Capítulo 2
«Es la tenacidad la que logra sus objetivos; estos no se logran con sólo pensar en ellos».
Trollope
PARADO en la vereda, pensaba qué haría. Sentía fuertes deseos de volver al departamento y ponerse a escribir pero al mismo tiempo, le daba pena desaprovechar esa hermosa mañana de sol. Sabía que tendría que motivarse. No sabía bien por qué, pero siempre trabajaba mejor cuando lo hacía bajo cierta tensión. Al terminar cualquier trabajo, se sentía destrozado.
Giró varias veces sobre sus propios talones, tratando de tomar una decisión y luego enderezó hacia Hyde Park. Pateó un trocito de papel que había tirado sobre la vereda, el cual se levantó unos centímetros en el aire hasta que fue arrastrado hacia la mitad de la calle en la corriente de aire que produjo un auto al pasar. Tal como sucede en la vida, pensó Mike, deteniéndose antes de cruzar Kensington Gore hacia Alexandre Gate. Era la hora del almuerzo y el tránsito era intenso. Autos, ómnibus y camiones pasaban rugiendo sin solución de continuidad. Únicamente un campeón olímpico hubiera podido atravesar la calle con suficiente velocidad. Mike levantó la mano hacia el tránsito que avanzaba y descendió de la vereda. Los coches hicieron diferentes piruetas para no atropellarlo y así logró llegar hasta el refugio. Levantó la vista hacia los semáforos pero no alcanzó a ver las luces. Mike observó a un conductor que trataba empeñosamente de tomar la calle que conducía a Alexandre Gate. Típica eficiencia británica, pensó, al tiempo que se apuraba para llegar al otro lado.
La policía metropolitana estaba ejercitando sus hermosos y relucientes caballos, completamente indiferentes al caos que se estaba produciendo fuera del Albert Hall. Mike esperó que los caballos pasaran trotando delante de él y cruzó hacia la Serpentine. Muchos chicos jugaban a que eran almirantes y capitanes de minúsculos barcos de madera colorida, que hacían deslizar sobre la superficie del lago. La larga hilera de cochecitos de bebé, con sus niñeras de uniformes almidonados, le recordó una ilustración del tiempo de Isabel I, pasando revista a la flota de un bizarro marino que se hacía a la mar. Siguió su camino, rodeando el lago hasta el extremo Este del mismo y llegó a un pequeño café. Un pato lo miró desde el agua y lanzó un graznido que sonó como una carcajada cínica. Había en el aire un intenso olor a pasto recién cortado. Mike creía percibir los sonidos provenientes de un partido de cricket de cualquier tarde de verano en la plaza de su pueblo natal.
—¿Qué deseaba? —preguntó la camarera. Usaba una mini falda y meneaba provocativamente las caderas.
—Café, por favor —replicó, acomodándose junto a la pequeña mesa metálica.
—¿Algo más? —insistió la chica. Mike negó con la cabeza y ella se dio vuelta mostrando al hacerlo un espléndido trasero.
Un heterogéneo grupo de seres humanos se alimentaban impertérritos con trozos de torta y sándwiches de aspecto sospechoso. No era de extrañar que la economía británica estuviera pasando por una emergencia semejante. Mike no lograba descubrir tras esos rostros impasibles el empuje necesario para un crecimiento económico como el que el gobierno había estado propiciando.
—Son una libra y seis peniques —dijo la chica. Mike buscó en su bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las contó cuidadosamente, pero le faltaban cuatro. En la billetera tenía tres billetes de diez libras. La empleada tomó uno de ellos con bastante mal modo.
—Aquí está su vuelto —dijo luego, aparentemente fastidiada con este joven desatento.
Mike se sentía entusiasmado mientras repasaba in mente la entrevista de la mañana. Por el lago se deslizaba suavemente un bote con una pareja de jóvenes, sin necesidad de empuñar los remos.
