III

Madrid recibió a Manolo desapaciblemente, con frío y con lluvia. Tenía reservada plaza en una pensión familiar de la calle del Príncipe, la de doña Salvadora, donde por once pesetas diarias podría disfrutar de una habitación holgada, con lavabo y balcón y comer más que discretamente, para lo que entonces se llevaba. Entregó Manolo su cartilla de racionamiento, rellenó la hoja de inscripción, se puso el uniforme y salió en seguida hacia la Jefatura Nacional, que quedaba a diez minutos. Un paseíto, como aquel que dice. Un paseíto que sirvió para anticiparle la paradoja de aquella capital de la nación, por un lado llena de miseria, de necesidades, de problemas y, sin embargo, al mismo tiempo, alegre, jaranera y chungona. Curiosa contradicción, que nadie sería capaz de explicar nunca.

Se le destinó al departamento de prensa y publicaciones, con específica competencia en materia de censura. Su jefe inmediato era el camarada Martín, que aquella noche le invitó a cenar en Gambrinus (un restaurante alemán, como su nombre indicaba) y le llevó después a tomar una copa en Chicote, advirtiéndole que aunque aquellas pelanduscas eran capaces de pedir treinta duros por hacer el amor, lo dejaban fácilmente en quince; pero no estaba Manolo para estas cuestiones eróticas, ya que entonces solamente le importaba la delicada función que le había sido encomendada.

—Supongo —preguntó al camarada Martín— que en materia de moral, nuestra censura debe ser rigurosa.

—Naturalmente. Piensa en la responsabilidad que contraemos frente a una juventud fácilmente excitable por la carne.

—¿Hay alguna consigna determinada?

—Tu buen criterio bastará. Eso sí; se recomienda tachar indefectiblemente de cualquier artículo, libro o comedia, palabras malsonantes, que por sí solas inciten al pecado, como braga, homosexual, liguero, muslo…

—Claro, claro; eso ya lo imaginaba.

—En el terreno conceptual, excuso decirte; nada de adulterios, nada de desviaciones sexuales, mucho cuidado con el tratamiento que se da por los autores a aquellos personajes pertenecientes a las clases militares o al clero o a profesionales dignos de respeto, como inspectores de Hacienda o notarios…

—Evidente. ¿Y en lo político?

—Semanalmente irás recibiendo consignas. Puedes suponerte las líneas maestras: disciplina, servicio constante a los ideales del Movimiento (procura usar el término Movimiento más que el de Falange), nada de democracia, nada de partidos, nada de Monarquía. Y los enemigos constantes de la patria, ya sabes: el comunismo internacional, la francmasonería, el judaísmo marxista…

—Era lo que yo imaginaba. Porque en cuanto a política internacional, ni que decir tiene que Alemania, Italia y Japón son los indiscutibles vencedores de la guerra mundial y nuestros hermanos portugueses, la tradicional alianza y los rusos, el azote del universo…

—¡Cuidado, cuidado! —advirtió el camarada Martín—. Que la Dirección General de Prensa nos ha enviado hace dos días una normativa aclarando que debe siempre diferenciarse el concepto «Rusia» del concepto «comunismo soviético». O sea, que no hay que meterse con los rusos, sino con los comunistas nada más.

—Tomo buena nota…

Fue un trabajo muy intenso el de aquellas primeras semanas. Pasaba Manolo las mañanas, hasta cerca de las tres, en el edificio de la calle de Alcalá, corrigiendo artículos, repasando galeradas, dictando instrucciones para los periódicos. Por las tardes, durante dos horas, daba su clase en la Escuela de Mandos sobre Formación Política de acuerdo con un programa que él mismo había redactado, en el que figuraban temas tan importantes como «Concepción totalitaria del Estado», «El sindicalismo vertical, remedio de la lucha de clases», «Ineficacia del sistema de partidos políticos», «Decadencia moral del liberalismo», «La cruz y la espada, vehículos hacia el Imperio». A eso de las siete, regresaba a la oficina de Alcalá, porque tenía que dar un vistazo a las galeradas de la prensa del siguiente día. Aunque la materialidad de la función la desarrollaban otros camaradas de menor jerarquía, tanto Martín como él gustaban de supervisar su trabajo. Siempre era conveniente, para que no se deslizara ni una frase ni una palabra siquiera que pudiera resultar moralmente peligrosa. Cuando terminaban, cerca de las once, Manolo solía acompañar a Martín a un chalecito de la calle de las Naciones, donde éste tenía una amiguita, de profesión inconfesable, pero buena en el fondo, con la que cenaban frecuentemente.

