12
Ludivine llegó la primera a su restaurante habitual y pidió el menú de costumbre: tortilla con ensalada y dos copas de Sauvignon bien frío. Nathalie llegó diez minutos tarde, mal peinada y con el rostro demudado. Cuando se sentó frente a su hija, le lanzó una mirada de perro apaleado que no dejaba presagiar nada bueno; pero si estaba ahí para defender a Max, sería inútil.
–Tienes mala cara, mamá –atacó Ludivine–. Deberías descansar un poco y cuidarte.
–¡Como si ahora pudiera pensar en eso! No te das cuenta de la situación por la que estoy pasando.
Poco dispuesta a dejar que su madre la acusara, Ludivine se encogió de hombros.
–Porque tú quieres.
–¡En absoluto! Estuve a punto de creer que lo que has provocado al final sería beneficioso para mí. Max separado por fin de su mujer, mudándose a París, ya lo veía para mí sola… Pues resulta que no, no quiere estar lejos de su Nelly, habla de ella todo el tiempo. ¡Espera que lo perdone! Y yo, en todo esto, ya no existo, ya no pinto nada.
–Tampoco es que antes pintaras mucho, así que no has perdido gran cosa.
–No sabes lo que dices. A mí esa situación me convenía, mira tú por dónde. O, al menos, me había contentado porque conservaba la esperanza de que algún día ocurriera algo.
–Algo ¿cómo qué? –se burló Ludivine, inclinándose por encima de la mesa y agitando el tenedor–. ¿Un milagro? Pero, mi pobre mamá, ¡si tu Max es un cobarde de primera categoría, un egoísta como no hay otro! De verdad, hay que ser constante para haber arruinado tu vida con un tío como él.
–Ludivine, es tu padre.
–¿Ah, sí? ¡Un padre inexistente, una sombra de padre, un rastro de padre!
Nathalie apartó su plato y se cruzó de brazos. La mirada que le dirigió a su hija de pronto ya no tenía nada de tierna.
–Entonces quisiste vengarte de él, ¿eh? ¿La tomaste con su hijo para desahogarte? Pero si los hijos no te han hecho nada, estaban ahí antes que tú y no sospechaban…
–Sí, estaban tan tranquilos, tan a gusto –la interrumpió Ludivine–. Puede incluso que se pensaran que Max es un tipo estupendo. Abrirles los ojos ha sido un placer, mamá.
–Eres malvada.
–La tristeza te vuelve malvado. Yo no soy un carnero dócil como tú, feliz de ser sacrificada. Siento rencor por ese hombre y lo he castigado.
Nathalie la miró fijamente, abrumada.
–No pensaste en mí ni un solo segundo, ¿verdad? ¿Solo te importaba tu venganza? Pues yo he tenido que soportar el malhumor de Max, y ahora soy yo quien tiene que pagar los platos rotos.
–¿Porque te va a privar de su divina presencia ocho días al año? Lo superarás, mamá. Y, un día, hasta me darás las gracias por haberte devuelto tu libertad.
–A mi edad ¿para qué la quiero?
Nathalie se levantó, se colgó el bolso y dejó a su hija plantada sin mirarla siquiera. No había comido nada, tampoco había sacado sus tickets-restaurante. Ludivine se quedó sentada, pensativa. Al cabo de un rato, empezó a picotear del plato de su madre. ¿Había hecho bien o mal al provocar ese cataclismo familiar? Max querría volver a su casa, con la cabeza gacha, para recuperar su apacible existencia. Pero su castigo, infligido por Ludivine, sería tener que soportar la mirada de los suyos, una mirada muy diferente a partir de ahora. Ese tal Dimitri, su hermanastro, le pareció que estaba terriblemente enfadado. La bofetada que le había dado no era para ella en realidad, lo sabía muy bien, no era más que un gesto de rabia ante una verdad inaceptable. Los «verdaderos» vástagos Bréchignac tenían ahora todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre las mentiras de su padre y, a fin de cuentas, no le guardarían rencor a ella sino a quien los había traicionado.
Me hubiera encantado tener un hermano mayor así. Es guapo y tiene mucho estilo…
En la galería lo había observado mucho tiempo, sin decidirse a dar el paso. Había ido a ver las esculturas, no esperaba encontrar allí a uno de los hijos de Max. Había ocurrido igual unos años antes, la historia se había repetido con precisión, como una señal del destino, y ella se había sentido obligada a hablar. Si él no la hubiera abordado, lo habría seguido por la calle y se habría dirigido a él de todas formas. La misma sangre corría por sus venas, Ludivine había querido que lo supiera y no se arrepentía lo más mínimo de habérselo dicho. Cuando él la empujó contra la puerta cochera, lo había observado desde muy cerca, y no, no se parecía a Max. Sin la foto no habría podido reconocerlo. Los ojos grises, como desleídos debía de haberlos heredado de su madre. Si le hubiera dejado tiempo, ella le habría dicho que no quería hacerle daño. Él no era el blanco de su acción, solo un instrumento, un mensajero. Antes de irse, le sugirió que saldara sus cuentas y ella se había mordido la lengua para no contestarle: «Acabo de hacerlo». Después, mientras lo veía alejarse, supo que contaría que la había conocido. Era obvio que no se trataba de alguien que buscara evitar el escándalo. No como su otro hermano, que había preferido callar, puesto que entonces no ocurrió nada. Hubo una tragedia en la familia justo después, una muerte accidental, y la historia de la «bastarda» quedó aparcada. Pero, por suerte, esta vez no había pasado lo mismo. Mamá se consolará. Se superan mejor las penas de amores que las tristezas de la infancia, se dijo.
