Capítulo 7

«Viajo por el gusto de viajar»
R. L. Stevenson

A la mañana siguiente Mike encontró a Mary en la cocina. Estaba mirando un programa de televisión acerca del mantenimiento de los satélites de comunicación. Los astronautas flotaban aparentemente sin control, obviamente afectados por la falta de gravedad.

—¿Quiere comer algo antes de irse? —Mary bajó de su banqueta frente al televisor y comenzó a preparar café—. Tiré el libro —añadió, como al pasar.

—Gracias… Me encantaría tomar café pero no deseo comer nada. Luego me marcharé.

—¿A dónde va?

—A casa —mintió Mike.

—¿Y abandonará la búsqueda de ese amigo? —preguntó Mary, con un dejo de sarcasmo.

—Creo que será mejor… Realmente, no fue una idea muy brillante.

—Digamos mejor, que es una historia muy poco convincente. Si realmente hubiera tenido que encontrar a un amigo, podría haber ido a cualquier oficina de personas perdidas y averiguarlo en su registro. Allí le hubieran in dicado dónde se encontraba, en cualquier lugar en que se hallara —dijo Mary, mirándolo por primera vez.

Mike le devolvió la mirada, sonriendo:

—Tal vez… —dijo.

Si esta mujer supiera solamente la mitad de mi historia, no estaría tan soberbiamente segura, pensó.

—¿Dónde podría encontrar una de esas oficinas? —preguntó indiferente Mike.

—Hay una en cada seccional de policía; probablemente hallará una en el aeropuerto.

Mike salió de la casa, bordeó la piscina y desapareció de la vista antes de darse vuelta. Se sentía satisfecho de que Mary no le hubiera dicho a Joe que era un impostor. Joe le había brindado su ayuda en un momento en que la necesitaba desesperadamente. En el estacionamiento lo esperaba un taxi.

—¿Es usted la persona que desea ir al aeropuerto? —preguntó el conductor, asomándose desde atrás del helicóptero.

—Efectivamente.

—¿Debe ir a alguna línea en especial? —insistió el hombre, mirando el paquete donde Mike llevaba sus ropas.

—¿Hay una sala de espera general? Debo arreglar varias cosas antes de partir —repuso Mike, subiendo al aparato.

—Sí; está bien. Sólo era porque me dijeron que viajaría a Londres —añadió.

—Muy bien; entonces lléveme al edificio principal —dijo Mike con firmeza.

—¿Por dónde quiere ir? —preguntó nuevamente el conductor, interrumpiendo los pensamientos de Mike.

El helicóptero levantó vuelo y Mike echó una mirada hacia atrás, antes de repantigarse en el asiento para el viaje.

—Vayamos por la Quinta, crucemos el Tribourough Bridge y luego hacia el aeropuerto —repuso Mike, automáticamente.

—De acuerdo —contestó el hombre, con algo que parecía una sonrisa.

—Debe hacer más de diez años desde que vine aquí por última vez. ¿Ha cambiado mucho? —preguntó Mike, tratando de sonsacarle información.

—Seguro que ha cambiado. Es una ciudad muerta: no hay nada de vida, no hay clubes… nada. Es preferible vivir fuera de ella.

—¿Ha sucedido lo mismo en todas las ciudades de los Estados Unidos?

—No le podría decir con seguridad; pero he oído decir a algunos de mis pasajeros que todo el país está moribundo. Realmente esa es la impresión que se tiene cuando uno mira televisión. No pasa nada, con excepción de los asesinatos y los jóvenes que tratan de imponer sus ideas a los gritos. No hay mucho para entretenerse, tampoco.

—¿Quiere decir que no hay más partidos de fútbol o juegos de béisbol?

—¡Oh!… Sí… Todavía se juegan los grandes partidos pero es casi lo único que queda del país. El problema es que cuesta tanto llegar hasta los estadios, que he perdido el interés. Prefiero quedarme en casa y mirarlo por la televisión —repuso el hombre, con tristeza. Debajo de ellos apareció la isla de Manhattan.

—¿Y el Empire State Building? —interrogó Mike, bus cando su conocida silueta.

—Mi amigo…; lo demolieron hace años. Era uno de los edificios más bajos que quedaban —contestó el piloto.

El helicóptero descendió sobre la Quinta Avenida y volaron entre enormes monstruos fantásticos, totalmente construidos con vidrio.

—¿Qué son esos? —preguntó Mike, señalando los rascacielos.