El primer problema gordo se le planteó a Manolo cuando tuvo que decidir en última instancia sobre un libreto de comedia musical que le habían pasado a consulta. Se titulaba Los frescos de Goya y aludía el juego de palabras a unos muchachos de la calle de Goya, que coqueteaban con las señoritas bien del barrio de Salamanca. El tema, por tanto, tenía evidentes implicaciones socio-políticas, ya que partía del supuesto (evidentemente comunistoide) de que en una zona madrileña como aquélla, tradicionalmente habitada por gente de derechas, pudiesen existir chicas descocadas. La intención de difamar parecía indiscutible; por lo que Manolo comenzó prohibiendo el título, si bien sugirió que se sustituyese por el de Los frescos de Cuatro Caminos, zona proletaria donde era más admisible que la juventud fuese desvergonzada.

También en el texto de la obra fue preciso podar escenas, frases y palabras. Como aquella ordinariez: «¡Está usted más rica que el Banco de España!». O una soez alusión a la Maja desnuda, siendo así que el efecto era el mismo refiriéndose a la vestida. Y la obscenidad de que el protagonista dijera a su señora: «No tardes, querida; te espero en la cama con la natural impaciencia», con lo que se reducía el matrimonio a su menos importante función y se confundía al público, haciéndole creer que lo único trascendental en la unión conyugal era la satisfacción de los apetitos carnales. Tachó asimismo Manolo y lo tachó con auténtica irritación, un diálogo de doble sentido entre cierto profesor de idiomas y una hermosa alumna, en el que se vertían frases intolerables, como «sepa que soy especialista en lenguas» y otras inmundicias; así, terminar el profesor invitando a la alumna a beber un whisky Vat-69, recalcando: «¿A que le gusta el numerito?…»

La comedia musical, pues, quedó destrozada por la integridad censora de Manolo. Pero sus autores eran personas influyentes, muy adictas al Movimiento Nacional, con una hoja de servicios brillante y los naturales conocimientos en las alturas. Por si algo faltaba, la música la había compuesto el maestro Jacinto Guerrero, tan querido por todos. Entonces, una mañana recibió Manolo la llamada telefónica de un subsecretario, que simplemente le comunicó:

—No es que pretenda, señor Vivar de Alda, interferirme en sus funciones, que tan dignamente ejerce. Pero me consta que no sólo mi ministro, sino algunos otros también, verían con agrado que se resolvieran los problemas que existen con esa obrita… no recuerdo exactamente cómo se llama… ¡ah, sí! Los frescos de Goya. Estoy seguro de que revisará usted la primera decisión y salvando, como es natural, la moral y el decoro, no exagerará sus criterios obstativos. En fin; irán mañana a verle los autores y espero que la reunión sea fructífera…

Efectivamente, los dos autores del libreto y el maestro Guerrero se presentaron a la mañana siguiente en el despacho de Manolo. El compositor, nada más saludarle, le ofreció un gigantesco puro y para comenzar la conversación, preguntó:

—Óigame, joven, ¿le ha parecido moral la música?

—¿Cómo dice, maestro? —se extrañó Manolo.

—Que si la música tiene alguna pega o puede oírse.

—Naturalmente, la música no tiene problema.

—Muy bien —dijo Guerrero—. Entonces ya estamos al cincuenta por ciento; en cuanto se rebaje algo del libro, hay que aprobar la obra por porcentaje de mayoría favorable.

