XII

Eran ya cinco semanas de una dramática lucha contra lo inevitable. Cinco semanas con el mundo pendiente de España y con España pendiente de los partes médicos, cada vez menos inteligibles, que repetían de continuo en los últimos días una palabra elocuente: retroceso. El país actuaba como por inercia y la oposición había abierto un compás de espera y hasta el terrorismo, tan activo últimamente, permanecía quieto y expectante. Frente al Palacio del Pardo, los primeros días; ante la gigantesca Ciudad Sanatorial, después, una muchedumbre silenciosa se renovaba de continuo, buscando en directo la noticia.

La noticia, tan temida por muchos durante años; tan deseada por otros durante esos mismos años. La noticia, que había comenzado a hacerse posible el 17 de octubre, cuando la prensa habló de una «ligera afección gripal» del Jefe del Estado. El 26 se producía la primera insuficiencia coronaria y el parte «del equipo médico habitual» utilizaba una frase explícita: «estado crítico». Desde entonces, día a día, hora a hora minuto a minuto, el ilustre enfermo se empeñaba en un desesperado combate por sobrevivir, cuyo negativo resultado nadie dudaba. Aunque los entusiastas de siempre buscaran absurdos pretextos para disimular lo inevitable:

—Tiene una naturaleza de hierro… Su padre murió con noventa y pico de años… Y ahí está su hermano Nicolás, que también creyeron todos que se moría y se ha recuperado y eso que es mayor.

Fueron semanas tensas, días crispados, que provocaron inesperadas reacciones en las gentes. Al cabo casi de cuarenta años, iba a modificarse radicalmente un estado de cosas que para muchos se había hecho, quizá, indispensable; desde luego, normal. Más de medio país no había conocido otro régimen. Y ahora comprendía —todo el país— que la expectativa de futuro no estaba, quizá, tan clara como se le había hecho creer* Una seria, honda preocupación se abatió sobre España cuando, al amanecer del día 20 de noviembre de 1975 (curiosamente, a los treinta y nueve años justos del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en Alicante) la radio dio la esperada y no por ello menos impresionante noticia: Francisco Franco había muerto. A las 5.25 de la mañana, en la Ciudad Sanatorial La Paz, como consecuencia de «una parada cardiaca irreversible».

Los periódicos lanzaron cientos de miles de ejemplares, en ediciones continuas, que se agotaban al instante. Los periódicos tenían compuestas, desde muchos días antes, las páginas con las referencias históricas de la figura de Franco, con su detallada biografía, con los editoriales de rigor. En seguida aparecieron también números extraordinarios de las revistas y la televisión y las emisoras de radio comenzaron a funcionar de manera constante. Aunque ese día 20 fue normal a efectos laborales, los pueblos y las ciudades de España tenían ya un aspecto distinto, daban una extraña y nueva sensación. Una sensación seria y absolutamente serena. Como en seguida se dijo, una sensación de madurez.

Amortajado con uniforme de gala de capitán general, el cadáver del Caudillo quedó expuesto en el Palacio de Oriente. Funcionó con precisión absoluta el mecanismo de la sucesión; las Cortes proclamaron rey de España a don Juan Carlos de Borbón y Borbón, que compareció ante la Cámara y llegó por la televisión a todos los rincones del país, con el gesto triste, ojeras profundas y evidente emoción. Leyó con firmeza su juramento, y después dirigió a los españoles un mensaje verdaderamente importante. Horas antes, el presidente Arias había hecho llorar a muchos —y había llorado él mismo— al transmitir el «testamento político» de Franco a través de la «pequeña pantalla».

La «pequeña pantalla» se convirtió en el gran espectáculo de aquellas jornadas. Entre el dramatismo de los acontecimientos, el rubio príncipe Felipe comenzó a despertar, con sus espontáneos gestos, con su encanto infantil, la simpatía de la gente. Y, superando todas las previsiones, los españoles hicieron cola —horas y horas, a despecho del frío, con una sinceridad y un dolor impresionantes— para desfilar frente al cadáver del que había dejado de ser ya su Jefe del Estado. Que era finalmente llevado hasta la basílica del Valle de los Caídos y allí recibía su sepultura definitiva, detrás del altar mayor, debajo de una losa de granito donde sólo figura, sin tratamiento alguno, su nombre y su primer apellido: Francisco Franco.

