no permitía que nos acercásemos a él ni física ni espiritualmente; siempre estaba lejos de casa ejerciendo alguno de sus duros trabajos, mientras lo que él quería que fuese la obra de su vida le entretenía en sus horas libres o entre un turno y el siguiente. Las obras de construcción constituían para él una especie de secreto. Por eso no se le podía mostrar más que un pequeño fragmento de esa parte de nuestra vida sentimental que, absurdamente, está hecha sólo para uno mismo, y la única parte que podíamos enseñarle era esa otra que está ahí para regalársela a los demás. Esta porción, estrechamente trenzada con los deseos de compartir con otros las penas, las alegrías y las ideas, de malgastar vida y esfuerzo en compañía, es la búsqueda de alguna orientación, por ejemplo la guía de los padres, que representa la máxima aspiración de los niños. Los niños tienen sed de sus padres, pero cuando llegan el matrimonio y el momento de pensar en la descendencia, la pareja suele haber empezado a tener sed de alguna otra cosa.

En la niñez, el contacto con los parientes más cercanos acostumbra a no producir satisfacción física ni espiritual, sino un sentimiento de vacío mezclado con cierta carencia penosa e intransigente, un ansia y una sed insaciables que el niño intenta una y otra vez, ya mayor, apagar o calmar mediante el abuso de la bebida, por lo menos en este país. Cuando las personas empiezan a tener hijos y se convierten en padres, tienen demasiadas criaturas como para ser capaces ya de albergar sentimientos hacia sus descendientes, o bien son demasiado adultos y experimentados como para convertirse en guías o eventuales compañeros de sus hijos. Los padres están encerrados sin escapatoria posible en los círculos viciosos de la vida, y si al principio los hijos son unos juguetes divertidos y relativamente dóciles, los adultos se hartan de los juguetes en cuanto éstos crecen y pretenden decidir sobre sus propias vidas. Más tarde, esos mismos juguetes manifestarán un inexorable deseo de dominar a los jugueteros con sus exigencias. La voluntad de vivir le da la vuelta a la tortilla. Los juguetes intentan transformar a sus padres en herramientas que habrán de servirles para apoderarse de todo. Suele suceder también, incluso puede decirse que es ley, que el niño cala a sus padres hasta el fondo, porque está con ellos desde su nacimiento, mientras que los padres han alcanzado la edad adulta y la madurez al tener hijos, y esa madurez se ha vuelto egoísta y tiende a rechazar a los niños, pues todo el mundo está obsesionado con sus propios problemas.

La edad es la responsable de que los padres no puedan ponerse en el lugar del niño.

—Han crecido hasta dejar de ser niños y se les han endurecido los sentimientos —decía mi madre.

Los padres son, ante todo, una especie de sobras rancias de los hijos de sus propios padres, pero no son padres de sus propios hijos, y en su cabeza están más presentes sus propios padres que los sentimientos hacia sus propios hijos.

La naturaleza y el carácter de las personas han conformado al ser humano de tal modo que la distancia entre padres e hijos es casi insalvable excepto en nuestros deseos.

La distante cercanía y el exotismo de mi padre nos resultaban atractivos, de modo que lo veíamos como una persona deseable, aunque él no se sintiera atraído por nuestra forma de pensar, que le parecía ridícula o, por decirlo suavemente, demasiado estúpida y grosera. Pero uno siempre andaba dándole vueltas en la cabeza a la pregunta de quien era él, y por eso surgía de inmediato la sana cuestión, imprescindible para la maduración espiritual y la autonomía del niño en momentos posteriores de su vida:

«Pero ¿quién es mi padre?».

«¿Quién es mi madre?»

Si quiero encontrar mi propio camino necesito saber algo de ellos, sin miedo a hollar el terreno sagrado del mito de los padres.

—Lo normal es que los niños no se pregunten esas cosas —decía mi madre.

Muchos padres ni siquiera incitan a sus hijos a que se hagan preguntas. Esto se debe bien a que los niños carecen de imaginación y calor emocional o bien a que sus padres son lo que suele denominarse «mediocres» y no despiertan inquietud espiritual alguna. Esos niños no piensan en cómo pueden ser sus padres. Y a veces no lo hacen porque los padres han despertado en sus hijos ciertas necesidades y después las han satisfecho a su antojo para, más tarde, en algún momento futuro, separarse de ellos en los senderos de la vida, en lugar de haber reflexionado con ellos acerca de los problemas de madurar, un proceso que a los niños les resulta muy difícil afrontar.

Podría pensarse que los padres son la principal causa de la timidez de sus hijos, o incluso de que, ya adultos, esos niños den las gracias secretamente cuando sus padres mueren, sirviéndose de esa frase tan hipócrita y perversa: «Creo que papá se alegrará de poder descansar al fin».

En la vejez, a medida que la mente va perdiendo facultades, despierta por regla general una osadía creciente que se pone de manifiesto en esta pregunta: «¿Quiénes eran mis padres?». Para entonces, ya es tarde. Los niños no encuentran respuesta, no llegan a conclusión alguna y el remordimiento les abrasa la mente. Pero los niños osados, inteligentes, anímicamente independientes, se lo preguntan casi desde que alcanzan el uso de razón, y entonces añaden: «¿Quién soy yo, sobre todo en tanto que descendiente de mis padres?».

Las personas tienen más miedo a reflexionar sobre su madre que sobre su padre y se niegan a pensar en todo aquello que puede haber derivado de la desazón que producía el trato con ella. Nunca se atreven a plantearse la pregunta «¿Quién es mi madre?».

Se puede pensar que la madre es un delito o una palabra que basta con poder usarse como muletilla.

Casi todo el mundo huye de ella como de la peste, se la quitan de encima a toda prisa afirmando con relativa buena conciencia, que siempre fue muy cariñosa, guapa y bondadosa.

Las discusiones sobre las madres proporcionan de ellas, si no una imagen falsificada, sí una caricatura repugnante y vacía. Es posible que la madre se lo merezca. Casi desde el primer momento exige a sus descendientes, con su trato, que hagan sitio en sus mentes para la falta de armonía de todo cuanto les proporcionan la experiencia y la percepción, es decir, por un lado su madre como ser humano corriente, y por otro la imagen de la que es preciso hablar, la de una persona especialísima y a la que tenemos que referirnos escogiendo muy bien las palabras. De ahí el miedo del niño hacia su madre, y el temor que él le inspira a ella. El niño cree que su comportamiento es el adecuado para navegar en semejante contradicción, mientras la madre considera que no ha impulsado suficientemente en él su imagen falsa.

La madre es el verdadero origen del miedo.

La vergüenza asomaba al rostro de mi padre cuando le recordaba aquellas cosas.

—No te comprendo —replicaba—. Mamá siempre decía que yo era el mejor de sus hijos.

Todos temen a sus madres de algún modo. Sufren remordimientos por haberles arrebatado la libertad al nacer, pero no entienden por qué ellas andan siempre tratando de encontrar la mejor manera de librarse de sus hijos. La madre quiere gozar de derecho absoluto sobre su propio cuerpo para procrear o no, pero, una vez que lo ha hecho, lo que le preocupa es cómo encasquetarle los niños a alguien, excepto un rato por las noches a lo sumo.

Las madres sufren también remordimientos por ser capaces de sentirse alegres cuando por fin expulsan al niño de su útero. Tal vez su conciencia les dice que una auténtica madre debe vivir en un embarazo permanente que no concluye en el parto y evita así arrojar a los hijos a este mundo perverso. En la religión cristiana, la madre parece considerar a su propio cuerpo como un mundo aparte, y tiene la obligación de llevar en él a su único hijo durante toda la vida, o hasta que las leyes de la naturaleza la obliguen a parirlo muerto. A cambio, alcanzarán la vida eterna en el seno de Dios, el único Padre de verdad, quien fecundó a ese gran ejemplo de las madres, la Virgen María, a través de un ángel desprovisto de materia o de sexo, su propia imagen, enviado por Él desde el cielo con la finalidad de convertirla en la elegida, superior al hombre, al que ella verá más tarde como mero Padre Putativo en comparación con el Padre Supremo, que está en los Cielos.

Éste era mi padre

Sus hermanos apenas habían dado unos pocos pasos cuando su madre les ordenó entrar, pero les advirtió que no se alejaran mucho de la casa. Hacía buen tiempo y los mayores eran bastante obedientes. Sólo a él le permitieron quedarse dentro. Le pareció extraño, pero no dijo nada porque era obediente y le tenía mucho apego a su madre. Por eso permaneció mucho rato junto a la ventana, aunque sintió algo extraño en su interior al pasar los ojos por la solitaria montaña que se alzaba junto al fiordo, o por las altas y empinadas laderas de los montes que se elevaban en el interior. Era aún por la mañana temprano. De repente vio a su tío a contraluz. La luz era muy brillante. Se acercaba caminando lentamente desde el otro lado de la cresta, y llegó hasta el prado sin mirar hacia la casa, contra su costumbre. La madre no prestaba atención. Por eso él se apartó de la ventana y se dispuso a correr al encuentro de su tío. Pero, sin duda, su madre lo vigilaba desde algún lugar de la casa.

—No vayas a ningún sitio —dijo, y lo llamó para que fuera junto a ella a la habitación en penumbra.

Lo detuvo a medio camino con un torrente de palabras.

—Quédate ahí —le ordenó después.

Obedeció y ella salió, poniéndose una mano sobre los ojos para mirar hacia los prados. Después volvió a entrar. Así transcurrió la mañana.

A mediodía, el tío volvió a casa cruzando la cresta después de la comida y continuó segando la hierba.

El muchacho tomó un bocado con sus hermanos pero no le dejaron salir como de costumbre. Se inquietó e intentó escaparse. La madre parecía estar en guardia, permanentemente en guardia. Debía de tener ojos en el cogote, pues dijo con firmeza, sin darse la vuelta:

—¡Estate quieto!

Habló con aquella voz áspera que bastaba para hacerse obedecer. El niño acató su mandato, pero dirigió sus ojos hacia el prado, y así fue transcurriendo poco a poco aquella larga jornada. La calma, más que la noche, empezó a extender su manto. El sol estaba ya a medio camino en el límpido cielo de poniente, pero brillaba de alguna forma dentro mismo de la tierra. Sus rayos lamían la hierba y la cubrían de un resplandor que transformaba el suelo en verde oro líquido. Al verlo no pudo quedarse quieto y se escabulló afuera para contemplar aquel verdor dorado que se extendía frente a la ventana iluminada en el lado oeste de la casa, y para deslizar las manos por los frescos tallos; era como si estuviera tocando alguna melodía. Su madre se dio cuenta de que se había escapado y lo llamó.

—¡Eh, tú! —gritó con aspereza.

Dejó de interpretar la historia del resplandor y volvió en silencio a las tinieblas.

Estuvo esperando durante un rato que el canto penetrase en la casa.

Escuchó, pero era la sombra del canto, no el canto mismo, de modo que se acercó a la ventana.

—Ven —ordenó su madre señalándolo con el dedo.

Fue hacia ella, que lo fue vistiendo en silencio con sus mejores ropas y le frotó las manos varias veces con un paño húmedo.

—Ahora ponte de pie un momento encima de la silla mientras te seco —le instó con voz muy aguda.

Sintió que se le calmaba el corazón con la anticipación de poder demostrarle a su madre que ya sabía mantener el equilibrio.

Pero todo fue demasiado rápido, sin tiempo para nada; su madre lo levantó con un movimiento ágil y lo colocó encima del asiento de la silla torcida que había delante de la vieja mesa de cocina. Desde aquella posición elevada alcanzó a ver que sobre un lado de la mesa había un hatillo de tela de cuadros, y como la puerta de la casa estaba abierta percibió los últimos restos del aroma del atardecer que llegaba del heno recién puesto a secar. Vio también a su tío, inclinado en el prado, donde el luminoso sol poniente seguía brillando en el cielo y sobre la tierra, bañando la hierba con sus rayos.

Su madre acabó de lavarlo con cuidado y le restregó con fuerza los labios.

—Ya estás limpito —dijo.

El agua aún le cosquilleaba en el rostro al secarse cuando su tío hincó el mango de la guadaña en la tierra y se encaminó hacia la casa.

—Baja de la silla tú solito, yo no te ayudo; pero ten cuidado —advirtió su madre, más tranquila de lo normal, sin darle la mano ni intentar ayudarle—. No dejaré que te caigas, venga, ahora —le animó.

Esta vez no obedeció de inmediato, y siguió contemplando desde la penumbra de la cocina el resplandor rectangular que se divisaba por la puerta abierta. En el resplandor se recortaba la silueta del tío, que se acercaba cada vez más. En su forma de andar había algo que le hizo sentir miedo, casi ni se atrevía a respirar y menos aún a moverse para que la silla no se rompiera. Sabía que debajo de sus pies estaba el asiento en el que los niños tenían que aprender a quedarse sentados quietecitos para que no se les metieran gusanos por el culo.

—Venga —dijo la madre, animándole de nuevo.

Le llegaron las voces de sus hermanos desde delante de la casa, los agudos gemidos lastimeros de las hermanas más pequeñas mezclados con las órdenes tajantes del hermano mayor, mientras el tío avanzaba muy, muy despacio y como con esfuerzo, subiendo la cuesta dentro siempre de aquel resplandor cuadrado. Y entonces relacionó la pesadez de sus pasos con el hatillo de la mesa, y reaccionó. Estaba descolgándose torpemente cuando entró el tío, lo cogió en brazos y agarró el hatillo con la misma mano, sin pronunciar una sola palabra.

La madre le acarició el rostro y, tras darle un beso suave y fugaz en la mejilla, dijo:

—Tienes que ser un buen chico durante toda la vida, porque tu papá se está muriendo.

Acto seguido se tapó la cara con las manos, pero él no respondió. El tío se removió inquieto.

—Así que ya —dijo.

La madre apartó la vista, pero luego se acercó al niño.

—Hijo mío, no puedo seguir teniéndote a mi lado. Primero te irás tú a casa de un padre adoptivo, y a los demás chicos iremos enviándolos poco a poco a casa de otras personas que no son parientes nuestros —explicó mientras le metía el jersey por la cabeza; luego estiró la blusa para ajustársela bien debajo del jersey—. Ahora ve a despedirte de tu padre.

Obedeció y entró en la habitación en tinieblas donde yacía su padre acostado en la cama, inconsciente desde hacía mucho tiempo. No se atrevió a acercarse a él, porque en una ocasión había visto, aterrado, cómo abría la boca y de ella brotaba algo espeso y marrón que caía sobre la almohada y el edredón. Su madre había entrado entonces, consternada, y su padre, con un gesto de su sucia mano, le indicó a él que se alejara. Era como si lo hubiera rechazado.

Después de quedarse un breve rato delante de su padre sin despedirse de él, pues en su inconsciencia el hombre ni siquiera parecía darse cuenta de la proximidad de su hijo, se puso a no escuchar nada, aunque oyó el espeso murmullo del silencio. Permanecería para siempre en su memoria. Volvió entonces junto a su madre. Ella no le preguntó nada. Hasta ese momento, el tío no había abierto la boca, pero ahora respiró profundamente y se despidió a toda prisa.

—Bueno, Þorbjörg, adiós —dijo, y se agachó para salir por la puerta con el muchacho en brazos.

El tío lo sostenía apretado contra su pecho, sujetándolo por debajo del trasero para que pudiera ver a la madre por encima de su hombro, hasta que se perdieron de vista ella y la casa. El niño se removió un poco en los brazos. Sus hermanos desaparecieron también de la vista; continuaban sus juegos delante de la casa y no miraban en su dirección. Él lo observaba todo mientras se rebullía en brazos de su tío. Por un instante vio a su madre delante de la puerta, y a los hermanos, que entraban con ella, ya muy lejos. Volvió a divisar la casa, pero ya no había movimiento ni asomaban rostros por las ventanas.

Habían bajado hasta el prado, y allí estaba la guadaña de pie, firmemente sujeta al duro suelo, resaltando contra el sol del atardecer. El tío la desclavó de un manotazo y se la echó sobre el otro hombro, de tal modo que la hoja sobresalía al lado de su cuello. Había un poco de hierba seca en el filo y en el lomo; lo vio porque la hoja se movía al compás de los pasos, y a veces llegaba casi a rozarle. El sol hacía brillar el filo y resecaba la hierba, que se iba desprendiendo poco a poco. El tío caminaba pesadamente por el suelo irregular y no dijo nada hasta que llegaron al arroyo. Una vez allí, se plantó en mitad del agua e inclinó la cabeza.

—Mira, rapaz —le instó—, allí hay una trucha escondida.

El muchacho miró hacia abajo, al agua, y se sintió marcado.

—Algún día la pescarás —dijo el tío—. ¿Verdad que sí?

El niño no respondió, pero, después de estar un rato con la boca encima del hombro de su tío, paseó la mirada a su alrededor. El mareo disminuyó y entonces empezó a ver, no el río sino el estanque de detrás, donde había unas sombras que a veces daban un respingo muy rápido y desaparecían bajo la turba que colgaba en el borde. Miró tímidamente aquellas sombras de rápidos movimientos a las que el tío asustaba con la hoja de la guadaña.

—¡Mira, rapaz, mira! —repitió el tío, feliz.

El filo y el lomo salieron del agua chorreando, y los últimos restos de hierba seca se desprendieron de la hoja y se alejaron flotando en el arroyo. Cuando el tío continuó la marcha y se echó la guadaña al hombro, el muchacho reparó en lo fría que era el agua que recorría la hoja y goteaba por la punta a un lado del cuello. Caía parcialmente sobre el chaquetón, pero el tío no parecía sentir las gotas, que no tardaban en extendérsele por la espalda. El niño se acurrucó sobre su hombro sin apartar los ojos de la guadaña y las húmedas manchas oscuras que iban creciendo con rapidez.

Llegaron a la casa y entraron por un oscuro corredor que parecía no acabar jamás. Finalmente se abrió a la claridad. El tío lo dejó entonces en el suelo y le hizo sentarse junto a una mesa debajo de la ventana del cuarto que daba al oeste. Se podía oír que en aquella casa no había niños, pues el silencio era absoluto. Había allí dos desconocidos, una anciana y un anciano que no dejaba de secarse las manos en la pernera de los pantalones; el tío era mucho más joven que los otros dos. Ahora el pequeño volvía a estar solo junto a una ventana, y, acostumbrado a obedecer, permaneció largo rato sentado en la silla, sin decir palabra. La anciana se le acercó y le ofreció una morcilla fría. El día había empezado a declinar. A su alrededor todo era desconocido y silencioso. El sol rojizo avanzaba hacia el horizonte mientras la quietud crecía. Al final, como un resplandor de despedida, envió por la ventana un rayo que cayó sobre una de sus manos; seguía allí inmóvil, sentado al lado de la mesa. Notó el cálido roce del sol y, cuando volvió la mano y puso la palma hacia arriba con los dedos un poco doblados, vio que la copa que así había formado se llenaba de claridad. El resplandor lo hechizaba. Se sacudió de la palma de la mano el pálido rayo de sol, apartó de un empujón el plato y los cubiertos y echó a correr soltando un chillido.

La mujer intentó alcanzarlo por el pasillo, pero él siguió corriendo y llorando, dando vueltas a la casa. El tío se presentó de inmediato, y después llegó la anciana, justo detrás. Lo alcanzaron enseguida pero no había forma de calmarlo, gemía en el silencio y el resplandor del atardecer, dentro de su propio vacío, y sentía cómo ese vacío se iba extendiendo hacia la noche que se acercaba desde la lejanía.

—Ya está —dijo la mujer, alarmada pero con dulzura.

El llanto era tan violento que desaparecieron las montañas, las casas y el fiordo, y en el mundo sólo existió el llanto.

Al final le entró un fuerte hipo. Como no podía hipar y llorar a la vez, palideció y dejó de llorar, y se limitó a hipar. Así se rompió el vacío de su mente.

—Que se tome unos sorbos de agua fría para que se le pase el hipo —le sugirió la mujer al tío.

El tío no se movió; se limitó a contemplarlo, absorto.

—Venga —instó ella, alcanzándole un vaso con agua.

Mientras había estado fuera, el tío había conseguido aproximarse al muchacho con astucia, atravesando su dolor.

—Mira, rapaz, mira —dijo alegremente, agitando ante sus ojos un palito y una navaja—. Primero quítate esa ropa mojada, luego ponte a tallar la maderita y prométeme que nunca en tu vida volverás a llorar. Si tallas mucho, no tendrás que hacerlo. —El niño levantó los ojos hacia su tío, que añadió—: Te llamas Bergur y serás muy fuerte. —Le acercó la hoja de la navaja casi hasta la cara. Luego le entregó la navaja y el palo, depositando ambas cosas en sus manos, y le susurró al oído—: Hazlo así. Talla, muchacho, talla… así…

—Yo sé solito —protestó el pequeño con obstinación.

Cuando echó mano del regalo e hincó torpemente la afilada navaja en el palo, vio cómo el filo se hundía de inmediato en la dura madera y algo salía volando de la hoja, como unas plumitas.

—Mira, un pájaro volando —señaló el tío—. Parece un chorlito.

Con aquello se calmó del todo, y permitió que su tía volviera a cogerlo en brazos y lo llevara por el largo corredor, que ya no encontró tan oscuro como antes. Cuando entraron en el cuarto de estar, la mujer le hizo sentarse en el suelo de tierra al lado de la cama, y al poco empezó a tallar tranquilamente. Aquella navaja era suya, como lo era también el palo, y no tenía que compartir nada con nadie.

Era en verdad un huérfano entregado en adopción, pero también el hijo único de aquella casa, el único dueño de todo lo suyo, aunque no fuera dueño de sí mismo en absoluto, salvo de un trocito de su mente. Ya no añoraba su casa; allí no era más que uno entre muchos hermanos y tenía que compartirlo todo con los demás, aunque en realidad el más bruto era el que se quedaba siempre con lo mejor. Ahora todo se había borrado de su mente excepto la navaja y el palo. Se hallaba, y sigue hallándose sumido en una mezcla de olvido y de recuerdos, tallando el mismo palo que a sus ojos era siempre un palo nuevo.

Éste era mi padre a sus cinco años en sus recuerdos y sus siete en la realidad, acogido como huérfano en casa de su padre adoptivo.

