Capítulo 14

«Lo que es pasado es prólogo».
Shakespeare

LO primero que sintió Mike al volver en sí, fue la presión de una mano que sostenía la suya. Abrió un ojo. Su mano reposaba en otra negra, muy firme; al escudriñar la penumbra, descubrió que pertenecía a Pete.

—Llegaste justo a tiempo… —dijo Mike, con la garganta reseca.

—Viejo… pensé que no volverías más —respondió Pete, oprimiendo afectuosamente la mano de su amigo—. ¿Cómo te sientes?

—Como si hubiera estado borracho durante toda una semana… ¿No hay luz en este lugar?

—Seguro —dijo Pete, saliendo de la habitación. Mike trató de descubrir dónde estaban. Pete volvió con dos hombres vestidos de blanco y una enfermera muy bonita.

—Bien, señor Jerome; ¿cómo se siente? —interrogó uno de los hombres.

—Bastante mal… Y usted, ¿quién es? —contestó Mike, mientras el hombre miraba dentro del ojo de Mike con una luz.

—Soy el doctor Robinson.

—¿Cuánto hace que estoy aquí?

—Este…, señor Jerome… —dijo el doctor, todavía escudriñando dentro del ojo de Mike.

—¿Qué sucede?

—Nada; fue internado aquí esta tarde a las dos y media.

—¿Dónde? —preguntó asombrado, tratando de incorporarse. Entonces notó que tenía una pierna enyesada.

—El Hospital de la Escuela de Medicina —repuso el doctor, tomándole el pulso. Mike miró a Pete. El recuerdo de la cabaña en los Alpes desapareció de su mente al mismo tiempo que cobraba cuerpo el accidente que había sufrido.

—Es usted un ejemplar muy saludable. Volveré a verlo mañana —dijo el doctor y se marchó.

—Doctor; tengo dos problemas acuciantes; siento un tremendo dolor de cabeza y tengo hambre —dijo Mike.

Pete lo miró y sonrió, mientras acompañaba al doctor hacia afuera. Desde la puerta le hizo un gesto de victoria.

Mike podía oír una discusión en el corredor.

—Te traerán algo de comer y café. La enfermera dijo que traería té; así que probablemente te toque cacao —explicó Pete, entrando y cerrando la puerta tras de sí.

—Supongo que le habrás pedido un bife y la enfermera dijo que te traería cordero. Por lo tanto, piensas que será un huevo pasado por agua. Ya sabes que detesto los huevos pasados por agua —repuso Mike, imitando a Pete burlonamente.

—Si no estuvieras hecho un pobre inválido, te tiraría escaleras abajo por todo lo que me has hecho preocupar cabecera de la cama.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—Fui hasta tu casa a eso de las siete y me dijeron que habías sufrido un accidente. ¡Me hiciste preocupar de lo lindo cuando te encontré inconsciente, viejo!… Me dijeron que no podían hacer otra cosa que esperar a que se te deshinchara el interior de la cabezota.

—¿Y qué me sucedió allí? —interrogó Mike, señalando el yeso de su pierna derecha.

—No lo sé muy bien; creo que dijeron que tienes una fractura. ¿Qué diablos hacías para que un auto te atropellara?

Mike puso su mano sobre el hombro de Pete.

—En lo sucesivo, cada vez que vuelva del extranjero, estudiaré cuidadosamente el reglamento de tránsito antes de cruzar una calle.

—Tendrás que hacer algo más que eso. Te haré volar los sesos si te llego a ver cruzando la calle sin mirar…

—Creo que no conseguirás nada… ¿Recuerdas que los castigos corporales eran inútiles cuando estaba en el colegio? ¿Tienes que trabajar esta noche? —preguntó Mike.

—Sí…; cuando me digan que me vaya de aquí.

—¿Cuánto tiempo tendré que quedarme internado?

—Pienso que te dejarán salir mañana.

—¿Por qué razón tengo una habitación para mí solo? —Te pusieron aquí de primera intención y pensaban cambiarte cuando hubiera lugar en alguna sala. Yo les dije que te dejaran aquí— repuso Pete, guiñándole un ojo.