Al contrario de lo que afirmaba su madre, Ludivine sí había pensado en ella. En la manera en que Max la trataba desde hacía tanto tiempo, como a algo insignificante, una amante cómoda. La revancha era para las dos, y el castigo, solo para él.
Quien siembra viento…, pensó.
Consultó su reloj y se apresuró a pagar. La consulta veterinaria volvía a abrir a las dos en punto, no podía llegar tarde. Y esa noche había quedado con su novio, que le preparaba una sorpresa por su cumpleaños. Un cumpleaños que, al parecer, su madre había olvidado, pues no pensaba más que en su Max, que la iba a dejar tirada.
Al recorrer a paso acelerado la calle soleada, se sintió más ligera que nunca. Ya no era una persona anónima nacida de padre desconocido, todos aquellos que debían conocer la verdad ya la sabían, y, al salir de la sombra, Ludivine había hallado por fin su identidad. Ahora quizá ya pudiera amar.
–¡Hasta mañana, chicas! –les dijo Ève a sus costureras.
Las muchachas bajaron la escalera entre un estruendo de tacones que repiqueteaban sobre los peldaños de madera, felices de poder salir antes de la hora. Ève esperó hasta oír el motor de sus coches y luego se reunió con Béatrice y Diane, que se paseaban por el taller examinando los modelos a medio coser sobre los maniquíes de tela.
–Ya está, así estaremos más tranquilas para charlar. No sé qué pensaréis vosotras, pero yo… ¡me he quedado ojiplática!
–Y eso ¿qué significa?
–Pues que se le han quedado los ojos abiertos como platos –explicó Béatrice; después le dirigió una sonrisa cómplice a su hermana.
–Daphné y Dimitri, de verdad que me cuesta creerlo –prosiguió Ève–. Y más sorprendente todavía la reacción de mamá. ¡Está feliz!
–A lo mejor temía ver un día a Dimitri del brazo de una perfecta desconocida que quizá no se hubiera integrado bien en La Jouve, ¿no? Con Daphné ¡está en terreno conocido!
La explicación de Diane no logró convencer a las dos hermanas.
–No ha manifestado ninguna sorpresa, como si le pareciera normal –observó Ève.
–Hubert sostiene que era previsible –dijo Béatrice–, que no había más que verlos cuando estaban juntos para intuir lo que iba a pasar.
–Bueno, él es psiquiatra, sabe ver estas cosas –refunfuñó Ève.
Parándose delante de una larga falda con volantes de un tejido provenzal, Diane exclamó:
–¡Preciosa! Pero no es muy fácil de llevar para ir a trabajar… –A continuación, se volvió hacia las dos hermanas y añadió–: ¿Cómo vamos a recibir a Daphné esta noche?
–Con cariño –recomendó Béatrice–. Debe de estar muy nerviosa, no podemos asustarla. Sobre todo no delante de mamá.
Nelly se había marchado a primera hora de la tarde, Anton la había llevado a la estación de Montpellier. Sin pedir la opinión de nadie, había decidido ir a París a ver a Max. Prefería estar lejos de su familia y de La Jouve para escuchar a solas sus explicaciones.
–De todas maneras, no podemos enfadarnos con ella, Dimitri no nos lo perdonaría –concluyó Béatrice.
–Sobre todo porque él parece feliz –subrayó Diane–. ¿Habéis visto su expresión cuando nos ha anunciado la noticia? ¡Está en una nube! Y Vladimir se ha mostrado categórico cuando lo hemos hablado: nada de pedirle cuentas a su hermano.
–Esos dos se ayudan desde siempre. –Ève se rio.
–¡No te imaginas hasta qué punto! Vlad dice que el primero que se atreva a hacer alguna alusión a Ivan se las verá con él.
–¡Huy, qué tarde es! –exclamó Béatrice–. Me voy pitando a preparar la cena. ¿Vienes, Diane?
–Venga, iros –les dijo Ève–. Yo cierro y enseguida os alcanzo.
Como de costumbre al terminar el día, recorrió el taller, guardó dos tijeras olvidadas y apagó los focos. En circunstancias normales, la familia se habría preocupado especialmente de la reacción de Max, pero desde que el patriarca ya no estaba allí, evitaban hablar de él. Cuando volviera –¡si es que volvía!–, ¿aceptaría que Dimitri y Daphné estuvieran juntos? Siempre le había mostrado mucho cariño a Daphné, su favorita, y su relación con Dimitri era francamente mala. Verlos juntos no haría sino exasperarlo.
Bajó la escalera y cerró con llave pero, en lugar de dirigirse hacia la casa, cruzó la explanada. Las ventanas del laboratorio de Dimitri estaban abiertas de par en par, prueba de que aún trabajaba. Llamó suavemente a la puerta y entró sin esperar a que la invitara a hacerlo. Su hermano estaba delante de su mesa de trabajo, con un tubo de cristal en una mano y una tira de papel en la otra.
