Capítulo 1

«Nunca pienso en el futuro; llega demasiado rápido».
Einstein

EL aire pesado y bochornoso parecía caer sobre la gente que salía de su trabajo; Mike Jerome caminaba agobiado aún por el sofocante ambiente de su estudio. Se detuvo junto a la vereda de Bayswater Street, mientras repasaba en su mente la gran cantidad de carillas que había escrito para esa película. Una chica que pasó entre las muchas personas que transitaban a esa hora por allí, le recordó vividamente a Sue. No había vuelto a saber nada de ella desde que se separaron disgustados en Nueva York. Sin embargo, no se sentía desdichado. Simplemente estaba cansado. Bajó a la calzada al ver aproximarse un taxi y le hizo señas con el brazo. El conductor se acercó diestramente al cordón y se detuvo junto a él.

—Vamos a 47 Frith Street —le dijo Mike mientras se acomodaba en el asiento.

Pensaba en los pequeños incidentes que lo habían llevado a romper con Sue, que había querido quedarse en Nueva York, disfrutando de su nuevo grupo de amistades, mientras él luchaba entre los productores de cine y televisión para conseguir trabajo. En realidad, no le hubiera importado quedarse allí ya que le gustaba Nueva York; pero era demasiado obvio que Sue estaba interesada en uno de los hombres que había conocido y Mike ni pensaba gastar gran parte del dinero que tanto le costaba ganar en amoblar un nido para que ella lo compartiera con otro. La discusión había sido breve, violenta y definitiva. Desde que había comenzado a trabajar en esta película, su nivel de tolerancia había disminuido casi a cero. También el departamento le causaba ciertos problemas, ya que muchas de las cosas que allí había, le recordaban permanentemente a Sue.

El taxi se detuvo de golpe. Había llegado a destino. Bajó los escalones hacia la entrada del sótano, empujó la puerta y entró al Club de Jazz. Tardó un par de segundos hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Parado junto al bar, divisó el gigantesco contorno de Pete Jones. Lo había conocido hacía más o menos diez años, en París. Pete estudiaba música en la Sorbonne y él se ganaba unos pesos tocando jazz en el piano en un Club. Desde entonces habían seguido siendo amigos.

—¿Cómo estás, viejo? —preguntó Pete al ver a Mike que se acercaba.

—No muy bien.

—¿Tomas algo?

—Gracias. ¿Cuándo comenzaste?

—A eso de las diez o diez y media —respondió con tono aburrido.

—¿Cuándo comenzaste a tomar de más, pedazo de idiota? —preguntó Mike.

—Creo que debo haber tenido seis meses. Mi madre solía emborracharme para que no llorara mientras me cortaban los dientes; he seguido afecto al alcohol desde entonces…

—Pienso que ha llegado el momento de que alguien se ocupe de echar algún alimento en ese estómago…

El rostro de Pete se iluminó:

—¿Pagas tú? —preguntó, mientras terminaban sus tragos y caminaban hacia la salida.

—Cualquier día de estos me harás morir con tu generosidad —repuso Mike.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pete, sin prestar atención al espeso tráfico de la Shaftesbury Avenue, mientras cruzaban con luz roja.

—A lo de Wheeler; esta es la noche que sirven pescado.

Se abrieron paso por el concurrido Soho hacia Old Compton Street.

Como no había ninguna mesa desocupada, se acomodaron en el bar, provistos de sendos whiskies.

—¿Ya te libraste de todas sus cosas? —preguntó Pete, vaciando su vaso de un trago.

—Todavía no; pero estoy en esas.

—Haces bien; estarás mejor lejos de esa sinvergüenza.

—¡Totalmente de acuerdo!

—Bueno; ahora que has terminado con esa relación, ¿quién será la próxima? —dijo Pete, mientras se reía de buena gana.

—¿Tienes alguna sugerencia? —replicó Mike con una sonrisa burlona.