—¿Supones que así me darán un tratamiento especial?

Me agrada la idea, pero debes considerar un par de detalles —dijo Mike, mirando su pierna enyesada.

—¿Por qué piensas siempre que sólo los hombres debemos soportar los peores tragos? Viejo, te tomaré bajo mi tutela y te enseñaré una que otra cosa. Deja que las mujeres hagan el trabajo duro, para variar.

—¿Me encontraron algún otro problema?

—No; pero ya te lo encontrarán, con seguridad.

—Buenas noches; le traje algo de comer —dijo una enfermera, apoyando una bandeja sobre la cama.

—Ya te dije… Huevos pasados por agua y cacao —dijo Pete inspeccionando la bandeja.

—Horriblemente perfecto…

—Aquí están sus remedios; deberá tomarlos después de comer —añadió la enfermera, colocando junto al plato dos cápsulas azul y anaranjado y una aspirina.

—Evidentemente, tienen la intención de hacerme morir de hambre —dijo Mike, golpeando la cáscara del huevo con la cuchara.

—Mañana te traeré refuerzos. ¿Quieres algo en especial?

—Salame y una botella de buen vino —repuso Mike, olfateando el líquido de su tasa—. ¿Quieres probarlo?

—No; si me descompongo al llegar a casa, tendré problemas. Si a ti te sucede aquí, siempre podrán hacerte reaccionar.

Mike tomó un trago y decidió que no estaba tan mal. Le agradó ver que Pete comenzaba a mostrarse inquieto; quería decir que se estaba sobreponiendo al shock que le había producido su accidente.

—Será mejor que te vayas —dijo.

—Sí, ya me voy —repuso Pete, tomando su chaqueta—.

Volveré en algún momento mañana al atardecer. ¿Necesitas alguna otra cosa?

—Sí; ¿podrías pasar por casa y buscar mi máquina de escribir? En el cajón de la derecha encontrarás papel y cintas.

—Salame, vino, máquina de escribir y cintas —repitió Pete.

—Sí, la parte más importante de mi lista es el material para escribir.

—Mike, ¿no puedes descansar unos días? No puedes seguir trabajando a este ritmo…

—Sí… Sí…; saldremos de vacaciones antes de que te puedas dar cuenta. Pero ahora debo escribir algo que pueda resultar un gran éxito para la televisión.

—De acuerdo; pero será un último trabajo. Debes darte cuenta de que el motivo por el que estás aquí es que estás tan cansado que ni siquiera recuerdas la dirección del tránsito…

—Sí, señor… —Mike le hizo un saludo militar.

—Te veré mañana y pórtate bien.

—Creí que querías que fuera buenito… descansar y relajarme…

—Claro; pero tampoco puedes privarte de alguna diversión —añadió Pete con picardía, huyendo por la puerta antes de que lo alcanzara algún improvisado proyectil. Mike sacudió la cabeza, tomó las píldoras y las tragó con un vaso de agua.

Acostado sobre sus varias almohadas, comenzó a repasar su extraño sueño. Oprimió una perilla que había junto a su cabecera.

—¿Sí? —preguntó la enfermera, asomando la cabeza por la puerta.

—¿Podría alcanzarme el diario de hoy? —rogó Mike.

—Creo que le haría mejor dormir un poco.

—En este momento no puedo pensar en otra cosa más que en el diario. Le prometo que después que me lo traiga, trataré de dormir.

—Muy bien.

La enfermera volvió al rato con un ejemplar del «Daily Mirror» y se llevó la bandeja. Mike miró atentamente la fecha: 6 de junio de 1969.

Tres días después, lo autorizaron a irse a su casa.

Entre Sam y Pete lo ayudaron a entrar al ascensor. La pierna enyesada de Mike contribuyó a que la entrada pareciera una pantomima.

