11
Junto con Nelly y Daphné, Ève era la que se había quedado más traumatizada por las revelaciones sobre Max. Su carácter independiente nunca le había impedido querer a su padre y admirarlo. Como la menor que era, su «preciosa benjamina», como le gustaba llamarla, hasta entonces había vivido despreocupadamente, pues más o menos se le permitía ser la fantasiosa de la familia, hacer lo que le viniera en gana y no compartir sus secretos con nadie. Por respeto a su padre, no había querido escandalizarlo reconociendo su homosexualidad, pero se había caído de un guindo al descubrir que en realidad era un mentiroso, un cobarde y un traidor, alguien que llevaba treinta y cinco años ocultando toda una faceta inconfesable de su vida.
Treinta y cinco años era su edad, y le volvían a la memoria recuerdos de infancia como burbujas ácidas. Su padre sosteniéndola en su regazo o dándole la mano, supuestamente emocionado de haber tenido otra hija, siete años después de Béatrice, cinco años después de Ivan. La «peque» del clan, la «enanita». Mientras tanto, otra recién nacida debía de enternecerlo más aún en cuanto se plantaba en París. ¿Con qué apelativos cariñosos llamaría a Ludivine?
Sintiéndose de humor amargo, le había propuesto a Maud ir a cenar y a dormir a La Jouve para presentársela por fin a todo el mundo, aprovechando que no estaba su padre. Pero Maud le había dicho que no, pues no le parecía el momento más indicado.
–Me ha dicho que no quería aprovechar su ausencia y que seguro que mi madre no estaría con muchas ganas de recibir invitados ni de tener que mostrarse amable con nadie –suspiró Ève.
Frente a ella, Daphné estaba sentada en una de las grandes mesas cubiertas de retales. Con la barbilla en una mano y el codo apoyado en la rodilla, parecía aún más menuda que de costumbre.
–Oye, has adelgazado, ¿no?
–He comido de cualquier manera estos últimos días –reconoció–. Estaba tan consternada por todos vosotros… Por Nelly sobre todo, pero también por Max. Me da pena.
–Pues ¡eres la única! –replicó Ève en tono mordaz.
–No, a ver, entiéndeme, no lo compadezco, tiene lo que se merece, y nunca lo hubiera creído capaz de algo así. Pero estoy segura de que debe de sentirse muy mal, tan solo, lejos de La Jouve.
–No está solo, en París tiene a su familia de repuesto e incluso su pequeño taller. ¡A cuerpo de rey está!
Para calmarse los nervios, Ève se puso a ordenar por tonos toda una caja de bobinas de hilo multicolor.
–Háblame de Nelly –le pidió Daphné con dulzura–. Las dos veces que la he llamado, no tenía muchas ganas de hablar, solo me ha dicho que le apetecía verme, que no debía dejar de ir a La Jouve.
–Acusó mucho el golpe, se pasó veinticuatro horas llorando sin parar. Después se enfadó pero bien y, desde entonces, se encuentra mejor. Anton la vigila de cerca, Dimitri viene a cenar una noche sí otra no y Diane insiste en llevarla a Montpellier de compras o a la peluquería, para que se distraiga un poco. Desde luego, ha estado con Hubert. Mantienen largas conversaciones que la dejan un poco más tranquila.
–Y me imagino que Max no llama para dar noticias…
–Ni falta que nos hace, aunque creo que sí que habla con Vladimir, que hace de pararrayos.
Ève tapó la caja y comenzó a enrollarse una cinta métrica en el dedo.
–¿Sabes lo que más me atormenta? –prosiguió–. ¡No saber qué aspecto tiene!
–¿Ludivine?
–Le he dicho a Dimitri que debería haberle hecho una foto con el móvil. Pero, ya lo conoces, me ha mirado como si estuviera loca. Por cierto, me ha confesado una cosa increíble, ¡figúrate que le pegó una bofetada!
–¿Él? ¿A una mujer?
–¿A que no es para nada su estilo? Dice que se arrepiente, que estaba fuera de sí, que nunca debería haberlo hecho, pero yo le aplaudo con ambas manos.
–Con una sola sería difícil –bromeó Daphné.
Ève la miró un momento y luego se echó a reír.
–¡Ah, qué bien sienta salir un poco de este ambiente de tragedia! Bueno, venga, que voy a cerrar.
Se levantó y apagó uno a uno todos los focos que colgaban sobre las grandes mesas. Cuando ya se iba, señaló un montón de revistas femeninas de las que a veces sacaba ideas para sus vestidos.
–Ya han lanzado la campaña publicitaria de Captive, está en todos los periódicos.
–Sí, he visto el anuncio en la tele y carteles en las marquesinas, no pasa inadvertido.
–Espero de verdad por Dimitri que la cosa funcione, que a las mujeres les encante su perfume. ¿Lo has olido?
–Todavía no.
–Maud y yo hemos ido a una perfumería y lo hemos probado en una tira de papel. ¡Es fantástico!
–¿No lo has comprado?
–Dimitri lo trae esta noche para todas las mujeres de la casa.
–Ah, ¿viene esta noche?
Un poco extrañada por el tono crispado de Daphné, Ève la observó desde la semioscuridad de lo alto de la escalera.
–¿Te molesta?
–No, qué va, al contrario.
Bajaron, Ève cerró con llave la puerta del taller y luego levantó la cabeza para contemplar el edificio.
–De verdad me encanta este sitio –dijo con voz soñadora–. No me veo trabajando en ninguna otra parte. Vale, está lejos de Montpellier y eso no facilita mucho las cosas, pero…
Avanzó unos pasos por la explanada antes de añadir:
–Al contrario de lo que Maud espera, no renunciaré a La Jouve.
–¿Ella querría que te mudaras al centro?
–No lo voy a hacer. Primero, porque perdería mi originalidad, y segundo, porque no me tienta nada vuestra situación, los que tenéis negocios en el centro. Ella en su quiosco, y tú en tu bodega, no sé cómo hacéis para aguantar todo ese ruido, tanta gente, tanta agitación. Aquí, mis chicas y yo tenemos todo el espacio que queremos y nos sentimos en un mundo aparte, casi mágico. ¡La cueva de Alí Baba, como diría Béatrice!
