II

Los militantes de FET y de las JONS habían venido de toda la provincia. Porque se trataba de una concentración sin precedentes, de un auténtico alarde organizativo. Desde la medianoche anterior comenzaron a llegar a la ciudad autobuses y camiones cargados de hombres con camisa azul. Hombres de rostros arrugados, tostados por el sol de cada día; campesinos serios y honrados que acudían con ilusión a la llamada del Partido. Había entre ellos bastantes ex combatientes, a quienes se distinguía por sus insignias, sus medallas y su especial marcialidad. En lo que cabía, claro. Tuvieron que dormir en los propios vehículos o en los bancos públicos y a las siete en punto de la mañana —la hora de la cita— estaban formados en el paseo del 18 de Julio.

Llegaron también los muchachos del Frente de Juventudes, con sus guiones, con sus bandas de cornetas y tambores, integrados en veinte centurias, llenando los aires con su alegría y su entusiasmo. Allí había desde chiquitines de ocho años —los «pelayos»— a «flechas» de catorce; pero eran los «cadetes» quienes predominaban. Chavales que entraban en la adolescencia con ímpetus patrióticos, que llevaban abierta la pechera de su camisa azul, imitando a los legionarios, y se ladeaban la boina colorada con gracia castrense. Su paso por las calles, hacia el paseo, despertaba los aplausos de los madrugadores. Caminaban en impecable formación, braceando con soltura y cantaban marcialmente sus himnos más queridos:

—De Isabel y Fernando, el espíritu impera; moriremos besando la sagrada bandera…

—Frente a la mar y al sol, con voluntad de Imperio, rompe su cautiverio el fiel pueblo español…

—Montañas nevadas, banderas al viento…

—Cadete soy cadete, en hechos y palabras y fieles al Caudillo son, en paz y en guerra a la nación…

Juntas ya las centurias en los puestos que tenían asignados para la concentración, se les unieron pronto las chicas de la Sección Femenina, que también llegaban cantando, marcando el paso de una manera especial, con cierta coquetería. Cuando el delegado provincial del Frente de Juventudes ordenó la posición de descanso, se enzarzaron las conversaciones y las bromas sin que por eso se perdiera la elemental disciplina. Cerca de las ocho, el espectáculo del paseo era impresionante; unas cien mil personas lo llenaban todo de azul mahón, en densas filas perfectamente alineadas. Estaban de cara al altar, donde iba a celebrarse una misa de campaña; un gigantesco haz de yugos y flechas lo remataba y sobre él quedaba colocada la imagen de un Santo Cristo. Daban escolta al altar los gastadores de la Vieja Guardia, con guerreras negras y botas altas, rígidos y serios, perfectamente imbuidos de la trascendencia de su función.

Un toque agudo de clarín anunció, a las nueve, la llegada de las jerarquías del Movimiento. El cornetín ordenó en seguida «¡Firmes!» y resonó como un trueno el ruido de los miles de taconazos. Junto al altar se había levantado una tribuna, sobriamente adornada con las tres banderas —la rojigualda, la rojinegra y la blanca con las aspas de Borgoña— y un fondo de terciopelo granate. El ministro Serrano Suñer, elegantísimo en su uniforme del Partido, con guantes negros y gorra de plato, iba seguido por Dionisio Ridruejo, el jefe provincial de FET y de las JONS, el gobernador civil (vestido de uniforme de coronel del Ejército), el presidente de la Diputación (también de uniforme del Movimiento) y el alcalde de la ciudad. El alcalde de la ciudad disonaba en el conjunto, porque vestía, como en los tiempos de la decadencia burguesa, un impecable chaqué e incluso llevaba en la mano la chistera. Ya se sabía que el alcalde era monárquico y nunca había ocultado su escasa simpatía por el ideario y la simbología falangistas. Muchos de los camaradas que allí formaban, el rostro en alto, los brazos pegados al cuerpo, los pies en ángulo correcto, estimaron como una provocación el vestuario del señor alcalde. Pero se impuso la disciplina y nadie exteriorizó la más mínima protesta.