—Menos mal que no es viernes 13 —dijo Mike, ubicando trabajosamente una pierna dentro del ascensor—. Si no, probablemente tendríamos algunos problemas más…

—Es verdad, señor Jerome —repuso transpirando el portero, cerrando las puertas del ascensor.

Una vez en el departamento, Mike estudió el living.

—¿Pete qué falta aquí?

—Sue. Me puse en contacto con ella y le dije que sacara todas sus cosas de aquí. Así que apareció furiosa y se llevó algunas cosas suyas y otras tuyas. Después conseguí un poco de pintura, un pintor y ¡oh milagro!… —explicó Pete.

—Tiene mejor aspecto —dijo Mike, complacido—. Tomemos algo.

Pete estaba hurgando en el bolso con las cosas de Mike que habían traído del hospital.

—Oye, Mike… Tendrás que comprarte un par de botas nuevas, están en un estado lamentable —le dijo, mostrándoselas.

—Tienes razón. —Las gastadas botas parecían haber recorrido miles de kilómetros. Se preguntó si en realidad no lo habrían hecho…— Compraré otro par en ese negocio de King’s Road; pero, por ahora no las necesitaré.

De paso. Pete, ¿podrías conseguirme cinta para mi máquina de escribir. Coloqué la última que tenía. —Abrió la máquina y la colocó sobre el escritorio.

—Haremos un trato; te conseguiré las cintas si me dejas leer lo que has escrito —respondió Pete, dejándose caer cómodamente en un sillón; tenía un trago en la mano—. En cuanto lo termine; ¿de acuerdo? Será un programa sensacional.

—¿De qué se trata?

—Ciencia ficción.

—¿A quién se lo presentarás?

—A Abe Leinstein.

—No sabía que le interesaran los temas de ciencia ficción.

—Le interesarán después que lea mi argumento.

—Bueno; esperemos que así sea. —Pete se levantó y fue hasta la puerta—. Vendré a verte mañana después que me despierte. Recuerda que el médico dijo que debes que darte en reposo en casa.

—Tardaré varios días en terminar mi trabajo —contestó Mike, preparándose a trabajar.

Comenzó a escribir con entusiasmo, narrando la historia que lo condujo al primer salto en el tiempo. Quería reservarlo para el final del primer capítulo para despertar el interés en los siguientes. Mike cesó de escribir súbitamente en la mitad de una hoja. Se puso de pie y buscó la ropa que tenía puesta cuando sufrió el accidente. Buscó en los bolsillos los apuntes del profesor Smitt pero habían desaparecido. Al volver al escritorio dudó unos instantes y entró al baño. Sus anteojos estaban en el estante y al mirar dentro del estuche de sus lentes de contacto, se aseguró nuevamente que también estaba vacío. En su mundo aparentemente seguro, volvió a despertarse una duda. Trató de olvidar el problema y volvió a su trabajo con entusiasmo. Escribió durante muchas horas, sin que disminuyera su ritmo de trabajo. A medida que escribía, el protagonista, un músico de renombre, se parecía cada vez más a Pete.

De pronto interrumpió el trabajo y fue hasta el teléfono. Llamó al Imperial College y a la universidad de Londres y preguntó si allí conocían a un profesor Smitt. Le contestaron que nadie bajo ese nombre figuraba en el elenco de profesores. Intentó en el laboratorio de Cavendish, en Cambridge, pero allí tampoco nadie había oído hablar de él. Aparentemente no había ningún Smitt, que respondiera a su descripción, que estuviera conectado con ninguna de las universidades del país o de otra organización de cierto renombre.

Luego llamó a la casa de Harley Street; le informaron que allí funcionaban diferentes consultorios médicos, incluido uno de fisioterapia. Mike decidió volver allí cuando se mejorara de su pierna; tal vez unos masajes lo ayudaran a recuperarse luego del yeso. De esta manera, podría lograr más realismo en su relato. Trabajó toda la tarde, mucho después de su hora habitual de acostarse y hasta bien entrada la noche. Eran las cuatro de la mañana cuando finalmente terminó de bosquejar la trama. El resto de la presentación no le resultaría tan largo así que se acomodó en el diván y quedó profundamente dormido.

