6
–¡Las he dejado muertas de envidia! Para la estudiante norteamericana media, un tío como Dimitri es un marciano.
Hablando sin parar, Juliette les había contado sus últimos meses en la prestigiosa Universidad de Columbia, así como la llegada de Dimitri, al que se había apresurado a presentar a todas sus amigas.
–Mi tío, el que inventa perfumes famosos, con su nombre ruso y sus ojos «como lagos» –palabras textuales de una amiga coladita por él–, su estatura de gigante y sus trajes a medida from París, las encandilaron. Sobre todo cuando les dije que esa misma noche me invitaba a cenar en Daniel, en el Upper East Side. Después de eso, mi popularidad se disparó bastante. ¡Gracias, tío!
Juliette era una chica guapa, alta como su padre y morena como su madre, con una preciosa mirada oscura y aterciopelada. Alumna brillante, esperaba poder trabajar algún día en el ámbito de las finanzas, a otra escala que su padre. Cada vez que volvía a La Jouve, la notaban más madura y más segura de sí misma, preparada para volar pronto con sus propias alas a pesar de su juventud. Con todo, al cabo de veinticuatro horas sucumbía al afecto de los Bréchignac, al ambiente fantasioso de la casa, a los recuerdos de una infancia muy alegre, y cuando volvía a marcharse lo hacía sin ganas, remolona, antes de dejarse atrapar de nuevo en el vértigo del sueño americano.
–Pues nosotros hace semanas que no vemos a Dimitri –observó Maximilien en tono áspero–. Ni antes de que se fuera ni después de que volviera. Me imagino que tendrá cosas mejores que hacer.
–Tiene trabajo –protestó Nelly.
–Pero ¡si su laboratorio está cerrado!
–Trabaja en su casa, me lo ha dicho por teléfono –intervino Daphné–. Yo tampoco lo he visto últimamente, pero es que está desbordado porque ha aceptado otros encargos aparte del perfume mítico que tantos quebraderos de cabeza le está dando desde hace tiempo.
–¡Anda, ¿no os ha dicho nada?! –exclamó Juliette–. Pues resulta que tuvo una revelación en el avión de ida. Cuando vino a buscarme al campus, estaba muy nervioso, decía que había solucionado el noventa y cinco por ciento del problema. Ya era solo cuestión de perseverar un poco, creo.
–Por supuesto –se rio Max, irónico–, seremos los últimos en enterarnos si gana el premio Nobel. Porque digo yo que habrá uno para los fabricantes de colonia, ¿no?
Nelly lo fulminó con la mirada, muy contrariada, y, para marcar su desaprobación, dio media vuelta y se marchó a sus fogones. Estaban todos sentados delante de la chimenea: Max en la vieja butaca cabriolet de mimbre desgastado, y los demás en las sillas bajas provenzales o directamente en el poyete de la chimenea. Daphné esperó a que volviera a reanudarse la conversación, y luego se fue a la cocina con Nelly y le dijo al oído:
–No te enfades, ya sabes cómo es…
No quería traicionar a Max, pero era la única que conocía la razón de su mal humor. Esa misma mañana, en una de las visitas que le gustaba hacerle en su taller, Max le había contado una pequeña anécdota que lo había enfurecido. La víspera lo había llamado un periodista de París. Quería conocer a Dimitri y entrevistar a ese formulador «genial». Max se había reído del lenguaje exagerado y le había contestado que lo sentía mucho pero que no era Dimitri sino solo su padre, el escultor, esperando un comentario admirativo que no había llegado. El periodista había tenido la desafortunada idea de contestar que no conocía a ningún escultor con ese nombre. Sin duda, Daphné había entendido la pesadumbre de Max. Después de haber sido famoso, ahora había caído en el olvido. Sus hijos ya no eran los «hijos de» como en el pasado, ahora él se había convertido en el «padre de», un cambio de estatus insoportable para un hombre tan orgulloso como lo era Max. Enterarse de la noche a la mañana de que nadie sabía ya quién era él bastaba para desestabilizarlo, pero descubrir encima que Dimitri podía destacar en un ámbito tan fútil como la perfumería de lujo lo enfurecía. De alguna manera, Dimitri poseía ahora todo lo que a Max le faltaba: juventud, una indiscutible trayectoria profesional en ascenso y un futuro lleno de promesas. ¿Pronto también la gloria? ¿Y todo por una colonia? Daphné había tratado de hacerle entrar en razón, de calmarlo, y, como la quería mucho, él había fingido escucharla. Pero era obvio que su frustración persistía, reavivada por una Juliette extasiada ante su tío.
–Bueno, abuelo –le dijo la chica–, parece que se ha celebrado una fiesta en tu honor, ¿no?
–Una pequeña reunión entre amigos, nada oficial. Mis hijos quisieron darme una sorpresa, fue muy simpático.
Perspicaz como era, Juliette debió de percibir la irritación de Max, pues cambió radicalmente de tema, dirigiéndose a Hubert:
–Y tú, Hub, ¿sigues con los locos?
La impertinencia le hizo gracia, estaba acostumbrado.
–Los enfermos –corrigió–. Me gusta trabajar en el hospital, el servicio de psiquiatría está bien estructurado, aunque no tengamos los efectivos suficientes.
–Ya te digo –masculló Diane.
De pie detrás de la silla de Juliette, le acariciaba el cabello con un gesto maternal.
–A todos los que trabajan a media jornada les han dicho que elijan entre irse o trabajar a tiempo completo.
–¿Y qué vas a hacer? –preguntó su hija, preocupada.
–Todavía no lo sé. Reconozco que estaba encantada con mi horario, y que no me apetece mucho la idea de tener que currar cincuenta o sesenta horas semanales. Porque en eso consiste ser enfermera.
–Pero, bueno, mamá, hay leyes que protegen a los asalariados y que…
–¡Qué más dan las leyes! ¿Crees de verdad que se puede dejar a los enfermos sin cuidados o sin vigilancia a las seis y un minuto de la tarde? Si se tiene un mínimo de conciencia profesional, no se está mirando el reloj.
–Hazte autónoma. Irás de pueblo en pueblo, y tú misma decidirás tu horario.
–Huy, cariño, eso sería mucho peor, volvería a casa a las diez de la noche.
Al ver la expresión poco convencida de Juliette, Daphné contuvo una sonrisa. Como joven moderna que era, influenciada ya por la cultura estadounidense, Juliette creía tener solución a todos los problemas. Con el tiempo ya se desengañaría. Daphné también había tenido ilusiones y certezas de esa índole a su edad, pero poco quedaba ya de todo ello.
Louis y Paul irrumpieron en la cocina, reclamando a gritos a su prima Juliette, que les había prometido que les ayudaría a decorar el árbol de Navidad. Los dos niños adoraban a Juliette y, cada vez que regresaba a casa, trataban de acapararla. A sus ojos infantiles, su prima encarnaba una heroína de culebrón americano, y se peleaban por saber quién se casaría con ella cuando fuera mayor.
–¿Te vienes tú también, Daphné? –preguntó Louis muy esperanzado.
Su tía Daphné venía justo después en el orden de sus preferencias cuando se trataba de divertirse. Y, de haber estado ahí, también habrían incluido a Dimitri en el plan del árbol, pero a todos los demás adultos los rechazaban sin dudarlo.
–¿Por qué no lo ponen en el salón? –preguntó Max cuando salieron–. ¡Nunca lo disfrutamos!
–¿El árbol de Navidad? –preguntó Nelly–. Pues porque aquí, entre la chimenea y los fogones, ¡ardería en llamas, infeliz!
Esa última palabra para dirigirse a su marido era del todo insólita en ella. Béatrice miró a Hubert, el cual, por su parte, observó a Nelly con interés. Max se incorporó y puso un tronco en la chimenea, que levantó un haz de chispas. Dos o tres pavesas saltaron hacia fuera, lo que le hizo reír.
–Vaya, pues vas a tener razón –reconoció –. De hecho, ¡casi siempre tienes razón, Nathalie querida!
Con el cucharón en la mano, Nelly se volvió para mirarlo.
–¿Cómo me has llamado?
