Capítulo 12

«Esta es la ley de la selva; ¡tan antigua y real como el cielo mismo!»
Kipling

EL soldado volvió con agua y utensilios para cocinar.

Hizo una pila de maderas, le prendió fuego y colocó cuidadosamente sobre ella su casco lleno de un agua de aspecto dudoso. Mike esperó que hirviera y luego dejó caer en ella la píldora. Se le ocurrió pensar que el agua hubiera sido contaminada con algún producto químico especial, resistente a la purificación. Uno de los soldados le habló con suavidad al herido que según pudo deducir Mike, era el oficial a cargo de ellos. El olor que despedía el agua era inaguantable y le comenzaron a llorar los ojos. El herido miró a Mike y comenzó a decir algo.

Lo siento… No comprendo —dijo Mike, aproximándose a los hombres. Una débil sonrisa animó el rostro del oficial y trató de acercar a Mike a su lado.

La herida despedía un olor nauseabundo pero el más mínimo gesto de descortesía de su parte podría serle fatal.

—¿Qué es lo que le echó al agua? —preguntó el oficial en excelente inglés.

—¡Una de estas!… —contestó Mike, sacando la caja del bolsillo nuevamente. El hombre la tomó en su mano y estudió la etiqueta.

—¿Dónde las consiguió?

—Estuve en Australia hace unos años, haciendo un recorrido a pie…

—Entonces ponga otro comprimido en el agua.

—También tengo algo de comida —continuó Mike, sacando las raciones de su bolsillo. No podía correr el riesgo de que lo revisaran.

—Es usted un hombre raro para encontrarse en medio de este desierto.

—¿Van a matarme?

—No; pero, tal vez otros lo hagan —repuso el hombre, débilmente; le hizo señas a uno de los soldados para que se aproximara. Mike fue empujado violentamente hacia un costado. Volvió a donde estaba el agua y echó una segunda píldora dentro del casco.

—Bienvenido —dijo el soldado mayor, acercándose.

—Muchas gracias; ¿podría explicarme qué está sucediendo?

—Creía que había estado en el Norte, distrayendo a las tropas —dijo brevemente.

—Efectivamente; pero nunca logré enterarme lo que sucedía en realidad —dijo, tratando de disimular su error. Todos los soldados volvieron sus ojos hacia él.

—¡Venga aquí!… —ordenó el oficial—. No arriesgue su seguridad —le dijo, indicando con la cabeza a los soldados.

—Quisiera saber… —insistió.

—Su pregunta es casi imposible de contestar. Todo lo que sabemos es que en todo el mundo se ha desatado una anarquía total —explicó el oficial, respirando con dificultad.

—¿Anarquía?

—Eso es lo que se dice. Los hermanos se pelean entre sí; los hijos con los padres y así en un inmenso baño de sangre.

Mike miró hacia el otro lado mientras el hombre tosía. Tomó las raciones de comida y se las dio al mayor de los soldados quien, luego de un cuchicheo con su superior, las repartió. Mike reflexionó sobre lo que le había dicho el oficial. Parecía como si la civilización que él había conocido estuviera llegando a su fin. ¿Cómo no habían podido evitarlo? Con seguridad los gobiernos de los distintos países lo habrían visto llegar. ¿Por qué no habían hecho algo para impedirlo?

Una exclamación del soldado que sostenía el casco les anunció que algo había sucedido con el agua. Sacaron un jarro de una pila de mochilas y se lo dieron a Mike. Introdujo el jarro en el agua y después de esperar que se enfriara, tomó un trago. Tenía buen sabor y bebió todo el jarro. Le entregó el recipiente y esperó que los demás lo probaran; pero todos siguieron observándolo atentamente, Sacaron el agua del fuego y esperaron a que se enfriara, mientras el mayor de ellos seguía mirando su reloj hasta sentirse seguro de que Mike no moriría.

—¿Se siente bien?

—Nunca me sentí mejor —repuso Mike muy confiado.

El hombre impartió unas órdenes y dos de los soldados salieron de la habitación a la carrera.

—Más madera…; más agua —le dijo a Mike el soldado. Éste tomó la caja de píldoras y se las entregó. El hombre mayor sonrió por primera vez.

—¡Bien!… Hacemos mucho agua buena; por muchos días… —Entonces tomó una cápsula de su bolsillo y se la entregó a Mike.