La conversación fue tan cordial como extensa. Y fructífera, como quería el subsecretario. Se mantuvo el título, a cambio de que «los frescos» fuesen de distinto barrio y las chicas descocadas, criadas de las familias decentes de la calle de Goya. El protagonista, cuando decía aquello de que esperaba impaciente a su señora en la cama, añadía «porque tenemos que acabar de leer la novela del Coyote», con lo que se eludían las interpretaciones morbosas. Lo del 69 se suprimía definitivamente y el profesor de idiomas, además de hacer constar expresamente que sólo enseñaba alemán, italiano y portugués, jamás usaría el vocablo «lengua»; de este modo se orillaba el doble sentido pecaminoso.

Ya de acuerdo, uno de los autores llamó desde allí mismo al subsecretario para darle cuenta de la feliz terminación del problema y el subsecretario pidió que se pusiera Manolo y tuvo para él frases muy amables y promesas de un brillante futuro. El maestro Guerrero invitó a todos a comer, anunciando que habría sorpresas en el restaurante. Se marcharon los autores, y cuando a las dos y media llegó Manolo a Chipen, se encontró con dos señoritas colosales sentadas junto a los autores.

—Mire usted, joven —dijo el maestro—, tengo el gusto de presentarle a nuestras primeras figuras, Mari Cruz Imperio y Lita Gloria, que han querido agradecerle en persona su buena disposición…

Naturalmente, Manolo se sentó entre las dos artistas, que eran rubias, gorditas y valencianas y que cuando hablaban de ellas mismas decían: «porque nosotras, las vedettes». A Lita le olía bastante el aliento, por lo que Manolo habló mayormente con Mari Cruz, que se llamaba en realidad Lucrecia García y era hija de un carabinero a quien mataron los rojos por haberse sublevado el 36 en Albacete. Esta comunidad de ideales políticos facilitó el acercamiento moral entre los dos y acabaron citándose para la noche siguiente, bajo la mirada complaciente de uno de los libretistas, que era el amante de la chica, aunque tragaba lo que hiciese falta con tal de conseguir que le tolerasen algún chiste verde en el texto.

Manolo los dejó a las cuatro menos diez, porque tenía que dar su clase en la Escuela de Mandos y eso para él era sagrado. Le llevó hasta allí el automóvil del maestro, con su chófer y mientras recorría la Castellana, fumando el Montecristo, con el sabor aún reciente del coñac francés, con la juvenil imagen de Mari Cruz en las retinas, Manolo iba pensando que bueno estaba aquello del espíritu monacal y castrense que dentro de unos momentos explicaría a sus alumnos, como ideal de su vida; pero que también había otra vida, que él comenzaba ahora a entrever, y que ofrecía indudables atractivos que eran, indudablemente, compatibles con la España Nueva, ya que ahí estaban, sin ir más lejos, aquellos señores, cuya afección al Movimiento quedaba fuera de duda, como bien le había advertido el subsecretario.

Entonces, dio una honda chupada al habano y sonrió de una manera extraña…

Alfonso Corcheiro era gallego, como puede suponerse. Aunque tenía cerca de treinta años, se trataba de una de esas personas cuyo nombre siempre se utiliza en diminutivo; hasta los noventa, si es que llegan a cumplirlos. Alfonso, pues, era Alfonsiño para todos en su Betanzos, y siguió siéndolo en Madrid, adonde llegó en el otoño del 39, para ser uno de los primeros huéspedes de la pensión de doña Salvadora; la misma que habitaba Manolo. Coincidían en la mesa del comedor y fue naciendo entre ellos cierta amistad, fruto de su recíproca simpatía. Cuando esa amistad permitió ya algunas confidencias, Alfonsiño le preguntó a su compañero de yantar:

—Y tú, ¿no piensas dedicarte a ningún negocio?

—Pues mira, no, la verdad. Yo no sirvo para esas cosas…

—¿Y luego? No me seas coitadiño, ¡que para los negocios todos valemos!