Quince años después volvió a encontrarse con su madre tras mucho buscar, aunque dio con ella casi por casualidad. Para entonces había estado viviendo con su padre adoptivo hasta cumplir los veinte, cuando pudo seguir por fin su propio camino, después de trabajar para él aquí y allá, en el campo y en el mar, sin ver un solo céntimo: todas sus ganancias habían servido para pagar al padre adoptivo su crianza. Un día se topó con su madre en el sótano de una casa desconocida, donde ella y su hermana menor, a la que apenas conocía, vivían a oscuras y medio muertas de hambre. Decidió sacar a su madre de la mendicidad, convertirse en un hijo obediente y construir una casa para las dos en un lugar llamado Chozas. Pensaba y sabía que aquello era lo correcto, porque de pronto se había hecho la luz en su mente, en la oscuridad de aquel sótano en el que había encontrado por fin el sentido de su vida, y decidió sufragar los gastos de su madre y de su hermana trabajando aún más, ahora que era libre por entero y podía enrolarse en uno de los arrastreros de la costa sur. Sería el dueño de lo que ganara con su trabajo. Así consiguió un poco de dinero para él y también para su madre y su hermana, lo que significaba mucho para un joven.

—Te llevaré conmigo —le dijo a su madre, inclinándose ante ella.

—Claro, niñito mío —respondió ella.

Continúa la construcción

La construcción de la estructura de madera y la distribución de la casa que habría de cobijarnos de las inclemencias del otoño y el invierno avanzaron con lentitud una vez que el revestimiento hubo encerrado el armazón creando lo que en algún momento tendrían que ser habitaciones. Mi padre parecía aprovechar para gozar de la paz y la tranquilidad entreteniéndose con pequeños trabajos de ebanistería en vez de concluir alguna de aquellas tareas antes de dejar las herramientas para marchar de temporero, algo que de todos modos, esta vez decidió no hacer.

—Ya saldremos adelante de alguna forma —dijo.

—Si te conozco bien, no tendréis mucho de qué preocuparos —afirmó el armador de Höfn durante la cena.

—Eso pienso yo —coincidió su mujer.

Así pues, acordaron que podríamos seguir allí todo el verano y el otoño siguiente, o hasta que acabara la construcción.

—Antes de las navidades sólo podré tener terminada la cocina —advirtió mi padre.

—Imagino que todo saldrá a pedir de boca, estaréis tan ricamente —aseguró la señora de Höfn.

—No te quedes ahí escuchando sin hacer nada —me dijo mamá.

—Este chico va a pasarse la vida debajo de las faldas de su madre —observó la señora de la casa, y añadió que sería más saludable que saliese a caminar al aire libre.

Oí que los demás chicos cantaban canciones guarras en las escaleras aprovechando el buen tiempo y salí para unirme a ellos, y compuse una estupidez que aún recuerdo y que debía de referirse a una vecina, que no nos había hecho nada malo:

Ese loro de Árnarhvol
que dice «esta boca es mía»,
está zurciendo su ropa,
está zurciendo su tropa,
en su hijos caga y mea
y en el orinal los tira.

Los chicos de Höfn se quedaron sin palabras, el poema los había dejado pasmados, y no digamos a la hermana. Aunque comprendían el contenido, no eran eruditos en literatura y por lo tanto no tenían ni idea de que algún complejo había hecho fermentar en mi subconsciente la respuesta a las palabras de su madre y que lo único que estaba haciendo en realidad era quitarme de encima a la mía mediante una pulcra guarrería acerca de una mujer estupenda. Una mujer a la que admiraba porque en su casa, que a mis ojos era un palacio, la entrada de la sala terminaba en un arco del que colgaba una cortina de terciopelo rojo que se sujetaba con abrazaderas a unos postes de madera y que hacía las veces de puerta; la cortina se podía correr con un movimiento brusco para abrir o cerrar el vano, momento en el que se escuchaba una música celestial que surgía de las anillas, aunque otros opinaban que no era más que un chirrido. Así de distintas pueden parecer las cosas. No a todos les entusiasmó el poema por igual, y aún menos a mi madre.

—Es una porquería —opinó mi padre—. Tienes que aplicarte más.

Claro que también él tenía que aplicarse más en la construcción si quería ser considerado maestro constructor, aunque no hubiera estudiado el oficio ni fuera un aprendiz ni un chapuzas. Gracias a su laboriosidad, un arquitecto de Reikiavik, que años atrás se había percatado de sus buenas cualidades mientras estuvo ayudándole a terminar una obra en la que habían surgido complicaciones (mi padre trabajaba para él haciendo las mezclas del cemento), le dio una carta de recomendación y lo animó a solicitar la licencia oficial de carpintero. Así lo hizo, y al poco le entregaron un diploma que hizo enmarcar en negro, aunque no lo colgó de la pared hasta que pudo añadirle un tapetito de flores. En la parte superior del certificado, debajo del cristal, aparecían las palabras DIPLOMA DE CARPINTERO en letras negras y finas pero ligeramente inclinadas. Detrás venía el texto.

El diploma le concedía autorización para «practicar el oficio en taller propio, de acuerdo con la ley 18 de 31 de mayo de 1927». Pero abajo del todo figuraba esta frase, sarcástica y ejemplar: «Concedido según dispensa especial válida hasta el 1 de julio de 1937, referente a los no residentes en esta ciudad».

El llamado «Diploma de Carpintero» estaba firmado con muchas fiorituras de oficio por el entonces gobernador civil de la provincia en Hafnarfjörður, a 28 de junio de 1937. De acuerdo con esto, mi padre apenas habría tenido tiempo de poner manos a la obra, sólo tres días, a menos que se tratara de una errata, lo que suele llamarse un lapsus calami del funcionario que aquella mañana habría llegado a la oficina malhumorado o borracho y sin la menor noción del lugar ni del tiempo, y desde luego ni la más remota idea sobre el año en que estaban.

En Islandia, la mala fe de los funcionarios en el trato con el público se considera algo completamente natural, y se ve incluso como una broma o como algo que se le hace a la víctima a fin de que pueda contárselo a otros para romper la monotonía y el aburrimiento de la vida cotidiana. Por eso siempre se les perdona que cometan cualquier clase de error en el ejercicio de sus funciones, con la excusa de que no se debe a la mala fe ni a la ignorancia, sino a la bebida, y que el abuso de poder obedece exclusivamente a una interpretación equivocada o a un lapsus calami de los subordinados. La bebida lo disculpa todo en una sociedad donde domina la unanimidad en la idea de que nadie es mejor que ningún otro, aunque los individuos gocen de distinta valoración social en la comunidad. Por eso es habitual defenderse de las acusaciones argumentando: «Estaba borracho. No recuerdo nada, y mi falta de memoria me hace inocente». En el caso de mi padre, el lapsus calami pudo haberse producido de modo intencionado o tratarse de una simple broma típica del gobernador civil, o bien de su represalia contra un «no residente en la ciudad», porque un hombre es el gozo de otro en el sentido de que el poderoso puede transformar a quien tiene por debajo en un juguete con el que romper el aburrimiento de la oficina.

En esa época, y de hecho todavía hoy en día, buena parte del placer de las gentes de la cultura y la política consiste en considerar todo lo que queda fuera de Reikiavik como un infinito desierto inanimado, o como pastizales habitados por unos campesinos tan estúpidos que son incapaces hasta de mudarse a la capital.

Sea como fuere, sospecho que las «erratas» le pasaron por completo inadvertidas a mi padre, y por eso la broma no dio en el blanco. Es propio de la gente corriente no intentar enmendar nada en casos parecidos. El trabajador no tiene tiempo para esas cosas. La gente de a pie comparte ese rasgo con los juristas, que siempre son remisos y dejados en el terreno de la justicia.

Pero gracias a ese diploma mi padre, antaño marinero de pesca de bajura, se transformó en un abrir y cerrar de ojos en constructor de casas, y bien que disfrutó del cambio, pues había una gran diferencia entre manipular pescado en alta mar y poner en tierra firme las manos sobre la seca y tibia madera de construcción. Sin embargo, necesitó muchos años para despedirse de sus contramaestres y del mar y convencerse plenamente de que era constructor, y siguió embarcándose en invierno; pero en primavera se dedicaba a construir y reparar casas, mientras que en verano se empleaba como temporero en el campo y en otoño recogía patatas, de tal forma que siempre podía vender en la cooperativa agrícola estatal tres sacos enteros y otro más de nabos e incrementar de ese modo los ingresos familiares.

El diploma de maestro carpintero también le otorgaba el derecho de cobrar salario de maestro, pero él se negó.

—¿Por qué no? —le pregunté una vez.

—Porque habría tenido que cobrar un salario más alto del que habrían podido pagar los pobres, y por eso preferí ejercer de oficial y no estudiar para maestro —respondió—. Haber estudiado me habría obligado a ser injusto. Siempre fui un buen carpintero, con estudios o sin estudios, aunque sin estudios fui más justo.

Esto encajaba con el espíritu de la lógica de la que al parecer se habían imbuido instintivamente mis padres. Esta llegaba al extremo de que en Nochebuena mi padre nos enviaba siempre con un regalo, dinero en un sobre, para su antiguo armador, aunque su familia no era más numerosa que la nuestra y sin duda tenían mayores ingresos; pero, o no sabía administrar su dinero, o no quería hacerlo aunque siempre anduviera quejándose.

Aquellos paseos de Nochebuena cuando faltaba poco para las seis de la tarde, justo antes de que empezaran las celebraciones, me resultaban bastante extraños porque los chicos del armador ya habían recibido sus regalos sin tener que esperar siquiera a «la fiesta propiamente dicha» y el suelo estaba lleno del papel de envolver los regalos de Navidad y otras muchas maravillas, mucho más numerosas en aquella casa que en la nuestra.

Por eso siempre he tenido la sensación de que sólo se quejan los que saben lamentarse para obtener algún beneficio y son capaces de conseguir que el truco les salga bien. Sólo protestan por necesidad psicológica o por avaricia. En cambio, los que tienen auténticos motivos para quejarse suelen guardar silencio, porque no consiguen nada, como siempre ha sucedido, ni siquiera la ocasión de quejarse o de sacar algo en claro de sus lamentaciones haciéndose oír.

—¿Por qué le enviabas regalos a tu jefe todas las navidades? —le pregunté.

—Para asegurarme de que no vendría con reproches en cuanto llegara febrero, haciéndome perder tiempo y horas de trabajo escuchándole —respondió mi padre—. Pero también para no tener que sentir compasión al oír sus lamentaciones en marzo, entonces sobre todo por las cosas de su mujer y de sus hijos. Así que por eso siempre fui generoso con los regalos.

—La miseria procede en gran parte del interior de uno mismo, y por regla general no es culpa de nada ni de nadie —afirmó mi madre.

Como he heredado esta forma de ser, nunca me ha agradado la gente que sale adelante a base de quejas, ni siquiera los artistas. Casi todo el arte contemporáneo está montado, no sobre el talento artístico, sino sobre la capacidad que pueda tener la gente para andarse con ese constante lloriqueo. Todo el mundo lo considera natural, aunque a los artistas sólo les sirve por un breve tiempo a lo largo de su carrera, y puede llegar a hacerlos famosos pero no interesantes ni reconocidos. Antes, el artista rugía como un león; ahora participa en el habitual coro de lamentaciones y de este modo consigue el aplauso de su madre y una buena subvención que le impide ir por ahí con el culo al aire.

La casa era algo así como un juguete, lo que podría denominarse una creación personal, un trabajo concienzudo y de extraordinaria minuciosidad destinado a albergar a una familia. Por eso era obvio que mi padre no aceptaría una separación definitiva de ella y que jamás terminaría la construcción, del mismo modo que un artista nunca termina del todo su obra, sino que se limita a dejar de trabajar en ella, en sentido literal y figurado; un buen día se cansa, se despide de la obra y pierde interés por lo que hasta entonces había sido lo más importante para él.

Igualmente, mi padre no concluyó la casa hasta sesenta años después, cuando se despidió de Reykjanes y volvió a Snæfellsnes. Durante todo ese tiempo había sido un forastero en un lugar lejano. En el exilio no había tenido nunca más hogar que su sentido del deber y sus obras.

Creo que he ido comprendiendo esta vida anímica poco a poco; según las circunstancias, mi yo, mi voluntad y la vida han ido penetrando en mí mientras buceaba en mi interior tratando de conocerme a mí mismo. Creo que en cierto modo me traen sin cuidado los comentarios y los juicios de los demás, pero no quiero que nadie pueda decir de mí: «Has recorrido el mismo camino de mentiras que la mayoría de la gente recorre a lo largo de su vida hasta llegar a la tumba».

En esta búsqueda venía a darme de bruces enseguida con mi padre, que estaba dentro de mí por todas partes y en distintas formas. También encontraba en mi forma de ser muchos rasgos de mi madre, rasgos que yo había visto y de los que había participado. Descubrí en mí mismo mucho más que la idea de que lo que se encuentra en el núcleo mismo de las pasiones procede en su mayor parte de los demás, de toda aquella gente que ha ido desapareciendo a lo largo de los años pero que pervive en mi forma de trabajar, en mi inclinación a enfrentarme a las ideas y las cosas, y también en las formas y los contenidos, en el vacío y la plenitud, en cómo intento enaltecer mi relación con las cosas, y en que las cosas no significan nada para mí en sí mismas o en su utilidad habitual, sino en el hecho de que se las pueda usar para, de alguna manera, poder conservar la vida; algo que siempre he procurado evitar.

Pregunté a mi hombre interior mientras escuchaba a mi padre: «Me pregunto si alguien puede ser alguien por sí mismo, por mucho que se haya esforzado en llegar a ser algo sin ayuda de nadie». Entonces me vino a la cabeza de pronto un suceso insignificante, quizá nimio, que sucedió por mera casualidad un día en que papá estaba trabajando todavía para hacer mínimamente habitable la casa. Apenas lo recordaba, pues no había tenido relevancia para mí hasta que me vino de improviso a la memoria. Entonces lo interpreté a mi manera, le atribuí un significado y recordé las palabras de mi padre. De algún modo se hizo la luz en mi mente y en mi capacidad para comprender que la cosa más simple puede ofrecernos grandes posibilidades si la elaboramos con nuestro entendimiento. Si dejamos que sean otros quienes decidan sobre nuestras acciones, el resultado puede ser terrible.

—¿Es la falta de humanidad lo mejor para lograr hacer algo?

—Sí, en ciertos terrenos —respondió mi padre.

—¿En cuáles?

—Por ejemplo, en el terreno del poder.

Cuando una persona ha dejado que una ocasión se le escape de las manos, todo seguirá igual que antes de que despertara su imaginación, o de que alguna otra cosa, que quizás habitaba en otra persona, llegara a él por arte de magia.

En esta ocasión, la varita mágica fue un regalo que mi padre nos entregó por su propia voluntad.

Los artistas

En las tierras que rodeaban Höfn, más abajo de la colina en la que habían construido la casa para poder ver el mar desde casi todas las ventanas y comprobar si se podría salir a la mar por la mañana o cuándo arribaban a tierra las barcas por la tarde, había una charca de lo más peculiar con un nombre muy misterioso y una forma harto extraña. La conducta del agua no era menos peculiar. La charca no aumentaba y disminuía en función de la lluvia o la sequía, sino que se llenaba todos los días, pero unas veces se la veía llena y otras el agua había desaparecido dejando solamente un fondo lodoso. Esto sucedía con periodicidad fija. En ocasiones podía estar vacía por la tarde y llena a rebosar por la mañana; además, el agua seguía siendo tremendamente salada por mucho que lloviera. La charca recibía el nombre de El Rabo, porque tenía una forma parecida a la de algún animal desconocido dotado de una cola bastante larga que se encogía y se estiraba apuntando hacia la orilla del mar. Sus caprichos eran tan intrigantes como el agua misma, porque la vida de la charca dependía de las mareas y no de las precipitaciones. El agua, a nuestros ojos, era cosa de fantasmas. En el momento en que empezaba a bajar la marea, el mar tiraba de El Rabo y le sacaba el agua, chupando la charca poco a poco a través del negro fondo de lava cubierto de lodo hasta que salía a la orilla del mar. Con la pleamar volvía a inyectar agua de nuevo.

Puede decirse que la charca era fértil, porque en algunos lugares crecía una hierba rala, baja y dura. Verdeaba en primavera, incluso mucho antes de que empezaran a brotar el resto de la vegetación silvestre y los huertos. Durante la pleamar se veían bajo la superficie como unas gotas; era como si las hierbas estuvieran ahogándose y derramaran lágrimas, pero no se trataba sino de burbujas de aire que subían a la superficie al aumentar la presión sobre los tallos. La hierba lloraba ante el cielo. A veces pensábamos que en verdad se ahogaba, y si se escuchaba con atención se alcanzaba a oír una especie de borboteo que llegaba desde el fondo. La tierra y todo cuanto había en ella, hombres y bestias, piedras y hierbas, la naturaleza por entero, poseían una vida interior que no desmerecía la vida espiritual del ser humano y cuyo valor aún teníamos que reconocer. Todo estaba lleno de espíritus, no enanos o duendes, sino existencia viviente.

Los chicos de Höfn se habían construido unos barcos con láminas metálicas de unas latas de aceite que les regalaba su padre después de verter el contenido en el motor de la barca de pesca. Como patrón y armador, pretendía acostumbrar a sus hijos a la náutica desde el primer momento, de manera que era muy generoso con las latas. Papá no era más que uno de los marineros de su barco, y por eso nosotros carecíamos de derecho natural a poseer latas de aceite vacías para construir un barco con ellas y con la ayuda de nuestro padre, que era mejor artesano que el otro papá. De modo que teníamos que sentir hacia ellos esa envidia natural y dolorosa de los que están por debajo, aunque no dijéramos nada. Por esa razón no había en Höfn nada que pudiera despertar en mi hermano o en mí el deseo de trabajar en el mar y dedicarnos a la pesca, ni nada que nos hiciera aspirar a convertirnos en patrones de barco. Pero estábamos en una colina a bastante distancia del mar, mirando con las manos vacías cómo los chicos de Höfn hacían navegar sus barcos en el agua de El Rabo, y lo único que teníamos nosotros era esa sensación justiciera que caracteriza a la envidia. No recuerdo si alguna vez dejamos que saliera a la luz con palabras o protestas o si no nos atrevimos nunca, pero lo más probable es que la escondiéramos con mucho dolor de corazón, aunque a decir verdad aquellos chicos poseían la generosidad propia de quienes tienen tanto que a veces incluso permiten a otros compartir algo con ellos, como, por ejemplo, el entusiasmo por su propia capacidad y por la satisfacción derivada de la posesión de valiosos bienes. Por eso, de vez en cuando se nos permitía, sin tener siquiera que pelear por ello, estar a su lado en las orillas de El Rabo para admirar los barcos y contemplar asombrados cómo las ráfagas de viento mecían las embarcaciones y las empujaban hasta que embarrancaban en las piedras que sobresalían del agua. O para ver cómo flotaban en la superficie sin poder moverse, atrapadas por la calma chicha, pues la cresta de la orilla resguardaba el lugar, y a veces no había forma de hacerlas volver a tierra ni de desembarrancarlas por muchas piedras que tirásemos cerca de donde se hallaban para agitar el agua y que se formaran olas que las fueran empujando poco a poco hacia la orilla. Con frecuencia había que esperar varias horas hasta que llegaba la bajamar y el estanque se vaciaba, momento en el que podíamos ir andando por el barro a recuperar los barcos. Dueños y espectadores estaban indefensos y desamparados por igual cuando las embarcaciones sufrían tales accidentes. A mi hermano y a mí no nos dominaba nunca la misma santa ira justiciera que a los dueños contra las inclemencias de la naturaleza, en especial contra el viento, sino que nos alegrábamos un poco cuando las barcas embarrancaban y ese día ya no había forma de seguir haciéndolas navegar a toda vela. Si por mí hubiera sido, todos ellos se habrían pasado la vida sentados encima de una piedra para que sólo fuera Dios, como suele ser, quien decidiera si la luna tenía que seguir rigiendo las mareas; así vengaba la pena que nos producía nuestra carencia de barcos.

En cierta ocasión, cuando le llevamos la comida a mi padre nos encontramos con que estaba atareado aserrando tablas, y no levantó la vista ni nos miró hasta que hubo terminado la tarea. Esta vez no estaba aserrando el extremo de una viga o una tabla, labor que no dejaba tras de sí más que algunos trozos de madera, sino el borde largo de dos tablas sin desbastar, que había juntado para trabajar con más comodidad. Veíamos cómo el borde iba separándose poco a poco de la tabla y surgían de él dos largos listones, como por arte de magia. Sentimos un ferviente deseo de ser sus dueños en cuanto los vimos crecer a cada pase de la sierra de mi padre. Eran más largos que nosotros. Aquellos apetitosos listones podían convertirnos en hombres hechos y derechos, mayores de lo que éramos en realidad, y además a papá aquellos listones estrechos e inútiles no podían servirle para nada, ni siquiera para leña, pues aún no teníamos cocina de leña, así que no le quedaba más remedio que regalarnos aquellos magníficos tesoros. Papá no sólo era muy hábil con la madera, e insuperable descabezando pescado con un cuchillo encima del caballete, sino que tenía una mente y una lengua muy ágiles; sabía usar la ironía y podía llegar incluso al sarcasmo, en especial cuando no le oía nadie que no fuera de la familia o algunos otros pocos elegidos, porque no era un orador ni le gustaba andar por ahí contando chistes o soltando discursos innecesarios. Además, nunca discutía, por mucho que las disputas constantes sean algo natural en el trato personal; o quizá fuera que no le interesaban en lo más mínimo las peleas verbales excepto cuando él mismo o alguna otra persona era objeto de alguna afrenta inmerecida, pues en tal caso se defendía con intervenciones tan sarcásticas que todo el mundo se quedaba en silencio. Pero rara vez tomaba partido por alguien o defendía una causa ajena, a menos que, como suele decirse, llegase a «enrojecer de ira». En ese tipo de conflicto salía siempre triunfante. Creo que, probablemente, más por la terrible mirada de sus ojos que porque el culpable, que había afrentado a alguien o había atentado contra su decencia, aceptara sus argumentos y comprendiera lo injusto de su proceder. La mente de mi padre y su forma de hablar tenían más profundidad de la que podía captar cualquier persona injusta normal y corriente, pero los injustos y los idiotas no comprenden el significado de las palabras, sólo entienden su sonido cuando, además, ven el gesto de la persona que está hablando. Por lo tanto, lo único que son capaces de entender es la combinación de sonido y gesto. A mi padre le venía muy bien además que la gente supiera de su fuerza y su resistencia físicas. En realidad nunca vencía por sus sentimientos de justicia, que sabía envolver en palabras bien escogidas, sino por la seguridad de unos puños que nunca lanzaba contra otros, a menos que se lo pidieran, como, por ejemplo, cuando los hombres agarraban una buena cogorza en su casa y empezaban a romperlo y destrozarlo todo. Sus esposas venían entonces a nuestra casa a todo correr, o enviaban a los chicos, para pedirle a papá que fuera de inmediato a socorrerlas manteniendo a raya a aquellos rufianes mientras se les pasaban, al menos en parte, la borrachera y la furia.