—Lo toman prisionero… Entonces ¡kaput!… —dijo, con un gesto explosivo.

—Gracias —contestó Mike, pensando si realmente tendría un efecto explosivo—. ¿Tendré que usarla?

—¿Quién sabe qué pasará?

La puerta se abrió de golpe y entraron los otros dos soldados. Sus voces no parecían tener entonación, como si toda la vida hubieran tenido que pasar por situaciones de emergencia. Después de conversar con el mayor de ellos, fueron hacia el oficial.

—Puede quedarse o venir.

—¿Qué sucede? —preguntó Mike, arrodillándose para hablar con él.

—Estos hombres tendrán que irse. Un gran número de rebeldes viene hacia aquí —contestó el capitán, incorporándose con dificultad.

—Bien; si no tiene inconveniente, me uniré a sus hombres —dijo Mike.

—Sí; tendrá más posibilidades con ellos. Irán a la montaña. Creo que será el único lugar donde podrán sobrevivir. Vaya con ellos —terminó diciendo el oficial casi en un susurro. Los soldados estaban poniéndose las mochilas. El capitán les dio una orden. Se detuvieron y lo miraron. Repitió nuevamente la orden y el soldado más viejo contestó con reticencia. Lo ayudaron a ponerse de pie y salieron de la habitación.

Mike los siguió por unos pocos escalones hasta un techo plano, donde acomodaron al capitán sentado contra el parapeto. Dos de los soldados fueron hasta una puerta baja del otro lado del techo y trajeron una ametralladora pesada. Mike se arrastró hasta donde estaba el capitán. Desde su ubicación podía dominar la calle principal. Un soldado desenrolló un cable y lo conectó a un detonador.

—Hasta pronto —dijo Mike, oprimiendo con suavidad la mano inerte.

—Vamos… debemos apurarnos —dijo uno de los soldados, entregándole un fusil automático y una caja de munición.

—¿Qué pasará después que nos hayamos ido?

—La calle… ¡Bum!… —repuso el soldado, con lágrimas en los ojos. Ya se oía el ruido de motores que avanzaban en la lejanía. Al terminar la callejuela, se detuvieron. Uno de los soldados se asomó al terreno abierto. Cruzó en zigzag a través del polvoriento campo, se detuvo e hizo señas de que lo siguieran. Al llegar junto a él no se detuvieron sino que todos continuaron avanzando. Mike descubrió con horror que no había ninguna protección a la vista en muchas millas a la redonda. Corrieron sin descanso, deteniéndose brevemente en las zanjas y escondiéndose entre los arbustos mientras vigilaban la posible aparición del enemigo. Después de un rato, se dejaron caer dentro de una zanja. El ardiente sol caía a plomo sobre el transpirado cuerpo de Mike. Se dio vuelta y miró hacia atrás. El más viejo de los soldados impartió unas directivas y uno de los hombres salió de la zanja y desapareció.

—Va a mirar si el camino está despejado. Si no, hay que esperar la noche —chapurreó en inglés el soldado. Todos estaban acostados, mirando hacia la ciudad pero no sucedía nada. El explorador volvió y cayó resbalando en la zanja. Respirando con dificultad, informó acerca del resultado de su misión.

—Venga —le dijo uno de los soldados a Mike; salieron de la zanja y comenzaron a marchar hacia el camino. Le pareció haber caminado hasta los Alpes antes de alcanzar a divisarlo. El hombre que lo precedía se detuvo y luego prosiguió caminando. Mike se adelantó para mirar lo que aparentemente les llamaba la atención; uno de ellos indicó en silencio un grupo de árboles que había sobre el camino, a unos cuantos metros de allí. Se lograba divisar entre el follaje un brillo metálico bajo los rayos del sol. El soldado le sonrió e hizo un gesto como de manejar un vehículo.

—¿Qué sucede? —preguntó Mike, al oír una breve ráfaga de disparos de ametralladora.

—Demasiado tarde —contestó uno de los hombres, persignándose.

