CAPITULO X

 

Tom Page no había dormido aquella noche en el rancho.

Mandó a su padre un recado por medio de un peón, diciéndole que tenía con que divertirse hasta que saliera el sol.

Mentira.

Nadie mejor que él lo sabía.

Los cuidados del doctor Herald no fueron suficientes para borrar de su rostro las huellas que en él habían dejado impresas los puños del pelirrojo.

Page estaba ciego de furor.

Pero al recordar las palabras de Piorno Bill, sintió que una enorme alegría le inundaba el cuerpo haciéndole olvidar los golpes recibidos.

—«Verá cómo los Carter están en Carson City mañana temprano... ¡Habrán perdido el tiempo! Bueno, podrán enterrar al estúpido de su hermano menor.»

Eso había dicho el revólver más rápido de todo Nevada.

Lejos de imaginar que, en contra de sus palabras, los Carter llegarían a tiempo, muy a tiempo.

De vengar a su hermano.

Y...

¿Cuál sería el primer lugar adónde acudirían una vez en Carson City?

¡La funeraria de Hagen!

Tom, sin pensarlo un segundo, corrió a la carpintería.

Y le dijo a Robin lo que él diría al amanecer a cuatro hombres vestidos de negro.

Al amanecer también, Tom abandonó la posada en donde había pasado la noche.

Rumbo a la calle Lincoln.

Al tabernucho de William Hermanson.

Aún permanecía cerrado.

Pero Tom Page, furioso, descargó patadas y puñetazos contra la doble puerta de madera.

William acudió de mal talante soltando toda clase de tacos y palabrotas.

Pero al abrir y tropezarse con el hijo de Cecil Page, sabiendo como sabía lo ocurrido el día anterior, sonrió falsamente y le pidió cien disculpas por no haber abierto antes.

Tom se precipitó hacia el mostrador.

—¡Deja una botella de whisky encima del mostrador, un vaso... y lárgate!

Hermanson obedeció con una presteza que sacaba chispas.

—Aquí tiene, señor Page... Si necesita algo más sólo tiene que llamarme.

—Necesito que te largues. ¡Fuera!

Y eso hizo a toda prisa, largarse.

Tom se quedó frente a la botella, solo en el establecimiento, bebiendo un vaso tras otro a cortos tragos.

Poco después hizo acto de presencia un segundo madrugador que se retrepó indolente en una mesa para terminar lo que había empezado en la cama.

Dormir

Fueron transcurriendo los minutos sin que nada nuevo turbara la quietud y el silencio del tabernucho.

Tom, cada vez más nervioso, seguía bebiendo.

¿Y si los Carter no acudían?

El tipo que estaba con la cabeza caída sobre los brazos que acodaba en la mesa, seguía durmiendo.

Cuando ya la botella amenazaba con ser insuficiente para la nerviosa espera del que bebía, cantaron las medias puertas su sempiterna y monótona cadencia.

Tom se revolvió al oirías.

Mostrando en su rostro, amén del odio y nerviosismo que lo crispaban, varios círculos morados y un par de heridas que tardarían en cicatrizar.

Los vio.

Cuatro tipos vestidos de negro.

Casi un grito bestial brotó de su garganta.

Consiguió ahogarlo.

Aquel que lucía la puntiaguda perilla avanzó con sonoro taconeo plantándose en el centro del local.

—¿Quién de ustedes dos es Tom Page?

Dejando atrás vaso y botella, se fue hacia el enlutado.

—Yo soy. ¿Los hermanos Carter son ustedes?

Allan, mirando de abajo arriba al muchacho, respondió:

—Así nos llamamos. El encargado de la funeraria nos ha indicado que viniésemos aquí en su busca. ¿Qué es lo que tiene que decirnos, Page?

Tom sintiendo que el contenido odio hacía saltar su corazón como caballo desbocado, trató de contenerse.

Repuso:

—Algo que supongo les interesará. ¿Nos sentamos?

Y él se dirigió a la mesa que estaba frente a la ocupada por el dormilón.

Los cuatro hermanos se acomodaron junto a Page, interrogándolo con sus significativas miradas.

—Se trata del hombre que mató a Jerry Carter.