Despertó a la mañana temprano, debido a los ruidos provenientes de la calle. Se levantó, fue hasta la cocina y se lavó la cara. Preparó café, tomó una taza y volvió rengueando al living. Al llegar hasta la máquina de escribir, maldijo a Pete por no haber traído la nueva cinta; la que estaba usando, tenía desflecados los costados.

Pete apareció a la tarde.

—¿Terminaste? —le preguntó, colocando con orgullo las cintas sobre el escritorio.

—Sí —repuso Mike, señalando una pila de papeles.

—¿A qué hora?

—Tarde.

—Me imagino —dijo Pete, palmeándole afectuosamente en la espalda.

—¿Vas a leerlo?

—Por supuesto; pero debo tomar un poco de café antes de comenzar esta gigantesca tarea…

—Si preparas café, yo también tomaré una taza.

—¿Puedes hacerlo?

—No lo sé. Creo que esta vez lo tomaré cortado.

Mike esperó que Pete se acomodara y luego comenzó a prepararse para darle los últimos toques a su bosquejo. Casi no intercambiaron una palabra hasta que Mike terminó la última página. Se incorporó y fue trabajosamente hasta un sillón. Pete levantó la mirada de su lectura y le sonrió.

—¿Qué te parece? —preguntó Mike, cuando Pete concluyó con la última carilla.

—No me das tiempo a terminar…

—No; hace demasiado tiempo que te estoy observando

y mis nervios no resisten más. ¿Qué te parece?

—Viejo… Ya sabes lo que pienso de tus trabajos. Me parece fantástico… Buenísimo… ¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Pete.

—Quisiera que se lo lleves a Abe de paso para tu trabajo. Pídele que lo lea pronto y que luego me comunique su opinión. —Mike sacó una carpeta del cajón y colocó el trabajo adentro.

—Pero, Abe no lo leerá. Probablemente se limite a pasarlo al departamento de argumentos.

—No… no lo hará. Yo hablaré con su secretaria.

—¿Estás seguro de que estás satisfecho con lo que escribiste? ¿No sería mejor que lo repasaras nuevamente?

—No; luego lo mejoraré. Pero lo más importante ahora, es lograr que los muchachos de la televisión se interesen por la trama. Luego echaré a rodar toda mi imaginación.

Mike llamó a Abe Leinstein por teléfono, antes de que Pete fuera a su trabajo esa noche. Abe se mostró contento de saber que había salido del hospital pero no tanto al verse forzado a tener que leer un argumento. Mike no quiso ni oír los pretextos con los que Abe trataba de excusarse: que tenía tomado todo el tiempo para la televisión o que andaba corto de dinero ya que todos los presupuestos para el corriente año habían sido cubiertos. Se imaginó a Abe retrocediendo en una o dos oportunidades, mientras insistía en sus argumentos y finalmente logró que le prometiera leerlo a la brevedad.

Los próximos días, transcurrieron plácidamente, haciendo que todo volviera a la normalidad. Pete llevó a Mike al médico que se mostró complacido con su evolución. Pasaron el fin de semana programando unas vacaciones. Pete tenía una serie de compromisos que cumplir en América, pero en cuanto regresara, podrían ir a Italia. Mike seguía esperando una oportunidad para explicarle a Pete el verdadero origen del argumento pero nunca llegaba el momento apropiado. Sus experiencias comenzaron a desvanecerse y lo único que parecía inamovible era la idea para la serie televisiva.

El viernes siguiente Mike recibió un llamado de la secretaria de Abe Leinstein. Quería que fuera a sus oficinas en North London a conversar con ellos acerca de un futuro presupuesto y los términos del contrato.

En cuanto terminó de hablar con ella, Mike marcó el número de Pete.

—¿Sí? —dijo Pete.

—Buenos días —respondió alegremente Mike.

—¿Qué sucede?

—¿No debes ir hoy a los Estados Unidos?

