IV

Ahora ya no se ponía el uniforme todos los días; incluso dejaba de vestirse con camisa azul. Y eso que, contradiciendo las normas del Partido, pero cultivando su indudable elegancia, su camisero le había hecho unas de seda natural preciosas y, en el colmo de lo «chic», hasta tenía alguna con cuello duro, también azul mahón, naturalmente. Pero —pensaba para sí Manolo— quizá a los intereses supremos de la nación le conviniera que sus fieles servidores comenzaran a mostrarse más en la línea americana, que era la que comenzaba a imponerse. En esto estaba totalmente de acuerdo Alfonsiño, con el que se veía frecuentemente y que fue quien le presentó a María Antonia.

María Antonia, casada con un neurocirujano, no tenía hijos, y estaba cerca de los treinta años; era una de esas mujeres, tan frecuentes en el país, a las que se les nota la insatisfacción sexual. Tampoco hacía nada por disimularlo y como era realmente hermosa y andaba pidiendo guerra (que dicen los castizos), Manolo, que no era de piedra, se la ofreció. O sea que la llevó una tarde a tomar una copa en «Casablanca», donde bailaron tiernamente enlazados y se pusieron en seguida de acuerdo acerca de lo difícil que era encontrar la felicidad en este mundo, y pocos días después volvieron a verse al mediodía, en «Roma», y así fue cómo, entre charla y charla, descubrieron sus afinidades sentimentales. Lo que equivale a decir que se gustaban físicamente una burrada.

Tenía María Antonia un cuerpo bellísimo, con la desconcertante contradicción de que, siendo delgada, sus pechos eran muy grandes. Y eso que no lucían cuanto debieran porque, como consecuencia de una promesa hecha durante la guerra, cuando estaba refugiada en la Embajada de Chile y a su padre le buscaban los de la FAI para asesinarle, iba vestida siempre con hábito. Un hábito morado con cordones amarillos que, como es lógico, no le favorecía nada. Pero cumplía humildemente su promesa, a la que sólo le faltaban ya cinco meses para finalizar. Y María Antonia, que era profundamente católica, no se desesperaba por ello, sino que casi podríamos decir que había hecho de su hábito una coquetería.

El neurocirujano andaba siempre por el Clínico y su mujer se aburría soberanamente. No es que Manolo tuviese demasiado tiempo libre, pero alguna tarde terminaba antes de las ocho y entonces la recogía en algún lugar discreto y daban un paseo en el «topolino». Porque Manolo se había comprado (gracias a su amigo Alfonsiño, que se lo proporcionó barato) un «topolino», con gasógeno, que le permitía ir hasta Casa Camorra, en la cuesta de las Perdices y allí enlazar sus manos con las de María Antonia, que se ponía muy colorada y muy cachonda y que estaba deseando que le propusiera pasar a mayores, porque ella, dada su decencia, nunca daría el primer paso.

Por fin, Manolo se decidió. Y su oferta fue tan bien recibida, que el problema consistió en encontrar el lugar idóneo para materializar aquel amor apasionado. Tuvo que efectuar consultas Manolo con sus amigos más cercanos y todos coincidieron en que nada como un chaletito en la calle de Hermanos Miralles, que solamente ofrecía la dificultad de que era gemelo de otro inmediato y, por tanto, no había que confundirse de número, ya que el error podía resultar lamentable. Llena de rubor dio su conformidad María Antonia al establecimiento y sugirió que sería preferible hacer el amor por las mañanas, porque su marido estaba entonces absolutamente absorbido por los enfermos.

Con objeto de que todo fuese disimulado al máximo, se citaron en la parroquia del Carmen, que tiene dos puertas a distintas calles y de la que era feligresa constante María Antonia. Entró por una de las puertas, rezó unas breves oraciones implorando anticipado perdón para su pecado y salió por la otra puerta, donde estaba aparcado el «topolino» de Manolo. Que en pocos minutos llegó a Hermanos Miralles; allí les recibieron con suma discreción y los enamorados se encontraron ya en la tentadora soledad de la habitación. Siempre, en estos casos, el debut resulta embarazoso y mayormente si, como ocurrió, a la dama se le plantea un grave problema de conciencia. Porque dijo María Antonia:

—Mira, querido: tengo promesa de llevar siempre el hábito puesto y de no quitármelo más que en la cama. Pero, claro, se entiende en la cama, para dormir…

Manolo, honestamente, reconoció:

—Ahora no vamos a dormir…

—Pues por eso. ¿Qué crees que debo hacer?

