XIII
Los simpatizantes de la oposición habían venido de toda la provincia. Porque se trataba de un festival de música sin precedentes, de un auténtico alarde demostrativo de las fuerzas políticas disidentes. Desde el mediodía comenzaron a llegar al campus universitario autobuses y coches particulares y motocicletas repletas de muchachos melenudos, de muchachas despeinadas, de una juventud, en suma, entusiasta, que portaba pancartas y escarapelas de color rojo sobre las cazadoras y las blusas, con la palabra «amnistía» escrita en gruesos trazos. Había también gentes maduras, igualmente fervorosas y fueron ocupando los terrenos acotados para el magno acontecimiento, sentados en el suelo, haciendo tiempo con el bocadillo, las bebidas refrescantes y (en algunos casos) el hachís. No faltaron parejas que entretuvieron la espera haciendo libremente el amor, sin que nadie cometiera la ordinariez de interrumpirlas, en una prueba más del espíritu democrático de la jornada.
Poco antes de las diez de la noche, unas veinte mil personas llenaban el amplio recinto y el ambiente estaba caldeado al máximo con las canciones que brotaban de aquellas entusiastas gargantas, que repetían una y otra vez La Internacional, Els segadors y diversas creaciones de Raimon, Joan Manuel Serrat y Lluís Llach. Al fondo se elevaba una especie de escenario, lleno de micrófonos y equipos de sonido y detrás podía leerse, sobre un enorme lienzo colorado, «Festival de la canción democrática y de los pueblos ibéricos», en grandes letras blancas. La muchedumbre enarbolaba numerosas banderas rojas, con la hoz y el martillo, enseñas de las cuatro barras, ikurriñas y otros pendones (con perdón) desconocidos para la mayoría, que los expertos aclararon que se trataba de la bandera andaluza; a medida que la gente se iba enterando, aplaudía con fervor aquellos bonitos colores.
Se habían reservado cinco modestas sillas de enea delante mismo del escenario y a las diez y cuarto en punto aparecieron sus destinatarios. La masa, puesta en pie, les aclamó con delirio. Eran los líderes de las diversas fuerzas de la Coordinación, que sumamente emocionados tuvieron que saludar reiteradamente con el puño en alto. La multitud gritaba: «¡Marcelino, Marcelino!» y «¡Felipe, Felipe!» y pronto se escuchó un clamor inmenso que coreaba la afortunada frase «¡Me cago! ¡Me cago! ¡Me cago! — si no vuelve Santiago» y aquella otra «Como no vuelva Dolores — nos pueden entrar picores». Súbitamente, millares de cerillas se encendieron y en la media oscuridad del anochecer, el efecto resultó sorprendente.
Manolo, que estaba en un discreto segundo plano, detrás de los líderes, encendió también su mechero, pero infaustamente andaba mal de gas y la llama se extinguió casi en seguida. Quizá fuese mejor, porque el Dupont de oro con apliques de laca fina no encajaba en la democrática sobriedad del medio ambiente. Por fin se acalló el gentío, cuando un locutor anunció que comenzaba el festival y se inició el clamoroso desfile de cantautores de ambos sexos, todos aclamados, todos vitoreados, todos triunfadores con sus melodías tristes, canciones de la resistencia y el cautiverio, cuyas letras eran originales de Miguel Hernández y de León Felipe y de Machado (el bueno, o sea, el republicano) y de Alberti y también de los propios intérpretes. Muchas de estas canciones fueron coreadas a pleno pulmón por millares de jóvenes gargantas, tan entusiastas como desafinadas. Cerca de las dos de la mañana terminó el emocionante espectáculo, naturalmente cantando otra vez el gentío La Internacional y la muchedumbre se retiró en perfecto orden, sin que la fuerza pública (que discretamente vigilaba los alrededores) tuviera que intervenir y mientras los representantes de los cantautores cobraban sus honorarios, que en atención a la finalidad política del acto eran inferiores a los normales, o sea que vinieron a percibir poco más de veinte mil duros por barba y voz.
