Capítulo 3

"El amor…
El amor es el dinero, Chéri”.
Jacques Prevert

MIKE dobló impetuosamente por Craven Hill y cruzó la calle hacia el departamento de Pete. Allí, parada en la entrada, alcanzó a divisar una forma oscura.

—Viejo… No podía creerlo… No puedo creerlo —dijo Pete, saltando los escalones para recibir a Mike. Los dos hombres se estrecharon en un prolongado abrazo.

—¿Cómo estás? —preguntó Mike al ver lágrimas en los ojos de Pete.

—Fantástico. Algo excedido en peso —dijo Pete, palmeándose el estómago—. Entra… entra… grandísimo bandido.

Mike lo siguió por la escalera hasta el departamento. Una vez adentro, Mike volvió a abrazar a Pete.

—Sabes… Estaba realmente preocupado por ti —dijo Pete. Se acercó a una mesa ratona y sirvió las acostumbradas raciones de whisky.

—No eras el único —contestó Mike, sirviéndose un chorro de soda—. ¿La pasaste mal?

—Ya lo creo, viejo. Me acusaron de mantenerte oculto, de haberte asesinado, de haberte ayudado a huir y después de todo esto, hace meses que no puedo sacarme a la maldita policía de encima —respondió Pete, con una ancha sonrisa. ¿Sabes algo? La peor de todas fue Sue, esa rastrera.

—¿Qué demonios hizo?

—Ella le dio mi rastro a la policía. Nunca me pudo ver y como soy negro, todos me consideraron sospechoso —repuso Pete, acomodándose en un asiento. En ese momento, apareció por la puerta de la cocina una chica algo turbada; sólo tenía puestos un par de calzones.

—¿Cómo no te has vestido, querida? —preguntó Pete.

—No me han dado mucho tiempo, ¿verdad?

—Este es mi más antiguo y querido amigo: Mike —dijo Pete con orgullo.

—¡Hola! —saludó Mike a su vez.

—He oído hablar mucho de usted, señor Jerome —dijo la chica con un guiño de picardía.

—Estoy seguro de que debe ser así —retrucó Mike, mirando a Pete.

—Querida; mi amigo se llama Mike —dijo Pete. Mike: esta es Guy— prosiguió, mientras la chica iba a vestirse a la otra habitación—. ¿Quieres otro trago?

—Te diré una cosa que me gustaría hacer: comer temprano —dijo Mike, poniéndose de pie y comenzando a recorrer la habitación.

—Por supuesto. Podemos ir a la vuelta, al restaurante hindú —contestó Pete, alcanzándole su vaso a Mike.

—Dime algo, Pete: ¿qué fecha es hoy?

—Creo que es seis de junio.

—Por lo tanto, serían diez años desde el día en que desaparecí.

—Así es —asintió Pete, sin entrar en detalles, por lo que Mike le estuvo muy agradecido. Seguramente Pete era quien mejor lo conocía y sabía comprenderlo de toda la gente de su amistad. En muchas oportunidades había tenido que recurrir a él en busca de ayuda. Repentinamente cesó de caminar y se detuvo ante su viejo escritorio.

—Es el mío, ¿no es verdad?

—Claro que sí; no lo he abierto desde que lo conseguí. Además, también tengo tu fichero pero en este momento está en el depósito —explicó Pete, tímidamente.

—¿Cómo lo pudiste conseguir?

—Sue remató todas tus cosas. Como no me permitió comprar nada antes, fui al negocio y compré tu escritorio, el archivo y todos tus papeles —contestó Pete, introduciendo la llave en la cerradura.

Mike abrió uno de los cajones y apareció un montón de papeles revueltos. Rodeó con su brazo los hombros de Pete y hojeó distraídamente uno de sus manuscritos.

—¡Por Dios! ¡Mira esto! Es parte del argumento para esa película que pensaba hacer para la televisión…

—Sí; tuve bastantes problemas convenciendo a la gente de la compañía para que no te iniciaran juicio por incumplimiento de contrato —dijo Pete.

—Gracias —añadió Mike, volviendo a poner los papeles en su lugar y cerrando el cajón. De pronto vio el antiguo piano y se acercó a él. Comenzó a tocar unos acordes de jazz.

—Toca usted muy bien —dijo Guy, entrando a la habitación—. ¿Dónde aprendió?

—El me enseñó —dijo Mike señalando a Pete con el pulgar.