Mike miró hacia la ciudad. Entonces… el capitán habría muerto antes de poder accionar el detonador. Se oyeron unas pocas órdenes precisas y el grupo avanzó hacia los árboles. Cien metros antes de llegar, hicieron cuerpo a tierra. Frente a ellos había un pequeño vehículo; dos hombres montaban guardia a su lado. Desde el suelo, observaron los movimientos de aquellos. Mike notó que estaban vestidos de civil pero tenían puestos cinturones con cargadores de munición. El camino estaba totalmente despejado lo que hacía prácticamente imposible sorprender a los soldados. Mike se adelantó junto a los otros hombres.

—Voy a adelantarme para distraerlos. —¿Usted ir allá?

—Sí; les hablaré mientras ustedes se aproximan por detrás.

—No bueno…

—Es preferible que muera un hombre en lugar de cinco. —Bien…— respondió el hombre, meneando la cabeza, insinuando que Mike estaba loco.

Mike controló para asegurarse de que había un proyectil en la recámara antes de arrastrarse hasta el costado del camino. Se incorporó y comenzó a caminar hacia el vehículo. A cada paso que daba, esperaba oír una orden de detenerse o un tiro, pero no sucedió así. Al llegar hasta el auto, le asombró no encontrar a nadie allí. Volvió la cabeza al oír ruido de pasos y descubrió a sus soldados amigos que corrían alegremente hacia él. Uno de ellos venía limpiando la hoja de su cuchillo mientras que el otro llevaba en la mano un largo trozo de alambre. Se acercaron riendo y lo palmearon afectuosamente en la espalda. El trozo de alambre fue conectado a la manija de la puerta del auto y todos bajaron a la cuneta. Mike se quedó un momento indeciso, sin comprender qué harían. Una orden impartida en voz alta junto a su oído, hizo que se echara junto a los soldados. Tiraron del alambre y se abrió la puerta. Mike observó mientras revisaban minuciosamente el auto, asegurándose de que no tendría armada una trampa caza bobos.

El espacio era demasiado reducido para los cinco. Pusieron en marcha el vehículo y enfilaron hacia la ruta; el hombre que viajaba junto al conductor extrajo un mapa y con la ayuda de una brújula, estudió el rumbo que deberían tomar. Luego de un momento, indicó un punto a través del campo y el auto comenzó a marchar hacia allá. Mike estaba semientumecido, sentado con los ojos cerrados. Su plan era permanecer con estos hombres hasta que llegaran a las montañas; entonces trataría de llegar por sus propios medios a la región de Crovara, cerca de Cortina d’Ampezzo. Había pasado unas vacaciones allí con Pete, dedicados al alpinismo. Por las noches solían conversar acerca de la posibilidad de retirarse a vivir en la montaña. Pete había decidido que si alguna vez llegara a desatarse una guerra nuclear, iría a Crovara, subiría a un refugio en lo alto de la montaña y se quedaría allí a vivir. Ambos pensaban que era un tema risueño y disparatado; como todos los jóvenes descartaron por completo la posibilidad de semejante contienda y continuaron persiguiendo a las chicas. Ahora sentía que, independientemente de lo descabellada que pudiera haber parecido la idea entonces, tal vez ahora existiera una posibilidad de que Pete hubiera recordado aquella conversación y anduviera por allí.

Mike debió quedarse dormido; al despertarse, notó el ruido del motor que se apagaba. Sacudió la cabeza y abrió los ojos. El paisaje no había variado mayormente pero hacia el Norte, se alcanzaba a divisar una cadena montañosa.

—¿Los Alpes?

Uno de los soldados que viajaban adelante se dio vuelta y le mostró en el mapa dónde se encontraban. Su dedo indicaba un lugar al Norte de Verona.

—Gracias.

—No hay más combustible… —dijo el mayor de los soldados, Mike sacó el rifle de la incómoda posición en que lo llevaba y salió trabajosamente del auto. El sol ya se ponía por el Oeste y cuando cayera la noche, estaría bastante fresco para caminar.

El soldado más viejo repartió parte de las raciones de emergencia y un trago de agua antes de que tomaran sus equipos y se encaminaran a la montaña. Mike dedujo que se dirigían al lago Garda. Estudió cuidadosamente la posibilidad de abandonarlos. Por alguna razón pensó que no querrían dejarlo ir. El hubiera actuado de la misma manera en su caso; si lo tomaban prisionero, podría descubrir sus planes o la ruta que pensaban seguir. Repentinamente los soldados que marchaban delante de él se echaron cuerpo a tierra. Los imitó. Al ver que no sucedía nada, se arrastró hacia adelante. Allí le indicaron una antigua ruta destruida y una casa pequeña.