—Oye, Bergur, mamá te pide por favor que vayas a casa para sujetar a papá —decían atropelladamente.

—¿Qué pasa? —preguntaba él.

—Se ha puesto como loco y ha empezado a romperlo todo, hasta lo del cuarto fino —explicaban sin aliento los chicos, que habían llegado corriendo acompañados del perro, no menos cansado que ellos.

Cuando llegaba uno de aquellos curiosos mensajes, mamá adoptaba una expresión rara y se quedaba más somnolienta de lo habitual, mientras seguía restregando con fuerza la mesa de la cocina con la bayeta. Aquellos hombres y sus mujeres solían ser conocidos nuestros.

Papá no se ponía en marcha de inmediato. No decía nada, pero reunía fuerzas, los labios le palidecían y la punta de la nariz se le ponía blanca casi por completo mientras disponía el ánimo para el enfrentamiento a fin de estar en condiciones de dominar a la bestia.

—¿Podemos ir nosotros también? —preguntábamos ansiosos.

Ni mamá ni él respondían. Por lo general nos permitían acompañarle, y también otros chicos se sumaban a nosotros y nos seguían en fila india para presenciar cómo tiraba al suelo del salón, como a un guiñapo, a un armador o, quizás, a algún antiguo patrón suyo, cómo éste se quedaba allí bufando, y cómo el polvo que solían levantar los pies salía ahora de las esquinas mientras de la boca del rufián manaba espuma que se derramaba sobre la alfombra al tiempo que su esposa, que estaba allí al lado, le espetaba:

—¡Vaya, ahora ya no romperás el marco del retrato de tu abuela, mal bicho!

Yo no sentía especial entusiasmo ni admiración por mi padre cuando lo veía prepararse para la pelea. A buen seguro, pensaba para mis adentros que los hombres valientes no necesitan disponer el ánimo de ningún modo especial para obedecer una necesidad interior o para atender alguna petición de ayuda de los demás, porque acuden tan tranquilos. O, como mucho, dejan que se les dibuje en los labios una sonrisa diabólica llena de ironía hacia ellos mismos y hacia los demás, porque no hay nada más estúpido que tener que justificar los propios derechos o los derechos de los demás; la justicia es algo tan natural que se convierte en simple cuestión de cultura.

Todo solía estar ya hecho añicos y no quedaba nada que romper en aquellos misteriosos accesos de furia que afectaban incluso a quienes en el trato diario eran hombres irreprochables.

¿Por qué se encolerizaban de aquella forma sin motivo alguno?

Papá los mantenía sujetos boca abajo en el suelo hasta que resultaba evidente que los ángeles habían disipado su furor y sus ganas de pelea, mientras se les entibiaba el ánimo entre estornudos y toses. El polvo y la pelusa del suelo también reposaban ya, o habían dejado al menos de revolotear como de costumbre después de haber estado agitándose furiosos con la pelea, acompañados de la pluma de los edredones rotos. Parte de todo ello se les había metido en la nariz a los borrachos, que resoplaban y suspiraban:

—¡Nunca volveré a dejar que me pase algo semejante!

—A ver si con los estornudos se le ha pasado ya lo peor de la cogorza —decían las mujeres, y le daban a papá una taza de café como pago por haber llevado la paz a su hogar, al menos por un instante, y con la esperanza de que las pesadillas no arrancaran a sus maridos del sueño antes de que se les hubiera pasado del todo y éstos volvieran a comportarse como buenos cristianos y se dedicaran a machacar pescado seco y cabezas de bacalao para la cena.

—Espera un momentito y bébete el café tranquilamente —sugerían—. Quizás ese bribón se despierte pronto y haya que volver a quitarle la sed.

Papá obedecía y se bebía a sorbitos el café hirviendo, un tanto deprimido porque era demasiado fuerte e inteligente para guardar cuentas pendientes con otros hombres o para castigarlos. Casi todo lo que solemos denominar «debilidades masculinas» quedaba por debajo de su concepto de dignidad. Él consideraba la debilidad como una estupidez, en especial la que se deriva de la falta de experiencia de la vida, como por ejemplo, el dejarse llevar y rendirse a las tentaciones.

—A fin de cuentas, las tentaciones lo que quieren es estar en paz con uno —solía decir.

A veces era como si su visión de la vida hubiera sido elaborada por un niño inocente a partir de la ideología de una biblia del ridículo y la vergüenza masculinas, aunque no de la Sagrada, porque ésta nunca la abría y en algunas cuestiones tenía auténtica aversión a la religión cristiana, como les sucede con frecuencia a los hombres fuertes. El caso es que la Sagrada Escritura ordena no preocuparse de uno mismo hasta haber terminado el trabajo cotidiano. Una vez concluido, hay que descansar hasta que llegue el día siguiente con sus problemas. En realidad, él era demasiado santo para creer en Dios, excepto las raras ocasiones en que las palabras que flotaban a la deriva por su mente le empujaban a ello, pues se enlazaban por sí solas y construían frases religiosas.

Los listones cayeron al suelo cuando hubo acabado de serrar. Los recogió al instante y nos los entregó, uno a cada uno, sin que tuviéramos necesidad de pedírselos. Echamos mano de ellos y le dimos las gracias, aunque apenas podíamos dar crédito a nuestros ojos.

Mi padre nos miró divertido y dijo:

—Bueno, chicos, coged las varitas mágicas.

Mucho más tarde, cuando aquel suceso me volvió de pronto a la memoria por ninguna razón en especial, fue como si hubiera tenido que olvidarlo a fin de poder concederle en mi subconsciente un significado preciso. Entonces empecé a verlo con más claridad, y acabé por comprender que venía a explicar lo que se necesita para mantener la autoridad en nuestra relación con los demás. Pero cuando papá nos regaló los listones de esta historia los agarramos sin hacernos de rogar, casi locos de alegría, y los blandimos listos para el combate. Claro que mamá nos advirtió:

—Tened cuidado, os vais a meter una astilla en el ojo, o se os clavará en una mano y os infectará la sangre.

La gente tenía mucho miedo de esas infecciones. Cuando papá vio lo grandes que nos creíamos, intentó, como siempre, desanimarnos, rebajar sus palabras de aliento o retirarlas, y hacer que se esfumara la nefasta alegría causada por la invencibilidad que nos proporcionaban nuestras armas. Sonrió con una sonrisa ambigua y dijo:

—Ahora se puede decir que ya sois muy listos, unos verdaderos artistas.

De alguna manera, comprendí el doble sentido de las palabras. Cuando menos, se me quedaron grabadas en lo más profundo mientras estaba allí erguido, empuñando las armas de la victoria.

Me sentí avergonzado al oír lo que acababa de decir mi padre, y desde entonces me he sentido deprimido siempre que utilizo la palabra «artista».

No añadió nada y jamás volvió a tocar el asunto, porque elegir bien las palabras era algo natural en él y estaba convencido de que éstas no estaban ahí para repetirlas a todas horas. Esa clase de palabras sólo se dicen una vez, y cualquier otra cosa no es más que un vano intento de hacerse el ingenioso.

Mucho tiempo después de aquello, seguía resultándome difícil entender por qué un hombre tan inteligente y trabajador como él podía malgastar a veces su valioso tiempo prestando atención a la palabrería de otros, o revistiendo de un ropaje adecuado la falta de ideas de unos idiotas, a fin de ayudar a unos pobres hombres más cortos de entendederas y con más dificultades de expresión que él mismo y que no suelen tener más objetivo que salvarse de cualquier estupidez o ahorrar y enriquecerse, pues esa clase de gente se guía sobre todo por la fuerza de la avaricia. Él parecía no pensar siquiera en la posibilidad de obtener algo en provecho propio, igual que quienes no valoran otros honores que los que hallan en sus propias palabras. Llegué a comprender que uno de los motivos tenía que ser que le divertía más una idea corrupta que otra adecuada, pues aquélla es, en cierto modo, más artística, en especial si se tiene en cuenta que las ideas consideradas correctas y adecuadas en este país consisten sobre todo en clichés estereotipados sacados de los sermones de los curas más incultos. Jugar con las ideas es algo básicamente desconocido, excepto en su versión más perversa, cuando se hace con algún fin maligno, que por lo general es insultar o humillar. Su permanente buena disposición a ayudar a los demás poniéndoles las palabras en la boca servía asimismo para superar su propia condición de huérfano adoptado, que nunca le había permitido sostener opiniones independientes, contrarias o, mucho menos aún, divertidas, sobre cualquier tema o persona en presencia de su padre adoptivo o de unos desconocidos, pese a que en verdad tenía un gran sentido del humor; desde luego, no podía hacerlo cuando estaban charlando con comerciantes o propietarios de ovejas o barcos de pesca. Prácticamente hasta nuestros propios días, éstos eran los únicos hombres a los que había que mostrar algún respeto en los asuntos mundanos, donde la autoridad siempre tiene la razón.

Hasta mucho después de cumplir los veinte años, mi padre no pudo decir nada que surgiera de él mismo, nada que no hiera la expresión de su acuerdo con los demás, de manera que, en posteriores etapas de su vida, llegó a tener una fe inquebrantable en esa forma de educación, pues no conocía otra mejor, y la reflexión independiente sólo le parecía permisible como mero juego. Cuando exteriorizaba una idea, las palabras expresaban algo distinto o diametralmente opuesto a lo que él creía. Dominaba el juego del lenguaje y estaba decidido a dispensar a sus hijos una educación tan decente como la que él mismo había recibido y que consideraba propia de las virtudes patrias de quienes trabajaban en el campo o en la mar. Por eso, una vez que él hubo fundado una familia, cuando algún desconocido visitaba nuestro hogar, nosotros teníamos que guardar silencio y desaparecer lo antes posible; no se nos permitía quedarnos allí delante, ni siquiera cerca, para evitar que acabáramos haciendo tonterías y nos entrometiéramos en la conversación o que el huésped pudiera oírnos. Y, desde luego, de ninguna manera podíamos ver comer a las visitas. En realidad, todo el mundo tenía que quedarse fuera de la habitación ese rato, o esconderse para evitar que el huésped pensara que no podía comer todo cuanto le apeteciera y que el anfitrión estaba calculando cuánto tragaba. Era una costumbre del pueblo llano y una muestra de cortesía por parte de los pobres. También a mi padre lo echaban del comedor durante su niñez, hasta que llegó a la edad en que se le autorizó a escuchar a los huéspedes. En todas estas cosas no era un padre sino una especie de responsabilísimo «padre adoptivo» de sus propios hijos.

Lo más terrible sucedió una vez que dije algo que un huésped nuestro alcanzó a oír, y me aplicaron un castigo que había de ser aún más ejemplar por aplicarse en presencia del visitante. El invitado tenía que comprobar que los niños recibíamos una educación estricta, y yo «me había cubierto de vergüenza mucho más de lo permisible», como solía decirse. Por supuesto, deseé que la tierra me tragara, que se abriera un agujero en el suelo y me engullera, que la tierra hiciera por una fracción de segundo el favor de devorarme. Pero lo que aquella forma de educación acabó por conseguir fue que me escondiera debajo de la mesa de la cocina, protegido por el largo mantel de hule que la cubría. Así que ahí estaba yo, sin hacer nada ni atreverme a dejarme ver. El huésped tardaba más de lo normal en marcharse. Esperé buena parte del día; mi vejiga estaba a punto de reventar, pero procuré contenerme haciendo fuerza, como correspondía a un niño cristiano a quien no se le puede ni pasar por la cabeza hacerse pis en los pantalones. Cuando la presión en la vejiga y la cabeza se hizo insoportable, y Dios seguía sin aparecer con un orinal, me dio lo que se llamaba un «ataque de nervios»: me lancé contra las piernas del huésped y le mordí en la pantorrilla soltando un chillido. Él se llevó un susto tremendo, se apartó de la mesa dando un respingo y miró debajo del hule. Lo que vio bastó para hacer que se encaminara hacia la puerta, escandalizado por tan humillante trato, y yo me gané una azotaina doble. La primera, por morder al huésped; y la segunda, por hacerme pis encima mientras se me sometía a un justo castigo, con lo que eché a perder la influencia correctora que los azotes habían de ejercer sobre mí. Durante este conflicto educativo debió de cruzárseme algo por la parte perversa de mi mente, quizá también mientras estaba en el suelo, mojado y con el culo dolorido, porque cuando me levanté me vengué de forma terrible dando rienda suelta a mis sentimientos y arrojando sobre mis padres palabras espantosas. En lugar de defenderse se quedaron atónitos, sin comprender mi transformación, creyendo ver en mí una encarnación del demonio. Después de aquello nunca volvieron a ponerme las manos encima, y cuando lo intentaban tenían que vérselas con mis palabras, así que decidieron que yo mismo tendría que ocuparme de mi propia educación y decidir en cada ocasión qué era lo bueno y qué lo malo, qué lo apropiado y qué lo inapropiado. Fue una idea estupenda, y siempre la he puesto en práctica desde que, cuando debía de tener unos seis años, y con la vejiga a punto de reventar, le clavé los dientes a aquel huésped que no se iba nunca.

Debajo de la mesa de la cocina me di cuenta de que quien calla y se deja dominar no puede contar con más ayuda que la que procede de su propia inteligencia y de su propia pericia verbal, habilidades de cuya existencia nadie se ha percatado hasta que empieza uno a utilizarlas cuando ya están tan alteradas por la explosión de unos sentimientos que se abren camino a dentelladas en el pleno sentido de la palabra, aunque no sea mordiendo la pierna de algún huésped. Pero lo que sucede en la mayoría de los casos es que la autoestima rara vez se ve tan maltratada como para que semejantes talentos salgan a la luz de forma natural, de modo que se carecerá del valor y la práctica necesarios para poder utilizarlos con esa naturalidad. Nunca consigues la madurez natural como individuo a menos que te rebeles, sobre todo contra tu padre, y, aun en la niñez, logres ver sus defectos e incluso descubras plenamente a tu madre. Y no por eso has de perderles el respeto, sino que pasarás a considerarlos el origen de lo que tú mismo atesoras en lo más profundo de tu ser. Probablemente no sucedió eso con mi padre y su vida anímica. Algo parecido puede decirse de la mayoría de la gente, y por eso las personas autoritarias, con su prepotencia, se imponen con facilidad a las naciones. La gente común no suele tener opinión acerca de nada, a no ser de lo más inmediato, como, por ejemplo, si han conseguido hacer una buena compra, ajustada a sus deseos y sus capacidades; pero cuando contraen matrimonio adquieren una especie de conciencia de sí mismos, sobre todo al fundar una familia, y descubren entonces opiniones que expresan en el seno del hogar, por regla general con intransigencia, y sólo cuando se enfurecen son capaces de hacerlo delante de otras personas. Esto no era exactamente aplicable a mi padre; él no se casó para disponer de un punto de vista distinto al suyo, que en rarísimas ocasiones dejaba salir a la luz y que atesoraba siempre en su fuero interno excepto en casa a las horas de comer. Pero en mi niñez, cuando aprendí a distinguir entre la valentía calculada y la generada exclusivamente por la furia, advertí asimismo que las victorias de la furia son conquistas efímeras; mi padre también lo sabía. Él no alborotaba nunca en casa, pero sí que era irónico y ambiguo, como cuando nos dijo:

—Id con cuidado, chicos, sed juiciosos y no os pongáis nerviosos. Si rompéis esos listones dejaréis de ser listos.

No le prestamos mucha más atención que el día anterior. Los largos listones de madera y las posibilidades que veíamos en ellos, con sus afiladas puntas que se alzaban por encima de nosotros y destacaban contra el cielo, nos tenían nublado el juicio. Además, junto con ellos habíamos recibido un apodo que sólo comprendíamos a medias pero que, precisamente por ello, causaba aún mayor impresión y despertaba nuestra fantasía, como sucede con todo lo que no entendemos con demasiada claridad. Ese modo de comprender es el que mayor impacto ejerce sobre la vida anímica.

Dejamos de acatar las órdenes. Desobedecimos y nos alejamos de mamá a toda carrera, fuimos por el borde del acantilado sin tener ningún cuidado, y en un santiamén estábamos corriendo con los listones en ristre, levantándolos todo lo alto que podíamos, aunque nos deteníamos una y otra vez locos de felicidad, no para arremeter contra nada en especial, sino sólo para apuntar con ellos hacia el cielo al tiempo que chillábamos. Así llegamos hasta el sendero, listos para el combate, sin preocuparnos de que nuestros zapatos y calcetines pudieran estropearse con las piedras, y subimos sofocados las cuestas y bajamos a las hondonadas y volamos por nuevas hoyas. Ya estaba bastante avanzada la primavera; se habían ido sucediendo las nieblas, que llegaban desde el mar cargadas de una tibia humedad que se transformaba en bochorno, y por la arena habían empezado a asomar las hierbas que luego yo llamaría «flor del pis», pues sus flores diminutas despedían un agresivo olor acre, penetrante e imposible de ignorar. Pese a todo, nos dábamos cuenta de que no podíamos quitarnos los impermeables a pesar del buen tiempo, pues a buen seguro caería algún chaparrón en el camino en cuanto llegáramos a los prados, sobre todo al lado del mar; además, sabíamos que sin ellos no tendríamos un aspecto tan fiero. Esta vez llegamos a Höfn empapados de sudor en vez de lluvia y trepamos exhaustos y dando traspiés por el terraplén de la granja, desde donde nos llegaba el habitual griterío de los niños. Llevaban un rato haciendo navegar sus barcos, inmovilizados ya por la calma y el buen tiempo a pesar de las piedras que tiraban al agua para levantar olas que los empujaran.

—¡Mirad, chicos! —gritamos.

Interrumpieron las labores de salvamento, nos miraron boquiabiertos y se olvidaron de sus barcos en cuanto nos vieron bajar colina abajo como una exhalación, con nuestros impermeables de hule ondeando al viento y los listones de madera en alto. El sol parecía arder sobre las puntas. Los chicos se quedaron en silencio, quietos, verdes de envidia, medio asustados y sin saber qué iba a pasar. Todos ellos conocían a la perfección a quienes enarbolaban aquellos cetros. Eran dos chicos que hasta entonces no habían sido más que unos enanos, pero que no sólo habían crecido y se habían puesto a la altura de los reyes, sino que habían visto reforzada su dignidad, vestidos de guerreros, armados con unos listones de madera que eran todo menos vulgares, y que corrían demostrando que eran invencibles. El sol brillaba sobre la tierra árida y arrancaba un bello resplandor de la hierba que respiraba casi ahogada, mientras las burbujas de aire salían a la superficie. Vimos los navíos flotando inertes, varados por las piedras o la quietud del agua, y supimos que no se liberarían hasta que bajara la marea al cabo de muchas horas. Porque la pleamar estaba sólo mediada, y no cabía duda de que los chicos se morirían de impaciencia si no acudíamos en su ayuda.

—¡Tranquilos! —gritamos para calmarlos.

Gracias a lo que llevábamos en nuestras manos, no hacía falta ya seguir buscando más trucos raros; nos dimos perfecta cuenta de la utilidad de nuestros listones y apuntamos sus extremos hacia los muchachos que nos observaban. Jamás habían visto herramientas como aquéllas y advirtieron de inmediato que podían servir para navegar pero también para la guerra, y todos comprendieron perfectamente que a partir de entonces seríamos nosotros quienes llevaríamos la voz cantante en la navegación por El Rabo. Podíamos hundir barcos, salvarlos o ambas cosas a la vez, éramos capaces de todo lo que caracteriza a la autoridad absoluta, pero además habíamos salido victoriosos de la guerra sin necesidad de haber trabado una feroz batalla. De modo que éramos los vencedores y además teníamos una alianza, éramos dos hermanos que habíamos estado mucho tiempo a la defensiva y que de pronto nos habíamos alzado con el poder. Todo esto exigía a gritos enfados, venganza y justas medidas punitivas.

—¿Qué es eso? —preguntaron los chicos, recelosos de nuestras armas, que podían ser inofensivas pero también amenazadoras, y que podían usarse para el bien pero también para el mal.

—¡Listones de madera! —respondimos.

No había forma de saber lo que estarían pensando aquellos muchachos, pero nos miraban embobados.

—¡Ahora somos unos artistas muy listos! —afirmamos.

—Artistas listos —repitieron los chicos como un eco, aunque sin atreverse a exclamar.

Bufaron un poco y sacudieron la cabeza, porque no confiaban demasiado en los artistas, a los que se solía considerar unos idiotas que se peinaban el pelo a lo paje y que no eran más que unos vagos.

—Pues sí, lo somos —insistimos nosotros, confiados en el buen criterio de papa cuando nos dio ese nombre.

—Venga, traed esos palos —dijeron de pronto, evitando detenerse a discutir pequeñeces.

Cuando llegamos a la orilla, los listones demostraron su utilidad para las labores pacíficas, aunque habríamos podido atravesar a aquellos chicos de parte a parte y apoderarnos de su flotilla. Eran suficientemente largos como para alcanzar las piedras con la punta y liberar así las barcas embarrancadas; después podía uno empujarlas por el agua casi hasta donde quisiera. De un plumazo, como por arte de magia, se nos habían alargado los brazos y habían evolucionado la ciencia de la náutica y las leyes marítimas.

Ahora sí era evidente que los listones nos habían transformado en artistas en el pleno sentido de la palabra. Nadie podía llegar tan lejos como nosotros por todo El Rabo para liberar los barcos casi con la mano y conducirlos después a lugar seguro. Habíamos conseguido aunar la necesidad y la habilidad necesarias para satisfacer cualquier deseo y conseguir que el instrumento que utiliza el artista para su obra, tanto si es el pincel como la pluma, sea capaz de producir las formas precisas. Sin duda habría resultado factible liberar los barcos con los bicheros del padre de los chicos, pero éste, aunque era siempre muy complaciente con sus hijos, nunca habría consentido tal cosa, pues su sentido práctico no le permitía prestar nunca nada que perteneciera a su barco. Además, los bicheros eran tan pesados que probablemente habrían hundido los barcos.

—¿De dónde los habéis sacado? —preguntaron todos, agrupándose asombrados a nuestro alrededor.

La pregunta tenía ese tono de fastidio que se detecta en las personas envidiosas cuando tratan con los artistas, pues se percatan de la superioridad de éstos y parecen decir malhumorados: «¿A qué viene eso de creerse superiores a los demás por algo que cualquiera podría hacer si se decidiera a dar rienda suelta a su propio talento, porque a fin de cuentas todos somos artistas?». Sin embargo, se necesita algo más: imaginación suficiente para apreciar lo que en verdad está a la vista de todos, lo que cualquiera podría ver si mirase hacia sí mismo y se contemplara el ombligo en vez de tener siempre la mente puesta en lo exterior.