—Ten cuidado, Mike. Guy está buscando un buen acompañante —añadió Pete.

—¿Canta? —preguntó Mike mientras improvisaba una versión en jazz sobre el himno británico.

—Así es… Podría ganar bien… —comenzó a decir Guy.

—Tal vez podría funcionar —la interrumpió repentinamente Mike.

—Vamos… vamos, ustedes dos. Debemos ponernos al día con la comida —dijo Pete, tomando su chaqueta.

Eran casi las cuatro de la mañana cuando Mike se acostó en un diván en el living. Se sentía satisfecho por haber descubierto que la comida no había variado en nada; por lo menos las especialidades hindúes que habían comido esa noche. Después de la cena, Guy había ido a cantar a su club, un lugar nuevo dedicado al jazz en el West End. Entonces, Pete se preparó para escuchar la historia de Mike. Escuchó en silencio y sin comentarios; solamente le preguntó si había ido a buscar a Smitt nuevamente. Cuando le dijo que no, se sintió aliviado y le aconsejó a Mike que no lo hiciera. Se produjo una acalorada discusión; Mike quería averiguar qué era lo que le había sucedido y se rebelaba ante la idea de mantenerse en la ignorancia. Por otra parte, Pete le aconsejaba que dejara las cosas tal como estaban.

Luego le tocó el turno a Pete de informarle las novedades que se habían producido en esos diez años, a medida que las fuera recordando. Pete no tenía mayor interés en los acontecimientos mundiales, con excepción de los relativos a la música; pero hasta él se daba cuenta de que los políticos no habían sido capaces de controlar eficientemente la explosión demográfica y culpaban a los científicos. Estos a su vez, se veían obligados a descubrir nuevos medios para producir otras substancias alimenticias en cantidades cada vez mayores.

Mike durmió bien. Se sentía muy animado cuando Guy le alcanzó una taza de té.

—¿Qué quiere tomar para el desayuno? —le preguntó Guy, todavía vestida con su traje de cantante.

—¿A esta hora vuelve? —interrogó Mike, incorporándose sobre un brazo para alcanzar la taza que le ofrecía.

—Sí; trabajo en dos shows. Uno a las once y el otro a eso de las dos de la madrugada. Por desgracia el club no cierra hasta que se vaya el último borracho —dijo con una sonrisa.

—Bueno; si le preparara a Pete el suculento desayuno al que está acostumbrado, yo comeré lo mismo.

—Pete ya no come tanto como antes; tiene un problema de corazón.

—¿Un problema de qué? —interrogó Mike incrédulo.

—De corazón. Le ocasiona algunos problemas de vez en cuando. Así que tiene que vigilar su peso —dijo en un susurro.

—Bueno… Cualquier cosa será lo mismo, en ese caso —dijo Mike, preocupado por lo de Pete.

—¿Le vendrían bien unos huevos, panceta y café? —preguntó Guy mientras iba hacia la cocina.

—Muy bien. También comería algún tomate, si hubiera.

Mike trató de cubrir con una sonrisa su preocupación acerca de la salud de Pete. Esperó a que la chica se hubiera ido y luego, saliendo desnudo de entre un montón de frazadas, fue hacia el baño. Al descubrir el equipo de afeitarse de Pete, pensó: «Dios mío, esta navaja parece un arma asesina… » Se estudió detenidamente la barbilla y pensó que no tendría más remedio que afeitarse. Una vez concluida esa peligrosa tarea, se lavó la cara; mientras se sacaba, se estudió en el espejo. No tenía puestos las lentes de contacto.

Aun así, podía ver bien. Nerviosamente, buscó con la punta del dedo índice para estar seguro de que no las tenía puestos. Al comprobar que no estaban en su lugar, volvió a sentir parte de la inseguridad que lo asaltara el día anterior. ¿Qué habría pasado en estos últimos diez años? ¿Habría existido realmente o habría estado muerto? Se pellizcó pero la sensación fue normal. Terminó de vestirse lentamente y volvió al living. Allí lo esperaba un humeante desayuno.

—¿Qué sucede? —preguntó Guy, sentándose junto a él.

—Nada muy especial. Solamente que estoy algo preocupado por la salud de Pete —mintió Mike.

—No debe preocuparse; las drogas modernas son simplemente extraordinarias y si llegara a una situación ex trema, siempre podrían hacerle un transplante —agregó Guy, tranquilamente.