–¿Ya es hora de cenar? –preguntó extrañado.
–No, aún tienes tiempo. ¿Dejas las ventanas abiertas para oír llegar el coche de Daphné?
Se volvió hacia ella con una sonrisa traviesa.
–¡Me has pillado! Pero también para disfrutar de los aromas de la tarde…
Llevaba un polo blanco, un vaquero gris y unos elegantes mocasines.
–Qué bien vistes –le dijo ella sonriendo–. El jersey con el que lo combinas es azul marino con cuello de pico, ¿me equivoco?
–Tú sobre ropa nunca te equivocas. Sí, tengo un jersey así, está ahí. ¿Querías hablar de trapos, hermanita? ¿O has venido a cotillear sobre Daphné?
Se echó a reír y al final contagió a Ève, que sabía reconocer su derrota.
–Vale, sí, he venido a eso, a que me expliques qué te ha pasado.
–Me he enamorado sin darme cuenta.
–¿De la noche a la mañana?
–No lo sé. Cuando he caído en la cuenta, ya estaba loco por ella.
–Eso es nuevo para ti, ¿no?
–De esta manera, sí.
–¿Y no te has preguntado si no era mejor no decir nada a nadie? Bueno, solo a Daphné…
–¿Para qué?
–¡Siempre has sido más bien discreto sobre tus aventuras!
–Pero es que no se trata de una aventura, Ève. Yo la quiero. Y, aunque sea discreto, como tú dices, no soy tan reservado como tú, y no tengo ganas de andar escondiéndome. Daphné es la mejor noticia de mi vida, no pienso mantenerla en secreto.
–¿Eso va con segundas?
–No, para nada.
Ève se puso a recorrer las hileras de probetas de un extremo a otro, irritada por la calma de su hermano.
–Te envidio –dijo por fin–. No te lo has pensado, has…
–¡Oh, claro que lo he pensado, y mucho! Antes de ser capaz de confesárselo, estuve varias noches sin pegar ojo. Pero mis dudas eran por ella y por Ivan, no por vosotros. Aunque os adore, a todos, me siento libre de actuar a mi antojo.
–Entonces ¿te trae sin cuidado nuestra opinión?
Dimitri dejó la tira de papel en un cuenco, se acercó a su hermana, la agarró de los hombros y la miró a los ojos.
–¿Cuál es tu opinión, Ève?
–Pues que a mí lo de que estéis juntos Daphné y tú se me hace raro.
–¿Por Ivan?
Contrariamente a lo que suponía Vladimir, Dimitri era del todo capaz de evocar a su hermano muerto, acababa de nombrarlo dos veces en menos de un minuto.
–No –reconoció ella con una voz casi inaudible–. Supongo que eso ya ha prescrito y que Daphné tiene derecho a enamorarse de quien quiera.
–Es lo que le repetimos desde hace años.
–Ya lo sé…
–¿Estás enfadada, celosa? ¿Tienes miedo de perder a la vez a un hermano mayor y a una buena amiga? Pero ¡no vamos a abandonar La Jouve, Ève! He aclarado las cosas precisamente para que no hubiera ningún malentendido.
Su hermana había logrado mantenerle la mirada hasta ese momento pero, de pronto, bajó la cabeza.
–Me siento cobarde comparada contigo. Inmadura. Maud tiene razón. ¿Por qué no soy capaz de presentársela a la familia como la mujer a la que quiero, como mi pareja, y de decir que las cosas son así y no de otra manera, que lo toman o lo dejan? Tú lo has hecho, aun sabiendo que podía ser como lanzar una bomba. Mamá podría haberte arrancado los ojos.
–Mamá aprueba todo lo que hacemos siempre y cuando nos vea felices. Aquí, el único que refunfuña es papá, pero da la casualidad de que ya no puede imponer su opinión sobre nada. Si tienes ganas de traer a Maud a casa, hazlo, guste o no guste. Ya eres mayorcita, Ève, deja de comportarte como la niña pequeña que no quiere disgustar a su papá.
–¡Ya no soy la pequeña, está esa tal Ludivine!
Dimitri la miró e hizo un gesto de asentimiento.
–Sí, es difícil de aceptar. Pero menos que si nos hubiéramos enterado de adolescentes. Olvida un poco a nuestros padres y piensa en ti, en tu futuro.
–Pues tú no olvidas. Y tu rencor es tenaz, parece que te hubieras convertido en el peor enemigo de papá.
–Cuando me enteré, me puse como una furia –reconoció.
La miró fijamente un par de segundos más antes de soltarla. No quería contarle que la peor de las revelaciones de Ludivine tenía que ver con la muerte de Ivan. Que, con el tiempo, habría podido perdonarle a su padre todo lo demás, pero no eso. Esa hermanastra caída del cielo era el origen de una tragedia que la superaba y de la que ella ni siquiera llegó a saber nada. Guardarle rencor era inútil. Para Dimitri, Max seguía siendo el culpable de todo.
–¿Crees que se van a reconciliar? –le preguntó Ève.
–No lo sé. Es su relación, su vejez. Mamá hará lo que sea mejor, estoy seguro.