Dijo la misa el arzobispo. Era ya muy viejecito el arzobispo y por eso tenía sólo un hilillo de voz, que ni los micrófonos consiguieron hacer audible (al llegar la homilía) más que para las primeras filas. Algo se le entendió sobre el espíritu de la Cruzada, la aportación decisiva del Movimiento Nacional a la defensa de los valores espirituales y, sobre todo, la constante gratitud de la Iglesia Católica a aquellos hombres que lucharon contra los sin Dios. En esto insistió tres veces el arzobispo, que destacó las ferocidades cometidas por el comunismo contra las gentes de bien, en general, y el clero, en particular. El momento de alzar revistió una singular emoción: todas las bandas interpretaron el himno nacional, mientras los millares de militantes hincaban la rodilla en tierra.

Terminada la ceremonia religiosa, pasó el arzobispo a la tribuna de las autoridades y abrió el turno de oradores el jefe provincial, en una breve y entusiasta alocución, que perdió fuerza porque fue leída. Después, Dionisio Ridruejo, improvisando, con voz potente, enardeció a la muchedumbre con frases como éstas: «Nosotros no juntamos la gente para que nos digan lo que quieren ni lo que piensan, para que nos aplaudan ni para pedirles votos o actividades fugaces y sin sentido. Nosotros reunimos doscientos mil hombres porque ya sabemos lo que quieren; porque adivinamos su voluntad y la dirigimos; porque estamos dispuestos, no a halagarlos, sino a mandarles que se pongan en marcha y estén en línea y en formación militar para realizar la revolución que España necesita. Y en último término, tampoco necesitábamos reunir doscientos mil hombres, porque nosotros creemos muy relativamente en el número y contamos con aquel grupo exigente y disciplinado que, por encima de la decisión del noventa por ciento de los españoles, impondría, con su sola rabia, con su sola razón, la revolución que nadie podría detener. Camaradas: vamos a hacer nuestra revolución despacio o de prisa; no como le guste a este pueblo nuestro, que ya se ha equivocado bastantes veces, sino como nos interesa a nosotros, que sabemos la medida del tiempo y la intensidad…»

Finalmente intervino Serrano Suñer, que tenía una oratoria lúcida, brillante, directa y llena de contenido doctrinal. No ocultó las dificultades del momento y resaltó la necesidad de que todos los españoles tuvieran trabajo digno y salario suficiente, cifrando en ello una de las máximas preocupaciones del gobierno del Caudillo. Mientras hablaba se produjo la pintoresca anécdota que, aunque pasó inadvertida para la masa, tanto dio que hablar en días sucesivos a las autoridades que ocupaban el palco. Estaba el alcalde serio, como distante, con los brazos colocados por detrás, sujetando con las manos la chistera, apoyada la copa en los faldones del chaqué. Entonces, uno de los más jóvenes falangistas que estaba a su espalda se hizo pis dentro de la chistera del alcalde. Afortunadamente, el alcalde no tenía previsto colocársela en la cabeza, quizá porque no era suya y le venía chica.

Eran ya las diez de la mañana cuando comenzó el desfile. A los compases de Los voluntarios, pasaron por delante de la tribuna, marciales, impecables, las centurias juveniles. Sus jefes levantaban con energía el brazo, saludando a las jerarquías y éstas les correspondían de diversa forma; las del Movimiento, también brazo en alto; los militares, llevando la mano derecha a la visera de sus gorras de plato y el señor alcalde (que para entonces ya había advertido el bromazo) de ninguna manera. El paso de las centurias de FET y de las JONS ya no resultó tan perfecto y menos aún el de las milicias campesinas, que braceaban en total desacuerdo y con escasa coincidencia caminaban. Cerraban la formación las muchachas de la Sección Femenina, algo mermadas en sus efectivos, porque durante las horas de espera bastantes de ellas habían sufrido soponcios por culpa del calor reinante, teniendo que ser atendidas y, algunas, hospitalizadas en las tiendas de campaña oportunamente previstas por la Cruz Roja.

Apenas terminado el desfile, Manolo, que había asistido al acto desde la última fila de la tribuna de autoridades, salió disparado hacia la plaza de toros, donde a la una se celebraba un magno festival gimnástico y de educación premilitar. En los corrales (con perdón) aguardaban impacientes varios centenares de jóvenes de ambos sexos, que iban a participar. Pronto se llenaron de público los tendidos, mientras los altavoces dejaban oír marchas militares e himnos patrióticos. Manolo estaba nervioso; no era para menos. Durante quince días había estado dedicado, en cuerpo y alma, a los ensayos de la I Demostración Juvenil, como se denominó el festejo. Toda la organización la había llevado personalmente; incluso diseñó el modelo de la medalla conmemorativa que se había entregado a los participantes. Que constituían la élite del Frente de Juventudes: la centuria Isidoro Molina, del colegio de los jesuítas; dos centurias de las Falanges Juveniles de Franco; una centuria femenina del III Distrito y el equipo de gimnasia rítmica del mismo centro.