Mike levantó la vista de un huevo que estaba por comer cuando apareció Pete con una bata de deslumbrantes colores. Parpadeó ante la brillante aparición. No debería permitir que Pete se acostara tarde en lo sucesivo; su aspecto daba miedo. Pete mostraba claramente su edad.

Repentinamente Mike notó que Pete parecía diez años mayor que él.

—¿Qué planes tienes para esta mañana? —preguntó, mientras se dejaba caer en un asiento.

—Bueno… Creo que debería ir al banco y averiguar cuánto dinero tengo. Después tendré que buscar un lugar para vivir —agregó Mike, pensativo.

—No te apresures para eso. Ahora que me acuerdo, después que desapareciste, llevé casi todos tus trabajos inéditos a un agente; un tipo llamado Gilbert. Tal vez deberíamos ir a verlo antes de ir al banco. Tal vez te hayas ganado unos buenos pesos.

—¿Qué supones que este tipo Gilbert haría con el dinero que produjeran mis trabajos?

—Yo le dije que los depositara en tu banco en Piccadilly. No se me ocurrió nada mejor y sabía que siempre te pagaban allí tus derechos de autor.

—Puede que tengas razón. ¿Qué haremos si alguno de los trabajos resultó un exitazo? —agregó Mike.

—Nos compraríamos un lugar en el campo, lejos del infierno en que está convertida esta ciudad. Tú podrías seguir escribiendo mientras yo trataría de componer… —repuso Pete, guiñándole un ojo.

—Buena idea. —A Mike le pareció raro que Pete dejara que el dinero proveniente de su trabajo fuera depositado en un banco. Era como si Pete siempre hubiera pensado que volvería. La sola idea de que hubiera sido así, lo animó.

—Estaré listo en cuanto tú lo estés —dijo Pete, terminando su café. Mike se puso de pie prestamente y tomó su chaqueta. Ya sabía por experiencia que en el mismo momento en que Pete decidía que estaba listo, también debía estarlo uno. Bajaron por la parte trasera de la casa; allí guardaba Pete una motocicleta de aspecto asesino. Inmediatamente, Mike recordó el Pabellón para Desahuciados del hospital. La moto cobró vida; Pete empujó el embrague y Mike se abrazó con fuerza a su cintura; de no haberlo hecho así, seguramente hubiera quedado sentado en el suelo. Iniciaron una carrera por la calle, nuevamente taponada por el tránsito. Se detuvieron en la intersección con la calle Bayswater.

—¿Cómo es que toda esta gente no se queda en sus casas si es que va a permanecer todo el día detenida por el tránsito? —interrogó Mike, hablando a la espalda de Pete.

—Poco a poco llegan; pero es un proceso lento —contestó Pete, apretando nuevamente el embrague. Mike se abrazó con más fuerza a su amigo; pensaba cuánto trabajaría esa gente o si les pagarían también por las horas que pasaban viajando hacia su trabajo, en sus coches. La interpretación sui generis de Pete acerca del Reglamento de Tránsito, podría haber sido un tema de estudio interesante para un abogado muy capaz. Si la calle estaba completamente taponada, zigzagueaban por la vereda. Si también las veredas estaban cubiertas de gente, evitaría los accidentes introduciéndose en las entradas de las casas y grandes rascacielos. El rugido de la moto no parecía molestar en absoluto a los caminantes; Mike mantenía los ojos casi cerrados para no ser testigo de un probable accidente.

Sólo cuando la motocicleta se detuvo, volvió a abrirlos. Estaban casi contra una enorme ventana de vidrio.

—¿Ya llegamos? —preguntó, bajándose. Pete asintió con la cabeza; desmontó del infernal aparato y lo colocó en su apoyo.

—Es allí —dijo Pete, señalando un edificio del otro lado de la calle. Ambos hombres se abrieron paso entre el tránsito y penetraron por la puerta principal.

—Buenos días —les dijo la recepcionista al verlos acercarse.

—¡Hola!; quisiéramos ver al señor Gilbert, de la firma Gilbert y Compañía —dijo Pete con firmeza.

La chica le sonrió mientras apretaba los botones del intercomunicador.

—¿A quién debo anunciar?

—Jones.

—Señor Gilbert: aquí hay un señor Jones con un amigo que desean verlo.

—Lo siento mucho pero si no los he citado, no los podré ver —respondió una voz a través del intercomunicador.