—¡Dios mío!… ¿Qué hora es? —dijo Pete, alarmado—. Algo más de las diez y media. No te asustes… todavía tienes tiempo de sobra.

—¿A qué hora tengo que estar allí?

—Tu avión sale a las cuatro y media. Escucha: tendré que ir al estudio y no podré ir a despedirte.

—Entonces ¿realmente quieren hablar de negocios contigo? ¡Qué bueno!… Recuerda que no podrás escribir más nada hasta septiembre.

—Sí, señor…

—¿Quieres que te consiga un auto?

—No; tomaré un taxi y conseguiré que alguno de los muchachos me traiga de vuelta. Tengo que estar allí a las tres. ¿Necesitas que haga algo antes de irme?

—No; simplemente quisiera que te sientes y ensayes lo que le dirás a esa gente. Luego, te vestirás y les darás con todo. Si sale bien, llámame al Hotel Plaza en Nueva York mañana por la mañana, hora de Nueva York. ¿De acuerdo? —Pete se había contagiado del entusiasmo de Mike.

—Así lo haré. Espero que lo pases muy bien. Dale recuerdos míos a todos por allá.

—De acuerdo; hasta la vuelta.

—Hasta pronto —repuso Mike, colgando el receptor.

El taxi se detuvo frente al estudio y Mike consiguió que el portero del edificio lo ayudara a descender.

—Sí, señor Jerome; ¿a quién desea ver? —interrogó la recepcionista.

—Al señor Phil Newman; tengo una cita para las tres.

—El señor Jerome está aquí, señor Newman. Cómo no —repuso la chica, colgando el teléfono interno—. Lo aguarda en el segundo piso.

—Muchas gracias —dijo Mike, dirigiéndose al ascensor.

—¡Mike!… Qué gusto de verte… —dijo Phil Newman.

—A ti se te ve muy bien —observó Mike.

—Tendrás que disculparme pero no pensé que llegarías antes de las tres y media. —Phil abrió la puerta de la oficina.

—Phil, creo que cambiaré de táctica y empezaré a llegar más tarde que tú.

—Tal vez tengas razón. Esperaremos a que lleguen los otros y luego te haremos pedazos —dijo Phil, sonriendo.

—¿Quiénes vendrán a la reunión?

—Bobby, John y Hugh.

—¿Piensas que Hugh pueda ser el director?

—Esas son las instrucciones que tengo. Siempre quisiste escribir algo para que Hugh lo dirigiera, ¿verdad?

—Por supuesto. Creo que es uno de los mejores directores que surgen en nuestro país. ¿Bobby se encargará de hacer la transcripción para la televisión?

—No necesariamente. John será el productor ejecutivo. Creo que sería conveniente que Bobby estuviera presente en todas las reuniones por si necesitamos un redactor en el futuro —replicó Phil, con cierta cautela.

—Pase…

—Hola, Hugh —dijo Mike.

—¡Por fin!… —dijo Hugh sonriendo, mientras estrechaba la mano de Mike.

Luego John y Bobby lo saludaron y felicitaron y todos tomaron asiento.

—Bien, señores: Estamos aquí reunidos para discutir el bosquejo original y la posterior serie de televisión, titulada «Siete Pasos hacia el Sol» —comenzó Phil, mirando unos papeles que tenía sobre el escritorio—. Mike, quiero decirte antes que nada lo que ha sucedido desde que Abe lo leyó.

—¿Realmente lo hizo?

—Sí —contestó riendo Phil—. No sólo lo leyó si no que me lo dio directamente el lunes para que comenzara a calcular costos con John. Creo que podemos decir que el viejo nos dio carta blanca con la única condición de que no nos trastornemos totalmente y dilapidemos todo el dinero de la compañía. Mike, antes de leer tu introducción, hay varias cosas que querría saber: ¿Cuál será tu participación?

—Lo que quisiera hacer, sería escribir el argumento y luego hacer la versión para la televisión. Creo que deberían conseguir cuatro buenos escritores y ponerlos a trabajar. Podrán usar libremente la imaginación, mientras en general coincida con la trama básica. De otra manera, el costo de los efectos especiales resultaría elevadísimo.

