X

Estaba Manolo afeitándose cuando sonó el teléfono. A los pocos momentos, el criado llamaba a la puerta del baño.

—Señor, de parte de don Alfonso. Que es urgente.

—Dígale que le llamo yo en seguida, Víctor.

—No, no; ha insistido en que lo deje usted todo y se ponga.

—Voy…

Con media mejilla empapada de crema, salió y agarró el auricular.

—¿Pero qué pasa?

—Que acaban de asesinar a Carrero Blanco.

Manolo gritó:

—¡No es posible!

—Cuando salía de misa, en Serrano… o en una de las laterales, no lo sé todavía con exactitud. Una bomba.

—Ahora mismo estoy ahí…

Acabó de afeitarse de cualquier manera y salió corriendo; ya en el hall, retrocedió hasta la habitación de Carmiña, que aún no se había levantado. La despertó con la noticia.

—¡Jesús!… —exclamó ella. Y se persignó, mientras su marido daba un portazo, entraba en el coche y le decía al mecánico:

—A Imporgasa, todo lo de prisa que pueda.

—Recuerde el señor que en la Casa de Campo han limitado la velocidad a cuarenta…

—Da lo mismo. Olvídese de eso ahora y, como le digo, corra todo lo que pueda. ¡Ah! Y conecte la radio, por favor…

Pensó que el chófer iba a extrañarse, porque le tenía prohibido poner por la mañana la radio del coche. Mientras sacaba nerviosamente un cigarrillo, creyó oportuno explicarle:

—El almirante Carrero ha sido asesinado.

Y comentó el chófer:

—¿Qué me dice, señor?

De momento, la radio sólo daba los habituales anuncios matutinos y música de zarzuela.

—Cambie de emisora… A ver, Radio Nacional…

Radio Nacional estaba emitiendo un concierto de la Orquesta Filarmónica de Filadelfia.

—¿Se cogen con este trasto emisoras extranjeras?

—Aquí no, señor, por los cables eléctricos y los árboles…

—Bien, deje Radio Nacional…

Después de Bach, Mozart.

—¡No es posible que no den la noticia! A ver, otra emisora…

Radio Peninsular emitía canciones de Manolo Escobar.

—¡Qué país, qué país…! —murmuró a media voz.

Estaban en la plaza de España dispuestos a enfilar la Gran Vía. Miró anhelante hacia la calle, hacia las gentes, hacia los guardias de tráfico, buscando encontrar algún gesto, algún detalle que le confirmara la noticia. Nada. Evidentemente, nadie se había enterado todavía y el ritmo ciudadano era el normal a aquellas horas —cerca de las once— en un día no muy frío de finales de diciembre; el 20, para ser más exactos.

—Entre en la Castellana por el andén lateral y pare un momento en la esquina de Ayala, donde el Ministerio de Comercio —ordenó al chófer.

Se le había ocurrido pasar por la agencia EFE, donde tenía buenos amigos. Allí, sí; allí, apenas traspasó el umbral, pudo palpar la actividad extraordinaria, el nerviosismo, el ir y venir de fotógrafos y redactores.

—No hay noticias concretas todavía —le anticipó Tessier— aunque el hecho ha sido que el automóvil de Carrero salió por los aires, para caer sobre el techo de la iglesia de los Jesuitas…

—¡Qué barbaridad! ¿Y no se tratará de un accidente fortuito… no sé, una explosión de gas…?

—Ésa fue la primera impresión; pero parece que no, que ha sido un atentado. Estamos esperando la comunicación oficial.

—¿Y cómo no la han dado todavía?

—¡Ah!…

Cuando iba a salir, llegaban del laboratorio las primeras fotos; en la calle de Claudio Coello, el pavimento se había venido abajo y sobre un inmenso socavón aparecían adoquines, cables eléctricos, hierros retorcidos. Junto a la pared de la iglesia, cubierto de escombros, había aparcado un automóvil pequeño.

—¿Hay muchas víctimas?

—Que se sepa, solamente el chófer y el policía que acompañaban al almirante.

Subió con el coche por Marqués de Villamagna y al cruzar Serrano, hacia Velázquez, pudo comprobar que parte de la calle estaba acordonada. Varios jeeps de la policía se veían cerca de la iglesia. Allí el clima, sí, era de expectación, de inquietud, de nervios. También Alfonso estaba nervioso; se encerraron en el despacho de dirección y dieron orden de que nadie los molestara.

