CAPITULO VII

 

Estaba tendido sobre el duro jergón, pasadas ambas manos por debajo de la nuca.

Clavados los ojos azul oscuro en aquel techo sucio y tiznado, cubierto en sus cuatro ángulos por espesas telarañas.

Pensaba.

En lo que era él.

En lo que no era.

En lo que hubiese podido ser.

Sentía añoranza por algo que se le hacía difícil comprender.

Quizá recordaba aquel pequeño rancho de Big Spring, ardiendo, crepitantes las llamas rojizas que parecían llegar hasta el cielo, asfixiante el humo negro que sentía como entonces pegado a su garganta.

Debió haber levantado una nueva empalizada sobre las cenizas de un algo que era sudor y sangre de alguien.

Pero no lo hizo.

Era tarde para preguntarse el porqué.

Vagar de un lado a otro en lo alto de un caballo, mirando hacia atrás sin ver nada, mirando adelante sin encontrar un sueño perdido, era estar lejos del mundo, de la vida..., de sí mismo.

Llamarse peregrino y gritar que buscaba la paz, hacía reír... o llorar. Total, ¿para qué? Para mecerse al soplo de un destino inflexible que le ofrecía lo fácil y le negaba lo más fácil.

Mike Breed era nadie..., no era nada.

Un ser vestido de polvo con un revólver al cinto.

Sin saber por qué, en medio de aquella confusión de ideas, Mike pensó que en el mundo, en la vida, existían hombres buenos como George Osborn y ojos nostálgicos, grandes, hermosos y profundos como los de Clara Warren.

Clara...

¿Qué tenía aquella mujer que le obligaba a pensar en algo que nunca había pensado?

Otro sueño perdido.

El... no. Mike Breed, no. El peregrino, no.

No podía ser para Clara.

Ella necesitaba un hombre que tuviese los ojos puestos en la vida y los pies clavados en la tierra.

Mike Breed miraba sin ver y pisaba en el aire.

¿Qué era él? ¿Qué?

Los golpes.

Los puñetazos.

Los gritos.

Todo aquello que en cuestión de segundos empezó a suceder al otro lado de la puerta dejó de ser sueño y arrebató a Breed de su mundo lejano.

—¡Forastero! ¡Forastero! ¡Abra...! ¡Abra de una vez!

Soltó un respingo y se plantó frente a la puerta abriéndola de par en par.

—¿Qué sucede, amigo?

Vio al tipo de ojos saltones, jadeante, sudoroso, diríase que asustado.

—¿Es usted..., es Mike Breed?

—Así me llamo. ¿Qué ocurre...? Viene usted desencajado.

El otro hizo un esfuerzo para acompasar la agitada respiración.

—Es que... es que algo horrible está sucediendo en el saloon Wyoming.

—¿Tiene algo que ver conmigo...?

Vaciló el esquelético fulano de ojos saltones.

—Pues... creo que en parte sí.

Mike, fríos sus ojos ahora, inexpresivo el rostro, inquirió:

—¿Por qué lo cree?

—Se trata de la pianista, de Clara Warren.

Breed sintió que su corazón golpeaba con mayor fuerza dentro del pecho.

¡Clara Warren!

—¿Qué le sucede? —preguntó, haciendo un esfuerzo para que su voz no denotara la emoción que empezaba a dominarle.

El otro carraspeó.

—El hijo de Page está tratando de... de besarla. Nadie interviene y...

Mike, con una frialdad que estaba muy lejos de sentir, musitó:

—En Carson City hay un sheriff. Su misión es proteger a los ciudadanos...

—¡Lo sé, lo sé! —le atajó el otro—. Pero... Tom es el hijo de Cecil Page. Y hasta el sheriff se lo pensaría antes de ganarse la enemistad... Además, yo he presenciado cómo usted la defendía a ella esta tarde. Por eso he corrido de un lado a otro buscándolo. Es forastero, ha demostrado no temer a Page..., bueno, yo he creído... en fin, iré en busca del sheriff.

—Será lo mejor, amigo. ¡Buenas noches!

Y lo empujó afuera cerrando la puerta.

Mike Breed no se quedó quieto.

Su pensamiento se movía con igual rapidez que se estaban moviendo sus manos.

Mucho había corrido en sus pocos años para que consiguieran engañarle de una manera tan burda e infantil.