—Casas de departamentos. Pero hay que ser muy rico para poder vivir en ellos.

—Si son tan caros… ¿por qué no va la gente a vivir a las afueras?

—Porque esta es su ciudad. Tiene sus propias leyes y ordenanzas. Hasta se necesita un permiso para poder entrar en ella —contestó asqueado el hombre.

—¿Qué ha sucedido con los barrios como Harlem y Brooklyn?

—Los compró la gente adinerada; los que vivían allí, fueron desalojados y se mudaron a Filadelfia y otros lugares por el estilo —repuso el piloto, señalando hacia el Sur.

—¿Dónde vive usted?

—En White Plains —contestó el hombre, acomodándose en el asiento. Mike dedujo que eso significaba que la conversación había llegado a su fin. Estaban cruzando el río y se dirigían hacia el aeropuerto Kennedy.

La distribución general del edificio central parecía la misma que él recordaba. Mike se dirigió a un mostrador que decía «American Airlines».

—¿A qué hora es el próximo vuelo a Los Angeles? —preguntó.

—A las cuatro —repuso el empleado, sin levantar la vista de lo que estaba leyendo.

—Quisiera un boleto.

—Muy bien: ¿ida y vuelta?

—No… ida sola.

—Aquí tiene: son setenta dólares —terminó diciendo el hombre, mientras arrancaba un boleto de un talonario.

—Gracias —contestó Mike, entregándole un billete de cien dólares.

—El lugar de partida es más allá de la salida. Doble a la izquierda y penetre en el segundo edificio de la izquierda —dijo el hombre, entregándole el vuelto.

Al terminar el salón, había una tienda; Mike compró un portafolios de tamaño mediano para guardar su ropa. Se observó en un espejo antes de aproximarse a un policía que estaba en el bar.

—Discúlpeme: ¿Hay aquí una oficina de personas desaparecidas?

—No. Pero en la oficina de seguridad le podrán informar. Atraviese esa puerta, es la segunda oficina a la derecha —respondió afablemente el policía. Mike siguió las instrucciones. A la izquierda… izquierda… pensaba. No a la derecha. Golpeó la puerta y entró.

—¿Qué desea? —le preguntó un hombre de aspecto aburrido, desde atrás de su escritorio.

—Estoy buscando a un amigo y me dijeron que tal vez aquí me pudieran ayudar.

—Puede que sí… puede que no… ¿Cómo se llama su amigo?

—Peter Jones.

—¿Qué lo hace pensar que pueda estar en los Estados Unidos?

—Es sólo un pálpito. Un día se marchó, sin decirle nada a su mujer y ella me encargó que tratara de encontrarlo.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace alrededor de dos años; como es un músico de jazz, pensé que hubiera venido aquí.

—No me parece probable… Es más fácil que fuera a Canadá o a Australia. Espere un momento y me fijaré si figura en alguna lista —añadió el hombre, dirigiéndose a otra habitación. Mike esperó; se quedó pensando cómo harían para saber si una persona estaba allí o no.

—Lo siento… —dijo el empleado de seguridad, reapareciendo—. No figura ningún súbdito inglés, músico de jazz, en nuestro fichero.

—¿Y tienen ustedes fichados a todos los habitantes de los Estados Unidos?

—Por supuesto —contestó, frunciendo el ceño.

—Muchas gracias.

De pronto se le ocurrió que había una persona que no figuraba en los registros y eso lo hizo sentirse nervioso.

Fue hacia el gran hall central y se acercó a los enormes ventanales coloreados, para observar los aviones. Todos ellos eran pequeños; parecían una versión reducida del Caravelle. Sus formas eran mucho más aerodinámicas de lo que él se acordaba acerca de los aviones anteriores; todos parecían tener motores en la cola. Controló la hora de llegada a Los, Ángeles, el vuelo tardaría solamente una hora y media. Mientras comía una hamburguesa con un café, se dijo que tendría que empeñarse más intensamente si quería encontrar a Pete; todavía estaba convencido de que estaba vivo. Pero ¿dónde? ¿Qué haría un detective en su caso? Pete tendría que trabajar para vivir. Si no podía hacerlo en los Estados Unidos, ¿a dónde iría? Canadá no le parecía apropiado. Pete había trabajado allí una vez y no le había gustado mucho. ¿Dónde podría haber ido? Tal vez a Australia; nunca había ido a Australia.