—¡Nos los dio papá! —respondimos orgullosos, aunque con un poco de remordimiento, pues quienes hasta entonces lo habían tenido todo no tenían siquiera unos listones; era un derecho natural de aquellos chicos poseer cosas y más cosas, sin límite, hasta que llegaran a tener tantas que la abundancia misma los empujara a regalar algo, dado que los propietarios no pueden acabar ahogándose en sus propiedades.

Gracias a semejante generosidad, con sus excedentes se habrían ganado las alabanzas de los pobres y su completa justificación.

Lo que más ansían los de abajo resulta ser siempre poder alabar, servir y regalar cosas a los ricos y poderosos, incluso en las poquísimas ocasiones en las que consiguen liberarse ellos solos, y encima obteniendo provecho de ello.

Estuvimos tentados de retirar nuestras palabras y mentir, como tienen por costumbre los artistas, diciendo que aquellos listones los habíamos conseguido nosotros solos, que éramos listísimos y que habíamos realizado aquel acto de magia mediante conjuros practicados sobre unos vulgares tablones.

Nuestros bienes despertaban profundo respeto, pero más aún el hecho de que a unos muchachos que no tenían ni un solo barco y cuyo padre ni siquiera era contramaestre se les hubiera ocurrido utilizar sus estupendos regalos para desembarrancar las propiedades de otros chicos. Así las cosas, nadie tenía que seguir dependiendo de las mareas, ni esperar el ritmo de la marcha de la naturaleza; los listones habían hecho más de lo que conseguía la realidad, de modo que nos vimos cubiertos de halagos y pudimos bañarnos en nuestra nueva popularidad, convencidos de que a partir de aquel momento tendríamos abiertos todos los caminos. Ya esa misma tarde nos regalaron una lata de aceite vacía para que construyéramos nuestra propia embarcación y la echáramos a navegar junto a las demás.

Al día siguiente casi todo les estaba permitido a los artistas, y bien que disfrutamos de nuestros privilegios; nada parecía más fácil que alcanzar el poder y conservarlo. Para ello había bastado con dos estrechos listones de madera. Pilotábamos nuestro barco por el estanque, lo rescatábamos cuando embarrancaba y de paso liberábamos generosamente los demás. La prosperidad y la singladura de la flotilla dependían de nuestra magnanimidad.

Entonces, de pronto, la obsesión por la justicia se les metió en la cabeza a los chicos de Höfn, lo que era natural, porque hasta entonces la flotilla había sido sólo suya, así como el derecho a navegar, y no querían renunciar ni a una cosa ni a la otra.

Puede demostrarse que este tipo de exigencias es característico de los grupos de poder más intransigentes, y que repugna a la idea de justicia igualitaria, aunque, en este caso, los chicos percibían de forma natural en su infantil inocencia lo que era justo y lo que no. Es algo parecido a lo que antes se afirmaba acerca de los de abajo. Al igual que éstos, aquellos muchachos sentían que la existencia de un derecho idéntico para todos conduce a que quienes están por debajo dejen de aceptar con agrado la generosidad de los otros en cuanto ellos mismos empiezan a poseer algo por sus propios medios. Y esto es inadmisible para los poderosos. A veces les parece apropiado, desde luego, que los inferiores sean dueños de ciertas cosas, pero ciertamente sólo con ayuda de quienes gozan de mejor posición. De modo que los chicos reconocieron que nosotros deberíamos poseer al menos un barco, que ellos nos regalarían; tenían tantos que de vez en cuando podían desprenderse de alguno. Quizá por eso oyeron en su interior el eco de la voz y de la justicia divinas, que no pretende ser tan radical en su magnanimidad como para que unos muchachitos cristianos se ahoguen en latas de aceite mientras otros se mueren de envidia.

De pronto, los chicos de Höfn se dirigieron a mi hermano, que estaba en la orilla de El Rabo, y dijeron en un tono de lo más juicioso y persuasivo:

—Oye, ¿qué hacéis vosotros, que no tenéis más que un barco, con dos listones, cuando uno os bastaría para pilotarlo y rescatarlo si embarranca?

Vi entonces cierta sensación de duda en el gesto de mi hermano, que se hizo más patente cuando continuaron acumulando argumentos:

—¿No sería más lógico y más justo que nosotros, que no tenemos listón pero sí muchos barcos, nos quedemos el otro?

Ahora yo también empezaba a tener mis dudas. Aquello parecía de lo más razonable. Entonces dieron el golpe de gracia añadiendo:

—Porque ¿quién os dio la única barca que tenéis? ¿No perderíamos nosotros mucho más si todos nuestros barcos embarrancaran y zozobraran que si eso mismo le pasara al único que tenéis vosotros?

La interesante perspectiva de la economía política de aquellos muchachos, tan propia del sentimiento justiciero de los niños, nos caló hondo. Pero los chicos sacaron de inmediato los pies del tiesto, enseñaron las uñas y espetaron:

—Dánoslo por las buenas y no nos obligues a tirarte piedras para enseñarte lo que es la justicia.

—Yo no pienso daros el mío —respondió mi hermano, que se aferraba con fuerza a todo lo suyo, por poco que fuera, aunque en verdad comprendía que los chicos tenían razón.

Gracias a la educación que había recibido, ni siquiera tenía que pensarlo. Llevaba en la sangre el impulso de ceder ante los demás, pero pese a todo siguió allí quieto, con la boca abierta.

—¿Qué dices? —preguntaron los chicos, concediéndole un plazo para que se rindiera por las buenas.

A quienes no hayan recibido desde la cuna el don natural de hallar siempre la respuesta justa, sobre todo en lo tocante a las cuestiones que atañen a sus bienes y sus derechos de propiedad, les resultaría extraordinariamente difícil contestar a preguntas tan inocentes como aquélla. Era obvio que a unos niños que tenían un solo barco de nada les servían dos listones, y era injusto por naturaleza que los poseyeran. De manera que a quienes no disponían de ninguno los amparaba, por lógica, el derecho a tener uno, si no los dos, habida cuenta del número de barcos. Eso lo sabe cualquier chaval, porque todos son juristas innatos.

—Responde ahora mismo, porque estamos en nuestro derecho —insistieron los chicos.

Mi hermano calló.

A casi todos los que poseen algo por primera vez les resulta difícil desprenderse de ello, en especial cuando los fuertes presentan sus justas reclamaciones tras haberse visto obligados a ceder por culpa de la astucia del débil, hacia quien habían mostrado una indebida generosidad. El que había sido la parte más débil se da cuenta no sólo de que la parte más fuerte tiene derecho a obtener algo a cambio, sino de que siente compasión por el vencido, así como cierta vergüenza ante la propia victoria, y parece pensar: «¿Por qué yo, un pobre desgraciado, he de vencer a personas más grandes y honorables que yo?». Pues quien apenas ha conocido otra cosa que una derrota tras otra sabe mejor que nadie lo doloroso que es no poseer nada, y ve con la razón de la experiencia que mucho peor ha de ser perder una pequeña parte de unos bienes abundantes que la totalidad de casi nada.

Nadie excepto el poseedor reconoce por propia experiencia qué es perder lo que se posee, y, en consecuencia, sólo él es capaz de saber verdaderamente lo que significa.

Algunos no comprenden estas cosas, y eso es lo que nos pasó a nosotros al principio. De haber tenido nuestras respectivas latas de aceite cada uno de nosotros habría poseído su propio barco, y entonces sí que habríamos podido comprender algo tan simple como aquello. Entonces habríamos necesitado los dos listones sin ningún género de dudas, y no habríamos tenido que regalar ninguno, a menos que hubiéramos sido derrotados en un combate a pedradas. Pero para conseguir otra lata habrían tenido que darse ciertas condiciones especiales, pues no era imaginable que los otros chicos estuvieran dispuestos a hacer gala de alguna forma de generosidad unilateral. Nosotros deberíamos hacer un esfuerzo parecido, que en este caso consistiría en darles un listón a cambio de una lata.

No estábamos acostumbrados a dar, y mucho menos aún a ser generosos: ¿cómo puede pedirle nadie un regalo a quien tiene algo por primera vez?

Entonces nos acometió la duda, como suele sucederles a los artistas deseosos de conservar lo que es suyo y de seguir pilotando su propio navío aunque a otros les moleste que lo hagan navegar contra el viento.

—Creo que no es demasiado pedir que vosotros también deis algo de lo vuestro —dijo tan contenta la mamá de los muchachos al oír los gimoteos y lamentaciones de sus hijos.

Los chicos tienen tan pocos escrúpulos como las chicas a la hora de usar las lágrimas para lo que se creen con el derecho a exigir, y encima lo hacen bien. Si no lo consiguen con las lágrimas utilizan la justicia de la fuerza física, aunque esto es mucho más raro en las mujeres.

Cuando nuestra madre oyó aquel argumento de justicia materna de la madre de los chicos, y vio que estaba ya harta de lloriqueos, apoyó con energía el ruego de la señora, ofreciendo así un ejemplo de la complicidad que reina siempre entre las madres, y nos miró largo rato con gesto maternal. Con aquello bastó y, sin necesidad de que nadie nos lo pidiera, prometimos que permitiríamos a nuestros compañeros de juegos usar uno de los listones, por lo menos de vez en cuando.

Ya habíamos comprendido cómo se manifiesta la naturaleza del poder: se muestra generoso si gracias a ello el menesteroso puede mensurar la magnitud del regalo y, a su vez, él mismo concede acceso ilimitado a sus propias míseras pertenencias. Cuando llega el momento, se le arrebata todo sin el menor remordimiento.

Un día que un barco había embarrancado en un sitio muy malo, uno de los chicos nos pidió que le prestáramos un listón para sacarlo. Recordamos entonces las palabras de nuestras madres y, claro está, satisficimos su deseo. Hizo entonces como cuando alguien tiene un objeto de gran valor y, por algún motivo, un día se ve obligado a pedir que le dejen usar otro parecido pero que pertenece a alguna otra persona: no muestra el menor aprecio por el objeto prestado e incluso considera que es justo demostrar su absoluta falta de valor rompiéndolo. El chico manipuló el listón con tanta fuerza y tal descuido que lo partió.

—¡Bah, menuda mierda os ha dado vuestro padre! —dijo, lleno de desprecio. Después, arrojó los pedazos al agua y ordenó—: ¡Trae el otro, a ver si es un poco mejor!

Teníamos que demostrar lo hábil que era nuestro padre y no podíamos negarnos después de haberle prestado el que se había roto, así que le dimos el otro.

De ese modo pudieron comprender aquellos chicos que el poder absoluto sobre cualquier cosa, incluidos los listones, es mucho más débil de lo que puede hacer creer el miedo que solemos tenerle. La dictadura no se va desgastando poco a poco como la democracia, no se va astillando durante un largo periodo de tiempo, sino que se desmorona con rapidez, por regla general de forma inesperada y sin que nadie alcance a entender cuál es la causa de su caída. La gente se limita a quedarse mirando boquiabierta y pensando: «¿Es posible que la dictadura fuera tan débil?». Y además la dictadura no deja nada tras de sí, lo que seguramente es aún más asombroso.

El chico agarró el segundo listón con gran alegría y corrió a la charca, pero, en lugar de empujar el barco presionó contra las rocas en las que éste había quedado embarrancado. En cuanto fue puesto a prueba, aquel listón resultó no ser mejor que el otro, y le sucedió más o menos como al primero. Ambos estaban rotos, y en un santiamén habíamos perdido nuestra autoridad sobre la navegación en El Rabo. Los pedazos que quedaban apenas eran más largos que el brazo de un niño armado con un palo normal y corriente. Así pues, no sólo mi hermano y yo volvíamos a no tener nada una vez más, sino que quedamos como unos desgraciados de los que se compadecen los chicos buenos, que saben que los otros son incapaces hasta de limpiarse el culo sin ayuda.

Aunque, en favor de los chicos de Höfn, hay que decir que nos permitieron quedarnos con el barco cuando nos proponíamos devolvérselo.

—No somos tan bestias como para quitarles los regalos a los demás —replicaron con el generoso orgullo del ganador.

Para el vencedor es natural llevarse siempre la mejor parte aunque a veces pueda parecer que sale derrotado, si a Dios le da por susurrarle al oído la orden de que practique la generosidad fragmentaria hacia quien se encuentra en desventaja. El que vence sabe que al final estará muy por encima del vencido si, tras la caída, le muestra la debida magnanimidad, rebajándolo así un poquitín más con su generosidad.

Unos días después intentamos camelar a papá para hacernos con unos listones nuevos y mucho más fuertes, a fin de poder demostrar así nuestra propia valía y también la suya, pero nos dijo, en tono de burla:

—No hay más.

—¿Por qué no? —preguntamos.

—Habéis demostrado que no estáis preparados para ser artistas, no habéis sabido usar la razón ni el talento para cuidar lo que se os pone en las manos.

No comprendimos aquellas razones, pero tuvimos que aguantarnos. Papá había avanzado tanto en la primera fase de construcción de la casa que ya no tenía que aserrar tablas largas. Ahora le había llegado el momento a la ebanistería, en la que no se utiliza nada que se parezca a un tablón largo, y mi padre no tenía la menor intención de ponerse a serrar unos nuevos con el objeto de no perder ni un ápice de su dignidad ni del respeto de sus propios hijos, quienes podrían llegar a la misma conclusión que sus adversarios: que en realidad no sabían hacer nada bien; y si nosotros llegábamos a compartir aquella opinión, no cabía duda de que todo el mundo estaría de acuerdo y la vergüenza caería exclusivamente sobre su cabeza.

¿Es que papá no era capaz de advertir semejante peligro?

No. Siguió con su trabajo y ni por un momento se le ocurrió pensar que podía haber perdido parte de la consideración en que le teníamos.

¿Qué era más noble, buscar el favor de aquellos muchachos o intentar hacer justicia a nuestro padre y, con ello, demostrar su talento?

Teníamos que elegir entre dos opciones, algo que desagrada a los niños. En cierto modo era más apetecible ponernos del lado de los otros chicos, pues en realidad teníamos más en común con ellos que con nuestro padre en lo referente a nuestra actitud ante las cosas, porque jugábamos juntos y, en el juego, el niño se ve moldeado por los demás niños. Pero aún no habíamos llegado a esa edad en la que los críos se avergüenzan de sus padres, y seguíamos confiando en que el serrucho nos proporcionaría unos listones nuevos cuando estuviéramos a punto de marcharnos. Sin embargo, no fue así.

—Pedidle a Dios unos listones nuevos —sugirió mamá—. El siempre escucha las oraciones de los niños.

Nos convencimos entonces de que lloverían del cielo los listones de madera, enviados desde allí por nuestro Padre. No nos cabía duda de que, aunque papá tenía la habilidad de ponerle nombre a todo, ignoraba por completo lo que aquello implicaba. Quien alcanza el poder está obligado a conservarlo mediante razonamientos, actos, trucos o engaños, porque, de otro modo, se le respetará tan poco como a los que no son nadie.

¿Quizá las palabras de mi padre eran elocuentes pero vacías?

¿De qué servía tanta elocuencia?

¿Era mejor emplear la violencia para conseguir resultados, en lugar de palabras cuidadosamente elegidas?

Era obvio que elocuencia y energía no tenían por qué ir unidas. Un hombre taciturno y torpe de expresión, como el papá de aquellos muchachos, solía ser más generoso y productivo que nuestro locuaz padre. Aquél tenía un barco y encima iba a comprarse una camioneta. Pese a todo, yo me daba perfecta cuenta de que debería haber sido más cuidadoso con el listón. De haber tenido claro desde el principio que cada uno de nosotros tenía su propio listón y carecía de derecho alguno sobre el otro, habría procurado no abusar del mío por mucho que mi hermano hubiera hecho con el suyo lo que le hubiera venido en gana. En ningún caso tenía que habérselo prestado a nadie, ni permitir que lo usaran. Debería haber sido un déspota, como todos los artistas. Por eso fui yo mismo en realidad quien arrancó el poder de mis propias manos, aunque no lo hiciera rompiendo directamente con ellas el objeto que lo avalaba. Dejé que fuera otro quien lo rompiera, lo que era peor todavía, un chico corriente, un atolondrado que no sabía ni cómo usar un listón con prudencia y destreza. A quienes no son listos por naturaleza nunca se les debe permitir que toquen un solo listón, aunque se les puede dejar que se acerquen para admirar las hazañas que se realizan con él, para aprender y envidiar a quien ha conseguido tal objeto o se ha construido uno por sus propios medios. Un artista listo de verdad es inmune a los halagos, y jamás abandonará su listón aunque se lo pidan con lágrimas en los ojos. Los listones son raros; cuando se consigue uno hay que conservarlo como si fuera un cetro, o morir a su lado, abatido por los propios errores, aunque en tal caso sólo pueda uno culparse a sí mismo.

Papá había perdido la confianza en nuestro talento y los chicos en el de él, y nos quedamos enfadados y cargados de dudas sobre la posición que habríamos de adoptar ante uno y otros.

Entonces tomé la determinación de aprender de la experiencia, sin preguntarme, como un imbécil cualquiera: «¿Qué clase de padre tenemos? ¿Es posible que no esté a la altura de las circunstancias?».

En algún lugar del alma se agitaban las incertidumbres y los interrogantes. Teníamos un referente para la comparación y podíamos estudiar cómo se comportaban dos padres distintos en asuntos similares, y comprobamos que cuando los barcos de los chicos se hundían o se rompían su papá les proporcionaba una lata nueva, sin decir ni pío ni montar un número, para que construyeran otro. Así sus hijos podían ir renovando la flota, y su poderío naval en El Rabo no sufría la más leve modificación. Llamamos la atención de nuestro padre sobre este particular, insistimos intentando usar el mismo método sin desfallecer hasta conseguir unos listones nuevos, pero se enfadó y dijo:

—¡Tenéis que ser unos hombres hechos y derechos para haceros vuestros propios listones, a menos que queráis ser unos zoquetes como esos chicos!

Es probable que me diera cuenta entonces de que ser artista no es sólo cuestión de una necesidad interna que genera un determinado talento y que empuja a utilizarlo como si se tratara de algún don mágico, algo que está vedado a los demás, sino que esa necesidad es también un deseo de superioridad, de conseguir poder y de convertirse en un tirano del arte, aunque no sea el arte mismo sino su espíritu lo que garantice una permanencia en el poder. El artista no puede esperar ayuda ni de su padre para conseguirlo. Un artista tiene que haberse aserrado su propio listón artístico para constituirse en artista, él solo y sin ayuda de nadie, a partir de un material fragmentario que proporcionaría un sinnúmero de listones y que seguirá existiendo después de habérselos cortado, quizá para uso de otros, nunca se sabe.

Ésa puede ser la respuesta a la pregunta de por qué los artistas suelen sentir inclinación por toda clase de dictaduras y al final acaban mal, sobre todo cuando optan por participar en asuntos de gobierno y afirman su interés «por las cuestiones cotidianas que tanto interesan a la gente». Un artista nato que se preocupa por su propia naturaleza nunca vive los acontecimientos que afectan al momento presente, sino que tiene los ojos puestos en lo atemporal.

En la cuestión a la que nos referíamos, el poder ya había sido restituido, y por eso no cambió nuestra forma de mirar embobados el serrucho. Poco a poco se puso de manifiesto que nunca volveríamos a ser artistas del listón con ayuda de nuestro padre. En este asunto, de él no sacaríamos nada. Para él lo fundamental era que la construcción siguiera progresando. Terminó la parte exterior de la casa, y también la de dentro, y ambas quedaron separadas cuando acabó de cerrar las paredes exteriores y la casa dejó de ser una especie de esqueleto de madera basta. El revestimiento externo del entramado formaba un cajón dividido por dentro en cuatro zonas de igual tamaño, que olían a tablones, cepillados o sin desbastar según se hablara de habitaciones o de espacios. La casa era idéntica a las que otros hombres mañosos construían por sí mismos, según la misma estructura, con los tabiques interiores formando una cruz y uniéndose en el centro, en el tubo de la chimenea. Así, el calor de ésta y de la cocina pasaba por unos agujeros a través del aislamiento de las paredes, formado por virutas, que conservaba algo del calor. Era la única calefacción. Mi padre compró la viruta en pacas, en vez de usar musgo corriente, como era habitual.

Las costumbres consagradas estipulaban que la disposición de las habitaciones tenía que hacerse de tal forma que la cocina y el salón dieran al norte y los dormitorios se abrieran al sur. En éstas sólo había una ventana principal y otra más pequeña, igual de alta pero más estrecha, que daban al oeste y el este. La disposición de las ventanas era la misma en todas partes excepto en la cocina, donde no había ventana hacia el oeste.

Pudimos seguir viviendo en Höfn no sólo hasta la primavera sino durante todo el verano y hasta mediados de diciembre, momento en el que nos mudamos, justo antes de Navidad, sin que ningún listón se hubiera desprendido de una tabla para solucionar las cosas. Y, claro, tampoco nos los dieron como regalo de Navidad. En cambio, mamá tuvo el primero de sus «ataques» anuales poco después de las cinco de la tarde del día de Nochebuena, sembrando así el miedo a todo lo que hay de inexplicable en el carácter de los padres, un miedo que se clava en el alma de los niños y puede llegar a destruir lo que llamamos expectativas o ilusiones.

No fue hasta mucho más tarde, después de que hubiera muerto, cuando comprendí en toda su trascendencia el terrible suceso responsable de que tuviera un «ataque» justo a esa hora, aproximadamente las cinco de la tarde del día de Nochebuena, una crisis que arruinó por un tiempo su vida anímica. Fue como si se hundiera de pronto en una especie de oleaje helado en el mar interior de su existencia, zarandeada acá y allá en medio de un océano tempestuoso, en medio de una masa de algas que se le iban enredando y que parecían aliarse con las corrientes para arrastrarla hasta el fondo. Pero de algún modo, consiguió ir abriéndose paso lentamente, nadando con todas sus fuerzas, como por ese azar que determina siempre la vida de las personas, y por fin consiguió llegar a tierra, aterida, exhausta y casi congelada. Luego, entrando poco a poco en calor inmersa en el inquietante silencio, fue recuperándose y probablemente vio algo de luz a lo lejos. No se puso sus mejores ropas como hacían los demás, y nunca dijo «Feliz Navidad».

En la casa nueva

Cuando nos habíamos mudado ya a la casa nueva, mi padre, cansado, se sentaba a veces después del trabajo en un taburete y nos mandaba a mi hermano y a mí que le peináramos el flequillo que le caía en punta sobre la frente. Quería que lo hiciésemos cada uno con su propio peine negro, pero ni había bastante pelo ni la cabeza tenía el tamaño suficiente como para que pudieran trabajar dos personas a la vez. Así que uno peinaba mientras el otro esperaba con el peine en ristre y sólo conseguía meter baza de vez en cuando. Como yo era el más pequeño, al igual que mi peine, nunca conseguía nada, y después de suplicar durante tanto tiempo que al final se me entumecía la muñeca, me negué a peinarle. Desde entonces nunca me dio permiso para hacerlo, y en consecuencia no pude gozar de su favor ni de su estima.