Obvio que se trataba de una trampa.

Pero Breed, en ese mucho correr, entre otras cosas, había aprendido a conocer a la gente.

A los hombres.

Y por eso estaba seguro de que Tom Page, el niño mal criado, el cobarde, el que conseguía lo que deseaba, era muy capaz de hacerle daño a la muchacha con el único propósito de atraerlo a él a una trampa para vengar su dignidad humillada.

Y Mike Breed, soñador, peregrino, perseguidor de algo irrealizable, caería en mil trampas si era preciso.

Pero no podía permitir que dañasen a la muchacha.

Mientras todos estos pensamientos circulaban a velocidad de vértigo por su mente, el pelirrojo ya se había preparado.

Del saco de lona había extraído un brillante y reluciente cinto-canana distinto al que solía llevar habitualmente.

De éste pendían las fundas de dos... dos revólveres.

Dos «Colt 45».

Bien engrasados, basculados..., preparados.

Esa sería una sorpresa para quienes lo estaban esperando con su único revólver pendiente bajo la cadera izquierda.

Con rápidos ademanes ciñó las fundas alrededor de sus enjutas caderas por medio de una delgada tira de cuero.

Se habían empeñado todos... el Destino, Tom Page, Carson City...

¡Pues tendrían sinfonía en «Colt 45»!

Salió rápidamente del cuartucho que había alquilado en aquella fonda de mala muerte y asomó a la calle en cuestión de segundos.

No le hizo falta mirar al oscuro soportal vecino para apercibirse de la oculta presencia del tipo de ojos saltones que había acudido en su busca con torpes y falsas palabras.

Hizo como que no lo veía.

Echó calle abajo, torció por la primera a la izquierda, luego por la segunda a la derecha y cruzando por delante de la oficina del sheriff asomó a la calle Western Union.

Sus largas piernas marcaban un paso ágil y vivaz que lo acercó al Wyoming Saloon en un abrir y cerrar de ojos.

Cuando dejó atrás la polvorienta calzada para saltar sobre la tarima, seguido del taconeo de sus botas encima de la madera. ya llegó hasta sus oídos el bullicio que escapaba por arriba y abajo de las medias puertas.

El agudo chillido de una garganta femenina hizo estremecer su estirado cuerpo lo mismo que si acabara de recibir un violento latigazo.

De un patadón empujó las batientes semipuertas, con la idea de que su entrada se marcara con un canto más estridente que de costumbre, al oscilar aquéllas frenéticamente.

En un segundo, sus ojos escrutadores abarcaron la escena.

Vio a Clara tendida de espaldas sobre el piano y a Tom Page con los dedos aferrados al escote del vestido negro, tratando de rasgarlo.

Los jugadores seguían sin moverse de las mesas, pero eso sí, contemplando la lucha que sostenían hombre y mujer, con indiferencia o con risitas significativas.

—¡Un esfuerzo más, Tom! ¡Ya es tuya!

Mike sintió una mezcla confusa y dispar de sentimientos.

Asco, rabia, vergüenza, odio...

Sus ojos azul oscuro se contrajeron hasta empequeñecer de una forma inusitada, todo su cuerpo, tenso, vibrante, pasó en segundos a un extraño relax.

Su rostro atezado, salpicado de rojizas motas, cobró aquella inexpresividad fría, áspera, sentenciosa.

Cuando ya algunos giraban sus cabezas para enterarse del por qué las medias puertas cantaban con tanta estridencia, la voz de Mike Breed, ominosa, glacial, escalofriante, alzóse por encima de todos los ruidos.

Se le oyó pronunciar con lenta claridad:

—¡Tom Page! ¡Voy a matarte! ¡Por cobarde, por canalla, por abusar de una mujer indefensa!

La desbandada fue general.

Carreras en todas direcciones.

Los más lentos se tendieron bajo de las mesas, rogando que ningún proyectil se perdiera a ras del suelo.

El cantinero fue engullido por el mostrador.

Tom Page, tras propinar un violento empujón a la aterrorizada muchacha, se encaró con el de los ojos azules, luciendo en su boca lasciva una sonrisa despótica.

Provocadora.

—¡Ya ha llegado el «perdonavidas»! —exclamó burlonamente—. Ni soy cobarde, quizá sí un poquito canalla, y cuan do abuso de mujeres... son como ésta. ¡Puercas!