La idea que el profesor Smitt le había dado estaba comenzando a tomar cuerpo. A pesar de que ya se había escrito mucho acerca de viajes a través del tiempo, pensaba que este nuevo enfoque podría ofrecer una buena trama para una novela. El personaje principal sería un músico; tal vez un pianista brillante que sabe que la enfermedad que lo aqueja probablemente no podrá curarse hasta dentro de un tiempo. Se relaciona con un físico excéntrico que le sugiere que debería hacerse proyectar en el tiempo, por el término de diez años. El pianista se siente al mismo tiempo divertido y fastidiado con la ridicula sugerencia pero, después de pensarlo mejor, decide volver a ver al profesor. El hombre ha desaparecido. Lo busca por el laboratorio y sin aviso previo, lo proyectan en el tiempo. El profesor Smitt, podría indicar de qué modo, pensó Mike, mientras terminaba su café.
Salió de la confitería y caminó lentamente hacia Marble Arch. Ahora sentía intensamente la necesidad de trabajar. Decidió volver a su casa y comenzar a escribir. Mientras caminaba sobre el mullido césped, la novela comenzó a tomar forma. Una vez que el pianista penetrara en la máquina del tiempo, cada episodio podría desarrollarse en un período diferente. Una de las razones podría ser que lo trasladaran de su propio tiempo a un futuro en el que la música había desaparecido casi por completo. Por lo tanto, necesitaban músicos para cubrir las vacantes. Los episodios serían casi pura aventura, pero siempre tendrían un fuerte contenido social. Más aún: si fueran treinta o treinta y tres episodios en total, el espectro social del conjunto podría mostrar la lenta decadencia de la civilización tal como la conocemos en nuestros días. La mente de Mike había emprendido una alocada carrera. Una vez que hubiera trazado un boceto, podría consultar a la gente de la televisión y observar su reacción. Si trabajaba esa misma noche, tal vez podría tener el bosquejo listo para llevarlo a la Compañía de televisión a la mañana.
Al llegar a Park Lane, estaba por tomar un taxi pero cambió de idea. En lugar de ello, bajó las escaleras que llevaban a la estación Marble Arch del subterráneo. Allí encontró una cabina telefónica y marcó el número de Pete. Luego de un rato consiguió la comunicación y Mike puso en la hendidura una moneda de seis peniques. Esperó a que el aparato la digiriera.
—Hola ¿Pete?
—Todavía no es hora de comer ¿verdad? —contestó una voz soñolienta.
—No; escucha atentamente. Debo volver a mi departamento a trabajar. Tengo que bosquejar una historia esta noche misma, así que tendremos que suspender la cena. A no ser que quieras darte una vuelta más tarde y comamos algo en casa —dijo Mike apurado.
—Debes ir a tu casa a escribir. No puedes convidarme a comer así que debo buscar alguna cosa e ir por allí cuando esté listo, ¿no es así? —contestó Pete en medio de un bostezo.
—Así es. ¿A qué hora vendrás?
—A las siete —dijo Pete y el teléfono quedó muerto. Mike colgó el receptor y sonrió.
Sacó un boleto y fue por Bond Street y Oxford Circus hacia Regent Park. Aquí volvió a salir a la luz del sol y atravesó presuroso los jardines. Pasó por una callejuela que lo condujo al departamento donde vivía. En el momento de entrar se detuvo. No estaba muy seguro por qué lo había hecho y en ese instante recordó que aún no había comprado leche. Volvió a cruzar la calle y enfiló hacia un almacén pequeño donde la compró como así también un tarro grande de café. Realmente no le gustaba el café instantáneo pero mientras trabajaba, le resultaba más fácil de preparar que el verdadero café.
Salió del negocio muy apurado y llegó a Albany Street. Apretando contra sí sus paquetes se detuvo, miró hacia la izquierda y bajó a la calzada. Su propio impulso lo hizo avanzar varios metros antes de que pudiera mirar a la derecha. Fue demasiado tarde. El taxi se le vino encima. El conductor debió apretar los frenos con fuerza ya que de las ruedas delanteras se desprendieron unas columnitas de humo azul. Mike quedó paralizado de terror mientras el vehículo lo embistió. Sintió el impacto del metal contra sus piernas antes de que lo despidiera por el aire y volara por encima del capot del auto. Mike sintió cuando golpeaba el pavimento con un estremecedor ruido sordo. Oyó voces y ruido de pasos presurosos pero perdía rápidamente la conciencia. El mundo a su alrededor comenzó a nublarse y tomar una tonalidad grisácea; luego se hizo más oscura. Repentinamente le pareció ver una pequeña bola de fuego en algún lugar por encima de su cabeza. De ella se desprendían pequeños dardos que descendiendo con un movimiento curvo, parecía dirigirse directamente a su cabeza. Todo explotó en minúsculos fragmentos de luz y luego perdió totalmente el conocimiento.