En vez de contestar, Manolo le subió el hábito (desde abajo) y luego se lo bajó (desde arriba) y así la vestimenta morada quedó como de bufanda del estómago de María Antonia, que una vez tranquilizada en tan cristiana convicción, se entregó apasionadamente a la voracidad de su amante, que cumplió con creces con su deber, a pesar de que en determinado momento se enredó con los cordones amarillos del hábito. La cosa no tuvo mayor importancia y en realidad aumentó los placeres de la cohabitación, que terminó cerca de la una del mediodía^ Lo cual permitió a Manolo llegar todavía a la oficina y enterarse allí de que los «maquis» habían ocupado el valle de Andorra.

Los «maquis» venían dirigidos por Santiago Carrillo, desde Toulousse y desplegaban un aparato bélico importante, con el que pretendían conquistar el país. Para complicar más las cosas, pocas semanas después se cerraba la frontera con Francia y la ONU decidía el aislamiento internacional de España. Se iban los embajadores y España reaccionaba celtibéricamente, apiñándose alrededor de Franco. Manolo tuvo mucho trabajo aquella temporada; un trabajo grato, porque consistía en dar forma al clamor nacional. Y acudió, naturalmente, a la gigantesca manifestación de la plaza de Oriente, donde centenares de miles de madrileños aclamaron al Caudillo y levantaron pancartas tan graciosas como aquella que decía: «Si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos». Al regreso del acto, en la calle del Arenal, después de saludar a don Jacinto Benavente, se encontró con María Antonia y su marido y también los saludó, porque en aquellas circunstancias todo estaba permitido.

Por lo demás, seguía Manolo con sus clases de inglés en el Instituto Británico y se había dejado convencer por Alfonsiño para figurar como consejero en una sociedad anónima, Sincolesa, dedicada al tráfico mercantil indiscriminado. El sueldo (en forma de dietas) no estaba mal y le permitió renunciar a su puesto de profesor en la Escuela de Mandos, que ya no le llenaba. Con lo que no tuvo que seguir vistiendo el uniforme de botas altas, que ahora le parecía incómodo. Pensó asimismo que la pensión de doña Salvadora le resultaba ya menos acogedora, y su amigo Corcheiro le encontró un pisito en la calle del Espíritu Santo, donde sin el menor reparo ante tan cristiano nombre, se acostaba continuamente con María Antonia.

Políticamente, estaba atravesando una indudable crisis de conciencia. Hasta el punto de haber perdido aquella capacidad suya de improvisación para redactar combativos artículos henchidos de patriotismo. Por eso, cuando el Mando le encargó que escribiera algo sobre nacionalsindicalismo, incapaz de crear, acudió a la obra maestra de Laín Entralgo sobre el tema e incluso copió párrafos enteros de ella. Como aquel, tan hermoso, en el que el camarada Pedro había escrito: «He aquí una consecuencia que sonará a escándalo en los oídos de la vieja burguesía: la de que ser patriota vale tanto como ser sindicalista nacional. Cualquiera que sea la actitud de cierta burguesía católica, yo, católico y nacionalsindicalista, sostendría siempre la conveniencia de una estrecha amistad con la Alemania nacionalsocialista, eso en orden a la revolución social que España necesita, una vez conseguida por las armas firmeza nacional, como el poderío de nuestra patria en el siglo futuro». Lo releyó después y estimó oportuno suprimir la alusión nazi, porque esto lo había escrito el camarada Laín antes del final de la segunda guerra mundial y lo importante era (según decían las consignas del Mando) mantener lo sustancial, con los retoques que hiciesen falta a lo que era mera accidentalidad política.

El aislamiento internacional se agudizaba y, para colmo, las incursiones del «maquis» se hacían cada vez más graves. Pero el país necesitaba tranquilidad mental y Manolo dictó entonces aquella famosa consigna a la prensa:

—Nada de malas noticias. En España no sucede nada desagradable.

Y la prensa glosó los goles de Zarra, las apoteosis de Manolete por esas plazas de Dios, el éxito clamoroso de Botón de ancla y las constantes inauguraciones de pantanos. La verdad era que los españoles trabajaban como enanos (como los enanos que trabajan mucho, ya se entiende) y aunque se imaginaban todo lo que tenían debajo, como si estuvieran sobre un volcán, preferían hacerse los tontos, encandilarse con Celia Gámez y sus vicetiples, que enseñaban la mitad del muslo y seguir la recomendación de una de las canciones de moda; aquella que decía:

—No hay novedad, señora baronesa…

Por culpa de esa canción tuvo Manolo complicaciones importantes. La cantaba, muy bien por cierto, una vocalista que utilizaba el seudónimo de Monique y aseguraba ser francesa, aunque había nacido en Colmenar de Oreja. Manolo la conoció en Villa Rosa durante el verano, cuando María Antonia estaba de vacaciones con su marido en Alicante (según su deber de esposa le imponía). Esta dolorosa ausencia de la mujer amada facilitó el flirt de Manolo con la artista, que se le dio muy bien desde el primer momento y con la que pronto vivió un apasionado y fugaz romance amoroso. Más fugaz de lo previsto, por la intervención inesperada de un alto jefe militar. El alto jefe se había enamorado locamente de Monique, que como puede suponerse, también le daba carrete, porque, además de sus galones y de sus medallas, era un otoñal canoso todavía de buen ver. Pero con un sentido excluyente de estas cuestiones, en la más pura línea calderoniana.

Algo sospechó el alto jefe de las infidelidades de la vocalista y decidió eliminar con todo rigor castrense cualquier competencia desleal. Así, finalizando agosto, había acudido Manolo como tantas otras noches a Villa Rosa, con la habitual intención de llevarse a la cama a Monique después de la actuación, cuando el maître le pasó un billete escrito con letra nerviosa, que decía simplemente: «Hoy, imposible. Ya te llamaré. Besos». Con aquel tic suyo tan característico, se alisó con las dos manos el bigotillo negro y animado por la tercera copa de coñac decidió pedir explicaciones. ¡Pues no faltaría más! Y al acabar Monique su brillante intervención, se dirigió, como tantas veces, hacia el camerino. Le extrañó que en la puerta del pasillo hubiese dos soldados, montando guardia con su máuser. Otros dos estaban un poco más adelante y una última pareja, con su cabo primero, en la puerta del camarín.

Manolo, que conocía los asedios del ilustre militar, porque la chica, honestamente, se los había confesado, comprendió en seguida. Se había detenido frente a la puerta; el cabo primero le miraba fijamente, mientras los soldados, apoyados en sus fusiles, permanecían en posición de descanso. Su primer instinto emocional fue rápidamente sofocado por el sentimiento del deber; provocar una situación embarazosa sólo serviría para que los enemigos del régimen tuvieran otra ocasión más de airear los enfrentamientos entre el Partido y las Fuerzas Armadas. Manolo, echándole un nudo al corazón (y vivamente impresionado por el aparato bélico presente), sonrió amistosamente al cabo primero y siguió, pasillo adelante, hacia el W.C., que le vino muy bien para aligerar sus nervios con una regular meada. Regresó por el mismo camino a su mesa y cuando estaba pagando la cuenta, vio salir por la puerta de camerinos a Monique, rodeada por la tropa. La subieron a un vehículo militar, que salió disparado, con dos motoristas precediéndole.

Al día siguiente, la vocalista le llamó, tal como había prometido. Pero él se hizo el digno y le comunicó que todo había terminado entre los dos; la ocasión no podía ser más propicia para la ruptura, porque el siguiente lunes, María Antonia regresaba de sus vacaciones. Aunque tan importante efemérides quedó absolutamente oscurecida por la trágica noticia que pocas horas antes conmovió a España entera: Manolete había muerto en Linares, cogido por un Miura. Durante varios días, el país vivió pendiente de los detalles del taurino drama y de las emocionantes escenas del entierro del torero de Córdoba. Manolo recobró su perdida inspiración literaria y pudo dictar una hermosa nota necrológica, «Español y torero», en la que glosaba las virtudes profesionales y políticas del «Monstruo». Fue muy felicitado por ella.

Aquellos meses fueron cansinos y cuando llegó Navidad, decidió Manolo pasarla con sus padres, en su ciudad. Hacía mucho que no iba por allí y el reencuentro estuvo lleno de sugestiones. Mari Paz tenía novio formal; un abogado, antiguo camarada del Frente de Juventudes, que se estaba abriendo camino y ya ganaba buenos duros en su especialidad administrativa de las infracciones en materia de abastos. En el Bar Club seguía Mañez preparando los gin-fizz como nadie y Valeriano, el limpia, le comunicó que acababa de batir el récord de los 400 metros vallas, a pesar de que seguían entrenándose con las sillas. Fiel a sus principios, Pepito Carmensanz continuaba poniéndose todos los días el uniforme de soldado de la Wehrmacht, con la Cruz de Hierro colectiva. Desde que regresó de Rusia (hacía ya cinco años largos) no se le conocía otra indumentaria. Al principio, aquello se consideró un gesto patriótico; ahora la gente opinaba que el frío de la estepa le había trastornado. Máxime cuando el valeroso ex divisionario explicaba muy fundadamente su teoría de que Hitler no había muerto en el «bunker», sino que había logrado escapar en un avión especial y se encontraba oculto en la Patagonia, preparando una invasión armada de Inglaterra a la cual él, naturalmente, prestaría su entusiasta colaboración.