—¿Qué esperan? —preguntó Mike.

—Hasta estar seguros de que está vacía —dijo en voz baja el hombre.

Mike comenzó a notar cuán cansado estaba. Probablemente los hombres se sentirían igual y como por lo general los problemas surgían siempre que uno estaba exhausto, trataban de mantenerse tan despiertos como podían. Volvió a su puesto en el final de la fila; allí acostado, hizo cuanto pudo por no dejarse vencer por el cansancio y vigilar.

Las montañas hacia el Norte comenzaron a teñirse con la luz crepuscular. Se preguntó si habría mucha nieve sobre las cimas. Recordó con amargura cuando había atravesado en coche todas las altas cumbres de las montañas, en Niza. Había sido al principio del verano, justo antes de que comenzara la temporada turística. Los pueblos costeros estaban dando los toques finales a sus casas, para prepararse para la temporada. Las playas todavía estaban despobladas y los lugareños lo trataban como si fuera uno de ellos. Recordó que las carreteras no tenían tránsito; sólo corrían algunos ómnibus cada tanto. Había disfrutado plenamente su paseo, deteniéndose a recoger cerezas de los árboles a la vera del camino. Más arriba encontró todas las flores de la primavera florecidas en pleno junio.

Mike lanzó un suspiro y se dio vuelta para mirar el camino por el que habían venido a la tarde. De pronto, divisó una columna de polvo que se levantaba del fondo del valle. Golpeó en las botas al soldado que estaba delante suyo. El hombre comprendió y se arrastró hacia el frente. A los pocos minutos, todos miraban con intensidad en la misma dirección. El mayor de ellos echó una mirada a su reloj, lanzó una maldición y luego se volvió. Tratando de ocultarse detrás de las casas y el camino, comenzaron a trepar por la ladera de la montaña. En un punto determinado, se detuvieron y volvieron a mirar hacia el camino. Se lo veía totalmente vacío y tranquilo. Ya no se veía la casa y luego de un descanso, cruzaron la ruta uno a uno. A medida que aumentaba la pendiente, disminuía el ritmo de marcha, lo que parecía fastidiar al mayor de los soldados.

Mike no tuvo inconvenientes durante la primera hora de empinada marcha, pero el hombre que iba delante suyo se quedaba retrasado para luego volver a tomar impulso, lo que alteraba el ritmo de todos; con este motivo, necesitaban un nuevo lapso de ajuste y desgaste de energías hasta lograr nuevamente un paso parejo. Este tipo de ejercicio sirvió para demostrarle su pobre estado físico. Estaba empezando a sentir puntadas y calambres. Para tratar de no pensar en la agonía que le representaba cada nuevo paso, comenzó a cantar en voz baja canciones de su época. Así logró seguir media hora más; después, ni con eso logró efecto alguno; el dolor que sentía en las piernas se hacía cada vez más agudo. Mucho antes había dejado de mirar al individuo que marchaba delante de él; así que cuando lo embistió, se sintió sorprendido.

Nada le pareció superior como experiencia emocional, a estar parado allí, mirando hacia el valle que corría a sus pies. Sus camaradas estudiaban el mapa. Pocos metros más adelante, una ancha senda atravesaba su camino. Se sintió aliviado cuando el grupo varió el rumbo y comenzó a seguir dicha senda. Debido a la pendiente mucho más suave, sus dolores de las últimas horas parecieron desvanecerse. En su camino encontró un lirio de la montaña y se agachó a cortarlo. Uno de los soldados se detuvo un poco más adelante y esperó a que los volviera a alcanzar. Mike le mostró el lirio y el hombre olió su perfume y sonrió, fatigado. Su expresión mostraba que debía hacer mucho tiempo que no tenía ocasión de pensar en flores o en el amor o en cualquier otro de los placeres sencillos de la vida.