—Esto es tremendo… ¿Qué crees que pasará ahora?

—No sé; pienso que la gente reaccionará en contra del atentado. Chico, en el fondo, a todos nos gusta el orden público.

—¿Y qué hará el gobierno?

—Vete a saber. Supongo que endurecer su política.

Se quedaron callados. Manolo abrió el cajón de su mesa y sacó una libreta de tapas grises.

—¿Cómo estamos de liquidez bancaria?

—Regular. Ya sabes que ahora se hacen muchas operaciones, pero los vencimientos son, casi todos, para después de fiestas.

Manolo repasaba las páginas de la libreta.

—Bueno, en el Popular tenemos cinco millones y pico de Imporgasa… y en el Valladolid, algo más de tres de Sincolesa.

—La cuenta más baja es la de Ejibesa. Hemos pagado hace dos días la factura gorda de la imprenta.

Guardó la libreta y mirando con fijeza a su socio, le dijo:

—Entérate de qué vuelos hay para Zurich. Convendría que esta misma tarde te llevaras seis o siete millones.

—Perdona, pero me parece una barbaridad. Lógicamente, hoy habrá una vigilancia tremenda en los aeropuertos.

—Tienes razón… Toda la razón…

Hubo una pausa, que rompió Corcheiro:

—¿Tan mal ves la cosa?

—¡Qué quieres que te diga! Pero creo que es momento de tomar precauciones para el futuro, por si acaso…

—De todos modos, acuérdate que a mediados de noviembre ya aumentamos la cuenta de Suiza. Debe estar ahora por los trescientos mil dólares…

—Sí, es verdad… Bien, olvídate de lo que te dije. Es de sentido común que los controles en las fronteras sean muy severos estos primeros días…

Llamaron a una secretaria y le ordenaron que localizara a Fujardo. Media hora después, el gerente estaba en el despacho. Casi al unísono le preguntaron:

—¿Bien, qué te parece?

—Un error tremendo. Una estupidez política. Una salvajada. Ya sabéis que a mí, Carrero me parecía funesto; pero estas barbaridades sólo sirven para que la gente se asuste y la dictadura aumente la represión…

Y sin embargo, lo que sucedió fue que los ciudadanos españoles reaccionaron con una serena indiferencia, que en su discurso de final de año Franco recordó que «no hay mal que por bien no venga» y que, sorprendentemente, fue nombrado nuevo presidente del gobierno don Carlos Arias, que era ministro de la Gobernación el día del atentado y que se dirigió al país el 12 de febrero, en un discurso lleno de promesas de evolución política, de liberalización y hasta de apertura democrática. Manolo se alegró mucho con las palabras de Arias, pero Fujardo le echó un jarro de agua fría.

—No hagas caso. Son los estertores de la dictadura; aquí y dentro ya de muy poco, vamos decididamente a la ruptura. Fíjate cómo está la cuestión laboral. ¿Sabes por qué? Porque los trabajadores ya han iniciado esa ruptura; han abandonado la farsa de los sindicatos oficiales y están afiliándose en masa a las Comisiones Obreras. Adoran a su líder, Camacho, a quien la dictadura tiene encerrado desde hace años. ¿Por qué, digo yo? ¿Porque defiende los derechos de sus compañeros?

—Según se ha dicho en el famoso proceso «1001», porque es comunista…

—¿Comunista, Marcelino? —se sonrió Fujardo—. ¡Vamos, vamos, no digas tonterías! Es, sencillamente, un líder obrero. Pero sin ninguna conexión con el PC; puedes estar seguro.

Almorzaron los tres juntos en La Corralada, donde los llevó Fujardo porque era el restaurante preferido por la oposición. Y es que ya, hasta los restaurantes estaban politizados y se sabía dónde encontrar a los demócrata-cristianos y dónde a la oligarquía capitalista del régimen y dónde a los socialistas moderados. Y hasta se contaba en los periódicos; porque los periódicos, quejándose continuamente de la falta de libertad de expresión y echando pestes del artículo 2.° de la Ley de Prensa, estaban diciendo cosas antes insólitas. En el local, saludó Fujardo a unos jóvenes barbudos con jersey subido y después se acercó a una mesa donde dos personas de mediana edad, también con jersey, pero con chaqueta encima, estaban comiendo. Charlaron varios minutos, con ostensible discreción.