Mike prosiguió con sus elucubraciones: ¿En qué consistían las proyecciones en el tiempo? ¿Por qué lo habrían elegido a él? ¿Cuántos compadres de viaje tendría? Era totalmente imposible llegar a ninguna conclusión real, ya que no sabía nada positivo. Esta era la parte del extraño fenómeno que más lo enfurecía. Estaba tremendamente preocupado y algunas veces se sentía tan nervioso que le parecía que vomitaría. Pero trató de controlar sus sentimientos de pánico y frustración para no perder la razón. En este momento, estaba tremendamente intrigado por saber hacia dónde lo llevaría todo esto. ¿Se detendría en algún lugar que no le gustara, algo así como el infierno? ¿O seguiría así para siempre?

Por los altoparlantes llamaron a los pasajeros del vuelo de las cuatro. El avión llevaba más o menos treinta pasajeros y estaba decorado lujosamente. Tenía amplio espacio para las piernas entre cada asiento. Mike se echó hacia atrás, cómodamente. La puerta exterior se cerró y el avión comenzó a vibrar, bajo la fuerza de sus potentes motores. Despegó en vertical, trepando con velocidad. Mike se durmió profundamente hasta que el avión comenzó a descender y en un momento más, volaba sobre los edificios del aeropuerto. No fueron directamente al Hall principal si no que los condujeron a través de un corredor de vidrio hasta una oficina que decía: «Inoculaciones para viajeros». Los pasajeros no tuvieron otra alternativa que seguir en montón hacia donde los llevaban. La oficina estaba subdividida en sectores pequeños.

—Levántese la manga, por favor —dijo un hombre vestido con una casaca blanca. Mike obedeció y le dieron un pinchazo con una aguja hipodérmica.

—¿Para qué es esto? —preguntó Mike, mientras se bajaba nuevamente la manga.

—Es su inyección contra la diferencia horaria —repuso el hombre, preparándose para el próximo pasajero.

—¿Cómo dice? —preguntó azorado Mike, mientras una mujer joven y pequeña lo acompañaba hacia afuera.

—Acaban de darle una inyección que pondrá en hora su reloj biológico —contestó ésta.

—¿Y necesito que me modifiquen el reloj biológico?

—Bueno… Si no lo hiciéramos, sufriría usted los efectos de la alteración horaria —añadió mientras volvían al salón principal.

—No puede decirlo en serio… —murmuró Mike. Ya estaba listo para añadir algunos comentarios acerca de sus problemas personales sobre las variaciones en el tiempo, pero la chica se había marchado.

Al salir del aeropuerto, se dio cuenta del calor que hacía. Se quedó unos instantes parpadeando ante la intensa luminosidad del sol. Se dirigió hacia una zona totalmente ocupada por helicópteros; algunos, evidentemente, eran particulares; luego de una breve investigación, encontró otros que no lo eran.

—¿Puede llevarme hasta el Hotel Beverly Rodeo? —inquirió Mike al conductor de uno de ellos.

—Por supuesto —repuso éste, levantando sus largas piernas que aferraban los controles—. Me parece que no podré dejarlo justo en la puerta; pero lo acercaré hasta una cuadra de allí —Mike, asintió con la cabeza y subió a la máquina. Ésta se puso en marcha, tomó altura y rumbearon hacia Beverly Hills. Los Ángeles parecía tan vasta como siempre. Había interminables hectáreas de edificios de una sola planta, distribuidos como en la época de los romanos.

—Parece que están demoliendo muchas zonas, ¿verdad? —gritó Mike.

—¿Dónde? —replicó el conductor, mirándolo. Mike señaló una gran sección cubierta de escombros.

—Eso no es una demolición… Por lo menos, no ha sido hecha por el hombre —se rió—. Esos son los efectos del último terremoto.

—¿Por qué no están reconstruyendo? —inquirió Mike, observando la inmensa área desvastada.

—Fíjese… La línea de destrucción corre hacia el Norte. Eso se debe en parte a la falla de San Andreas; es terreno tan poco firme, que no puede edificarse en los alrededores. —Mientras le explicaba, dio una vuelta con el helicóptero para que Mike pudiera apreciar mejor el panorama.