Daphné se volvió para echar una ojeada a la fachada de la antigua explotación de gusanos de seda. El alto tejado de pizarra con sus chimeneas se recortaba con elegancia sobre el cielo anaranjado del crepúsculo. Solo el chirrido desgarrador de las cigarras rompía el silencio, acentuando la impresión de paz. Que Ève no quisiera abandonar ese lugar era comprensible, pero ¿qué pasaría con La Jouve si Nelly decidía separarse de Max?
Con un zumbido de motor fácilmente reconocible, el Lancia de Dimitri irrumpió en la explanada. Aparcó justo al lado del Mini rojo de Daphné y bajó del coche, con una bolsa muy grande en la mano.
–¿Qué, chicas, tomando el fresco?
Daphné lo miró mientras se acercaba, el corazón le latía acelerado. Había pensado tanto en él esos últimos días que sintió ganas de abrazarlo. Unos meses antes lo habría hecho de la manera más inocente del mundo, pero ahora se quedó parada, con los brazos a ambos lados del cuerpo.
–¿Es Captive? –preguntó Ève, señalando la bolsa.
–Lo prometido es deuda…
Se dirigieron los tres a la casa, la rodearon y se reunieron con los demás bajo el almez. Daphné se dio cuenta enseguida de que faltaba la silla de Max, en un extremo de la mesa. Sin duda, Anton la habría guardado.
–¡Aquí está mi Daphné! –dijo contenta Nelly, que en ese momento salía de la cocina.
De la impresión, Daphné fue incapaz de contestar. La contempló a unos instantes, estupefacta, antes de exclamar:
–¡Estás guapísima!
En lugar de su habitual moño canoso, Nelly llevaba el pelo corto, de un rubio pálido que le favorecía mucho, la rejuvenecía y le daba mejor cara.
–El color original era más o menos este –dijo con una sonrisita algo incómoda.
–Me encanta cómo te queda.
–¿De verdad?
–Te lo hemos dicho todos, mamá –le recordó Béatrice.
Anton asintió con la cabeza con un gesto vehemente, lo que divirtió a Daphné. Aunque Nelly se hubiera teñido de violeta, a Anton de todos modos le habría parecido estupendo.
–Os he traído unas cositas –anunció Dimitri.
Sacó de la bolsa cuatro frascos de Captive y se los entregó a Nelly, Béatrice, Ève y Diane.
–Para ti, un detalle especial –le dijo a Daphné–, porque la nota que me faltaba la encontré gracias a ti, así es que este perfume es un poco tuyo.
Le entregó un gran frasco de esencia que debía de costar una fortuna.
–De todos modos, no podéis llevar todas el mismo perfume. Además, Diane es adicta a su Shalimar, y a mamá solo le gusta Chanel Nº 5. A ti en cambio creo que podría gustarte y que de verdad te iría bien. Como no eres para nada una mujer fatal, quedará insólito en tu piel. Pero si no te gusta, no me lo tomaré a mal, sé que es algo muy personal.
Daphné sintió que se ponía colorada y, para ocultar su turbación, abrió el frasco.
–Es demasiado, Dimitri, me imagino que no te lo regalan…
–¡Hombre, pero me hacen descuento! –contestó entre risas–. Me dan pruebas, muestras, esas cosas… No, no, espera, no le acerques la nariz así, que no es un melón. Déjame hacer a mí, tienes que ponerte una gota en la muñeca, sin frotarla, y dejar que el alcohol se evapore antes de olerla. Lo interesante es su desarrollo sobre tu piel de aquí a unos minutos.
A Daphné, el gesto sensual con el que le rozó la cara interna de la muñeca con el tapón de cristal le hizo estremecerse.
–¡Una auténtica maravilla! –exclamó Nelly, que acababa de rociarse generosamente de perfume.
–No te pongas mucho, se sube un poco a la cabeza; es muy tenaz.
–Más bien embriagador, deberías decir –murmuró Daphné, llevándose la mano al rostro para inspirar su olor.
Percibió aromas fuertes, a iris y jazmín, que le hicieron cerrar los ojos.
–¿Nos das también a nosotros? –preguntó Louis, que comenzó a dar vueltas alrededor de su madre.
–¿A vuestra edad? ¡Estás de broma! Además, es un perfume de mujer, no de hombre.
Hubert se acercó a olerlo del cuello de su mujer e hizo una mueca extasiada.
–Pura voluptuosidad –comentó–. Póntelo todas las noches antes de acostarte.
Divertida, Béatrice le dio una palmada cariñosa en la mano.
–Va a ser un éxito, Dimitri –afirmó Nelly–. ¡Las mujeres se van a pelear por él!
–Por ahora, la acogida está siendo de verdad entusiasta, espero que dure, sobre todo a largo plazo. Fidelizar clientes es lo más difícil.
–No deberíais hacer eso cerca de la mesa –rezongó Anton–, ya no vamos a saber lo que estamos comiendo.
Arrugaba la nariz, con aire reprobador, y, en el silencio que siguió, Dimitri se echó de pronto a reír, con su risa estentórea y contagiosa.
–Lo que pasa es que no se llama Soir de Paris, ¿eh? Pero tienes toda la razón, la comida ya no sabrá a nada si seguimos echando perfume encima. ¡Qué sabio eres, Anton!
Daphné tapó su frasco con cuidado y fue a guardarlo en su bolso, mientras Vladimir proponía tomar una copa para celebrarlo.
–Por tu éxito, hermanito –dijo y brindó con Dimitri.
Parecían todos bastante alegres, incluida Nelly, como si no hubiera ningún problema en la familia.
–¡Pollo al estragón y berenjenas a la brasa! –anunció Béatrice, que volvía de la cocina seguida de Hubert.
–Voy a cortar el pan –se apresuró a decir Diane.
A primera vista, la única diferencia era que cada uno se esforzaba por velar por Nelly. Anton ya no era el único en cuidarla.
–¿Te sientas a mi lado? –le preguntó Dimitri a Daphné.
–¡Qué interesado, te va a estar oliendo cada cinco minutos para ver si su perfume se agria en tu piel o no! –exclamó Ève riendo.
–¿Vas a volver pronto a Nueva York? –quiso saber Vladimir.
–No, este verano no tengo ningún viaje previsto. Voy a aprovechar para trabajar en el laboratorio.
–Qué pena –dijo Diane–, te habría dado unas cosillas para Juliette. No vuelve a Francia hasta finales de julio.