—Señor Gilbert —insistió Pete—: Todo lo que queremos saber es si tiene usted alguna ganancia del dinero del señor Jerome.

—Señor Jerome… Jerome… —se oyó que decía, pensativo—. ¿Se refiere usted al hombre que desapareció?

—Así es.

—Mire, señor Jones. Mucho me temo que no tenga la información a mano; así que ¿podría usted volver más tarde?

—Yo no tendría inconveniente pero mi amigo, que está conmigo, tiene mucha curiosidad por saber qué sucedió con sus derechos —respondió Pete, como al pasar.

—Ejem… En ese caso, mejor que suban —concluyó la voz.

Los dos hombres tomaron el ascensor hasta el primer piso y caminaron por un corredor hasta llegar a una puerta donde estaba escrito el nombre de Gilbert.

—Pasen —respondió alguien de adentro, en respuesta a la llamada de Pete sobre la puerta. Gilbert se puso de pie desde atrás de su escritorio y se adelantó a recibirlos.

—Bueno, señor Jerome; esta es una verdadera sorpresa.

El señor Jones me había dado a entender que probable mente usted había fallecido.

—Dígame, señor Gilbert: ¿qué hubiera hecho usted con mi dinero de haber sido así?

El hombre lo miró azorado y luego se echó a reír.

—Es una manera original de presentar el problema… ¡muy original!… —añadió Gilbert, mientras se sentaba—. Después que el señor Jones me trajo sus pertenencias, tuve que venderlas. Así lo hice y aguardé que transcurrieran los siete años correspondientes para la expiración del plazo para declararlo oficialmente muerto o desaparecido.

Este último año lo hemos empleado en buscar algún pariente suyo que pudiera ser un presunto heredero.

—¿Encontró alguno? —interrogó Mike, comenzando a no gustarle este hombre.

—Oh, sí; finalmente encontramos a alguien —contestó sonriendo el hombrecillo gordo.

—¿Quién es? —insistió Mike.

—Mire, señor Jerome; no existe ninguna razón valedera para que yo le diga quién tiene su dinero. Si es usted realmente el verdadero señor Jerome, tendrá que demostrarlo ante los Tribunales. Sólo entonces tendrá usted derecho a reclamarlo.

—¿Qué quiere decir con el «verdadero» señor Jerome? ¡Por supuesto que soy Jerome! —repuso Mike, furioso.

—En ese caso no tendrá ninguna dificultad en demostrarlo, ¿no es así? —contestó Gilbert con suavidad.

—¿A quién le dio usted mi dinero? —insistió Mike.

—Señor Jones; le sugeriría a usted que sacara a su amigo de aquí…

—¿Cuánto dinero le dio a ella? —volvió a insistir Mike, amenazador.

—¿A ella? —contestó Gilbert, sorprendido—. Yo no dije en ningún momento que se tratara de una mujer…

—No; pero yo sé que se trata de una mujer. ¿Cuánto le dio? —insistió, tomándolo fuertemente del cuello.

—No mucho —respondió débilmente Gilbert, medio ahogado.

—¿Cuánto? —volvió a repetir Mike, apretándolo aún más.

—Algo más de veinte mil libras —respondió Gilbert, tosiendo bajo la presión de los fuertes dedos.

—Maldito… —dijo Mike, sin soltarlo aún.

—Sacúdelo pero no lo mates —terció Pete, tomándolo del brazo.

—¿Para qué me tomaría ese trabajo? —repuso Mike, dejando caer a Gilbert, cubierto de sudor y tratando de recuperar el aliento—. Le advierto una cosa, Gilbert: mejor que les avise a sus amigos que tengo las más firmes intenciones de recuperar mi dinero. Si no lo puedo hacer a través de los canales oficiales, lo haré a mi manera.

Pete volvió a tomar a Mike del brazo y lo condujo hacia la puerta.

—Mira, viejo; no puedes andar amenazando a la gente sin suficientes pruebas…

—Tú sabes tan bien como yo que el dinero lo tiene Sue; y te apostaría cualquier cosa a que este gordito sacó una buena tajada de todo el asunto —respondió con vehemencia Mike.

—¿Qué piensas hacer entonces? —preguntó Pete cuando llegaron a la calle.

—Esperar. Si tengo razón, se pondrán en contacto inmediatamente. Tengo la sensación que ellos serán los que darán el próximo paso.

—¿Qué harán? —se preguntó Pete, pensativo.