Dijo el gerente cuando estaban en el café:

—Aquellos compañeros, que son de los más activos entre las fuerzas libres, me han anunciado que el viernes tenemos una reunión importante. ¿Por qué no vienes, Manolo?

No se lo propuso a Alfonsiño, porque ya sabía que con el gallego no había nada que hacer. Manolo, en cambio, aceptó satisfecho la invitación. Aunque advirtió modestamente:

—¿Pero te parece que yo pinto algo entre vosotros?

—Puedes pintar mucho. Tú has sido del régimen… sí, no vas a negarlo ahora. Como tú, hay varios entre las fuerzas libres. Sois, quizá, los más interesantes; sois los conversos.

—Claro, claro… —asintió Manolo. Que había sacado un gigantesco Montecristo del número 1, pero que comprendió que no sería oportuno encenderlo, en aquel lugar, por lo que el puro puede simbolizar siempre de ostentación capitalista y volvió a guardarlo con todo cuidado en el bolsillo y se puso a fumar un Fetén, que quedaba mucho más en ambiente.

La reunión se celebraba en un chalé de Arturo Soria, que tenía un jardín chiquito, apenas alumbrado por un farol que colgaba de la fachada. Eran algo más de veinte personas, todas muy significadas y que también todas recibieron a Manolo con afectuosa simpatía. Allí estaban, entre otros, el ex ministro del gobierno de Franco y el ex ministro de la República y el intelectual del régimen, converso también, y el ilustre abogado especialista en temas económicos y el capuchino que colgó los hábitos para integrarse en las Comisiones Obreras (y, de paso, casarse) y la conocida actriz, líder de las reivindicaciones de los artistas y el catedrático, al que la dictadura no le dejaba dar clases, y el financiero liberal, a quien sus varias multinacionales y sus diversos Consejos de Administración no coartaban en absoluto su fidelidad democrática, y el abogado laboralista que con tanto afán venía entregándose a defender a los obreros canallescamente despedidos por hacer huelga, con los que se tuteaba y solamente les cobraba un veinte por ciento de lo que sacaban, si es que sacaban algo. Había también un periodista joven, que era el más exaltado, quizá porque sufría a diario la vejación de tener que escribir en un periódico de derechas. Y dos jóvenes socialistas, poco conocidos porque procedían de provincias y eran de los que siempre habían actuado en la clandestinidad.

El ex ministro de Franco tomó la palabra para saludar a los reunidos y congraciarse de que se llevara a cabo aquella reunión, que iba a servir de toma de contacto entre las fuerzas libres, en momentos tan críticos para el futuro del país. «No será fácil —dijo— desmontar los vicios, las corrupciones y las lacras de tantos años de autocracia, pero en ese empeño estamos». El intelectual converso habló después de la necesidad de llegar a la conciencia de las gentes, desintoxicándolas del lamentable lavado de cerebro que, también a lo largo de tantos años, se había efectuado a través de los medios de comunicación «maniatados por una censura infame, limitados al incienso y a la adulación, entregados a la funesta tarea de adormecer al país exaltando las neveras y los utilitarios».

Manolo escuchaba atentamente e incluso, en determinados momentos, tomó varias notas. De modo especial, cuando el financiero liberal desarrolló su teoría acerca de la participación en beneficios de los trabajadores, «que tampoco puede ser excesiva, porque de lo contrario se produciría el contrasentido de que, en vez de limitar los beneficios del capital, convertiríamos a los obreros en capitalistas». Alrededor de las diez de la noche, se suspendieron las deliberaciones y los reunidos tomaron unos bocadillos de queso, unas rodajas de salchichón y unas sardinas de lata, de la variante «pica-pica», que regaron con vino clarete. La conocida actriz sirvió café a continuación y al tiempo, informó a sus compañeros de los muchos padecimientos que había sufrido bajo la dictadura, cuando tenía que hacer películas ñoñas o ridículamente burguesas e incluso de aquellas históricas, tan necias, que sí, le pagaban bien (porque su nombre se cotizaba), pero le dejaban una inmensa insatisfacción espiritual. «En cambio —manifestó— nunca he podido interpretar en mi país a Rafael Alberti, nuestro admirable poeta, cuyo cumpleaños, por cierto, se celebra mañana».