Manolo había recibido la noticia minutos después de que la radio la anunciase; Daniel Fujardo, según tenían convenido, le llamó inmediatamente por teléfono, sacándole de la cama. A las ocho estaba en Imporgasa y su gerente (que desde la renuncia de Alfonsiño era también accionista y consejero-delegado) le comentó las últimas informaciones transmitidas por la radio.

—¿Cómo ves la situación? —le preguntó.

—Normal. Estos primeros días no pasará absolutamente nada. Puedes estar tranquilo.

—Sí, pero luego…

—Es prematuro opinar. Aunque yo creo que, hasta dentro de algunas semanas, no se pueden hacer cábalas. Hay que esperar al nuevo gobierno…

Realmente, Fujardo estaba en un plan bastante conservador en los últimos meses, quizá porque al recibir sus paquetes de acciones (con facilidades de pago, mediante deducciones progresivas de sus muy incrementados honorarios mensuales) había rectificado sensiblemente sus anteriores criterios sobre el capitalismo, que ahora concebía como una colaboración estrecha entre la empresa y los trabajadores, ausente de cualquier fricción que pudiera perjudicar la común tarea productiva. Se había comprado un apartamento de ciento y pico metros en la calle de Orense y aunque continuaba (claro está) fiel a sus principios ideológicos, los formulaba con evidente serenidad, descartando en todo caso cualquier solución política violenta.

Manolo pasó la tarde en Somosaguas; cenó con poca gana. Carmiña estaba triste y no podía disimularlo.

—¡Hemos vivido tan tranquilos todos estos años!… —dijo, como síntesis de sus impresiones en aquel momento.

—Bueno, mujer, tampoco ahora va a pasar nada —la sosegó su marido—. Haremos una democracia como debe ser; todo está previsto.

—Dios lo quiera. Pero no sé, no sé…

Manolito, hijo, se quedó frente al televisor. Carmencita, en cambio, no parecía sentir el menor interés por lo que estaba sucediendo en el país; se metió en su cuarto y puso el tocadiscos.

—Podíamos irnos estos días a Navacerrada —propuso Manolo.

—Sí, quizá sea lo mejor…

Pero surgió el problema del servicio. Porque a la mañana siguiente, Víctor le dijo a su señora:

—La cocinera y yo queríamos pedir permiso para ir al Palacio de Oriente, a ver por última vez al Caudillo. Creo que la doncella también piensa pedírselo. Y ya sabe usted que hay que estar varias horas en la cola…

Sin contar con su marido, Carmiña les dio el permiso y quizá se quedó con el deseo insatisfecho de acompañarles. A Manolo, cuando se enteró, le pareció muy mal.

—Es una mascarada… Además, nos revientan, porque ya no podemos marcharnos a la sierra.

—No te preocupes; pueden venir después con el R-12. Nosotros nos vamos, como teníamos previsto.

Se marcharon, efectivamente, y por la televisión en color siguieron al minuto todos los actos de aquellos días y Manolo, en algún momento, notó cierta sensación extraña, que nunca supo si era tristeza o preocupación o, quizá, remordimiento.

De todos modos, el 23 se citó por teléfono con los compañeros de la Coordinación Democrática.