—¿Has tenido madre, Tom Page? —inquirió Mike con un tono que hizo estremecer las paredes.

El rostro del muchacho se congestionó. Y fue al bajar los ojos para recorrer la espigada silueta del otro, cuando su mirada tropezó con los dos revólveres que el pelirrojo llevaba al cinto.

La sorpresa hizo acto de presencia en la mirada de Page.

De sorpresa pasó a desconcierto y de éste a temor.

No obstante, mirando por el rabillo del ojo al barbudo Bill, que permanecía pegado a la pared del fono, en línea recta con respecto a Mike, sintió aumentar su cobarde confianza.

—¿Sueles interesarte por si los demás tienen aquello de que tú has carecido, verdad, pelirrojo?

Cuando Mike iba a contestar, intervino Plomo Bill, gritando:

—¡Claro que ha tenido, Tom! ¡Las perras también son madres!

En aquel instante, el jefe de los gun-men del todopoderoso señor Cecil Page, firmó su sentencia de muerte.

Porque Mike Breed, brusca e inesperadamente, se lanzó hacia la derecha contra el suelo y, revolcándose en la tarima sobre sí mismo, efectuó el «saque» de zurda más impresionante que jamás ojos humanos vieran en toda la historia del Oeste.

Y no es que Plomo Bill fuera lento precisamente.

Es que un primer balazo se le incrustó en el vientre.

Es que un segundo balazo se le hundió en el pecho.

Es que un tercer balazo le atravesó la garganta.

Y todo, cuando ya tenía sus revólveres en las manos.

Entonces apareció en escena Louis Gamble, atravesando las batientes de un brinco, al tiempo que disparaba sus armas ya empuñadas.

Lo vio de soslayo.

Las décimas de segundo precisas para dar uno de sus giros velocísimos cuando ya los proyectiles impactaban donde estuviera su cuerpo.

Mike Breed disparó a placer.

—¡Aaaag!

Brotó el ronco graznido de la garganta de Louis cuando soltaba sus pistolas alzando las manos para llevarlas al cuello.

Como si quisiera taponar el manantial de sangre que allí había nacido.

Se desplomó sobre la madera con impacto más que regular.

Mientras Plomo Bill, resistiéndose aún a la muerte, daba traspiés y volteretas, trompicaba contra una mesa y la derribaba en tierra con sonoro estrépito, quedando cruzado sobre ella, cabeza colgando por delante y los pies balanceándose por detrás.

La escena había sucedido en un tiempo muy inferior al que se necesita para describirla

Por eso Mike Breed, el pelirrojo peregrino de los ojos azules, el que perseguía la paz perseguido por la violencia, ya estaba en pie, con los «45» en la funda, frente a un montón de huesos temblorosos que tenían un nombre.

Tom Page.

—¡Cobarde!

El muchacho de rostro despótico, en el que ahora sólo había lugar para el pánico, aplastó su espalda contra el piano.

—¡Cobarde! —repitió Mike, adelantándose un paso más. Y repitió por tercera vez—: ¡COBARDE...!

El aspecto de Mike Breed era, en verdad, impresionante.

Su altura parecía haber cobrado límites extraordinarios, gigantescos. La mirada de sus ojos habíase trucado, de inexpresiva, en chispeantes esquirlas rojizas, que penetraban como un fuego abrasador.

Su sombrero, caído al efectuar el salto que había iniciado la lucha, no podía esconder ahora la mata profusa de pelirrojos y desordenados cabellos que se esparcían por la frente como un sudor fino y brillante.

Clara, acurrucada entre el piano y la pared, apretaba contra sus senos túrgidos el rasgado vestido, mientras sus profundos y místicos ojos negros, más grandes que nunca, estaban clavados fijamente en la varonil y apuesta figura de Mike Breed.

—Puesto que no contestar a mis insultos con tus revólveres..., ¡quítate el cinturón!

Page, lívido como un cadáver, empezó a bajar sus temblorosas manos hasta la hebilla del cinto.

Mike, sereno, hizo exactamente lo mismo.

Ambos cinturones resonaron como pistoletazos al tropezar contra la madera

—Ahora, Tom Page... —el pelirrojo arrastraba cada una de las palabras ominosamente—, como los hombres, ¡con los puños!

Empezaron a verse asomar cabezas. Los que estaban debajo de las mesas se alzaron para mostrar sus caras atónitas.