Ahí intervino Manolo por primera vez, proponiendo enviar un telegrama de felicitación a Alberti («luminaria de las letras, genio universal, marinero en tierra del exilio») y fue tan bien aceptada la propuesta, que incluso se le comisionó para encargarse de cumplimentarla. El capuchino secularizado comenzó entonces a hablar y lo hizo durante mucho, muchísimo tiempo, porque era más bien pesado. En resumen, expresó la identificación de los clérigos jóvenes con la causa de la libertad; el total repudio de aquello que se llamó «Cruzada» por unos obispos vendidos al poder, enganchados en el carro del triunfador, que bendecían la represión y se lucraban con sus sueldos de procuradores; el sentido moderno de la Iglesia como institución democrática que ahora se tenía e incluso la muy elaborada idea de que Jesucristo fuera el primer abanderado de un marxismo incipiente. Por último, leyó una relación de parroquias, conventos, iglesias, capillas y residencias sacerdotales que se ofrecían para albergar, ni que decir tiene que gratuitamente, asambleas ilegales, sentadas de trabajadores y mítines de las fuerzas libres.

El periodista joven, que varias veces había interrumpido con monosílabos rotundos («¡Acción! ¡Lucha! ¡Violencia! ¡Ruptura! ¡Decisión!»), pidió la palabra:

—Quizá porque soy el más joven, soy también el más impetuoso. Perdonadme, compañeros, pero si estamos de acuerdo en la necesidad de proceder con urgencia para devolverle al país sus libertades perdidas durante tantos años, de acabar con la corrupción y con la oligarquía, de sanear este estercolero, yo os pregunto: ¿cuándo?

Hubo entonces un largo silencio. El ilustre abogado lo rompió para decir:

—Hemos de contar con los compañeros de las regiones, que han de aportar la enorme fuerza de esos países olvidados, ultrajados, esclavizados por el centralismo dictatorial, que no les ha permitido hablar su lengua, tener su gobierno, disfrutar de una enseña independiente, dirigir su economía, abanderar sus barcos, establecer sus aduanas…

El ex ministro de Franco comentó:

—Verdaderamente, esos países ibéricos han sufrido mucho. Tenemos que incardinarlos en el Estado Federal y, como muy bien dices, su colaboración nos resultará imprescindible.

Fujardo tampoco había hablado mucho; pero ahora intervino:

—¿Sabéis qué piensa Willy Brandt?

Uno de los jóvenes socialistas poco conocidos, que iba sin corbata, aunque con una chaqueta sport preciosa y tenía aspecto de gigoló, aclaró visiblemente satisfecho:

—Está incondicionalmente a nuestro lado. Hace pocos días almorcé con él (en Berlín, naturalmente) y me ofreció una ayuda total, en todos los órdenes.

—Pues entonces —volvió a decir el periodista—, ¿a qué esperamos?

Y sobre el silencio que nuevamente se había hecho, se escuchó la voz grave del ex ministro de la República:

—A que se muera el dictador. Hasta entonces, no hay nada que hacer.

Se quedaron silenciosos y tristísimos, mirándose los unos a los otros y asintiendo mudamente a tan impepinable realidad. El joven periodista cortó el impasse de la situación, aunque solamente pudo decir:

—Pero bueno…

Porque en ese momento llamaron a la puerta y la conocida actriz abrió y aparecieron tres señores vestidos de oscuro y el que entró primero enseñó una chapa y dijo:

—Policía…

El catedrático se levantó, para declarar:

—Ésta es mi casa y éstos son mis amigos. ¿A qué se debe la presencia de ustedes?

—A que están celebrando una reunión no autorizada legalmente.

—Estamos charlando de nuestras cosas, nada más.

—En número superior al de personas que pueden reunirse sin permiso gubernativo…

El ex ministro de la República dijo entonces, con toda la razón del mundo:

—¡Pues menudo trabajo que van a tener ustedes interrumpiendo banquetes de boda y celebraciones de bautizos!

Hizo como que no oía el inspector y dirigiéndose al catedrático, ordenó:

—Tendrán que acompañarme a la Dirección General de Seguridad.

—Naturalmente que sí; y allí protestaremos debidamente. Fueron saliendo, previa entrega a los policías de los documentos de identidad. Al ex ministro de Franco le dijo el comisario:

—Usted no es preciso que venga.

Pero él, con enorme dignidad, le respondió:

—¿Cómo no voy a ir? Yo me solidarizo absolutamente con estos amigos.