—Eres muy poco atento con tu padre —me decía a veces, pero a mí me daba igual la opinión que pudiera tener de mí.

Mi hermano era mucho más obediente.

—Llevas el mismo nombre que mi padre, tu abuelo, y serás carpintero como nosotros —le decía mi padre, y mi hermano chasqueaba la lengua con satisfacción.

Papá se miraba en un espejito que sostenía en la mano mientras dejaba que le peinaran, y mi hermano le quitaba la caspa con el peine y la echaba al suelo o encima de un periódico.

Aquella ceremonia parecía tener un efecto relajante, pues, al hacer que le peinasen, mi padre se quitaba de encima el cansancio y la tensión. Desaparecía por un instante su constante afición a tomar el pelo a los demás y era evidente que se sentía bien cuando la caspa iba a parar al espejo, como una extraña nevada, ligera y blanca, que se multiplicaba al reflejarse en el cristal.

—Ya me gustaría a mí que el pelo se me multiplicase igual —dijo sonriendo a la caspa y a su propia imagen en el espejo.

Mamá le replicó entonces que fue una estupidez aquella ocurrencia de ir al Parlamento en 1930, y que lo único que había sacado de aquella tontería fueron la caspa y unas buenas entradas.

—Recuerdo que antes no tenías ni caspa ni entradas —agregó, decepcionada por los resultados de las grandes festividades que conmemoraban el milenario del Parlamento islandés.

Papá rió.

—A nadie le vienen la caspa ni las entradas por ir a una fiesta nacional —respondió—, al margen de la calvicie mental de algunos políticos.

Luego añadió que los marinos empezaban a tener caspa y entradas por el cansancio de las guardias, como había podido comprobar en sus propias carnes.

—Yo tenía bastante caspa cuando estaba de marinero en el Imperialist porque en los arrastreros no había ninguna reglamentación sobre las guardias. Sin embargo, al menos hay que decir que la comida era tan mala que los marineros conseguían descansar mientras estaban cagando, que era todo el tiempo.

Aquello nos resultaba muy divertido, como también eso de que la caca nunca echaba la siesta dentro del culo aunque los marineros durmieran y roncaran por el agujero de arriba.

—Cuando el patrón se enteró, mejoró la alimentación y todo el mundo tuvo que trabajar mientras era capaz de mantenerse en pie, así que los marineros dejaron de derrumbarse en medio del montón de pescado y echar allí la diarrea —añadía—. La caspa desapareció cuando tuve el vómito de sangre y me mandaron al sanatorio, donde me permitían estar acostado sobre una pila de almohadones y por fin pude descansar.

Había una foto suya de cuando estaba en el sanatorio, echado sobre un costado, guiñando los ojos un poco a causa del sol, vestido con chaqueta y corbata y cuello duro, tan arreglado que daban ganas de enfermar de tisis para poder ir así de elegante.

«La vida en el sanatorio era pura gandulería, y allí nadie tenía caspa», aducía a veces fríamente. «Pero mucha gente le tenía un miedo inútil a la muerte, aunque a nadie le sale caspa por eso.»

—¿No piensas peinarme como tu hermano? —preguntaba a veces para comprobar si yo seguía de morros.

—No —respondía yo.

—Chico con malas pulgas —decía él—. Que seas hijo mío, cuando yo estoy siempre de buen humor…

—Yo no soy hijo tuyo —le respondí.

—¿Y de quién eres, entonces?

—Una tormenta me arrojó a la tierra —respondí.

Me miró y se le congeló la mirada por la tensión nerviosa, pero se calmó y replicó:

—La vida te deparará muchos problemas si no eres capaz siquiera de peinar a tu papá sin rechistar.

En general yo hacía lo que me mandaban, no tanto por obediencia sino porque me parecía necesario. Sin embargo, estaba convencido de que si yo era hijo suyo no era para peinarle; eso podía hacerlo él solo.

En cierta ocasión le afectó tanto mi impertinencia que me arreó un puñetazo. No lo hizo con todas sus fuerzas, porque era muy robusto y me habría abierto la cabeza, pero fue más que suficiente para quien, como decía él, apenas era un mequetrefe. En el instante en que el puño aterrizó sobre mí, me caí para atrás y la cabeza salió por el cristal de la ventana de la cocina y se quedó presa en el agujero. Tardaron un buen rato en sacarme la cabeza sin dañarla y hubo que ir con mucho cuidado. Durante todo el proceso, y por mucho tiempo después de aquello, sentí un extraño placer al pensar que el vidrio se había hecho añicos y ya no servía, de manera que papá no tendría más remedio que comprar otro. Pero ni se le pasó por la cabeza semejante cosa, y gracias a su inventiva encontró una forma de reparar el agujero. Volvió a encajar los trozos, sacó de algún sitio un pedazo grande de cristal, lo colocó en la ventana por fuera y lo aseguró con clavos.

—Tienes la cabeza bien sujeta —afirmó.

Durante mucho tiempo me gustaba pasar las yemas de los dedos por los bordes del parche y pensar con orgullo y cierto estremecimiento: «Mi cabeza atravesó este cristal sin que se me cayera».

Tan pronto como pensaba aquello dejaba que la cabeza se me cayera mentalmente al suelo, ensangrentada, pero de inmediato metía el dedo índice por las arterias abiertas del cuello para que la sangre no escapase por todas partes en chorros rojos, como cuando se sacrifica a los corderos y se les corta el cuello encima de un barreño blanco esmaltado.

Mi hermano no pudo disfrutar de este placer; él se dedicaba a peinarle con su peinecillo y a estar encantado con su nombre de pila y con el honor del oficio que le esperaba, aunque gruñía un poco fastidiado si se le recordaban las obligaciones que recaían sobre los hombros del primogénito y oficial de peluquería, como cuando papá le preguntaba:

—Puesto que ya de niño te has hecho tan buen peluquero, ahora vas a seguir ocupándote de mí y me vas a servir un buen plato de gachas de avena con pasas, canela, azúcar y leche fría, ¿verdad?

Mi hermano gruñía malhumorado pero no se atrevía a arrojar el peine por miedo a perder la consideración de que gozaba por parte de quienes le prodigaban tantos halagos, pues nunca podía saberse el rumbo que tomarían los acontecimientos y él era muy sensible con respecto a sus cosas. En cambio, yo no tenía ante mí obligaciones que acarrear sobre los hombros a causa de mi nombre, y las ironías me dejaban indiferente. De modo que mi hermano se pasaba la vida cargando con una gran responsabilidad o intentando defenderse de sus futuras obligaciones a base de peinar a nuestro padre con una frecuencia innecesaria: existía el convencimiento de que eso no era nada bueno para el pelo. Quizá deseara sacarle el cerebro a papá con el peine y arrojarlo a la tumba antes de tener que cargar con él. Pero, aparte de eso, envidiaba a su padre el flequillo que, aunque más bien ralo, le caía por la frente más allá de las entradas y llegaba casi hasta la nariz. Él mismo empezó enseguida a dejarse crecer el flequillo, como los demás chicos de su edad, lo que despertaba la admiración de las señoras.

—Vaya si se te da bien eso de dejarte flequillo —decían—. Pronto se te darán igual de bien el dinero y las mujeres. ¿No has pensado en hacerte chófer, para llevarte a todas las mujeres a la cama desde el asiento del conductor?

En esa época, el mayor sueño de las mujeres del pueblo era encontrar un conductor de autobús con zapatos de charol y calcetines negros de seda, o un taxista de Reikiavik que hiciera dinero vendiendo bebidas alcohólicas en los bailes y que se casara con ellas para poner la guinda a sus millones; y el colmo sería cazar a un camionero que las considerara un buen partido y las dejara sentarse junto a él delante después de la jornada laboral y se las llevara luego a la oscura caja del camión para columpiarse al unísono encima de la rueda de repuesto.

Mi hermano se alegró al oír el futuro que le esperaba. El flequillo le llegaba hasta la punta de la nariz si estiraba de él y le ponía encima la palma de la mano. Esto era ya una buena medida, pero naturalmente el objetivo era lograr que el flequillo cayera hasta la boca sin necesidad de ayuda, para poder presumir mordiendo el extremo. Cuando lo consiguiera pasaría a formar parte del grupo de los que se dedicaban a «sujetar las paredes». Podía juntarse con los demás grandullones y apoyarse en los muros de las casas mientras se pasaba el rato empujando y molestando a los más pequeños poniéndoles la zancadilla, mordiéndose orgulloso el flequillo y mascando ruidosamente, sin darse prisa por contestar a la pregunta:

—¿Crees que conseguirás que te llegue a la barbilla?

«Nunca se sabe de lo que son capaces esos chicos», se respondía la gente para sus adentros.

También había conseguido tener el pelo untuoso y reluciente e intentaba doblegarlo con una cinta de punto de dos colores, amarillo y verde, que le cruzaba la frente y pasaba por detrás hasta la coronilla.

Aparte de dejarse peinar por sus hijos papá solía pasarse más tiempo sentado en su silla dedicado a otros menesteres; y se quedaba allí, inclinado junto a la ventana de la cocina, afilando sierras, en especial la grande. Cuando los días se hacían más largos y claros, se entregaba durante más tiempo a esta tarea, hasta la medianoche, en la estancia de la casa que con el tiempo habría de convertirse en una cocina completa con fogón de carbón en vez de un simple infiernillo. Sujetaba la reluciente hoja de sierra entre las rodillas e iba pasando la lima por los dientes, arriba y abajo. Aquel insoportable chirrido le perforaba a uno hasta lo más hondo del alma; nos daba una dentera espantosa cuando frotaba la lima con rapidez.

Yo había oído decir en cierta ocasión que había hombres que sabían hacer música con una sierra, para lo que era necesario un gran virtuosismo, porque el sonido de la sierra tenía que estar lleno de dulzura y en nada se parecía a lo que hacía mi padre. Para poder tocar había que doblar la hoja de la sierra entre la mano izquierda y la rodilla derecha a fin de formar un arco en forma de «ese». Me apetecía oír algún sonido que no fuera aquel tan horrible que taladraba los oídos. Por eso le pedí que tensara la sierra, pues era suficientemente fuerte para hacerlo, y que tocara la mágica melodía que, según dijo un día, había oído tantas veces en el gramófono de Hafnarfjörður, durante la época que trabajó en el Seagull o el Imperialist. Mientras descargaban, a él le dejaban echarse a dormir sobre un colchón puesto en el suelo, en casa de un señor que pegaba suelas y arreglaba botas de marino, oficio que le reportaba tan buenos ingresos, que se había casado y tenía hijas, además de un gramófono y un disco; de todas formas, debía trabajar muchísimo, claro está. Papá hablaba menudo del gramófono, que era un gran lujo en este país, y de cómo se despertaba completamente recuperado, en su colchón colocado sobre el suelo. Las hijas veían que estaba despierto y se asomaban a mirar, soltaban unas risitas y desaparecían. También acudió la señora, que le preguntó con voz alegre: «Pero hombre, ¿acabas de despertarte? ¿Te apetece tomar unas gachas de avena?». Al poco regresaron las chicas, con sus vestidos de lino almidonados. Reían con timidez, y traían una caja. Se quedó mirándolas. «¿Sabes qué es un gramófono?», le preguntaron. Él no respondió, y ellas pusieron en funcionamiento el aparato. A ratos cantaba él mismo a voz en cuello con el disco puesto, y no quiso salir de la cama hasta que se aprendió a la perfección la canción de la condesa que viajaba por el Rin junto a su amado a la luz de la luna.

Ese día le pedí que tocase aquella conmovedora melodía con todas sus sierras.

—¡Hacer música con una sierra! —exclamó mi padre, extrañado de tener un hijo capaz de albergar semejante deseo.

—Dicen que hay gente que sabe hacerlo —aseguré yo.

—Eso sólo lo hacen los tontos y los vagos —replicó mi padre, irritado—. Las sierras están para usarlas como Dios manda, aserrando madera. Toca los dientes.

Estaban afilados como cuchillas. Al afilarlos, un polvillo grisáceo caía sobre la rodilla de mi padre, y parte de él acababa en el suelo. Mi madre lo limpiaba enseguida con un trapo. Lo hacía de una forma de lo más peculiar, dando un pasito adelante con un pie mientras dejaba el otro atrás. Se levantaba toda hinchada y colorada, y con la nariz un poco azul. Luego parecía enfadarse y se apartaba bruscamente las trenzas de la cara con el dorso de la mano. Me asaltaban los remordimientos, pues pensaba que aquello debería hacerlo yo en lugar de ella para que no tuviera necesidad de inclinarse. Papá hacía como si no pasara nada. No era un trabajo excesivo para ella ir limpiando detrás de él, que siempre estaba convencido de sus propios motivos y decía al acabar el trabajo:

—Tocad los dientes ahora, veréis lo afilados que están.

Se me clavaron en las yemas de los dedos y di un respingo.

Le tomé manía a las sierras y me entró un vago deseo de dedicarme a cualquier oficio que no fuese el de carpintero de construcción, un deseo que se debía a que consideraba estúpido convertirse en algo para lo que se posee un talento natural y que no exige un especial esfuerzo.

Mi padre soltó una risotada burlona, puso la sierra a un lado y dijo:

—Así son las sierras cuando están afiladas del todo como Dios manda.

Esto había que entenderlo en el sentido de que el filo de una sierra es un símbolo de su dueño. Cada vez que yo veía una sierra le tocaba los dientes, y podía comprobar que nadie usaba ni conocía las sierras tan bien como mi padre; el filo de la herramienta que utiliza uno es siempre lo más importante, trátese de una sierra de carpintería, de una idea o de una palabra.

Un día de principios de verano preparó a toda prisa una funda de tela de saco para guardar sus sierras, se fue a Reikiavik y subió al coche de línea que enlazaba Biskupstungi con Skálholt. Según contó luego, se apeó en Spóastaðir, entre ladridos de perros. Aunque era temporero y estaba contratado para la siega del heno, también le habían encargado reparar el viejo establo. Antes de marcharse a las nueve de la mañana, después de tomarse unas gachas de avena y un trago de aceite de hígado de bacalao, había colocado muy ordenadamente los útiles de carpintero en la caja de herramientas y nos permitió contemplar la elegancia con que las había dispuesto, cada una en su sitio, no todas amontonadas. Admiramos las herramientas inertes, reposando de su actividad, todas bellamente pulidas, pero no nos dejó tocar nada. En verdad no yacían allí como inútiles cadáveres, y se llevó algunas porque sabía que en el campo las sierras están herrumbrosas y desafiladas.

Concluida la cuidadosa selección, cerró la caja con un candado, y luego nos dejó con mamá y la casa a medio terminar. Antes de despedirse suspiró hondo, como si tratara de retenerlo todo en su mente, satisfecho de la aromática residencia que tenía intención de adecentar a su regreso en otoño; o, por lo menos, compraría una cocina de carbón para que pudiéramos hacer la comida de Navidad, la del día después y la del otro: tasajo de carne ahumada al musgo hecha con una pata del cordero que Jörundur, el diputado del distrito de la antigua sede episcopal de Skálholt, le había dado al contratarlo como temporero. Además tomaríamos pan de centeno; ya teníamos el molde, que clamaba por una masa y un buen horno de carbón.

Cuando mis padres se casaron, mi madre aportó como dote una rueca y un baúl, que a veces llaman «arcón», construido por su padre, además de un molde pintado y redondo para hacer pan de centeno y de un cordero que papá le había dado a mi madre. Había una foto en la que aparecía ella, con barriga y cara de cansada, junto a la pared de una casa bastante destartalada, y también estaba allí el cordero, con la cabeza levantada, como si tratase de morderle el delantal. En cuanto a papá, había llegado al matrimonio sin más aportación que él mismo y su laboriosidad.

Dentro de la casa inacabada no tardé en descubrir el vacío, esa amplitud caótica, encantadora, necesaria, sana y buena que los niños han de llenar de entusiasmo en los veranos, en realidad durante todo el año. Estuviera arriba o abajo, siempre tenía la sensación de vivir en la alegre búsqueda de algo, de eso que nunca encontramos y que tampoco pretendemos encontrar, algo que apenas sospechamos que existe. Pasado un tiempo, el otoño y el invierno demostraron ser épocas más adecuadas para la búsqueda y para jugar al escondite. La penumbra era lo mejor, porque yo comprendía que no somos claridad u oscuridad, sino que somos penumbra material o inmaterial alternativamente.

Es más o menos de esta forma como posee una magia especial lo que está a medio acabar y no se ha cerrado aún por completo. En el fondo, lo que sucede es que ves terminado el armazón de madera de lo que en un futuro estará concluido, y atisbas al mismo tiempo el velo que debe ocultarlo para que todo desaparezca en el exterior. Si se trata de una casa, es quizá porque en ese futuro desconocido lucirá con espléndidos colores. Tendrá un revestimiento de metal ondulado, papel de flores pegado con cola blanca en las paredes interiores y puertas lacadas que dejarán entrar o salir a la gente de las habitaciones; y en la cocina habrá armarios que guardarán platos y tazas. Pero quizá la casa no llegue a terminarse nunca, o quizá progresará sólo hasta un cierto punto y el niño comprenderá que en la misma casa existe diferencia entre lo que ya se considera concluido y todo lo demás, que será mucho más misterioso y atrayente: siempre llegará a ese cierto punto, si tal punto existe de verdad, igual que sucede con nuestra voluntad y con nosotros mismos a lo largo de la vida. Así pues, la vida no se caracteriza por lo que ya está vacío y terminado, sino por las posibilidades que cabe imaginarse. Por lo que respecta a las viviendas humanas, lo principal es poder dormir en ellas por las noches, con más o menos seguridad, en una cama o quizás en el suelo, y que en la cocina haya un fogón de carbón decente. Éste no había llegado todavía y la casa apenas era habitable, incluso en verano. Así que mamá cocinaba en el infiernillo de gas, que tenía dos fuegos, un recipiente ancho por debajo para el queroseno y una puertecita en el quemador para poder encenderlo con una ventana de cristal de mica a través de la cual se veía la oblonga llama azul.

Cuando papá volvió del campo al final del verano se trajo de Reikiavik madera pulida para cubrir el suelo de la cocina de pared a pared, aunque no estaba todavía completamente seca, con lo que al tiempo que ahorraba conseguía que los tablones cubrieran la mayor superficie posible, de pared a pared. También se trajo una cocina de carbón. Sin embargo, el frío del suelo era tremendo y supimos perfectamente lo que son los sabañones en los dedos de los pies, por culpa de la mala calidad de nuestros zapatos, el pésimo aislamiento de la casa, y la delgadez del piso. Mamá cortaba sebo y llenaba con aquella masa gris las grietas que se nos abrían a causa del frío en los dedos de los pies. Frotaba el sebo con mucho cuidado y luego hacía que nos sentásemos un rato delante de la cocina de carbón, con la puerta del fogón abierta, para que se calmara un poco el dolor y fuera formándose callo por encima de la grieta lo antes posible, de modo que se creara una dureza que nos sirviese de protección contra el frío.

—Si se os calientan demasiado los dedos, estiradlos y encogedlos para que se enfríen y se os alivien —decía.

La cocina

—Uno no está instalado en su hogar hasta que ha podido mudarse con su familia por lo menos a la mitad de la casa, la cocina —afirmó mi padre.

Nos quedamos mirándolo e intentando adivinar qué significaba aquello. Era muy suyo eso de decir las cosas a medias. También era en cierta manera sólo medio hombre en casi todo, aunque nunca estuviera ni siquiera medio borracho; no bebía, pues de otro modo quizá le hubiera ocurrido lo que solía decirse de algunos que andaban siempre borrachos de espíritu: que cuando se embriagaban se les despejaba la cabeza. Sin embargo, a veces daba la sensación de que iba a estallar en el momento más insospechado, o de que al mover una mano aparecería algo que habría de dejarle a uno pasmado y a la espera de lo que habría de venir después; pero de pronto empezaba a hablar como antes, volvía a entrar en vereda y uno se quedaba medio atontado, sin comprender nada. La mente de mi padre estaba repleta de manantiales.

¿Tanto vivía en el interior de su mundo mental?

¿Quizás el monólogo se hacía oír a veces de modo inesperado, como quien piensa en voz alta pero se da cuenta a tiempo y calla antes de desvelar sus secretos más ocultos?

Tal vez por eso hubiera podido pensarse que no andaba completamente bien de la cabeza, aunque en realidad no es más que una característica del hombre dubitativo, que en cualquier asunto considera al mismo tiempo un sinfín de posibilidades. Él veía muchas facetas de las cosas con una sola mirada, los pros y los contras de cada cuestión, lo bueno y lo malo, o el mismo Dios en todos los dioses, y creía a la vez en todos y en ninguno. Su fe, por lo tanto, no dependía de si un cierto Dios era, por ejemplo, verdadero o falso, o ni siquiera de si existía, sino del estado de ánimo en que se encontrara él mismo en cada momento. Todo era más bien oscuro y variable, excepto el recuerdo. De él no podía esperarse certeza ni convicción alguna. La naturaleza no tenía ninguna finalidad especial y no le otorgábamos ninguna, sino que la utilizábamos en provecho propio, sin más; pero todo cuanto hacíamos, todas nuestras acciones, poseían alguna finalidad, aunque una misma cosa podía tener finalidades muy diversas, como sucede con el significado de algunas palabras. Uno vive en la significación más bien imprecisa de las cosas y las palabras. El único medio de controlar algo era hacerse una idea de cuál podría ser su utilidad, pero muchas cosas servían para muchos quehaceres diferentes y el único medio de controlarlas era asignarles una utilidad específica, a fin de librarnos de su embrujo al menos por un rato. Lo único que se puede controlar es lo que hace uno mismo; casi todo lo demás es incontrolable.

Esto era asimismo válido tanto para las herramientas de carpintería que mi padre se llevó consigo como para las que dejó durmiendo con sus misterios encerradas en una especie de ataúd que sólo podía abrirse con una única llave, que también se llevó. Todas tenían una determinada finalidad, la sierra serraba, el martillo clavaba clavos, y prestaban servicio a mi padre cuando se usaban de modo apropiado. En el pensamiento regían otras leyes. Era posible clavar clavos con una sierra, y serrar con un martillo. El pensamiento manejaba bastante bien las herramientas como para poder alterar sus usos principales si el juego lo precisaba. Pero la realidad y la imaginación jamás se confundían.