Enterarse de que Dimitri se iba a quedar en Montpellier le hizo mucha ilusión a Daphné. Al menos, podrían retomar sus veladas de cine y cena que tanto echaba de menos.
–Y tú, ¿qué hay de tus vacaciones? ¿Vas a cerrar unos días la tienda?
–Dos semanas en agosto.
–¿Solo?
–Es lo que me puedo permitir este año. He reservado en el Club Méditerranée, en Túnez.
–¡Se la van a rifar un montón de solteros bronceados! –bromeó Diane.
–A lo mejor encuentras al hombre de tu vida –añadió Ève y le guiñó un ojo.
Esa perspectiva no le apetecía nada a Daphné. No tenía ganas de marcharse, de alejarse de allí, y menos aún de buscar pareja. ¿Qué hombre sería lo bastante atractivo para hacerle olvidar a Dimitri? Ninguno tendría su silueta de gigante, sus ojos de agua clara, su…
–¿De verdad te gusta esa clase de vacaciones? –le preguntó Dimitri, que se inclinó hacia ella–. ¿Clientes animados y organizadores animados que se fuerzan en gustarse para pasar noches animadas?
–¡Cuando se es una mujer soltera, una solo encuentra su sitio en esa clase de hoteles! –contestó ella, herida en su sensibilidad.
Con expresión contrariada, él hizo una mueca dubitativa y se puso a tamborilear sobre la mesa. ¿Acaso juzgaba su deber proteger a su «cuñadita» de conocer a las personas equivocadas?
–Como diría Ève, déjame que te huela…
Dimitri recuperó la sonrisa, le tomó delicadamente la muñeca con dos dedos, inclinó la cabeza y la olió.
–Sabía que te sentaría bien.
–Me lo llevaré en la maleta –contestó ella con ironía.
Después de soltarla, se volvió hacia Vladimir, su otro vecino de mesa.
–¿Tienes noticias? –le preguntó en voz baja.
–Sí, me llama al banco todos los días.
–¿Y?
–Quiere verla, no se le va de la cabeza. Yo le respondo sistemáticamente que la que tiene que decidirlo es ella.
–Muy bien.
Tras esa breve conversación Dimitri no dijo nada más, pero Daphné lo oyó suspirar.
–Ahora en cartelera hay un montón de películas buenas –le dijo, dándole una palmadita en el brazo–. Si estás libre alguna noche…
–¿Qué tal el martes?
–¡Vale!
Feliz de repente, Daphné se dio cuenta de que tenía hambre y se sirvió otro poco de pollo. Su comportamiento era incoherente, se daba perfecta cuenta. Era ella quien insistía en ver a Dimitri, ella quien se quedaría triste cuando la dejara en su portal y se marchara a grandes zancadas, como cada vez, tras despedirse como un buen amigo. Pero ¿qué otra cosa podía esperar, incluso en el escenario más improbable?
–Sí que sois cinéfilos vosotros dos –dijo Hubert como quien no quiere la cosa.
–Él es peor que yo –se apresuró a contestar Daphné–. ¡Tiene toda una colección de DVD en su casa y una pantalla gigante!
–Ella es de comedias, y yo, más de cine épico –precisó Dimitri. Hubert les sonreía, mirándolos a ambos.
–¿Podemos ir a buscar el postre? –preguntó Paul, que ya estaba de pie–. Hemos recogido ruibarbo con Anton, ¡y mamá ha hecho una tarta!
–Traed las velas de citronela –les pidió Nelly–, ya están aquí los mosquitos.
Esa velada podría haber sido como tantas otras, hacía muchos años que se reunían bajo el almez en cuanto llegaba el buen tiempo. Pero no había nadie presidiendo la mesa, y todos, en un momento u otro, habían pensado en Max, cuya ausencia corría el riesgo de prolongarse. Nelly ya no llevaba su moño canoso del que siempre se caía alguna horquilla. Y Daphné ya no se atrevía a apoyar la cabeza en el hombro de Dimitri.
Es inevitable que las cosas cambien. Nada es inmutable. Hace diez años, cenaba aquí junto a Ivan, con su mano sobre mi muslo, y era feliz. En esa época Dimitri era mi hermano, no lo veía de otra manera, se dijo.
Levantó la mano para ahuyentar un insecto, y percibió entonces la fragancia de Captive, en toda su intensidad.
–¿Daphné?
Dimitri se había vuelto de nuevo hacia ella. Cuando se cruzó con su mirada, vio que la observaba con una expresión extraña.
–Ya que nos vemos el martes, aprovecharé para…
Vaciló un momento, buscando las palabras.
–Tengo algo que decirte –añadió por fin en voz baja.
Por culpa de la algarabía de las conversaciones, Daphné apenas lo oyó, pero adivinó que de pronto se había puesto muy serio y había dejado a un lado su camaradería habitual.
–¿Algo grave? –preguntó inquieta.
–Al menos para mí.
–¿No me lo puedes contar ahora?
–De verdad que no.
–Como quieras.
Notaba que estaba indeciso, nervioso, con la expresión de quien se pregunta si se atreverá o no a saltar del trampolín. ¿Qué lo atormentaba de esa manera? ¿Se arrepentía acaso de haber tomado una decisión demasiado brusca sobre el futuro de su padre? Daphné había considerado que no debía inmiscuirse, ni dar su opinión siquiera. Las revelaciones inauditas sobre la doble vida de Max la escandalizaban, pero no era su padre, y podía permitirse mostrarse más indulgente que los demás. Quizá Dimitri quisiera hablarlo con ella, de ser así, no sabía muy bien lo que le diría.
–Me voy –anunció él–, esta noche quiero acostarme pronto.
Otra declaración inesperada, pues era más bien noctámbulo. ¿Tenía alguna buena razón para volver a Montpellier en lugar de quedarse a dormir en La Jouve? Decepcionada, Daphné le ofreció la mejilla para un beso de lo más fraternal.
–¡Bueno, no me irás a decir que no tiene ni un minuto libre!
–Sabe que vais a discutir –la disculpó Nathalie.
–¿Al menos es consciente de que me ha puesto en una situación insostenible? –se irritó Max.
Ludivine no se había dignado a verlo, cuando Max se moría de ganas de echarle la bronca. Pese a todos los esfuerzos de Nathalie, se negaba obstinadamente a ver a su padre.
