VI
Ya se sabe lo que es París; una ciudad bellísima, poblada por gentes antipáticas. Una gran industria preparada para el turismo bobo, al que le ofrece una cocina magistral (a precios imposibles) y espectáculos cachondos, sin freno ni tasa. Carmiña y Manolo pasaron allí una semana, en un hotel espantoso, que costaba como el Felipe II del Escorial (según hizo notar a su mujer el joven esposo) y visitando por las noches, en los inevitables tours, los locales más típicos: el Lido, Moulin Rouge y los demás centros de obscenidades. Donde Manolo se mostraba circunspecto y Carmiña, en cambio, lo pasaba la mar de bien.
Después fueron a Lyon. En Lyon vivía un tío carnal de Manolo, que era, además de su padrino, la vergüenza de la familia. A los dieciocho años se había escapado de casa, para ingresar en el Tercio, de donde tuvo que rescatarle, por menor, su madre. Se casó en el 32, se divorció aprovechándose de la infamante ley de la República, volvió a casarse poco antes de la guerra con una líder socialista e influido por ella fue activo combatiente en el ejército republicano, llegando a comandante, Volvió a divorciarse y en abril del 39 se exilió; estuvo en la Legión francesa, pasó a la metrópoli como «maquis», ganó medallas, entró en París con los americanos, compró un camión de frutas con la prima de la desmilitarización y se instaló en Lyon, donde se casó otra vez y explotaba un puesto en el mercado de abastos. O sea, que era un tipo colosal, al que Manolo recordaba con cariño desde su infancia y tenía especial interés en abrazar de nuevo.
Les estaba esperando en la estación. Y en el hotel había dispuesto un monumental ramo de flores para Carmiña. Y luego les ofreció una cena espléndida, regada generosamente con champán Cliquot; aunque el tío Pepe —que así se llamaba— sintió la necesidad de dar explicaciones:
—Perdonadme. No he encontrado Codorniu.
Fenomenal persona Pepe. Fenomenal persona Vivianne, su mujer. Tenían una niña de seis años. Vivían bien; el negocio de las frutas era próspero. Pero él añoraba España de continuo.
—Te podría contar al detalle —decía— los pormenores de nuestra ciudad. Aquí hay varios paisanos; nos reunimos a jugar al dominó todas las tardes. A veces, nos entretenemos recordando las calles de nuestro pueblo, y vamos evocándolas casa por casa; la de Pi y Margall, por ejemplo. En el número uno estaba la farmacia Escolano; al lado, el bar de Paco; después, la tienda de paraguas; enfrente, el cine Olimpia; junto a él, la panadería… Así nos parece que estamos otra vez allí y somos felices…
—¿Y por qué no vuelves, tío? —preguntó Manolo.
—No. Me lo han dicho en el Consulado; si quisiera, podría volver. Pero volvería derrotado y eso yo no lo consiento. Yo sólo puedo volver por la puerta grande.
—Perdóname, es una tontería.
—Probablemente. Pero los exiliados pensamos así; vosotros no podéis comprendernos. No es que tengamos nada que ver con esos fantasmas que andan por aquí diciendo que representan a la República española: Carrillo y toda esa gentuza.
No nos hacen ni caso; si por ellos fuera, estaríamos muertos de hambre. Sólo se dedican a gastarse el oro que robaron y a seguir haciendo política. Pero es que nosotros tenemos nuestra dignidad…
Bebieron la tercera botella de Cliquot.
—¿Y cómo estáis por España?
—Pues mira, ahora, con el pacto con los Estados Unidos, parece que la economía podrá recuperarse.
Pepe bebió de golpe una copa.
—¿Y vosotros, aquí, en Francia?
—Éste es un gran país —dijo Pepe—. Un país rico, no como el nuestro. Un país lleno de posibilidades. Pero le pierde la política. A este país le haría falta tener en el poder a un Franco.
Nuevamente en Madrid, estrenaron su piso de recién casados; poco más de cien metros cuadrados, al final de Claudio Coello en una casa acabada de construir. A la que no le faltaba detalle, porque Alfonsiño se había preocupado personalmente de dejarlo todo a punto. Alfonsiño había intimado aún más con Manolo en los últimos meses, al aumentar ambos su relación física en los negocios. Además, la boda de su amigo con una paisana le había satisfecho mucho; después resultó que Carmiña y él eran parientes lejanos, como siempre sucede con los gallegos. Así lo descubrieron durante el propio banquete nupcial, cuando dijo Alfonsiño:
—Oteiro, Oteiro… ¿No serás de los Oteiro de Cambados?