Antes de irse como temporero durante el verano con un baúl grande y pesado, tenía por costumbre llenar hasta la mitad con moneda fraccionaria un pequeño frasco de cristal, un tarro de jalea de frutas. Elegía las monedas con sumo cuidado, ni demasiadas ni demasiado pocas, y, cuando encontraba la proporción debida entre las fraccionarias y las de corona, las ponía todas en un montón sobre la palma de la mano y las echaba en el frasco, colocando una capa en el fondo, otra más arriba, una tercera y una última. Hecho esto, enroscaba la tapa del tarro y lo colocaba en la balda más alta del armario de la cocina. Las monedas estaban dispuestas en capas de diferente espesor, de modo que las de un céntimo quedaban arriba del todo, luego venían las de dos chelines, después las de cinco y otras monedas pequeñas, un valor debajo del otro, hasta llegar a las relucientes piezas de una corona en el fondo. Las monedas de dos coronas, de reciente acuñación, las dejaba escondidas a fin de evitar la tentación de escarbar para cogerlas y acabar malgastándolas mientras él estaba fuera. Ese dinero estaba allí para que lo usáramos, y había de bastarnos durante el verano; con él compraríamos bacaladillas o platijas para el puchero a los hombres que permanecían en el pueblo y salían de pesca.

Cada vez que se abría el armario veíamos cuánto dinero quedaba; el montón iba menguando al tiempo que las capas se entremezclaban según pasaba el verano. El tarro era transparente, de modo que sabíamos exactamente con qué contábamos, y aprendimos a tener una visión general de los medios económicos puestos a nuestra disposición a plazo fijo, a fin de que más adelante en nuestras vidas pudiéramos calcular las necesidades monetarias para alimentación y otros menesteres del alma y del cuerpo y evitar que nos durmiéramos y nos encontráramos de repente con una situación económica desesperada. Como el estómago es incapaz de cualquier moderación, la barriga es incontrolable y puede dilatarse según las necesidades de la glotonería. Las cosas no mejoran en lo que se refiere a otras necesidades, pues no conocen límites, y podemos llegar a desear el mundo entero.

—Apoderarse del mundo entero es el objetivo máximo de la avaricia, por eso los pequeños intentan a veces que les crezca la barriga más de lo que son capaces de aguantar —comentaba con ironía.

Para uso de nuestra imaginación echábamos mano del rey Wamba, que, en consonancia con el significado de su nombre, llegó a tener una barriga tan grande cuando gobernaba el reino de España que sólo podía desplazarse transportándola en una carretilla.

—¿Os gustaría tener una bocaza tan grande que pudierais tragároslo todo si la abrieseis de par en par?

—Sí —respondimos; no teníamos objeción alguna.

—Entonces seríais como aquel que se comió dieciocho galletas con un solo diente —añadió.

Nos quedamos atónitos ante semejante comilona. Zamparse dieciocho galletas con un solo diente era una glotonería aún peor que querer tener la bocaza tan grande como para comerse el mundo entero. Empezamos a preguntarnos:

¿Cómo es posible que una boca con un solo diente se coma tantísimas galletas?

¿Hemos de comer, quizá, según el número de dientes que tengamos?

¿Qué nos dice el número de dientes acerca de las necesidades humanas?

¿Una persona con todos sus dientes tiene automáticamente derecho a más galletas que, por ejemplo, una persona desdentada?

¿Una persona sin dientes no puede comer galletas rellenas, sino sólo galletas maría?

Era fácil responder, si se pensaba con atención: «El arte de hincharse es también pensar en las necesidades de los demás».

—¿Cuándo volverás del campo? —le preguntamos a papá, molestos y fastidiados, aunque por ningún motivo en especial.

—Supongo que antes de que no quede más que el fondo del tarro —respondió.

Y se marchó a la mañana siguiente, con el sabor a aceite de hígado de bacalao en la boca.

Daba comienzo entonces esa estupenda época del año en que jugábamos a imaginar que el tarro se vaciaba en la misma medida en que mamá iba contando una historia tras otra sobre ella misma y otras personas. La primera ocupación por las mañanas era abrir el armario de la cocina para observar el contenido y comprobar si quedaba algo o si a mediodía estaríamos muriéndonos de hambre. Siempre había de sobra detrás del cristal y la etiqueta. En ésta aparecían apetitosas frutas con sus colores auténticos. Habíamos llegado un poco más abajo de la fresa y nos quedaban aún el albaricoque, las dos manzanas, la naranja, el melocotón y la pera. Así que mamá podía sentarse tranquila junto a la ventana de la cocina por las tardes y tener largas charlas con nosotros mientras esperábamos la puesta del sol, aunque por la mañana, al despertar, tuviera la sensación de que el tarro se iba vaciando en la misma medida en que ella desgranaba sus historias.

Te quedabas algo triste al ver que en lugar de morirte de hambre a mediodía comerías pescado cocido, pues aún había suficiente dinero en el frasco. Pero también te alegrabas porque el nivel iba bajando y cada vez faltaba menos tiempo para que papá volviera a casa con monedas suficientes para llenar otro tarro. En cuanto al contenido, había dos o tres formas de enfocar el asunto, como sucedía con tantas otras cosas. Si había mucho, podías comprar lo suficiente, pero nunca conseguirías lo que más deseabas. En cambio, aunque un tarro medio vacío era señal de que aumentaban las posibilidades de muerte por inanición, al mismo tiempo era motivo de alegría anticipada, pues significaba que papá estaba de vuelta y que aparecería en casa en el último momento, justo cuando estuviéramos exhalando el último suspiro, y la única forma de que siguiera en contacto con nosotros sería ir a la casa de al lado para hacer una sesión de espiritismo con la buena de la vecina y entrar en trance.

Cuando el verano tocaba a su fin el orden económico se trastocaba. El tarro se había transformado por completo. En el fondo sólo había un caos de monedas pequeñas, casi todas de un céntimo en lugar de las de dos coronas, así que en lo que había que fijarse cada tarde era en el coche de línea, no en la puesta de sol y las historias de mamá.

De pronto llegaba nuestro padre, a las ocho de alguna tarde, cuando empezaba a oscurecer. La tierra había comenzado a palidecer con las lluvias de otoño, y en el fondo no quedaban más que monedas de dos, uno y cinco céntimos. El tarro pasaba entonces a la historia y la caja roja con tapa ocupaba su lugar. A veces la abría delante de nosotros y decía:

—Venga, oled la cajita, notaréis el olor de los billetes de Jörundur, el diputado de Skálholt.

Aspirábamos por la nariz y sentíamos el acre aroma del dinero.

—¿Qué creéis, huele mucho, poco o regular? —preguntaba.

—Mucho —respondíamos para agradarle.

—¿Bien o mal?

—Bien.

—Me temo que el mundo no habrá progresado mucho cuando crezcáis, si el olor de unos pocos billetes después de un verano de esclavitud os parece suficientemente bueno —dijo.

Mi padre siempre tenía algo que hacer. Ya el día después de su vuelta empezó a trabajar en un aljibe para recoger el agua de lluvia del tejado. Hasta entonces habíamos dependido de la generosidad de los vecinos, que nos cedían parte de su agua dulce. Lo más divertido era ir por ella a la casa de al lado, como la primavera y el verano del primer año, cuando tuvimos la suerte de que nos permitieran alojarnos en la escuela. Entonces íbamos con la lechera amarilla una y otra vez, la vaciábamos en un barreño que había en la cocina y bebíamos de aquella agua, mientras que para los demás usos y para lavar sacábamos del pozo un agua medio salobre. Era un festín beber aquella deliciosa agua dulce que llamábamos «agua de Júlli», en honor del hombre que nos la proporcionaba. Siempre decía:

—Venga, chiquillos, en mi casa podréis tomar tanta agua como queráis mientras quede una sola gota en mi cisterna.

Papá clavó unos canalones en el tejado para recoger nuestra propia agua, y nos pusimos a esperar la lluvia. Cuando empezó a llover subimos a la buhardilla y escuchamos atónitos cómo resonaba el eco en el aljibe medio vacío. El chorro, la reverberación y la oscuridad del aljibe hicieron que, por muy pequeño que fuera, nos imagináramos su interior como un espacio vastísimo. Hizo falta bastante tiempo para que el nivel del agua llegara hasta la tubería que llevaba a la cocina, aunque creíamos que aquello nunca sería posible con aquella infinita inmensidad.

Ese otoño experimenté el primer terror auténtico en toda mi niñez, un terror que sigue aturdiéndome aunque intento dominarlo. Y no puedo eliminarlo ni olvidarlo, porque creo que no surgió de dentro de mí mismo, sino que procedía del hecho de que uno puede ser muchísimas otras personas o tener herencias muy diversas.

Una mañana, al despertarme, vi que mi madre no estaba en ningún lugar de la casa y miré por la ventana buscándola. Habían sido días de intensas heladas, pero las temperaturas empezaban a recuperarse. Sin embargo, aún hacía frío. A mi madre no se la veía por ningún lado. Algo inexpresable me dominó, algo tan horrible que no procedía de mi propia vida anímica, sino que surgía de la realidad y penetraba en sus inmensas extensiones como si estuviera al mismo tiempo en ningún sitio y en todas partes. Salí corriendo, convencido de que mi madre había muerto o había decidido suicidarse. Soplaba un viento gélido, pero lo que me helaba no era el frío sino el hecho de que la inmensa pena que aquel presentimiento anunciaba no me haría romper a llorar, sino que me dejaría reseco y marchito. Así que me pasé un buen rato fuera de la casa con aquel tiempo tan horrible. De pronto llegó mi madre, caminando desde el pedregal con dos cántaros llenos de agua que acarreaba con esfuerzo. Como no había suficiente en la cisterna y se había deshelado algo de nieve, decidió ir a buscar agua a la gran charca que se formaba en una depresión del prado, no lejos de la pared este de la casa.

—Pero ¿qué estás haciendo ahí fuera en ropa interior? —preguntó en cuanto me vio.

No respondí.

—No debes dejarte ver tan ligero de ropa —añadió.

Probablemente vio en mí, o reconoció en sí misma, esa sequedad que no sabes que tienes dentro, pero que sale a la luz en situaciones como aquélla, porque echó agua en un cazo, me lo puso en los labios y me dio de beber. Me sobresalté y sentí frío, y bebí y noté en la lengua el sabor a tierra, no a polvo ni a hierba, sino a la paja seca de mi memoria, algo que sigue viviendo dentro de mí. El agua era amarilla, inolvidable, y mi estómago sigue recordándolo. Después de aquello, papá subió a la buhardilla, metió un cacharro de hierro en el aljibe y el agua pudo llegar por fin hasta la tubería que estaba conectada al grifo. Tenía cierto sabor a cemento, pero nos dimos por satisfechos y ya no hubo necesidad de ir a buscar agua o de pedirla por favor, excepto cuando venían invitados.

—No puedo imaginarme dándole a ningún bicho viviente un café con sabor a cemento —alegó mamá.

Papá no dijo nada, pues era evidente a qué invitado se refería. Seguramente estaría esperando que Jörundur apareciera ese otoño, porque acababa de repararle el establo y no le iba demasiado trabajar como temporero en el interior, aunque lo hiciera porque en verano lo único que se podía hacer era abrirse de piernas en una ciénaga, lloviese o hiciese sol, a segar heno para los campesinos. Maldecía segar y preparar gavillas, labor que le dejaban a él por su gran fuerza física. Pero lo que de verdad le fastidiaba eran las bestias, y tener una vaca lechera le apetecía más en teoría que en la realidad. Yo solía soñar con vacas. Son los únicos animales que se me han aparecido en sueños, con un curioso mugido, a veces tan real que pensaba que el sueño ya se había materializado. Estaban en la esquina del lavadero, y yo no conseguía entender nunca aquella extraña afición suya. Pero papá no parecía tener interés alguno por convertir el sueño en realidad y poder tomar todo el tiempo gachas con leche, espolvoreadas con canela y mucho azúcar. En cambio, mi sueño era tan vivo que, aunque se desvanecía en cuanto despertaba, siempre creí que en algún momento podría agarrarlo del rabo (todos los sueños tienen rabo) para arrastrarlo a la realidad a través del estrecho anillo que separaba el sueño de la vigilia, igual que la bisabuela pasaba sus labores de punto por el anillo de boda. Para conseguirlo bastaba con ser capaz de ver el sueño con los ojos abiertos. Me parecía milagroso poder ver los sueños a pleno día, si bien eran diferentes a los sueños que se tienen durmiendo. De nada servía saltar de la cama a toda prisa para agarrar las vacas despierto; en la realidad nunca mugían en el mismo lugar que en los sueños, la esquina del lavadero, al lado del tendedero. Me costó mucho, pero al final conseguí entrar en razón, pensar con realismo y decirme a mí mismo: «Creo que el mejor sitio para guardar tus vacas es un sueño».

En el lado norte de la casa, un zaguán daba acceso a la cocina. También había un largo pasillo que dividía la casa en dos partes aunque sin atravesarla por completo. En el lado sur había un vestíbulo bastante estrecho y pequeño, mientras que el lado norte del pasillo daba a un armario empotrado. Una puerta con cristal opaco separaba el vestíbulo y el pasillo. Se podía cerrar con llave. El largo corredor doble era una especie de pasillo para las fiestas, y la puerta del sur era la «puerta fina».

Tal disposición, que tenía una finalidad más decorativa que utilitaria, era a buen seguro una innovación de mi padre. El doble pasillo probablemente respondía al orgullo de un hombre sin formación profesional que había demostrado, con talento en lugar de ciencia, que no sólo era capaz de construir una casa, sino que se permitía el lujo de tener dos puertas, algo propio de las casas de los buenos burgueses. Su esposa y su cuñada habían servido en esas casas a nobles viudas cuyos orígenes se remontaban a vikingos nórdicos y reyes guerreros de Noruega, mujeres que encima pertenecían a la más ilustre familia de clérigos de todo el país y que, después de haber perdido a unos esposos estupendos, tenían que trabajar como fieras para sacar adelante una casa de comidas para hombres del estilo de sus maridos, con la esperanza de pescar alguno a base de sopas y filetes. También habían trabajado de asistentas y lavanderas en casa de unos hombres estupendos que hacían posible que sus futuras viudas vivieran muy bien mientras ellos siguieran con vida. En las casas de esa gente siempre había un largo pasillo en el medio y dos puertas de entrada, y a las criadas se las hacía entrar por el zaguán del lado norte, mientras que la puerta principal estaba destinada a los maridos y otros huéspedes igualmente distinguidos. En la casa de papá, la puerta sur había de cumplir la misma función, aunque sólo muy de cuando en cuando llegaba esa clase de huéspedes y no había motivo alguno para no tenerla cerrada con llave. En verano, mamá sacaba por allí la ropa de cama para airearla cuando hacía buen tiempo. Aquellos felices sueños corrían el riesgo de que las fuertes rachas del viento del norte los arrancara de los edredones. Excepto en los poquísimos días de buen tiempo que había en el año, la puerta estaba cerrada a cal y canto.

No nos visitaba ningún señor tan importante como para justificar su uso excepto en otoño, cuando Jörundur Brynjólfsson, diputado parlamentario por el distrito de Skálholt, nos hacía su visita anual. Mi padre había trabajado como temporero para él durante muchísimos años, pues era un operario muy codiciado, pero aunque su cabeza estaba en cualquier sitio menos en el campo, no sabía cómo decirle «no» a Jörundur desde que éste empezó a desviarse del camino, cuando iba al Parlamento todos los otoños, para traerle un regalo: una canal de cordero recién sacrificado. Jörundur llegaba en un coche con chófer en medio de la lluvia otoñal, se apeaba en el pedregal del lado este de la casa y avanzaba hacia la entrada, seguido a pocos pasos por el conductor con el liviano corderito sobre el hombro. En cuanto mamá se enteraba de su llegada nos enviaba a toda prisa con la lechera a traer agua de Júlli, para que el café no supiera a cemento. La visita de Jörundur solía ser tan inesperada que no había ni tiempo de hacernos salir a toda prisa por la puerta norte sin que nos cruzáramos con él y asistiésemos a la procesión del cordero. Y es que parecía imposible conseguir que Jörundur tuviera la amabilidad de entrar por la puerta sur cada vez que venía, aunque sí aceptaba salir por ella, y encima sin que hiciera falta pedírselo. Por eso pude presenciar las conversaciones y ver cómo el chófer dejaba solemnemente el cordero en el poyo de la cocina y le daba un cachetito en la paletilla para que comprobásemos por el chasquido que estaba recién sacrificado. Pero a mí el cordero muerto me parecía una humillación más que un regalo, pues no era sino un depósito a cuenta con el que Jörundur compraba a mi padre para la siega del verano siguiente. La contratación en sí no tenía lugar hasta después del café, cuando se estrechaban la mano. La visita no duraba mucho rato, apenas llegaba a una hora, pero Jörundur se quedaba pacientemente sentado tras servirse sus diez gotitas de una jarra de porcelana con rosas tiernas, bebiendo de una taza adornada con tiernas rosas rosadas, a juego, que se entrelazaban con otras del mismo estilo, y comiendo panecillos de especias que mamá horneaba para pascua y guardaba en una lata de pinturas y que servía, con bastante cicatería, en una bandeja cuajada de rosas.

—Bueno, Bergur —decía Jörundur, siempre con voz cansina, como si al despedirse no estuviera hablando con nadie en especial—. Así pues, puedo contar contigo el verano que viene para construir la nueva vaquería.

—Supongo que sí —respondía papá sin especial entusiasmo, en lugar de negarse.

Te dabas cuenta de cómo se inclinaba, se humillaba, ante sí más que ante Jörundur o ante las condiciones de su vida, porque no hacía otra cosa que soñar despierto en trabajos de construcción que él mismo elegía. Sólo podía optar entre la humillación que le causaba su propio talento, pues éste motivaba que requiriesen sus servicios y el paro al que se veían abocados otros, que no lograban ningún empleo aunque se pasaran el tiempo buscando trabajo. Era la época de la Depresión.

Mi padre fingía que su respuesta era producto de su libre albedrío y de su buena disposición, pero evitaba pasar los ojos por la mesa para que el hombre no fuera a pensar que el acuerdo se debía al cordero y que se dejaba comprar movido por la necesidad. Jörundur siempre estaba dispuesto a salir por la puerta fina, y, mientras lo acompañaba hasta el coche con paso tranquilo, mi padre se iba convenciendo de que construir el establo nuevo incluso perfeccionaría sus habilidades, igual que había sucedido cuando reparó el antiguo. El nuevo sería una vaquería moderna, construida de acuerdo con la revolución en la ganadería del bovino, porque las vacas no podían seguir viviendo en sus cubículos sobre un basto suelo, sino encima de una rejilla de construcción especial.

—Los islandeses hacemos nuestras revoluciones en los establos, porque nos estamos convirtiendo en un pueblo virtuoso, inteligente y moderado —afirmó Jörundur.

—Sin duda, nuestras vacas se lo merecen —respondió papá muy serio.

Jörundur se echó a reír a carcajadas, y en sus ojos castaños y habitualmente tranquilos apareció un gesto vivaz y sonriente.

—Tú lo has dicho, amigo Bergur, las vacas merecen tener en el establo lo que nosotros no podemos tener en nuestras propias casas.

Papá esbozó una sonrisa de conejo. En Skálholt todo estaba cochambroso, según nos había dicho, menos los establos que él reparaba y construía; y además, se encargaba de su mantenimiento, para salvarlos de la ruina total que acechaba en la antigua sede episcopal.

En la futura vaquería no se necesitaría ningún mozo de cuadra que limpiara el suelo con una pala; las vacas cagarían a través de la rejilla y los excrementos caerían en el pozo para estiércol que habría debajo.

—¿Para qué querrá Jörundur tanto establo? —se preguntaba papá a veces, una vez que el diputado se había marchado.

—A lo mejor es para poder vivir en los viejos tiempos y en los nuevos a la vez —respondía mamá.

—Sí, eso pueden hacerlo los del Partido del Progreso —respondía papá.

En aquel momento tomé la decisión de que me dejaría matar antes que votar por aquel partido cuando tuviera edad de votar en las elecciones.

En cuanto Jörundur se hubo marchado en su automóvil negro, mi padre cambió de humor y dejó caer algunas palabras bien elegidas sobre los paletos, aunque sin dar a entender nunca que Jörundur fuera uno de ellos, pues tanto éste como Þjóðbjörg, su mujer, habían sido maestros y además tenían unos hijos preciosos. La más pequeña destacaba entre otras cosas porque era de lo más risueña, y le encantaba pasarse el día entero en un macizo de flores debajo de la ventana sur de la cochambrosa vivienda, disfrutando de la magnífica vista que daba al río y los terrenos pantanosos bañados por el sol.

—Se pirra por el aciano, exactamente igual que el canciller Bismarck de Alemania —decía papá, que nunca se cansaba de cantar la belleza y la alegría de aquellas criaturas maravillosas y adorables—. Las chicas son auténticas maripositas.

Los niños, y sobre todo las chicas, parecían recordarle, por su aspecto y su comportamiento, las grandes comilonas de la fiesta cuando finalizaba la cosecha, en la que se servían montañas de tortitas y nata montada.

—Espero que vosotros, hijos míos, seáis algún día grandes hombres igual de trabajadores, y que merezcáis el honor de ver también unos niños tan preciosos —decía.

Yo me los imaginaba una y otra vez sentados en torno a la mesa del salón. Sobre una bandeja de flores había una pila de esponjosas tortitas recién horneadas, llenas de nata montada y con una gruesa capa de compota de fresas en el centro. Cuando por fin me atrevía a quitarme de encima la timidez y levantar un poco los ojos para mirar a los niños de reojo, veía que sus mejillas regordetas no eran más que tortillas llenas de nata, y los hoyuelos que adornaban las mejillas de las chicas, así como los de la barbilla de los chicos, lucían el rojo de la compota de ruibarbo.

A veces soñaba que en algún momento llegaba a ser digno de ver en la realidad a aquellas gentiles criaturas, en medio de un gran jardín lleno de flores. Por algún motivo siempre se colaba en el sueño un perro gris con un hueso en la boca, y cuando se ponía a mordisquearlo resultaba que había pertenecido a un obispo que yacía allí, enterrado en un cementerio que según papá estaba en un estado ruinoso y necesitaba un arreglo mucho más urgente que el establo. Sólo algunos años más tarde pude ver a los chicos con mis propios ojos, aunque yo nunca fui a trabajar al campo y prefería librarme yendo al este, a los marjales y los pantanos.

—Creo que me conformo con ver a esos chicos en mi imaginación —le decía a papá.

—Menudo eres, maldita sea, te creerás muy listo siendo tan idiota como para pensar que te pueda bastar con ver a esos niños modelo con la imaginación, cuando uno nunca se cansaría de verlos en la realidad —replicó.

—No creo que los chicos del campo tengan nada de especial, por lo menos no más que el resto de la gente —respondí.

