CAPITULO IX
Mike Breed saltó de la cama experimentando a la vez dos distintas sensaciones.
Le parecía no haber dormido en toda la noche.
Estaba seguro de haber dormido más placenteramente que nunca en su vida.
Golpearon la puerta.
Una pregunta asaltó su pensamiento.
¿Qué nueva trampa estaría urdiendo el implacable Destino en torno a su persona?
Metiendo el «Colt» entre pantalón y camisa, acudió a la llamada.
Abrió la puerta.
—¿Es usted Mike Breed?
Era un muchacho bastante joven, más que él, y lucía sobre el pecho una estrella de comisario.
—Yo soy. ¿Qué sucede?
—El sheriff le está aguardando en su oficina. Me ha encargado le dijera que se presente allí lo antes posible.
Asintió el pelirrojo.
—Dígale que iré en seguida.
—Así lo haré, Breed.
Y desapareció al instante.
Mike no se hizo demasiadas preguntas porque suponía con toda certeza el por qué de la llamada.
Terminó de vestirse.
Apretó la hebilla del cinto-canana que lucía una sola funda en la parte izquierda y abandonando el cuartucho salió a la calle cuando todavía un buen número de habitantes de Carson City seguían en sus casas.
Sin prisa, pero tampoco despacio, se encaminó hacia la oficina del sheriff Kellough.
Lo encontró tras la mesa, como la tarde anterior, pero en compañía de alguien.
Un hombre de rostro afable, expresión cansina, cabellos blancos, lacios y sucios, vestido con humilde impedimenta.
George Osborn.
La presencia del granjero contrarió enormemente al pelirrojo, pero hizo un esfuerzo por disimularlo.
Avanzó hasta la mesa.
—Buenos días, sheriff. ¿Qué tal, señor Osborn?
Y comprobó con extrañeza que el granjero vacilaba al estrechar la diestra que él le tendía.
Se encaró decididamente con el de los cabellos de rizado negro.
Le preguntó:
—¿Para qué quería verme, sheriff?
Robert Kellough, antes de responder, abarcó en profunda ojeada la silueta del otro.
Se detuvo en los fríos ojos azules.
—Por dos razones. Breed.
—¿Y son...?
—Una —Kellough hablaba despacio, casi con apatía, pero en realidad con un tono muy significativo—, la de aclarar por qué está dando más trabajo a Robin Hagen del que suele tener en todo un año. Anoche, al llevar el cadáver de Jerry Carter, pude contar cuatro féretros con sus correspondientes «ocupantes».
Mike, con los inicios de una fría sonrisa en la comisura de los labios, repuso un tanto sarcástico:
—Contó usted bien, sheriff. Son cuatro los hombres que maté ayer por la tarde. ¿Algo más?
Kellough se levantó de la silla, despacio, pero de una forma autoritaria, decidida.
Anunció:
—Me parece, Breed, que me está confundiendo. Y tengo la plena seguridad de que se equivocó al venir a Carson City. Aquí, en esta ciudad, hay una ley..., existe el orden. Yo, amigo... —se golpeó la estrella que pendía de su pecho—, llevo esto por algo más que un simple adorno. ¡Soy el encargado de que esa ley no se altere y ese orden se respete!
—Y yo, sheriff —le atajó Mike con voz opaca—, soy el encargado de defender mi persona cuando tratan de matarme. Los cuatro tipos que están ocupando los «muebles» que fabrica Hagen, eran cuatro pistoleros... y usted lo sabe tan bien como yo. Si en lugar de darse golpes en la estrella se preocupara usted de lo que ha dicho, es posible que las mujeres honradas no tuviesen que aguantar las insolencias de un canalla llamado Page, el cual, cuando no ve cumplidos sus caprichos, echa mano de los pistoleros que guardan el dinero de su padre.
—¡Mida sus palabras, Breed!
Los párpados del pelirrojo se entrecerraron.
—No me gusta que me amenacen, no me gusta que griten al dirigirse a mí... ni aunque lleve esa placa. Vuelva a levantar la voz, Kellough. Vuelva... y Hagen tendrá más trabajo todavía.
El que decía ser encargado de la ley en Carson City, vivamente impresionado, dio un instintivo paso hacia atrás trompicando con la silla que tenía a su espalda.
Trató de mostrarse digno y congraciarse al mismo tiempo con el hombre de ojos magnéticos y fuerte personalidad.
Dijo:
—Quizá no me han informado de los hechos como realmente sucedieron. Sé que usted no es un pistolero, Breed. No he podido evitar irritarme al saber de cuatro muertos en tan pocas horas. Comprenda mi postura. Yo no cobro de Cecil Page... ni aceptaría un solo dólar por servir sus intereses o pasar por alto las faltas de su hijo. Si usted obró en defensa de la muchacha y de su propia vida, hizo bien en matarlos.
Mike, como si no le hubiese oído, habló:
—Creo haber entendido que me ha llamado por dos razones. Suficiente clara la primera... —había un destello de burla en su voz—, pasemos a la segunda. ¿De qué se trata?
Kellough tomó asiento de nuevo.
—Ayer, cuando acudí a la granja de los Osborn para hacerme cargo del cadáver de Jerry Carter, le expliqué a George quién era...
—Usted me dijo que no lo conocía —intervino el granjero con voz dolida.
