8
Anton fue a cerrar la puerta porque acababa de ver que Nelly había tenido un escalofrío.
–Así es como se pillan los resfriados –masculló.
–Pero ¡hace un día tan bonito!
–Bonito y fresco.
Excepcionalmente, Anton había hecho un esfuerzo en su vestimenta, y anunció que después del almuerzo se marcharía a «echarse un bailecito», como él decía.
–Te sienta muy bien esa corbata –observó Ève–, pero si me permites…
Con unos pocos gestos precisos le rehízo el nudo, que no tenía muy buen aspecto.
–O sea, que te entrenas todo el año, ¿eh? –añadió riendo.
–No, solo algún domingo de vez en cuando. Pero me encanta bailar, es mi debilidad.
Tomando a Ève de la mano, esbozó un pasodoble.
–No sé si me va a salir bien –dijo Nelly, que acababa de abrir la puerta del horno para echar un vistazo a su cassoulet.
–Sería la primera vez –murmuró Vladimir, que, enfrascado en un periódico económico, descifraba las cotizaciones de la Bolsa, siempre muy bajas.
–Quita –le dijo Béatrice–, que tengo que poner la mesa.
Su hermano pasó las piernas por encima del banco, se volvió de espaldas y siguió leyendo.
–¡Aquí viene Dimitri! –exclamó Nelly, y lo saludó agitando el brazo delante de la ventana.
Hacía más de un mes que no se le veía por La Jouve, pero ese día por fin estaría la familia al completo. En cuanto entró en la cocina, Nelly se precipitó hacia él con los brazos abiertos.
–Seguro que tienes un montón de cosas que contarnos, ¿eh? ¿Llegas ahora de Nueva York?
–No. He pasado por Londres antes, tengo un contrato allí para la línea cosmética de un gran almacén. Mira, te he traído todo esto.
Le entregó una bolsa llena de productos que iban desde el aceite para el baño hasta la crema de manos. Nelly abrió uno, aspiró hondo y asintió con la cabeza.
–Delicioso… ¿Es de rosas?
–De rosa almizcleña de Chile, es menos dulzona. Y esto que huelo yo ¿no será cassoulet?
–Lo ha hecho para ti –afirmó Vladimir–, pero al parecer no le ha salido bien.
Los dos hermanos cambiaron una mirada cómplice, y Dimitri preguntó:
–¿Dónde están los demás?
–Hubert ha salido a dar un paseo con los niños y Diane se ha ido con ellos. Quería comentar con Hubert su preocupación por lo de tener que dejar la media jornada en el hospital. En cuanto a Daphné, papá la ha interceptado nada más llegar, y se han encerrado en el taller para una de sus misteriosas conversaciones sobre arte…
–¿Sobre el arte en general o sobre la obra del gran Maximilien Bréchignac en particular? –se burló Dimitri.
–Hombre, no digas eso –protestó suavemente Nelly.
–Era una broma –se disculpó él.
Se sentía más feliz de estar en casa de lo que hubiera pensado, pese a toda su reticencia. Lo primero en lo que se fijó al llegar, con un pellizquito en el corazón, fue en el Mini rojo de Daphné. Aunque esas últimas semanas había viajado mucho, no había podido evitar pensar en ella. Antes de dormirse por la noche en su habitación de hotel, pasaba revista a todos los escenarios posibles, pero no encontraba ninguna salida. No podía confesarle nada, ni siquiera dejárselo adivinar, nunca se expondría a verla horrorizada o asqueada. Si no quería decepcionarla, traicionando su confianza y su amistad, no tenía derecho a confesarle su amor. Y, al final, no lograba conciliar el sueño.
–¿Has visto a Juliette? –quiso saber Vladimir.
–La invito a cenar cada vez que voy. Esta vez me llevó a un restaurante francés fantástico que se llama Bagatelle. Nos pasamos la velada hablando, y al final ¡hasta tuve que ir a bailar a una discoteca! En cualquier caso, podéis estar tranquilos, está encantada en Nueva York.
–Cuando se marcha, siempre parece triste –observó Nelly.
–Pero en cuanto llega a Nueva York, ve a sus amigas y vuelve a su campus de Columbia, nos olvida enseguida. ¡Menos mal!
–¿Crees que sería capaz de hacer su vida en Estados Unidos? –preguntó Vladimir con curiosidad.
–Quizá sí.
–No se lo digas a Diane.
–Claro que no.
Dimitri se acercó a la ventana para echar un vistazo fuera. Hubert, Diane y los niños cruzaban ya la explanada, pero Daphné y Max seguían encerrados en el taller.
–Ahí vuelven los paseantes –anunció–. ¿Vamos a comer ya? Puedo ir a buscar a papá…
–No, déjalo tranquilo por ahora –contestó Nelly–. Al cassoulet le falta todavía media hora por lo menos para que las alubias estén bien tiernas.
Decepcionado, Dimitri asintió con la cabeza. Porque sabía que estaba muy cerca; su deseo de ver a Daphné se intensificaba por minutos.
