Capítulo 10
«¿Soy acaso el guardián de mi hermano?»
Génesis
MIKE miraba por la ventanilla del avión. Un soldado había ido a buscarlo al departamento y lo había acompañado a la base militar de Hornsby; allí lo llevaron junto al resto de los pasajeros hacia el avión correspondiente. Mike se sentía espléndidamente, después de la agradable reunión y tras una buena noche de profundo sueño. En contraste, Ed sentía los efectos de una borrachera y tenía un tremendo dolor de cabeza.
Antes de partir, el capitán les advirtió que, debido al mal tiempo y turbulencias existentes, tomarían una ruta algo más larga. Volaron bordeando la costa de Brisbane, luego hacia el Noroeste, cruzaron el territorio salvaje y enfilaron hacia el Norte. La costa al Norte de Sidney parecía estar más densamente poblada de lo que la recordaba pero lo que más le llamó la atención fue el cambio producido en el interior de Queensland. Mirando hacia abajo, en lugar del árido paisaje, se veía un agradable mosaico de diferentes tonos de verde; vastas extensiones de arenas amarillas o rojizas, entremezcladas con otras de fuerte color verde, producto del riego artificial. El paisaje se mantuvo igual hasta que llegaron a unos trescientos cincuenta kilómetros al Norte de Alice Springs. Allí todo era verde, hasta donde se perdía la mirada.
Llegaron a la base militar, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros al Este de Darwin justo después del almuerzo. Ed parecía algo más animado al descender del avión. El comandante de la base fue a recibirlos y les mostró su alojamiento.
—Parece muy cómodo —se rió Mike, echándose agua fría en la cara.
—Un día se sentirá usted como yo y será mi turno de burlarme… —repuso Ed, todavía bastante maltrecho.
—Conozco un excelente remedio para curar las borracheras. La próxima vez, antes de acostarse, tome dos comprimidos contra el resfrío; verá como se despierta sintiéndose mucho mejor —insistió Mike.
—¿No es un remedio algo pasado de moda? —interrogó Ed, sentándose en uno de los catres y mirándolo extrañado. Mike se apuró para tratar de disimular su error…
—¿Qué programa nos espera para el resto del día?
—Lo averiguaremos en cuanto esté listo.
—Dígame: ¿esas otras personas eran también periodistas? —preguntó Mike, secándose las manos.
—¿Otras personas?… —contestó Ed sorprendido—:
Oh… esos hombres. Sí; tienen algo que ver con las campañas publicitarias del gobierno.
Salieron del alojamiento de Mike y fueron a otro edificio. Ed abrió una puerta y fue a una oficina externa. El soldado de guardia no sabía bien qué pensar de Ed y lo dejó pasar hasta la otra puerta; la abrió y asomó la cabeza.
—Buenas tardes… ¿No hay problema si pasamos mi amigo y yo? —oyó Mike que decía.
—En absoluto, Ed. Pase no más —respondió la voz del comandante.
Mike entró detrás de Ed a la oficina y encontró a todos los pasajeros del avión, además de gran número de oficiales de alta graduación. Ed lo arrastró hacia adelante y se sentaron en unas sillas.
—Caballeros: tenemos hoy aquí todos los comandantes de los diferentes puestos de frontera —comenzó diciendo el comandante, señalando un mapa con el puntero—. El objeto de esta reunión es poner en su conocimiento el programa de actividades. He sugerido a mis colegas que pasen aquí el día de hoy y luego vayan a Nueva Guinea mañana por la mañana.
—Quisiéramos ir directamente a Pagoria —dijo alguien desde atrás de Mike.
—Muy bien; mañana irán a Pagoria; por la tarde a Roebourne, allí pasarán la noche y luego seguirán hacia Cairns a la mañana siguiente. ¿Alguna duda? —dijo el comandante, buscando entre la multitud de rostros.
—Señor comandante: ¿se nos permitirá acompañar a las patrullas nocturnas? —preguntó uno de los concurrentes.