El rubio Nick indagó con voz áspera:

—¿Qué hay de él?

—Uno de los peones de mi rancho presenció lo sucedido —mintió Page con entereza—. Regresaba de un encargo...

—Ahórrese las palabras vacías, Page —le cortó el mayor de los Carter—. ¿Cómo fue el asunto?

Tom chasqueó la lengua.

—Ese forastero, Mike Breed —explicó con acento marcado—, salía de la granja de George Osborn cuando el hermano de ustedes apareció al trote escapando de la caballeriza. Breed le dejó distanciarse unas yardas y luego, fríamente, le disparó por la espalda atravesándole la garganta.

Los cuatro enlutados permanecieron en silencio unos segundos.

—¿Dónde para ese tipo? —quiso saber Lloyd Carter.

—En un fonducho de mala muerte... —se interrumpió, añadiendo al instante con significativo matiz—. Se interesa mucho por una mujerzuela que toca el piano en un saloon de Carson City. Creo que ella puede serles de mucha utilidad, ¿me comprenden?

—Creo que sí —asintió Allan Carter con torcida sonrisa.

—¿Cómo se llama esa fulana? —preguntó Richard Carter.

—Clara Warren. A partir del mediodía la encontrarán en el Saloon Wyoming.

—Bien... —musitó el mayor de los hermanos, pensativo. Y mirando a Nick, le preguntó—: ¿Recuerdas lo que hicimos en Tucson cuando el asalto al Banco?

Asintió el rubio.

—¡Vaya si me acuerdo. Allan! Como que fue nuestro mejor golpe.

Allan Carter se encaró de nuevo con Tom. Le interrogó:

—¿Existe algún lugar en Carson City donde haya almacenada paja o heno en cantidad?

Tom, como si hubiese intuido lo que pensaba el otro, respondió con evidente alegría:

—¡Ya lo creo! En el establo de Howard Call hay paja para alimentar a todos los caballos de la región.

—¿Dónde para ese establo?

—Al final de la calle Western Union, casi al principio de la carretera de Reno.

Allan Carter, desentendiéndose de Tom, se volvió hacia sus tres hermanos.

—¿Habéis oído? —inquirió. Agregando seguidamente—: Tú te encargarás de eso, Nick. Como en Tucson. Al mediodía, ¿entiendes? Es la hora en que el sol abrasa y la gente dormita. El incendio... será espectacular. La gente, medio adormilada, acudirá al establo en llamas. El sheriff en cabeza, por supuesto. Para entonces, esa Clara... Escuchad mi plan.

Por espacio de varios minutos estuvo dictando instrucciones en voz baja.

Page, mientras lo escuchaba atentamente, se frotaba las manos con nerviosa alegría.

Luego, los cuatro se pusieron en pie.

—Gracias, Page —dijo el mayor de los hermanos Carter—. Estamos en deuda con usted. Si nos necesita para algo...

—Cuando terminen de resolver sus asuntos —apuntó el hijo del ganadero—, si no tienen trabajo, puedo ofrecerles uno cómodo y bien pagado. Con la comida y el alojamiento gratis. Ayer perdí cuatro hombres valiosos, pero estoy seguro de que si ustedes los sustituyen no habrá motivo para echarlos de menos.

Se miraron entre sí.

Y como siempre, el que llevaba la voz cantante, respondió:

—Hablaremos de su oferta cuando ese Mike Breed esté lejos del mundo.

—De acuerdo.

Y estrechó con satisfacción las manos de los cuatro pistoleros.

Luego, cuando hubieron salido, se lanzó hacia el mostrador aporreándolo furiosamente al tiempo que gritaba:

—¡William, pedazo de cerdo! ¡Otra botella! ¡Rápido! ¡La mejor que tengas!

El tabernero apareció a los pocos instantes con un polvoriento recipiente de cristal.

Tom Page apartó el vaso de un manotazo y clavando el gollete de la botella en sus labios tragueó con largueza.

Luego, en feroz arranque, la estrelló contra la pared.

—¡Cuando ese hijo de zorra esté muerto... me beberé diez más!

Y estalló en salvajes carcajadas.