—Lo más probable es que llamen a la policía y traten de probar que mi historia es falsa.

—Lo que seguramente lograrán sin ninguna dificultad.

—Tal vez; pero esta noche sabré dónde vive esa maldita perra.

—Este asunto no me gusta nada… Mira Mike; ¿por qué no abandonas todo este asunto? —insistió Pete, nervioso.

—En cuanto esté seguro que sepan que estoy de vuelta —respondió Mike, con una extraña carcajada—. Vamos; ya que parece que con el señor Gilbert no tengo crédito, averigüemos el saldo que tengo en el banco.

—¿Y qué haremos con todo el dinero del banco? —contestó Pete, recuperándose lentamente de la entrevista con Gilbert.

—Festejaremos… ¡Tiraremos la casa por la ventana!…

 

El rostro de Pete demostraba al mismo tiempo placer y miedo.

Ambos hombres avanzaron alegremente a los saltos hacia donde estaba estacionada la motocicleta.

—Vamos al banco, señor —dijo Pete con una reverencia, mientras Mike montaba en la máquina.

—Muy bien; vamos hacia allí —respondió, tomándose apresuradamente de la cintura de Pete. Éste apretó el arranque y la moto entró en funcionamiento.

—¡Allá vamos!… —gritó Mike, por sobre el rugido del motor. Arrancaron dejando tras de sí una cortina de humo hediendo a goma quemada.

Avanzaron trabajosamente por Regent Street hacia Pica dilly Circus. Éste se había transformado en un vasto complejo de modernos edificios que se erguían a varios metros hacia adentro de la calle. Eros seguía presidiendo la zona pero en lugar de estar rodeado de cemento, había a su alrededor un gran campo verde. Mike recorrió el lugar, buscando su banco pero no logró descubrirlo. Pete estacionó la moto y sacó las llaves del arranque.

—¿No te van a hacer la boleta por mal estacionamiento? —preguntó Mike, mientras seguía a su enorme amigo.

—No; todo el tránsito está tan complicado que las autoridades ya no se preocupan más —respondió Pete, haciendo un gesto de desdén. Se encaminó hacia un subterráneo y luego por un largo pasadizo hasta que llegaron a un enorme centro comercial bajo nivel. Atravesaron una arcada parecida a la de Burlington y así llegaron a la entrada del banco de Mike. No daba la impresión de ser muy grande; pero una vez adentro, notó que era inmenso.

Los dos hombres cruzaron por el piso de mármol y se acercaron a la ventanilla más próxima.

—Buenos días; quisiera conocer el estado de mi cuenta

—dijo Mike, alegremente.

—Por allí —indicó el empleado, casi sin levantar la mirada.

Pete señaló la habitación y luego lo dejó a Mike que se enfrentara con la computadora electrónica. Éste marcó en la máquina los datos que quería conocer, los leyó y luego los destruyó en una trituradora automática. Volvió hacia la ventanilla y le pidió al empleado una chequera nueva; retiró doscientas libras de su cuenta. Con el dinero a salvo en su billetera, Mike alejó a Pete de otra computadora que estaba ofreciendo las cotizaciones de la bolsa de valores. Salieron del banco y volvieron a sumergirse entre las emanaciones de monóxido de carbono.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó Pete al llegar junto a la motocicleta.

—Tomemos un trago y luego averiguaremos dónde vive Sue.

—Mira, viejo; estoy de acuerdo con lo del trago pero no con la otra parte. Realmente tienes bastante dinero como para ir tirando —agregó Pete, presa de la desesperación.

—Puede ser que me conviniera dejar las cosas como están; pero es una cuestión de principios. ¿Por qué debo permitir que un robo quede impune?

—Comprendo. Pero la historia que me contaste no convencerá a nadie. Te encerrarán en un manicomio.

—Muy bien. Te diré mi plan entonces. Averiguaré dónde vive y luego dejaré las cosas así hasta que ella y Gilbert hagan el próximo movimiento —aceptó Mike.

—Todavía no me gusta la idea —dijo Pete, montándose en la motocicleta. Mike subió detrás y arrancaron rumbo a Bayswater nuevamente. Dejaron el endemoniado aparato fuera de la casa y caminaron hasta la esquina; luego doblaron hacia el local donde trabajaba Pete.

—¿Sabes una cosa? —dijo Mike, mientras caminaban—. Creo que me gustaría irme del país. El asunto es: ¿A dónde puedo ir?