—No, de los de Redondela.
—Y los Bouzo, los Bouzo… De Orense, claro.
—Eso sí.
—¡Y luego! Primos de los Valeiras, de Porriño.
—Justo; que eran sobrinos de Arturo Fonteiro, el que emigró a Venezuela.
—¡Claro! Tío carnal por parte de madre de Camilo Pousada, el médico de Betanzos.
—Pues Camilo es sobrino de mi primo Carlos, que se casó en segundas nupcias con el hijo mayor de Luisiño Buz, el de las conservas de Samil.
—Entonces, somos parientes…
Bien; es normal en aquella hermosa región gallega. Donde, para aumentar las afinidades familiares, dice la leyenda que el clero colaboraba intensamente en el pasado siglo para echar al mundo sobrinos teóricos de padres presbíteros. Alfonsiño se afanó, pues, por aumentar sus relaciones de toda índole con Manolo, que ahora se convertía en lejano pariente político (en el sentido familiar de lo político) y por eso estaba en Barajas aguardando a la pareja con su correspondiente ramo de flores. Carmiña venía algo mareada (el vuelo había sido malo) pero se le pasó en cuanto puso pie en su flamante hogar madrileño. Venían con el natural exceso de equipaje y bastante deslumbrados por la vida en Francia.
—Chico, algo increíble —contaba Manolo—. Una circulación de automóviles tremenda, que produce de cuando en cuando algún embotellamiento. Y es curioso, muchas mujeres conduciendo. Están también, claro, las tiendas. ¡Qué tiendas, Alfonsiño! ¡Qué cosas venden! Aquí no podemos ni soñarlo. Pero tampoco te pierdas los precios; una caña de cerveza, oye, cuesta el equivalente de siete pesetas. ¿Te imaginas, siete pesetas por una caña?
—Francia es un país rico y le han volcado los dólares del plan Marshall. Pero esto de aquí también cambia; va a cambiar pronto, Manoliño. Te lo digo yo.
—Dios te oiga. ¡Pero hasta que en Madrid tengamos los coches que hay en París!
—Ahora descansa y mañana hablaremos. Tengo entre manos un negocio colosal. Vete pensando de dónde sacas tres millones de pesetas.
—¿Pero qué dices? No estarás hablando en serio.
—Muy en serio. Tengo oferta de compra sobre diez mil metros cuadrados al final de Raimundo Fernández Villaverde… en los desmontes que hay bajando, a la izquierda.
—¿Esos que están a distinto nivel de la calle?
—Sí, justamente ésos. Por seis millones son nuestros.
—¡Pero eso está lejísimos del centro! Y son como campos de labranza abandonados; además, para construir habría que mover muchos metros cúbicos de tierra.
—Manoliño, tú no opines, que en estas cosas, perdona, eres un aprendiz todavía. ¿Te ha ido mal algún negocio de los que te he propuesto?
—No, no; al contrarío. Sabes que tengo toda mi confianza en ti…
—Pues hala, vete pensando en pedir un crédito a tu Banco. Hombre, si no te lo dan, siendo consejero, ya me explicarás. Y mañana hablaremos con calma…
Besó la mano de Carmiña.
—Bien venida, señora de la casa… Ya te informaré dónde puedes comprar aquí, en Madrid, unos mariscos tan ricos como los del Mosquito.
Los primeros días del matrimonio Vivar de Alda pasaron entre cenas y visitas a las amistades. Todos homenajearon cumplidamente a la pareja y con especial énfasis cuando se supo que Manolo había sido encargado de la dirección de un cursillo sobre la moderna literatura norteamericana, que iba a desarrollarse en los locales de la Embajada de los Estados Unidos, bajo el alto patrocinio del embajador y del Instituto de Cultura Hispánica. Aunque a la mayoría de los amigos de Manolo (que le conocían solamente por su anterior actividad en el Partido y en la Administración) les sorprendiera aquella faceta cultural suya.