–¡La muy tonta ha destruido mi vida por capricho, porque le ha dado la ventolera!
–No te enfades, Max. Tienes razón, ha debido de actuar por un impulso, y después ya era demasiado tarde. Siempre ha tenido un poco de envidia de tus otros hijos, no lo puede evitar.
Llevaban días y días hablando del tema. Nathalie siempre trataba de minimizar la falta de su hija. Al llegar a París, Max primero le había dado vueltas a la situación él solo durante veinticuatro horas en su pequeño taller y después había convocado a Nathalie y a Ludivine, pero su hija no se presentó a la cita; se contentó con darle el recado a su madre de que ella no tenía que rendir cuentas a nadie.
–¿Quién le ha metido esas ideas en la cabeza? ¿Tú?
–¡No!
–¿Podrías explicarme al menos qué persigue?
–Que la reconozcas, supongo.
–Eso no es justo, Nathalie. Cuando tuvimos a Ludivine, fui muy sincero contigo, muy claro, nunca se habló de reconocerla.
–Lo sé, Max. Yo estaba de acuerdo, y la niña, entonces, no podía decir esta boca es mía. Pero ya no puedo imponerle nada, tiene treinta y tres años.
–No has contestado a mi pregunta. No se arma un escándalo de este tipo sin una buena razón.
–No sé lo que quiere –suspiró Nathalie.
–Pues al abordar a mi hijo y al soltarle la verdad, ¡ha arrojado una verdadera bomba en mi familia!
Había estado a punto de decir «mis hijos». Ivan primero, Dimitri después, dos bombas, de las cuales la primera había sido mortal. Pero se negaba a hablar de eso con Nathalie. No quería volver a hablarlo con nadie nunca más. Dimitri lo sabía. Eso ya era horrible, aunque Max estuviera seguro de que no contaría esa parte de la verdad. No lo habían hablado, no obstante Max tenía la certeza de que su hijo no diría nada. Por desgracia, nada podría resucitar a Ivan. Y Dimitri debía de ser del todo consciente de que nada libraría a Max de su sentimiento de culpa. Esa espantosa culpa que le había llevado a pensar, ante el féretro de Ivan, que Dios le quitaba a un hijo para castigarlo por haber tenido otro fuera del matrimonio, un hijo secreto, un hijo de más. Ese día, si Max hubiera podido hacer un pacto con el diablo, habría sacrificado a Ludivine para que Ivan le fuera devuelto. Y las semanas sucesivas se había ensañado con el mármol como un poseso, repitiéndose a cada golpe furioso de cincel que toda su desgracia era culpa suya.
–¿Por qué ha hecho una cosa así, Nathalie? ¿Qué tenía en la cabeza? ¿Que Dimitri se arrojaría a su cuello, feliz de descubrir que tenía una nueva hermana? ¡Él además! Cuando pienso que ha tenido que ser precisamente él… No nos llevamos demasiado bien. Tiene un carácter intransigente, es incapaz de ceder en nada. Y, por supuesto, le ha faltado tiempo para ir a contárselo todo a su madre, que no me lo perdonará jamás. ¡Jamás!
–Pero estoy aquí yo –dijo bajito Nathalie.
Estupefacto, la contempló unos instantes sin poder contestar. ¿Esperaba Nathalie poder recuperarlo? ¿Acaso lo veía ya divorciado, casándose con ella? Se le pasó la idea por la cabeza de que pudieran ser cómplices, la madre y la hija, para arrancarle lo que nunca habían podido obtener de él. Pero no, Nathalie no haría algo así, imposible. No tenía esa clase de inteligencia retorcida. No tenía ninguna inteligencia, en realidad. Era amable, agradable, atractiva todavía, pero no le llegaba a Nelly ni a la suela de los zapatos. Nelly, su mujer, la única junto a la cual quería envejecer, rodeado de sus hijos y de sus nietos, en su casa, en La Jouve. Nelly a la que amaba precisamente por su inteligencia, su voluntad, su capacidad de estar en un segundo plano cuando debía y de dar un puñetazo en la mesa si era necesario. Una esposa, no una amante. La que le había dado esa gran y hermosa familia de la que se sentía orgulloso.
–Max, no me mires así.
Apartó los ojos de ella y se encogió de hombros. Su relación clandestina en tiempos le había dado muchas alegrías, pero la situación actual lo irritaba; no veía en Nathalie nada que lo complaciera. Veinte veces al día pensaba en Nelly, en sus innumerables cualidades que tan estúpidamente había desdeñado.
–Tengo que conseguir volver a mi casa –declaró sin ningún tacto–. Mi vida no está aquí.
Dentro de un minuto Nathalie se echaría a llorar, y él la oiría resoplar. Pero lo único que deseaba en ese momento era estar solo para poder llamar a Vladimir y convencerlo de interceder en su favor. Tenía que ver a Nelly.
Dio unos pasos y levantó los ojos hacia la cristalera. Las gotas de lluvia se estrellaban sobre las ventanas sucias. En París llovía incluso en junio. Y, a ochocientos kilómetros de allí, los suyos debían de estar cenando bajo el almez, en la apacible tibieza de la noche. ¡Ah, qué caro pagaba el error de haber hecho caso a Nathalie, de haber aceptado darle un hijo para habitar su soledad! Y, de hecho, sin Ludivine, ¿habría durado tanto su relación? Pues, aun negándose a reconocerla, se había sentido un poco responsable de esa niña, se había visto obligado a darle de vez en cuando un poco de dinero a Nathalie para contribuir en su crianza. No se había desinteresado de ella, no, y al hacerse adulta, la había encontrado tan hermosa que la esculpió de memoria para tenerla siempre cerca de él. Por supuesto, ella debía de haber sufrido por no tener un padre como los demás, un padre presente en casa o que fuera a recogerla al colegio, pero él nunca había insistido en traerla al mundo. No era un hombre libre, se lo había repetido mil veces a Nathalie.
–Si prefieres que me vaya…
Herida por su silencio demasiado largo, recogió su bolso y su chaqueta, abandonados sobre una silla. Max no la retuvo, aliviado de que se marchara.
–Me sorprende un poco verte en mi sala de espera, pero bienvenido –dijo Hubert–. Acaba de irse mi último paciente, vamos a mi despacho, allí podrás contarme el motivo de tu visita.