—Pero yo trabajo en un organismo oficial… estoy en la política…

—Por eso mismo, rapaz…

Alfonsiño dejó estar el tema. Y dejó también a Manolo con la incertidumbre de aquella afirmación de su amigo, acerca de que precisamente por sus destinos políticos podía dedicarse a los negocios. La cuquería galaica de Corcheiro justificó que durante bastantes días no volviese a hablar sobre el asunto. Con lo que fue de nuevo Manolo quien sacó la conversación un domingo, mientras tomaban café en un velador de la plaza de Santa Ana, aprovechando un radiante día primaveral.

—Oye, Alfonsiño, ¿qué tiene que ver la política con los negocios?

—Pues mira, depende.

—¿Cómo que depende?

—Depende de la política, porque no es lo mismo la de abastos que la de relaciones exteriores, ¿comprendes?

—Ni una palabra.

Y era que Manolo no estaba habituado al trato con gallegos, por lo que se le hacía difícil entrar en el planteamiento perifrástico de las cuestiones.

—Con toda confianza, oye, pero con toda confianza de verdad —Alfonsiño se le acercó, mirándole fijamente mientras hablaba— puedo decirte lo que sucede en Industria y Comercio.

—¿Qué sucede?

—Que un amigo mío se saca muy buenos duros, sin defraudar absolutamente a nadie y tan sólo con el sano ejercicio de su racional inteligencia.

—¿Cómo?

—Este amigo… vamos a llamarle Pérez, es un decir, ya me entiendes, porque no se llama así; bueno, pues Pérez es funcionario en el Ministerio y por razón de su cargo, confecciona las listas de las personas que tienen solicitados neumáticos y piezas de recambio para los automóviles y los camiones y también es el primero en enterarse de a quiénes se les conceden los cupos de cada mes.

—¿Y qué?

—Pues que desde que Pérez sabe los beneficiarios hasta que los beneficiarios se enteran, pasan unos nueve o diez días de papeleos y tramitación burocrática, que ya sabes que eso de los Ministerios es el carallo. Entonces, un amigo de Pérez contacta con los que han pedido cupo y no saben todavía que se les ha concedido y les ofrece su intervención para lograrlo, naturalmente cobrando una buena pasta si les consigue la adjudicación.

—Pero esa adjudicación ya está hecha…

—Claro, Manoliño. Por eso te decía que no se defrauda a nadie.

—¿Cómo que no? Oye, ese Pérez es un sinvergüenza. Y su socio, más todavía.

—No me hundas, Manoliño, que el socio soy yo…

Manolo quedó cortado. Aprovechando la sorpresa, Alfonsiño glosó con gran habilidad su teoría sobre el aprovechamiento de conocimientos oficiales y su explotación comercial, insistiendo en que no se trataba de fraude ni de soborno, ya que para nada se forzaba la normal adjudicación de los cupos; sencillamente, se utilizaba con gracia una posición de ventaja. Y eso, después de todo, no estaba tan mal.

—Además, oye, que todos los beneficiarios son estraperlistas, que ésos sí que hacen daño a la patria, tú, y quitarles unos miles de pesetas, pues en definitiva es como castigarles por sus malas artes y su egoísmo.

Cuando lo vio entregado, pasó a la segunda fase de su planteamiento.

—Tú, Manoliño, estás en eso de la censura de teatros y demás, ¿no?

—Sí, en el Departamento de Prensa y Publicaciones.

—Entonces, te enteras antes que nadie de cuándo autorizan una función, ¿es eso?

—¡¡Alfonso!! —estaba tan indignado Manolo que apeó el habitual diminutivo—. ¿Qué insinúas?