Maximilien apenas vaciló una décima de segundo. Luego avanzó hacia su mujer, cantando, con una hermosa voz de bajo:
–La Plaza Roja estaba vacía, delante de mí caminaba Nathalie. Qué hermoso nombre tenía mi guía, Na-tha-lie… Moscú, las llanuras de Ucrania y los Campos Elíseos, lo mezclamos todo y bailamos. ¡Ohí! –La arrastró contra su voluntad a dar unos pasos de polka, antes de detenerse, jadeante.
–¿Te acuerdas de la canción de Gilbert Bécaud? Nathalie, Natacha, así deberían haberte llamado tus padres. ¿Por qué Nelly, el diminutivo inglés de Hélène, cuando ellos eran rusos?
Encogiéndose de hombros, Nelly volvió a sus fogones y él adoptó el ridículo acento ruso de los espías de la KGB de las viejas películas:
–Natacha Iakov –dijo–, ¡eso sí que suena bien!
Luego volvió a sentarse en la butaca cabriolet y fingió quedarse absorto contemplando las llamas. El miedo lo abandonaba despacio, pero aún le latía el corazón muy deprisa. ¿Cómo podía haber metido la pata de esa manera? A su amante la llamaba «cariño» por precaución, porque así no se exponía a equivocarse y a ofenderla. Pero nunca hubiera imaginado que le saliera ese nombre, Nathalie, que nunca utilizaba, al dirigirse a Nelly. ¡Señor! ¿Se habría creído ella su patética mentira? Y los demás, ¿qué habían deducido? Levantó por fin los ojos y se cruzó con la mirada de Hubert. Él era el más peligroso, sin duda, por su costumbre de bucear en las almas. Para él, un lapsus debía de ser un filón. En cuanto a la pequeña Daphné, la más inteligente, ¿se atrevería a preguntarle por esa equivocación cuando se encontraran a solas? De nuevo, se quedó mirando el fuego sin verlo. Tenía que vigilarse, tenía que tener mucho cuidado. Quizá su mente estuviera envejeciendo y ya no tuviera fuerzas para compartimentar su doble vida. ¿Tendría que llegar hasta el punto de separarse definitivamente de Nathalie? Por ahora, renunciar a sus momentos de sensualidad en el pequeño taller parisino le resultaba imposible. Y además estaba su hija, esa joven ilegítima, quien, aunque no llevaba su apellido, era la benjamina de sus hijos. Y también la más guapa.
Desde el salón llegaban risas y gritos de niños felices y nerviosos.
–Voy a ver qué tal se las apañan con las guirnaldas de luces –decidió Anton.
Abandonó el extremo de la mesa en el que llevaba más de media hora sentado, empeñado en arreglar una cerradura defectuosa. Max se había olvidado por completo de su presencia, pero no debía desdeñar a ese temible observador. Anton veneraba a Nelly y reparaba en el más mínimo detalle que pudiera contrariarla.
–No te molestes –le dijo Max con amabilidad–, los niños no están solos.
–Sí, pues todos los años pasa igual, hay una lamparita que hace un cortocircuito y la vuelven a meter en la caja –gruñó Anton.
Nada más terminar la frase, saltaron los plomos, sumiendo toda la casa en la oscuridad.
El miércoles 23 de diciembre una ola de frío se abatió sobre la región de Montpellier. Las ramas de los árboles estaban cubiertas de escarcha, las aceras, de hielo, y la mayoría de la gente prefirió refugiarse en el centro comercial del Polygone para hacer sus últimas compras de Navidad.
Por suerte, Daphné tenía clientes fieles que se acercaron hasta su tienda a lo largo de toda la mañana. Cuando cerró para almorzar, había hecho ya muy buena caja. A ese ritmo, ¡al día siguiente por la noche sería casi rica! La idea le hizo sonreír mientras cruzaba a buen paso el barrio del Écusson, el más antiguo de la ciudad. No, nunca sería rica, ni pedía tanto tampoco. Pero cada vez pensaba más en su futuro, tanto que hasta se había pasado más de dos horas hablando del tema con Vladimir, en el banco. Ahorrar para su jubilación, pues la que le correspondía como comerciante era irrisoria, era la conclusión a la que habían llegado. Renunciando a endeudarse para comprar el local, había suscrito un plan de ahorro. Y, ya que estaba, por fin se había decidido a contratar a un chico que empezaría a trabajar a principios de enero. Vladimir le había dado el buen consejo de disfrutar un poco de la vida en lugar de matarse a trabajar.
Estaba helada cuando llegó a la calle Saint-Guilhem. Estuvo a punto de resbalar sobre una placa de hielo, que evitó de milagro.
–Esto es toda una expedición –masculló.
Conducir se había vuelto demasiado difícil en una ciudad que hacía tiempo que daba prioridad a las calles peatonales, por lo que todas las callejuelas, algunas calles e incluso ciertos grandes ejes del centro estaban ya prohibidos al tráfico.
Una vez en el portal de Dimitri, subió las escaleras corriendo para tratar de entrar en calor. Si lo encontraba en casa, muy bien, y si no, le pasaría una notita por debajo de la puerta, pero quería quedarse tranquila. Hacía semanas que no tenía noticias suyas, ni siquiera había ido a contarle su viaje, y había tenido que dejarle tres mensajes en el contestador para que se decidiera a llamarla. Y lo más preocupante era que no le había contado nada sobre sus progresos en el nuevo perfume, sobre esa «revelación» que, según Juliette, había tenido en el avión.
Contra todo pronóstico, Dimitri abrió al primer timbrazo pero, al descubrirla en el umbral, se le demudó el semblante.
–Daphné… ¿Te ha ocurrido algo? Pasa.
Se apartó para dejarla entrar en el amplio salón donde había varias lámparas encendidas. La decoración, tal y como ella recordaba, era más bien masculina, sobria, pero no obstante acogedora. Al contrario que en La Jouve, reinaba allí un orden casi total. No había libros ni periódicos abiertos aquí y allá, nada de adornos ni de fotos enmarcadas, ni ropa tirada. Alrededor de una mesa baja cuadrada, color pizarra, había dispuestos tres sofás de cuero color marfil. Una alfombra de motivos geométricos en tonos grises y beis cubría el parqué de roble, y colgada en la pared había una gran pantalla plana de televisión. Pero en el otro extremo de la sala, cerca de la cristalera que daba a la terraza, ahí sí había un poco de desorden en una mesa larga y estrecha sobre la que debía de trabajar Dimitri.
–¿Me ofreces un café? Hace un frío terrible, todavía tengo las manos heladas.
–Ponte cómoda –le contestó, señalándole los sofás–. ¿Te pongo algo de picar con el café? Me estaba preparando un bocadillo, te puedo hacer uno a ti también.
–¡Pues sí, genial!
Daphné se quitó el anorak y se desplomó sobre uno de los sofás, que, como imaginaba, resultó ser blando y cómodo. Dimitri tenía buen gusto y lo que compraba era todo de muy buena calidad. Arrellanándose un poco más entre los cojines, se fijó en un juego de ajedrez que había debajo de la mesa. ¿Con quién jugaba Dimitri? Y, de hecho, ¿en qué ocupaba su tiempo, a solas en ese apartamento, cuando no estaba buscando una fórmula química? Pero quizá no estuviera solo. Una historia de amor explicaría su silencio y su ausencia de La Jouve. De ser así, ¿por qué perseguirlo hasta allí si no le apetecía hablar de ello?
–Aquí tienes lo que dan de sí mis habilidades culinarias –anunció, al volver al salón.
En una bandeja había puesto unas tostadas, un tarro con tapenade y unos rollitos de jamón, junto a dos tazas de café humeante.
–Con el jamón has hecho todo un esfuerzo de presentación.
–¿Verdad que sí? He estado a punto de añadir hojitas de lechuga para adornar, pero no tenía muy buena pinta, creo que está caducada.
–Comes un poco de cualquier manera, ¿eh?
–Qué va, en el barrio hay varios restaurantes excelentes.
–¿Ninguna mujer quiere cocinar para ti?
–No es lo que suelo pedirles, en general…
Le sonreía con amabilidad, pero ella notaba que estaba tenso, un poco a la defensiva.
–Ahora dime por qué estás aquí –añadió, sentándose a cierta distancia.