Precedió a Dimitri por el pasillo, saludó a un colega con el que se cruzó y avisó a su asistente de que estaría ocupado. Por fin se detuvo ante una puerta en la que se leía su nombre y su título.
–¡Esta es mi madriguera! No es muy grande ni muy lujosa, pero estamos en un hospital, no se le pueden pedir peras al olmo.
Rodeando su escritorio, le indicó a Dimitri con un gesto que se sentara frente a él.
–¡Espero que no traigas malas noticias!
–No, tranquilo, no le he descubierto una tercera vida a mi padre.
–Menos mal, eso ya acabaría con su salud –bromeó Hubert.
Se puso a ordenar unos expedientes, apiló unas fichas y cambió el cartucho de tinta de su pluma, para darle a Dimitri el tiempo de sentirse cómodo.
–Bien, ¿qué puedo hacer por ti?
–Todavía no lo sé.
–Ah…
Hubert miró fijamente a Dimitri, y comprendió que haber ido hasta allí le resultaba muy difícil.
–Tírate al barro, ya que has venido hasta aquí –le propuso, animándolo a hablar.
–Pues, mira, es que… estoy a punto de hacer, no una tontería sino…
Como no le salían las palabras, Dimitri se interrumpió. Cruzó las piernas, inspiró hondo y consiguió anunciar, con la voz alterada:
–Estoy enamorado, Hubert. Estoy irremediablemente enamorado de Daphné.
Acostumbrado a oír de todo, Hubert no reaccionó. De todas formas, no era ninguna sorpresa para él, hacía tiempo que había reparado en la actitud reveladora de Dimitri primero y de Daphné después.
–¿Y? –se limitó a decir.
–Pues supongo que te imaginas el problema moral que eso me supone.
–Explícame eso.
–¡Hubert! No soy uno de tus pacientes, soy de tu familia. Me conoces muy bien y seguro que entiendes la situación. Entre Daphné y yo está Ivan.
–Ivan hace ocho años que murió. Si es eso lo que os frena…
–¿Lo que nos frena? Pero ¡si no tengo ni idea de lo que pensará Daphné cuando se lo confiese! Si es que consigo hacerlo.
–¿Por qué no habrías de conseguirlo?
–Podría hacerle daño, escandalizarla, decepcionarla, parecerle ridículo o algo peor.
–O sea que tienes miedo, ¿no?
–Para ya de hacerme preguntas –suspiró Dimitri–. He venido a buscar respuestas. Para empezar, Daphné tiene diez años menos que yo. Segundo, hemos construido una relación afectiva sólida, creo que me he convertido en su mejor amigo desde que Ivan ya no está aquí.
–Quizá no sea una casualidad. Has querido acercarte a ella y a ella le ha gustado que lo hicieras.
Dimitri lo miró, estupefacto.
–¿No crees en la amistad?
–¿Entre un hombre y una mujer, solteros y atractivos, felices de pasar tiempo juntos? No mucho. Y, ¿sabes?, también está lo que se llama el lenguaje corporal, bastante significativo. Te pasas el tiempo rozando, tocando y sintiendo a Daphné. De la misma manera, ella tiende a apoyar a menudo la cabeza en tu hombro.
–Busca mi protección.
–No, hombre. No necesita que la protejan, no está en peligro.
Sin palabras, Dimitri meditó un momento lo que le había dicho Hubert.
–No sé cómo ha ocurrido –dijo por fin–. Si me lo hubieras anunciado el año pasado, me habría hecho mucha gracia. Te prometo que no estaba enamorado de ella hace unos meses.
–No eras consciente de estarlo.
–No la deseaba, no la veía como una mujer.
–Habías puesto una barrera entre vosotros. El tabú representado por Ivan era demasiado poderoso. Con los años, ha perdido fuerza, es natural.
–Entonces ¿me animas?
–No, mi papel no es ni animarte ni desanimarte. Se trata de tu vida, de tus decisiones. Yo solo te recuerdo que eres libre.
Por primera vez desde que se había sentado frente a Hubert, Dimitri esbozó una sonrisa.
–Ah, los psicólogos…
–Yo no soy psicólogo. Atiendo a personas con enfermedades mentales, pero tú no entras en esa categoría.
–Por consiguiente, ¿no te debo nada por la consulta?
Dimitri parecía ahora más relajado y Hubert dedujo que había encontrado lo que había ido a buscar. No una bendición, ni siquiera una aprobación, pero al menos la seguridad de que no sumiría a la familia en un nuevo caos. El único que quizá reaccionara mal fuera Max, porque Daphné era su preferida y le indignaría verla en brazos de Dimitri. Solo que, en ese momento, Max no tenía nada que decir sobre lo que hicieran unos u otros, pues su propia traición había salido a la luz. Y, de todas formas, a Dimitri le traería sin cuidado la opinión de su padre. Pero seguro que habría pensado en su madre, en sus hermanas tal vez, e ir a hablar con Hubert le había servido para tantear el terreno.
–Te dejo con tus informes, ya he abusado bastante de tu tiempo.
Cuando se levantó, Dimitri hizo que el despacho pareciera aún más pequeño.
–Supongo que no te veremos esta noche, ¿no? –le preguntó Hubert con tono malicioso.
–No. Deséame buena suerte, tengo tanto miedo como si me fuera directo a la horca.
–La suerte no tiene nada que ver aquí.
Lo contempló alejarse, a la vez divertido y enternecido. Siempre le había gustado la personalidad de Dimitri. De todo el clan Bréchignac, le parecía el más interesante, el menos previsible. Por ejemplo, para un hombre tan discreto como él con respecto a su vida sentimental, presentarse en la sala de espera de su cuñado en el hospital era bastante inesperado. Tomaba sus decisiones de una forma muy cerebral, pero a la vez era capaz de actuar de manera repentina y espontánea. En La Jouve, hacía tres días, aunque no había oído lo que se decían Daphné y él, Hubert lo había visto tomar una decisión. Esa noche, en su cabeza, había dado un paso determinante.
Ya era hora. Esto no podía seguir así mucho tiempo, al final se habrían expuesto a perderse el uno al otro, se dijo.
Sacó un expediente y empezó a teclear.
Béatrice apartó la cacerola del fuego y se volvió hacia su madre.
–¡Por poco se me quema la salsa!