—No, nada… —y viró en redondo—. Oye, el domingo próximo juega aquí el Deportivo contra el Atlético Aviación. Podíamos ir, si te parece; que yo soy buen amigo de Acuña y me dará dos billetes…

—Bueno…

El otoño fue de muy intensa y difícil actividad para Manolo. De conformidad con el mando, se planteó nada menos que la importante empresa de desmitificar a los intelectuales rojos. Fue idea suya; idea que se le ocurrió al enterarse de la muerte en la cárcel de Miguel Hernández, sobre la cual la prensa nada informó. Pero pensaba Manolo (y quizá tuviera razón) que otras firmas menos ilustres andaban por el exilio lanzando venenosos venablos contra el régimen y que incluso muchos en el extranjero les concedían beligerancia. Llevados por su buena fe, claro es; porque de lo contrario, ¿cómo católicos franceses, damas británicas de la burguesía o americanos capitalistas podían celebrar los versos de Alberti y de José Bergantín o los escritos de Ramón J. Sender?

Entonces, organizó Manolo la que fue llamada «operación desenmascaramiento» y que consistió en editar un folleto en el que se recogían escritos de todos aquellos intelectuales rojos, que demostraban bien a las claras su ateísmo, su crueldad, su marxismo militante. Cada texto llevaba un comentario en cursiva del propio Manolo, que encontró una estupenda fuente para su tarea en el semanario El Mono Azul, fundado en septiembre de 1936 en Madrid por Rafael Alberti y María Teresa León y que fue portavoz de la llamada Alianza de Escritores Antifascistas. La presentación del periódico la había hecho el propio Alberti, con unos versos que (según el comentario de Manolo) retrataban suficientemente su «repugnante personalidad». Decían:

El Mono Azul sale ahora

de papel, pues sus papeles

son provocarle las hieles

a Dios Padre y su señora.

Verdaderamente, aquel semanario no tenía desperdicio y la indudable capacidad crítica de Manolo pudo cebarse en muchas insensateces allí escritas. Como aquel romance en el que José Bergamín parecía pretender quitarse de encima el remoquete de «católico» con que le tachaban sus propios compañeros en los primeros días de la guerra civil:

El hijo de la gran Mula

por Mola vino a las malas

como no tuvo soldados

los hizo con las sotanas.

Comentaba Manolo, cáusticamente, el fracasado empeño épico de Ramón J. Sender, que fugazmente perteneció a la «Escuadrilla del Amanecer» y envió algunas crónicas desde el frente del Guadarrama, para ejercer después nada menos que el cargo de jefe de Estado Mayor de Líster, aunque éste le censuraba duramente en sus libros, acusándole de haber abandonado el frente. Sin embargo, la fobia mayor de Manolo se dirigía contra Alberti, a quien insultaba sin ambages con frases como ésta: «Dirán que es un gran poeta; pero nosotros debemos restablecer la verdad. Rafael Alberti no puede ser llamado poeta, si —como debe ser— consideramos la poesía la más bella de las expresiones literarias. Y este escritorzuelo fue capaz de publicar un vil romance contra ese gran caballero español que es el duque de Alba, de quien osó decir lo siguiente:

»Mixto de cabrón y mona,

»ni de España, ni extranjero,

»hijo de ninguna parte,

»rodado excremento muerto.

»Quien esto firma, ¿es un poeta? ¿Es siquiera un ser civilizado? No, rotundamente, no. Acabemos, pues, con el mito de Alberti como figura de las letras. Panfletista despreciable, si acaso, y nada más».

El folleto alcanzó una gran aceptación popular, pero sobre todo entusiasmó a las más altas jerarquías. Manolo fue llamado por el ministro y felicitado calurosamente; se le concedía el ingreso en la Orden de Cisneros al mérito político y, habida cuenta de su probada eficacia en las difíciles tareas de la propaganda, se le encomendaba una difícil misión. Hasta entonces, la prensa y la radio se habían volcado en sus entusiasmos fervorosos hacia el Eje Roma-Berlín, en la misma medida que habían atacado duramente a las potencias aliadas. Pues bien; los supremos intereses nacionales aconsejaban iniciar un viraje de ciento ochenta grados en aquella orientación. El desembarco en África y los recientes reveses de la Wehrmacht en Rusia cambiaban sensiblemente el panorama de la guerra mundial. O sea, que ya podía admitirse que los ingleses eran inteligentes, los americanos constituían un país moderno lleno de virtudes y, en cambio, los japoneses eran malísimos, torvos y traidores. A Hitler y Mussolini había que citarles cada vez menos, aunque todavía con decoro.