–Porque estás enfadado conmigo, me rehúyes. Como no te he hecho nada, deduzco que es por esa ridícula historia de lo de la lenta, cuando sabes muy bien que a mí me trae sin cuidado.
–Ridícula es la palabra adecuada, desde luego. Pero no estoy enfadado contigo, Daphné, de verdad que no.
–¡Anda, venga ya! No hay manera de verte ni de hablar contigo, ni siquiera me has llamado para contarme que por fin habías encontrado tu perfume. Y cuando acompañaste a Juliette a La Jouve ni te bajaste del coche. Ya nunca te pasas por la tienda y no das señales de vida. Bueno, no te reprocho nada, eres muy libre de ocupar tu tiempo como te dé la gana, pero no me tenías acostumbrada a esto.
–Para empezar, todavía no lo he encontrado del todo. A este perfume aún le falta… una tontería; sí, vale. Por ahora es bastante enloquecedor, adictivo, atemporal, pero yo querría que fuera más animal. Vamos, que estoy muy cerca, estoy contento, pero aún no puedo cantar victoria. Por otro lado, he aceptado un montón de encargos más que tengo que cumplir. Y hasta me las he apañado para firmar un contrato más en Nueva York.
Señaló su mesa de trabajo con un gesto evasivo, negó con la cabeza y se calló. Daphné dejó que se instalara el silencio. Al cabo de un momento, se hizo un sándwich y empezó a comérselo sin dejar de mirar a Dimitri.
–No estás siendo sincero conmigo –le dijo por fin entre bocado y bocado–. Puede que hayas decidido que estabas harto de tu papel de hermano mayor y que tenías cosas mejores que hacer que ocuparte de mí. ¡Lo entendería perfectamente, ¿o qué te crees?! Pero eso no es razón para que nos distanciemos. No tengo muchos amigos, ¿sabes? Y qué le voy a hacer, te echo de menos…
–Daphné, no digas tonterías. Claro que soy tu amigo. ¡Te lo voy a demostrar ahora mismo!
Se puso en pie de un salto, fue a abrir un armario y sacó un paquetito con un lazo.
–Para ti.
Con una sonrisa de confianza en los labios, Daphné rasgó el papel que envolvía una bola de cristal.
–Si la sacudes fuerte, nieva sobre la Estatua de la Libertad, el Empire State Building y el pequeño taxi amarillo. Además, ¡suena la música de New York, New York! Créeme, hace falta un sentido agudo de la amistad para atreverse a comprar esto. Estaba en Saks con uno de los empresarios para los que trabajo, en la Quinta Avenida, cuando encontré un montón de ellas, y no lo dudé. Aun exponiéndome a desacreditarme para toda la vida, le dije al tío ese que tenía un regalo que comprar.
–¡Qué abnegado eres! Mira, es fantástica, me gusta muchísimo. Pero…
–¿Necesitas más?
–¿Cómo es que no has corrido a la tienda a enseñármela? ¿Hacía demasiado frío para salir? ¿Había demasiado tráfico en Montpellier? Yo he venido andando hasta aquí…
Guardó la bola cuidadosamente en su bolso y levantó los ojos hacia él.
–Madre mía, qué alto eres…
–Eres tú, que eres bajita. ¿Quieres otro café?
–No, tengo que volver. Los clientes vienen en avalancha la víspera de Navidad. A propósito, ¿mañana cenas en La Jouve, o tienes plan por tu cuenta?
Dimitri le tendió la mano para ayudarle a levantarse del sofá.
–Mi madre me arrancaría los ojos.
–Ni hablar. Son demasiado bonitos, y demasiado orgullosa está ella de habértelos dado. Como a Vladimir y a Ivan.
Lo dijo sin especial tristeza, pero vio que el semblante de Dimitri se ensombrecía.
–¿Sigues pensando en él? –le preguntó con la voz alterada.
–Supongo que siempre pensaré un poco en él. Pero ya no es doloroso.
Rodeando la mesa baja, fue hasta él y se puso de puntillas para darle un beso.
–¿A qué hora cierras mañana por la tarde? –le preguntó, inclinándose hacia ella–. Si te viene bien, podría pasar a recogerte.
Sin duda hacía ese esfuerzo añadido para terminar de convencerla de que no estaba enfadado.
–Buena idea –se apresuró a aceptar Daphné–. Mi coche arranca mal, no le gustan las carreteras heladas.
–Anda, sé razonable y ve a que te miren la batería y las bujías.
–¡Huy, hacía tiempo que no me dabas consejos!
Con una gran sonrisa, Daphné le plantó otro beso en la mejilla.
–Echaré el cierre a las siete, pase lo que pase –le prometió.
Dimitri la acompañó hasta el rellano y la escuchó bajar la escalera, antes de volver a su casa, muy pensativo. Toda voluntad lo había abandonado cuando Daphné le había dicho: «No tengo muchos amigos, ¿sabes? Y qué le voy a hacer, te echo de menos…». ¿Por qué no estaba rodeada de una multitud de amigos y de amantes, con lo guapa que era? ¡Más que guapa, era entrañable, atractiva, seductora, maravillosa! La pequeña Daphné, acurrucada en su sofá, reclamando su amistad. ¿Podría aún Dimitri dar el pego? ¿Podría no mirarla con ojos de enamorado? Habían bromeado como amigos, cuando él habría querido verla muy lejos o abrazarla. Tocarla, acariciarle el cabello, tener en sus manos sus pechos plenos. Bajarle el vaquero por las caderas, acariciar el interior de sus muslos, allí donde más suave es la piel. Oler sus lóbulos y sus hombros para separar su olor del de su colonia.
–Para ya, maldita sea…
Plantado en mitad de su salón, miró desanimado su mesa de trabajo. Esa mañana había elaborado una fragancia muy delicada para unos jabones de alta gama. En ese momento, pensaba en su trabajo, no en Daphné. Desde luego, no había conseguido olvidarla en unas pocas semanas, pero se sentía menos obnubilado y menos nervioso desde que se había distanciado de ella.
–Pero ahora ya todo se ha ido al garete.
De todas maneras, tendría que aguantar la cena de Nochebuena, al día siguiente, ineludible. Después… Unos días antes había pensado poner su apartamento a la venta e instalarse en París o en Grasse, dos sedes importantes en su profesión. Tenía la voluntad suficiente para alejarse definitivamente, pero esa solución entristecería a su madre, a toda su familia y también a Daphné.
Durante su estancia en Nueva York, aprovechando la distancia, se había puesto a pensar en varias hipótesis, incluida la más descabellada pero también la más sencilla: confesarle la verdad a Daphné. Si ella lo rechazaba, horrorizada, tampoco se iba a morir por ello. Solo que estaba el fantasma de Ivan, al que Dimitri se negaba a enfrentarse. En la época de su adolescencia primero y más tarde de su juventud, cuando hacía mil locuras con Vladimir, siempre les repetían a ambos que cuidaran de su hermano pequeño. Que no le hicieran rabiar, que no le quitaran sus juguetes, que lo protegieran. Ivan tenía cinco años menos que Dimitri, siempre había sido su hermano «pequeño». Incluso de adulto, incluso tras obtener su muy serio diploma de enólogo, había conservado ese estatus de benjamín, sobre el que Vladimir y Dimitri seguían velando. Su muerte los había dejado estupefactos. No le tocaba, solo tenía treinta y dos años, ¿habían fracasado en su tarea sus hermanos mayores?
Por lo general, evitaba pensar en ello, pues nada devolvería a Ivan al mundo de los vivos. Pero la duda seguía agazapada en un rincón de su cerebro. La única explicación plausible era que su hermano hubiera tenido una discusión con su padre lo bastante violenta para que abandonara toda prudencia y se inclinara sobre la barandilla hasta caer al vacío. Y, si había sido así, seguro que a su padre lo abrumaba el sentimiento de culpa. Hubert había intentado en vano animarlo a hablar. Encerrado en un silencio hostil, Max se negaba a hablar del tema. Lo había dicho todo con sus estatuas reventadas contra el suelo, no volvería sobre ello y nunca desvelaría el motivo de su discusión.