Las reuniones se multiplicaron en días sucesivos. Las «fuerzas libres» se encontraban, naturalmente, en el momento crítico y comprendieron que tenían que unir sus esfuerzos y acompasar sus decisiones. Al cabo de cuarenta años de considerar pura utopía su retorno al poder, se les ofrecía ahora la posibilidad de alcanzarlo. Pero ¿cómo? ¿Aceptando la colaboración con el que se llamaba «primer gobierno del rey»? ¿Enfrentándose a él de una manera discreta? ¿O rompiendo hostilidades? En aquellas reuniones comenzó tratándose este tema; o sea, en frase del representante del (ilegal) Partido Comunista, se planteó «la mecánica operativa». Desdichadamente, no hubo manera de llegar a un acuerdo, Y eso que, por el momento, solamente estaban representadas en las «convergencias» (como se les llamó) treinta y siete (ilegales) partidos políticos de la oposición.

Puede decirse que se discutieron tan sólo treinta y dos opiniones distintas, lo cual denotaba que, felizmente, la oposición comenzaba a aproximarse en sus criterios, aunque quedaba todavía mucho camino por andar. Hubo, eso sí, unanimidad total, clamorosa, en la aprobación de algunos puntos de carácter básico; lo que podríamos llamar declaraciones de principios. Por ejemplo: repudio de la Organización Sindical (Manolo se distinguió en las discusiones, aportando datos muy útiles acerca de la ineficacia del sistema vertical); amnistía completa, rotunda, indiscriminada, y absoluta; implantación de una democracia auténtica, en la que cupieran todos los partidos políticos, sin ninguna limitación y con expresa legalización del Comunista. A propuesta del joven socialista andaluz, se matizó este punto: «Quedarán, naturalmente, fuera de la legalidad y no serán jamás autorizados los partidos fascistas». Era la culminación de las ideas democráticas imperantes en la reunión.

En cuanto al futuro del Estado, solamente se trazaron las líneas básicas: España se consideraba integrada por un conjunto de países autónomos enteramente desligados del poder central y amparados en estatutos federales que se aprobarían por sufragio. El representante del PSCO (Partido Sindicalista Colectivo Original) sugirió que la autonomía no llegase al fútbol, aceptándose por los diversos países incardinados en el Estado español una Liga federal, ya que es sabido que el Real Madrid siempre llena los campos en todas las ciudades, aunque sean federales. Tan descabellada propuesta fue abucheada.

Con simpático ceceo, el delegado del MALC (Movimiento Andaluz de Liberación Castiza) preguntó si se había pensado lo que sucedería con las corridas de toros, cuya bunkeriana denominación de «fiesta nacional» propuso que se sustituyera por «fiesta de los países ibéricos», sugiriendo también que se concedieran especiales franquicias aduaneras y fiscales a los toreros para sus desplazamientos de uno a otro país incardinado.

Esta propuesta fue mejor aceptada y la mesa la tomó en consideración para, en su momento, incorporarla a la sección que se encargase del estudio del tema «Espectáculos y diversiones populares». Un hombre de mediana edad, con el rostro surcado por gruesas arrugas que denotaban su limpio origen campesino y que en seguida se dio a conocer como representante del PLM (Partido Liberador de la Mancha), dijo, tan burda como emocionadamente, unas palabras acerca del entusiasmo que en los campos de Montiel había despertado la idea de una Federación Ibérica de la Mancha y, dirigiéndose al catedrático (que estaba en la mesa presidencial), le rogó que les ayudase a encontrar una bandera bonita y un escudo; sugiriendo que, por naturales razones de patriotismo manchego, aquel pueblo que nacía como país federado vería con buenos ojos que en alguno de los cuarteles figurase don Quijote, pero también en otro Sancho Panza, con objeto de demostrar así un espíritu liberal y democrático absoluto.

Al tercer día de sesiones, los partidos representados ya eran cuarenta y dos, porque tres de los que las iniciaron para enlazar las diversas instancias unitarias, se habían fraccionado en varios partidos nuevos, disidentes (bien es cierto que por meras cuestiones de matiz) con respecto de su origen. Se respiraba en aquellas cordiales discusiones (que duraban hasta nueve horas seguidas) un clima nuevo, un clima relajante, bien distinto del que, durante tantos años, había caracterizado las concentraciones políticas del anterior régimen, generalmente llamado ahora la dictadura. Por lo pronto, cada cual se vestía como le daba la gana y era compatible la fina elegancia del ex ministro de Franco con la juvenil arrogancia despechugada del joven líder andaluz y el jersey de punto y cuello alto del representante de las CCOO y los vaqueros de los muchachos de la UGT y el traje negro, bastante arrugado, del ex ministro de la República.