–La mantequilla estaba demasiado caliente, la oía chisporrotear desde aquí.
Mirando la salsa con circunspección, Béatrice asintió.
–Por poco, pero ha quedado bien. Oye una cosa, mamá… ¿Puedo hacerte una pregunta?
–Dime.
–Sobre papá, ¿has tomado una decisión?
Cómodamente sentada en su vieja butaca, junto al aparador, Nelly tejía un jersey multicolor, sus agujas repiqueteaban a toda velocidad.
–Todavía no, cariño.
–Pase lo que pase, estamos contigo, ya lo sabes. Y si necesitas que te aconseje un abogado, Hubert tiene un amigo que podría informarte.
–Todavía no estoy en ese punto. Por ahora me limito a pensar, a tratar de comprender.
–Comprender ¿el qué? ¡Esta historia es monstruosa!
–Hay una hermosa cita de un autor ruso que dice precisamente que comprenderlo todo sería perdonarlo todo. Creo que es de Chéjov…
–¡Ah, sí, el famoso fatalismo eslavo! Pues que sepas que yo no lo he heredado, y si me enterara de que Hubert tiene una segunda familia escondida en Estrasburgo, le tiraría las maletas por la ventana.
–No tenemos la misma edad, Béa, no reaccionamos de la misma manera.
–¿No estarás pensando en olvidarlo todo y ya está?
–No es tan simple como tú lo ves. Las cosas de la vida no son blancas o negras, sin matices. Estoy enfadadísima con Max, pero también he compartido con él más de cincuenta años llenos de grandes momentos de felicidad, y tampoco voy a «olvidar y ya está» este medio siglo. Tú tienes hijos, sabes la fuerza del vínculo que une a una pareja cuando se ha fundado una familia, cuando se han atravesado juntos tormentas…
–Pero ¡papá se fue a otra parte a fundar otra familia!
–Yo creo que no era ese su deseo, y que esa mujer lo puso ante el hecho consumado. Con las mujeres, tu padre es débil, como muchos hombres.
Anonadada, Béatrice volvió a olvidarse de vigilar su salsa, que empezó a hervir.
–¡Oh, ya está bien! –exclamó, arrojando la cacerola en el fregadero.
La llenó de agua fría del grifo y echó una ojeada por la ventana. La serenidad de su madre le parecía artificial. ¿De verdad estaba dispuesta a perdonar? Y, si lo hacía, ¿de qué manera recuperaría su padre su lugar allí? Se le haría difícil soportar la mirada de reproche o de desprecio de sus hijos, de los legítimos.
–Deja, ya lo hago yo –dijo Nelly detrás de ella.
Había abandonado su butaca y su labor de punto y ya había sacado otra cacerola.
–Si esto te ocurriera a ti hoy, Béa, podrías echar de casa a Hubert y, pasado un tiempo, pensar en rehacer tu vida. Pero yo no tengo esa opción. Para empezar, La Jouve es de tu padre. Además, no me apetece mucho terminar mi vida sola, sin él. En cuanto a conocer a otro hombre, a los setenta y un años… Y es a Max a quien he amado.
Béatrice reparó en el verbo en pasado, pero no dijo nada. A su madre no le gustaba quejarse ni compadecerse de sí misma y, sin embargo, lo que acababa de reconocer era desgarrador. No tenía más remedio que aceptar la traición de su marido, no tenía una segunda oportunidad ni un nuevo horizonte. El cansancio de una larga existencia muy vivida y sólidamente construida, que se negaba a ver derrumbarse, le impedía tomar una drástica decisión.
–Mamá –le dijo Béatrice con dulzura, a la vez que se acercaba ella–, lo que hagas estará bien. De todas formas, estamos de tu parte.
Inclinada sobre la cacerola, en la que la salsa se iba volviendo espesa y untuosa, Nelly no contestó. Pero en un rayo del sol crepuscular que acariciaba su mejilla, Béatrice vio brillar una lágrima.
Salvo una botella de champán puesta a enfriar en la nevera, Dimitri no había previsto nada concreto, tal era su incertidumbre con respecto al desenlace de la velada. Muy agitado, recorrió su apartamento, pero no encontró nada fuera de su sitio. Tampoco se había molestado en consultar la cartelera, convencido de que no verían ninguna película. O bien Daphné se marcharía dando un portazo, o se quedarían allí hablando, o…
El ruido del timbre lo paralizó. Con un gesto mecánico, consultó su reloj y fue a abrir.
–¿Has tenido un buen día? –balbuceó, para romper el hielo.
–No, espantoso. Cada vez vienen menos clientes, se nota que no hay dinero, todo el mundo está en crisis. ¿Y tú? –Daphné se puso de puntillas y se agarró a su cuello para besarlo en la mejilla–. ¿Primero cena o cine?
–Tomamos una copa aquí, si te parece. Te lo dije, tengo que hablar contigo. Ponte cómoda, voy a traer algo de beber.
Fue a la cocina, puso la botella en un cubo, arrojó un puñado de hielos dentro y buscó dos copas que estuvo a punto de romper sin querer. Sus gestos traicionaban su agitación, Daphné se iba a dar cuenta, tenía que calmarse. Al volver al salón, hizo un esfuerzo por sonreír.
–Me has dado un buen consejo, me gusta mucho tu Ruinart.
–Pensaba que lo reservabas para las grandes ocasiones.
–Esta lo es.
Daphné se había quitado los mocasines para poder sentarse con las piernas cruzadas en uno de los sofás. Vestía un vaquero pitillo desgastado y una camisa blanca, y el cabello, que llevaba recogido en una coleta, le daba un aire de chiquilla. Dimitri reparó en que se había maquillado ligeramente, y que a su alrededor flotaban efluvios de Captive. Alargándole su copa de champán, decidió que acababa de empezar la cuenta atrás.
–Tengo algo importante que decirte.
Se apartó de la mesa baja, se mordió la mejilla para infundirse valor y prosiguió:
–Daphné, me he enamorado. No un poco, no a medias, estoy total y perdidamente enamorado. Hasta el punto de que sueño con casarme, con tener hijos y hacer promesas de eternidad, algo que no me había ocurrido nunca. Vamos, que estoy en pleno delirio.
–Ah…
Daphné no parecía interesada ni con ganas de saber más. Tras beber un sorbo de champán, le preguntó en tono apagado:
–¿Desde hace mucho?