Dimitri fue hasta la cristalera y observó el cielo plomizo, cargado de nubes amenazadoras. Daphné debía de echar terriblemente de menos a Ivan. Ella sostenía que ya no era doloroso y que ya no pensaba mucho en él. Quizá. El tiempo había hecho su tarea, eso era bueno para Daphné. Algún día, pronto, otro hombre la haría feliz. Pero ese hombre no podía ser Dimitri, pues reabriría la herida. Con alguien distinto, Daphné olvidaría a Ivan. Siempre que no fuera otro Bréchignac, y no tuviera los ojos grises.
–En resumen, ¡cualquiera menos yo!
Probablemente nevaría antes de que anocheciera. Al día siguiente, en La Jouve, el espectáculo sería mágico. Unas Navidades blancas, ¡por fin! El año anterior, por esa época no hacía mucho frío, y Dimitri aún no deseaba a Daphné.
Apartándose de la ventana, echó un vistazo a su mesa de trabajo. Allí no estaba tan bien instalado como en su laboratorio de La Jouve, pero se las apañaba. Inclinado sobre sus apuntes, releyó las fórmulas de esos jabones de alta gama que tanto lo divertían. En el masculino dominaban notas de cuero y comino, y en el femenino, de vainilla, sándalo y flores blancas. En el jabón infantil había puesto unas dosis de madreselva, unas notas cítricas y una pizca de azahar. Crear toda la gama había sido un placer, casi un juego. Al menos su trabajo le daba grandes satisfacciones, con las que iba a tener que contentarse.
Maximilien había dormido muy mal y estaba de pésimo humor. Hoy toda la tribu estaría nerviosísima, como todos los 24 de diciembre, con la perspectiva de la misa del gallo, la fiesta hasta altas horas de la noche y la ceremonia de los regalos. Tres días antes, Max había ido a Montpellier con Diane, y mientras ella trabajaba en el hospital, se había recorrido las tiendas del centro en busca de un regalo para Nelly. De los de los demás miembros de la familia se encargaba ella en nombre de los dos, pero a su esposa no tenía más remedio que elegirle él algo. Y también tenía que comprar, escribir y echar al correo dos bonitas tarjetas de felicitación para Nathalie y su hija. A ellas no les mandaba ningún paquete, ninguna sorpresa, lo dejaba para otro momento del año.
Seguía en bata, aunque ya fueran las once de la mañana, pero por fin se resignó a vestirse. Con la nieve, que cubría todo el paisaje, más le valía abrigarse bien si quería pasar un rato en su taller. Solo allí estaría tranquilo, pues la efervescencia reinaba ya en toda la casa, a juzgar por el estruendo de carreras, risas y voces.
Al ponerse un grueso jersey tejido por Nelly, se dio cuenta de que jadeaba y que sentía como un peso en el pecho que lo obligaba a respirar deprisa. Sin duda sería por el frío, la humedad y las contrariedades. La organización de su futura exposición en París apenas avanzaba por la falta de entusiasmo del galerista. «Proporciónenos dos o tres novedades, y entonces tendremos a la prensa de nuestro lado.» Una sugerencia estúpida. Ese tío quizá se imaginaba que se podía esculpir por encargo, y no era así en absoluto. Sobre todo para Max.
Con un suspiro de agobio, se sentó en el borde de la cama para ponerse unos gruesos calcetines de lana.
–¿Papá? –llamó la voz de Ève desde detrás de la puerta.
Sin esperar respuesta, su hija entró, muy alegre.
–¿Vas a venir a misa esta noche? –le preguntó con una sonrisa de invitación.
–¡Ni hablar, en las iglesias hace un frío que pela!
Frunciendo el ceño, su hija lo observó un momento.
–No tienes muy buena cara… Pues nada, te quedarás calentito delante de la chimenea esperándonos.
–¿Vais a ir todos?
–No, Dimitri y Daphné no van a llegar a tiempo, y Hubert no es creyente.
–¿No es creyente? –se extrañó Max.
–Bueno, no es practicante, como tú. En cuanto a lo que crea o deje de creer… ¡Vete a saber!
Tras una última mirada a su padre, Ève desapareció. Mientras recorría el pasillo se dijo que con su padre ocurría lo mismo de siempre, la alegría de los demás lo irritaba, se alejaba de ella. Y con toda probabilidad se pasaría todo el día encerrado en su taller, rumiando su falta de inspiración hasta que llegara la hora de presidir la cena.
Bajó corriendo la escalera y fue a la cocina, donde su madre y su hermana se afanaban desde las ocho de la mañana.
–¡Hoy el almuerzo será ligerito! –advirtió Nelly.
–Y la cena muy pesada, ¿supongo?
–Pesada no –replicó Béatrice–, clásica y festiva. Foie, pavo relleno y brazo de gitano, todo casero. De aperitivo, estamos preparando empanadillas de queso, ciruelas pasas con beicon y hojaldres de caracoles. Hemos puesto champán a enfriar, y Daphné ha quedado en traernos un vino tinto muy bueno.
–¡Perfecto! Entonces yo para almorzar tomaré una hoja de lechuga y un tomatito cherry, ¿vale?
Ève seguía muy alegre y se puso a revolotear por la cocina.
–No estaré aquí mañana –anunció–. He quedado con unos amigos.
–¿El día de Navidad? –preguntó extrañada Béatrice.
Nelly, en cambio, no hizo ningún comentario, y Ève se lo agradeció en su fuero interno, pues no le apetecía dar explicaciones. Todavía no se había decidido a presentar a Maud oficialmente a su familia, pese a los consejos de Dimitri. Su hermano afirmaba que podía hacerlo sin temor, primero porque estaba absolutamente en su derecho, y después porque Nelly le daría la razón seguro; su madre aprobaba siempre lo que hacían sus hijos. Pero Ève no se sentía preparada. Puede incluso que no tuviera ganas de compartir su felicidad con nadie. Con ello satisfacía su carácter reservado, una actitud que la perseguía desde niña, y sobre todo no le apetecía lo más mínimo hablar de su homosexualidad ni con su padre ni con Hubert. Ni con nadie, de hecho. Maud la hacía feliz, era su secreto maravilloso, y quería preservarlo. Cuando la famosa fiesta de Max, se había dado el gusto de darle a conocer a Maud a su familia y el entorno en el que vivía, pero no pedía más.
–Pues qué pena que no vayas a estar –insistió Béatrice–, porque para mañana tenemos un menú especial.
–¡Madre mía, no pensáis más que en comer!
–Supongo que tú con tus amigos no «ayunarás», ¿no?
–¿Quién sabe? –replicó Ève–. Lo mismo me paso el día entero haciendo el amor y bebiendo agua…
Béatrice soltó su cuchara de madera y se volvió para mirar a su hermana.
–¿Sin decirnos con quién? ¿Quieres matarnos de curiosidad?
Ève estalló en una carcajada espontánea a la que Béatrice no tardó en unirse. Cuando entró Juliette, seguida de los niños, que no se separaban de ella, exigió saber por qué se reían tanto sus tías, y al cabo de un momento en la cocina reinaba un jaleo tremendo.
Dimitri había conducido con mucha prudencia por la carreterita nevada y sintió alivio cuando pudo por fin aparcar su Lancia en la explanada de La Jouve. Todas las ventanas de la casa estaban iluminadas, incluso se veían las guirnaldas de luces del árbol de Navidad a través de los cristales del salón.
–¿No te importa llevarme en brazos? –preguntó Daphné, tras abrir la puerta del coche y ver la capa de nieve–. Es que si no, me voy a destrozar los zapatos.
–¿Y qué pasa con mis mocasines? Bueno, ven…
Se inclinó y la levantó del asiento con una facilidad desconcertante, evitándole que tuviera que poner un solo pie en el suelo.
–Al menos cierra la puerta, que yo tengo las manos ocupadas.
Acurrucada contra su abrigo, se sentía ligera como una pluma y calentita, pero de pronto le supo mal haberle pedido algo así. Exigir que la llevara en brazos quizá no fuera muy acertado. Ya le había puesto en una situación incómoda una vez. No tuvo ocasión de darle muchas vueltas al tema, pues enseguida la dejó en el umbral.
–Hala, ya está, princesa. ¡Tus zapatitos de cristal están intactos!
–He hecho un esfuerzo con la vestimenta porque para tu madre es importante las noches de fiesta –le recordó.