Al terminar se cantaba la Internacional con la mayoría de los asistentes puño en alto y se daban gritos de los antes llamados subversivos y la Convergencia se disolvía pacíficamente, entre sonrisas y abrazos, mientras los fotógrafos de prensa disparaban sus flashes y los observadores extranjeros aseguraban que el porvenir se presentaba hermoso para la España democrática en marcha acelerada, y al siguiente día todos los periódicos contaban el festejo y muchas revistas daban detalles abrumadores sobre los (ilegales) partidos políticos y sus líderes y sus actividades y, claro está, coincidían al final en que ya estaba bien de maniatar la libre expresión de los ciudadanos y que había que terminar con la opresión y que el gobierno lo que tenía que hacer era dimitir, porque con la funesta Ley de Prensa no había forma de decir en papel impreso cosas desagradables contra los ministros.

Cuando comenzó el nuevo año, el primer año de la libertad —al decir de los exégetas— Manolo recibió el honroso cargo de redactar un documento, una especie de manifiesto a los pueblos del Estado español, que debía estar escrito con cierto indispensable lirismo, inevitable ambigüedad en cuanto a los proyectos y total contundencia en el repudio del anterior régimen y de todas y cada una de sus instituciones. No estaba la convergencia sobrada de prosistas (eran todos más bien hombres de lucha, templados en el duro sacrificio de la clandestinidad o en el martirio de la cárcel o, cuando menos, en la tortura moral de tanta indignidad conocida) y así resultaba Manolo una de las plumas más aprovechables. Para encontrar el adecuado estilo, un estilo plenamente democrático, repasó textos de varios eximios autores a quienes siempre (explicó a sus compañeros) había admirado fervientemente: José Bergamín, Ramón J. Sender, Rafael Alberti… Tuvo asimismo que ambientarse con la nomenclatura que los comunicados sucesivos de las distintas instancias de la oposición habían ido acreditando y usar, en consecuencia, palabras antes de poco uso, ahora en cambio rescatadas por los vientos democráticos: coalición, federación, autoconvocatoria, intolerancia, plataforma, incardinación, proceso constituyente, autocracia, pacto, autonomía, ruptura, quiebra del Estado.

El manifiesto le quedó precioso y fue ampliamente difundido, teniendo singular acogida entre los varios millares de obreros del cinturón industrial de Madrid que estaban en huelga, en cumplimiento de las consignas del PC (según mentía el gobierno) y de las democráticas CCOO (según sucedía en la realidad).

Cinco días estuvo embebido en sus actividades políticas, tan escandalosamente públicas como todavía ilegales (en curiosísima contradicción, que indignaba mucho a los del llamado «bunker», quienes, con el Código Penal vigente en la mano, pedían la fulminante encarcelación de todos aquellos descocados líderes de la nefasta oposición comunizante) y olvidado forzosamente de sus empresas. Cuando por fin apareció por Sincolesa, Daniel Fujardo se encerró con él en dirección y no se anduvo por las ramas:

—Mira, Manolo, esto no puede continuar así. Te ha dado el sarampión democrático y estás desatado. Pero tú y yo dirigimos una organización comercial muy seria, que ahora se encuentra llena de problemas y no estoy dispuesto a tragármelos yo solito.

—¡Pero hombre, Daniel, tú me dices eso!…

—Claro que te lo digo yo. Porque soy tu socio y en consecuencia, responsable por mitad de lo que aquí pasa. Y pierdo también por mitad los beneficios que se evaporan por falta de atención tuya a los negocios.

—No me salgas ahora con miserias capitalistas…

Daniel se quedó perplejo. Tanto, que tardó algunos segundos en reaccionar.