Apenas llegaron las jerarquías, ocupando el palco presidencial, se inició el acto. Primeramente, las chicas interpretaron de manera perfecta, sin un solo fallo, una tabla de gimnasia rítmica, siguiendo los acordes de un vals de Strauss. Vestían las muchachas camisa azul y una falda-pantalón blanca, que les permitía realizar toda clase de movimientos sin riesgo de la menor exhibición anatómica. Después los cadetes asombraron al público desarrollando —con fusiles simulados— una difícil exhibición de actitudes militares. Manolo, con energía, hacía sonar su silbato y los trescientos muchachos, colocados al tresbolillo, iban modificando sus posturas sin errar una sola vez: firmes, presenten armas, apunten, en su lugar descanso, rodilla en tierra, armas al hombro. Al terminar, una ovación clamorosa premió la exhibición; para el público no existían limitaciones en la efusividad.

Los cadetes, además, estrenaban el nuevo uniforme del Frente de Juventudes: pantalón corto gris y medias asimismo grises, con recias botas. Y camisa azul, naturalmente, con el círculo verde enmarcando las flechas, también verdes, sobre el bolsillo derecho de la camisa. Sustituía al anterior, cuando se llevaba pantalón largo negro. Al señor arzobispo le llamó la atención el cambio y el delegado provincial le informó de que, en lo sucesivo, aquél sería el uniforme de las Juventudes.

—Es mucho más moderno, más dinámico, ¿no le parece a Su Excelencia Reverendísima?

Pero no; a Su Excelencia Reverendísima no le parecía así y con su vocecilla suave comentó, visiblemente molesto:

—A la edad de estos jóvenes, la exhibición de sus pantorrillas, ya velludas, puede constituir un evidente fómite de pecado para las muchachas. Elevaré una respetuosa protesta al señor ministro.

Sin aparentar la menor excitación sexual por el vello de los cadetes, el público continuaba aplaudiendo. Sudoroso, exultante de júbilo, Manolo hizo sonar por última vez el silbato y los chicos se retiraron, marcando el paso enérgicamente, armas al hombro, por la puerta de cuadrillas. Aparecieron entonces más juventudes femeninas, vestidas éstas totalmente de blanco. La regidora sustituyó en el silbato a Manolo y en pocos segundos, las muchachas se habían tumbado ordenadamente sobre el albero, formando a la perfección el escudo de España; la boina colorada de una de ellas (la única que la llevaba) ponía una simpática nota al cuadro, representando la granada que cierra los cuarteles del escudo nacional. Otra vez retumbaron los aplausos, que se hicieron clamorosos al aparecer, en marcial formación, todos cuantos habían participado en el acto. Firmes y con el público en pie, se cantó el Cara al sol, dando el ministro las voces reglamentarias. Luego se rompieron filas y ya sin ningún protocolo, chicos y chicas fueron a reunirse con sus familias, que desde los tendidos seguían aplaudiendo. Muchas señoras lloraban de emoción.

Hubo una comida oficial en la Jefatura Provincial del Movimiento, a la que no asistió el alcalde, alegando una indisposición; ciertamente nadie le echó de menos. Se comentó, como no podía menos de suceder, la anécdota del pis y las jerarquías mostraron su enérgica repulsa ante un hecho tan incivil, que iba en contra de las normas del Movimiento. Pero nadie hizo nada por descubrir al responsable. A los postres, el delegado nacional se interesó por conocer al organizador de la Demostración y Manolo fue llamado a la mesa presidencial.

—Mi más sincera felicitación, camarada —dijo el delegado—. Me siento orgulloso de nuestras juventudes; especialmente, de las juventudes de esta provincia. El espectáculo de la plaza de toros ha sido imborrable.

—Hemos cumplido con nuestro deber, camarada. Simplemente.

—Voy a pedirle al jefe nacional para ti la Encomienda del Yugo y las Flechas.

—Será un honor y una exigencia más en el servicio.