La víspera de Reyes le llamaron por teléfono de la Nacional. Ya suponía Manolo que sus prolongadas vacaciones no sentarían bien a las jerarquías y que la indisimulable frialdad que últimamente venía acusando en su labor política (debidamente resaltada por sus enemigos de siempre) podía ser motivo para una seria reprimenda. Desde Madrid le hablaba el camarada Martín.

—¡Manolo! ¡Manolo!

—¿Qué pasa, hombre?

—Tienes que venirte en seguida…

—Pero mañana es fiesta…

—Pues por eso. Aprovecha para estar aquí el primer día hábil, bien temprano.

—¿Ocurre algo?

—¡Casi nada! Que te han hecho director general…

Director general de Explotaciones Forestales y Piscícolas. Nada menos. Lo primero que preguntó Manolo fue:

—Y eso ¿qué es?

—Pues hombre, la responsabilidad de cuidar de los bosques y de los ríos y de lo6 verdes valles y de las especies raras de peces y de todo eso…

—¡Ah!

Después supo la razón de su nombramiento: sus acumulados méritos en la propaganda le habían conferido una imagen muy favorable en las alturas. Su buen padre, siempre atento a su carrera y sin decirle una palabra, para no herirle en su conocida dignidad, había llamado a dos ministros amigos suyos y especialmente había movilizado a un franciscano, que era confesor de la esposa de un subsecretario, la cual había ejercido su natural influencia sobre su marido, quien comprendió que aquel muchacho podía ser muy útil en el servicio de la patria, en superiores esferas a las que venía ocupando. Se interesó por su curriculum y supo que en sus tiempos de delegado provincial de Educación Física del Frente de Juventudes había organizado una repoblación forestal en la zona de su mando, gracias a la cual varios montes, antes yermos, lucían ahora con millares de pequeños pinos. Por consiguiente, ¿qué cargo mejor que esa Dirección General desde la que podría planificar, ahora a escala nacional, una semejante campaña de intensificación de los valores ecológicos del país?

La toma de posesión y subsiguiente juramento, revistieron la severidad habitual en estos actos; Manolo iba vestido de gris con camisa azul y contestó a las palabras del ministro con una breve alocución, de la que gustó especialmente este párrafo:

—Tenemos que recuperar nuestros bosques, tenemos que devolver a España la riqueza forestal que la incuria de siglos liberales le ha hecho perder. Y debemos conseguir que nuestros ríos se pueblen otra vez con tantas especies piscícolas singulares que han ido lamentablemente extinguiéndose, pero que nuestra fe y nuestro espíritu de servicio sabrán revitalizar, en estos momentos en que, con especial empeño, necesitamos potenciar la economía de la patria, demostrando así a los enemigos seculares, a la conjura judeo-masónico-marxista-internacional que nos bastamos y nos sobramos para sembrar pinos y para inundar de peces nuestros centros fluviales.

No faltó al acto de la toma de posesión Alfonsiño Corcheiro, que invitó a cenar a su viejo amigo. Y le explicó cómo en Galicia aquellos problemas que ahora dependían de su competencia estaban especialmente agudizados, hasta el punto de que la semana anterior se le había ocurrido constituir una sociedad, Bosques del Noroeste, S. A., que tenía como finalidad primordial la revitalización de la riqueza forestal de la región y para cuya presidencia del Consejo había pensado (también una semana antes del nombramiento, claro estaba) en Manolo.

—¿Pero no crees que ahora puede haber cierta incompatibilidad? —insinuó Manolo.

—Si lo creyera no te lo habría propuesto, hombre.

O sea, que Manolo aceptó. Y olvidándose de aquella actividad suplementaria, comenzó a desarrollar una intensa labor desde su Dirección General, organizando cursillos, fomentando la repoblación forestal, intensificando la reproducción de especies piscícolas, celebrando concursos de prensa (porque conocía bien la importancia del «cuarto poder») y trasladándose de continuo a las provincias más necesitadas de su asistencia personal. Su primer éxito lo consiguió con los lucios; los lucios son peces de río, voraces y poco abundantes, que estaban incluso en trance de desaparición. Gracias a la campaña promovida por Manolo, millares de lucitos poblaron los ríos asturianos. Ello le valió ser condecorado con la Gran Cruz del Mérito Agrícola, el 18 de julio.