–Varios meses.
–¿Y quién es la elegida?
–Tú.
Por fin había conseguido decirlo, la suerte estaba echada. Se atrevió a mirarla a la cara, pero su expresión era extraña, había abierto los ojos como platos y parecía contrariada.
–Me estás tomando el pelo –refunfuñó–, eso no está bien.
–¡No, Daphné! Por Dios, no… No sé cómo ha ocurrido, no sé en qué momento te he visto de otra manera, y te prometo que he hecho lo imposible para no pensar en ello, pero no lo consigo.
Ahora ella lo miraba fijamente, con las mejillas de pronto muy rojas.
–Dimitri –dijo en voz baja.
Seguía paralizada, como buscando las palabras para contestarle, y a Dimitri le entró el pánico.
–No quiero escandalizarte ni decepcionarte –se apresuró a añadir–. Puedes tirarme el champán a la cara si estás enfadada. A lo mejor es que nos hemos visto demasiado a menudo, y yo lo he disfrutado demasiado. Debería haber tenido más cuidado. Cuando descubrí que te deseaba, me sentí muy incómodo, me sentí grosero y mediocre. Porque sigues siendo, aparte de todo, mi pequeña Daphné.
–Dimitri –repitió ella.
Era una tortura para él, pero se obligó a mirarla y, poco a poco, la vio transfigurarse, una auténtica sonrisa de niña iluminaba ahora su rostro.
–Oh, nunca hubiera creído que…
Parpadeó varias veces, tragó saliva y soltó por fin:
–¡Porque yo también, ¿sabes?!
Durante unos segundos se quedaron mirándose, estupefactos los dos. Entonces Dimitri se acercó, le quitó la copa de champán y se arrodilló delante de ella para estar a su altura.
–¿Tú también? –repitió, pues seguía sin creerlo.
Le tomó el rostro entre las manos, lo más delicadamente posible, como si fuera de porcelana.
–¿Estás segura?
Al cabo de un momento que a ambos les pareció eterno, por fin llevó sus labios a los de Daphné. Esta los recibió, entreabriendo los suyos, y se dieron un beso largo con una suerte de fervor embelesado. Cuando recuperó el aliento, Dimitri murmuró:
–Tienes que decirme si piensas en Ivan. No quiero que te arrepientas, ni que haya una sombra entre nosotros.
Se había jurado que se lo preguntaría, sin embargo no esperaba una respuesta tan clara.
–Tendré siempre a Ivan en mi corazón, pero no está aquí entre nosotros. En este momento solo pienso en ti, y tengo mucho miedo. ¡Muchísimo!
–¿De mí?
–De…
No parecía capaz de decir nada más. Él adivinó su turbación y murmuró:
–¿De esto?
Llevando las manos a sus pechos, los rozó a través de la tela de su camisa. Con un estremecimiento, Daphné reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Cuando empezó a desabrocharle los botones, ella soltó un ligero suspiro y arqueó la espalda para que pudiera soltarle el sujetador. Durante unos instantes la contempló en silencio. Todo era mucho más sencillo y, sobre todo, más extraordinario de lo que había imaginado.
–Eres tan hermosa, Daphné… ¡Es de volverse loco!
Le besó el cuello, el hombro, un pecho, y luego la tomó de la cintura y la apartó del sofá, poniéndose en pie.
–Vamos a mi habitación, ¿quieres?
–No, nos quedamos aquí, sigue.
De pie delante de él, medio desnuda, parecía tan menuda, tan pequeña, que volvió a arrodillarse para abrirle la cremallera del pantalón, que estiró por sus piernas hasta abajo. Luego se quitó él también la camisa antes de rodearla con los brazos para atraerla hacia sí. Ese primer contacto de su piel le hizo estremecerse. La deseaba tanto que se preguntó si conseguiría mostrar la paciencia necesaria. Pero no tenía derecho a estropear ese momento, o no se lo perdonaría jamás. Daphné se dejó caer con suavidad y se tendió sobre la alfombra. Levantando las manos, le desabrochó el cinturón primero, y luego los botones metálicos del pantalón vaquero. Cuando le tocó, Dimitri dejó de respirar.
–Espera, por favor…
Si lo acariciaba, no podría contenerse. Terminó de desnudarse él mismo y se tendió a su lado.
–Primero quiero aprender a conocerte –le murmuró al oído.
Empezó por acariciarle suavemente los tobillos, las rodillas, los muslos, y se aventuró más lejos con gestos muy tiernos. Cuando descubrió que estaba tan excitada como él, sus caricias se volvieron más precisas y más atentas; estaba decidido a llevarla al paroxismo. Al cabo de unos instantes, ella abrió las piernas para ofrecerse mejor.
–Quiero sentirte dentro de mí, Dimitri.
Dócil, se puso encima de ella, vio su mirada perdida, muy cerca del placer. La penetró lentamente, sin apartar los ojos de los suyos.
A las seis y media había amanecido, y el sol brillaba ya sobre Montpellier. Cuando Daphné abrió los ojos, lo primero que vio fue el perfil de Dimitri. Tras un segundo de perplejidad, se sintió embargada por una sensación de alegría. ¡Estaba ahí, con él, en su cama! Él dormía, con la cabeza sepultada en la almohada y el cabello despeinado, abandonado y enternecedor. Sus rasgos se dibujaban con claridad: las líneas de la mandíbula, las mejillas hundidas, los pómulos prominentes y la nariz recta parecían perfectos. Un hombre guapo, verdaderamente atractivo, junto al que debían de haberse despertado bastantes mujeres.
¿Por qué pensaba en las que la habían precedido? No sabía gran cosa de la vida sentimental de Dimitri, salvo lo que él le había contado durante la noche. Entre otras cosas, le dijo que nunca, hasta entonces, había estado tan enamorado, ni se había sentido tan concentrado, ni tan inquieto a la vez al hacer el amor. ¡Inquieto! No había por qué, se había comportado como un amante ideal. ¿De tanta experiencia como tenía?
No empieces con eso. Tiene cuarenta y cinco años, ha vivido mucho, se dijo Daphné.
No había rastro de la más mínima presencia femenina, ni en su dormitorio ni en el cuarto de baño. Al contrario, era un universo muy masculino, sobrio y ordenado, que no revelaba nada.
–¿Me estás examinando a ver si supero la prueba? –murmuró.