—¿Has pensado en algún científico que pudiera ofrecer una explicación especializada acerca del programa? —preguntó John.

—No; pero pienso buscar alguno y averiguar qué opina.

—Otro detalle que no está muy claro es si la terminación de cada capítulo de una hora coincidirá o no con un nuevo adelanto en el tiempo.

—Creo que puedes hacer tantos episodios dentro de cualquiera de los adelantos en el tiempo, como consideres necesario —lo interrumpió Mike.

—John —dijo Phil— ¿crees que en ese caso podremos disminuir los costos de los efectos especiales?

—Mike —dijo Bobby—, hay algo en lo que no coincido contigo: ¿Crees que el protagonista, un músico profesional que debido a una parálisis progresiva en un brazo es trasladado en el tiempo por este misterioso profesor y la chica, es el personaje más indicado? ¿Piensas realmente que un músico, especialmente un concertista de piano, sea el protagonista más indicado para tantas aventuras extrañas?

—Sí; esa era también una de mis dudas —terció Phil—

Un concertista de piano se cuidaría especialmente las manos y nunca se enredaría en tantas situaciones riesgosas como las que tú sugieres.

—De acuerdo. ¿Qué les parece un escritor? —contestó Mike, pensativo.

—Creo que tal vez fuera un pintor. La parálisis afectaría su trabajo y con su profesión, le sería útil a la gente en el futuro. ¿No piensas que sería mejor? —preguntó Phil.

—Disculpa… ¿qué quieres decir?

—Tú escribiste que el profesor y la chica han vuelto hacia atrás en el tiempo en busca de músicos y gente de otras profesiones semejantes porque en la época en que ellos viven, se han perdido esas artes; o por lo menos, son muy pocos los que las practican.

—Sí…; creo que la chica tendría que aparecer y des aparecer de la serie. Tal vez después pudiera reaparecer nuevamente. En principio podríamos enfatizar el hecho de que el artista vive una aventura; luego introducir de a poco la circunstancia de que lo han adelantado en el tiempo con un fin específico. Digamos, cuando se le plantea la disyuntiva de si salta hacia adelante diez años más o vuelve a su propia época.

—¿Crees que nuestra civilización puede comenzar a declinar y llegar a su destrucción total a raíz de una simple manifestación? —preguntó John.

—Mira lo que pasó en Francia en mayo del año pasado.

—Con seguridad, será algo más parecido a una contienda nuclear —dijo Bobby.

—Hasta el momento, no he llegado más que hasta la serie número treinta y dos. Por lo tanto, a pesar de que personalmente pienso que todo este desbarajuste puede llegar a producirse de la simple manera en que lo he explicado, siempre se podría cambiar —repuso Mike.

—Tienes razón —dijo Phil—. De cualquier modo me gusta la idea. ¿Dices que una vez que avance en el futuro la chica estará junto a él casi todo el tiempo?

—Así es. Si en el programa del primer año mostramos los capítulos que llegan a la destrucción de nuestra civilización, el segundo año será algo como el Lejano Oeste de los Estados Unidos. El costo debería ser bajísimo. Como todo habrá sido destruido, podremos armar los escenarios como nos guste. El motivo principal de este segundo año del programa, podría ser la lucha entre los buenos que tratan de crear una nueva sociedad, y los malos que están muy felices viviendo a costa de terceros —dijo Mike.

—¿Por lo tanto, piensas que los gastos no aumentarían mucho en el segundo año? —preguntó John.

—No deberían hacerlo.

—Mi problema mayor es averiguar cuánto será lo menos que tendré que gastar en efectos especiales.

—Mira, puedes ir a ver a ese especialista de la O.R.T.F. en París. Aparentemente posee una nueva técnica para obtener efectos especiales. Yo no puedo ir en este momento pero, ¿por qué no va uno de ustedes? Tal vez Hugh pudiera hacerlo —dijo Mike mirándolo.