—Es un viejo problema —dijo Pete, riéndose. Empujó la puerta del café y prosiguió—: ¿Qué te parecería el África, con una hermosa villa y sol durante todo el año?

—E interminables olas de tibio mar —murmuró Mike.

—Buenos días, Pete —dijo el barman.

—Dos whiskies —respondió Pete.

—¿Son todos los cafés así ahora? —dijo Mike, mirando con disgusto a su alrededor todo el brillo y el cromo con que estaba decorado.

—No; todavía quedan algunos a la antigua en el interior; pero con toda la edificación nueva que ha surgido, las cervecerías decidieron americanizarse y transformar los cafés en bares.

—Dos whiskies —dijo el mozo, depositándolos sobre el bar.

—¿Cuánto es? —preguntó Mike.

—Esta vuelta la pago yo —le dijo Pete al mozo.

—No faltaba más… ¿Cuánto es? —repitió.

—Una libra cincuenta y cinco —respondió el hombre. Mike logró a duras penas reprimir un silbido de asombro; pero se contuvo y pagó la cuenta. Se fueron a sentar a una mesita en un rincón.

—Está bueno —dijo Mike, paladeando su trago.

—Mike —añadió Pete, preocupado—. Pienso que no tendrías que tratar de volver a tu anterior manera de vivir tan de repente.

—¿Cómo dices? —exclamó Mike, sorprendido.

—Mira; no creo que debas ir a todas partes anunciando que has vuelto. La gente pensará que hay algo raro. Lo que deberías hacer es tratar de pasar inadvertido, y reaparecer de a poco. Casi como si nunca te hubieras ido.

—Comprendo. Pero sucede que en realidad me siento tan dichoso de ser nuevamente yo que por momentos me olvido que al resto de la gente le pueda parecer sospechoso.

—¿Sabes una cosa? Tu historia todavía me preocupa.

—Dijo Pete, terminando su trago y haciéndole una seña al barman para que les sirviera otros dos.

—Pete; todo este asunto es tan extraño para mí como lo es para ti. ¿Qué puedo hacer?

—No lo sé… Si aparentaras tener cuarenta y dos años en lugar de treinta y dos, tal vez te creyeran cualquier historia. Pero con tu aspecto juvenil, nadie lo hará.

—Por lo tanto, ¿piensas que no debo decirle nada a nadie y que cada uno imagine lo que le parezca?

—Aquí está lo que ordenaron —interrumpió el barman, apoyando sobre la mesa dos vasos llenos.

—Gracias —dijo Pete y esperó a que el hombre se alejara—. Deberías escribir todo en un libro.

—¡Por Dios! Pensaba escribir algo semejante para un argumento de televisión. Nunca pensé hacerlo como una experiencia personal…

—¿Y qué tal si no lo fuera? —respondió Pete, mirándolo intensamente.

—¿Qué quieres decir?

—Podrías estar viviendo en el limbo; entre dos realidades.

—Pete: ¿Crees todavía en la reencarnación y todos esos disparates? —repuso Mike, riéndose.

—Puedes reírte y puedes no creer. Pero en el Universo suceden cosas que ni tú ni yo podríamos comprender.

—¿Qué me dices de Dios? ¿Dónde lo ubicas?

—Siempre hay cosas buenas y cosas malas en todo lo que uno diga. Dios representa la imagen buena del Universo.

—No quiero discutirte ese punto. Hemos hablado de este tema durante muchos años. En cuanto a mí se refiere, me siento un ser normal, de carne y hueso y esa evidencia es suficiente para mí.

—Ojalá estuvieras en lo cierto —respondió Pete, frunciendo el ceño.

Mike estudió las profundas arrugas que surcaban el oscuro rostro. Ambos se habían sentido fascinados por lo sobrenatural; pero él lo observaba todo desde un punto de vista objetivo. Por el contrario, Pete se había sentido partícipe. Repentinamente le sobrevino a Mike un terror de que el nuevo mundo al que acababa de regresar, volviera a desaparecer y él quedara flotando en la nada.

—Mira lo que acaba de aparecer, viejo —dijo Pete, interrumpiendo los pensamientos de Mike. Se dio vuelta y vio a dos mujeres muy elegantes que penetraban en el café. Fueron hasta una mesita alejada del bar y se acomodaron allí. Mike pensaba si debería acercarse y presentarse cuando divisó algo que hizo que su corazón se detuviera por un instante: sentado a la misma mesa, había un hombre muy alto y delgado.