—Creo que debe dejar eso librado al criterio de cada comandante. Aquí, por ejemplo, a mí no me gustaría que lo hicieran, aunque reconozco que sería muy ilustrativo.
—¿Cómo está la moral de la gente? —preguntó otra voz.
—No demasiado bien… Han pasado un largo y frustrante invierno. Pero finalmente los políticos reconocen este hecho y nos permiten organizar conciertos y otros de entretenimientos. Esta misma noche habrá una función a la que espero que todos concurran.
Mike estaba por ponerse de pie para preguntar quién sería el concertista, cuando Ed lo hizo sentar, tirándole de la ropa.
—Si no hay más preguntas, sugeriría que se dirijan al centro de información, luego de tomar un refrigerio que según tengo entendido será servido a la brevedad —dijo el comandante, dirigiéndose a un oficial subalterno.
—Así es, señor.
—¿Qué demonios es lo que sucede aquí? —susurró
Mike al oído de Ed.
—Ya le dije que tiene algo que ver con la publicidad del gobierno.
—Sí; pero yo vine aquí a cumplir un cometido, no a presenciar una campaña de relaciones públicas —contestó Mike, levantando la voz.
—Se quedará con la boca cerrada hasta que sea interrogado —ordenó fastidiado Ed.
—¿Cómo anda todo, Ed? —interrogó el comandante, acercándose a donde estaban.
—Tratando de no perder la cabeza, John. ¡Oh!… este es un amigo de Inglaterra, Michael Jerome —dijo Ed, señalando a Mike.
—Sea usted bienvenido, señor Jerome. Espero que su estadía le resulte interesante —contestó cortésmente el comandante.
—Señor comandante —preguntó un hombre de ojos vidriosos—. ¿Qué clase de entretenimiento recibe la tropa en estos momentos?
—Creo que lo único que no hemos conseguido, es un espectáculo de strip-tease. Las chicas de Darwin no confían en los comandantes…
—¿Cree usted que cumple su propósito? —insistió el hombre.
—Con toda seguridad. Los hombres necesitan algo para distraerse —repuso el comandante. Aparecieron varios soldados, trayendo mesas y bandejas con bocaditos y bebidas.
—Todavía no comprendo la razón de la desmoralización de la tropa —dijo Mike, mirando de reojo a Ed, que suspiró aliviado.
—Como ustedes bien saben —continuó el comandante— los alimentos escasean en todo el mundo a pesar de que se explote al máximo todo tipo de producción alimenticia. Los precios han subido de manera exorbitante, al mismo tiempo que la desesperación de la gente hambrienta. En este país tenemos muy buena productividad, lo que provoca la codicia de los pueblos de Asia que todavía tienen fuerzas suficientes para protestar. Nuestra tarea aquí es proteger los alimentos y a los agricultores de los infiltrados —continuó el comandante.
—Muy bien; hasta ahí comprendo perfectamente; pero… ¿por qué se desmoraliza la tropa? —insistió Mike.
—En circunstancias normales ello no sucedería; si sólo se tratara de desbaratar el mercado negro. Pero estos infiltrados son guerrillas perfectamente adiestradas que pueden introducirse sin ser vistos e incendiar vastas extensiones de cultivos sin que podamos sorprenderlos nunca.
—Aun así, el peor problema de la gente de aquí serán sus propios conciudadanos —añadió otra voz.
—Sí, señor Jerome; verá usted. En Australia el mercado negro está muy difundido y los soldados siempre temen encontrar a algún pariente o conocido comprometido.
—Una situación muy desagradable —contestó Mike.
—Sí… y una grave responsabilidad.
—Yo hubiera pensado que otros países estarían más que satisfechos de poder adquirir alimentos a cualquier precio —añadió.