Manolo regresó en el Mercedes azul cobalto, acompañado por el ilustre abogado liberal, especialista en multinacionales y por un joven dirigente del PSB (Partit Socialiste Blaugrana) de Cataluña, de nombre Jofre Pratmanyá. Tenía poco más de veinte años y, según explicó, llevaba sobre su conciencia el bochorno de la incalculable fortuna de su padre (el propietario de Tejidos del Llobregat y la Geltrú, S. R. C)., amasada a lo largo de los muchos años de la dictadura. Se avergonzaba dignamente el muchacho de haber estudiado bachillerato en Suiza y de haber hecho unos cursos de Economía en Cambridge y de tener yate y hasta de ser campeón de pesca submarina. Su júbilo era inmenso ante los nuevos horizontes que se entreveían y como lo que a él le gustaba era el teatro, había decidido terminar con la represión familiar, olvidarse de la fábrica y entregarse en cuerpo y alma a la creación de un Teatre Catalá Lliure y Bó, incardinado en el Departament de Cultura de la Taula y con idea de que, en el próximo futuro, sirviera como célula germinal del Gran Teatre de la Generalitat.
Jofre (que, además, era un poquito marica) se extasiaba contando sus ambiciosos proyectos:
—Se trata, miren, de una aproximación de la cultura al poblé y es por esto que incluiremos en el repertorio no sólo autores nacionales, como Guimerá, Serafí Pitarra y Mossén Cinto, sino también otros de los demás países federales, e incluso de la meseta; por ejemplo, Pere Caldero de la Barca, Ramó de la Valle Inclan, Enríc Jardiel Poncela e incluso Josep Zorrilla, cuyo En Joan Tenori admite un tratamiento desmitificador, del que resulta un alegato espaventós contra la burguesía.
El ilustre abogado comentó entonces:
—Por cierto, que yo no acabo de entender esta moda actual de que los personajes teatrales sean interpretados por actores de sexo contrario… O sea, eso de que Las criadas la hagan hombres y Bernarda Alba sea Ismael Merlo…
—¡Oh, es muy natural, amigo! —aclaró Jofre—. Consiste en ahondar en el texto, en corporeizar el espíritu de la obra.
Y el ilustre abogado, que tenía un estupendo sentido del humor, insinuó:
—¿Y por qué no piensa usted en la posibilidad de una reprise de El divino impaciente, con Lola Gaos interpretando a san Francisco Javier? Podría suponer el hundimiento definitivo de la Compañía de Jesús…
—Oiga, no está mal visto, ¿eh? Nada mal visto… —contestó Jofre.
Que sacó una cuartilla del bolsillo y se apuntó la idea.
Cuando Manolo llegó a casa, encontró a su hijo leyendo en el salón.
—¿Sabes la hora que es? —le preguntó.
—Claro. Pero como en la Universidad estamos en huelga, mañana no tengo que madrugar.
—¿Qué estás leyendo?
—Las Obras completas de José Antonio. Las he cogido de la biblioteca; por cierto que las tenías arriba de todo, como escondidas.
—Estarían donde siempre…
—Era un tipo colosal este José Antonio —dijo Manolito—. Pero por lo que veo, no hicisteis ningún caso de su doctrina.
—Fue un hombre honrado, sí; pero un teórico.
—Para saberlo, habría hecho falta llevar a la práctica sus ideas.
—Además, piensa que han pasado ya más de cuarenta años; el contorno universal no tiene nada que ver con el de entonces. Ahora ya no se llevan los fascismos. Eso está caducado.
Manolito cerró el libro.
—Tengo que decirte, papá, que me he afiliado a FE de las JONS; a la auténtica, ya supondrás. A la que han formado los hedillistas y que reivindica el espíritu y los símbolos y la doctrina joseantoniana.
Manolo no pareció darle importancia. Solamente comentó:
—Si eso te divierte…
—No es problema de diversión. Como dice Enrique Carrasco…
—¡Ah, vamos! —le cortó su padre—. Eres catecúmeno de ese pobre diablo…
—Ese pobre diablo es una de las personas más honestas que conozco. Por cierto, que tengo entendido que empezasteis juntos vuestra, llamemos, carrera política. ¿No es eso?
—Bueno, trabajaba conmigo en la Jefatura de Propaganda, cuando la guerra. Pero era un subordinado; un don nadie…
—Claro. Como ahora.