—¡Empieza, cobarde!

Quizá por unos segundos, Tom alimentó la esperanza de que aquélla era su única y última oportunidad de recuperar el maltratado prestigio.

Eso le animó a mover sus puños como mazas, pero torpemente. Ciego de rabia y furor, sin precisar el sitie donde descargaba sus golpes.

Mike extendió el antebrazo izquierdo para detener la diestra de Tom cuando trataba de alcanzarle el rostro, disparando su derecha a la boca del estómago del otro.

Acusó el terrible impacto.

Doblándose hacia adelante.

Entonces Breed le empotró la zurda por debajo de la barbilla alzándolo dos palmos del suelo y estampándolo contra el mostrador.

El costillazo fue impresionante.

Mike, con juego elástico de piernas, se plantó frente a Tom como una pesadilla.

Movió izquierda y derecha con precisión, castigando una y otra vez rostro y abdomen del cobarde Page.

Este, cediendo una vez más al duro castigo, logró en esfuerzo sobrehumano disparar la puntera de la bota contra el bajo vientre del pelirrojo.

Mike, no esperando aquella cobarde y traidora reacción, sintió que un dolor horrible ascendía por su vientre.

Se fue atrás llevándose ambas manos a la parte lacerada.

Tom, creyéndose salvado, lanzóse sobre el pelirrojo ensayando un nuevo punterazo que ahora dirigía a la cara.

Aún nublada la vista, Breed vio avanzar aquella bota descomunal.

Extendió ambas manos y logró atrapar el tobillo, al tiempo que se dejaba ir de espaldas al suelo tirando hacia adelante con todas sus fuerzas.

Tom Page voló por encima del pelirrojo estampando el cráneo contra una mesa.

Breed, dominando el dolor que seguía apretando su vientre, dio una vuelta sobre sí para levantarse y recibir a Page cuando giraba, sangrante la nariz.

Unió los dos puños.

Estampándolos con espeluznante chasquido sobre el rostro ya castigado del otro.

Page tropezó de nuevo contra la mesa y se vino adelante.

Para que Mike Breed lo cazara en un definitivo y terrible gancho que lo hizo pasar esta vez por encima de la mesa y lo derribó exánime junto al muro frontero.

El pelirrojo, jadeante, rota la camisa, hecho jirones el pañuelo, movió la cabeza tristemente.

Sin apenas resuello, articuló:

—Debía... debía... haberlo matado.

Giró sus ojos un tanto estrábicos alrededor de la atónica y silenciosa concurrencia, añadiendo:

—Una mujer... no es un objeto. Es un ser humano... del que hemos nacido y al que debemos respetar por encima de todo. ¡Hasta la más baja de las mujeres merece nuestro respeto... porque puede ser madre... madre de uno de nosotros!

Mecido su rostro varonil por la entrecortada respiración, avanzó lentamente al encuentro de Clara.

Ella, que había abandonado su posición entre piano y pared, fue en busca del hombre.

Bruscamente.

Vehementemente.

Espontáneamente.

Así extendió sus brazos tersos, suaves, sin acordarse de que sus ropas estaban rasgadas, sin pensar que la turgencia blanquecina de sus encantos desbordaba la tela, guiada sólo por el deseo incontenido de abrazarse a él.

Mike la recibió contra su pecho estrujándola, inconsciente, en explosión de un sentimiento noble, oculto, dormido en su largo y monótono peregrinar.

—¡Clara!

Y la mujer, sollozante, brotando de sus negros ojos un caudal de lágrimas espesas, susurró:

—Mike..., ¿por qué? ¡Oh, Mike! ¿Qué nos sucede? ¿Qué nos une?

El abrazo estrecho que fundía un algo espiritual que anhelaban dos almas gemelas, se hizo largo, casi eterno.

Siguieron unidos, mirándose con avidez, mientras los murmullos se alzaban a su alrededor y la normalidad iba reanudándose en el saloon Wyoming.

Mike, al fin, alejándola suavemente de él, se encaró con el cantinero de rechoncho semblante.

Rechoncho y bastante pálido ahora.

—Por esta noche —le dijo— la señorita Warren ha terminado su actuación.

—Sí..., sí, como usted crea conveniente. Desde luego. Le... le pagaré igual que por una actuación completa.

—Procure no olvidarse pues, tabernero.