—Pero ¿no sabes? —explicaban los enterados—. Vivar es licenciado en Filosofía y Letras.
—¡Ah, caramba!
—Lo que pasa es que dejó la carrera para dedicarse a la política. Pero tiene una espléndida formación humanística.
Esto, naturalmente, no lo sabían los enterados ni podía saberlo nadie, porque era mentira. Pero se trataba de quedar bien con un hombre joven (treinta y ocho años acababa de cumplir) que tan espléndidamente se relacionaba con nuestros nuevos y potentes amigos americanos. No faltaron, sin embargo, los enanos de mala uva; a la salida de la primera conferencia del ciclo dirigido por Manolo («Problemática social del teatro norteamericano de hoy»), Pedro Delgado, que era paisano suyo y tenía una cadena de ultramarinos en su ciudad, aunque se pasaba la vida en Madrid, comentó:
—Pues yo le recuerdo en el Consulado alemán, dando vivas a Hitler como un enloquecido…
La cordura de Rodríguez-Suárez (consejero de Bosques del Noroeste, S.A). tapó la maledicencia en seguida.
—¿Es que usted no ha evolucionado en sus ideas? De sabios es mudar de opinión, recuérdelo.
—Bueno, bueno; pero de una manera tan radical… —dijo el tendero, que se calló como un muerto, aunque evidentemente no había quedado demasiado convencido.
Manolo y Carmiña vivieron unas semanas hermosas, en luna de miel inacabable. Iban a bailar muchas tardes al Club Castelló, donde se arrullaban mientras el moreno Lorenzo González cantaba Cabaretera y aquello del «reloj, que marcas las horas — haz esta noche perpetua». Eran felices y Manolo había olvidado la angustia que, en un principio, le dominaba cada vez que se le venía a la memoria que debía al Banco tres millones de pesetas. Porque, ni que decir tiene, el Banco le había proporcionado el crédito y Alfonsiño había constituido otra sociedad (Inmobiliaria Celta, S. A)., de la que se nombró presidente del Consejo a Carmiña, como sabia medida de discreción y que compró los diez mil metros de desmonte al final de Raimundo Fernández Villaverde. Ahora andaba Corcheiro con las gestiones en el Ayuntamiento, para que se beneficiara aquella zona de algún trato fiscal privilegiado y las cosas iban por buen camino. Por eso aconsejó a Manolo que acudiera a los funerales por José Antonio, en El Escorial, donde coincidiría con el concejal que llevaba el expediente y, de forma disimulada, podría presionar sobre él.
De acuerdo. Pero la víspera del aniversario, Manolo cayó en la cuenta de algo imprevisto: no tenía camisa azul. Con el traslado, con el desbarajuste del viaje de novios, con el trajín del cambio de piso, sus camisas reglamentarias habían desaparecido. Carmiña terminó de aclarárselo.
—Estaban ya muy ajadas, querido, e incluso algunas tenían remiendos. Entonces, se las regalé al portero que me había pedido ropa vieja para convertirla en trapos de limpieza.
—¿Y las de seda?
—Ésas estaban destrozadas. ¡Ay, los solteros, que vais hechos una birria y ni siquiera os enteráis! Estaban tan imposibles, que las eché a la basura.
Pensó llamar al camarada Martín, que era de su misma talla; pero comprendió que no resultaba político. Tras hondas dudas, se resignó a ponerse una camisa crema y, eso sí, en la solapa de la chaqueta gris marengo colgó el emblema del yugo y las flechas. Y así se presentó en el funeral, donde pronto pudo tranquilizarse; no era, ni de mucho, el único que aquel año no vestía la camisa azul. Incluso algunos ministros la llevaban blanca debajo del historiado uniforme. Y cuando llegó el Jefe del Estado, hubo cierta sorpresa entre los de la Vieja Guardia, porque iba con uniforme de capitán general. El acto, a pesar de todo, tuvo la solemnidad acostumbrada y Manolo llegó a emocionarse a la hora de cantar el Cara al sol, probablemente porque casi había perdido la costumbre de hacerlo. También, ya metido en ambiente, recuperó fugazmente otra costumbre perdida en los últimos meses: la de leer Arriba. En Arriba coincidían, a toda plana, dos artículos de Ridruejo y de Areilza sobre el Fundador. El de Areilza constituía toda una declaración de principios: «La Falange es la esencia de la continuidad del régimen —decía el ex alcalde de Bilbao—. Su razón de ser es tan auténtica, tan arraigada está en la entraña nacional, que aún, olvidada o suprimida, habría que inventarla de nuevo».