—Sí —intervino el hombre de los ojos vidriosos—. Pero hay una gran escasez de circulante en los países más densamente poblados y la gente, que se da cuenta de que está condenada a morir de inanición, discute y trata de convencernos de que los países que tienen más, deben compartirlo en un gesto humanitario.
—Los habitantes de este lugar no están de acuerdo, así que si no impedimos el saqueo y los incendios, los agricultores estarán sujetos a implacables persecuciones… —musitó Mike.
—No se trataría sólo de persecuciones individuales; estaría en peligro todo el sistema de defensa. Por eso es que estos caballeros vienen aquí cada tanto, para mantenerse informados. El ejército les está muy agradecido también —prosiguió el comandante.
—El problema es que esta situación no cambiará nunca; simplemente se irá poniendo cada vez peor —dijo un hombre grande de larga melena.
—Efectivamente. Es por eso que resulta un asunto tan deprimente. Particularmente considero que pronto perderemos el control sobre los acontecimientos y entonces, sólo Dios sabe qué pasará… Caballeros, si han terminado con el refrigerio, deberíamos dejar este problemático asunto y pasar al otro lado de la moneda, en el centro de control —concluyó el comandante, dirigiéndose a la puerta.
—¿Quiere tomar algo? —preguntó Ed, señalando las mesas con refrescos. Mike se acercó y se sirvió una taza de café.
—Con permiso, caballeros: ¿Van a ir al centro? —inquirió un soldado.
—Sí —respondió Mike.
—¿Podrían darme sus nombres? Así les entrego sus pases —añadió el muchacho.
—Bolton y Jerome —respondió Ed.
—Muchas gracias —dijo el soldado, tomando nota.
Quisiera aconsejarles que si consiguen que el coronel Ryan los acompañe, les explicara todo detenidamente.
—Muchas gracias; es una buena idea. —Ed se dirigió hacia donde estaba Mike y se sirvió también café. El soldado saludó y desapareció.
—¿Por qué no quiere que pregunte por Pete Jones? —dijo Mike, volviéndose hacia Ed.
—Porque no sería prudente. Tendrá que confiar en mi modo de proceder.
—De acuerdo —repuso Mike, algo desilusionado.
—Vamos; voy a recostarme un rato y usted podrá hacer el recorrido del centro —dijo Ed, saliendo hacia la otra oficina.
—¿Dónde podremos encontrar al coronel Ryan? —le preguntó al soldado de guardia.
—Debe estar en su oficina: segunda puerta a la izquierda —fue la contestación.
Ed golpeó enérgicamente en la puerta y penetró.
—¡Hola! Ryan… Tengo un trabajo para ti —dijo Ed al entrar.
—Siempre tienes algo así —contestó. Mike entró detrás de Ed.
—Mi amigo Mike Jerome quisiera que lo condujeras por el centro y le explicaras su funcionamiento —añadió Ed.
—¡Hola! —dijo Ryan, dirigiéndose a Mike—. Si me haces meter en líos, tendrás que vértelas con el general.
—Vamos… Debo descansar un rato —dijo Ed, dejándolos solos.
—Es un hombre valiente —comentó el coronel, tomando su gorra.
—¿Por qué? —preguntó Mike, mientras miraban alejarse a Ed.
—Perdió un hermano aquí, hace tres años. Era comandante de una de las regiones. Eran muy apegados. Muy bien; ¿por dónde le gustaría comenzar?
—¿Qué le parece el Centro de Control? —dijo Mike.
—Un momento. —Ryan volvió a su escritorio—. ¿Hola?
¿Han abandonado el centro ya? —preguntó en el intercomunicador.
—Sí, señor —respondió una voz metálica, a través del mismo.
Atravesaron el complejo y llegaron a un refugio antibombas, protegido por una gruesa puerta metálica. Junto a ella, dos individuos impasibles montaban guardia; ni siquiera saludaron al coronel. Ryan les entregó una tarjeta que introdujeron en una máquina. Después de numerosos sonidos como de mecanismo de relojería, la puerta se abrió. Ambos soldados adoptaron la posición de firmes y saludaron militarmente. Mike penetró en el refugio tras el coronel.