Mike sentía la cabeza como si lo hubiera atropellado un jet. Todavía podía ver innumerables dardos luminosos con los ojos cerrados. De pronto, la superficie sobre la que estaba apoyado se movió y entonces abrió los ojos. Se dio cuenta de que lo estaban bajando de una ambulancia.
—Nos alegra mucho saber que todavía está entre nosotros —dijo una voz animosa.
—A mí también —respondió Mike, en medio de un violento acceso de tos.
Lo hicieron pasar entre unas puertas de vaivén, luego por un pequeño corredor hasta el consultorio de pacientes externos. Mike volvió a toser al percibir el fuerte olor a desinfectante. Llevaron la camilla a un pequeño consultorio y lo dejaron allí. Mike se sentía todo dolorido pero sólo tenía una molestia más intensa en el pecho. Recorrió con sus manos las partes de su cuerpo que pudieran haberse fracturado y que estaban a su alcance y para su tranquilidad le pareció no tener ningún hueso roto.
—¿Qué tenemos aquí? —interrogó un hombre de aspecto despierto.
—Intoxicación por monóxido de carbono —contestó otro hombre más joven. El que había hablado primero comenzó a revisar a Mike.
—¿Intoxicación por monóxido de carbono? —repitió Mike asombrado.
—Pronto estará bien; le daremos una inyección y podrá irse a su casa —agregó el doctor, mientras la preparaba. El muchacho comenzó a levantar la manga de Mike y le aplicaron la inyección.
—Ya está; con esto, quedará usted como nuevo —terminó diciendo el hombre mayor. Tiró la jeringa y salió de la habitación.
—Intoxicación por monóxido de carbono… —volvió a repetir Mike.
—¡Claro! —dijo riéndose el joven interno—: ¿Qué pensaba que tenía?
—Creía que me había atropellado un taxi…
—Lástima que no fuera así; por lo menos nos hubiera dado algo más interesante para hacer. Creo que conseguir que lo embista a uno un taxi en nuestros días, es algo bastante difícil —agregó el doctor, tomando una hoja de papel—. ¿Podría darme su número de seguro de salud?
—Lo siento mucho, pero no lo sé —dijo Mike, preguntándose a qué se refería.
—Usted debe tener un número de seguro.
—Si es que lo tengo, lo siento, pero no lo recuerdo.
—Entonces mucho me temo que tendrá que pagar por la inyección que le pusimos.
—¿Cuánto?
—Oh… Serán seis libras —dijo el interno sin darle importancia.
—¿Dónde ha estado metido usted? —preguntó azorado el interno al ver los billetes que le extendía Mike.
—En ninguna parte —replicó éste, comenzando a perder la paciencia—. Dígame: ¿qué es ese asunto del número del seguro de salud?
—¿No se enteró de los detalles cuando cambiaron el antiguo sistema de salud nacional?
—No… Lo siento mucho pero no sé de que se trata… —contestó Mike, cada vez más confundido.
—Bueno; es una póliza muy conveniente. Puede sacarla en cualquier compañía de seguros. Como cualquier póliza corriente para un auto. Para empezar se paga una prima fija. Luego, si no tiene ningún reclamo en el año, le reducen la misma. Debería ponerse al tanto; la medicina puede costar muy cara en estos días.
—Gracias por la información —dijo Mike, bajándose de la camilla—. ¿Cómo se llama este hospital?
—Hospital de la facultad de medicina —replicó el interno—. ¿Vive usted lejos?
—No —repuso Mike—. Dígame: ¿porqué cuesta tanto una inyección?
—No es sólo la inyección; es el tiempo que emplean los médicos y el costo de la ambulancia. Los remedios sólo cuestan centavos con excepción de las drogas para controlar el rechazo de los tejidos —terminó diciendo el interno, abriendo la puerta.