El rugido de un motor en la explanada le hizo precipitarse hacia una de las ventanas. El Mini rojo de Daphné estaba aparcando junto a su Lancia. Con un gesto mecánico se pasó la mano por el pelo y se tiró del polo hacia abajo. A su espalda, oyó a Ève echarse a reír y exclamar:
–¡Y luego resulta que yo me comporto como una niña! Tendrías que verte…
Bromeaba, alegre, pero había una pizca de acidez en su comentario.
Maximilien estaba en un extremo del andén y buscaba a Nelly con la mirada entre el torrente de pasajeros que bajaba del tren.
Si me hubiera dado el número del vagón, no estaría aquí como un tonto…, pensó.
Preocupado de no verla, se fijaba en todas las mujeres de pelo blanco, y fue ella quien se acercó a darle una palmadita en el hombro con un gesto seco.
–¡Necesitas gafas, Max!
La contempló unos instantes, asombrado.
–¿Qué te has hecho en el pelo?
–Me lo he cortado en señal de rebeldía, y me lo he teñido para encontrarme, porque me había perdido. Si no te gusta, me trae sin cuidado.
–No, no… Te queda muy bien, de verdad.
–Gracias. Bueno, he reservado una habitación en el hotel Terminus Lyon, en el bulevar Diderot. Justo enfrente de la estación.
–Te llevo a cenar primero. He reservado en…
–No. He elegido ese hotel porque nos pueden servir la cena en la habitación. No quiero hablar contigo en un restaurante, mesa con mesa con desconocidos que escuchen nuestra conversación. Y, si nos enfadamos, no tendrás más que marcharte, es más fácil.
Al haber puesto Nelly patas arriba sus planes, Max se sintió inquieto. Había esperado que una buena cena y un buen vino relajaran un poco el ambiente entre ellos, pero en una habitación anónima, solo frente a su mujer, estaría como delante de un juez.
–Si te empeñas… –aceptó de mala gana.
Le recogió de las manos la bolsa de viaje, que era ligera. Era obvio que no pensaba quedarse mucho tiempo en París y solo se había llevado lo estrictamente necesario. Mientras cruzaban el vestíbulo de la estación, la miró varias veces de reojo para tratar de adivinar su estado de ánimo, pero su rostro era impenetrable. Un hermoso rostro de pómulos altos y mirada clara que, pese a las señales del tiempo, le recordaba dolorosamente a su «princesita rusa», aquella a la que había convertido en la reina de sus fiestas de juventud, hacía más de cincuenta años. Y todo ese largo camino que habían recorrido juntos no debía, no podía, interrumpirse ahora: esa perspectiva lo aterraba.
Un cuarto de hora después se encontraban frente a frente en una habitación un poco ruidosa porque la ventana daba al bulevar, a la espera de la cena algo frugal que Nelly había pedido en la recepción del hotel. Sentado muy tieso al pie de la cama, Max se preguntaba desde qué ángulo atacar la conversación cuando Nelly le espetó con voz resuelta:
–¿Cómo has podido mentirme durante tanto tiempo, Max?
–¿Y cómo hubiera podido decirte la verdad? ¡Te habrías ido!
–Pero ¿por qué necesitaste otra mujer, otra hija? –preguntó Nelly, dejándose llevar por la rabia.
–La hija yo no la quería. Escucha, todo fue culpa mía, de acuerdo, porque fui tan tonto como para dejarme tentar por una chica guapa. En aquella época, Nathalie era muy joven, y yo, muy débil. Tuvimos una aventura que no estaba destinada a durar, pero… Lo digo sin vanidad, ella se encariñó mucho de mí. Como sabía muy bien que nunca te dejaría, decidió tener un bebé para no estar sola.
–¿Para no estar sola? –repitió Nelly, aterrada–. ¿Para eso se traen hijos al mundo?
–No se lo pude impedir. Nació una niña, a la que no reconocí, pero de la que pese a todo me he sentido siempre un poco responsable.
–¡Lo que tiene una que oír! ¿Responsable? ¡Pues claro, faltaría más!
Desestabilizado, Max consiguió proseguir pese a todo.
–A veces le daba a Nathalie pequeñas cantidades para ayudarle a criarla, pero solo la veía de tarde en tarde.
–¿Cuando venías a París?
–Sí.
–Y ¿por eso nos instalaste a todos en La Jouve?
–¡No!
–¿Fue por casualidad, entonces? ¿Pura coincidencia? Por aquel entonces, ¡insististe tanto en que nos mudáramos a Montpellier! No soy estúpida, pobre mío, he atado cabos y he visto claro tu tejemaneje. Y no sabes hasta qué punto me parte el corazón.
Su voz tembló un instante pero enseguida se repuso.
–A ti, Maximilien Bréchignac, con el que me casé ante Dios, siempre te fui fiel y te di los hijos que deseabas pues, siendo como eras hijo único y triste por serlo, soñabas con una gran familia. También respeté tu carrera de artista y te admiré como mejor supe, quedándome en un segundo plano. Te preparé la comida y planché tus camisas durante medio siglo, y también llené la olla gracias a mi taller de costura. Me daba igual, estaba acostumbrada a trabajar, podía hacerlo por ti. ¿Tengo que recordarte que no tuve una juventud fácil?