—No se precipite, Osborn —le atajó el de la placa. Agregando, con la mirada fija en Breed—: George asegura haber disparado también contra el menor de los Carter... Por ello, ante la duda de si fue usted o él quien mató al pistolero, he decidido que se repartan la recompensa.
Mike, dominándose, sintiendo en su interior una inmensa tristeza por lo que se veía obligado a decir, pensando que tenía que mostrarse como no era para salvar la vida de aquel pobre hombre, soltó, procurando comportarse como un auténtico «caza recompensas»:
—¡No me haga reír, Kellough! ¿De veras cree usted que ese viejo decrépito pudo «sacar» antes que yo y meterle a Carter un balazo en la garganta? ¡Es absurdo! Mi revólver apunta siempre al cuello del que tengo en frente... Deles una mirada a los muertos que tiene Hagen en su carpintería y saldrá de dudas.
George Osborn, sin apenas voz, con la cabeza inclinada, musitó:
—Yo... también disparé. Tengo derecho a la mitad de ese dinero. Había robado mi caballo, estaba dentro de mi casa...
—¡Déjese de tonterías, viejo! —le atajó Mike, haciendo un sobrehumano esfuerzo para dirigirse en aquel tono al pobre más grande y rico que conociera en su vida—. ¿Qué importa donde estuviera Carter? Yo «saqué» antes de que usted tuviera tiempo de darse cuenta de lo que sucedía, mi bala le atravesó la garganta cuando usted todavía conservaba los revólveres en la funda. Si necesita dinero y quiere ganarlo matando reclamados de la justicia, aprenda a disparar primero. —Se encaró con el de la estrella—: Kellough, yo y únicamente yo maté a Carter. Los cinco mil dólares me pertenecen y es grotesco que sigamos discutiendo algo que está suficientemente claro.
Robert Kellough, mirando al atribulado Osborn, le dijo:
—Lo siento. George. Mike Breed tiene razón. Usted no tiene la rapidez suficiente con el revólver para haber podido matar a Jerry Carter. Vuelva a su granja y olvídese del asunto.
El hombre, con expresión abatida, recogió el deslucido sombrero que había dejado encima de la mesa y. con pasos cansinos, abandonó la oficina sin musitar una sola palabra.
No bien hubo desaparecido, el sheriff, mirando a Breed de una manea significativa, sin pensar en si sus palabras le hacían perder el orgullo y dignidad de su cargo, dijo con acento que sonaba a sincero y noble:
—Perdone si al principio le he hablado como no debía. Breed. ¡Es usted un gran hombre!
Mike enarcó las cejas.
—¿A qué viene eso, sheriff!
Por toda respuesta, Kellough preguntó a su vez:
—¿Cree que estoy ciego. Breed?
El pelirrojo se dejó caer en la silla.
—No le comprendo.
—Pero yo si le comprendo a usted. No he dudado ni por un instante que fue su bala la que atravesó el cuello de Jerry Carter. Pero aunque no hubiese sido así, usted afirmaría ser quien había matado al pistolero..., ¿no es cierto? Sabe perfectamente que los Carter no tardarán en llegar si es que no están aquí ya, sabe que no vacilarían en matar a ese pobre hombre de saber que él había terminado con Jerry... y está dispuesto a jugarse la vida por salvar la de George Osborn.
Mike, siguiendo en su tesitura, soltó con énfasis:
—¡Vamos, sheriff. ¿A estas horas con sensiblerías? Yo quiero los cinco mil dólares y nada más. que maten a Osborn o no. es cosa que me tiene sin cuidado. Es usted quien debe preocuparse de eso.
Kellough, sin inmutarse, pronunció:
—Es usted tan mal actor, Breed, que ni en el circo más misero lo hubiesen aceptado como payaso. No sabe mentir porque nunca ha mentido. Apenas sé quién es usted, ignoro lo que busca y desconozco adónde va, pero lo único que no ha conseguido... es engañarme. A Osborn, sí. El es un pobre hombre que no sabe ver porque nada sabe de la vida pese a sus muchos años. Pero yo, amigo, he vivido mucho en pocos años. Quizá más que usted, Breed.
—Lo dudo, sheriff. Si hubiese vivido tanto como alardea no estaría hablando de mí como lo hace.
Kellough no se dio por vencido.
—De acuerdo. Mike. ¿Qué quiere? ¿Que los Carter lo maten? ¡Adelante! Llévese a la tumba sus sentimientos, sea bajo paletadas de tierra el héroe anónimo que desea ser..., pero antes, dígame una cosa, ¿qué hago con los cinco mil dólares cuando haya rezado las oraciones de ritual delante de su tumba?
Breed, apartando sus ojos de la fija mirada que en ellos tenían clavada los del sheriff, repuso en tono quedo:
—Aún estoy vivo, Kellough.
—Pero son cuatro..., ¡cuatro hombres los que vendrán a matarlo! Con un poco de suerte se llevará dos por delante... hasta puede que tres. Pero el cuarto... ¡el cuarto terminará con usted! Responda a mi pregunta. Mike. ¡Conteste! ¿Qué hago entonces con el dinero?
El pelirrojo, con pausados ademanes, se puso en pie. Echó hacia adelante.
Se detuvo bruscamente cuando alargaba la diestra para asir el tirador.
Volvióse hacia el sheriff, que seguía con los ojos fijos en él y musitó muy despacio:
—Entregúeselos a George Osborn y dígale que emplee mil en comprar maíz a su esposa para que cocine muchas tortas. Dio media vuelta y salió precipitadamente de la oficina.