—¿Qué quiere decir «Sala de Desahuciados»? —interrogó Mike, señalando un cartel, que había sobre la puerta.
—Allí es donde enviamos los casos que pensamos que no vivirán más de doce horas después de la internación. Si viven más, pero sólo una vida vegetativa, los dejamos morir allí… ¿Se siente bien? —preguntó el médico, evidentemente preocupado por las raras preguntas de Mike.
—Estoy bien; solamente algo confundido… —contestó, tratando de sonreír.
Mike comenzó a caminar hacia la salida del hospital, mientras la mirada extrañada del interno lo seguía con curiosidad. Pasa algo muy raro, pensaba Mike. De pronto se encontró en Tottenham Court Road. Se dio vuelta y contempló un edificio ultra moderno que había a sus espaldas. Tottenham Court Road estaba repleta de tráfico. Mike miró su reloj; indicaba la una menos cuarto. Se lo acercó al oído pero estaba parado. Cruzó la calle y caminó hasta la esquina de Euston Road. Todo el tránsito estaba detenido y a Mike le hizo recordar a un embotellamiento en la carretera de Los Angeles a la hora de la salida del trabajo.
Un hombre se aproximó corriendo entre los autos hacia donde estaba Mike.
—Perdóneme —le dijo al hombre cuando llegó a la vereda.
—¿Sí? —respondió nerviosamente.
—¿Podría decirme la hora, por favor?
—Las dos y veinticuatro.
—Gracias; ¿No le parece que el tráfico está terrible? —prosiguió Mike, poniendo su reloj en hora. El hombre le echó una rara mirada y murmuró—: Supongo… —y prosiguió presuroso su camino hacia un enorme edificio. El tránsito no se había movido en absoluto. A Mike le sobrevino una espantosa sensación de no saber hacia dónde ir ni dónde estaba. Todo le parecía distinto: los antiguos edificios del lado Sur de Euston Road habían desaparecido. En su lugar, se levantaba ahora un complejo de edificios gigantescos. Mike trató de apresurarse para llegar al remanso de familiaridad que representaría su departamento. Sentía como si el golpe que le diera el taxi hubiera alterado su sentido de la realidad. Si hubiera sido así, se preguntaba, ¿por qué le habría dado el doctor una inyección contra la intoxicación por monóxido de carbono y cómo es que no tenía ningún hueso roto? El temor que sentía de estar viviendo como Alicia en el País de las Maravillas se hacía cada vez mayor a medida que se aproximaba a su departamento y lo cubrió un sudor helado.
El edificio de su departamento parecía el mismo de siempre; empujó la puerta principal y se apresuró a llegar a su propia entrada. Introdujo la llave y trató de hacerla accionar. No pasó nada; la llave no funcionaba. Ya sentía que lo envolvía el pánico. Trató de forzar la llave en la cerradura. Finalmente, la sacó y tocó el timbre.
—¿Qué deseaba? —preguntó una mujer de cabello oscuro.
Mike la miró azorado y penetró en su departamento.
—¡Epa! ¿Qué está haciendo? —exclamó enojada la mujer.
—Esta es mi casa —la interrumpió Mike, entrando al living—. ¿Qué demonios está sucediendo? —gritó, mirando a su alrededor. Todos sus muebles habían desaparecido y los habían reemplazado por otros.
—¿Cómo se atreve usted? —gritó a su vez la mujer—. ¡Esta casa es mía y lo ha sido desde hace mucho tiempo!…
—¡No sea idiota! Este era mi departamento cuando salí esta mañana; ¿cómo puede usted haber vivido aquí desde hace mucho tiempo? —retrucó Mike.
—Mire, joven —dijo la mujer, tratando de mantener la calma en su voz—. Hace algo más de nueve años que vivo aquí y si no se va, llamaré a la policía… —añadió, aproximándose al teléfono.
—Usted ha vivido aquí… —Mike sintió que se le aflojaban las piernas y casi pierde el equilibrio.
—¿Se siente bien? Se ha puesto usted de un color muy extraño… —dijo la mujer.
—¿Podría sentarme un momento?