Manolo se entregó afanosamente a su nueva tarea, poniendo una vez más de relieve su sentido de la disciplina. Dio la coincidencia de que el mismo día en que había redactado un espléndido artículo glosando «la moderna audacia del ejército norteamericano, que está aportando a la feroz contienda de la que, por fortuna, España permanece totalmente al margen, un nuevo sentido de la disciplina alegre y del heroísmo jovial, tan distantes de la grandilocuencia prusiana», le llamó por teléfono el cónsul Arbeitzer, que estaba en Madrid y quería darle un abrazo. Con mucho gusto fue a cenar con su buen amigo, O. Uve doble, que se pasó dos horas explicándole muy en secreto las maravillosas y sorprendentes armas que Hitler estaba fabricando, para conseguir la victoria definitiva.

El 20 de noviembre, Manolo ordenó a todos los periódicos que dependían de su departamento la reproducción de un espléndido artículo sobre José Antonio que había escrito para Arriba el joven intelectual falangista José María de Areilza. Areilza era uno de los políticos a quien él más admiraba, desde que publicó (en colaboración con Fernando Mª de Castiella) aquel estupendo libro Reivindicaciones de España, donde se demostraba que la conjura extranjera nos había arrebatado, entre el siglo XIX y el XX, pedazos del solar patrio tan nuestros como Gibraltar, la más próspera zona del Imperio marroquí, gran parte de la Guinea y hasta el puerto de Tonkín, en Indochina. José M.ª de Areilza, ex alcalde de Bilbao, era sin duda una de las figuras más atractivas de la Falange y su integridad nacionalsindicalista le auguraba un brillante porvenir en la Nueva España.

Haciendo una pausa en su agotadora actividad, se permitió Manolo la licencia de ir una noche al teatro Martín, donde se celebraba una función monstruo conmemorando las mil representaciones de Cinco minutos nada menos, la revista de Muñoz Román con música del maestro Guerrero que, siempre gentil, le había enviado dos invitaciones. Le acompañó Alfonsiño Corcheiro y a la salida, tarareando aquel pasodoble tan pegadizo sobre Eugenia de Montijo, se le ocurrió comentarle:

—Vamos a abrir en Vigo una delegación de prensa…

—¿Tenéis local? —preguntó en seguida Alfonsiño.

—Pues todavía no.

—Entonces, Manoliño, te pido un favor. Déjame que yo te lo ofrezca; sin ningún compromiso, claro está.

—Bueno, de acuerdo.

A los pocos días, Alfonsiño le entregó una relación de pisos en Vigo, con sus precios de venta o de alquiler, según los casos. Manolo los trasladó al correspondiente departamento, que decidió comprar uno de ellos. Firmada la escritura (compareció como vendedor, con sus poderes, el propio Corcheiro), éste invitó a comer a Manolo.

—En la Casa Gallega, oye. Y con mariscos.

Ya en el café, Alfonsiño le dijo a Manolo:

—Tengo una sorpresa para ti.

—¿Una sorpresa?

—Sí. Toma.

Le dio un cheque de cinco mil pesetas.

—Pero ¿qué es esto?

—Tu natural porcentaje en la operación de la venta del local.

Manolo solamente contestó:

—Gracias.

Y se guardó el cheque.

Aunque ya dijimos que Manolo no era demasiado aficionado al cine, comprendía la trascendencia político-social de aquel poderoso medio y por eso se le ocurrió la conveniencia de convocar un concurso de guiones para películas que exaltaran los valores patrióticos. Fue un éxito, ya que concurrieron más de cien. Aunque algunos eran impresentables; como uno que comenzaba su acción en el cielo, al que llegaba el Jefe del Estado, recibido con todos los honores por san Pedro, que exaltaba su fiel dedicación a la causa de la Iglesia. Pero había otros muchos llenos de méritos y el jurado tuvo que cavilar mucho a la hora de discriminar los premios, tanto por los valores de los finalistas como por las muchísimas recomendaciones que había recibido.