—Además, quiero que te vengas a trabajar con nosotros en la Nacional. Espero que no haya inconveniente para tu traslado a Madrid. ¿Tienes tú alguno de carácter personal?

—Bueno… —tartamudeó Manolo, que no se esperaba tanto—. Mira, camarada, ya sabes lo que son los sueldos oficiales… Como es natural, claro está; porque nuestro esfuerzo se guía por otros móviles… Pero aquí, yo doy unas clases… porque soy licenciado en Letras, ¿comprendes?

—Por eso no te preocupes. En Madrid podrías ingresar como profesor en la Escuela de Mandos, aparte de ejercer el cargo que se te otorgue. Llámame el lunes al mediodía…

—A tus órdenes.

Volvió a su mesa, naturalmente conmovido; el delegado nacional preguntó al provincial:

—¿Cómo se llama este camarada?

—Manolo Vivar de Alda. Camisa vieja. Durante la guerra destacó mucho en los servicios de propaganda. Escribe muy bien y tiene un espíritu magnífico.

—Ya veo, ya veo…

Fueron todos a la estación a despedir a las jerarquías. Entre nubes de humo que salían de la vieja locomotora, el ministro y los demás mandos saludaron brazo en alto desde la ventanilla.

—¡Buen viaje! ¡Arriba España!

—Gracias. ¡Arriba siempre!

El convoy arrancó fatigosamente; a Manolo se le metió una carbonilla en el ojo y nadie supo si lloraba por eso o por la natural emoción de la despedida.

Mari Paz tenía dieciocho años, unos ojos verdes y tristes y cinco hermanos más pequeños. A su padre, que había sido uno de los abogados más ilustres de la ciudad, le fusilaron los milicianos de la UGT en Valencia, donde se encontraba por razones profesionales en julio del 36, sencillamente porque le encontraron en su habitación del hotel y entre otros libros, uno de Derecho Canónico, lo cual les sonó a beatería fascista. Mari Paz se había educado en Jesús y María y estudiaba primero de Derecho. Y era vecina de Manolo, solían pasear juntos por la calle del Generalísimo, los domingos al mediodía, y hasta algunas veces tomaban una cerveza en el Bar Club. Esto bastaba para que se murmurara que eran novios; lo cual no resultaba cierto. Aunque a Mari Paz le gustaba Manolo a rabiar y a él no le desagradaba la chica.

La madre de Mari Paz, doña Ascensión, veía con sus mejores ojos aquellos acompañamientos de Manolo y se había forjado la difícil ilusión de que se hicieran realidad las relaciones formales entre los jóvenes. A pesar de que le disgustaba la frialdad religiosa de Manolo, que contrastaba con el profundo catolicismo de la señora. La señora era de comunión diaria y tenía como director espiritual a un dominico, el padre Sauras, muy respetado por sus virtudes, su inteligencia y su sólida formación teológica. Doña Ascensión regentaba un estanco, que le habían concedido como viuda de caído, y con su especial señorío había conseguido dotar a la expendeduría de tabacos de un tono social muy elevado. Allí compraban sus puros habanos todos los aristócratas de la ciudad y al caer la tarde se organizaban unas tertulias distinguidas, con asistencia de varias damas de la mejor sociedad, que no perdían sus anillos por echarle una mano a su amiga Ascensión cuando se aglomeraba la clientela. A la clientela, por otra parte, le hacía mucha ilusión que el paquete de Ideales se lo sirviera la señora del presidente de la Audiencia.

Mari Paz iba a misa todas la mañanas, con su rebequita en invierno o con sus manguitos en verano, que se colocaba púdicamente para entrar en el templo con la debida compostura, ya que el párroco no consentía (naturalmente) que las mujeres acudiesen a la casa de Dios sin medias o con los brazos al aire. Los domingos, en misa de doce, Mari Paz pasaba la bandeja y Manolo, que pese a sus escasas convicciones religiosas acudía arrastrada por sus padres, depositaba siempre un duro, alarde de generosidad que la gente achacaba a sus inclinaciones por la chica mucho más que a su caridad cristiana.

Con las mismas razones, sólo que en sentido contrario, se interpretó en la ciudad el súbito arrebato falangista de Mari Paz, que se afilió a la Sección Femenina y fue nombrada delegada del SEU en la Facultad. Con lo que aumentaron sus contactos con Manolo, a quien se encontraba frecuentemente en la Jefatura Provincial. Allí colaboraban en la distribución de las consignas políticas y de forma inevitable aumentaba su recíproca simpatía. Porque sus coincidencias ideológicas eran totales.