(Bueno, pensó Manolo; un poco exaltado en su falangismo me parece este José María de Areilza. Pero tiene tanta fama de hombre inteligente, que habrá que guardar cierta cautela al hablar del Movimiento. Aunque está claro que los americanos no quieren saber nada de FET y de las JONS y bien rotundamente me lo han dicho. Ellos parece que apuntan a que vayamos a una especie de Monarquía al estilo sueco… aunque, claro, este artículo es tan tajante en cuanto al porvenir político de España… En fin; lo que ahora importa es hacerme el encontradizo con el concejal… Allí viene, precisamente…)
El mismo día de fin de año tuvo Carmiña la confirmación médica de algo que su natural intuición femenina ya le había anticipado: estaba embarazada. Ello justificó una natural euforia en la celebración por el matrimonio de la cena de las uvas, para la que habían reservado mesa, con otras parejas amigas, en el Castellana Hilton. El comedor estaba presidido por una gran bandera española, amorosamente enlazada con otra gran bandera de barras y estrellas; es decir, la enseña nacional norteamericana. La orquesta de Bernard Hilda amenizó la fiesta, que resultó muy divertida. Manolo y Carmiña bailaron sin parar, hasta que, cuando estaban marcando los enloquecidos pasos del bayón de A na, reparó Manolo en el incipiente estado de su mujer.
—Mi vida, no debe ser bueno que te agites tanto…
—¿Tú crees?…
Y por si las moscas, se sentaron y siguieron bebiendo champán y haciendo comentarios sobre el baile ajeno, que es de verdad lo divertido en estos festejos. Porque el espectáculo de la pista era delirante. Señores gordos, con la pajarita reventándoles debajo de la sotabarba, hacían ridículas posturitas pretendiendo llevar el compás de los electrizantes ritmos del merengue y el cha-cha-chá. Dignas esposas de ilustres financieros (la más encopetada representación de la Banca había elegido aquel fin de año el Hilton como escenario de su cena) intentaban moverse con cierta ligereza, aunque se lo impedía la tiranía casi ortopédica de los corsés. La elegancia (bastante desperdiciada) de sus modelos de alta costura contrastaba con el increíble vestuario de las damas americanas, que constituían mayoría en los salones. Las americanas llevaban unos trajes largos delirantes, de colores muy chillones y flores artificiales como aderezo en el pelo, peinado con muchos rizos. Algunos dignatarios del noble país amigo vestían de uniforme; otros iban con smokings azul celeste o marrón caldera y hasta uno se había puesto, tan campante, una chaqueta a rayas blanquirrojas, como si fuese hincha del Athletic.
Pero carecían totalmente de sentido del ridículo y daban saltos y se ponían los gorritos espantosos del cotillón, especialmente uno que pretendía parecerse a una montera taurina y así lo pasaban en grande, entre risotadas y colectivo alborozo.
Habían quedado solos en la mesa los Vivar y el presidente del Consejo de Administración del Banco, con su señora. Era un matrimonio cercano a los setenta años, muy distinguido. Vestía ella un precioso modelo de Dior, de lamé de plata y don Florencio (el director) el impecable traje de etiqueta negro, con la miniatura de la Cruz del Mérito Civil en la solapa. Miraban los cuatro, entre sorprendidos y abrumados, aquel espectáculo grotesco del enloquecido bailoteo. Y comentó Manolo, como si se lo creyera:
—Fíjese, querido presidente, la inocencia y la bondad que respiran estos americanos. Se ve que son gente muy sana.
Don Florencio no respondió; se limitó a chupar hondamente el habano que sostenía entre los dedos, con amorosa delectación. Insistió Manolo:
—Tendríamos que aprender de ellos esta ausencia de prejuicios… Esta sinceridad en su conducta.
La señora del presidente se dio polvos en la nariz, que con el sudor se le había puesto demasiado brillante.