–Y te has maquillado. Esta vez me he dado cuenta.
–Estás progresando.
Entraron en la cocina, donde ardía un buen fuego que Hubert vigilaba. Él también se había puesto elegante, llevaba un traje oscuro y una pajarita.
–Estás guapísima –le dijo a Daphné y le dio un beso.
Llevaba un vestido rojo de terciopelo que le había prestado Ève y que realzaba su silueta menuda. A Dimitri se le encogió un poco el corazón al ver que los tacones de sus zapatos estaban viejos. Sin duda los rocks desenfrenados de la noche del jubileo tenían la culpa, pero ¿acaso no podía permitirse comprarse unos nuevos?
–¿Estás solo? –le preguntó a su cuñado.
–Tu padre está en su taller, y los demás, en misa. Por suerte, la misa del gallo no es a medianoche de verdad, deberían estar de vuelta hacia las diez.
–¿Anton también ha ido?
–Es un cristiano muy ferviente, como tu madre y como muchos rusos. Seguro que hubiera preferido un oficio ortodoxo, pero de eso no hay por aquí.
–Yo empezaría ya la celebración –sugirió Daphné–. ¿Qué os parece si nos vamos tomando una copita los tres?
–Excelente idea –contestó Hubert muy serio–. Hay tantas botellas de champán en la nevera, que no se notará.
–¡Ay, Dios mío, hablando de botellas, nos hemos dejado el vino tinto en el coche! Hace demasiado frío, no se puede quedar a esta temperatura.
Mientras hablaba, Daphné se dirigió a los percheros. Se volvió a poner el abrigo, se quitó los escarpines y se puso al azar unas botas de goma que le quedaban grandes.
–Pásame las llaves de tu coche, Dimitri. Con un Chateauneuf-du-Pape no se juega.
–Qué pinta tienes… –le dijo él, a punto de soltar una carcajada–. Déjalo, ya voy yo.
–Bueno, pues, mientras tanto, yo voy a buscar a Max –contestó Daphné–. ¡No pensará pasarse toda la noche en su taller, espero!
Como era la única que se atrevía a ir a importunarlo allí, Dimitri asintió. Tras encender las luces de fuera, salieron juntos. La nieve crujía bajo las suelas de sus botas, y Daphné se dio prisa en llegar al taller, donde entró sin llamar. Un olor rancio a tabaco indicaba que Max se había fumado uno de sus puros.
–Maximilien, ¿estás aquí? He venido a proponerte una copa de champán. ¡Es Navidad, vente con nosotros!
Se dirigió al fondo del taller, sonriendo de antemano pues sabía que iba a refunfuñar y a hacerse de rogar antes de decidirse a seguirla por fin. Como imaginaba, estaba en su vieja butaca Club, junto a la tumbona de lona, pero tenía la espalda inclinada hacia delante, y se sujetaba la cabeza entre las manos.
–¿Estás bien? –se inquietó Daphné.
Convencida de que estaba en plena crisis de mal humor, se acercó y le dio una palmadita en el hombro.
–Venga, Max.
En el movimiento que hizo para incorporarse, oyó que su respiración era sibilante y descubrió que estaba muy pálido.
–¿No te encuentras bien?
–Me… cuesta… respirar –jadeó él.
–¿Desde cuándo?
–Desde hace un buen rato… Creía… que se me pasaría. Ahora, tengo un peso, aquí, tremendo.
Quiso llevarse las manos al pecho, pero las dejó caer.
–Ve a buscar ayuda, Daphné –alcanzó a articular con voz cavernosa.
Muy asustada, Daphné cruzó el taller a la carrera, y abrió la puerta de par en par.
–¡Dimitri!
No lo veía por ninguna parte, ya debía de haber entrado en la casa con las botellas. Fue a todo correr hasta allí e irrumpió en la cocina.
–¡Hubert! ¡Dimitri! Rápido, Max se encuentra mal, le cuesta respirar.
Tras un segundo de estupefacción, se precipitaron detrás de ella, que ya había salido corriendo. Encontraron a Maximilien en la misma postura, encorvado en su butaca, con la boca abierta y la mirada vidriosa. Inclinándose sobre él, Hubert lo escuchó respirar y le dijo a Dimitri que le pasara el móvil. Llamó a Urgencias y pidió una ambulancia, dando unas precisiones de las que Daphné solo retuvo dos palabras: «edema pulmonar».
–Max, la ambulancia llegará dentro de diez minutos. Quédese tranquilo, no se ponga nervioso.
–No quiero… ir al hospital.
Agarró torpemente la muñeca de Daphné y trató de presionarla.
–Díselo tú. Nada de hospital, ¿me oyes?
Dimitri aprovechó para llevarse a Hubert aparte.
–¿Es grave?
–Es serio, sí.
–¿No le auscultas?
–¿Con qué? Soy psiquiatra, Dimitri, no tengo material, nada. Pero sé lo suficiente para decirte que tiene agua en los pulmones, y que no lo pueden atender aquí. Así es que, quiera él o no… Mira, voy a irme con él en la ambulancia, vosotros quedaos aquí para esperar a Nelly y al resto de la familia. Según como esté, irá a la UCI o a neumología, pero de todas maneras no podréis verlo hasta mañana.
–¿Y cómo piensas volver del hospital, listo? Sigo yo a la ambulancia para traerte en coche.
–¿Hubert? –murmuró Daphné.
Max acababa de soltarla y su cabeza se había desplomado hacia un lado.
Por los niños, al final cenaron algo, hacia la una de la mañana, tratando de poner buena cara. El pavo se había resecado y a Nelly se le había quitado el apetito. Pese a las palabras tranquilizadoras de Hubert y de Dimitri, que regresaron algo después de medianoche, nadie tenía ganas de divertirse, y la ceremonia de los regalos se les hizo muy cuesta arriba, salvo para Louis y Paul, a quienes la velada les parecía especialmente extraordinaria, pues aún no tenían edad para preocuparse por su abuelo. Hubert se encargó de subir a acostarlos y solo entonces pudo Nelly abandonarse. Rodeada por sus dos hijas, se echó a llorar.
Daphné se sentía agotada por los acontecimientos. Había tenido que esperar ella sola a que volvieran todos de misa, y luego anunciarles la noticia con tacto, sin que se le notara su propia angustia. Pero la visión de la ambulancia con las luces en la explanada de La Jouve, le había recordado con intensidad la muerte de Iván, hasta el punto de que casi había sufrido un vahído. Comprensivo, Dimitri le había propuesto cambiar los papeles, que se llevara ella el coche y que él se quedaba allí. Un ofrecimiento notable, pues odiaba prestar su Lancia. Daphné no quiso, le daba miedo conducir por la carretera nevada, y también porque consideraba más normal que Dimitri acompañara a su padre.
–Vaya una Navidad –murmuró Nelly–. Servidme un poco más de champán, hijos, me ayudará a dormir.
Como de costumbre, se habían reunido todos en la cocina, después de recoger la mesa. Vladimir puso un tronco en las brasas y Ève le sirvió una copa a su madre.
–¡No has comido ni bebido nada!
–Por la salud de Max –suspiró Nelly.
–Entonces espera, vamos a brindar.
Dimitri volvió a sacar las copas, que acababan de secar. En silencio, brindaron por la curación de Max, que Hubert consideraba probable.
–Tiene buena constitución y su corazón está sano, así lo demostraron las pruebas que se hizo. Hoy en día, setenta y tres años no es ser viejo.
A Nelly le hubiera gustado creerlo, pero tenía sus dudas. ¿Lucharía Max por recuperarse, se cuidaría? ¿Tenía ganas de vivir desde que ya no esculpía? Al hacerse esta pregunta, descubrió que no conocía la respuesta.
Desamparada, Juliette se había refugiado junto a su padre, en el poyete de la chimenea. Esa Navidad extraña la abrumaba, y ponía en cuestión su marcha, prevista para pocos días después. Su familia y La Jouve eran su puerto de amarre, el nido que podía abandonar o al que podía regresar cuando quisiera, siempre que permaneciera estable y sin cambios. No quería tener que angustiarse, al otro lado del Atlántico, por la gente a la que quería, y no se atrevía a imaginar siquiera que algo pudiera cambiar o desaparecer durante su ausencia.