—Justamente.
—Porque también, como ahora, era un idealista. Y un hombre decente.
—Mira, Manolito, tú no sabes nada de la vida. Ya irás aprendiendo, ya…
—Me temo que sí, que aprenderé. Y que me darán mucho asco las enseñanzas…
Se levantó.
—Hasta mañana, papá.
—Hasta mañana, hijo.
—Por cierto; si llego tarde a comer, no os preocupéis. Es que vamos a los pueblos cercanos a Madrid, a quitar de las entradas de las carreteras los yugos y las flechas que pusisteis, sin razón alguna.
Manolo se le quedó mirando. Subía ya su hijo la escalera, cuando le dijo:
—Hacéis bien.
Se sirvió un whisky y se metió en su cuarto. A pesar de lo avanzado de la hora, leyó un buen rato, según su costumbre. Tenía muchas revistas pendientes; incluso la prensa diaria. En Gaceta Ilustrada, Pedro Laín Entralgo escribía acerca de lo inevitable que era oír entre nosotros la palabra ruptura: «Ruptura con todo cuanto oliera a autocracia y, por consiguiente, con todas las más o menos forzosas derivaciones y escurriduras de ésta; un uso del mando cuyas fronteras con el abuso nunca se hallaban bien delimitadas… Ruptura, pues, con todo lo que no fuese expresión de los ideales democráticos liberales o socialistas, hispánicamente vencidos en 1939, universalmente vencedores en 1945. Ruptura necesaria, imperiosa, urgente». Cambio-16 publicaba una sabrosa entrevista con José María de Areilza, bajo este titular harto elocuente: «Cómo desmontar el franquismo». Y el conde de Motrico decía, entre otras cosas: «Los grandes obstáculos que se oponen a la democratización real del país proceden de la subsistencia del espíritu heredado de la etapa franquista en las instituciones y en el área de los intereses económicos… Se ha repetido con insistencia que el secreto de la perduración del régimen del general Franco era la constitución política que había otorgado al país, tan adecuada a la nación española que había subsistido cuarenta años. Pero esa afirmación es una falacia total para cualquiera que conozca la intimidad del sistema fenecido».
No menos interesantes eran las declaraciones de Rafael Calvo Serer a España-21. Recién salido de la cárcel de Carabanchel, manifestaba: «Yo no he sido nunca franquista. Acabo de terminar un libro cuyo título será Liquidación del franquismo y con el subtítulo de Franco, el príncipe y don Juan. Mi consideración hacia la labor de Franco es negativa. Siempre estuve en fricción con Franco». Por su parte, don Joaquín Ruiz-Giménez, en un discurso a representantes de la oposición política, acababa de decir: «Se yuxtaponen en este instante de la transformación de España el tránsito de un Estado autocrático a un Estado genuinamente democrático; de un Estado centralista a otro que recoja las legítimas aspiraciones a la autonomía de los pueblos del Estado español y el tránsito de una sociedad con graves injusticias sociales, a otra donde predominen los criterios de igualdad y de equidad».
Apagó la luz cerca de las cinco de la mañana. Tenía en la boca un sabor amargo, desagradable. Lo atribuyó a unas copas de coñac que había bebido durante el festival de la canción democrática.
No a la lectura de aquellos textos.
La secretaria (vestida con un precioso modelo pret-a-porter de Rodier) descolgó el teléfono, para contestar, maquinalmente:
—Ejibesa, dígame…
—¿Está el señor Vivar de Alda?
—¿Quién le llama?
—Andrés Olalla.
—Un momento, por favor.
La secretaria apretó el botoncito que comunicaba con la otra secretaria, la particular de don Manuel.
—Oye, que llama al jefe un tal Andrés Olalla.
Y la secretaria particular trasladó el recado a don Manuel. Y don Manuel no cayó al pronto en quién era aquel Olalla, aunque en seguida lo recordó; se trataba de uno de los más entusiastas adictos al PSOE, rama histórica, tronco secular, facción purísima, que le había pedido una colocación para su hijo mayor, que había terminado la carrera de Derecho.
—Póngame.
La primera secretaria anunció a don Andrés:
—Le pongo.