Su mirada se perdió más allá de Max y, durante unos instantes, pareció sumirse en lejanos recuerdos.
–Por más que mis padres se partieran el espinazo –prosiguió por fin–, estábamos casi en la miseria, y a veces me faltó de comer. Pero yo conseguía no afligirme, segura como estaba de que algún día conocería a mi Príncipe Azul y sería feliz hasta el fin de mis días. Lo acechaba, lo esperaba con todas mis fuerzas ¡y creí que eras tú, Max!
–Y lo soy… –dijo él en voz baja.
–¡Oh, sí, vaya príncipe! ¿Es que no entiendes nada?
Sus ojos claros volvieron sobre él y lo miraron fijamente.
–Si me apuras, quizá te hubiera perdonado una aventura de una noche, un desliz de una noche de borrachera. Lo que los hombres llaman, con asquerosa complacencia, una cana al aire. Pero treinta y cinco años de hipocresía y de mentira, treinta y cinco años de pérfido engaño día tras día te convierten en un monstruo. Me has traicionado, pisoteado y reducido al rango de simple accesorio en tu vida. Sin embargo, no me has destruido, contrariamente a lo que casi creí la noche en que Dimitri me lo contó todo, la noche en que todo mi mundo se derrumbó. En ese preciso momento, Max, recordé la angustia de mi madre. Cuando le hablé del escultor del que me había enamorado locamente, del apuesto artista que me cortejaba, me predijo decepciones, me anunció que, tarde o temprano, me llevaría un buen chasco. Debería haberla creído, ¿eh? Ella quería para mí alguien sólido y fiable, pensaba que tú no valías. ¡Qué clarividencia la suya! Pero cuando se tienen veinte años una no escucha a sus padres, como es natural. Cuando me pediste que me casara contigo confiaba absolutamente en ti, eras mi ideal. Y después, como una idiota, nunca dudé de ti. ¿Te das cuenta? Aunque, de vez en cuando, tus estancias en París me daban qué pensar, me decía a mí misma que no, tú no, mi Max no. Pese a los altibajos de la vida, siempre he tenido la convicción de que éramos cómplices. Hasta podría haber jurado que lo sabíamos todo el uno del otro. La pareja que formábamos era para mí indestructible, habíamos superado y vencido la prueba del paso del tiempo, ¡Sí, vaya victoria! Ahora todo se ha venido abajo, todo ha terminado. Nunca más quiero…
–Espera, espera, Nelly –la cortó él con voz jadeante–. No digas cosas definitivas.
–Digo lo que pienso, nada más. Hago un balance que no te favorece. Constato que todo ha sido un engaño.
El botones llamó a la puerta, y se quedaron callados hasta que dejó la bandeja de la cena en una consola. Cuando se marchó, Nelly dijo:
–Podrías haberle dado una propina.
–Hace mucho que eso ya no se hace.
–¡Viajo tan poco! –dijo Nelly, con una risita amarga–. Nunca íbamos a ninguna parte y, en cuanto nos mudamos a La Jouve, me desanimaste de venir a París. Sin duda porque tu pequeño taller se había convertido en tu segundo hogar, ¿verdad?
–No, mujer…
–Claro que sí. ¿Allí es donde te ves con ella?
Max bajó la cabeza e hizo un gesto de impotencia.
–¿Y dónde ves a su hija también? –insistió Nelly–. ¿Ves?, digo «su hija», todavía no consigo admitir que es hija tuya, tan hija tuya como Béatrice y Ève. Además, según parece, a ella la has esculpido, ¿no? ¡No les has otorgado ese honor a las dos hijas que llevan tu apellido!
Era evidente que Dimitri no le había ahorrado nada a su madre, ni siquiera la existencia de ese dichoso busto. Max sintió una bocanada de rabia al pensar en su hijo, que se había erigido en justiciero, pero un segundo después se calmó. No, Dimitri no le había contado todo, no estaba loco, había protegido a Nelly de lo peor y no había hablado del enfado de Ivan. ¿Hacía eso que Max estuviera en deuda con él? Esa idea le resultaba harto desagradable.
–Nelly, no quiero que nos separemos –murmuró Max.
–Anda, eso me recuerda el día en que me llamaste Nathalie, y todo el numerito que montaste sobre la canción de Bécaud para justificar tu lapsus. Sí, yo soy Nelly, la vieja engañada.
–Oh, mi amor…
En esa última palabra Max puso tanta sinceridad, que vio que Nelly acusaba el golpe.
–Déjame ganarme tu perdón –añadió con apremio–, y permíteme volver a mi casa.
Habría sido mejor que dijera «a casa», pues Nelly acababa de ponerse rígida.
–¡Qué claro me dejas que se trata de tu casa!
–Heredé La Jouve de mi padre –dijo Max para justificarse.
–¿Y qué? ¿Acaso tendría que irme yo? ¡Oh, podría buscarme un sitio más pequeño, solo para mí, menos cansado que ese caserón! Dimitri podría trabajar sin problema en su apartamento, a Ève no le costaría nada instalarse en Montpellier, con eso ganaría clientes, y a Vladimir podría ponerle casa el banco. ¡Así estarías a tus anchas tú solito, y nadie te impediría traerte a tu otra familia a tu Jouve!