En otoño, visitó oficialmente Cataluña. Comenzando, naturalmente, por Barcelona, donde no había estado desde los heroicos días de enero del 39, con la ciudad recién liberada. Hizo el viaje en avión; en un avión Junker de los que la Iberia utilizaba para sus escasas líneas comerciales y que estaban tan cargados de glorias militares (habían hecho la guerra en calidad de bombarderos) como escasos de seguridad. El vuelo, sin embargo, fue tranquilo y en poco más de dos horas, se encontró Manolo en el aeropuerto del Prat, donde le esperaba el personal de la Delegación barcelonesa. Antes que nada y desde el mismo aeropuerto se trasladó a la zona del Llobregat; allí le fueron expuestos los problemas forestales más acuciantes, que prometió atender sin demora. A media tarde llegó al hotel Ritz, donde se alojaría durante su estancia.

A la mañana siguiente recibió a los periodistas, «vigilantes soldados de nuestra paz», según les definió, a quienes dijo que «en esta mi primera visita como director general a la españolísima Cataluña, quiero dejar bien claro el especial interés de mi departamento por resolver los problemas de su competencia en esta feraz región, cuyo seny es tradicional y cuyos valores autóctonos no podemos desconocer ni mucho menos minimizar». Aunque nada tenía que ver con la necesidad de plantar más árboles en la provincia, un periodista le preguntó su opinión sobre la anunciada autorización del Estado para que se publicasen de nuevo libros en catalán, a lo que contestó sin una vacilación: «La hermosa lengua catalana es uno de los más ricos patrimonios culturales de nuestra patria y, naturalmente, considero tan lógico como elogiable que se promueva con especial cariño su cultivo y su difusión». Ni se acordó en la euforia del momento, de aquellos carteles que personalmente había fijado en las paredes —nueve años antes— preconizando el uso exclusivo de la «lengua del Imperio».

Después de una agotadora jornada de trabajo le llevaron por la noche a Rigat, en unión de un grupo de empresarios. Allí estaban viticultores del Priorato, agricultores del Maresme, hacendados del Panadés. Quien más hablaba (y quien más pedía) era Masdedeu, ex combatiente del Tercio de Montserrat (medalla militar colectiva) y vocal provincial del Sindicato de Frutos y Productos Hortícolas. Manolo atendía todas las sugerencias e incluso tomaba nota escrita de las que le parecían más interesantes, A eso de las tres creyó oportuno retirarse; y Masdedeu le dijo:

—El señor director general, a quien tanto hemos molestado, puede que no se haya dado cuenta de que en el local hay señoritas muy hermosas…

—Pues sí, me he dado cuenta… —reconoció Manolo.

—Oiga, señor director, si alguna le gusta y como estamos en confianza, díganoslo sin reparos, ¿eh?

—Bueno, Masdedeu, pero estas chicas…

—Sí, claro, son lo que se suele llamar putas y, oiga, cobran muy buen dinero. Pero si al señor director le gusta alguna especialmente, sepa que está invitado.

La inesperada propuesta sólo le hizo sonreír. Regresó a Madrid al cabo de dos días y se reintegró al trabajo exigente del departamento. Se veía poco con María Antonia, pero la escasez de los encuentros quedaba compensada por la intensidad de sus cohabitaciones. Estuvo en el estreno de Locura de amor, hermoso film que revelaba a una actriz, Aurora Bautista, que pronto se convertiría en el ídolo de la burguesía franquista. Al llegar la Cuaresma, el subsecretario le indicó que iban a celebrarse unos ejercicios espirituales para altos cargos y que el señor ministro esperaba que no faltase a ellos. Naturalmente, no faltó. Durante cinco días un jesuita les estuvo pasando repaso a la problemática del pecado mortal (del que no era nada partidario) y a la conveniencia de tener bien presentes las postrimerías del hombre.

Las conferencias se celebraban de siete a nueve de la noche y el padre López —el jesuita— sabía darles cierto interés. Resaltaba siempre el sentido jerárquico de la Compañía de Jesús y los votos de castidad, pobreza y obediencia, insistiendo especialmente en éste, que a las autoridades y jerarquías a quienes se dirigía tenía que resultarles conocido de manera especial. Coincidieron los ejercicios con un viaje profesional al extranjero del marido de María Antonia, lo que permitió a Manolo reunirse con su amante todas las noches a la salida, llevarla a cenar y después, en el apartamento, comentarle la importancia de aquellas meditaciones, antes (o después) de hacer el amor con ella.