Para facilitar aún más las relaciones de amistad entre los jóvenes, doña Ascensión comenzó a organizar guateques dominicales en su casa. Pronto se hicieron famosas en la ciudad aquellas reuniones, en las que se servían medias noches de jamón (artículo entonces de difícil obtención), croquetas riquísimas y un estimulante cup de champán. A los guateques de doña Ascensión acudían muchachos y muchachas de seleccionadas familias, que lo pasaban en grande bailando (muy separados) a los sones de una gramola. Tenía la señora los discos de mayor actualidad y las parejas se enlazaban (recordemos que muy separadas) para danzar, mientras Antonio Machín y Jorge Sepúlveda cantaban sus más celebrados boleros.

Eran tan honestas aquellas reuniones, que solía acudir el padre Sauras, con sus hábitos blancos y negros de la Orden de Predicadores, quien bendecía el buffet, antes de que los jóvenes, con indisimulado apetito, se lanzasen sobre los bocadillos. A eso de las ocho de la tarde, las personas mayores y el dominico se retiraban a una habitación contigua, para rezar el rosario y entonces los chicos se acercaban más a su pareja en el baile y las chicas (algunas) encendían un pitillo. Incluso se cogían las manos entre rubores y en la seguridad de que al siguiente día tendrían que confesarse por tamaña osadía.

Con especial autorización de las respectivas familias, quedaban los jóvenes de ambos sexos para ir juntos al cine el lunes y siempre acompañados por alguna vieja sirvienta que ejercía las elementales funciones de supervisión moral de las parejitas. El cine de los lunes era un acontecimiento en la ciudad, porque había estreno de película y ni que decir tiene que sólo asistían a las que, en la clasificación moral de la parroquia, figuraban como «1» o, en casos especiales, «2». A Mari Paz le encantaban Alfredo Mayo y Clark Gable; Manolo, en cambio, no era muy aficionado y se quejaba por la falta de un cine político que exaltara debidamente los valores del nacionalsindicalismo.

Mari Paz había participado, ni que decir tiene, en la I Demostración Juvenil, como una camarada más y sin exigir puesto de privilegio en la formación del escudo nacional, hasta el punto de que aceptó con toda disciplina formar una de las garras del águila de san Juan en la representación plástica. Al día siguiente coincidió con Manolo en la Jefatura, en una reunión convocada por el delegado provincial para repartir enhorabuenas. Salieron juntos y juntos tomaron el tranvía para regresar a casa. Iban ambos de uniforme y se quedaron en la plataforma.

—¿Sabes? —le contó Manolo—. El delegado nacional me ha pedido que me vaya a Madrid con él.

—Ya me lo habían dicho —musitó Mari Paz.

—¿Y qué te parece?

—Si es para bien de España…

—Mujer, ¿no se te ocurre nada más?

—¿Qué quieres que te diga?

Se callaron. En la siguiente parada, la plataforma del tranvía se vació; quedaron ellos solos.

—Pensé que te alegraría…

—En algún sentido, sí, me alegra. Pero te echaré de menos.

—¿De veras?

—Claro que de veras.

Entonces, Manolo le cogió la mano. Un estremecimiento les recorrió a los dos.

—¿Y por qué me echarás de menos?… —preguntó él, muy ufano.

—Hombre…

—Yo también me acordaré de ti.

—¿Lo dices en serio?

De pronto, Manolo sintió una sensación extraña, se vio dominado por una insólita pasión. Sin darse demasiada cuenta de lo que decía, susurró al oído de Mari Paz:

—Será porque te quiero.

Mari Paz se puso muy, muy colorada. Bajó la vista y no comentó nada. Acercándose a ella como nunca lo había hecho, apretando su muslo sobre el de la muchacha, preguntó Manolo:

—¿Tú me quieres?

Hubo una pausa de segundos.

—Si… —confesó Mari Paz.

Manolo la agarró por el brazo. Seguían solos en la plataforma del tranvía, que en aquel momento aceleraba la marcha para subir, entre traqueteos y campanillazos, la cuesta del Obispo. Le acercó la cara.

—Dame un beso… —pidió.