—Bueno… Mientras se vaya en cuanto se sienta bien nuevamente…
—Sí —respondió Mike, sentándose agradecido.
—Dígame —preguntó luego de un rato, carraspeando para aclarar su garganta—: ¿Tendría un diario?
La mujer lo miró y le alcanzó uno, que Mike tomó ávidamente; buscó la primera página y leyó la fecha: «6 de junio de 1979». No lo podía creer.
—Creo que esto debe ser una broma pesada… —dijo con un hilo de voz.
—No comprendo…
—No podemos estar en 1979 —explicó Mike con una carcajada nerviosa.
—Bueno; pero es así y si no se va, llamaré a la policía.
—Lo siento, señora… —se disculpó, sin saber qué decir.
—Mi nombre es señora Peters; ¿ahora me hará usted el favor de retirarse?
—Sí; claro… —añadió, poniéndose de pie—. Dígame: ¿quién le alquiló el departamento?
—Por favor, quienquiera que sea usted: ¿sería tan amable de mandarse a mudar? —insistió la mujer.
—¿Fue un músico de jazz negro, llamado Pete Jones? —terminó de decir al tiempo que llegaba a la puerta.
La mujer pareció tan sorprendida que solo atinó a decir:
—Sí.
—Muchas gracias, señora Peters; siento mucho haberle causado tantas molestias.
La puerta del departamento se cerró con energía tras de él. «Vieja maldita» se dijo para sí, mientras bajaba en el ascensor. Sabía con certeza que había sido atropellado por un taxi el 6 de junio de 1969, más o menos a la hora del almuerzo, pero ya no estaba tan seguro. Tal vez había tenido solamente un bloqueo mental y Pete le estaba jugando una mala pasada. El asunto era que no era el tipo de humor negro que practicaría Pete. Mike llegó al hall de entrada y se dirigió a la puerta.
—¡Señor Jerome! —oyó que alguien gritaba a sus espaldas, horrorizado.
—¡Sam!… —dijo Mike, inmensamente aliviado.
—Así es, señor Jerome; todos pensamos que había muerto —agregó el viejo, mirándolo como quien ve un fantasma.
Mike no supo qué decir hasta que se le ocurrió una idea.
—Sam, ¿qué pasó luego que el taxi me atropelló aquí enfrente?
—Se lo llevaron en una ambulancia…
—¿Quién?
—Los encargados de la ambulancia, señor Jerome —respondió Sam, comenzando a asustarse por el interrogatorio.
—Muy bien; no te preocupes tanto, Sam —agregó Mike. Una vez en la calle trató de recomponerse lo mejor que pudo. Todo parecía una horrible pesadilla. «Debes encontrar a Pete», se dijo. Pete representaría la realidad consistente y una vez que lo encontrara, todo volvería a calzar perfectamente en su lugar, como las piezas de un rompecabezas.
Si estuvieran en el año 1979, eso explicaría el tráfico que parecía detenido indefinidamente como a la hora de la salida del trabajo, prosiguió pensando Mike, mientras seguía caminando. Sería la lógica consecuencia de los embotellamientos del pasado. En Portland Street Station se abrió paso lentamente entre la multitud. Buscó un teléfono en la boletería pero no vio ninguno.
—Perdóneme —dijo Mike a uno de los empleados que estaba detrás de la ventanilla—: ¿Desde dónde podría hacer una llamada telefónica?
—El correo.
—Gracias. Y ¿dónde está el correo? —agregó Mike, notando que lo comenzaban a mirar con extraña curiosidad.
—Junto a Warren Street Station —añadió el boletero. Mike volvió a abrirse paso hacia la calle. Los rascacielos que se levantaban a su alrededor hacían que el viejo edificio del correo pareciera un enanito de jardín. Un gran cartel a su derecha indicaba que había una oficina de correos en el próximo edificio. La puerta se abrió automáticamente a su paso y se volvió a cerrar después que pasó. Una señal luminosa indicaba el camino hacia una larga escalera mecánica. Esta lo llevó a un sótano, iluminado con luces fluorescentes. Al frente, al descender de la escalera, se encontró con una enorme galería en la que estaba el correo, una enorme variedad de bancos diferentes y algo que parecía una gran joyería.