Sus labios se contrajeron de pronto. Siempre que escuchaba despropósitos como aquél se encorvaban y desaparecían casi del todo dentro de su boca, o los recorrían pequeños espasmos que lentamente se iban desplazando hacia las comisuras. Tardaba un buen rato en recobrar la serenidad en los labios y tener la boca de nuevo en su sitio, pero por fin recuperó el habla y dijo:

—¡Que tenga que oír semejantes cosas de los hijos de un diputado, y encima dichas por mi propio hijo, que no es más que un mequetrefe! —Se quedó sin habla durante un rato, pero en cuanto la recuperó añadió—: Sinvergüenza, si sigues así te echarán de todas partes con cajas destempladas. Esas opiniones tuyas sobre lo que es más sagrado para todo el mundo y lo que todos consideran ejemplar conseguirán que te expulsen.

Me quedé mirándolo. Cuando consiguió dominar la saliva y tragársela, la visión había tomado el control y le había hecho olvidarse de que estaba en contra del Partido del Progreso.

—Y no sólo eso, es que hasta el diputado Eysteinn Jónsson, compañero de partido de Jörundur, va todos los años a la comilona del final de la siega —continuó—. Pero imagino que lo hace para poder mirar a las chicas mientras se come las tortitas. Y toma café en la larga mesa de comedor, que está reservada para los temporeros, sin que nadie se moleste porque se hable única y exclusivamente de los temas que interesan a las personas cultas de nuestra época.

Mamá dejó de secar la mesa de la cocina por un momento, le lanzó una mirada furtiva y preguntó:

—¿Y cuáles son?

—Faltaría más, quién fue el autor de la Saga de Nial y cómo será el futuro de las vaquerías islandesas —respondió mi padre—. Todos toman como punto de referencia el establo que me ha encargado construir en Skálholt de acuerdo con los planos aprobados por el Fondo de Construcciones Agrícolas.

Yo había dejado de escuchar pero me sentí avergonzado al oír la enorme admiración que revelaba su voz y percibir al mismo tiempo una especie de antipatía innata hacia esa gente, que me imaginaba muy distinta de como mi padre la describía. Parecían creerse los jefes de todo, aunque no les asistiera en realidad derecho alguno para ello. Mi padre continuó con entusiasmo, como si confiara en que la construcción de la vaquería conseguiría ligarlo a esa familia con fortísimos lazos:

—Las paredes tienen que ser dobles, y cada una de ellas debe tener un espesor de doce centímetros con cámara de aire en medio, para que las vacas no pasen frío. Esto mismo debe aplicarse a las viviendas de los campesinos que estén subvencionadas por el Fondo y se construyan de acuerdo con sus normas. —Mamá retrocedió con la bayeta de limpiar en la mano, esquivando aquel entusiasmo verbal y sin querer oír, dejando claro que aquello no le interesaba en absoluto y que no le importaban ni los diputados ni la ganadería ni la revolución en la construcción de vaquerías en años de crisis; pero mi padre continuó, como embrujado—: Todas las casas subvencionadas por el Fondo han de tener dos puertas, una para la gente de la casa, la puerta que da al sur, y otra al norte para los temporeros. Así de importantes son los campesinos.

Nuestra puerta del norte era la principal, y la familia la atravesaba todos los días. En la ventana de la puerta del zaguán había unos cristales de colores bastante pequeños, seis en total, cada uno de un color distinto pero transparentes. Aquéllos eran casi los únicos colores artificiales que veíamos. Yo nunca me cansaba de mirar por los cristales y ver el mundo en bonitos colores, diferentes a los propios de la naturaleza; así la veías a ella, y al mundo entero, bajo una nueva luz, con una claridad distinta de la habitual, todo dependía del cristal que eligieras para dejarte dominar por la fascinación y ver lo que te rodeaba en un color diferente del auténtico. Me di cuenta de que la naturaleza era más bella en los colores de la ventana que con los que le eran propios. Cuando miraba a través de los cristales, se producía una asociación con mi estado de ánimo. Por eso nunca me cansaba de dejarme engañar por aquella belleza, y me imaginaba que el mundo había cambiado y de pronto se había vuelto rojo, azul, verde o amarillo y se había estilizado. Quedarse mirando por los cristales de la puerta era un método para embellecer las cosas, para dejarse engañar intencionadamente y para cambiar el mundo de acuerdo con los propios deseos. Abría la puerta de golpe para que el deseo no se escapara y poder gozar al otro lado del cristal; a simple vista daba igual con qué velocidad lo hiciera, todo volvía a su color habitual en cuanto miraba hacia fuera: el suelo de roca, el pedregal, el prado y las montañas peladas a lo lejos. Sin embargo, con el tiempo esos colores mortecinos se convirtieron en lo más bello que han visto nunca mis ojos.

El anhelo por captar la belleza en lo que no es casi nada me resulta más cercano que las leyes estéticas que han intentado descubrir los sabios, incluso yo mismo, con sus teorías sobre la auténtica esencia de la belleza, que las más de las veces se ve como algo mensurable supeditado a las proporciones. A mi entender, depende exclusivamente del estado de ánimo de cada uno en cada circunstancia. Y por eso no deja de ser tan mutable e inasible como aquél. Cada cosa en sí, todo, ha sido bello en algún momento de nuestra vida. La percepción y el gusto están en función de lo que sucede dentro de nosotros mismos y a nuestro alrededor.

Siempre sucedía algo en el pasillo sur, aparte de que Jörundur lo recorriese una vez al año, pero no era tan especial ni tan importante como el pobre zaguán del lado norte, al que el cristal de colores le daba una luz especial, sobre todo al vestíbulo. Que nadie pasara por el pasillo sur, excepto el diputado y la ropa de cama en verano, aumentaba quizá su valor, pero éste se incrementó muchísimo más con algo que sucedió una primavera, cuando el pintor Gunnlaugur Scheving llegó paseando desde el otro barrio en su constante deambular y se fijó en nuestra casa. Entonces la entrada sur, y más que nada el vestíbulo, quedó equiparada al frío zaguán.

Papá había revestido el frontón occidental de la casa casi hasta el caballete del tejado con unas planchas de metal ondulado de diversos colores. Gunnlaugur lo vio y se detuvo, se quedó como pensativo, colocó la caja de pinturas y los demás trastos encima del terraplén que había delante de la casa, y se puso a pintar. En cuanto asomaba por allí no le quitábamos los ojos de encima, pero ese día nos acercamos a él. Era un hombre tranquilo que sonreía o simplemente se mostraba amable, pero como nunca decía nada habíamos llegado a perder el interés por él; sin embargo, en esa ocasión nos pusimos a su lado para ver cómo nuestra casa iba convirtiéndose poco a poco, sobre el papel, en otra diferente y con su imagen propia, ayudada por los colores de la caja de pinturas. Aquello nos alteraba los nervios, y la evolución de los colores nos inquietaba, pero nos tranquilizábamos dejando correr arena por los dedos. El sol lo iluminaba todo y nosotros casi nos comíamos el cuadro, que coloreaba con algo que sacaba de unos botes que iba abriendo y cerrando.

—No —dijo Gunnlaugur con tranquilidad, cuando la arena cayó sobre los colores y los hizo aún más materiales.

Retrocedimos ofendidos, pero seguimos observando el trabajo desde lejos. Yo fui comparando la casa que salía del pincel con la que había más abajo del terraplén. Había cierto parecido entre ellas, pero cada una tenía sus propias líneas y colores. A mis ojos, eran de un valor semejante, aunque cada una era valiosa a su modo: una casa se ofrecía exclusivamente a la vista, mientras que la otra era para nosotros, para vivir y dormir en ella. En cambio, se podía pensar en cualquiera de las dos. Al poco tiempo llegué a comprender que en realidad lo único que hacía Gunnlaugur era pintar su propio estado de ánimo con colores, aunque se sirviera de la casa como pretexto.

—Ya podéis mirar —invitó, solícito, al terminar el trabajo.

No me apetecía mirar la pintura, porque se me permitía hacerlo, así que me marché.

Que hubiera elegido nuestra casa aumentó el aprecio que sentíamos por ella. La casa creció a nuestros ojos, tenía suficiente valor como para ser plasmada en pintura, aunque no sabíamos si había que considerar alabanza o burla el que hubiera llamado al cuadro Casa de colores. No le preguntamos por qué había bautizado la casa de ese modo, ya que la respuesta podíamos dárnosla nosotros mismos: el nombre aludía a los multicolores trozos de metal desparejados que papá había sacado de no sé dónde para utilizarlos como revestimiento.

¿Podía ser bello un cuadro al que había servido de modelo una casa que en realidad era pobre y fea y que evidenciaba en el exterior la falta de gusto de quienes vivían dentro?

Al atardecer, Scheving fue a casa con el cuadro y una caja de pinturas y le pidió a mamá que se los guardara. Ella le abrió la puerta del sur y dijo:

—Deja los trastos ahí, junto a la pared del vestíbulo.

Gunnlaugur no respondió. Con paso lento se acercó a las rocas planas del talud para recoger las demás cosas. Cuando volvió, apoyó el cuadro de cara a la pared con mucho cuidado y dejó la caja en otro sitio.

—Ahora sí que nos ha venido bien tener el pasillo, así podemos cerrar —dijo mamá cuando el pintor se hubo marchado, y cerró la puerta con llave.

Aunque estaba bien cerrado, un misterioso olor procedente de los óleos empezó a extenderse poco a poco por el ojo de la cerradura y se internó en el pasillo, así que intentábamos mirar por el agujero para ver la pintura, que estaba de cara a la pared, o acercábamos la nariz para sentir al menos el extraño aroma, tratando de ver el cuadro con ella. Así aprendí a captar lo hermoso sin verlo, a sentir con los sentidos lo imaginado y a percibir la forma de las cosas por medio del olfato. Es una habilidad que nunca he dejado de ejercitar.

Esto sucedió en primavera, y todos aquellos objetos se quedaron guardados en casa todo el verano. Hizo mucho sol y disfrutamos de un tiempo estupendo que habría permitido airear los edredones cada día, pero, a causa de la pintura del vestíbulo, mamá tenía que andar con ellos a cuestas por la puerta norte, dar la vuelta a la esquina, luchar contra el constante vendaval, pasar por la pared del este y doblar la esquina del sur para llegar a donde brillaba el sol. Nosotros éramos tan listos que le sugerimos:

—Tienes que abrir la puerta de siempre y salir por ella.

—No —respondió. Parecía honrar con el silencio un arte que ni siquiera entendía—. Nada puede compararse a lo bello, aunque no lo veamos directamente. No pienso abrir la puerta para estropearlo todo con los ojos.

A pesar de la pesadez que le suponía el embarazo, se impuso a sí misma aquel fastidio de los edredones hasta que Gunnlaugur volvió a buscar sus pertenencias, y el arte y la pintura permanecieron ya tan sólo en nuestra mente y en nuestra memoria, donde siguen aún, aunque yo nunca pude ver nada de lo que contenía aquel paquete.

Entrado el otoño, pues, llegó el diputado Jörundur como de costumbre, con su coche negro y su chófer caminando a su espalda con el corderito al hombro.

Aunque papá había trabajado muchas veces para él como temporero, Jörundur nunca accedía a entrar por la puerta fina pese a los amables ruegos de «si fuese usted tan amable de entrar en casa por la puerta sur». Tampoco en esa ocasión quiso hacerlo, porque allí habían estado guardadas las pinturas.

—Eres tan buen chico, amigo Bergur, que te deseo la mayor felicidad por haber conseguido poner un techo sobre tu cabeza, y con tu permiso entraré en tu casa por la cocina —alegó Jörundur, utilizando la misma puerta que la gente de la casa.

Esta vez me alegré de que no entrara por el sur, pues habría podido destruir el enigmático influjo del cuadro. Por la ventana vi a Jörundur enfrentándose al vendaval de la esquina; el chófer se paró en seco, cambió de postura, se protegió con el cordero y se quitó la gorra por si acaso, para evitar que se la llevara el viento. Debido al carácter campechano del diputado, resultó imposible impedir que nos viera a mi hermano y a mí cuando nos mandaron al ala norte para que no acabáramos poniéndonos en evidencia, a nosotros y a nuestros padres. Nos dimos de bruces con él. Entonces pudimos comprobar que papá no mentía al decir que se había vuelto aún más campechano después de separarse de su esposa Þjóðbjörg, una mujer desagradecida que no solía prodigar la buena comida para sus trabajadores, y se había unido a la adorable Guðrún, a quien papá idolatraba.

—Todos los días lleva un delantal blanco y va por la casa como un sol. La carne nunca está podrida, y ya nadie se pone negro de piojos en Skálholt, porque ella se encarga regularmente de que los eliminen en cuanto ve las liendres —explicó el joven y fornido Jörundur, antes de levantarnos en sus brazotes y añadir—: Sin prisas, muchachos, aunque esté yo aquí. —Sonrió y nos acarició la cabeza con una mano gruesa y cálida. A mí me dejó enseguida en el suelo, pero, mirando los ojos castaños y bondadosos de mi hermano, dijo con autoridad y alegría a la vez—: Bergur, tienes unos hijos listos y trabajadores. Deberías traerte al mayor y más fuerte este verano; se lo pasará de lo lindo y se podrá divertir mirándoles el culo a las vacas por la mañana.

En realidad, con aquellas palabras acababa de contratarlo para el verano siguiente, sin pensar en que mi hermano fuera a hacer algo en especial, aparte de gastar los zapatos. No había forma de rechazar aquella orden. El chófer asintió con la cabeza sin decir nada. Se contentaba con caminar a la distancia adecuada guardando la compostura, siempre con el liviano cordero sobre el hombro derecho. No cabía duda de que estaba recién sacrificado y que no era como la carne podrida con que Þjóðbjörg alimentaba a los trabajadores, haciendo que todos anduvieran con la barriga suelta menos papá, que había decidido no probarla siquiera; en realidad la comida era mejor hasta en el Imperialist, y allí sólo comía patatas y gachas.

—Prefería pasar un poco de hambre los domingos, cuando ponían carne, que andar cagando y eructando toda la semana —decía—. La gente a la que le pasa eso pierde la dignidad y se convierten todos en unos desgraciados cagones.

El ciclo se repitió al año siguiente. Papá se fue al campo en primavera en cuanto terminó la temporada de pesca, con la diferencia de que esta vez se llevó a mi hermano y dejó muy pocas monedas de corona y menos calderilla, pero mamá aumentó el número de historias y éstas se hicieron más sinceras y más concretas, a medida que se iban enlazando para formar una cadena en mi mente, igual que en el frasco se mezclaban las monedas de distinto valor.

—El frasco sólo tiene que alimentar a dos bocas este verano —adujo papá tan contento, al vernos con la boca fruncida.

Y ahí me quedé yo, midiendo un día tras otro el amor de mi padre al abrir el armario y mirar el frasco, sin ganas ni de comprarme una canica de un céntimo. Cuando estaba mi hermano siempre me apetecía, pero él nunca se atrevió. Papá también dijo:

—No se te ocurra hacer gamberradas, las suelas de tus zapatos delatarán tu maldad. ¿Es que no sabes caminar por la hierba, aunque por aquí no la haya?

Después de decir eso le pidió a mi hermano que le enseñara los pies.

—Las suelas de los zapatos de Guðbergur duran tres veces más que las tuyas —corroboró mamá, aunque no tuviera por costumbre mostrarse de acuerdo con papá en lo que a suelas de zapatos se refiere.

«Ahora no rompe tanto los zapatos porque lleva a las vacas por la hierba», pensé, convencido de que era muy distinto pasarse todo el verano en casa intentando cazar ratas.

—Pero es que él sale poco, y siempre le cuelgan los pies —replicó mi hermano.

En la cocina habían puesto una pequeña pileta de lavar, profunda, blanca y esmaltada, con una rejilla redonda que desaguaba por un tubo que salía a la pared oeste. Desaguaba sobre la tierra, pero no filtraba bien y se formaba un charco apestoso. Así que la tubería servía principalmente de alojamiento para las ratas, a las que yo intentaba cazar con caña, poniendo en el anzuelo un trocito de nervio de carne seca; pero las ratas son animales inteligentes: se comían la carne y dejaban el anzuelo.

En otoño volvían a casa, y al empezar el invierno solíamos sentarnos delante del fogón de la cocina a curarnos los sabañones y a contemplar el cubo del carbón. La cocina y el cubo descansaban sobre una placa de hierro ancha y lisa, para que no se produjera un incendio al saltar chispas sobre el suelo de madera, que era muy inflamable, y se nos quemara el techo; pero no desprendía suficiente calor para fundir el hielo de la ventana, porque sólo había un cristal, ya que entonces no se usaba otra cosa, y por eso los vidrios estaban casi siempre helados por dentro salvo en tiempo de deshielo. Sólo al principio prestábamos atención a las preciosas flores de hielo, cuando eran aún finas y sin filamentos, y arrancábamos el hielo con una cuchara y nos lo llevábamos a la boca, ansiosos de comer rosas de escarcha. Tenían un sabor delicioso, y además era todo un pasatiempo aquello de tomar sopa de escarcha antes de que se fundiera y desapareciera. Papá había hecho unos agujeros en el alféizar de la ventana para evitar que el agua que se formaba en los cristales al fundirse las rosas se escurriera por los bordes formando un charco en la pared y estropeara la tela de las futuras alfombras. Esas medidas de precaución sirvieron de poco; la madera de los agujeros se hinchaba, éstos se obstruían y el agua no salía afuera sino que corría igual que antes. En tiempo frío, el hielo quedaba colgando de los agujeros y semejaba mocos de cristal que intentaran salir de unas narices y se hubieran congelado a medio camino. En cambio, el viento no paraba de meterse por los agujeros en cuanto deshelaba produciendo un repiqueteo constante en la ventana y formando burbujitas que reventaban. Era exactamente como si las ventanas y la casa entera estuvieran resfriadas, estornudaran y al respirar los mocos produjeran burbujas, pero la casa fuera incapaz de sonarse, por el mal estado en que estaba todo. Aún no había revestimiento interior de madera, excepto en una de las habitaciones que daban al sur; pero llegó el momento de entelar el futuro dormitorio, así que primero lo cubrimos de periódicos pegados con cola blanca y después colocamos la tela encima de ellos. Papá tenía la intención de ir completando la casa poco a poco en sus ratos libres entre las temporadas en que trabajaba para otros.

Una vez, a comienzos de la temporada de pesca, decidió mejorar la economía prometiendo a sus hijos setenta y cinco céntimos si el barco en el que trabajaba conseguía diez toneladas de pescado. Estaba seguro de que aquél era, sin duda, un buen método para incrementar las capturas. La fe en sus hijos no debía de tener como garantía tan sólo a Dios, que conduciría los bacalaos hacia las redes, sino también a los setenta y cinco céntimos, que no tenía la menor intención de pagar en efectivo sino que pensaba ingresar prudentemente en una libreta de ahorros del Landsbanki Íslands para que dicha cantidad fuera incrementándose con el tiempo y, gracias a la estabilidad de nuestro sistema financiero, acabara por transformarse en unos ahorros fabulosos, en constante crecimiento, que podrían retirarse al fin con magníficas rentas a nuestro favor incluso antes de que llegara el momento de guardar para la vejez.

—Creo que seré un viejo muy animado, porque mamá contaba que siempre estaba de buen humor cuando era niño —dijo, alegrándose ante la perspectiva de rejuvenecer e ir a comer a casa de los futuros titulares de nutridísimas cartillas de ahorro.

Tener hijos y cumplir las promesas hechas a la luz de una lámpara en medio de una tormenta, en la época más horrorosa del año, a mediados de enero, cuando empezaba la temporada de pesca, tenía que ser una inversión económica a largo plazo, y él mismo utilizaría parte de los beneficios obtenidos con aquellas inmensas capturas para terminar la habitación que el próximo otoño se convertiría en el dormitorio. Hasta entonces seguiríamos durmiendo todos juntos, amontonados sobre un colchón y cubiertos de gruesos edredones, en el gran espacio reservado para la cama debajo de las rosas de hielo de la ventana de la cocina; por la noche se nos congelaban los párpados, pero cuando hacía viento y deshelaba, el repiqueteo del agua al caer por el agujero nos arrullaba.

Durante todo ese invierno, los cristales estuvieron cubiertos de escarcha por las fuertes heladas, pero a pesar de todo nos sentíamos optimistas, confiados en el regalo prometido, y manteníamos siempre despejadas unas mirillas en la costra helada echándoles el aliento todas las mañanas y varias veces a lo largo del día con la boca pegada al hielo para poder mirar fuera en cualquier momento. Había que hacer mirillas para enterarse de lo que sucedía al norte de la casa, sobre todo en el camino, y ver adonde iba la gente, comprobar si llegaba el maestro abriéndose paso en medio de la ventisca, o si el autobús salía hacia Reikiavik a pesar de la gran cantidad de nieve caída.

En la habitación vacía que daba al sur había que mantener las mirillas abiertas por necesidad, para poder mirar hacia el mar y comprobar si los barcos volvían a tierra. Durante meses no había otra forma de ver lo que pasaba fuera de la casa. Estábamos encerrados en una cocina templada, rodeados por bocanadas de frío. La cocina siempre olía a calor a pesar de la helada, y se percibía en la estancia el crepitar del carbón ardiendo y el borboteo de la comida en el fogón. Nos sentábamos delante y oíamos, como si llegara desde muy lejos, el estrépito de la nieve helada que caía en avalancha por el tejado, o el del viento que golpeaba la ventana, o el retumbo del granizo. Cuando conseguíamos calentarnos un poco entrábamos en la habitación vacía, glacial, para escuchar los misteriosos ruidos que llegaban desde el mar y mojábamos los dedos en el agua de la ventana; después regresábamos al calor y dejábamos que las gotas fueran cayendo desde las yemas de los dedos sobre el anillo del fogón para chisporrotear en una danza salvaje y desaparecer en el fuego con un gemido. La simplicidad de la vida aún existía entre la gente del pueblo. Lo que más asombro despertaba en nosotros era cuando mamá ponía la olla de las patatas sobre el fuego. Casi siempre había algo de humedad en el fondo y las gotitas la hacían moverse, con lo que las patatas se sobresaltaban y se agitaban del susto. Al final, el calor chupaba el fondo de la olla y la dejaba quieta hasta que empezaba a hervir.

—Antes, la gente creía que en el fuego vivían unos espíritus que hacían bailar los pucheros —decía mamá.

Ella no era supersticiosa, como tampoco lo era mi padre, de modo que siempre he tenido aversión a las supersticiones y he considerado la creencia en espíritus y demás cosas por el estilo como pura petulancia o como el intento, por parte de personas deshonestas y de escasa experiencia, de llamar la atención de una forma u otra. Quien conoce sus propios valores no necesita agarrarse a esa clase de patrañas; no se dedica a llamar la atención, pero es especial aunque nadie se dé cuenta. Mi madre tenía una sencilla fe particular, consistente en que cada persona tiene su fe para sí misma y que Dios está ahí para todos.