—Manolo, admito que te hayas convertido de corazón al socialismo. Creo que me lo debes a mí, ¿no? Pero lo que yo no pude pensar nunca es que, cuando estás a punto de cumplir sesenta años, te conviertas además en un imbécil. ¿Por qué no miras a tu alrededor? ¿O es que varios de esos que están sentando contigo las bases de la democracia española no son más capitalistas que tú y viven aún mejor que tú y dominan unas multinacionales que para nosotros las quisiéramos? Porque una cosa es predicar libertades y otra dar trigo, pagando buenos salarios a los trabajadores y obteniendo los naturales beneficios industriales…

Manolo le miró asombrado:

—Oye, cuando me llevaste al encierro aquel de Montserrat…

—Déjate de hacer historia —le cortó Fujardo—. El contorno nacional ha cambiado sustancialmente. Entonces, teníamos que romper la opresión, hacer saltar la tiranía; bueno, ya lo hemos conseguido…

—En cierta medida y no precisamente por nuestro solo esfuerzo, sino más bien a causa de una insuficiencia cardiaca.

—Lo hemos conseguido y basta. Ahora, el aliciente de la clandestinidad se ha perdido y lo que tenemos que hacer los buenos demócratas es trabajar, trabajar sin descanso. O la economía del país se va a la porra.

—¿Son ésas las últimas consignas del PC?

—He dejado de pertenecer al PC —aclaró Fujardo—. Su radicalización me parece inaceptable; Santiago y Lola están más en el «bunker» que Blas Piñar. En otro «bunker»; pero «bunker» al fin y al cabo.

—¿Y puede conocerse tu actual ideología política?

—Una socialdemocracia conservadora de corte europeo, Lo que España necesita, Manolo. Ya te convencerás…

La primavera trajo a Madrid a Alfonsiño, que venía gordo, coloradote y feliz. La vida provinciana le sentaba, era indudable, a las mil maravillas. Cosa normal si se piensa que ni se había enterado del manifiesto de la Convergencia Democrática, lo que dolió profundamente a su redactor literario.

—¿Pero en qué mundo vives, hombre?

—En el que me gusta: ya te lo dije. ¿Y sabes? A lo mejor me caso; sí, figúrate qué locada. Pero hay una rapaza allá en Betanzos; bueno, una rapaza de cuarenta años… Las paisanas, que tienen gancho. ¡Y luego, qué voy a decirte, Manoliño, a ti precisamente!…

Había recuperado todo su acento gallego y Carmiña quiso que se quedara a vivir con ellos en Somosaguas, pero se negó en redondo.

—Comer, ya comeré aquí, pero déjame las noches libres, filiña…

Manolo tenía prisa por hablarle de política, a pesar de que, notoriamente, el tema no le interesaba un pimiento a su viejo amigo. Que llegaba con un delicioso candor en cuanto a la realidad del país (le hizo notar Manolo), consecuencia de hacer caso del Telediario.

—¿Pero no ha dicho el presidente que pronto tendremos elecciones? —preguntaba el infeliz Corcheiro.

—Las repudiamos. Quieren hacer unas elecciones amañadas.

—Como todas, claro. ¿Y no dice el gobierno que habrá referéndum?

—Lo impugnamos. Las preguntas que quieren formular, no nos valen.

—¿Qué preguntas serán?

—No se sabe aún. Pero las impugnamos.

—¡Ah! ¿Y eso del Congreso de los diputados y del Senado?

—No lo admitimos.

—¿Pero no sois un partido político?

—Ilegal, en la oposición.

—¿No dicen que ahora puede haber partidos?

—El nuestro rechaza toda oferta que llegue del poder constituido. Exigimos disolución del gobierno, ruptura y apertura de un proyecto constituyente.

—¿Y eso, por qué?

Manolo dudó un momento. Por fin, explicó:

—Porque negamos la legitimidad de un gobierno que no ha sido elegido por el consenso democrático de todos los españoles.