En la Dirección, el comisario estuvo muy amable y les ofreció de fumar (ninguno aceptó) y las declaraciones fueron muy breves.

—Bien, señores —les comunicó cuando terminaron todos—. Pues quedan ustedes en libertad aunque, naturalmente, me temo que les será impuesta una multa por Orden Público.

—Esto debe ser «el espíritu del 12 de febrero» —comentó el capuchino exclaustrado. Pero el comisario hizo también como que no se enteraba.

Manolo llegó a casa cerca de las cuatro; Carmiña esperaba en el salón, intranquila.

—Nada, mujer, nada… —le tranquilizó él—. Es el natural tributo a la lucha por la democracia…

—¿Y a ti, quién te mete en esas aventuras?

—Mi conciencia, querida. Ya sabes que en Montserrat se hizo la luz para mí y desde entonces, estoy en la línea de las fuerzas libres.

—¡Trapalladas!… —fue el único comentario de Carmiña, que se encerró en su cuarto bastante irritada.

Se quedó un buen rato Manolo en el salón, fumando y pensando. También, en algún momento, recordando; pero cuando le llegaban los recuerdos, prefería cambiar de tema. Después, por hacer algo (no tenía ningún sueño) hojeó unos periódicos que había sobre la mesa. En el Marca venía una entrevista con un socio del Real Madrid, que acababa de fundar una asociación para integrar en ella a cuantos, de manera creciente, se estaban pasando a una enérgica oposición contra las directrices que imponía en el club el mandato autoritario de Bernabeu. «Creemos que son ya demasiados años de dirección única —explicaba el jefe de la oposición—. La campaña actual del equipo es lamentable. Respetamos a don Santiago, pero a su edad consideramos que debe retirarse, para dar paso a los jóvenes. Queremos organizar al club dentro de unas fórmulas democráticas, en las que el socio sea oído y pueda impugnar la tarea de los directivos, cuando no le guste».

Sonrió Manolo, recordando la teoría de Alfonsiño. El Real Madrid había sido derrotado ¡y en casa! por el Barcelona, de manera vergonzante. Estaba por la parte baja de la clasificación. Naturalmente, surgían las disensiones, las críticas, las censuras y aquella masa, antes adicta, se rebelaba contra los jefes de toda la vida. El primer sacrificado había sido Miguel Muñoz: una institución en el club. Y sin embargo, después de tantísimos años sirviendo a Bernabeu desde todos los puestos, le habían defenestrado. Por cierto —cayó en la cuenta—, pocas semanas después del asesinato de Carrero Blanco.

Eran casi las seis cuando subió a la habitación. Había dejado una nota a Víctor: «No me llame. No estoy para nadie. No me pase ningún recado». Siguió despierto mucho rato, fumando sin parar. ¿Qué multa le impondrían? ¡Bah. qué más daba! Quizá diez, quizá veinte mil duros. Bendita multa; serviría como una penitencia para paliar errores antiguos. Lo que ahora tenía que conseguir era una detención; porque en la reunión había podido darse cuenta de la superioridad moral de los compañeros demócratas que habían estado en la cárcel. Se les hacía mucho más caso en todo y gozaban de una justificada aureola de martirio. A él le vendría de perillas para darle definitiva credibilidad frente a la oposición.

¡Curiosa oposición! —siguió pensando—. ¡Tan diversa en todos los aspectos! El ex ministro de Franco le había impresionado muy vivamente. ¡Qué conversión tan auténtica la suya! Pues ¿y la del ex intelectual del régimen? Eran unos tipos colosales; llenos de virtudes humanas y sociales. Y su programa, importante. Bien es verdad que habría que enfocarlo, a niveles industriales, de forma que no se dañara la economía empresarial; a un lado teorías, la empresa seguiría siendo siempre la base de la economía del país. Y la empresa estaba necesitada de ser dirigida por expertos; por expertos como él; eso si, muy demócratas. Evidentemente, el cambio se avecinaba en el país. El país, el país… Y entonces se dio cuenta de que, en toda la noche, nadie había usado la palabra España.

Fue a apagar la luz y reparó en la foto de su audiencia con Franco, enmarcada en plata, que seguía en uno de los estantes de la biblioteca. Entonces, andando de puntillas (¿por qué de puntillas? Pero lo hizo sin darse cuenta), la quitó de allí y tras una breve vacilación la guardó en una de las bateas del gran armario ropero, junto a las camisas de verano.