—Y mañana estarán a las ocho en punto en la oficina, oiga usted. —Reparó de pronto en que se había pasado y rectificó—: Bueno, mañana no, porque es fiesta; pero esto lo hacen a menudo y sin merma de su rendimiento laboral.
Don Florencio continuaba en su mutismo y Manolo en sus entusiasmos proyanquis.
—Además, observe, entre los militares hay incluso algún sargento; y su esposa baila con el coronel sin el menor reparo.
Abrió la boca la señora del presidente para sentenciar:
—Visten de pena.
El comentario animó a Carmiña, que sonrió a la señora cucamente, para indicarle:
—¿Se ha fijado en aquella del traje carmesí con bordados amarillos? Pues es la mujer del agregado cultural.
Pero Manolo tomó de nuevo la defensa de las virtudes americanas.
—De acuerdo en que el traje no te guste; pero piensa que esa señora es psicóloga y dirige el seminario de estudios lingüísticos y sabe todo lo que hay que saber sobre la educación de los subnormales.
—Y además, es una cursi —sentenció Carmiña.
No le gustó a su marido tan irrespetuosa y frívola acusación.
—Yo te digo, cariño, que tenemos mucho que aprender de los americanos.
Entonces, intervino don Florencio, que era famoso por su sobriedad coloquial, pero también por sus lapidarias y oportunas frases. En más de un Consejo de Administración, después de largos discursos de sus colaboradores proponiendo alguna medida crediticia, él había desmantelado la propuesta con sólo un comentario. Hecho, eso sí, desde el sillón presidencial. Dijo, pues, don Florencio:
—No se empeñe, Vivar. A mí también me parecen unos horteras; pero procure intensificar sus relaciones financieras con nuestro Banco.
—Ya sabe, presidente, que el jueves estoy citado con mister Allwis…
—Eso, eso. Y que bailen vestidos como les dé la gana…
Cerca de las cuatro se retiraron, aunque la fiesta seguía en pleno apogeo. Por las calles, grupos de borrachos disfrazados cantaban y aporreaban panderetas y vomitaban por las esquinas.
—El país está contento —comentó Manolo—. Es un buen síntoma.
—Anda, anda, querido. Vete un poco más de prisa, que tengo los pies destrozados —le dijo Carmiña, bastante escéptica en cuanto a la consideración sociológica de las calles madrileñas en la noche de fin de año de 1953.
No nos damos cuenta. Pero ¡cuántas cosas tremendas y contradictorias pueden suceder en un solo año! En este sentido, 1954 fue para Manolo Vivar de Alda singularmente intenso. En febrero, una llamada telefónica le anunció que su buen padre estaba agonizando. Fue un infarto; estaba leyendo, como todos los días, la prensa local, después de haberse tomado su café con leche y el croissant con mantequilla, cuando el corazón se le paró. Su santa esposa le encontró caído en el suelo, como muerto; le llevaron en seguida al hospital Provincial, aunque los médicos descartaban que pudiera salir adelante de aquello que antes se llamaba angina de pecho.
Manolo llegó a tiempo de encontrarle todavía con vida; pero a media tarde, el cristiano caballero entregaba su alma a Dios, reconfortado con los auxilios espirituales y la bendición apostólica de Su Santidad.
El entierro constituyó la natural y sentida manifestación de duelo. Por especial deseo del difunto, manifestado en sus últimas voluntades (que previsoramente tenía dictadas desde quince años antes) se colocó el cadáver en una sencilla caja de madera de pino y la carroza fúnebre era conducida solamente por dos caballos.
Acompañaban a Manolo en la presidencia del duelo, el gobernador civil y jefe provincial, el alcalde y el diputado 1.° de la Corporación Provincial, porque el presidente de la Diputación estaba de viaje. Recibió Manolo docenas de telegramas de toda España y las cuatro sociedades mercantiles de las que formaba parte enviaron gigantescas coronas de flores. La esquela ocupó media página en los diarios de la mañana; solamente un cuarto en el de la tarde, que como era del Movimiento, tenía escasa tirada. Hubo misa de corpore in sepulto, funerales, novenario de misas gregorianas. En fin: al señor Vivar (padre) se le dio cuanto merecía, después de una vida ejemplar.