Mike se colocó la flor en la parte delantera de sus ropas y se apresuraron para alcanzar al resto del grupo. El cielo estaba tomando un tono rojo bruñido. Se oyó una serie de disparos de fusil, en rápida sucesión. Se detuvo y trató de escudriñar en la luz del amanecer. El soldado que lo precedía también se detuvo y escuchó. No había señales de los otros. Esperaron un par de minutos y luego prosiguieron su marcha. Cien metros más adelante, el soldado volvió a detenerse. Mike se acercó a él y miró hacia abajo. Los cuerpos sin vida de los tres camaradas yacían en diferentes posiciones, cubriendo la senda. El soldado murmuró algo en italiano y siguió avanzando, agachado. Se oyeron otros disparos. El soldado se enderezó de golpe y cayó hacia atrás. Mike se acható contra el suelo y esperó. No se oyeron más tiros ni tampoco apareció nadie. Comenzó a sentirse nervioso e intranquilo. Se arrastró hasta donde yacían los cuerpos de los tres hombres en busca de una pistola y municiones y luego volvió al lado del cuarto soldado. Colocó suavemente sus dedos sobre la garganta del hombre. Éste le tomó la mano y abrió los ojos, pero no alcanzó a hablar.

—¿Dónde están?

El soldado rozó con sus dedos la flor que Mike tenía en el uniforme y se quedó inmóvil: estaba muerto. Mike se apresuró a colocar el lirio en la mano todavía tibia y arrastrándose de costado, se dirigió hacia un grupo de rocas que sobresalían de la ladera. Oyó un sonido sobre la senda que lo paralizó de terror. Varios cientos de metros más abajo alcanzó a divisar las siluetas de algunas ovejas. Se oyó claramente el ladrido de un perro en el límpido aire de la noche. Se acomodó lo mejor que pudo en su improvisado balcón, de manera que no pudieran sorprenderlo desde atrás y se quedó allí sentado, escuchando atentamente. Se maldijo por no haber llevado ninguna ración ni agua. No podría comerse la maldita pistola; sin embargo, no desechó del todo la idea de matar con ella una oveja.

Esperó un tiempo razonable y luego salió de su refugio. Algo más adelante se veía un fuego. Sólo tenía una idea vaga de su ubicación pero decidió ir hacia el Oeste hasta llegar al lago Garda o caerse en él. La falda de la montaña era áspera y escarpada y la oscuridad la hacía mil veces peor. Comenzó a sentir que sus tobillos se debilitaban de tanto resbalar y torcerse las piernas al perder pie constantemente. Perdió completamente la noción del tiempo mientras seguía descendiendo penosamente por la ladera.

De pronto su pie se apoyó sobre algo firme y duro.

Se detuvo y permaneció inmóvil; luego se inclinó y lo tocó con la mano. Al principio pensó que eran rocas planas, pero luego de pasar la mano sobre la superficie una y otra vez, decidió que se trataba de un camino. Sacó la brújula para constatar su dirección y se dirigió hacia el Oeste. Siguió avanzando barranca abajo hasta que oyó el sonido del agua lamiendo la orilla. Apuró el paso y se dejó caer vencido en el lago. Hundiendo las manos en el agua fresca, se salpicó con alegría. Cuanto más lo hacía, más humano se sentía. Los ojos dejaron de arderle y después de beber unos tragos, su boca también mejoró. Perdió esa intensa sensación de sequedad que queda luego de una borrachera. Ahora tendría que encontrar un lugar para esconderse ya que el tono rosado que estaba adquiriendo el cielo hacia el Este, anunciaba que el amanecer estaba próximo.

Mike obligó a sus cansados huesos a ponerse nuevamente de pie. También comenzaba a hacerse sentir la tensión que representaba seguir siempre adelante. Un tremendo sueño se apoderó de él y comenzó a cabecear mientras caminaba. Siguió avanzando tozudamente, a los tumbos durante varios kilómetros más hasta que logró divisar, en medio de la niebla, lo que sus ojos habían estado buscando. El cielo se aclaraba rápidamente mientras tropezaba continuamente y llegó así a la orilla del lago.

Allí, cerca de la costa, flotaba un tronco; se internó caminando en el agua y lo aferró. Una rápida inspección ocular a la otra orilla no reveló absolutamente nada: ni gente ni edificios. Sabía positivamente que estaba demasiado cansado para rodear el lago caminando, así que el tronco apareció como una salvación. Una vez que se adentró en el agua y ya no hacía pie, se dio cuenta realmente de la gran distancia que tendría que recorrer; pero el tronco al flotar le daba una sensación de seguridad y comenzó a nadar despacio en procura de la otra orilla.