Sonó por el auricular la voz amable de Manolo Vivar de Alda:
—¿Cómo estás, Andrés?
—Muy bien. Ya sabes para lo que te llamo. El asunto de mi chico…
—No lo he olvidado. Ayer hablé con nuestro jefe de personal. Me ha confirmado lo que ya te dije: la asesoría jurídica está al completo. Además, no te oculto que en estos momentos de grave problemática laboral necesitamos letrados muy expertos, muy duchos en las cuestiones sociales…
—Lo comprendo, lo comprendo perfectamente… —dijo Andrés con voz mustia.
—Pero al margen de la cosa jurídica… Porque tengo, ya lo sabes, un interés enorme en complacerte. Oye, ¿tu hijo sabe algo de deportes?
—Pues creo que sí. Por lo pronto, es socio del Atlético de Madrid y no se pierde partido. Creo que también juega bastante bien al tenis. ¡Ah!, y es amigo personal de Ortiz de Mendívil, el de la «moviola»…
—Estupendo. Me decía mi jefe de personal que necesitamos una persona competente en materia deportiva, para organizar las secciones de esparcimiento de nuestro personal obrero. En el último convenio colectivo hemos acordado una importante dedicación del grupo de empresas a esto del deporte. Pienso que tu chico encajará de maravilla en este puesto.
—Yo también lo creo. Muchas gracias, Manolo.
—Que venga por aquí mañana, a eso de las once. Que pregunte por Roberto Marín, nuestro jefe de personal; ya estará en antecedentes.
—No sabes la alegría que me das. El chico vale mucho…
—No me extraña; sale al padre. Un abrazo, Andrés.
—Otro muy fuerte…
Colgó; dijo a su secretaria particular:
—Avise al señor Marín que mañana vendrá a verle un tal Olalla. Es el fulano de quien le hablé; hay que colocarle en eso de los deportes que se han inventado los del jurado de empresa. Salario base y cuatro meses de prueba.
—Sí, señor…
—Por favor, dígale al señor Fujardo que venga.
Fujardo entró con una carpeta enorme, llena de papelotes.
—Hola, Manolo.
—Buenos días, Daniel.
—¿Qué tal el festejo de anoche?
—Colosal. Un verdadero éxito.
—Lo celebro. Aunque, de ti para mí, las canciones de estos chicos me parecen aburridísimas…
—No son canciones frívolas, como las de Conchita Piquer y demás de la decadencia del régimen fenecido. Son mensajes de libertad. Quejidos del pueblo oprimido. Denuncias sociales.
—Ya, ya…
Empezó a sacar documentos de la gran carpeta.
—El Popular no acepta el descuento de las letras de Ramírez y La Guardia, S. L.
—¡Pero si es un papel estupendo!
—Cuéntaselo a tu amigo José Alberto.
—¿Qué hay de Turbinsa?
—El Juzgado la ha declarado en situación legal de suspensión de pagos.
—¿Cuándo nos paga el Ministerio las primas por las exportaciones de libros a Bolivia?
—Suspendidas por el momento todas las certificaciones.
—¿Qué hay del problema laboral en Imporgasa?
—Continúa el trabajo a ritmo lento, mientras no se readmita al administrativo que despedimos.
—¡Pero si le dio una bofetada al jefe de la sección y dijo a voz en grito que yo era un hijo de la gran puta!
—Explícaselo a los demás; se han solidarizado con él y estamos al treinta por ciento del rendimiento normal. Existe, además, el peligro de que las otras empresas hagan causa común; ayer fue por allí Llaneza y mantuvo unas conversaciones con los delegados de Comisiones Obreras. Se supone que trataron el tema.
—Bueno, rico… ¿traes alguna buena noticia?
—Pues mira, sí; que Pirri podrá jugar contra el Bayern…
—¡Menos mal, coño!… —explotó Manolo.