Sin embargo el romance iba a terminar de manera súbita y Manolo tendría ocasión de dejar constancia, una vez más, de su acendrado espíritu de servicio y de su total entrega a sus obligaciones patrióticas. Acabando mayo, se anunciaba la constitución de la nueva legislatura de las Cortes Españolas y una mañana, después de su habitual despacho con el subsecretario, éste le sorprendió diciéndole:

—El señor ministro te espera esta tarde, a las cinco. Por lo visto, se trata de algo importante.

El señor ministro estrechó efusivamente la mano de Manolo, le hizo sentar en el butacón de un tresillo color calabaza, horroroso, que ocupaba un ángulo de su despacho y le felicitó por la labor que venía desarrollando desde la Dirección General.

—Ya sabrá usted, Vivar —continuó luego—, que tenemos pendiente de aprobación por las Cortes, una importante ley de defensa de nuestra riqueza forestal, para cuyo anteproyecto necesito de manera fundamental su colaboración.

—Estoy dictando unas líneas generales, señor ministro y espero que, en pocos días, la sinopsis del anteproyecto quede lista.

—Bien; pero como este proyecto de ley irá a las nuevas Cortes, quiero decir a la nueva legislatura, que modificará en un tercio de procuradores la constitución de la Cámara, he pensado que sería interesante y beneficioso para los intereses de nuestro departamento conseguir que usted fuese designado procurador.

—No me creo capacitado —mintió Manolo—; pero si el señor ministro considera que es mi deber…

Sí, el señor ministro así lo consideraba. Pero existía una pega importante, un problema (vamos, un problemilla, suavizó el señor ministro) que inevitablemente tenía que resolverse antes de cursar la propuesta para el nombramiento de Manolo Vivar de Alda como procurador en Cortes por designación directa del Jefe del Estado. Y era…

—Usted es soltero, claro, y es joven. Todos lo hemos sido; por eso lo que voy a decirle le ruego que lo considere simplemente como un consejo de padre… porque yo podría ser su padre, Vivar. En las Cortes, hay, usted lo sabe, una absoluta selectividad. Y en ocasiones como la de ahora, cuando se trata de proveer los puestos vacantes, se atiende (dada la mucha competencia) no sólo a los méritos políticos, sino a la preparación profesional, al historial y, no lo olvide, a la catadura moral de los aspirantes. Esto último es decisivo, fundamental. Nuestros procuradores no pueden tener mácula alguna de incompatibilidad por razones de moral. Me comprende usted, ¿verdad?

Manolo pensó en seguida en sus dos Consejos de Administración; especialmente, en la presidencia de Bosques del Noroeste, S. A., y mentalmente hizo cuentas para ver si la dimisión le compensaría. Pero el señor ministro no se refería a esa moral tan materializada. Y Manolo dio un respiro cuando le oyó decir:

—Parece ser… y le ruego que me disculpe la indiscreción, pero se trata de su porvenir político y, en definitiva, del bien de España. Parece ser, señor Vivar, que usted mantiene ciertas relaciones… vamos a decir irregulares, con una señora casada… No, no conozco su nombre ni me interesa; pero ¡qué le voy a decir de las envidias en este país! Apenas se ha rumoreado su apellido como posible procurador en Cortes, me han llegado varios anónimos hablándome de eso… Entonces, yo he tenido que enterarme… y me he enterado. Oiga, Vivar, le repito que también he sido joven y que no me considero, ni muchísimo menos, eso que llaman un estrecho, pero si he de proponerle para un escaño, comprenda que debo hacerlo en la seguridad de que no me van a tumbar la propuesta por una cuestión de faldas… Que es una cuestión baladí, ya lo sé; pero a la que se da gran importancia en las alturas…

Hubo una pausa. Manolo ofreció un Lucky al señor ministro, que lo rechazó con un gesto agradecido. Encendió el cigarrillo, aspiró una bocanada y con gran impavidez, dijo:

—Es curioso, señor ministro. Tendré que pensar que Dios me protege de manera especial. Como consecuencia de una crisis de conciencia, después de practicar con el personal del Ministerio los ejercicios espirituales a los que usted, por cierto, también asistió, decidí terminar con esa situación de pecado mortal a la que el señor ministro se refería y que, por desgracia, me ha envilecido durante algún tiempo. Y anoche, justamente anoche, rompí todas mis relaciones con la mujer adúltera. Le confieso, señor ministro, que hoy me he sentido durante todo el día como liberado, como singularmente dichoso. Y he dado muchas gracias al Señor por ello.