Ella le miró con infinita ternura. Y muy bajito, muy dulcemente, le recordó:

—Manolo, ¡por Dios! Que vamos con camisa azul…

Todo estaba ya arreglado; desde la Nacional escribieron a Manolo confirmándole su adscripción a la Jefatura de Prensa y Propaganda y, al propio tiempo, su nombramiento como profesor de la Escuela de Mandos. Esto último, no por esperado, dejó de causar menor alegría a Manolo ya que, además del sobresueldo, le iba a permitir la realización de una de sus más caras ilusiones: llevar botas altas con el uniforme. Los profesores de la Escuela de Mandos, en efecto, vestían gorra de plato, guerrera negra con botones plateados, pantalones bridge grises y botas de montar negras.

Justamente la víspera del día previsto para su marcha a Madrid, el cónsul de Alemania en la ciudad ofreció una recepción para conmemorar el cumpleaños del Führer. El cónsul, Otto Wolfgang Arbeitzer («O. Uve doble», para los amigos), llevaba cuarenta y cinco años en España, hablaba con acento andaluz y era un manoletista acérrimo; a su país natal no había ido desde 1920, cuando murió su buen padre. Quiere ello decir que Herr Arbeitzer no era, ciertamente, un nazi cualificado. Pero ya se sabe lo que ocurre con esto de los cónsules en las ciudades de segunda: se nombran una vez y van perpetuándose, impermeables a los cambios políticos de sus respectivos países. En este sentido, el cónsul Cataniotti (italiano, evidentemente) puede presentarse como un auténtico recordman del cuerpo. Comenzó representando al gobierno monárquico de Víctor Manuel, siguió con el fascista de Benito Mussolini (se compró una camisa negra), continuó con la efímera República de Saló, sin apenas transición fue digno representante del no menos fugaz régimen de Badoglio, y acabó (y ahí sigue) ejerciendo sus funciones en nombre de la República italiana. Eso sí; siempre con ejemplar entusiasmo patriótico.

Bien; pues Herr Arbeitzer abrió los salones del Consulado a las primeras autoridades de la ciudad, a las jerarquías del Movimiento y a sus amigos, que eran muchos, porque O. Uve doble podía considerarse como una institución local. Representante exclusivo de varias marcas alemanas de muy diversa significación (desde cojinetes a cerveza negra, pasando por medicinas, utensilios de cocina y gomas higiénicas), su simpatía y su locuacidad eran tan proverbiales como sus borracheras. Porque el señor cónsul agarraba unas trompas de campeonato aunque, eso sí, siempre dentro de un orden y sin que nadie nunca hubiese tenido que llamarle la atención. Consciente de su estado, cuando se sentía suficientemente bebido, se echaba a dormir en el primer mueble útil que encontraba a su paso.

Un criado de librea abría la puerta a los invitados. En la habitación contigua, Herr y Frau Arbeitzer, ambos con camisa parda, les daban la bienvenida. O. Uve doble llevaba su correaje, sus botas y su brazalete con la cruz gamada. Una fotografía enorme de Adolfo Hitler colgaba sobre la pared, y en uno de los ángulos de la estancia se veían la bandera nacionalsocialista y la española debidamente entrelazadas. Se servía cerveza muniquesa sin tasa y ricas salchichas de Frankfurt. La hija de los cónsules, Marika, atendía un picú que, a medio volumen, dejaba oír valses vieneses, combinados con Lili Marlen y rítmicas marchas prusianas. Disciplinado como buen germánico, el señor cónsul había decidido que el pan fuese de maíz y que el chucrut se acompañara de boniatos, en lugar de las habituales patatas. Aquella prueba de acatamiento a las disposiciones oficiales en materia de abastos mereció una calurosa felicitación del gobernador civil.

Cuando llegó Manolo, Herr Arbeitzer se le acercó con especial euforia y le abrazó ruidosamente. El salón estaba ya a rebosar y los invitados habían perdido la inicial timidez y hablaban a gritos y devoraban con fruición las fuentes de comida que pasaban, una y otra vez, dos paletas extremeñas vestidas de negro y con cofia blanca. A la hora de los postres el señor cónsul pidió un poco de silencio y como nadie le oía, tuvo que reiterar la petición en muy alta voz y como seguían muchos sin enterarse, dio unas palmadas y luego golpeó enérgicamente un gong y así logró que todos se callasen. Las paletas extremeñas aparecieron con unas bandejas repletas de copas de champán y O. Uve doble tomó una y esperó a que todos sus invitados estuvieran servidos y entonces la levantó, diciendo:

—Señoras, señores, ilustres autoridades, amigos todos. Hoy es un día feliz para el Tercer Reich, porque nuestro Führer cumple años. Levantemos nuestras copas en honor del paladín de la nueva Europa, tan querido por todos los buenos españoles.