A la entrega de los premios se le dio una cierta solemnidad; en el salón de actos de la Jefatura, adornado con las banderas nacionales y las fotos de rigor, se colocaron los jerarcas, de uniforme y fueron pasando los autores premiados: Sánchez Silva, Romero-Marchent, Serrano de Osma, José Ángel Ezcurra… Todos, como era lógico, iban vestidos de camisa azul y saludaban brazo en alto antes de recibir su diploma (y su cheque). Luego sucedió que ni uno solo de aquellos guiones llegó a convertirse en película, lo que demostraba la estrechez mental de los productores españoles. Que no querían comprender que el cine era un vehículo inmejorable para la propaganda, como tan acertadamente había dicho el ministro Goebbels.

Claro que la cita de Goebbels había tenido Manolo buen cuidado en callársela, porque la batalla de las Ardenas —el último esfuerzo del Tercer Reich por ganar la guerra mundial— había terminado con la victoria aliada y ya nadie podía dudar acerca del desenlace final de la trágica contienda. Pocos meses después, la tragedia se consumaría y Hitler acabaría suicidándose en el «bunker». Publicó entonces Informaciones un emocionado editorial, en el que se aseguraba que el Führer había sido un denodado defensor del catolicismo y, al llegar al cielo, un emocionado «¡Presente!» había retumbado en angélicas voces. A Manolo le pareció muy mal el artículo; muy inoportuno, sobre todo, y dictó otro, que se publicaría en la cadena de sus periódicos, aclarando que el panteísmo hitleriano y su indudable concepción atea de la existencia eran, sin duda, causantes de su derrota. También hizo desaparecer de su despacho oficial una foto de Hitler que tenía enmarcada en piel y que le había regalado, años atrás, su amigo el cónsul Arbeitzer.

No estaba Manolo de buen humor aquellos días y por eso le vino bien la invitación de Alfonsiño Corcheiro, que inauguraba un piso en la calle de Ayala y daba una copa de «vino español» a sus amigos. Era un piso pequeño, claro está, pero muy coquetón, con calefacción central (que no funcionaba por falta de carbón) y una renta alta: quinientas pesetas al mes. Pero al gallego le iban muy bien los negocios últimamente y podía permitirse estos lujos; por eso, también, los invitados se sorprendieron cuando les ofreció whisky a discreción. Se trataba de un auténtico alarde de riqueza, aunque la bebida no gustaba la primera vez que se tomaba. Así, Cristina Alcázar, una morena guapísima que coqueteaba con Manolo, comentó:

—Oye, esto sabe a chinches…

Y Manolo sintió la necesidad de preguntarle:

—¿Es que tú has comido alguna vez chinches?

En el guateque estaba mister Peadges, alto funcionario de la Embajada británica, que era un tipo muy simpático, bajito y rechoncho, con una pipa como clavada en los labios. Manolo hizo que se lo presentaran y charló largamente con él. Mister Peadges, que de tonto no tenía ni un solo pelo, le dijo para empezar:

—Usted, señor Vivar, no nos tiene mucha simpatía a los británicos, ¿verdad?

—Está usted confundido; siempre he admirado el humor inglés, el sentido de la convivencia de los ingleses, su patriotismo acendrado. Pero tampoco puedo olvidar, como español, la postura de sus gobiernos frente al nuestro.

—Los gobiernos pasan; los países quedan.

—Exactamente. Por eso, veo con satisfacción que nuestros países se están aproximando últimamente, disipadas muchas confusiones…

Bebían whisky de continuo. A mister Peadges no le influía nada, porque estaba acostumbrado; pero Manolo comenzó a sentirse raro. Quizá por eso dijo de pronto:

—Tengo entendido que en el Instituto Británico se dan unas clases de lengua inglesa muy eficaces…

—Efectivamente, señor. Por cierto que en las dos últimas semanas y coincidiendo con nuestra victoria, son centenares las personas que se matriculan, Pura coincidencia, claro está… —se cachondeó.