—Buenas tardes, coronel —dijo, saludándolo un soldado que estaba detrás del escritorio.
—Buenas tardes, sargento. El señor Jerome y yo querríamos un salvoconducto para recorrer la sala de control principal —respondió Ryan, devolviéndole el saludo.
—Parecen tener un servicio de seguridad muy eficiente
—dijo Mike, mirando a su alrededor, mientras el soldado escribía en su máquina.
—¿No hay problema, sargento? —preguntó Ryan.
—No, señor —repuso el hombre, oprimiendo un botón que estaba sobre el escritorio. Un momento después, se corrió una puerta hábilmente disimulada en la pared, dejando al descubierto un ascensor.
—¿Cómo pueden estar seguros de su identidad? —preguntó Mike, mientras descendían.
—No creo que puedan estarlo del todo. Pero los muchachos de la parte técnica dicen que podrían descubrir a un impostor. A pesar de que virtualmente puede imitarse cualquier otro rasgo físico, dicen que es muy difícil imitar la voz humana. Habrá visto la tarjeta del refugio. Es un santo y seña que se renueva cada doce horas en la computadora. Sería muy sencillo apoderarse de esa tarjeta y lograr un aspecto idéntico al mío, mediante cirugía plástica o algo así. El problema residiría en hablar al hombre de guardia. Todo lo que se dice es grabado y alimentado a una computadora. Si en ella coinciden las inflexiones de la voz con las mías, automáticamente el ascensor es enviado hacia arriba. En caso de duda o sospecha, no habrá ascensor —respondió el coronel con una sonrisa.
—¿Y usted no cree que es infalible? —respondió Mike, sonriendo a su voz.
—Realmente… no. Es demasiado sofisticado. No me gustan las cosas tan complicadas.
—¿Qué sucedería, entonces si algo fallara? —prosiguió Mike al detenerse el ascensor.
—Existen infinidad de circuitos y controles de vigilancia eléctricos. Si un enemigo tratara realmente de penetrar aquí, sobrepasando todos estos circuitos, esta computadora se detendría automáticamente y entraría a funcionar la central de Gamberra. Dicen que nadie puede interferir con aquélla. Proseguirá evaluando la información y de resultar satisfactoria, hará que el ascensor funcione. Si la información no resultara suficientemente clara, se declararía una alerta militar general, lo que significaría que se desatara un verdadero infierno.
Estaban en una habitación alargada que contenía suficiente cantidad de equipo como para que un buque se fuera a pique o hacerle subir la presión a un experto en electrónica. Ryan recorrió la habitación, explicándole los distintos dispositivos que se requerían para mantener a raya al enemigo con la ayuda de la computadora. Toda la costa Norte de Australia estaba protegida por una vasta red de radar, que, según Ryan, cubría todo el largo de la costa. La información constante de estos puestos de radar se transmitía simultáneamente a todas las guarniciones del país. Luego se analizaba cuidadosamente la información y todo lo que pudiera tener interés para la seguridad, recibía un control especial. Aunque llegara a producirse un apagón general en todo el territorio, poseían plantas de energía secretas que hacían que todo el sistema pareciera infalible. A Mike le costó comprender todos los detalles: no sólo existían inmensos túneles por donde corrían masas de cables que transportaban información, sino que también había un sistema de microondas, y enlaces radiofónicos; incluso se podían enviar mensajes por medio de interferencias, Mike siempre había creído que el propósito de las interferencias radiales era dificultar la transmisión de mensajes, pero allí se enteró que las empleaban para enviarlos.
Después de mostrarle toda la complicada maquinaria, se dirigieron al lugar donde tenían su propio sistema de circuito cerrado de radar. Ryan le explicó que esto cubría todo el territorio de su jurisdicción. Al contemplar las pantallas de radar, a Mike le pareció que afuera se estaba produciendo una inusitada actividad. Abandonaron el refugio, luego de otro control de la voz de Ryan y enseguida lo condujo a un salón más grande, donde lo dejó librado a sus propios medios.