Luego, tomando a Clara con infinita ternura, susurró:

—Vamos, pequeña. Necesitas descansar.

Por el rabillo del ojo, cuando salían del saloon, Breed vio que Tom Page seguía inconsciente.

Y en la acera, musitó ella en tono quedo:

—Mike..., te he causado muchos problemas. Por favor... ¡vete! ¡Sal de Carson City antes de que sea tarde! ¡No quiero que te...! —enmudeció, como si lo que iba a decir le produjese terror. Agregó—: No quiero que te suceda nada malo por mi culpa.

El, lo mismo que si no hubiese escuchado la últimas palabras de la mujer, preguntó:

—¿Dónde vives, Clara?

—Cerca de aquí. En la calle Gold (1). La señora Sharon me cede gratuitamente una de las habitaciones de su casa. Ella ha estado sola muchos años. Dice que mi compañía la hace feliz y que no se perdonaría que habiendo sitio en su hogar... una muchacha como yo tuviera que dormir en un hotel o en una de esas sucias fondas. Es una gran mujer, Mike.

(1) Calle Oro.

 

—No lo dudo. Me basta para ello saber que ha comprendido lo mucho de bueno, noble y limpio que hay en ti.

Seguían caminando.

La calle Gold era la penúltima que cruzaba Western Union y apenas tres o cuatro candiles brillaban a través de unas ventanas.

—Aquí vivo, Mike —musitó la muchacha. Agregando—: No me has contestado...

El, echando atrás con los dedos de la diestra el encrespa do cabello rojizo, la interrumpió con fingida ignorancia:

—¿A qué te refieres, Clara?

La voz de ella, dulce, tan melancólica como sus profundos ojos negros de serena belleza, desgranó con una inflexión en la que vibraba un extraño sentimiento:

—Tu vida, Mike. Corres peligro. Ese muchacho... estará enfurecido cuando se recobre. Cualquier villanía le parecerá pequeña con tal de vengarse. Mike..., te lo suplico: ¡vete!

Mike Breed, un peregrino sin expresión que aquel día lejano no había reunido las fuerzas suficientes para alzar encima del fuego lo que el fuego había destruido, reflejó en sus ojos azules toda la energía que entonces le faltara.

Apretando con suavidad los tibios y desnudos hombros de la mujer, dijo:

—He cabalgado mucho hacia un horizonte inexistente, he tratado de buscar una paz que durante mucho tiempo creí perdida entre las llamas... y en pocas horas, Clara, una cantimplora llena de agua y un piano tecleado por tus manos me han hecho comprender la realidad, la grandeza, lo mucho de hermoso y sublime que la vida reserva a quienes saben descubrirlo a tiempo. No me pidas que renuncie a la verdad para hundirme en la nube de unos sueños inalcanzable. Probablemente me creas un loco..., pero debo decirte que hoy he sabido lo que hago en el mundo y lo que debo hacer en adelante. Me quedaré aquí, miraré la vida de frente, veré la realidad y lucharé por algo que merece la pena.

Clara, prendidos sus ojos en la estirada figura del pelirrojo, inquirió sin apenas voz:

—¿Qué has encontrado en la vida que te hace suponer que debes luchar por ello?

La respuesta fue instantánea, escueta, significativa, llena de patética sinceridad:

—Tú.

Escondió la mirada.

—Y un hombre que es feliz gritando que su esposa cocina las tortas de maíz más exquisitas del mundo. Por ti y por él se ha detenido mi absurdo peregrinar... Por ti y por él sé que debo estar en el mundo.

Silencio.

Un espeso silencio que llegó a convertirse en asfixiante y mudo agobio, se apoderó de ambos.

Hasta que no pudieron contenerse.

Hasta que él atrajo los tersos hombros femeninos.

Hasta que ella alzó la cabeza con los labios entreabiertos.

Y no se rompió el silencio, al contrario.

Se hizo más impenetrable, más tangible...

Tanto como el beso apasionado que unía sus bocas, que fusionando sus alientos anudaba sus almas con un lazo indestructible.

Solo un tenue suspiro hendió el silencio y hasta pareció brillar en la oscuridad.

Porque los corazones brillan cuando el amor los ilumina.

—Adiós... Mike, hasta mañana.

—Clara, te quiero, ¿me oyes?

No le oía.

Lo besaba.