Tras vaciar su copa, Dimitri miró a Daphné, que parecía agotada, sentada en su silla baja, con los codos sobre las rodillas y la barbilla apoyada en las manos. Había trabajado todo el día, cargando botellas y empaquetando cajas-regalo. Ahora se le había corrido un poco el maquillaje porque seguro que había estado llorando. Sintió tal oleada de ternura por ella que tuvo que apartarse. Su mirada se posó entonces sobre Vladimir, que abrazaba a Juliette con todo su cariño paterno. Por un segundo, envidió profundamente la felicidad tranquila de su hermano. Pocas preocupaciones en su sucursal bancaria, una vida de pareja que parecía armoniosa y una hija mayor magnífica y muy buena estudiante. ¿Por qué Dimitri solo se había construido una carrera profesional?
–Deberíamos irnos a la cama –sugirió Ève–. ¡Son casi las cuatro!
Nadie protestó porque, por una vez, ninguno de ellos tenía ganas de prolongar la velada.
–Creo que tienes que encontrar el valor –afirmó Maud.
Llevaba la larga melena rubia recogida en una coleta, lo que dejaba a la vista su rostro de rasgos finos. Desde el inicio de la comida, Ève no había dejado de contemplarla, embelesada. Le gustaba su sonrisa traviesa, su manera delicada de comer ostras y sus ojos azul verdoso. Cada día que pasaba estaba más enamorada y más segura de sí misma, pero, con todo, aún no se sentía preparada para afrontar a toda la tribu Bréchignac.
–En mi familia somos muchos –contestó, sopesando las palabras–. Algunos lo aceptarán sin dificultad, pero otros…
–¡Pues bien que se lo has dicho a tu hermano Dimitri!
–Él es distinto.
–¿En qué?
–Es más independiente, más abierto. Ha viajado mucho, ha conocido a mucha gente y se mueve en un ambiente profesional bastante libre. En el fondo, es muy buen chico. A veces puede ser un poco borde, pero si es algo importante, se toma el tiempo de escuchar y de tratar de entender sin juzgar.
–¿Y Vladimir?
–Él también es buen tío, pero es más convencional. Tiene alma de patriarca, solo que esperará a que fallezca mi padre para interpretar ese papel, porque no quiere desbancar a nadie. Su ambición es limitada y tiene un gran sentido de la jerarquía.
–¿Y tu hermana?
–Si le digo que te quiero y que soy feliz, se alegrará por mí. Por desgracia, se lo contará a Hubert, su marido. Él, como psiquiatra, tendrá una opinión que ignoro pero que me preocupa de antemano. Aunque, bueno, me cae bien Hubert, ¿eh? Es muy tranquilo, y te contagia esa tranquilidad. No va con él sembrar discordia, al contrario.
–Entonces quizá deberías empezar por contárselo a él, ¿no?
–El problema es que es muy… en plan familia Kelloggs.
–¿Es decir?
–Pues muy tradicional. Buen padre, buen marido, seguramente buen médico en su especialidad, vamos, todo como debe ser, nada que pueda escandalizar a nadie. ¡Y lo peor es que no es comedido por formación sino por naturaleza!
Un camarero llegó para llevarse la bandeja de marisco de la que habían devorado hasta la última almeja.
–¿Quieres postre? –preguntó Ève.
–¡Oh, sí, profiteroles!
Divertida por lo golosa que era, Ève le sonrió. A su alrededor, todas las mesas del restaurante estaban muy animadas, mucha gente había preferido almorzar fuera el 25 de diciembre.
–Feliz Navidad –dijo Maud, sacando un paquetito de su bolso.
Ève se tomó su tiempo para quitar el lazo y el papel. Antes incluso de abrir el estuche, supo que se trataba de un anillo.
–Como prenda de mi amor –murmuró Maud.
El ancho anillo de oro blanco, muy sencillo, era exactamente del tamaño adecuado. Ève se miró la mano izquierda con satisfacción, antes de dedicarle a Maud una sonrisa radiante.
–Feliz Navidad para ti también.
A su vez, le entregó su regalo a su amiga. Una pulsera de plata muy trabajada que le había visto admirar en un escaparate un día que habían paseado por el centro. Un regalo menos simbólico, lo sabía, pero por el momento no se atrevía a prometer más.
–Es de verdad preciosa –se extasió Maud–. ¿Te acordabas de que me había gustado?
–Claro. Y de cada una de tus palabras.
Cambiaron una larga mirada, hasta que Maud le propuso:
–¿Duermes en mi casa esta noche?
–Sí.
–Pero solo esta noche, ¿verdad?
Ève bajó los ojos, contemplando su anillo una vez más.
–Tengo mucho trabajo pendiente en el taller –respondió por fin–. Las chicas vuelven el lunes por la mañana, pero no las voy a esperar para terminar unos cuantos encargos urgentes.
La excusa tenía el mérito de ser cierta. Pero no dejaba de ser una excusa. Maud ya había mencionado la posibilidad de vivir juntas, y no tardaría en volver a la carga. Por su parte, Ève no estaba de acuerdo en absoluto. Su libertad, que hasta entonces había preservado celosamente, le era indispensable. En La Jouve hacía lo que quería sin dar explicaciones a nadie. Iba y venía a su antojo entre la casa y el taller de costura, y dormía fuera sin avisar si le daba la gana. Su familia la rodeaba de cariño sin asfixiarla nunca. No tenía ninguna dificultad de intendencia, siempre se sentaba a mesa puesta. Según Maud, era una inmadura por seguir viviendo con sus padres, pero no era así. Ève no vivía con sus padres, vivía en La Jouve, un lugar que no se asemejaba a ningún otro, y que, como todos los Bréchignac, quería preservar. Si algún día decidía trasladar su taller de costura a Montpellier, y si Dimitri llegaba a considerar inútil su laboratorio, entonces La Jouve estaría abocada a desaparecer. Para mantener con vida una propiedad de ese tamaño había que ser muchos, con actividades profesionales distintas. En realidad, la familia vivía como una empresa, y no había que poner en peligro su frágil equilibrio, so pena de que se viniera abajo. Ève había tratado de explicarle todo eso a Maud, sin lograr el resultado deseado, pues la joven se había precipitado a contestar: «¡Bueno, pues si no hay otra manera, yo encantada de formar parte de La Jouve! Ármate de valor, preséntame y, ya verás, conseguiré que me acepten».
Ève no había querido ni pensar en ello. Solo imaginarse la acogida de su padre –con las cejas arqueadas, una mirada hostil y una muequita de desprecio– bastaba para disuadirla de intentarlo. Max era de otra generación, no admitiría nunca que su hija pequeña viviera con una chica. Por mucho que le gustaran, que adorase a las mujeres, no lo entendería.
–Te has ido muy lejos –dijo Maud, poniendo su mano sobre la de Ève.
–Estaba pensando… en la reacción de mi padre si le hablara de ti, de nosotras. Pero, para empezar, ni siquiera sé si se va a recuperar del edema pulmonar.
Maud asintió, con una sonrisa comprensiva. Ève se avergonzó de refugiarse en la hospitalización de su padre. Acababa de conseguir cobardemente una tregua, pero no sería suficiente frente a la terquedad de Maud.
Maximilien dormitaba, asombrado aún de haber constatado al despertarse que no le dolía nada. Exceptuando lo incómodo del tubito de oxígeno en la nariz, se encontraba bien. ¿Podría salir pronto de ese maldito hospital y volver a su casa?
Recordaba haber sentido miedo en la ambulancia que lo había llevado hasta allí. La sirena, la dificultad para respirar, la pérdida de consciencia en algunos momentos: todo evocaba que la muerte estaba muy cerca. Pero, por fortuna, se había despertado unas horas más tarde en una habitación de paredes desnudas, y enseguida había sabido dónde estaba. Pese al gotero en el brazo y la respiración asistida, su cabeza parecía por completo alerta. Lo suficiente, en cualquier caso, para pensar e interrogarse. El día en que se muriera de verdad, ¿qué ocurriría? No había previsto nada en concreto, ni para su familia, ni para su amante. Menos aún para su obra. ¿Por qué no había pensado nunca en su sucesión?