Mike caminó sin saber qué hacer hasta el final del mismo, golpeando con su mano los respaldos de las butacas. No se sentía a gusto. Todo el salón estaba impregnado de un raro olor a rancio. No sentía inclinación hacia la muerte pero consideraba que era preferible a este olor a materias en descomposición. Era como estar en una casa abandonada, fría, húmeda y fantasmal. En el fondo del salón se veía una mesa larga y un estrado; se preguntó cómo se arreglarían para ofrecer conciertos en ese lugar. Salió de allí y recorrió la guarnición mientras iba camino a su alojamiento. Aun caminando sentía el frío del atardecer que se terminaba. Finalmente encontró nuevamente: la oficina del coronel Ryan.
—Lamento molestarlo nuevamente, coronel —dijo, penetrando en ella.
—No tiene importancia. ¿En qué puedo ayudarlo.?
—He cometido la tontería de no traer ropa de abrigo.
Pensé que tal vez me pudiera prestar algo…
—Por supuesto —repuso Ryan, tomando un formulario y llenándolo—. Vaya hasta nuestra proveeduría con este papel y consiga lo que necesite. No estaría bien que dejáramos que un visitante pereciera de frío… —se rió el coronel, mientras le entregaba el papel.
—Muchas gracias, coronel. Algo más… ¿quién dará el concierto esta noche? —preguntó Mike.
—No creo que sea un show musical. Más bien algún tipo de comedia.
—¿Dónde están concentrados los artistas?
—En Darwin —repuso el coronel.
—Muchas gracias nuevamente y lamento haberlo molestado —contestó Mike, cerrando la puerta con suavidad. Recorrió por afuera todos los edificios que tenía a la vista pero no encontró ni rastros de la proveeduría. Finalmente se acercó a un par de policías militares que estaban de guardia y les preguntó.
Mike siguió las indicaciones que le dieron y finalmente descubrió la razón por la que no la había encontrado antes: estaba en otro refugio antibombas como el que encerraba las comunicaciones. Empujó la puerta y entró.
—Buenas tardes —le dijo Mike al soldado de guardia.
—Buenas tardes, señor; ¿en qué puedo servirlo? —preguntó al hombre.
—He venido en busca de un buen abrigo —dijo Mike, entregándole la orden. El soldado la tomó y leyó cuidadosamente.
—Mucho me temo que no podamos ofrecerle nada muy elegante —repuso.
—No tiene importancia; lo que busco es que sea real mente abrigado —dijo Mike.
El soldado sonrió y fue atrás del mostrador. Mike se sorprendió al ver que en lugar de un abrigo, traía un centímetro.
—Debemos encontrar uno que le quede bien —añadió el soldado, tomándole las medidas con esmero y transcribiendo la información a una máquina de escribir.
—hacía usted antes de que lo incorporaran? —interrogó Mike, mientras esperaba.
—Cultivaba rosas —repuso tímidamente el hombre.
—Qué ocupación tan agradable —dijo Mike.
—En cierto modo, creo que sí. Antes tenía un supermercado pero cuando perdí a mis dos hijos, también perdí el interés. Lo vendí y me dediqué a cultivar rosas.
—¿Cómo perdió a sus hijos? —preguntó Mike, casi sin pensar.
—Fue aquí. Los mataron en un tiroteo. ¿Se da usted cuenta que sus vidas o la de cualquiera no valen aquí absolutamente nada? —respondió haciendo castañetear los dedos en un gesto por demás significativo.
—¿Por qué dice eso? —insistió Mike.
—A uno de ellos lo mataron durante un ejercicio y al otro mientras trataba de ayudar a su hermano —contestó el hombre—. ¿Sabía usted que durante los ejercicios los envían a campo traviesa y abren fuego sobre ellos con ametralladoras montadas sobre camiones?