Recordó las noches que habían pasado en el boulevard St. Germain, tratando de descubrir valores nuevos en diferentes cafés. Solían gastar pequeñas fortunas —o lo que a ellos le parecían pequeñas fortunas— convidando a las presuntas candidatas pero casi invariablemente sin resultados positivos. En ese entonces, Pete, sacudiendo su cabezota, decía, mientras suspiraba:

—Bueno; ahora que esto se acabó, ¿quién será la próxima? —Luego volvían a contar los francos que les quedaban y comenzaban otra vez.

Pete pidió que les sirvieran más whisky, mientras miraba pensativo a su amigo.

—¿Qué te está pasando, viejo?

—Es mi cabeza —replicó Mike, mientras se la golpeaba suavemente con la mano—. Estoy tan cansado que ya ni tengo idea de lo que hago.

—Tómate un descanso —le sugirió Pete con firmeza.

—No puedo; tengo que escribir un programa para la televisión.

—Lárgalo…

—No puedo darme ese lujo; hasta que no salga esa película, estoy clavado. Sólo después, si todo sale bien, podré hacer lo que quiera.

—Puede ser; pero no te servirá de mucho si terminas enfermo o liquidado por un infarto.

—Bueno; por ahora no lo estoy y si tú estuvieras en mi lugar, harías lo mismo.

—Por supuesto; pero no tomas nada para ayudarte a seguir andando —agregó Pete.

—No. Me basta con haberte visto bajo la influencia de drogas o de alcohol para no querer hacerlo.

—Muy bien; entonces busca a un médico y pregúntale qué puedes hacer.

—¿Para qué voy a gastar dinero? Ya sé lo que me dirá: «Tómese unas vacaciones»…

—Como quieras, Mike. Pero sigo pensando que necesitas algo que te impida caer bajo las ruedas de cualquier ómnibus.

Mike se estiró perezosamente.

—Algo que me vendría bien, sería un buen masaje; me ayudaría a librarme de parte de mis dolores y nanas.

—Me parece una excelente idea. Conozco a una chica que vive en Harley Street. No sé que tal será como masajista, pero su aspecto es sensacional —replicó Pete con una sonrisa picaresca.

—¿Cómo se llama?

—No podría decírtelo. Estuvo en el club hace un tiempo. Se pasó hablándome casi toda la noche, con demasiado entusiasmo, ya sabes. Después me dijo que trabajaba en Harley Street y que cuando necesitara un buen masaje, fuera a verla.

El maître del restaurante entró al bar y les avisó que tenían una mesa a su disposición. Subieron por la escalera hasta el primer piso y se sentaron cómodamente en dos sillas en un rincón del salón.

—Sabes —dijo Pete mientras atacaba con entusiasmo su plato de lenguado—, deberías dedicarte a escribir novelas. Mientras haces ese trabajo, no pareces tan extenuado.

—Es cierto; pero no me pagan tan bien por las novelas como por los guiones cinematográficos. La mayor objeción que les encuentro a las compañías cinematográficas es que compran una buena historia por moneditas y luego emplean a alguien a quien le pagan muy bien para que les escriba el guión.

—Puede que tengas razón; pero tampoco estabas en la miseria con el dinero que ganaste con tus novelas —replicó Pete, mientras servía más vino.

—Eso también es cierto. Tal vez cuando termine este trabajo para la televisión, me dedique a escribir una novela.

—¿Tienes alguna idea acerca del tema?

—Realmente, no lo sé; pero siempre quise escribir un libro sobre los últimos segundos de la vida. Siempre pensé que en esas circunstancias, uno lograría vislumbrar parte del futuro —contestó Mike con seriedad.

—¿Quieres decir que cuando esté a punto de entregar mi alma al diablo habrá un instante en que todo el futuro que me hubiera esperado aparecerá frente a mí?

—preguntó Pete solemnemente.