El sol ya se hallaba alto sobre las montañas cuando volvió a tocar el fondo del lago. Se sostuvo firmemente al tronco hasta asegurarse que realmente hacía pie y luego lo empujó nuevamente hacia adentro. Quedó tendido sobre la rocosa playa, exhausto. Oyó el canto de un pájaro. La mente de Mike se llenó de agradables recuerdos de otras mañanas felices, de comienzos del verano y lo invadió una inmensa sensación de tristeza. Volvió a arrastrarse a duras penas por una nueva pendiente y llegó a otro camino en desuso. Prosiguió su marcha tambaleante, dobló un recodo y vio algo que le infundió ciertas esperanzas. Estaba a unos cien metros por encima del nivel del camino; trepó entre los espesos matorrales y llegó a una villa grande y deteriorada. Su primera intención había sido la de descansar allí pero al mirar hacia atrás, descubrió cómo estaba de expuesta. Por encima de su cabeza había un enmarañado jardín descuidado. Lo atravesó coa dificultad hasta llegar a un cobertizo que le pareció adaptarse justo a sus necesidades. No era mucho; pero tenía cuatro paredes y parte del techo que aún le había quedado sano. Las malezas que lo rodeaban no daban la impresión de que hubiera habido nadie por allí en mucho tiempo, pero trataría de correr el menor riesgo posible. Extrajo su pistola y avanzó cautelosamente hacia el cobertizo. Al llegar a un agujero en la pared, se detuvo; miró hacia atrás para ver si había dejado rastro de su paso entre el matorral y luego entró. Había un intenso olor a plantas en descomposición. Apoyó el fusil en un rincón, acomodó como pudo una pila de hojas y ramas, se echó sobre ellas y quedó profundamente dormido.

Despertó sobresaltado. Estaba demasiado oscuro para distinguir el agujero en la pared por donde había entrado. Mike oyó el ruido de una rama que se quebraba afuera de la cabaña y quedó paralizado de terror. Su frente se perló de transpiración al no encontrar la pistola. A través del agujero oyó un ruido y notó que alguien entraba y comenzaba a tantear en el interior, buscando algo. Mike esperó que la figura estuviera casi encima suyo y luego la pateó con fuerza en el estómago. Oyó el silbido que producía el aire al salir violentamente dé los pulmones y un cuerpo inerte cayó al suelo.

—Bernie: ¿qué sucede? —preguntó una voz desde el exterior. Mike tomó al intruso de la cabeza y le cubrió la boca con la mano; esperó.

—Qué demonios sucede, ¿Bernie? —insistió la misma voz en inglés.

—Será mejor que entres —gruñó Mike, desfigurando su voz.

—¿Quién es usted? —preguntó el dueño de la voz, entrando por la abertura de la pared.

—Está bien…; arroje al suelo las armas que lleva.

—Pero… si no tenemos armas —contestó asombrado el segundo intruso.

—¿Ni siquiera un cuchillo para el pan?

—Tengo un cortaplumas.

—Entonces tírelo inmediatamente al piso —se oyó un sonido sordo de algo que caía—. ¿Tienen algún medio de alumbrarse?

—Una linterna.

—¿Dónde está?

—La tenía Bernie. —Mike revisó los bolsillos de su víctima hasta que la encontró y luego lo volvió a dejar caer al suelo.

—¿Está muerto?

—¡Dios mío!… —dijo Mike, iluminando a ambos intrusos. Eran dos jóvenes de alrededor de veinte años; parecía que habían acabado de pasar por una picadora de carne.

—¿Quién es usted? —interrogó Mike.

—Mi nombre es John Fitzgibbons; soy un súbdito británico y tengo inmunidad diplomática.

—Puede ser… ¿Y quién es su amigo?

—Bernard Coleman; él es americano pero también posee inmunidad diplomática. —Mike recorrió rápidamente la cabaña con la linterna, descubrió su pistola y la levantó.

—¿Qué piensa hacer? —interrogó Fitzgibbons.

—Nada, por el momento. Dígame: si están protegidos por la inmunidad diplomática, ¿qué hacen aquí y por qué están en este estado lamentable?

—Nos acompañaba desde Roma una columna militar, escoltándonos. La columna fue atacada y fuimos tomados prisioneros.