Porque no puedo mencionar a Nathalie, se dijo, pero estaría feo no dejarle nada. A ella o a nuestra hija. Sería una manera de resarcirlas un poco, pero ¿cómo hacer? Ni hablar de que Nelly se entere de que existen, ni siquiera cuando esté a dos metros bajo tierra. No tengo derecho a arruinarle lo que le quede de vida. ¡Ha sido una mujer tan maravillosa! Y la sigo queriendo… A Nathalie también, de hecho. Ella sé que no espera nada de mí, nunca lo hemos hablado, pero me imagino que sospecha que no aparecerá en mi testamento.
¿Había alguna solución? No poseía gran cosa fuera de La Jouve y de su pequeño taller acristalado de París. Su cuenta bancaria no estaba muy boyante, al contrario. En principio, Nelly se encargaba de todo, no quería pensar siquiera cómo se las arreglaba. Su apaño financiero con Ève parecía bastarle, y sin duda, Vladimir y Hubert contribuían a los gastos de la casa. Dimitri también, probablemente, a su manera. Nelly había protestado, indignada, cuando mencionó la posibilidad de pagarle un alquiler por su laboratorio, entonces Max había ido a preguntarle directamente a su hijo. Antipático, este le había contestado altanero que todo estaba arreglado con Nelly desde el primer día.
¡Y, claro, yo no sabía nada!, se recordó Max. Aunque no me ocupe de esas cosas, podrían tenerme al tanto.
El agujero negro de La Jouve, el salario de Anton, la mesa siempre abierta a quien quisiera sentarse a ella: Nelly lo gestionaba todo. En los tiempos en que aún vendía esculturas, Max le entregaba grandes cantidades de dinero con regularidad, y solo se quedaba lo que él llamaba «su botín secreto». Pero hacía tiempo que ya no vendía nada, y sin embargo la casa seguía funcionando al mismo ritmo.
A Nathalie podría dejarle una escultura. Nadie sabe cuántas tengo en el taller, así que una más, una menos. El problema es cómo sacarla de allí…
Para eso existía una posibilidad, puesto que iba a exponer en París, y tendría que trasladar numerosas piezas.
La serie reventada contra el suelo sería ideal, porque nadie en la familia querrá ninguna, y, a Nathalie, Ivan no le dice nada.
Por desgracia, esa serie era demasiado llamativa, todo el mundo la conocía. Además, su valor era enorme, pues la crítica había ensalzado esa última producción suya.
Tras mi muerte, esos cretinos, esos ignorantes la llamarán una «obra testamentaria», se lamentó.
Desde luego, en ella había puesto su alma, su dolor, su culpa y su expiación, pero esos cuerpos estaban inertes, como la piedra de la que estaban hechos, mientras que el talento real de Max era el de dar vida al mármol.
Podría elegir entre la joven medio desnuda cuya túnica ha resbalado por culpa del viento, se dijo. La esculpí hace… ¿cuánto, veinte años? El tejido drapeado alrededor de las piernas, la cabellera despeinada, el cuerpo un poco inclinado hacia delante contra la tormenta, ¡qué logro! La llamé Ludivine, en honor a nuestra hija… Unos meses después, hice su busto, esforzándome en reproducir su rostro. Una estatua magnífica… Esa es la que debería regalarle a Nathalie, claro. Pero es también la mujer más guapa que he creado, y algún día esos estúpidos críticos de arte lo descubrirán.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que apenas oyó abrirse la puerta.
–¿Papá?
Molesto por el tubito de oxígeno, Max volvió despacio la cabeza y se llevó una buena decepción. ¿Por qué Dimitri? Hubiera preferido ver a Nelly, o a una de sus hijas, o a Daphné, a la que adoraba. Se habría contentado incluso con Vladimir.
–¿Cómo estás?
–Una pregunta estúpida –contestó, señalando los goteros con la mano libre–. En un hospital siempre se siente uno débil. Quiero volver a La Jouve, apáñatelas con los médicos para que no me tengan mucho tiempo aquí.
En lugar de contestar, Dimitri acercó una silla a la cama y se sentó.
–Mamá vendrá hoy a última hora con Hubert. Díselo a él, es el más indicado.
–Es psiquiatra –se burló Max.
–Sí, pero para eso primero tuvo que estudiar medicina. Puede hablar con sus compañeros con conocimiento de causa.
–Bueno, ¿qué quieres?
–¿Yo?
Dimitri vaciló y terminó por sonreír.
–Pues nada, saber si necesitas algo, y darle noticias tuyas a toda la familia. Estábamos muy preocupados por ti. Creo que no deberías…
–¿El qué? –Lo interrumpió Max furioso. –¿Fumar puros? ¿Tú también me vas a dar la tabarra con eso? Como te podrás imaginar, a mi edad hago lo que me da la real gana.
–Naturalmente. En realidad, lo que me preocupa es más la humedad que hay en tu taller. Te pasas allí todo el tiempo y ahora hace frío y nieva.
Desorientado por esa reflexión inesperada, Max se quedó callado. Sí, la temperatura del taller era heladora, y el índice de higrometría sin duda sería espantoso. Aunque se abrigara bien, no podía alejarse del radiador eléctrico. Debido a sus imponentes proporciones, resultaba imposible caldearlo, pero en la época en la que esculpía a furiosos cincelazos, nunca sentía el frío del invierno. Ahora ya a veces se acurrucaba en su vieja butaca de cuero, helado hasta el tuétano.
–Dice Anton que podría instalarte una estufa de leña, sería más sano y más eficaz. Hay un conducto de chimenea al que puede engancharla.
Un poco más tranquilo, Max entendió que su familia no intentaría alejarlo de su taller. Era su madriguera, necesitaba estar allí, en medio de sus creaciones, necesitaba estar solo, lejos de los suyos, necesitaba creer, contra todo pronóstico, que algún día le volvería la inspiración.
–¿Por qué no? –masculló–. Que aproveche mi ausencia para hacerlo, ¡porque no me apetece un pimiento tenerlo ahí con sus herramientas ruidosas cuando vuelva! Y, sobre todo, que no se le meta en la cabeza limpiar el taller, ¿eh?
Dimitri esbozó otra sonrisa que terminó de exasperar a Max. Recordó de repente aquello en lo que había estado pensando hasta que su hijo había irrumpido en la habitación.
–Pero debe de ser cara, una de esas estufas Godin… No sé si puedo permitírmela ahora.
–Ya nos apañaremos, no te preocupes.
–¡Pues claro que me preocupo! –exclamó Max irritado–. ¿Qué te crees? ¿Que no tengo los pies en la tierra? Hace mucho tiempo que soporto ese frío del que tú te has dado cuenta solo ahora, porque nunca he buscado mi propia comodidad. Eso se lo dejaba a la casa, a vosotros…
Con el rabillo del ojo, estaba pendiente de la reacción de Dimitri, que se contentaba con mirarlo con una expresión indescifrable.
–Mira –suspiró Max–, estoy cansado. Voy a dormir un poco.
Para zanjar la discusión, cerró los ojos. En el tubito de oxígeno, algunas mucosidades producían un ruido feo de succión con cada inspiración de Max, pero aun así oyó cerrarse la puerta suavemente.
Por una vez, ni Nelly ni Béatrice se habían ocupado de la cena. Al regresar demasiado tarde de su visita a Max en el hospital, se llevaron la grata sorpresa de que Daphné ya había puesto la mesa. Juliette había preparado una tarta de chocolate, según una receta norteamericana, Diane, unos macarrones gratinados, que esperaban en el horno, y Vladimir estaba encendiendo el fuego.
Emocionada, Nelly les dio las gracias a todos, pero parecía desamparada por la hospitalización de su marido, como si de pronto hubiera tomado conciencia de que su universo podía derrumbarse. Hasta entonces, había cerrado los ojos al hecho de que él ya no trabajaba y el dinero escaseaba. Ella cobraba una pensión de jubilación muy baja pese a todos los años que había trabajado de modista, y él, como artista autónomo, nunca se había preocupado de la suya, convencido de que esculpiría hasta el último día de su vida.