Ejemplar, sí; porque, huérfano a los diez años, se había hecho a sí mismo. Manolo sabía ahora muy bien que aquello se llamaba en los Estados Unidos un self made man; pero antes de conocer la definición en inglés, ya admiraba a su padre, que fue botones en un Banco, encargado de una tienda de tejidos, pequeño empresario y líder local de la Unión Patriótica, cuando la Dictadura de don Miguel. Reunió así unos discretos ahorros y lo que era mucho más importante, se granjeó el respeto y el cariño de sus conciudadanos. Perseguido durante la República, por sus firmes convicciones religiosas, cuando en febrero del 36 triunfó el Frente Popular, abandonó sus ya importantes negocios (la cuestión social se ponía difícil) e invirtió sabiamente sus dineros en Bolsa. Fue enlace del general Mola en la provincia, cuya inmediata incorporación al Alzamiento del 18 de julio acreditó la eficacia de su labor. Y desde el primer día de la nueva era que alumbraba en España, no tuvo más preocupación que la de colocar a su único hijo. De su éxito en tal loable empeño, podía Manolo dar fe.
Por eso sintió muy hondamente la muerte de su padre y pasó una temporada abatido, que fue remontando gracias a los cariñosos desvelos de Carmiña. También le ayudó bastante a sobreponerse el colosal negocio concluido por Inmobiliaria Celta, S. A., que a los seis meses escasos de su creación le permitió cuadruplicar el capital invertido; ya que los solares de Fernández Villaverde se vendieron en 25 millones de pesetas a un señor vasco, que pagó al contado. Liberó, pues, su crédito bancario y se encontró con un sustancioso remanente de beneficios.
Pasaron el verano en Bayona, tan llena de recuerdos para los dos. Como ya no tenía que hacer méritos con Carmiña, Manolo rehusó bañarse en la playa, porque difícilmente podría olvidar jamás en su vida el tormento de aquella agua gélida, en la que, cuando era novio de su mujer, tenía que sumergirse con una sonrisa para que la chica no se le enfadase. Ahora, manifestaba sin disimulo que los baños en las playas gallegas no tenían sentido (salvo caso de promesa) para los no nativos. Hacían excursiones por los alrededores, con sus amigos los Alcón y los Gil Suárez y comían mariscos a destajo.
No por ello olvidaba Manolo, pese a su indudable entrega a cierto bucolismo, la necesidad de estar al corriente de la actualidad política de la nación. Como se hablaba de algunos problemas en la Universidad, leyó con satisfacción el discurso del rector de la de Salamanca, Antonio Tovar, pronunciado en el acto de la investidura como doctor honoris causa de la Facultad de Derecho al Jefe del Estado. El profesor falangista había dicho: «Si el medallón de los Reyes Católicos proclamaba “Los Reyes, a la Universidad; la Universidad, a los Reyes”, permitidme, señor, que este año de 1954, al veros investido con el tradicional ropaje de los hombres de letras y ciencias, proclame: “El Caudillo, a la Universidad; la Universidad para el Caudillo”, que es decir, para España».
Hermosas palabras que tranquilizaron a Manolo, porque se decía que en la Universidad española existía cierto malestar. Y él recordaba bien una conferencia de Laín Entralgo en Alcalá de Henares, años antes, durante el V Consejo Nacional del SEU, donde el ilustre médico e intelectual de la Falange se había referido a la necesidad de conquistar para la patria el medio docente. «Tenemos que aspirar a que el profesor del porvenir sea falangista», había dicho en aquella ocasión Laín… Y para ello propuso tres cosas: «Primero, una vigilancia estrecha en la concesión de becas y pensiones para los futuros docentes; segundo, una vigilancia y una participación en las oposiciones a cátedras y tercero, una atención vigilante a las residencias y colegios mayores que van a empezar a funcionar».