—Pero para nombrar así un gobierno, hará falta otro que organice las elecciones ésas…

—No nos fiamos de las promesas de quienes, aunque jóvenes, han colaborado con el antiguo régimen. Tienen por ello tacha de autoritarismo.

Cayó de pronto en la cuenta de que Alfonsiño le conocía desde hacía nada menos que treinta y cinco años. Por lo que, sin dejarle meter baza, continuó impetuosamente:

—Ya sé que algunos, yo mismo, también coexistimos con la dictadura; pero nosotros hemos reaccionado en serio, hemos descargado nuestra conciencia con verdadera convicción. Somos otros muy distintos de aquellos jóvenes estúpidos de hace muchos años…

—Ya veo, ya veo… —sonrió Alfonsiño—. Oye, me tomaría otro coñac.

Se lo sirvió.

—¿Y qué tal el ambiente por Galicia? Allí también surgen ansias renovadoras… Nuestro partido tiene fuertes ramas autonomistas en tu tierra…

—¿Ah, sí? —se extrañó Alfonsiño—. Pues mira, yo sólo he notado que ahora le da a unos cuantos por decir que Galicia debe pronunciarse Galiza y por cambiar los rótulos de los pueblo y, por ejemplo, donde decía Ginzo, poner Xinzo y bobadas así…

—No son bobadas, Alfonso. Es que resurge una conciencia nacional autónoma en los países ibéricos. Fíjate; sólo en tu tierra se cuentan ya diez distintos partidos demócratas, encuadrados en el Consello de Forzas Políticas y en la Táboa Democrática.

—Pronuncias muy mal, querido —despreció Alfonso.

Manolo no se dio por aludido.

—Una impetuosa corriente desmantela el régimen anterior, pone a flote sus corrupciones y exige la creación de una España nueva. Mi partido…

—¿Cuál es, tú? —le cortó Alfonsiño.

—El PSOE, rama histórica, tronco secular, facción purísima. No debes confundirlo con siglas parecidas sólo en la forma.

—¿Cuántos sois?

—¿Cómo que cuántos somos?

—Sí, naturalmente. Cuántos socios o afiliados o como se llame están detrás de vosotros, los jefes, apoyándoos.

Hubo un silencio embarazoso. Y remachó Alfonsiño:

—Para que me entiendas: yo me acuerdo de cuando las elecciones, en la República; tú no, porque eras un chaval. Entonces, decidían los votos ¿Cuántos votos esperáis sacar vosotros? Porque, claro, sólo por los votos se puede saber quién cuenta con la mayoría… Y por tanto, quién puede mandar de veras… Es ésa la democracia, ¿no?

—Sí, sí, claro que es ésa. Pero en realidad, ahora mismo… ten en cuenta que después de tantos años de dictadura, el país ha perdido la costumbre del sufragio, Y claro, se hace difícil calcular…

Alfonsiño se acabó la segunda copa.

—¡Mira que si después os votan cuatro gatos…! —dijo sonriendo. Pero a Manolo no le hizo ninguna gracia.

Cuando la oposición democrática española, reunida por vez primera después de cuarenta años, acordó nombrar una comisión de enlace de todas las instancias unitarias presentes, con el fin de estudiar un proyecto de articulación y un programa común de ruptura democrática, para abrir un período constituyente, se contabilizaron las siguientes siglas:[1] PSOE, PSI, PCE, MSM, PSP, GI, PUC, PC, AI, BR, PSC, «c.c»., MC, ORT, UGT, PT, CDC, PSG, MCG, PCG, CCOO, IO, PSAN, USO, PSPV, UCE, UDPV, PSD, PCEU, ANV, EKA, FPS, USDE, IDE y JD.

No estaban en la cumbre, sin embargo, la totalidad de partidos políticos existentes.

O sea que todavía hay más. Bastantes más. Por ejemplo, entre los catalanes, UDC, RSC, LLC, ERC, y CC, junto con otros de menor cuantía.

A este país le siguen perdiendo las letras. Sean de cambio, sean de siglas…