Pero al Real Madrid le eliminaron finalmente los alemanes de Beckenbauer y no fue eso lo peor, sino que el modesto Tenerife le eliminó también de la Copa que aún se llamaba (¿por qué?, se preguntaba Manolo) del Generalísimo y entonces, ya no le cupo duda de que el régimen había finiquitado y era normal que se le llamase fenecido en los periódicos y que ya el Caudillo hubiese quedado reducido nada más que al «general Franco», ni siquiera en aumentativo de su grado militar y que don Salvador y don Claudio anunciaran su triunfal regreso y que se impusieran las autorizadas voces de los jóvenes que preconizaban la ruptura y que dentro de ese contexto nuevo, esperanzador y tan distinto, apareciese don José María Gil Robles y Quiñones, como firme promesa de futuro, enfrentado a los caducos personajes del antiguo régimen, tales como Girón y sus arcaicos seguidores del «bunker». Tan desfasados, tan fuera de lugar, que se empeñaban en seguir hablando de los «principios fundamentales» y en afirmar que Lola (no la Flores, sino la Ibárruri) no debía volver a España, cuando nadie, sensatamente, podía negarle su total incardinación con las más puras esencias democráticas.
Preguntó Manolo a Fujardo:
—¿Vendrás mañana a la gran manifestación pro amnistía?
—Pues mira, no, porque a esa hora estoy citado con los interventores judiciales de la suspensión de pagos de Turbinsa.
—Sí que es mala pata.
—Desde luego…
—A propósito; si el personal pide permiso para salir mañana un poco antes, hay que dárselo. La manifestación es a las siete.
—Ya se lo he dado porque, naturalmente, ya lo han pedido. Aclarando que, aunque no se les diera, se marcharían a las seis.
—Nuestra gente tiene un gran espíritu.
—No lo sabes tú bien —sonrió Fujardo.
Estaba nervioso. Había almorzado en Jockey con unos clientes venezolanos, que le amargaron la plácida digestión del hígado fresco de oca, a las uvas (900 pesetas en la carta), empeñados en elogiar el desarrollo de España bajo el fenecido régimen del desaparecido general. Se los quitó de en medio, entregándolos a la eficaz gestión de las public-relations de Ejibesa, que les llevarían por «Madrid by night» y llegó a Somosaguas a las cinco pasadas. Habló por teléfono con la oficina del partido; las impresiones no podían ser mejores. Se calculaba en veinte mil las personas que acudirían a la manifestación. Dictó el texto de una pancarta, que se le había ocurrido en un rapto de imprevista inspiración: «Gobierno, escucha — que nuestra razón es mucha».
Se puso unos pantalones vaqueros, se quitó la corbata y Víctor, el criado, le cambió los zapatos marrones por otros negros, relucientes y lustrosos. Avisó al mecánico que no usaría el Mercedes para ir hasta el centro, sino el R-12. Para entonarse, se bebió un Chivas.
Entró en la habitación de su mujer, a decirle adiós. Carmiña no estaba nada de acuerdo con su participación en el acto; pero se había resignado.
—Y si se organiza algún lío —le recomendó—, quítate de en medio…
—No pasará nada. Haremos oír la voz del pueblo y el gobierno tendrá que aguantarse. Llevamos un manifiesto para entregar al gobernador, que echa chispas.
—Por cierto, dale muchos recuerdos a Paco para su mujer, que es compañera mía de colegio.
Paco era el gobernador.
—No creo que Paco esté para esas cosas… —ironizó Manolo.
Y le dio un beso en la mejilla a su mujer y se dispuso a marcharse y entonces Carmiña reparó en su vestuario y le dijo:
—¿Pero tú has visto cómo vas, cariño?
—Voy como debo ir. De una manera popular.
—Vas de pena, hijo. Esa chaqueta marengo no encaja absolutamente nada con los pantalones vaqueros.
—¡Qué más da!
—Claro que sí. No te cuesta nada combinarte como Dios manda.
—¡Déjate de tonterías!
—Además, si no llevas corbata, tampoco puedes ir con chaqueta oscura…
—¡Carmiña, que no se trata de una recepción…!
—Por eso precisamente. Tienes que presentarte con uniforme de manifestante. Los vaqueros están muy bien; pero sólo entonan con una americana sport.
—Me parece una estupidez…
—Te digo que has de cambiarte ahora mismo… Ponte la chaqueta beige de cuadros.
Y Manolo le hizo caso y fue a la manifestación en favor de las libertades y del futuro democrático como debía ir: cambiándose de chaqueta.