–Nelly, te lo suplico… Esa es tu casa, no puedes dudar de ello. En cuanto a mí, no me veo allí ni solo ni con nadie que no seas tú. Si ya no quieres estar conmigo, no volveré a poner los pies allí.
Ella lo miró desafiante, se apartó de él y se asomó a la ventana. Abajo, por el bulevar, se abría paso un ruidoso torrente de coches. ¿Qué quería oír de labios de Max, ahora que lo sabía capaz de todas las mentiras? ¿Qué había ido a buscar allí, que le pidiera perdón, una reconciliación? ¿Qué esperaba de ese hombre? ¿Disculpas, lágrimas, falsas promesas? A Nelly no le gustaba el cinismo y había dicho lo que quería decirle. Pese a su rencor y su desamparo, Max seguía siendo su marido, no quería que desapareciera de su vida para siempre.
–¿Qué podemos hacer? –murmuró.
A su espalda, Max se levantó y avanzó hacia ella. No intentó abrazarla, algo que ella no habría soportado, se contentó con rozarle el cabello corto, en la nuca, como si quisiera familiarizarse con ese nuevo peinado.
–Voy a romper con Nathalie –dijo en voz baja–. Ya se lo he dado a entender. Para mí lo esencial eres tú.
No le había quedado demasiado mal la frase.
–Ludivine no me tiene ningún afecto, no quiere verme más –añadió.
Eso también sonaba bien. Demasiado bien. Ahora que Nelly acababa de enterarse de la existencia de esas dos mujeres ¿iban a desaparecer, así sin más?
–Vamos a necesitar tiempo, Max.
–¡Lo tenemos!
Para que no triunfara tan rápido, Nelly sintió ganas de decirle que su hija Ève amaba a una mujer y que su querida Daphné retozaba ahora con Dimitri. Eso habría bastado para dejarlo fuera de combate. ¡Cuántos cambios encontraría a su vuelta! ¿Sería eso suficiente como castigo? Pues no podía esperar que lo corroyese el sentimiento de culpa. Si Max se arrepentía de algo no era de su propia traición, sino del hecho de haber sido descubierto. A no ser que, cansado de esa relación antigua, y quizá sin emoción ya, no sintiera cierto alivio al ver que todo volvía a estar en orden en su vida. Después de todo, se hacía viejo.
–No vamos a tomar ninguna decisión esta noche –le dijo Nelly, haciéndole frente–. Estoy muy enfadada contigo, no sé si lo nuestro tiene arreglo.
Su confianza en él estaba seriamente dañada, su ternura hacia él, muy mermada, pero con todo lo seguía queriendo. Y, además, ¿no había temido, en el fondo de su corazón, que Max prefiriera a la otra a fin de cuentas?
–Tengo un poco de hambre. –Señaló la bandeja con un gesto. –¿Tú no?
Era obvio que Max se preguntaba si debía sonreír, si tenía derecho a hacerlo.
–Después te irás y reflexionaremos en paz.
–Sí, Nelly mía –se apresuró a aceptar él.
Colocó la única silla de la habitación delante de la consola y, como cuando eran infinitamente más jóvenes, se inclinó ante ella para ofrecérsela.
Habían alargado tanto la sobremesa que ya era noche cerrada. La docena de velas se había fundido en los candelabros, y, cuando la última se apagó chisporroteando, se resignaron a levantarse. Esa larga cena bajo el almez, en ausencia de Max pero también de Nelly, les había permitido hablar con mucha libertad, y cada uno había podido compartir con los demás sus preocupaciones o sus proyectos. Como ignoraban qué decisión tomaría su madre, se habían puesto de acuerdo para preservar La Jouve pasara lo que pasara. Callado, como era su costumbre, Anton los había escuchado sin intervenir, limitándose a aprobar con un gesto sus decisiones. Max parecía haber perdido definitivamente su papel de cabeza de familia, ahora le correspondía en principio a Nelly, aunque en realidad se lo habían atribuido a Vladimir.
–Yo no vivo aquí –le había dicho Dimitri–. Te tocará a ti apoyar a mamá en el día a día, vuelva o no papá. ¡De todas formas, eres el hermano mayor!
No existía ninguna rivalidad entre los dos hermanos, era evidente que siempre se ayudarían en lo esencial. Y lo que quedaba claro de esa larguísima conversación sin trabas era su amor por la casa en la que habían crecido. Allí se habían casado Vladimir, Béatrice e Ivan; allí trabajaban Dimitri y Ève; allí había creado Max la mayor parte de su obra. Allí también había nacido la tercera generación de los Bréchignac, con Juliette, Louis y Paul. Y, por último, era allí donde podría reunirse siempre todo el clan. En realidad, La Jouve representaba el puerto al que cada uno podía regresar siempre que quisiera.
En el rellano de la primera planta se desearon buenas noches antes de volver a sus habitaciones. Daphné, vacilante, quiso dirigirse a la suya, pero Dimitri se lo impidió, reteniéndola contra sí hasta que todo el mundo desapareció del pasillo.
–Te vienes a dormir conmigo –le dijo en voz baja.