—Quisiera hacer una llamada telefónica… —dijo Mike a una mujer que estaba detrás del mostrador que decía «Teléfonos».
—¿A qué número? —preguntó, luego de terminar con otro llamado.
—7279209 —dijo, con la esperanza de que Pete no hubiera cambiado su número.
—Casilla número 17 —indicó la señorita, señalándola. Mike penetró en la casilla y tomó el teléfono que parecía estar colgado directamente sobre la pared.
—«Por favor vuelva a colgar el receptor hasta que reciba la llamada…» dijo una voz gangosa. Mike volvió a mirar a la pared y nuevamente al teléfono: ¿dónde demonios debía ponerlo? En ese momento alcanzó a divisar un pequeño gancho que apenas sobresalía de la pared y colgó el aparato allí. Si realmente estaban en 1979, no le merecía una opinión muy favorable. Toda la atmósfera era como una niebla espesa y húmeda que los rodeaba. Mike se estremeció. El teléfono emitió un bip… bip… así que lo tomó del gancho.
—El llamado que pidió —explicó la voz. Mike siguió percibiendo la señal durante unos minutos y luego volvió a repetirse.
—Park… no, quiero decir, 7279209 —respondió de pronto una voz familiar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta.
—Pete: ¿estás bien despierto? —alcanzó a decir, Mike, tratando de aclarar su garganta con dificultad.
—Sí; claro que lo estoy; ¿quién habla? —contestó a su vez.
—Pete; soy Mike Jerome —repuso Mike, tratando de impedir que las lágrimas rodaran por sus mejillas.
—¿Mike?… —entonces se produjo un silencio.
—Pete: ¿estás bien? —insistió Mike preocupado.
—Viejo… Si realmente eres tú, entonces estoy muy bien —contestó con voz temblorosa—. ¿Dónde estás?
—En Warren Street Station o muy cerca de allí. ¿Y dónde estás tú?
—En el mismo lugar de siempre. Mira, realmente no vale la pena que saque mi auto ya que el tránsito está tremendo. ¿No puedes venir hasta aquí?… Creo que sería más sencillo.
—Por supuesto; pero si el tránsito está tan mal como dices, será mejor que vaya caminando. Espérame dentro de una hora más o menos —repuso Mike. Ahora comenzaba a sentir que tenía nuevamente contacto con el mundo.
—Más o menos una hora; muy bien, Mike; perfecto. Hasta entonces —terminó Pete.
—Hasta entonces —repitió Mike nervioso y colgó el receptor.
Ya estaba por salir del edificio del correo cuando se acordó que no había pagado la comunicación. Volvió sobre sus pasos, se acercó al mostrador y esperó su tumo.
—Son diez peniques.
Mike hurgó en sus bolsillos y sacó todo el cambio que tenía. Contó diez peniques y se los alcanzó a la señorita, y sin esperar a oír lo que aquella le decía, volvió a salir.
Las calles continuaban congestionadas y Mike comenzaba a perder la paciencia. Miró a su alrededor hasta que encontró un taxi vacío; pero el conductor no estaba por ninguna parte. Con gusto hubiera pagado más de lo debido con tal de no tener que caminar hasta lo de Pete. Fue hacia la estación del subterráneo por las dudas, pero tampoco parecía que podría viajar en él. La enorme cantidad de gente que circulaba por los andenes no eran paseantes ocasionales como él había creído sino trabajadores. Se preguntó si existiría una razón especial para este caos o si era una situación normal. Cuando llegó a Marylebone Road, notó que todos los edificios antiguos habían desaparecido. En su lugar se levantaban inmensos rascacielos. Cada tanto se detenía para observar el uso que les daban. Tenían el aspecto de ser edificios de oficinas pero al estudiar las largas listas de ocupantes, notó que en gran parte eran residencias particulares. Esto le pareció muy lógico: si era tan difícil trasladarse de un lado a otro, era normal que la gente habitara cerca de su trabajo. «Buena idea», pensó; qué agradable. Trataría de conseguir un hermoso departamento nuevo. Tal vez en el último piso. Comenzaba a sentirse más a gusto.