Mientras se comía sin mucha gana los macarrones –los encontraba un poco pasados–, Nelly observó uno a uno a cada miembro de su familia. Era cierto que le gustaba tenerlos a todos a su alrededor, y nunca estaba tan feliz como cuando estaban todos reunidos. Pero ¿no los había mimado, consentido y ensalzado demasiado? Y, por ello, ¿no daban por sentado ese cálido confort que les ofrecía desde siempre? ¿Había sido un error por su parte colocarlos por encima de cualquier otra preocupación, por encima de ella misma incluso? ¿Cómo se comportarían si venían mal dadas? Si ocurriera la desgracia de que Maximilien falleciera, ¿qué sería de la tribu?
–¿Mamá? –murmuró Dimitri.
Sentado a su izquierda, acababa de volverse hacia ella y la observaba.
–¿Es por papá por quien estás preocupada?
–Por todos nosotros –reconoció Nelly con un deje de cansancio en la voz.
–¿Por nosotros? Nosotros estamos bien, es en ti en quien tienes que pensar. En cuidarte más. Lo hemos hablado Vladimir y yo, y estamos los dos de acuerdo.
–De acuerdo ¿sobre qué?
–No debes angustiarte. En lo que respecta… al futuro, sabes que nosotros estamos pase lo que pase, espero que cuentes con ello.
–Claro, cariño.
–También están los detalles prácticos, de los que nunca hablas. A partir de hoy mismo, cada uno de nosotros va a hacer un esfuerzo económico.
–¡Dimitri!
Su exclamación interrumpió las demás conversaciones. Aprovechando el silencio, Dimitri prosiguió en tono firme:
–Vladimir y Hubert están decididos a contribuir más en los gastos de la casa. En cuanto a mí y a Ève, vamos a revisar nuestros acuerdos contigo con respecto al taller y al laboratorio.
–De ninguna manera. De hecho, Ève no está presente, no tienes derecho a decidir en su lugar.
–Sí que tengo porque, de hecho, me ha encargado que hablara en su nombre. Los dos nos ganamos muy bien la vida y necesitamos esos locales. Ya va siendo hora de alquilarlos por su justo precio. No te hacemos ningún trato de favor, tú tampoco a nosotros, estamos en paz.
–Pero, hombre –protestó ella débilmente–, tampoco estamos a dos velas, tu padre y yo.
–Pues razón de más para que no lo lleguéis a estar por nuestra culpa. Los años pasan, el coste de la vida aumenta y las cargas de La Jouve, también.
–A ti –suspiró Nelly– no te creía yo capaz de hablar como un contable.
Vladimir acudió enseguida en ayuda de su hermano.
–Estoy de acuerdo con él, mamá. De hecho, estamos todos de acuerdo. Nos hemos acomodado un poco, y desde hace demasiado tiempo.
En el silencio que siguió, Anton masculló:
–Eso…
Solo dos sílabas, pero muy elocuentes. ¿A cuánto ascendía el salario de Anton, nunca revisado al alza?
–Sois muy amables –concedió por fin Nelly–, y, después de todo, no os falta razón. Ahora, que quede clara una cosa: si acepto un poco de ayuda es porque no estoy segura de que Max vuelva…
–¡Que sí, mujer! –protestó Hubert con convicción.
Nelly lo miró y le dedicó una sonrisa muy cariñosa antes de terminar la frase:
–Vuelva a trabajar algún día.
Por primera vez Nelly se atrevía a hablar del tema con sus hijos. Aquello parecía asustarla y se levantó enseguida de la mesa.
–Mientras tanto, no penséis que vais a poder meter las narices en mis facturas con el pretexto de facilitarme la vida. ¡Ni en las cuentas que tengo en tu banco, Vladimir!
Con ello les dejaba claro que su papel de madre protectora, desempeñado con constancia, no le impediría seguir siendo dueña y señora de La Jouve. A menos que no fuera a Max a quien buscara proteger de su curiosidad.
–Será mejor que me vaya a la cama, ya no me tengo en pie.
Les dio un cariñoso beso de buenas noches a todos, uno tras otro, sin olvidarse de felicitar a Juliette por la tarta. Unos segundos después de que se fuera, se pusieron todos a hablar otra vez, salvo Dimitri, que se quedó pensativo, con los ojos fijos en su plato vacío. Había imaginado alejarse de casa para no ver más a Daphné, había pensado incluso en vender su apartamento y marcharse de Montpellier. Pero acababa de comprometerse a hacer lo contrario para ayudar a su madre. Si de verdad ocupaba su laboratorio, esta aceptaría el dinero, pero no si se iba. Y nunca le alquilaría el local a otra persona. En cierto modo, las serias conversaciones que había tenido con sus hermanos le hacían prisionero de La Jouve y lo condenaban a ver allí a Daphné con frecuencia. A no ser que se obligara a determinados horarios, que acabarían por levantar las sospechas de todo el mundo. No podía marcharse en cuanto ella llegara, ni sentarse a la mesa familiar solo cuando se ausentara.
Suspiró, cambió de postura en el banco y, al levantar los ojos, se cruzó con la mirada de Daphné. Lo observaba con interés, con amabilidad, y acabó por hacerle un gesto interrogativo, sin duda intrigada por su silencio. Con su grueso jersey de cuello vuelto y los brazos pegados al cuerpo para darse calor se la veía muy pequeñita, menuda, casi una chiquilla. Enternecido, Dimitri le guiñó un ojo antes de levantarse para añadir un leño en la chimenea. Pese a la ausencia de Max, pese a la Navidad fallida, nadie parecía con prisa por subir a acostarse. Vladimir acababa incluso de sacar una botella de un Armañac muy viejo, reservado en principio para las grandes ocasiones.
Dimitri avivó las brasas, sopló con el fuelle y se quedó absorto contemplando las llamas que renacían. Cuando sintió la presencia de Daphné a su espalda, no se volvió.
–Hace un momento parecías triste –le murmuró ella.
–Me preguntaba dónde estaríamos, unos y otros, dentro de diez años, dentro de veinte… Y qué habría sido entonces de La Jouve.
–No mires tan lejos, es desesperante.
Por fin, Dimitri se volvió a mirarla.
–Y tú, ¿dónde estarás?
–Quizá en Burdeos –contestó ella con una sonrisita despreocupada–. He conocido a un tío que tiene un negocio de vinos a quien le he hecho tilín. Es realmente… muy simpático.
Dimitri se sintió como si acabaran de pegarle un puñetazo en la boca del estómago. A costa de un gran esfuerzo consiguió permanecer impasible, limitándose a asentir con la cabeza.
–Ya te lo presentaré, si la cosa dura –añadió Daphné.
–Encantado.
Imaginarse la escena bastaba para enfurecerlo. Celos, impotencia, amargura, un montón de sentimientos desagradables lo asaltaron de pronto. «Simpático» no quería decir nada. Para que Daphné hablara de él, ese hombre ya debía de haber adquirido un poco de importancia en su vida. ¿Desde cuándo y hasta qué punto?
–Me tomaría un traguito de Armañac –dijo ella, sentándose en el poyete de la chimenea.
Dimitri fue a buscar un vasito pequeño y volvió para dárselo. Inclinado sobre ella, lo que olió le hizo quedarse inmóvil. Era una mezcla de fuego de chimenea, lana caliente y alcohol fuerte y afrutado. Con algo más, a penas discernible, que debía de ser la piel de Daphné, o su cabello. Se arrodilló para estar a su altura.
–Es que quiero oler una cosa –le explicó.
Mientras inspiraba varias veces, con los ojos cerrados, Daphné se echó a reír.
–¡Pareces un perro de caza tras una pista!
–O un cerdo que busca trufas.
La broma era de Hubert, que los observaba. A Dimitri le pareció leer en su mirada algo así como una advertencia. Se incorporó enseguida y retrocedió un paso. Las ganas de abrazar a Daphné para olerla mejor habían sido tan fuertes, durante un instante, que Hubert tenía que haberlo notado a la fuerza. Dimitri debería haberse sentido muy incómodo, pero tenía algo más importante y más urgente que hacer, pues acababa de captar el ínfimo matiz que hasta entonces le faltaba.
–¡Me voy al laboratorio! –exclamó exaltado.
Dejando a los demás estupefactos, cruzó la cocina a grandes zancadas, descolgó una cazadora del perchero y desapareció en la noche.