—¿Quién los atacó?

—La gente del pueblo, cerca de Módena. Nos dijeron que, por ser extranjeros, no nos matarían si nuestros gobiernos se avenían a pagar rescate por nosotros. Nos permitieron ponernos en contacto con nuestras respectivas embajadas pero no pudieron hacer nada ya que todo el mundo parece estar inmerso en el caos más absoluto.

—¿Quiere decir que en Inglaterra existe una situación semejante también?

—Sí; esa es la razón por la que Bernie y yo tratamos de huir; si no lo hubiéramos hecho, ya estaríamos muertos. Ni Londres ni Washington podían ofrecemos ayuda de ninguna especie. —John se sentó agotado junto a su amigo.

Mike los miró y pensó qué podría hacer.

—Usted, ¿qué está haciendo aquí?

—Soy periodista y caí en el lado equivocado de la contienda.

—¿Quiere decir que está de acuerdo con toda esta destrucción? —inquirió el muchacho.

—No… pero debe haber otro bando que sea el correcto. No me gusta que abran fuego contra mí.

—Pero, es que no hay ningún bando que sea mejor —respondió John con apasionamiento—. Es una especie de lucha libre hasta que no quede nada en pie.

—Muy bien… eso hará las cosas más fáciles. —El americano que estaba en el suelo emitió un lamento.

—Bernie: ¿estás bien?

—Eso creo; ¿quién es ese? —preguntó Bernie, mirando a Mike.

—No lo sé.

—¿Hacía dónde iban cuando llegaron aquí? —interrogó Mike.

—Cualquier parte. Simplemente estábamos tratando de desprendernos de nuestros perseguidores —repuso John.

—¿Quiere decir que hay alguien por allí que los busca?

—Efectivamente.

—Ahora estamos arreglados. ¿Por qué no me lo dijo antes?

—Porque pensamos que era uno de ellos —contestó John.

—¿Cuántos son los hombres que los persiguen?

—No tengo idea —contestó Bernie.

Mike fue hasta la abertura de la pared y espió hacia afuera. Volvió al cobertizo, tomó su fusil y se preparó para marcharse.

—¿Adónde va? —interrogó John.

—Afuera —contestó, cortante. Miró la linterna y se la devolvió.

—¿No piensa llevarnos con usted? —preguntó aprehensivamente John.

—No… muchachos. Ustedes son un peligro; realmente sería muy peligroso para mí…

—Pero… nos matarán —insistió Bernie.

—Cada uno para sí, me dijeron ustedes —repuso Mike saliendo de la abertura.

—¿Quieren esto? —preguntó, asomando la pistola a través de la pared.

—No.

Volvió a ponérsela en el bolsillo y comenzó a alejarse del lago. Mientras lo hacía, pensaba a qué distancia estaría el enemigo. Sabía que debía poner una buena distancia entre la cabaña y su persona antes del amanecer. La subida comenzó a hacerse más empinada y pronto sintió que la sensación de frío que lo había embargado, fue reemplazada por el calor y la transpiración. Tropezó varias veces y se detuvo para retomar aliento. Estaba tratando de avanzar demasiado ligero y a ese ritmo, no aguantaría toda la noche. Al detenerse, oyó un ruido entre las malezas por donde él había venido. Sacó la pistola, se dio vuelta y esperó.

—¿Dónde diablos van? —preguntó al ver a John y Bernie que se aproximaban.

—Si usted puede sobrevivir, nosotros también lo haremos. —Bernie habló con un hilo de voz.

—¿No quieren rendirse, verdad? —No… y según parece, usted tampoco…

—No, —respondió Mike y tomando la delantera, comenzó a caminar nuevamente.

—¿Hacia dónde vamos? —interrogó John.

—Trata de ahorrar energías. Tendremos que caminar toda la noche.

—Lo siento.

Avanzaba a paso rápido y esperaba sinceramente que pudieran seguirlo, por su propio bien. De pronto encontraron un sendero que trepaba por la ladera de la sierra. Se detuvo y controló su rumbo; aprovechó la lisa superficie del sendero para descansar sus pies. Observó a los dos muchachos que comenzaban a sentir los efectos de la marcha forzada. A la distancia descubrió unas lucecitas que se balanceaban. Mike comenzó a caminar nuevamente. La travesía se había tornado particularmente dificultosa pues pasaba de empinadas lomas cubiertas de pasto a grandes grupos de rocas.