Bien era cierto (y Manolo estaba convencido de ello) que el país, quince años después de terminada la guerra civil (a la que ya se llamaba así alguna vez, en lugar de siempre Cruzada, como antes) buscaba fórmulas políticas nuevas. Eso sí; manteniendo las líneas ideológicas maestras, que tenían que permanecer inalterables. Su alejamiento de la política activa Le estaba viniendo muy bien, para captar esas nuevas tendencias e identificarse con ellas aunque sin perder (por supuesto) las fidelidades básicas. Se vivía en España el comienzo de un interesante despegue económico y quizá fuese por ello especialmente importante que los hombres con capacidad (como el mismo, modestia aparte) se entregasen al negocio privado, desde el que podían servir a la comunidad nacional con singular eficacia. Y que, además, proporcionaba hermosos rendimientos, según podía constatar de continuo en su cuenta corriente. Claro que esa consecuencia resultaba secundaria.
A finales de agosto estaban otra vez en Madrid; Carmiña salía de cuentas el 29. Pero estas cuentas son las únicas que las mujeres llevan mal y el 3 de septiembre seguía sin novedad. A pesar de ello se obsesionó con unos dolores (a las cuatro de la madrugada, para fastidiar más) y Manolo la trasladó al sanatorio, donde el ginecólogo confirmó que la cosa iba para largo. Volvieron a casa y efectivamente, hasta el día 9 no dio a luz una hermosa niña (3,300 kilos de peso) que unos decían que era el vivo retrato de la madre, otros opinaban que recordaba insistentemente al padre y éste comprendía para sus adentros que tenía esa carita standard, de bola rosácea con menudos ojos y comienzo de nariz, que tienen todos los recién nacidos, que en realidad sólo se parecen a los demás recién nacidos.
Fue bautizada a los quince días; se le puso de nombre Carmen, como a la madre, y ABC publicó una cariñosa nota en la sección de sociedad dando cuenta del acontecimiento. A Manolo le ilusionó mucho su paternidad y se sugestionó con las nuevas responsabilidades que había contraído y eso le desató una febril actividad, rápidamente frenada por Alfonsiño, que en una reunión en las oficinas de Sincolesa tuvo que decirle:
—Mira, Manoliño; eso de ser padre le sucede a mucha gente todos los días. Yo mismo debo tener por ahí distribuidos dos o tres hijos; creo que dos, seguro, y a pesar de eso, no me han dado nunca estas excitaciones tuyas. Conque modera tu fogasia y vámonos mañana al estadio de Chamartín, que ver jugar al fútbol a ese Di Stéfano es una delicia.
Se lo llevó, efectivamente, y Manolo se sintió súbitamente prendido por el arte de aquel delantero argentino que había convertido al equipo madridista en una especie de ballet y decidió hacerse hincha del club. Alfonsiño (que, como buen gallego, era mucho más listo de lo que parecía) le explicó después su teoría política sobre el Real Madrid Club de Fútbol.
—Atiende, rapaz, y dime si no podrías escribir, tú que eso lo haces tan bien, un estudio paralelo entre el Real Madrid y el Estado español. A los dos los manda una autoridad indiscutible; en el club se llama Bernabeu. Bernabeu hace lo que le parece, sin contar con los socios. Pero los socios están encantados, porque el equipo marcha cada vez más boyante. Entonces, aún comprendiendo que no pintan nada en las decisiones finales, aclaman a su presidente como jefe indiscutible. El presidente tiene un fiel segundo, un chico joven llamado Saporta, que es como si dijéramos el Carrero Blanco de su presidente. ¿Tú me entiendes, verdad? Hay una oposición, que si el equipo pierde algún partido, se mueve un poco y pretende incordiar; pero en seguida, se gana el campeonato o se le da una paliza al Atlético y la oposición tiene que callarse, porque ha hecho el ridículo. Y ahí tienes el estadio lleno y que además lo van a ampliar y a Bernabeu, mandando en solitario con la general satisfacción de sus socios…
Manolo felicitó a su amigo por semejante metáfora (que comprendía muy bien) y se hizo socio de número. Incluso, llevado de su entusiasmo, pretendió dar de alta a la niña, pero su mujer, más sensata, se lo prohibió.
¡No me inventes trapalladas, corazón! Preocúpate de encontrar biberón de Nestlé y déjate de fantasías…
Ebrio de entusiasmo futbolístico, se compró un escudo del Madrid y lo colocó en la solapa de su traje de diario. Para ello tuvo que quitarse el yugo y las flechas doradas que hasta entonces había llevado. El cambio pasó inadvertido para todo el mundo.