Esto me parecía bastante extraño, porque al parecer su madre creía en duendes y elfos, por ejemplo, quizá menos por necesidad religiosa que por necesidad de compañía. De este modo podía tener a su alrededor algo distinto de la rutina diaria, algo inesperado y maravilloso que hacía que los días en las montañas donde vivía, sometida al aislamiento con el constante estruendo de los rompientes en mar abierto, se le hicieran más cortos. A sus ojos, Dios estaba muy lejos y era demasiado impersonal, pero los espíritus de la tierra estaban por todas partes, y las elfinas le hacían trastadas unas veces y grandes favores en otros momentos, mucho más que Dios. En ocasiones le robaban las oxidadas agujas de punto y acostumbraban a dejarlas en una colina llena de hierba, tan limpias y brillantes como recién salidas de su caja en la tienda. Ni ella ni su madre iban a la iglesia excepto por obligación. En cambio, las dos sentían necesidad de protección durante el sueño, y consideraban que las oraciones eran una necesidad vital para los niños y que por lo menos los protegían del insomnio y las pesadillas. Así que la abuela acostumbraba a enseñarnos las oraciones en cuanto empezaba a anochecer, marcando el compás con una aguja de punto. Al hacerlo se le humedecían los ojos. En lugar de calmarse con las oraciones, por norma general empezaba a ponerse nerviosa y se despistaba, y a veces ni siquiera terminaba las frases ni acababa la oración. Cuando le preguntábamos «¿Qué viene ahora?», se recuperaba un poco del despiste y volvía al tema, no como si hubiese venido de pronto desde ningún sitio, sino como si llegara de un misterioso lugar no muy lejos de la casa. Se llamaba Cubil Nocturno, y en él vivían muchísimas elfinas. Nos preguntaba, muy confusa:

—¿Qué pasa?

—¿Cómo acaba la oración? —replicaba uno, y ella decía:

—¡No irás a decirme que no eres capaz de acabarla tú solo!

Por eso, todas las oraciones que me enseñó están mal o sin terminar, y algunas parecen extrañas, surrealistas o incluso humorísticas. Aún sigo intentando saber cómo acaban. A veces llega un arranque de genio que sirve para explicar algo que ha resultado siempre incomprensible, y encuentro el hilo que recorre el misterio mismo. «¡De modo que esto es lo que significaba todo aquel lío de ángeles de que hablaba la abuela!», me digo entonces.

Le estoy agradecido por haber necesitado sesenta años para comprender algo tan simple como que tenía que «dejarme caer de la cama y hacer “recaer” mis intenciones en manos de alguien».

Mamá era más ordenada. Nos enseñaba las oraciones tumbándose delicadamente a nuestro lado por la noche, y le pedía a Dios que enviase un ejército de ángeles de la guarda con la orden de permanecer al lado de la cama hasta el día siguiente, sin moverse hasta el amanecer.

Mi padre era más disipado y carecía de fe, aunque tuviera cierta inclinación a la disciplina. La fe podía haberse vuelto cuestión de costumbre, sobre todo en verano, cuando se trabajaba reformando las cocinas de las señoras que obedecían a la reciente llamada de los tiempos sobre cómo había que organizarse y reparar las cosas que sus hijos hacían añicos mientras ellas se olvidaban de sí mismas con el teléfono recién instalado o leían las verdades en el misterioso movimiento del vaso de la ouija. Los hombres no hacían más que engañarlas, a ellas y a las otras, por algún rincón del país; las mujeres sufrían constantes crisis nerviosas y la gente joven se estaba echando a perder, de modo que el teléfono no hacía más que sonar y el vaso corría por la cartulina reportando noticias mientras papá arreglaba el suelo arrodillado sobre el linóleo. Una vez que hubo empezado a dedicarse de forma prioritaria a la construcción, volvía todas las noches con las ultimísimas verdades sobre Dios, y con el anuncio de que iban a conectarse todas las ouijas del mundo por medio del teléfono a fin de que una mujer pudiera enterarse instantáneamente en este país de si algún hombre iba a engañar a alguna mujer decente en la Patagonia.

—Es el último grito en estos momentos —decía.

Nos informaba además de que en los días laborables se servía a las mesas de las señoras muy metidas en asuntos religiosos lo que solía llamarse «otra comida», y cuando dejaban el vaso y se ponían el delantal de cocina, decían: «En la asociación de mujeres no consideran una comida digna de ese nombre a menos que vaya acompañada de una salsa marrón hecha a base de carne de vaca concentrada en forma de cubitos de sopa con la tecnología más actual, a la que se llama “caldo”».

Papá nunca fue temeroso de Dios excepto en lo referente a la buena gente que utilizaba salseras o ouijas y que dedicaban todo el tiempo que él estaba trabajando, afanándose por mejorar la casa, a mantenerse al día llamando desde el salón para enterarse de los principales asuntos femeninos. Mamá sólo en raras ocasiones prestaba atención a esas cosas, y ni siquiera estaba de acuerdo con el resto cuando llegó de la Asociación de Mujeres la noticia de que el mostrador de la cocina tenía que estar a mayor altura a fin de evitar que las amas de casa tuvieran que agacharse o inclinarse flexionando el cuerpo sobre las caderas y pudieran mantenerse tiesas como estacas mientras usaban el majador de carne, pues de otro modo corrían el riesgo de pillar algo llamado «chepa del ama de casa», que les dejaría el cuello por siempre inclinado sobre el pecho como el de las yeguas, o como si estuvieran deshuesadas.

—Ninguna mujer quiere parecer deshuesada —decía papá con suficiencia, pues se había enterado a través de las integrantes de la Asociación de Mujeres.

Tenían problemas con la puerta del armario de debajo del fregadero, que se había hinchado y no les cerraba. Con este tipo de cosas, papá siempre encontraba trabajo durante los veranos. Dejó de ir a la finca de Jörundur y a cambio escuchaba que esto o aquello había sido demostrado científicamente y que las indisposiciones de las mujeres se debían a la baja altura de los mostradores de las cocinas. De repente, entre reparaciones y chapuzas diversas, el trabajo se incrementó de tal modo que decidió bajar sus tarifas, pues todos los veranos había buenas mujeres que no tenían medios para afrontar por entero el pago de sus servicios pero aun así querían contratarle para reformar la casa de arriba abajo. Decidió pedir una cantidad razonablemente baja porque disfrutaba con el trabajo, y a buen seguro también porque consideraba un juego o un acto de misericordia que cada uno tuviese lo suyo en todos los ámbitos de la vida, idea que había de agradecer a las mujeres progresistas, aunque fuera tan indeciso en su postura sobre todas las cosas como ellas con el vaso de la ouija. Un hombre trabajador y honrado que se dedicaba al trabajo por el trabajo no podía hacer otra cosa que renunciar a los derechos que le concedía la ley y ser fiel a sus convicciones. Lo mismo tendríamos que hacer también nosotros cuando creciéramos y tuviéramos que construir un armario para la cocina. Cuando acabó la temporada de pesca, sin embargo, no comprendió que le pidiera un cuaderno y un lápiz, precisamente yo, un niño que no tenía ninguna necesidad de semejantes cosas.

—¿Qué? —preguntó asombrado—. ¿Para qué demonios quieres eso? Ni siquiera has empezado a ir a la escuela.

No respondí, y él interpretó mal mi silencio. Significaba que me había prometido una cosa y ya no podía echarse atrás. No había forma de borrar todas aquellas toneladas, el pescado ya estaba salado, tenía que cumplir lo prometido, así que lo único que podía hacer era intentar engañarme. Para solucionar el asunto decidió que no me daría el dinero enseguida, sino que habría de esperar hasta que se me ocurriera alguna otra cosa en la que malgastar semejante capital, cuando tuviera más edad y fuera más maduro. De pronto se le había despertado el interés por los cambios en el valor del dinero.

—¿No prefieres guardar tus ahorros en vez de comprar algo, hasta que las cosas empiecen a bajar de precio? —preguntó el muy astuto—. Porque entonces podrás comprar muchos más lápices y cuadernos por la misma cantidad, ¿sabes?

Creía sinceramente que los precios tendrían que empezar a bajar, de forma que no sólo podría comprar las cosas necesarias sino también las superfluas; pero la bajada se hacía de rogar. Así que había que aprender el arte de saber aguardar, de no andarse con exigencias, de no esperar nada nunca, igual que mamá, que conocía bien el arte de vivir en la carencia absoluta pero, al mismo tiempo, en su propio mundo. El saber reprimirse no era peor que el no saber controlarse. Se sacaba tanto de ahorrar como de tirar el dinero, sin necesidad de convertirse en un avaro. En ambos casos se producía tensión, pero ésta era en un caso sana y en el otro enfermiza. La tensión de tirar el dinero destrozaba tu sistema nervioso, mientras que la tensión de ahorrarlo mejoraba tu personalidad haciéndola cada vez más sana. Por eso, en cuanto bajaran los precios, comenzaría en casa la época de las vacas gordas, nadaríamos en la abundancia y en la estupidez sin freno. Pero esa época no acababa de llegar, o por lo menos no proporcionaba la felicidad que papá había vaticinado que habría de surgir en cuanto reinara la razón y las sierras y los cepillos de carpintero pudieran comprarse casi de balde, por no hablar de los cuadernos y los lápices. Por eso nos hicimos irrealistas, aunque quizá sólo en cierto sentido, porque nunca llegamos a convertirnos en simples soñadores, aunque sí lo bastante como para desarrollar, en momentos posteriores de nuestra vida, cierta inclinación por el socialismo y el comunismo teóricos, esos engaños inventados por los ricos de espíritu para uso de las capas honradas e indigentes de la sociedad. Sin embargo, ambas tendencias tenían que hacer frente a la más urgente de todas las tareas, liberar al pueblo de la opresión del cristianismo, que en su opinión era el opio del pueblo. Por eso mismo, el pueblo no se da más cuenta ahora que antes de la perversidad, las mentiras, la hipocresía y el egoísmo de unos dirigentes que desfiguran las raíces y convierten lo más noble en miserable y ridículo, provocan la desesperanza en aquellos a quienes sólo les quedaba la esperanza, y al final se ponen del lado de lo mismo contra lo que, en un principio, decían luchar con todas sus energías.

Pasaron los días, los meses, el año entero. Empezó una nueva temporada de pesca, pero esta vez mi padre decidió no prometer más cosas. El conocimiento de las leyes de la naturaleza había aumentado de tal forma que la mayoría de la gente, y no digamos ya los economistas de la religión cristiana, es decir, los curas, sabían y murmuraban en voz baja, gruñían o afirmaban que no era Dios quien empujaba el bacalao hacia los caladeros gracias a las oraciones de los pobres para saciar al pueblo hambriento, sino que el bacalao se limitaba a seguir al capelán año tras año impulsado por las corrientes marinas y por su voracidad instintiva.

Papá empezó a creer en la ciencia porque sus descubrimientos le convenían, pues ya no necesitaba prometer nada a sus hijos a fin de mejorar las capturas. También decidió por su cuenta y riesgo guardar la cantidad prometida en una libreta de ahorros del Landsbanki hasta que yo fuera mayor de edad, me casara y tuviera que mantener una esposa que usara a diario una faja elástica marca Kóróna pero que en los días festivos se decantara por el famoso y duradero corsé Triumph. Este se cerraba con corchetes y se ataba por detrás, y las mujeres lo usaban en las grandes ocasiones para recuperar al menos la cintura y disponer de nuevo, por un breve tiempo, de una figura femenina de la que hacían gala en confirmaciones, bodas, entierros y bautizos. Fuera de esas celebraciones, se conformaban con seguir teniendo las barrigas flácidas. Pero moldear una figura corpulenta en otra más bella no se conseguía sin esfuerzo, y a veces era necesario un esposo de fuerza hercúlea. Tenía que situarse detrás de su esposa y apretar bien el corsé para poder enganchar los cornetes, mientras ella metía la barriga conteniendo la respiración. A veces llamaban a papá para que acudiese a casa de maridos enclenques y les pusiera el corsé a las más gordas, porque él tenía fuerza de sobra. En ocasiones hacía que lo acompañara para que fuera aprendiendo la técnica y comprobara lo bien que se le daba «manejar esos culos llenos de grasa», como decía él.

Mi padre me entregó la libreta de ahorros, pero no me permitió guardarla entre mis cosas, sino en su cajita roja con tapa.

—Tú no tienes la menor idea de cómo llevar los balances de una libreta de ahorros —adujo—. Pero puedo permitirte que huelas tu futuro capital.

Y eso es lo que hacía cuando miraba la caja él mismo. Yo le estaba muy agradecido de que me dejara olerlo. La caja despedía aroma a ingresos bancarios.

—Sí, es el buen olor de los ahorros —me decía.

Mucho tiempo después encontré la libreta de ahorros con su capital intacto. Me daba cierto apuro llevarla al Landsbanki, pero la curiosidad superó al reparo. Todo lo que conseguí fue poder ver la expresión de sorpresa del cajero, que dijo, mientras dejaba escapar una sonrisita: «Esta cuenta ya no existe, y la cartilla es un objeto de museo. La dirección del banco está autorizada a cancelar las libretas de ahorro, apropiándose del capital, cuando éstas son muy antiguas y no se han realizado movimientos durante quince años».

Las capturas de los barcos en que se embarcaba mi padre crecían sin parar, y una primavera empezó a revestir con periódicos el interior de la cocina. Para acelerar el secado de la cola dejaba el infiernillo de gas encendido en el suelo o junto a una pared. Todo se impregnó del olor dulzón de la cola blanca, y por todas partes, en el techo y en las paredes, se ofrecieron a mis ojos lecturas sugerentes.

Había aprendido muy pronto el arte de leer, a base de perseguir a mi madre sin cesar preguntándole las letras, cómo se llamaban y qué significaban, mientras ella atormentaba a mi hermano mayor haciendo lo mismo, provista con una aguja de hacer punto con la que iba señalando las letras. Entonces conocí por primera vez el mundo infinito de la lectura. Se abría ante mí de par en par en las paredes, y no desapareció enseguida debajo del papel pintado a pesar de los dos fuegos, porque el infiernillo necesitaba mucho tiempo para secar la cola y la arpillera mojada, que formaba bolsas. La llama azul era bastante penosa y los periódicos tardaban en adherirse bien a la pared; la parte escrita se había esfumado con la humedad de la cola y se había vuelto invisible ya antes de que la bolsa desapareciera de la arpillera, pero las letras volvieron a surgir poco a poco, como por arte de magia, tanto más cuanto más se secaban los periódicos. Cuando aquello sucedía me llegaban noticias y propaganda, aunque lo que más me gustaba, con diferencia, eran las historias. Mi padre no entendía nada de aquello y pegó papel de flores por encima. A pesar de todo, conseguí devorar con los ojos un buen número de anuncios, y los nombres de las películas que mi tía materna decía que le rompían el corazón a cualquier mujer, porque muchísimos apuestos galanes se iban al otro mundo en los puentes del río de Londres si unas mujeres de lo más sacrificadas no conseguían encontrar el camino en medio de la niebla y los salvaban levantándose el velo de los sombreros y comprobando que acababa de llegar su último novio. Sin embargo, lo que con más fuerza se me quedó grabado en la memoria fue la foto de unos hombres en la guerra civil española.

—Esto se llama «ametralladora» —explicó mi padre, orgulloso, señalando unos hombres detrás de un tubo.

Toda aquella lectura había que agradecérsela en gran parte a un comunista que decidió proporcionarle a mi padre un enorme montón de ejemplares del imperecedero diario La Voluntad del Pueblo y demostrarle así que era un periódico útil para todo, incluso para colocarlo debajo del papel de flores. «Tu hijo no comprenderá el mundo y el capitalismo si ahogas las noticias de sus maldades con esas rosas», protestó con voz aguda, y le pidió a papá que no empapelase hasta que se hubieran asegurado de que yo había leído suficiente para convertirme en un buen comunista. El regalo era a condición de que papá se suscribiera a la Nueva Revista, el suplemento de La Voluntad del Pueblo. Así lo hizo, pero la revista era tan aburrida que aún la recuerdo con horror.

Cuando las rosas se adueñaron de las paredes sustituyendo las noticias del mundo, nos encontramos con un dormitorio estupendo al lado de la cocina, por lo que ya no nos veíamos limitados a ésta.

—Ahora podéis ir a abrir la puerta para que entre el calor en el dormitorio antes de ir a dormir —decía mamá, cuando la tarde había dado ya paso a la noche invernal.

Cuando se abría la puerta que había entre la cocina y el dormitorio corría hacia nosotros una oscuridad fría y amenazadora que recordaba la tumba. Pero al poco rato empezaba a entrar el calor de la cocina de carbón, acompañado del mortecino resplandor de una lámpara de aceite. Finalmente, mamá venía a nuestro lado y nos quitaba el miedo para que pudiéramos dormirnos debajo del edredón susurrándonos oraciones que deberían encargarse de defendernos en cuanto conciliásemos el sueño. A pesar de todo, pensábamos que nadie podía confiar en la oscuridad y el frío de la noche, porque, pese a los ángeles, la muerte tenía que acabar encontrando algún pasadizo por la vida, y a lo mejor por la mañana uno se despertaba muerto. En cierto modo era un temor gratificante, pues albergaba cierta rebeldía contra todo lo que nos protege. En mi conciencia despertó de inmediato la voluntad de renunciar a todo cuanto se considera inamovible dentro de uno mismo. La idea de que uno podía despertar a la vida tranquilamente muerto, debajo del edredón, en casa de sus padres, demostraba a mis ojos que cuando llegara el momento de nada habrían de servir los ángeles.

—Si puedes morirte aunque te estén vigilando, ¿sirven de algo los ángeles? —pregunté a mi madre.

—Aguarda siempre hasta la mañana para saber lo que te dice la oscuridad —respondió ella.

No entendí aquellas palabras. Nunca las he olvidado y siempre han sido para mí un enigma. Pero he olvidado, en cambio, la mayor parte de las cosas que comprendí con claridad.

Me corría un escalofrío por debajo de la piel y se me ponía la carne de gallina, pero percibía a la perfección el embrujo que entrañaba todo aquello que no se comprendía del todo. Resultaba aún más grande y lleno de significado que lo comprensible, por no hablar de aquello que se ha aprendido con facilidad. Esto último en parte me da hasta pena, y siempre he asociado lo fácilmente comprensible con lo que papá decía que hasta los más bobos podían entender.

Sesenta años después, cuando mi hermano pequeño, que compró la casa a medias conmigo, quitó el tabique de la cocina, aparecieron el tubo de la chimenea y el agujero redondo que se usaba como salida de humos del fogón. El agujero se tapió cuando dejaron de usarse las cocinas que quemaban carbón, musgo seco o madera y la chimenea pasó a ser un simple detalle en los dibujos de los niños.

Detrás del tabique había también restos de cartón amarillento sobre una arpillera que tenía la función de cortar el paso al viento. El cartón me pareció más amarillento de lo que recordaba, o quizás estaba oscurecido por el hollín de la lámpara de aceite. Solía echar humo cuando la llevábamos al dormitorio para leer la historia sagrada y aprendérnosla de memoria, pero nos invadía el sopor o caíamos dormidos ante la llama resplandeciente, bien gracias a la paz que nos proporcionaba la religión cristiana o bien por el aburrimiento que se apoderaba de nosotros. Seguramente nos habríamos asfixiado con la carbonilla si mamá no hubiera tenido puestos los cinco sentidos en si se nos metían bien en la cabeza las desgracias de los israelíes, los mandamientos y las plagas, de modo que siempre llegaba en el último momento y pedía a Dios que la valiera, con un grito tan fuerte que nos despertábamos: «¡Jesús, María y José!».

Tras esta exclamación, que estaba de moda por entonces entre las mujeres, entraba en el dormitorio como una exhalación, abría la ventana de par en par y dejaba salir el humo. Luego rogaba a Dios que la ayudase y decía que habíamos perdido la conciencia por culpa del aire viciado por la carbonilla, que se metía en el cerebro.

Con la ventana abierta, el aire se limpiaba, la habitación se aclaraba, las piernas se ponían en movimiento gracias a las corrientes ligeras y limpias del aire exterior, y sentía uno que se le aligeraba el pecho y que la cabeza se le iba despejando al ver el aire cargado de carbonilla salir por la ventana como un velo oscuro. Entonces despertaba de nuevo el interés por las maravillas del pueblo elegido de Israel y el asombro por el comportamiento del sol y su luz en Jericó.

—Si yo fuera una lámpara también me pondría a soltar humo al ver a unos chicos sanísimos ahí tumbados, leyendo esas tonterías de la historia sagrada —decía papá.

—La llama arde irregularmente en la mecha y la lámpara empieza a humear, sin que Jericó tenga nada que ver —replicaba mamá con el realismo que la caracterizaba.

A papá se le hacía muy difícil comprender que una misma llama pudiera arder de modos diferentes en la misma mecha.

—La novena plaga cayó sobre vosotros sin que las langostas la anunciaran —añadía.

«¿Qué plaga será ésa?», pensabas enfadado después del atontamiento producido por la carbonilla. «Supongo que será la oscuridad que al final lo cubre todo.»

Así pues, el lugar donde se encontraron los restos de cartón se había convertido en el sitio en el que se conservaba el pasado. Tuve la sensación de que mis padres habían decidido encerrar el pasado en cierto momento para que se pudiera volver a encontrar sesenta años después de haber sido contemporáneo nuestro. Por eso no hizo falta sino que alguien diera con un trozo viejo y olvidado de cartón para que del olvido surgiera el deseo de hallar algún recuerdo y restituirlo a su forma original, como sucede con el tiempo pasado que se convierte en permanencia. Pero lo que es y será no puede llegar a ser jamás lo que fue, excepto en cierta clase de poesía.

Este hermano mío, que aún no había nacido cuando la casa estaba siendo edificada, tomó un trozo de madera del tabique y dijo, como quien apenas recuerda del pasado más que lo que podría llamarse el tiempo de la pobreza:

—Qué mal construida está esta casa.

Resulta que el recuerdo está en el olvido y el olvido en el recuerdo, pero la incertidumbre se halla en todas partes, porque cada época tiene sólo una característica determinada, y quien cree recordar dos épocas y haber sido testigo de las transformaciones tiene una experiencia basada exclusivamente en el recuerdo. De manera que contesté:

—Ya me lo imaginaba.

Por supuesto, la casa estaba construida con tablas de cajón, aunque cuando mi padre la estaba edificando yo pensaba que la hacía con maderas preciosas, como si hubiera tenido la más mínima idea de qué podían ser esas maderas.