Alguna gente de California siempre había temido un gran terremoto pero éste debía haber sido el padre de todos sus terrores. La ciudad parecía haber sido dividida por un camino de horror. En el límite de la zona del siniestro, alcanzó a ver lo que quedaba de un proyecto de edificación. La línea de destrucción corría hacia el Norte, atravesando Hollywood con todos sus Estudios Cinematográficos y su innegable atractivo. Comenzaron a seguir lo que había sido el famoso Sunset Strip en dirección al Este. Allá abajo se veía Westwood y el enorme complejo edilicio que formaba la universidad de California. Casi no se veían vehículos; no obstante las rutas parecían intactas. El helicóptero descendió junto al viejo Hotel Beverly Hills. Permanecía en la misma manzana que antes pero ahora estaba rodeado de césped. Mike entró para preguntar dónde encontraría el hotel que buscaba. En circunstancias normales, debería estar muy cerca de allí; pero la topografía de la zona había sido alterada.

Todavía estaba allí; aparentemente estrecho pero profundo. Había parado allí durante su último viaje a California. Desde el exterior, no parecía haber cambiado en absoluto. Empujó las puertas de vidrios tornasolados; adentro estaba fresco; reinaba una agradable penumbra. No había nadie en la recepción, así que esperó que alguien lo atendiera. Como no venía nadie, fue hacia el bar; había varios hombres mirando televisión.

—¿Podré conseguir una habitación?

Un hombre se puso de pie trabajosamente.

—¿Doble o simple? —preguntó, entregándole un formulario.

—Doble. ¿Para qué es esto?

—Registro del Hotel —rió el hombre repentinamente.

—¿Debo llenarlo ahora?

—No… Haga como quiera; mañana será lo mismo.

—Habitación número siete —le dijo, entregándole la llave—. Su habitación está en el primer piso, con vista a la piscina.

Mike tomó su valija y atravesó el corredor, bordeando la piscina que estaba ubicada en un patio en el centro del edificio. Se sentía como si estuviera en una ciudad fantasma en pleno Oeste. ¿Qué había sido del glorioso Estado del Oro de hacía años, pletórico de vida que él recordaba? Una vez que se ubicó en su habitación fue al Beverly Hills a ver qué diversiones podría encontrar en la zona. Rodeó el edificio del hotel hasta dar con la cafetería.

—Café —le dijo Mike a la mujer que estaba detrás del mostrador.

—¿Crema? —preguntó, alcanzándole la taza.

Mike asintió.

—¿Por qué está tan vacía la ciudad? —preguntó Mike, sirviéndose una generosa cantidad de crema. Apenas alteró el color del café.

—¿Es usted forastero? Se nota que lo es; todos preguntan lo mismo —repuso la chica con una sonrisa cansada—. La ciudad comenzó a decaer hace unos siete años; justo antes del terremoto. Los precios de los terrenos y las casas eran tan elevados que la gente comenzó a mudarse nuevamente hacia el Este. Cuando se produjo el terremoto, millones de personas perdieron sus casas y sus trabajos, especialmente debido a que las compañías de seguro no pagaron sus deudas. Así que toda esa gente se marchó —concluyó la mujer, con tanto orgullo como si le estuviera contando que el Presidente había dormido allí.

—¿Qué sucedió con las industrias? ¿Los estudios cinematográficos, las fábricas de aviones y esas cosas?…

—Todavía quedan muchas industrias. Pero no ocupan tanta gente como antes. Las fábricas de aviones están hacia el Sur, en San Diego; hacia el Norte están las grandes fábricas de productos electrónicos y en el resto de la zona, donde no hay más gente, los petroleros se han adueñado de toda la tierra —repuso, sirviéndose una taza de café.

—¿Qué sucedió con la industria cinematográfica? —insistió Mike, acercándole la taza para que volviera a llenarla.

—Por lo que he oído, los precios subieron de manera tan exorbitante, que se hizo demasiado caro filmar aquí. Si está buscando un trabajo en esa especialidad, tendrá que ir a San Francisco. Allí están ahora los estudios.

—¿No los afectó el terremoto? —prosiguió Mike.

—No; por alguna razón fortuita, resultaron incólumes. He oído que allí sí que se vive bien —agregó la mujer, sirviéndole café.

—¿Hay muchos clubes? ¿Clubes de jazz?

—Tal vez… Pero, realmente, no lo sé.

—¿Sabe dónde puedo alquilar un auto? —preguntó Mike, terminando su café.

—No sabría decirle, pero en el hotel podrán informarle —añadió la mujer. Tal vez fuera el resultado de vivir en una virtual tierra de nadie; nadie sabía bien qué hacer con su persona. Pagó su café y atravesó la puerta interior hacia el hotel. Una vez allí, le preguntó a la recepcionista dónde podría alquilar un auto. Averiguó además si tenía una guía de lugares de diversión. La chica llamo a la compañía de autos de alquiler. Mike le I dio una propina y se quedó con la guía. Poca después, apareció por la calle un pequeño vehículo sin ruedas y se detuvo frente al hotel.