—Algo así. Pienso que a pesar de todo lo que se habla acerca de fenómenos extrasensoriales y comunicaciones telepáticas, podría tener mucha aceptación.

—Es algo escalofriante, ¿no te parece?

—No demasiado. Piensa en las cosas que se pueden decir. Hasta podría incluir mis teorías acerca del derrumbe inevitable de nuestra civilización, tal como la conocemos ahora.

—Eso me parece pesimismo puro. Todos conocemos los peligros de la superpoblación. Con seguridad se podrá hacer algo para remediar ese problema —replicó confiado Pete.

—Tal vez; pero me parece que será demasiado tarde. A los científicos no les permiten hacer casi nada al respecto. Y los políticos no quieren hacer nada por temor a perder popularidad…

Siguieron comiendo en silencio durante un rato.

—Sólo le encuentro un problema a tu brillante idea: cada persona puede tener una idea diferente en cuanto a su futuro —dijo Pete, mientras terminaba la botella de vino.

—Sí, es cierto. Cada uno de nosotros está condicionado a ciertos acontecimientos externos y finalmente esos hechos nos limitarán. Piensa en la proporción de presiones a la que ha estado sometido el público en general con respecto a la amenaza de una guerra nuclear. Si en el momento de la muerte fueran liberados de esas tensiones, la mayoría de ellos sólo lograrían imaginar su futuro relacionado con una tercera guerra mundial.

—Creo que tendrás para entretenerte si escribes al respecto —contestó Pete sonriéndole. Mike le devolvió la sonrisa.

—Es por eso que necesito un buen masaje. Si no, no podré enfrentarme con éxito a mi máquina de escribir.

Cuando terminaron de comer, Mike y Pete salieron del restaurante. Un reloj que había en el frente de un negocio, indicaba las diez menos cuarto. Ambos hombres reiniciaron despaciosamente el regreso a Frith Street. Todavía hacía calor en la noche de junio, pero no estaba tan pesado.

—¿Vas a quedarte conmigo? —preguntó Pete mientras volvían a cruzar Shaftesbury Avenue.

—No creo; pero entraré un momento.

El club no estaba muy lleno. Pete fue hacia atrás del escenario, mientras Mike se acomodó junto a una mesita, cerca de otros cuatro fanáticos del jazz. El quinteto en el que Pete tocaba la batería, atronó el ambiente durante más de dos horas antes de hacer el primer intervalo. Mike salió de su estado de semi-inconsciencia cuando Pete lo tomó del brazo y la arrastró hasta el bar a tomar otro whisky.

—¿Tienes ganas de salir de farra? —preguntó Pete mientras le alcanzaba un enorme vaso lleno.

—Me alegro de no tener que pagar estos tragos…

—No es eso lo que te pregunté, viejo.

—Ya lo sé; no. No tengo ganas. Debo reconocer que has mejorado desde Navidad.

—¿Cómo dices? Estaba tan borracho que ni recuerdo que pasó.

—Ya lo sé. Devolviste todo lo que habías tomado para Navidad sobre la alfombra nueva de Sue y luego te caíste encima.

—No te luciste mucho con la limpieza. Recuerdo que todavía me sentía olor a borracho para Año Nuevo —replicó Pete y se largó a reír.

—Tratar de limpiarte a ti no es tarea fácil. ¿Has intentado alguna vez darle un baño a más de cien kilos de masa inerte y bamboleante?

—No pero me encantaría probar —retrucó, hincándole un codo en el costado a Mike.

—Creo que antes de que esta conversación siga bajando de nivel, será mejor que me vaya a casa, Pete. ¿Qué te parece si comemos juntos mañana a la noche? Estaré por aquí a las siete.

—Encantado. No te olvides de tu masaje —dijo Pete mientras rodeaba los hombros de Mike con su brazo y lo estrechaba afectuosamente.

—No me olvidaré —contestó, buscando un lugar para apoyar su vaso.