—¡El profesor! —dijo, en un susurro.

—¿Qué dijiste? —interrogó Pete, echándose hacia adelante.

—¿Ves a aquel hombre que está sentado a la misma mesa que las mujeres que acaban de entrar? Bueno, estoy casi seguro que es el profesor de quien te hablé.

Pete se dio vuelta para mirar hacia la mesa y luego volvió a enfrentar a Mike.

—¿Te sientes bien?

—¡Por supuesto! —contestó, extrañado.

—En aquella mesa no hay nadie aparte de las dos mujeres —replicó Pete, en voz baja.

Mike volvió a escudriñar el salón, en dirección a la mesa. Volvió a ver al profesor.

—¿Estás mirando hacia el lugar correcto?

—Claro que sí: allá donde se sentaron esas dos hermosuras.

Mike sacudió la cabeza y cerró los ojos. Debía estar soñando. Volvió a abrir los ojos y encontró a Pete de pie delante suyo.

—No me parece que tengas muy buen aspecto. Ven, creo que te hará bien recostarte un rato.

Mike se levantó obedientemente y lo siguió. Cuando llegaron a la puerta, miró nuevamente hacia atrás. No había ni vestigio del profesor. Paseó la mirada por todo el café, pero no estaba por ninguna parte.

—Lo siento Pete; pero podría haber jurado que había un hombre que se parecía al profesor sentado junto a las chicas —se justificó Mike, mientras caminaban.

—Puede ser que lo hayas visto en realidad. Mis ojos no funcionan tan bien como antes. De cualquier manera, pienso que no sería mala idea irnos a casa. Ambos estamos algo cansados.

Mike estaba por protestar pero si Pete no había visto al hombre en cuestión, tal vez él tampoco lo hubiera visto. Y si no lo había visto en carne y hueso, ¿por qué habría de ver repentinamente una aparición? Pete lo acompañó hasta su departamento y una vez allí, lo sentó en una silla.

—Mira, Mike. Quiero que me entiendas bien lo que voy a decirte. Obviamente has soportado un intenso shock y tal vez tu mente esté algo confundida por los acontecimientos. Pero ¡por Dios! Trata de recomponerte. Si necesitas un ciclista circense para que te guíe, te conseguiré uno. Pero debes aceptar la realidad de que han transcurrido diez años acerca de los cuales no puedes dar cuenta —explotó Pete, transido de emoción.

—Te prometo que no volveré a referirme al tema —repuso Mike, con una sonrisa compradora.

—Eso está bien; así está mejor…

Mike comprendía perfectamente el miedo de Pete. La experiencia que había vivido no podía explicarse en términos racionales. Por lo tanto, para Pete, sólo quedaba una explicación sobrenatural. Pete sirvió un par de whiskies de buen tamaño y bebieron en silencio.

—Bueno… Creo que dormiré una siestita —dijo Mike, pensando que así tranquilizaría en parte a Pete.

—Me parece muy bien. Recuéstate un rato que yo me quedaré por aquí —dijo Pete, paternalmente. Mike terminó a medias su whisky y se desplomó en el diván. En lo más profundo de su mente, estaba convencido de que la aparición del profesor no había sido fruto de su imaginación. Debería tener algún significado, pero, ¿cuál?

Tendría que ubicar a Sue y al profesor. Tendría que ubicarlos a ambos. Prosiguió tratando de resolver el problema en su mente hasta que cayó en un ligero sueño.

Mike despertó repentinamente por unos gritos desesperados. Saltó del diván y miró a su alrededor. Guy estaba de pie junto a la puerta principal, con una manga de la chaqueta puesta. Mike comenzó a moverse hacia ella cuando descubrió a Pete, sosteniéndose la cabeza.

—¡Eres un malvado!… ¡Un maldito malvado!… —gritaba Guy. Mike se volvió para mirar a Pete, que ahora estaba de rodillas. En ese momento la descubrió: Una luminosidad que titilaba y centelleaba como una pequeña estrella. Oyó el golpe de la puerta al cerrarse. Su mente se llenó de pequeños dardos luminosos cuyo luminosidad aumentaba y sintió que caía lentamente al suelo, mientras perdía el conocimiento. Pete trató de incorporarse pero de pronto lanzó un grito de agonía. Golpeó la pared con tal fuerza, que sus huesos crujieron bajo el impacto.