Tarde o temprano, se plantearía la cuestión. Desde su primera noche en La Jouve, doce años antes, Daphné siempre había ocupado la habitación de Ivan, y, por supuesto, Dimitri no iba a cruzar ese umbral, en cualquier caso no como amante de Daphné.
Ella aceptó enseguida, aliviada, y lo siguió hasta su puerta, que se encontraba en el extremo opuesto del pasillo.
–¿Habías estado alguna vez en mi habitación? ¡Hay tantas en la casa! Mis ventanas dan al valle, me encanta ver ese paisaje al despertarme. Cuando nos instalamos aquí, Vladimir tenía trece años, y yo, once. Nos dejaron elegir habitación, y te puedes imaginar que no queríamos estar muy cerca de nuestros padres. Ivan y Béatrice eran más pequeños, a ellos no les dejaron elegir, en cuanto a Ève, apenas tenía unos meses.
Dimitri hablaba deprisa para hacerle olvidar que acababa de cambiar de entorno, de costumbres y de hombre.
–Puedes desordenar todo lo que quieras, no soy maniático, me da igual.
–¿Que no eres maniático?
–Sí, de verdad. Ordeno sin darme cuenta pero, en el fondo, me da igual. De hecho, puedo decirte que todo me da igual mientras tú estés conmigo. Si prefieres, ¡nos vamos a dormir a un granero, o al raso! ¿Has dormido alguna vez al raso?
–No, me dan demasiado miedo los bichos.
Dimitri se puso detrás de ella, la agarró por la cintura y apoyó la barbilla en su hombro.
–Pero ¿te da miedo estar aquí, conmigo?
–Me pregunto qué opinan los demás –reconoció con franqueza.
–¿Por qué crees que opinan algo? Hubert debe de estar abalanzándose sobre Béatrice, como todas las noches; Vladimir, sobre Diane, puesto que es sábado; Ève estará hablando por teléfono con Maud; Anton, soñando con un paso de tango, y los niños, ¡leyendo debajo de las sábanas con sus linternas!
Daphné se echó a reír, algo más relajada.
–Vamos a pasar un verano maravilloso –le susurró él al oído–. Y tendremos un futuro también maravilloso, te lo prometo. ¿Puedo hacerte promesas?
Como ella no contestaba, Dimitri añadió, en voz aún más baja:
–Te quiero, Daphné.
Ella se volvió de golpe para mirarlo y arrojarse en sus brazos.
–¡Yo también!
–Cada vez que me digas esas dos palabras, me estremeceré de alegría. La otra noche, en mi casa, no me lo creí cuando las escuché, eran un auténtico regalo del cielo. Hasta ese momento estaba convencido de que te reirías en mi cara o te marcharías corriendo.
–Estaba deseando que ocurriera, pero me sentía abominable por pensar en ello.
–Mi pequeña, mi pequeña Daphné…
Con mucha habilidad, sin tirarle del pelo, le quitó la goma de la coleta y le masajeó la nuca con las yemas de los dedos. Sabía que, al día siguiente, al despertarse, sería inevitable que sintiera un pellizco en el corazón al verse en esa habitación, tendida a su lado en la cama. Unos días antes, cuando le había contado la noticia a toda la familia, y Daphné fue a cenar a La Jouve, Nelly la recibió con naturalidad y cariño, pero no se quedaron a dormir, volvieron a Montpellier a su apartamento. Esa noche sería distinto, había que pasar por ahí y superar el momento. Le correspondía a él esmerarse para que ella se sintiera cómoda y a gusto. Bajo sus aires de mujer decidida, Daphné era vulnerable. Además, desde la muerte de Ivan, no había vivido con nadie ni se había enamorado de verdad de nadie.
–¿Quieres que vayamos a buscar tus cosas?
Lo que Dimitri no quería era que fuera ella sola. En su habitación debía de haber llorado mucho y, con el paso del tiempo, también soñado mucho. Hoy Dimitri deseaba que no pensara más que en él.
–Voy a intentar hacerte feliz –le dijo y le besó la punta de la nariz.
Tenía un montón de ideas para conseguirlo, y no recordaba haber sentido nunca tanta alegría en su corazón.
–Tú me das alas –constató Dimitri, embelesado.
Anton no había querido ceder su puesto, estaba decidido a recoger a Nelly en la estación. Él la había acompañado al marcharse y allí estaría también a su regreso. Dimitri, que era tan cabezota como él, por fin había logrado convencerlo para ir juntos, y como ambos querían estar en el andén, Daphné acabó al volante del Lancia.
Puso la radio y dejó encendido el motor para poder disfrutar del aire acondicionado mientras vigilaba de reojo la riada de viajeros que salía de la estación Saint-Roch. Hacía un calor asfixiante en Montpellier que anunciaba un domingo de canícula. Daphné volvió el retrovisor hacia ella y se observó con curiosidad. ¿Estaba distinta? Se sentía serena, feliz y sonreía por todo.
–¿Qué verá en mí que le parece tan extraordinario?
Dimitri la miraba como si fuera la mujer más hermosa del mundo.
–¡Hasta me ha dejado su coche, casi nada!