—Ya no te sientes triste, ¿verdad? —preguntó Pete en voz baja al tiempo que volvían a sentir el aire fresco de la calle.

—No estoy deprimido; simplemente cansado.

—Comprendo… Y ya verás que el viejo Pete tenía razón en cuanto a esa yegua.

—Termina ya con ese asunto. Podrá haber tenido cosas malas pero también tenía su lado bueno —dijo Mike, poniéndose a la defensiva— Tenía cierto calor…

—Por supuesto… Viéndote a ti, comprendo que te viniera bien algo de calor para compensar el frío que te producía el lado malo…

Mike se rió. Simuló lanzarle un puñetazo a Pete, lo saludó y se alejó caminando pensativo.

Los rayos del sol penetraron por la ventana del dormitorio. Mike entreabrió un ojo, perezosamente. Calculando por la altura a que estaba la brillante bola de fuego en el cielo, supuso que serían más o menos las nueve. Escuchó atentamente los sonidos del tráfico en Albany Street y pensó que había acertado. Abrió ambos ojos, se desperezó y buscó a tientas sus anteojos. Le había errado sólo por media hora. Eran casi las ocho y media.

Mike se levantó, encendió la radio y fue a la cocina. Puso a calentar la pava, tomó de un estante un enorme jarro y puso en él dos cucharadas rebosantes de café. Luego fue hacia el baño. Estudió su rostro adormilado en el espejo y luego se afeitó. Cuando terminó con esa rutina y como aún no había oído el silbido de la pava al hervir, tuvo tiempo de colocarse las lentes de contacto. Tardó varios minutos en limpiarlas; siempre parecían muy sucias, especialmente después de haber estado en un ambiente impregnado de humo de cigarrillo. Colocó la lente derecha en la punta de su dedo índice, abrió con la otra mano los párpados del ojo y ubicó cuidadosamente la lente sobre el iris. Lentamente se le acomodó la visión a medida que la lente se ubicó en la posición correcta. Repitió la operación con el ojo izquierdo.

La pava comenzó a hervir y vertió el agua caliente en su jarro de café. No había leche. Sin mujeres en la casa, no había leche. Se encogió de hombros en actitud desafiante y fue a vestirse, siempre con el jarro de café. Se puso un par de pantalones de corderoy color miel y una tricota de cuello alto casi del mismo tono. Revolviendo en el fondo del placard, encontró unos viejos botines que le costó bastante calzarse. Cerró nuevamente la puerta del placard. Sue aún no había venido a buscar sus cosas ni le había pedido que se las enviara. Por un sentimiento de cobardía, hubiera preferido que viniera mientras él no estuviese en casa.

Mike ya estaba vestido pero no se sentía con ánimo de hacer nada. «Ponte a trabajar», pensó para sí, mirando su escritorio. Como en realidad no tenía ganas de trabajar, tomó una resolución intermedia. Primero iría a darse el masaje. Recordó con qué entusiasmo le había recomendado Pete a la chica y llamó por teléfono para reservar un turno. Lo atendió una voz por demás sensual. Terminó su café y tomó su gastada chaqueta de gamuza.

Sintió un cierto remordimiento al mirar nuevamente los apuntes desparramados sobre el escritorio pero antes de que su conciencia le ganara, salió del departamento y bajó al hall de entrada.

—Buen día, Sam —dijo Mike al pasar.

—Buen día, señor Jerome. Es un día hermoso —comentó el encargado.

—Realmente hermoso. Recogeré la correspondencia a la vuelta —agregó Mike, mientras abría la puerta de la calle.

—Muy bien, señor Jerome —replicó el encargado.