—De acuerdo —repuso Hugh.

—¿Por dónde comenzamos entonces?

—Bueno; tenemos un presupuesto tentativo de unas cinco mil libras —dijo Phil.

—¿Y luego?

—¿Cuánto pedirás por tu idea?

—Diez por ciento del presupuesto para la idea; un sueldo como director del argumento televisivo y un porcentaje de las ganancias que se produzcan en el extranjero —repuso Mike, dejando caer su bomba de tiempo.

—Abe creyó que pedirías el Cielo. Tendrás que discutirlo con él —repuso Phil, sonriendo.

—De acuerdo. ¿Se retrasará todo el proyecto si no lo veo hasta el lunes?

—No; podemos enviar a Hugh a París, mientras Bobby se encarga de buscar unos buenos escritores que trabajen para ti —dijo John.

—¿Quieres una oficina aquí? —preguntó Phil.

—Sí, y una secretaria eficiente.

—Bien; te las conseguiremos. ¿Algo más?

—No.

—Muy bien; tendremos una reunión de producción y elenco el próximo miércoles.

—¿Tienes cómo irte a tu casa? —preguntó Hugh mientras Mike se incorporaba trabajosamente.

—Tomaré un taxi. ¿Qué hora es?

—Casi las cinco —contestó Bobby.

—Si esperas un momento, cualquiera de nosotros podrá alcanzarte hasta tu casa —dijo Phil.

—¿Ustedes se quedan todos hasta las seis, verdad muchachos? Será mejor que le pida a tu secretaria que me consiga un taxi. Todavía me cuesta bastante moverme.

—De acuerdo. Pídele a Alice cuando salgas.

Todos dejaron la oficina de Phil. Hugh esperó a Mike mientras éste pedía que le consiguieran un taxi. Luego, fueron juntos hasta el ascensor.

—¿En qué estás pensando? —dijo Mike,

—Es una serie muy buena. Espero que no sean demasiado mezquinos con el presupuesto —contestó Hugh.

—Creo que deberíamos poder hacer lo básico por cinco mil ¿no crees?

—Creo que sí. Estaré satisfecho si ese individuo en París puede hacer un buen trabajo a un precio razonable.

—Fantástico. Creo que será muy entretenido trabajar juntos.

—Yo también lo creo. ¿Podrás arreglarte bien?

—Sí; te veré cuando vuelvas de París —dijo Mike, subiendo al ascensor.

—Nos veremos entonces —contestó Hugh. Mike oprimió el botón y el ascensor bajó a la planta baja.

—Su taxi lo está esperando, señor Jerome —dijo la recepcionista.

—Gracias, preciosa —respondió, al pasar rengueando frente a ella. El portero le ayudó a subir al taxi.

—¿A dónde va? —le preguntó mientras lo hacía.

—Al número 87 de Albany Street, por favor.

—Albany Street, número 87 —indicó el portero al conductor. El hombre asintió con la cabeza, puso en marcha el motor y echó a andar. El taxi tomó por la carretera A I que va hacia Londres. El tránsito proveniente de la ciudad avanzaba a borbotones y Mike pensó si Pete habría podido partir a tiempo. Se miró el zapato del pie sano y el recuerdo de sus gastados botines volvió a su mente. Parecía una extraña coincidencia el que estuvieran tan gastados. Tal vez hubiera sido solamente un accidente.

El taxi proseguía su marcha a buen ritmo. Mike se incorporó en su asiento y observó el camino. Obviamente el conductor estaba muy apurado; avanzaba caracoleando entre el tránsito, hacia Mili Hill. De pronto Mike no pudo más. Se echó hacia adelante y abriendo la ventanilla que comunicaba con el conductor, dijo:

—¡Mire! No me importa que maneje ligero, si lo hace con prudencia; pero su manera de conducir es muy peligrosa…

—Lo siento, señor Jerome. No quise asustarlo —repuso el profesor Smitt, dándose vuelta y sonriendo afablemente…

FIN