—Sabía que empleaban proyectiles verdaderos pero pensé que solamente tiraban por encima de las cabezas —dijo Mike.
—Eso era hace mucho tiempo… Debería ver a las familias llorando en los entierros ahora —repuso el hombre, con los ojos llenos de lágrimas. Se dio vuelta y fue hasta una abertura disimulada en la pared.
—Lo siento muchísimo… —dijo turbado Mike. Pensó que no había estado muy errado al percibir en el aire ese olor a putrefacción. El soldado no le contestó. Permaneció dándole la espalda por un momento y luego se acercó a él con un prolijo bulto de ropa. Lo sacudió y le ayudó a Mike a calzárselo. Era una parka livianísima.
—Siento mucho pero es el único color que pude conseguir —dijo el soldado disculpándose con una tímida sonrisa.
—No tiene importancia —repuso Mike. El abrigo era de una mezcla de tonos rojos y anaranjados, simulando el dibujo de enmascaramiento—. Quisiera preguntarle algo: ¿cómo puedo hacer para llamar a Darwin?
—No podrá hacerlo. No tenemos línea al exterior.
—¿Por qué?
—Dicen que por razones de seguridad —replicó el soldado.
—¿Quiere decir que no pueden comunicarse con sus parientes o amigos.
Únicamente por correo y siempre pasa por la censura —explicó el soldado.
—Muchas gracias por el abrigo.
Todo parecía haber perdido su sentido. Mike caminó por el frío aire de la noche hasta su habitación. El soldado había estado en lo cierto con respecto al saco; era tremendamente abrigado. Se detuvo frente a su puerta y luego fue hasta la de Ed. Golpeó pero nadie contestó. Abrió la puerta con suavidad y miró adentro. Ed no estaba. Cerró la puerta y volvió a su habitación.
Mike despertó de su somnolencia cuando Ed lo sacudió violentamente del brazo. Sólo podía recordar que se había sentado en la cama y después de eso, nada más.
—Pensé que sería mejor despertarlo —dijo Ed, dando vueltas por la habitación.
—¿Por qué.? ¿Qué hora es? —preguntó Mike, bostezando.
—Son las siete menos cuarto. Es tiempo de que tomemos un trago y nos preparemos para comer.
—¿Cuándo será el show? —interrogó, pensando qué especie de espectáculo tendría que soportar.
—A las nueve; pero el comandante ha sido llamado desde una granja así que tal vez ni él ni ninguno de los funcionarios del gobierno, puedan asistir.
—Comprendo… ¿Dónde está el trago que me mencionaba? —interrogó entusiasmado Mike, poniéndose el saco.
—En el despacho del comandante —respondió Ed, mirando con curiosidad el abrigo de Mike. Fue tras Ed hacia el despacho.
—Aquí estamos —dijo Ed, empujando la puerta. Había una larga mesa preparada para la cena.
—¿Por qué comemos aquí?
—Supongo que el comandante pensó que podría retrasarse y no quiso que la cocina estuviera abierta por su culpa. Esto les da a los hombres un rato libre antes del show —explicó Ed, sirviendo agua sobre dos píldoras que previamente había puesto en el vaso—. Espero que le guste el whisky; por lo general, es lo único que bebe el «Viejo».
—No tengo problema. ¿Cuándo podré hablar con Pete Jones?
—Mañana; volverá a Darwin después de un viaje a Nueva Guinea. El comandante dijo que un avión volvería para allá a la mañana; tal vez consiga que lo lleven —repuso Ed, tratando de tranquilizar a Mike.
—Muy bien… —respondió Mike, aflojando sus tensiones.
—Buenas tardes, caballeros —dijo el comandante, entrando con un grupo de los funcionarios que habían venido a observar las operaciones.
—Buenas tardes —contestó Mike, poniéndose de pie.