El aire matinal estaba impregnado de un perfume vigorizante. En vez de tomar el ómnibus por Albany Street, Mike comenzó a rodear Regent Park. Era la hora en que todo el mundo se encaminaba a su trabajo y tardó varios minutos en cruzar la calle. Cada vez que volvía del extranjero, se encontraba mirando primero hacia la izquierda en lugar de hacerlo hacia la derecha. Inició una carrera a través del parque, luego dobló hacia el Sur y siguió caminando con paso firme, disfrutando del aire fresco. Mañanas como estas eran las que le hacían pensar en vacaciones al sol. Hacía mucho tiempo que no se tomaba un descanso. Para ser más preciso, la última vez había sido cinco años atrás.

Mike cruzó Euston Road hacia Regent Crescent. Al divisar la silueta del edificio de la B.B.C., al terminar Portland Place, pensó que podría darse una vuelta por allí para averiguar si no tenían algún trabajo para él. Dobló por New Cavendish Street y siguió por Harley. Todas las casas tenían un aspecto cuidado y prolijo. Caminó hasta el final de la calle, miró su reloj ya que no le agradaba la idea de una espera demasiado larga; luego se volvió sobre sus pasos y tocó el timbre de la casa que buscaba. Como nadie acudió al llamado, volvió a insistir. Tampoco obtuvo respuesta; entonces apretó el timbre con energía y al ver que nadie aparecía, se impacientó y empujó la puerta. Como no cediera, insistió con más fuerza. En ese instante, la puerta cedió sin esfuerzo y se encontró repentinamente en un corredor iluminado por una suave media luz. Mientras se recomponía, notó que había alguien allí, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

—Lo siento mucho —dijo Mike, tratando de ver claramente a la persona que había abierto la puerta.

—No es nada; realmente fue culpa mía. Estaba atendiendo el teléfono —respondió una mujer sumamente atractiva—. Usted debe ser el señor Jerome…

—Así es —contestó Mike, boquiabierto. Pete había estado en lo cierto.

—Venga por aquí, por favor; estaré con usted dentro de un momento —le indicó la chica, introduciéndolo en una pequeña sala de espera.

Mike comenzó a caminar por la salita, mirando a su alrededor. Sobre las paredes colgaban antiguas escenas de cacerías y sobre una mesa, en un rincón, había una colección de revistas «Country Life», «Motor» y «Punch».

—Ya puede venir, señor Jerome —dijo la chica, que apareció por una puerta interior vistiendo una chaqueta blanca. Mike le sonrió y la siguió.

—Puede desvestirse aquí —le dijo, indicando un pequeño recinto.

—Dígame —interrogó Mike mientras se desvestía—:

¿Cómo me dijo que era su nombre? No lo entendí bien por teléfono…

La chica largó una deliciosa carcajada:

—Mi nombre es Colleen; Colleen Winston.

—¿Irlandesa?

—No lo creo. Sólo sé que mi padre era un romántico empedernido.

—El amigo que me habló de usted, realmente se quedó corto en cuanto a su belleza… —prosiguió Mike desde la camilla.

—¿No me diga? ¿Y quién es ese amigo suyo? —interrogó alegremente Colleen.

—Pete Jones; es baterista en un club del Soho. ¿A usted le gusta el jazz? —preguntó Mike mientras sentía el vibrador que le masajeaba intensamente los agarrotados músculos de la espalda.

—Sí; pero creo que su amigo Pete debe pensar que soy una ingenua…

—A mí no me parece…

—¿No me diga? —contestó Colleen, riéndose—. ¿De qué trabaja usted?

—Escribo.

—¿Sobre algún tema en especial?

—No; realmente no. Siempre incluyo los mismos caballitos de batalla en todo cuanto hago, pero escribo sobre cualquier tema —respondió Mike. Ya se sentía relajar agradablemente bajo el tratamiento.

—¿Por qué escribe?

—Supongo… Supongo que porque me gusta entretener a la gente —repuso Mike, pensativo—. O por lo menos, trato de sacarla de su ensimismamiento. O tal vez, hacerlos pensar…

—¿Alguna vez se le ocurrió escribir ciencia-ficción?