—¿Es usted el que quiere alquilar un auto? —preguntó el conductor, descendiendo de él.

—Efectivamente —contestó Mike, dándose importancia.

—Muy bien; suba y lo acompañaré hacia la terminal.

Mike fue hasta el otro lado y subió al vehículo. El hombre cerró la puerta y arrancó a toda velocidad.

—No tenemos muchos pedidos de autos, excepto en los días de fin de semana y durante las vacaciones de invierno —explicó el hombre, entrando en el garaje. Mike lo siguió hasta la oficina.

—Veamos… Usted quiere alquilar un auto; ¿por cuánto tiempo? —preguntó el hombre, acomodándose detrás de su escritorio.

—Sólo por pocos días… Menos de una semana —respondió Mike, inseguro.

—Muy bien; diremos una semana. Luego, si lo necesita por más tiempo, nos llama y automáticamente le extendemos el período por el lapso que lo necesite. —Anotó todo cuidadosamente—. ¿Adónde piensa ir? —Estaré en Los Ángeles y sus alrededores; posiblemente haga un viaje a San Francisco.

—En ese caso, querrá un auto para larga distancia. Le costará tres dólares por día, más cincuenta dólares de depósito. —Mike extrajo su tarjeta de crédito y se la entregó.

—¿Pagará usted por toda la semana? —preguntó nuevamente el hombre, mientras comenzaba a introducir las tarjetas en la máquina. Mike asintió y él procedió con la operación. En unos instantes, él hombre recibió el dinero y llenó el formulario.

—Por aquí, señor Jerome —Mike volvió a caminar detrás del hombre.

—¿Ha manejado antes uno de estos coches? —interrogó, señalando un vehículo sin ruedas.

—No —fue la respuesta.

—Bien…; es lo más sencillo del mundo. Se basa en un principio de colchón de aire. Por lo tanto, puede utilizarlo tanto sobre el camino como fuera de él —explicó con orgullo, abriendo la puerta. El auto tenía todo el aspecto de una gran burbuja excepto que podía llevar cuatro pasajeros.

—Como le decía, es muy sencillo. Esta palanca reemplaza al antiguo volante. Para ponerlo en marcha, la tira hacia atrás; espera a que el motor arranque y luego la mueve hacia adelante hasta que se levante del suelo. Este pedal es el acelerador. Cuanto más lo apriete, más ligero rodará. Al mover la palanca hacia la derecha o hacia la izquierda, alterará la dirección. Esta llave podrá hacerlo mover hacia adelante o marcha atrás. Y esta otra le proporcionará una altura máxima en terrenos escabrosos, Velocímetro, marcador de combustible, presión del aceite. Creo que eso es todo. En el bolsillo encontrará mapas y una lista de estaciones de servicio. Trate de mantener el tanque lleno porque no hay muchas. —Declamó todo su discurso de una sola vez, se bajó y le entregó a Mike la copia del contrato. Luego esperó a que entrara.

Mike atrajo la palanca hacia sí y el motor se puso en marcha. La empujó hacia adelante y notó que el coche se elevaba del suelo. Al apretar suavemente el acelerador, avanzó a una velocidad moderada. Una vez que hubo salido del garaje, Mike apretó el acelerador hasta el fondo y el coche avanzó a cien kilómetros por hora. Al llegar a una esquina, se apoderó de él el pánico ya que no recordaba dónde estaba el freno. Soltó el acelerador y el auto se detuvo tan bruscamente que lo impulsó hacia adelante con violencia.

Después de esta experiencia, Mike detuvo la marcha para recuperar el aliento. Mientras estaba parado, hojeó la guía de diversiones. Era bastante interesante: le decía dónde pescar, cazar; dónde comprar ropas impermeables o armas de fuego. Pero no decía una palabra acerca de clubes nocturnos o conciertos de jazz.

Decidió pasar el resto de la tarde y la noche recorriendo los alrededores y paseó por todo el valle de Los Ángeles. Sentía una imperiosa necesidad de explorar. Le resultaba extraño ver lo que antes había sido una floreciente comunidad, reducida a la categoría de una inmensa ciudad fantasma. Cuando regresaba al hotel, pasó por una estación de autoservicio de combustible. Llenó el tanque, preparándose para el día siguiente. Había pensado levantarse temprano e ir hacia el Norte; tal vez, llegar hasta San Francisco.