Se había despertado sin que ella se diera cuenta. Sacando un brazo de debajo de las sábanas, aprisionó a Daphné.
–Buenos días, hermosa dama… Cuánto me alegro de ver que no has huido antes del amanecer.
–Estoy demasiado cansada para eso.
–¿Me lo tengo que tomar como un cumplido o todo lo contrario?
La estrechó más fuerte hacia sí y le besó el hombro.
–¿Te arrepientes de estar aquí? –susurró.
–No.
–¿Quieres desayunar?
–¡Sí!
–Entonces no te muevas, enseguida vuelvo.
Cuando se levantó de la cama, su gran silueta se recortó contra la ventana. Era demasiado alto, quizá, pero delgado y atlético.
–¡Tienes un culo muy bonito! –le dijo ella desde la cama, cuando salía de la habitación.
Se volvió en el umbral y soltó una risa irresistible antes de desaparecer. Daphné aprovechó para tumbarse en diagonal sobre el colchón, con los brazos en cruz. ¿Existía alguna oportunidad de que estuvieran empezando una verdadera historia de amor?
No te montes muchas películas en la cabeza. Espera a ver qué pasa… pensó.
La idea que venía rechazando desde el día anterior se le impuso de golpe. Ivan… Pese a sus esfuerzos por no hacer comparaciones, Dimitri se parecía a Ivan. Pero era solo un parecido físico, no había similitudes en su manera de hacer el amor. Ni en sus personalidades. Ivan era mucho menos reservado que Dimitri, menos reflexivo, más espontáneo. Como menor de los tres hermanos, había conservado mucho tiempo un lado infantil, un poco inmaduro.
Lo amé de verdad. Ahora amo a su hermano. ¿Está mal eso?, se preguntó Daphné.
Una pregunta que debía hacerse, pues se la harían a ella de todos modos; una pregunta que con toda seguridad también atormentaba a Dimitri.
De pronto sonó el timbre de su móvil en el fondo del bolso e hizo que se incorporara de golpe. ¿Quién podía llamarla a las siete de la mañana? Buscó el dichoso bolso, que había abandonado en algún rincón de la habitación. Al descubrirlo en una butaca, se precipitó hacia él.
–Daphné, espero no haberte despertado. Sé que eres madrugadora, y quería hablar contigo antes de que te vayas a la tienda.
La voz de Max fue como un jarro de agua fría.
–Max… ¿Cómo estás?
–Mal, condenadamente mal. ¡Y solo te lo puedo decir a ti! Mis hijos han sido odiosos conmigo. He hecho mal, lo sé, pero no pueden faltarme al respeto de esa manera. Sobre todo Dimitri. Me ha dicho cosas inmundas y casi me ha echado de mi propia casa. Su hermano y él estaban de acuerdo en que no viera a Nelly ni un solo minuto, ¿te das cuenta? Ignoro lo que están tramando en La Jouve, pero ¡tengo derecho a explicarme con mi mujer, maldita sea!
Gritaba tanto al teléfono que tuvo que apartárselo del oído. Justo en ese preciso momento volvió Dimitri de la cocina, cargado con una pesada bandeja de desayuno. Al verla desnuda junto a la butaca, soltó un silbido admirativo, pero ella levantó la mano conminándolo al silencio.
–Quiero hablar con Nelly. ¿Lo entiendes? ¡Deben de estar poniéndola en mi contra!
–No, nadie…
–¡Oh, no los defiendas, que los conozco! Vladimir, francamente, no hubiera esperado eso de él. Pero Dimitri me odia.
–En absoluto.
–Sí, sí, lo he visto muy bien.
En la bandeja había tostadas, mantequilla, mermelada y café. Daphné se dio cuenta de que estaba muerta de hambre, no habían encontrado el momento de comer algo durante su noche de amor.
–Mira, Daphné, tú me puedes arreglar esto. Dimitri es terco, pero tendrá en cuenta tu opinión.
–No quiero intervenir en vuestra historia.
–¿Y eso por qué? ¡Eres parte de la familia!
Dimitri la miraba con atención, sin duda intrigado por esa llamada tan mañanera.
–Te necesito, mi pequeña Daphné –gimió Max, en modo lastimero–. No dejes que Dimitri me fastidie la vida. Sé que le tienes cariño porque es amable contigo, pero no lo conoces, en el fondo tiene un corazón de piedra, solo se interesa por sí mismo y su carrera. Es egoísta, arrogante, incapaz de querer a nadie…
–Calla, Max. No piensas de verdad lo que estás diciendo.
Al oír el diminutivo de su padre, Dimitri se incorporó. Adoptó una expresión aliviada e irritada a la vez.
–Lo único que te pido, Daphné, es que le digas a Nelly que quiero verla y hablar con ella. ¡No tiene más que tomar un tren para venir a París si mis hijos se niegan a que cruce el umbral de mi propia casa!
Se había vuelto a mostrar agresivo y no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.
–De acuerdo –suspiró Daphné–, se lo diré.
–¿Me lo prometes?
–Sí, Max.
–Eres un cielo. Llámame en cuanto sepas algo, ¿eh? Venga, un beso…
En ningún momento había puesto en cuestión su comportamiento, ni había mostrado arrepentimiento por lo que había hecho.
–¿Puedo saber por qué te llama tan temprano?
Daphné no contestó de inmediato. Hablar del futuro de Max con Dimitri podía ser explosivo.
–Está mal –dijo por fin–. Quiere ver a Nelly y hablar con ella.
–¿Por qué crees tú que ella ya no responde al teléfono en La Jouve? Si quiere una explicación, sabe dónde encontrarlo.
Dimitri había hablado con frialdad, pero Daphné entendió que no iba dirigida a ella, que ese brusco cambio de humor era solo por su resentimiento contra su padre. Él debió de darse cuenta, pues se acercó a ella y la abrazó.
–Me imagino que tendrás hambre, pero lo siento mucho por ti…
–¿Por qué?
–Porque ahora mismo te deseo mucho, mucho.
La acercó a su cuerpo para que notara su deseo.
–¿A qué hora tienes que abrir la tienda?
–A las nueve.
–Entonces tenemos una eternidad, puedes comer primero.
Levantándola en volandas, fue a dejarla con suma delicadeza sobre la cama, justo al lado de la bandeja de desayuno.