—Sí; pero no soy científico y para que una idea atraiga, debe tener cierto viso de autenticidad. Si me proporcionaran un tema científico, tal vez podría desarrollar un buen argumento en base al mismo.

—¿Le sería de alguna utilidad hablar con algún científico?

—Por supuesto. Pero la mayoría de ellos están demasiado ocupados para distraerse con ese tipo de minucias —contestó Mike, riéndose.

—Mire: yo tengo un cliente que es físico de la universidad de Londres y siempre me dice que los escritores no logran interpretar la ciencia correctamente. ¿No le gustaría que lo llame y le pregunte si tendría interés?

—Por supuesto.

—¿En qué momento le vendría bien?

—En cualquiera. No tengo obligaciones fijas.

—Bien; lo llamaré ahora. Enseguida vuelvo.

«Qué mujer agradable», pensó Mike mientras los vibradores seguían masajeando profundamente su espalda. Empezaba a sentirse algo mareado; como si hubiera estado demasiado tiempo al sol.

—¿Pudo conseguirlo? —preguntó Mike, incorporándose a medias sobre un brazo cuando volvió la chica.

—Sí, dijo que estaría en el departamento de física, justo detrás del edificio del Royal College of Music, durante toda la mañana del seis —respondió tímidamente.

—Eso sería pasado mañana; me parece muy bien. Estaré allí con seguridad. ¿Por quién debo preguntar? —inquirió Mike, al tiempo que se bajaba de la camilla, y penetraba nuevamente en el recinto para vestirse.

—El profesor Smitt.

—Muy bien. Y le agradezco muchísimo —añadió Mike desde detrás del biombo.

El día seis amaneció como otra espléndida jomada; mientras Mike caminaba por Albany Street, en busca de un taxi, iba pensando si Cornwall sería un buen lugar para continuar la trama de sus programas de televisión. Además, siempre existía la posibilidad de que este profesor le sugiriera algo interesante.

Mike tomó un taxi hasta el Royal College of Music. Luego, rodeó el edificio hacia un conjunto de edificaciones en el que se veía un cartel que decía: «Departamento de Ingeniería».

—Perdóneme —dijo Mike, dirigiéndose al portero—; ¿Hay aquí un departamento de física?

—No… —respondió el hombre lentamente—. No que yo sepa.

—Gracias —dijo Mike, mirando a su alrededor.

—Puede ser que le sepan informar algo en el departamento de ingeniería —agregó el hombre—. En aquella primera puerta a la derecha por aquel corredor.

—Muchas gracias —repitió Mike.

Empujó la puerta del laboratorio y notó la fresca temperatura que reinaba allí. Estaba equipado con los artefactos habituales, instalaciones eléctricas y de calefacción. Sobre las diferentes mesadas se veían toda clase de elementos para investigación.

—¿Buscaba usted algo? —dijo una agradable voz desde el laboratorio.

—Sí —repuso Mike, caminando hacia el lugar de donde provenía la voz—. Busco al profesor Smitt.

—Espere un momento; estaba aquí hace un rato —informó un muchacho de rostro simpático.

—Gracias.

—¿Señor Jerome? —interrogó un hombre alto y delgado que venía caminando desde una oficina.

—Sí…

—Soy Smitt; el profesor Smitt —añadió el hombre mientras le sonreía y extendía la mano para saludarlo.

—Creía haberme equivocado de edificio —respondió Mike, estrechándosela.

—No; no. Estaba esperándolo. Me dijo Colleen Winston que es usted escritor.

—Así es, profesor.

—¿Se gana usted la vida de esa manera? —volvió a interrogar el profesor.