Volvió a sonreír, feliz, y colocó el retrovisor en su sitio. En La Jouve, Béatrice y Diane estarían muy atareadas, preparando un almuerzo excepcional para celebrar el regreso de Nelly. Esta no se había demorado en París, había tomado uno de los primeros trenes de la mañana. ¿Eso era buena o mala señal? ¿Cómo habría zanjado el futuro de Max? En su lugar, Daphné nunca hubiera podido perdonarlo, pero ella no tenía la edad de Nelly ni cincuenta años de matrimonio y cinco hijos a sus espaldas.
Pensar en el matrimonio le arrancó otra sonrisa. Dimitri se las había apañado para sacar el tema de refilón, pidiéndole que lo pensara cuando tuviera «un ratito». En lo que a él respectaba, ya tenía su decisión tomada desde el momento en el que Daphné le había contestado con su famoso «yo también».
Lo vio de lejos, le sacaba una cabeza a todo el mundo. Anton y él flanqueaban a Nelly, uno le llevaba el bolso de viaje, y el otro, el de mano. Daphné se bajó del coche, un poco nerviosa de repente. ¿La decisión de Nelly sería la condena de Max y su exilio definitivo? Pese a la decepción que había sentido al enterarse de su doble vida, no conseguía dejar de quererlo del todo. El cariño que él le demostraba desde siempre la conmovía, y admiraba profundamente su talento. Echado de casa por sus hijos, le había pedido auxilio a ella, y era la única persona cuya presencia toleraba en su taller. No le daría la espalda aunque todos los demás lo hicieran, ni aunque Dimitri se molestara por ello.
–¡Ah, Daphné, querida! –exclamó Nelly y le dio un abrazo–. Me alegro de estar de vuelta, ya no me gusta nada París.
–¿Te dejo conducir? –le propuso Dimitri a Daphné.
–¡Pues sí que te debe de querer! –comentó Nelly, divertida–. En ese caso, me siento detrás con Anton.
–No, mamá, siéntate delante, que irás más cómoda.
–Tú no cabes detrás, eres demasiado alto.
Sin admitir réplica, Nelly se sentó detrás y le dio unas palmaditas en el brazo a Anton.
–Qué detalle por vuestra parte venir a recogerme.
Daphné arrancó el motor y se incorporó sin problema a la circulación.
–¿Y bien? –preguntó Dimitri a quemarropa, volviéndose hacia su madre.
–Pues… Tu padre y yo hemos hablado. Había que precisar algunas cosas. Por el momento, me concedo un tiempo de reflexión. No estaba preparada para que volviera a casa, pero un día de estos… tendrá que volver.
Y, como si no quisiera dar más explicaciones, se enfrascó en la contemplación de las calles del centro que iban recorriendo.
–Ayer pinté la puerta de la cocina –anunció Anton.
Se podía contar con él para cambiar de tema, como lo demostró la sonrisa inmediata de Nelly. Aprovecharon para enumerar todas las reformas que habría que acometer durante el verano, un tema que los ocupó hasta que dejaron atrás Montpellier y enfilaron las carreteritas secundarias que subían hacia los bosques.
–Parece que aquí hace menos calor ya –le dijo Dimitri a Daphné con mucha seriedad.
La frase era tan previsible que esta se echó a reír y, sin querer, dio un bandazo al Lancia.
–¡No nos mates! –refunfuñó Anton.
–Conduce muy bien –afirmó Dimitri y bajó su ventanilla.
Una bocanada de aire caliente invadió enseguida el coche.
–Sube el cristal inmediatamente –protestó Nelly, cuyo cabello corto se veía ahora revuelto.
Al llegar a la explanada de La Jouve, Daphné aparcó al lado de su Mini rojo.
–¡Qué feliz estoy de estar de vuelta! –exclamó Nelly.
Y eso que no se había marchado mucho tiempo. De pie junto a la puerta del coche, miró uno a uno todos los edificios de la finca, levantó la cabeza hacia el cielo, de un azul intenso, y soltó un largo suspiro. Mientras Anton se alejaba con su bolso de viaje, Daphné le dijo a Nelly:
–Voy a decirles a los demás que ya estás aquí.
Corrió hacia la casa. Nelly se volvió entonces hacia Dimitri y lo miró a los ojos.
–No creo haberte visto nunca tan feliz –le dijo con ternura.
–Soy muy feliz, mamá.
–Entonces tranquiliza a Daphné, tengo la impresión de que apenas se atreve a darte la mano delante de mí.
–Es una situación un poco…
–No. –Nelly negó con la cabeza–. Todos nos alegramos por vosotros, sin reserva. Y te diré más incluso, pero antes dame tu brazo para llegar hasta la cocina, vengo cansada del viaje y he dormido fatal en el hotel, tengo que reconocerlo. Me he pasado la mitad de la noche pensando en tu padre, en todo lo que fue y ya no es.
Levantaban polvo al andar. Nelly estaba impaciente por sentarse a la sombra del almez. Sin embargo, se detuvo un instante en mitad de la explanada abrasadora.
–Dimitri, tienes que convencerte de una cosa.
A esa hora del día, el canto de las cigarras se hacía obsesivo. Nelly pareció escucharlo unos instantes y después miró a su hijo a los ojos.
–Si Ivan pudiera verte, él también se alegraría.
Lo dijo con la vehemencia suficiente como para que Dimitri pudiera creer que era verdad.