Levantó la copa, efectivamente, y también los invitados y se produjo entonces esa embarazosa situación que se repite en estos casos, cuando la gente comprende que se impone aplaudir, pero no puede hacerlo porque tiene las manos ocupadas. Las jerarquías, más duchas y expertas en actos similares, dejaron en seguida las copas y así pudieron hacer palmas. El gobernador civil y jefe provincial del Movimiento hizo luego un gesto recabando la atención del auditorio y con voz pausada dijo:

—Nos asociamos de todo corazón a esta grata efemérides que hoy conmemora la Alemania nacionalsocialista. Y a través del señor cónsul de la gran nación germánica, hacemos llegar nuestra felicitación a su Führer. ¡Heil, Hitler!

Más aplausos. Querían los invitados volver con entusiasmo sobre la pastelería, que apenas habían podido consumir, pero el gobernador no había terminado todavía:

—Coincide esta conmemoración con una noticia que pienso que todos conocéis y a todos nos alegra por igual, dentro del dolor lógico que la separación física nos produce. Nuestro querido camarada Manolo Vivar de Alda sale mañana hacia Madrid, llamado por el Mando a destinos importantes. Con permiso del señor cónsul, yo le rogaría que nos regalase con su fácil verbo, en este trance agridulce del adiós.

Ni que decir tiene que estaba preparado; que por la mañana el gobernador y Manolo habían quedado de acuerdo en que aprovecharían la recepción del Consulado para montar su número particular. Lo que no fue óbice para que Manolo hiciera gestos ostensibles de asombro, primero, y de resignación, después y se adelantara unos pasos, se frotase las manos y largara el discurso que traía preparado.

—No puedo negarme a esta inesperada petición de mi entrañable camarada y jefe provincial, a pesar de que soy enemigo de improvisaciones…

Varias veces fue interrumpido por los aplausos y sus frases últimas justificaron una ovación ensordecedora. No era para menos.

—En definitiva, pues, amigos, en esta coyuntura histórica, cuando la gran Alemania lucha por imponer en Europa un nuevo orden y nuestros mejores camaradas dejan constancia en la estepa rusa, con su heroísmo, de que España no está ausente de tan trascendental empeño; cuando en todos los países triunfa un concepto totalitario de la política y de la patria, arrumbando para siempre la fofa palabrería liberal de las democracias caducas; cuando alumbramos una concepción gloriosa de la Historia, yo me enorgullezco de estar ahora pisando un suelo que, simbólicamente, es alemán; que pertenece, como ya media Europa, al Tercer Reich. Y felicito a la gran Alemania en la fecha jubilosa que marca el aniversario del nacimiento de ese genio, de ese iluminado, de ese paladín de todas las virtudes políticas que es Adolfo Hitler. ¡Heil, Hitler! ¡Viva Alemania! ¡Arriba España!

El propio Manolo comenzó a cantar Deutschland, Deutschland, über alies, pero falló el coro porque nadie (ni siquiera el señor cónsul) se sabía bien la letra. Entonces, se dejaron de protocolos y en un periquete se acabaron los pasteles y comenzaron las paletas extremeñas a servir coñac y calisay y más champán y la fiesta terminó cerca de las doce, en un clima fervoroso de hermandad hispano-alemana. Para entonces, O. Uve doble roncaba en su lecho y su distinguida esposa (que era de Logroño) despedía amablemente a los invitados.

Manolo había sido felicitadísimo por su inspirada alocución y todos le desearon mucha suerte en la capital de España.

A lo que él, inevitablemente, respondía poniendo un gesto humildísimo:

—Procuraré cumplir con mi deber.

A las ocho de la mañana del siguiente día y en segunda clase, Manolo salía por ferrocarril camino de su deber. Le despidieron sus padres y Mari Paz, que luego se pasó llorando toda la mañana. La chica no era tonta y sabía de sobra que lo había perdido para el matrimonio canónico.