—¿Han tenido éxito? —preguntó Ed.
—Realmente… no; ya habían incendiado los graneros cuando llegamos. Pienso que algunas de estas personas se sentirán defraudadas al ver que no pudimos hacer nada para impedirlo. Según les expliqué, el agua es muy escasa por aquí —prosiguió el comandante, tomando un vaso que le ofrecía un camarero.
Cuando comenzaron a aparecer los carritos con la comida, Mike ya había comenzado a sentir los efectos del alcohol. Se sirvió una deliciosa tajada de carne, con hongos y papas asadas, todo rociado abundantemente con un buen vino tinto. Mientras comían, algunos de los hombres escribían apuntes. Mike no prestaba mucha atención a la conversación que parecía girar en torno a la necesidad de medidas de seguridad más estrictas. Por un lado, hubiera deseado que el coronel Ryan hubiera estado allí. Tenía un buen sentido del humor. Después que terminó su plato, no tenía deseos de servirse postre, que consistía principalmente en fruta fresca, preparada de maneras diferentes. Simplemente tomó café y cognac. Mike trataba de adivinar qué tendrían en común el comandante y Ed. Habían conversado animadamente durante toda la comida. Luego de un rato, el comandante se puso de pie y anunció que debían dirigirse al hall central. Todos parecieron muy contentos con la idea, menos Mike; se hubiera sentido mucho más a gusto conversando con alguien como el soldado de la proveeduría.
El salón estaba repleto de rostros que parloteaban animadamente. El comandante avanzó por el pasillo, presidiéndolos para tomar los asientos de la primera fila. Mike se desplomó en su butaca y observó cómo el comandante subía al proscenio. La audiencia hizo silencio y esperaron las palabras del Oficial Superior. Éste era un experto en mantener a la audiencia en suspenso. Para sorpresa y alegría de Mike, el programa de la noche consistía en la presentación de un prestidigitador, llamado «Maestro Normande», que apareció con el clásico atuendo de gala, con capa. A Mike le encantaban los prestidigitadores. En Londres solían ir con Pete al Teatro de la Scala todos los años, cuando se presentaban allí magos de todas partes del mundo.
El espectáculo fue todo un éxito. Cada vez que el prestidigitador terminaba una de sus pruebas, el público lo aplaudía entusiasmado y no paraba hasta que realizaba otra demostración; Hasta Mike se encontró de pronto de pie y gritando con toda la fuerza de sus pulmones hasta que entre el comandante y un sargento, lograron poner fin al show. A una orden del sargento, todo el público se puso de pie y dieron tres vivas al maestro por su exitosa actuación. Pareció aliviado de que el espectáculo hubiera llegado a su fin; Mike pensó si no se le estaría acabando el repertorio…
Todo el grupo presente, el prestidigitador incluido, fueron nuevamente hacia el despacho del comandante para un trago de despedida. Transcurrió más de una hora hasta que terminó la reunión y Mike pudiera retirarse a su habitación y acostarse. Se quedó tendido en la cama, dando rienda suelta a su imaginación. Estaba totalmente desvelado. Al poco tiempo de acostarse oyó que Ed entraba en su habitación. La luz estaba encendida todavía, cuando abrió la puerta de comunicación entre ambas habitaciones, pero Ed no estaba allí. Le pareció extraño, pero volvió a su alojamiento sin darle mayor importancia.
Mike se durmió plácidamente, con una sensación de bienestar pero al despertar por la mañana, nuevamente lo invadió una sospecha. Había vuelto a soñar con el profesor y con Pete. Soñó que estaban en una sala cinematográfica oscura, mirando la película cuyo argumento había escrito él. Al terminar, ambos aplaudieron pero no le dirigieron la palabra; como si hubiera estado fuera de su alcance, en una torre de marfil. Sintió una tremenda necesidad de encontrar a su amigo. Tenía un extraño presentimiento que lo rondaba. Algo que no lograba explicar pero anunciaba algún tipo de desastre.