—Evidente. Lo que sucede es que los españoles comprendemos perfectamente la importancia del idioma inglés. Y la belleza de su literatura: Shakespeare…

Dudó unos segundos, porque no se acordaba de ningún otro autor británico. Felizmente le vino a la cabeza Agatha Christie y lo colocó también, con encendido fervor. Mister Peadges le preguntó:

—¿Es que le interesaría a usted asistir a los cursos de lengua inglesa?

—Naturalmente que sí.

—Llámeme mañana a la Embajada y procuraré arreglárselo.

—Muchas gracias. Créame que estoy deseando poder leer en su idioma original los magníficos discursos de Churchill…

Al llegar a la pensión (bastante borracho, con perdón), se encontró con una llamada urgente de la Nacional, ordenándole que se presentase en seguida en su despacho, sin excusa ni pretexto alguno. Tomó una ducha para aclararse las ideas y media hora más tarde estaba en la reunión de urgencia que se había convocado por el ministro.

—Os he reunido, camaradas, porque los momentos son difíciles y acaba de producirse un hecho importante, que sólo vosotros tenéis que conocer. Don Juan de Borbón acaba de hacer público un manifiesto que bajo ningún pretexto puede ser difundido en el país…

Entonces les leyó el manifiesto de don Juan, en el cual, con evidente sentido profético, anunciaba que el régimen de Franco tenía sus días contados y que el triunfo de las democracias en la guerra mundial suponía el fracaso absoluto del sistema, por lo que invitaba al Caudillo a que resignara sus poderes. La indignación de los presentes fue tremenda y Manolo, especialmente, no pudo reprimir su irritación, manifestándose a grandes voces contra la Monarquía borbónica.

—No es oportuno —decía el ministro— que los españoles se enteren de este manifiesto. Inmediatamente tenéis que cursar las órdenes pertinentes para que de ninguna forma se filtre. Aunque me temo que los ingleses harán todo lo posible por difundirlo.

—Los ingleses son unos cabrones —gritó Manolo.

—Pero han ganado la guerra —resumió otro camarada.

Se quedó en su despacho hasta muy tarde, enviando órdenes y escribiendo consignas. Y aunque se acostó cerca de las tres, estaba a la hora de siempre en la oficina y no olvidó llamar a mister Peadges, quien le confirmó que había sido admitida su matrícula para los cursos de lengua inglesa en el Instituto Británico. Salió de la Nacional juntamente con Martín y coincidieron al comienzo de la Gran Vía con el desfile de unas centurias del Frente de Juventudes, que volvían del campamento «Felipe II», de El Escorial. Los muchachos marchaban airosos, braceando con marcialidad, al frente de las banderas. Había un tipo en la acera de Chicote, con el sombrero gris calado hasta las orejas, que miraba el espectáculo con aire indiferente y que no se destocó al paso de las enseñas nacionales, Manolo, que estaba muy excitado desde la noche anterior, le agarró por las solapas y le gritó exasperado:

—¡Rojo! ¡Que es usted un rojo! ¡Quítese en seguida el sombrero y salude brazo en alto a las banderas!…

El tipo se puso pálido y, naturalmente, se quitó el sombrero y alzó el brazo. Manolo llegó poco después a la pensión y se sentó a comer, sin ningún apetito. Como todos los días, doña Salvadora había puesto Radio Nacional, para escuchar las noticias. Entre otras varias, se dio cuenta de la publicación de una orden ministerial por la que se derogaba la obligatoriedad del saludo brazo en alto, habida cuenta de las torcidas interpretaciones que se le podían dar y no obstante tratarse de un saludo de rancio abolengo, originario de los iberos y consagrado en la Roma cesárea.