—Efectivamente. Los primeros años pueden llegar a ser algo difíciles, sin embargo…

—Ya lo creo. Lo mismo debe suceder en muchos campos de la actividad creadora —añadió el profesor con una sonrisa paternal—. Muy bien; para no hacerle perder el tiempo, creo que lo mejor sería que le diga mi idea para que usted a su vez me de su opinión. Vamos a mi oficina. —Se dio vuelta y miró a su interlocutor con interés—. Creo que conocerá la teoría de Einstein acerca de la «Dilatación del tiempo». Yo he pensado que ese tema se podría utilizar para escribir una novela.

—Algo así como H. G. Wells, ¿tal vez?

—Bueno… El principio sería diferente al de la Máquina del Tiempo de Wells. Si nos alejáramos de este planeta viajando con la velocidad de la luz, envejeceríamos muy poco en comparación con la gente que permaneciera aquí, sobre la Tierra.

—Ya veo. ¿Así que si yo fuera enviado en un cohete de alta velocidad y retomara, digamos, a los cinco años de acuerdo a nuestro calendario terráqueo, la gente que hubiera quedado aquí tendría cinco años más mientras que yo habría envejecido solamente unos minutos?

—Efectivamente. Pero le ruego que recuerde que hay un punto muy importante cuando se trata de narrar historias sobre el tiempo: es que nunca se puede retroceder en él.

—Algo de eso había oído pero nunca pude comprender la razón —replicó Mike.

—Por el momento, nos limitaremos a decir que, en cuanto a la física se refiere, solamente podemos ir hacia adelante. Pienso que tratar de proporcionarle en este momento una explicación científica, sería aumentar la confusión —dijo sonriendo el profesor.

—Si uno embarcara seres humanos en un cohete que viaje a velocidades mayores que la de la luz, creo que aun los más ávidos lectores de ciencia ficción pondrían objeciones…

—Sí, tal vez —asintió el profesor—. Pienso que se podría utilizar una fuente de luz; tal vez un rayo laser. Si se lograra reducir la estructura humana hasta una dimensión que pudiera transmitirse por impulsos eléctricos, luego se podría enviar esa información por medio del rayo de luz. Al llegar al punto deseado, se la haría reflejar de regreso.

—Muy bien; pero ¿hasta qué punto podrá reducirse la forma humana hasta transformarla en información eléctrica y cómo haría para devolverla luego a su estado natural? —preguntó Mike, interesado en la idea.

—Creo que habría que utilizar una forma de desintegración que requeriría una fuente de energía altamente organizada. Para reproducir esta información, se podría emplear un holograma del total de los datos. Por ejemplo, si lo utilizáramos a usted, necesitaríamos primero una foto tridimensional. Cuando recibiéramos nuevamente la información, se la pasaría a través del holograma y estaría usted nuevamente entre nosotros. Aquí tiene unos apuntes que hice para usted.

—Muchas gracias, profesor. Me parece sumamente interesante y le agradezco muchísimo esos apuntes. Creo que lo más conveniente será que redacte un borrador y luego lo traiga para que usted lo vea —contestó Mike, extendiendo su mano para saludarlo.

—Lo esperaré con mucho interés —replicó el profesor.

—Si esto llegara a tomar forma y pudiera incluirse en un programa para la televisión, querría decir que habría mucho dinero de por medio. ¿Cómo consideraría usted que debería ser su parte en ese caso? —interrogó Mike.

—¿Qué sugiere usted? —respondió el hombre con una sonrisa.

—Bueno…; si nos pagaran algo por la idea, ¿qué le parecería si dividiéramos la ganancia por dos?

—Me parecería muy bien —dijo el profesor.

—Ah… Antes de irme quisiera preguntarle algo: ¿Cree usted que es posible llegar a captar una visión del futuro en los últimos instantes antes de la muerte?

—Es una idea; pero sin haber tenido la experiencia, me es muy difícil poder contestarle… —respondió el hombre mientras que en sus ojos brillaban risueñas chispitas joviales.

—Le agradezco mucho —terminó diciendo Mike y se marchó. La idea sobre el tiempo le parecía buena. Comenzó a canturrear para sí mientras se alejaba del edificio.