Mike se lavó y afeitó. Luego se vistió y preparó su maleta. Cuanto antes saliera de este lugar, mejor. Al mirar por la ventana, vio un grupo de soldados haciendo orden cerrado. Se sintió tremendamente aliviado de no tener que correr con ellos, con el equipo completo, a una hora tan temprana y con el sargento listo a castigarlos por el estado de sus zapatos o la falta de algún botón. Calculó que acababa de salir el sol, por la inclinación de las sombras; también dedujo que estaba mirando hacia el Sur. Era una sensación extraña ver levantarse el sol por el Norte junto a una línea vertical y no hacia el Sur como sucedía en el hemisferio Norte. Salió de su habitación y se desperezó en el fresco aire matinal. Fue hasta la puerta de Ed y golpeó con energía.
—Vamos… levántate ya, viejo perezoso… —dijo, al tiempo que abría la puerta y entraba. La cama estaba vacía e intacta. Nadie había dormido en ella. Mike paseó la mirada a su alrededor y no descubrió ninguna prenda de vestir de Ed. Salió de allí y se dirigió apresuradamente a la oficina del coronel Ryan.
—Buenos días —lo saludó Ryan, al verlo entrar.
—Muy buenos —replicó Mike, acercándose al soldado.
—Hágame el favor de tomar asiento —dijo Ryan, leyendo unos papeles que tenía frente a sí. Mike se quedó indeciso hasta que descubrió una jarra con café sobre un archivo.
—Sírvase —le dijo el coronel, levantando la vista por un instante.
Mike se sirvió una taza de café y se sintió mejor luego de tomarla.
—¿Durmió bien? —le preguntó Ryan, cuando terminó de leer.
—Sí; gracias —contestó Mike; volvió a llenar su taza de café.
—Jakins —llamó en voz alta Ryan. Se abrió una puerta de comunicación y apareció un soldado.
—A la orden, señor —dijo.
—¿Está todo listo para el señor Jerome? —interrogó Ryan.
—Sí, señor. En el momento en que esté preparado —contestó el hombre.
—Muy bien, Jakins. Yo le avisaré cuando éste listo —repuso Ryan. El soldado se cuadró y salió de la habitación.
—¿Qué es lo que está preparado para mí? —interrogó Mike.
—Su traslado a Darwin; Ed Bolton me pidió que lo hiciera —contestó Ryan.
—Dicho sea de paso… ¿Dónde está Ed? —preguntó Mike.
—Hizo sus maletas esta mañana temprano y se fue a Darwin.
—¿Por qué razón? —insistió Mike, desconcertado por la abrupta partida.
—No le gusta nada estar aquí. Ya le conté acerca de su hermano. Suele beber demasiado cuando viene y algunas veces, simplemente se levanta y se marcha —explicó Ryan.
—Pobre tipo… —repuso pensativo Mike.
—¿Desde Darwin seguirá viaje a su casa? —preguntó Ryan.
—No; quiero encontrar a un hombre llamado Pete Jones. Estoy escribiendo un artículo acerca de él —dijo Mike.
—Deseo que pueda completarlo —repuso Ryan, sonriendo afablemente.
—Yo también. ¿Cuándo partiré?
—En cuanto quiera.
—Podría irme ahora.
—De acuerdo; si junta sus cosas… le avisaré al piloto. —Ryan habló en el intercomunicador.
—Iré a buscar mi valija inmediatamente. Le ruego me despida de su comandante —dijo Mike, desde la puerta.
—No está en la guarnición. Lo llamaron esta mañana para ir hasta una granja —repuso Ryan, oprimiendo el botón del intercomunicador.
—¿Me despedirá de él, por favor, en ese caso?
—Por supuesto. —Mike volvió a sonreír y cerró la puerta; le pareció una extraña coincidencia que tanto Ed como el comandante se hubieran ido esa misma mañana temprano. Fue a buscar su valija.