—Me da usted una gran alegría —celebró el ministro—. Después de tan grata noticia, creo que puedo ofrecerle la seguridad de que dentro de quince días jurará usted su cargo de procurador en Cortes…

¿Cómo se le puede decir a una mujer enamorada, después de bastantes meses de apasionadas relaciones, que la cuestión ha terminado? Pues de varias formas, evidentemente; pero la más inatacable, la más eficaz es, sin duda, la que escogió Manolo para quitarse de encima a María Antonia, como obstáculo para su carrera: la excusa de conciencia. Una súbita inspiración divina, después de aquellos famosos ejercicios espirituales. El convencimiento de que estaban poniendo en peligro, por un mero placer fugaz y pasajero, nada menos que la salvación de sus almas. La vuelta a la fe sencilla de los años colegiales, desdichadamente perdida por la tentación satánica, pero que ahora nuevamente tenía que ilustrarles acerca del bien impagable de la pureza y de la castidad. En fin; que si Manolo había conseguido convencer a auditorios masivos de que entendía sobre cuestiones piscícolas, ¿cómo no iba a lograr que la bella María Antonia reconociese que tenía toda la razón y que ya era aquello mucho pecado y que sus almas estaban que daba asco verlas? Total; que hicieron por última vez el amor a lo bestia (porque, después de todo, un pecadillo más qué importaba) y que se despidieron tierna, emocionadamente y que Manolo, en el fondo, se quitó un peso de encima, porque ya hacía tiempo que estaba hartándose de la señora del doctor, empeñada en colocarle aires románticos a lo que, para él, nunca había sido más que una cuestión de sexo.

Para la jura como procurador en Cortes, tuvo que hacerse el uniforme. Aquel de la guerrera blanca-beige cruzada, con cinturón dorado y botonadura y hombreras también doradas, que encajaba a las mil maravillas con la camisa azul de seda natural. Y sobre el que lucían de manera especial sus condecoraciones. Durante el acto, Manolo estuvo sinceramente emocionado; quizá influyeran en ello los muchos telegramas de felicitación que había recibido (incluso uno de María Antonia) y el cordial abrazo que le dio su ministro en el propio hemiciclo y, naturalmente, la solemnidad del protoloco. Además, sus padres habían llegado a Madrid para compartir el histórico día y asistieron al acto desde la tribuna del público. Almorzaron con él en Baviera, lloró un poco su santa madre (como estaba mandado) y a los postres, su buen padre le recordó el problema de la casita del Arrabal, que daba una renta ridícula y que sería muy conveniente conseguir que se declarara en ruina forzosa, cosa que encomendaba muy especialmente a su ilustre hijo, que ahora podría mover las naturales influencias en Gobernación.

Volvió a ponerse el uniforme (al que, sin darse cuenta, le estaba tomando cariño) para asistir en Alfafar (Valencia) a la inauguración de la I Feria Provincial de Frutos, Aves y Ganadería. Estas Ferias se llevaban mucho, quizá para compensar con gráficos, estadísticas y muestras seleccionadas la escasez de los productos exhibidos que se dejaba sentir en el mercado. El pueblo entero estaba en la calle y dos bandas de música interpretaron al unísono el himno nacional, cuando llegó en compañía del gobernador civil y jefe provincial del Movimiento. Rechonchas muchachas vestidas con el traje regional aplaudieron a las jerarquías y el alcalde les acompañó hasta la puerta del recinto ferial, donde Manolo cortó la cinta simbólica con unas tijeritas de plata que después le regalaron y que (pensó en seguida) le vendrían de primera para perfilarse el bigote.

Recorrieron con todo detenimiento la Feria en la que se exhibían hermosos ejemplares de naranjas navel, manzanas reineta, dátiles de Elche y toda la inmensa y maravillosa gama de frutas de las huertas valenciana y murciana; como asimismo, gallináceas de distintas especies (incluso un pavo real, cedido gentilmente por el marqués de Malfortat, que lo cuidaba en su finca) y especies ganaderas robustas y relucientes. Era, como no pudo menos de decir Manolo en sus palabras durante el posterior acto, celebrado en el Ayuntamiento, «una clara demostración de la vitalidad económica de estas queridas provincias, cuyos problemas no desconocemos y a las que pronto haremos llegar la ayuda que para resolverlos necesitan». Ovaciones calurosas acogieron la perorata del director general, a quien después se sirvió una espléndida paella en la Casa del Guarda, del Perelló, seguida por un all i pebre espeluznante y una sandía deliciosa. Algo entripado, Manolo tomó el expreso para regresar a Madrid.