—¿Podríamos hacer un descanso? —preguntó John, acercándose a Mike.

—No; debemos seguir avanzando.

—Puede ser; pero no soy una cabra montañesa…

—Qué lástima… ¿Si lo fueras, te estarías riendo, verdad? Descansaremos cuando lleguemos a la cumbre.

—después que descansemos, ¿qué?

—Bajaremos por el otro lado. Y así, hacia arriba y hacia abajo… toda la noche; hasta que salga el sol —repuso Mike, notando el agotamiento de John.

No tenía la menor idea de dónde quedaría la cima pero cuando la pendiente comenzó a disminuir, tampoco se detuvo. El viaje barranca abajo sería suficiente descanso y así lograrían alejarse más de las lucecitas aquellas. La travesía se hizo más sencilla; no solamente porque iban bajando, sino porque había salido la luna. Hasta su nariz llegó un olor familiar. Igual que un perro, husmeó afanoso el aire. No estaba totalmente seguro pero le pareció el aroma de árboles cítricos. La decepción que había sentido desde la muerte de los soldados comenzó a ceder. Apuró el paso puesto que la luna alumbraba algo el camino y pronto se encontró corriendo alegremente barranca abajo.

Mike estaba muy animado cuando llegó al fondo del valle. Esperó a que llegaran John y Bernie que también descendían lo mejor que podían varios cientos de metros más atrás.

—¿Adónde piensa ir? —preguntó Bernie, sin aliento.

—De paseo —contestó, observando a John que avanzaba con dificultad—. ¿Tienes algún problema? —Es mi pie— respondió el muchacho, sacándose el delgado zapato. Tenía la media totalmente pegada a la planta del pie.

—No… No trates de sacártela. Vuelve a ponerte el zapato. —Probablemente todo el pie del muchacho sería una gran ampolla y una vez que se detuviera, tardaría bastante en poder andar otra vez.

—¿Estás bien? —preguntó Mike a Bernie—. Seguro.

—Muy bien; de ahora en adelante, permanece junto a John. —Cruzaron lentamente un campo con rastrojo quemado y se detuvieron junto a un cerco roto que corría junto al camino.

—Quédense aquí mientras voy a inspeccionar los alrededores —dijo Mike, descolgando el fusil de su hombro.

Palmeó a John en el hombro y trepando por el cerco lentamente, comenzó a caminar por el camino, tratando de ocultarse cuanto podía. Cuando estuvo seguro de que no había nadie de ese lado, cruzó y emprendió el regreso. Al hacerlo, descubrió un poste que se asomaba del suelo a unos doscientos metros de allí. Al llegar hasta él, vio que se trataba de un indicador que en otro tiempo le hubiera aclarado su ubicación. Pero ahora faltaba el cartel. Mike recorrió el camino con la mirada. La brújula le indicó que corría hacia el Noreste. A pesar de que parecía riesgoso, pensó que los llevaría más rápido hacia la montaña que si tuvieran que volver a trepar otra sierra más. Corrió hacia sus camaradas que estaban sentados, inmóviles y con los ojos cerrados a un costado del camino.

—¡Vamos, animosos muchachos!… Les voy a facilitar las cosas tomando la carretera por un trecho.

—Apuesto a que será barranca arriba… —dijo John, poniéndose de pie.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Bernie.

—Mike.

—Muy bien, Mike; estamos listos —dijo Bernie, incorporándose con dificultad.

—Bien… Comiencen a caminar por la ruta; manténganse junto al costado y traten de esconderse lo más que puedan. Los alcanzaré dentro de un momento —agregó, ayudando a John a cruzar el alambrado. Comenzó a tapar todos los rastros que pudieran indicar en qué dirección habían partido. No realizó una tarea muy perfecta, pero serviría para darles algunos minutos más de ventaja. Cruzó el cerco, fue al otro lado del camino y pisoteó el pasto sobre la zona más alejada, contraria a la que habían tomado ambos muchachos. Satisfecho, se dio vuelta y miró el lugar por donde habían venido. Muy por encima de donde estaba, sobre la montaña, se divisaban aún las pequeñas lucecitas que se balanceaban.