A finales de julio, con un calor tremendo, se celebró la Junta General de Accionistas de Bosques del Noroeste, S.A., presidida, naturalmente, por él. En realidad, lo que hicieron Alfonsiño y Manolo fue ir a comer juntos a Chipen porque los cinco socios restantes (todos familiares de Corcheiro) habían otorgado poderes a éste para representarles. El acta venía escrita previamente y sólo hubo que firmarla. El ejercicio había sido cerrado satisfactoriamente y Manolo recibió un sobre que, púdicamente, no quiso abrir hasta llegar a casa. Dentro había un cheque de cien mil pesetas. Celebró no haberse enterado antes, porque de esta forma Alfonsiño no atribuiría a interés agradecido su decisión (manifestada en los postres de la comida) de autorizar una importación de semillas holandesas para la sociedad.

Pasó el verano en Bayona, provincia de Pontevedra, invitado por Alfonsiño. No conocía Galicia y el descubrimiento de las bellezas de sus rías y del encanto de sus bosques le impresionó profundamente. Hasta el punto de que escribió un apasionado artículo, lleno de lirismo, que le publicaron en Arriba y que causó gran impacto en la provincia; durante muchos días, estuvo recibiendo cariñosos obsequios de todos los municipios cercanos. Y eran obsequios singularmente gratos: docenas de ostras, cestas de centollos, kilos de percebes. A pesar de hallarse en vacaciones, recibió también una tarde a una comisión del Ayuntamiento de Vigo, que le expuso diversos problemas relacionados con la pesca del salmón y del reo y las crecientes dificultades de la industria mejillonera y también se entrevistó con Cesáreo González, que le prometió financiar un documental sobre la riqueza forestal de Galicia.

Y leyó mucho. Leyó el último libro de Rafael Calvo Serer (Premio Francisco Franco), del que el crítico literario de Triunfo había escrito que demostraba que su autor descendía ideológicamente, por línea directísima, del pensamiento ortodoxo y tradicional de Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Ramiro de Maeztu. Tenía toda la razón Ombuena y demostraba la fina agudeza de aquel semanario, tan adicto al Movimiento Nacional, tan fiel a las consignas oficiales, como no podía menos de ocurrir, porque el director de Triunfo era un joven que procedía de la mejor escuela de la O.J. de San Sebastián, a la que perteneció en plena guerra y cuyas lecciones no había olvidado ni, naturalmente, olvidaría nunca.

También leyó Manolo el otro Premio Nacional Francisco Franco de literatura, una obra poética original de Dionisio Ridruejo (En once años, poesía en armas) donde incluía su autor un bello soneto dedicado a Franco, que comenzaba diciendo:

Del Acho al Pirineo has avanzado,

vega de espadas, despertando el brío

y ya rige tu fuerte señorío

del océano al mar, tierra y Estado.

Fue, pues, un verano fructífero aquel de 1950, que aprovechó Manolo para tomar notas y sacar fichas, fiel a su antigua idea de escribir un Manual del franquismo con el que podría concurrir a los Premios Nacionales con muy fundadas posibilidades. Y es que a Manolo le seguía venciendo su vocación literaria y sentía una decorosa envidia por los escritores de la nueva generación, la generación definida por Laín Entralgo como «nada liberal, amante de la norma y de la jerarquía, nacida bajo el signo del magisterio orteguiano». Por escribir estas cosas (y por su evidente talento), a Laín le habían concedido el Víctor de Oro del SEU. ¿Por qué no podía aspirar él a semejantes distinciones?

Y además, conoció a Carmiña. Era morena, con grandes ojos negros, aparentemente muy dulce (como todas las gallegas), aparentemente ruborosa, indudablemente atractiva. Se la presentaron en El Moscón, una tasca donde daban un lacón con grelos insuperable y le impresionó profundamente. De la impresión pasó a la desazón, porque la muchacha era muy enxebre, y sus respuestas desorientaban a Manolo. Por ejemplo, le pidió:

—¿Nos veremos mañana?

Y contestó ella:

—Puede.

Como era natural, insistió Manolo:

—Entonces, aquí, a esta hora.

—Y tú ¿qué crees? —le despistó Carmina.

—Pues creo que sí. Vamos, digo yo —estaba armado un lío—. ¿Podrás venir?

—Podría.

—¿Cómo que podrías? Querrás decir que podrás.

—Si tú lo dices…

Pero pudo, naturalmente. Y fue al otro día. Y siguieron viéndose durante una semana. Y aquello fue tremendo para Manolo, porque por vez primera en su vida se enamoró en serio. ¿Cómo no iba a enamorarse si Carmiña le llamaba filiño y no le dejaba que la tomara del brazo siquiera y cuando él, ya desesperado, le pidió que fuese su novia, se limitó a contestarle?:

—¿Y luego, Manoliño?…