–Voy a ir sirviendo el aperitivo, así hacemos tiempo –decidió Vladimir.
Dejó su periódico, justo cuando los niños irrumpían en la cocina con los zapatos llenos de barro.
–Sí, tienes razón –reconoció Max–, quizá lo añada a la lista.
–Tienes que llevártelo a toda costa. ¡Es sublime! Me gustaría que pudieras transformarlo en humano con una varita mágica.
Cada uno a un lado de una estatua de atleta de tamaño natural, cambiaron una sonrisa.
–¿Es esta la clase de hombre que te gustaría, Daphné? ¿Un Adonis musculoso?
–Para uso personal quizá no. Pero para recrearme la vista…
Llevaban casi una hora examinando una a una las estatuas, con vistas a que Max hiciera una primera selección para su exposición.
–Bueno –dijo este, tras consultar la libreta que tenía en la mano–, creo que ya están todas. En cuanto a la Virgen, aún no me he decidido.
–Decidas lo que decidas, no te olvides del cosaco. ¡Es mi preferido, me encanta!
–Normal. Se parece tanto a…
Turbado de pronto, Max se interrumpió, y fue Daphné quien terminó por él la frase:
–A tus hijos. Es una mezcla de los tres, con esos pómulos altos, esa mandíbula cuadrada, los mechones de pelo en la frente y ese aire de eslavo perdido en un campo de batalla. Esculpes los rostros como nadie, Max.
–¡Bueno, al menos a alguien en la familia le gustan mis esculturas!
–¿Por qué dices eso? Todos han admirado siempre tu trabajo. Eres tú quien les tiene prohibido entrar en el taller.
–No se lo prohíbo, pero tampoco los animo. ¿Para verlos ahí parados sin saber qué decir? En tiempos, me gustaba mucho que viniera Nelly. Me preparaba un té, hablábamos de los niños, me veía manejar el cincel, con los ojos como platos. Pero después del…, del accidente, ya no volvió a cruzar ese umbral. La serie que realicé sobre…, sobre la tragedia, la asustó tanto como una película de terror. Yo lo necesitaba, puse en ella toda mi alma. Nadie entendió que se trataba a la vez de un homenaje y de la manera de recordarlo. ¡Es mi mejor obra, Daphné! Esculpí esos cuerpos noche y día sin poder parar y, si tengo el más mínimo talento, lo puse todo en esas estatuas. La gente del mundillo entiende de esto, quiere verlas una vez más.
Volviendo la cabeza hacia el fondo del taller, esbozó un gesto hacia la lona que cubría los cuerpos dislocados.
–A veces me las oculto a mí mismo. Y lo hago también por ti, mi pequeña Daphné, tú que no dudas en entrar en mi taller…
Le brillaban los ojos, y una lágrima resbaló por su mejilla. Sobrecogida, Daphné apartó la mirada para no incomodarlo. Sabía que era un poco excesivo y que le gustaba fingir, pero en ese momento le pareció sincero.
–Lo siento mucho –dijo, recuperándose–. No debería hablarte de esto.
Cerró la libreta y le ciñó la goma alrededor.
–Voy a seguir pensándolo, pero creo que no hemos hecho una mala selección. ¡Hay tantas obras!
Daphné lo siguió por el dédalo de estatuas, mirando a derecha e izquierda, para asegurarse de que las habían visto todas. Le sorprendía lo mucho que confiaba Max en su criterio. Afirmaba que ella era su «ojo popular», que lo que le gustaba a ella también le gustaría al público.
–Se nos ha olvidado esta –dijo, deteniéndose bruscamente ante un busto.
–Una hermosa joven… ¿Qué has grabado abajo? ¿Lu… di… vine, es eso?
–Hay que ponerles un nombre para distinguirlas. ¿Qué te parece?
–Es realmente muy hermosa, muy clásica. ¿Tenías un modelo?
–No, nadie en particular. Mira, la voy a añadir, no tengo muchas cabezas femeninas en la lista.
Pero no se molestó en volver a abrir su libreta. Algo en su actitud intrigó a Daphné. Miraba el perfil de la estatua con una expresión de vanidad satisfecha bastante desconcertante. La mayor parte del tiempo, su actitud ante sus obras era más bien de falsa modestia o de indiferencia.
–¡Dios mío! –exclamó–. ¡Qué tarde es, tenemos que ir almorzar! Nelly ha preparado cassoulet. Ya la conoces, ha querido darle gusto a Dimitri, al que no vemos desde hace un mes, su niño bonito y tal y cual…
–¿Viene hoy?
–Sí, hoy nos honra con su presencia, entre un viaje y otro, supongo. ¡Eso es la gloria!
A Daphné le disgustó su cinismo. Desde hacía algún tiempo, Max llevaba mal el éxito de su hijo, una reacción mezquina y egoísta que no le honraba.
–Pues vamos –contestó con ligereza.
A ella la presencia de Dimitri le alegraba el día, seguramente tendría un montón de anécdotas divertidas que contar. Precedió a Max hacia la puerta, luego él la alcanzó y cruzaron juntos la explanada. Habían pasado un buen momento juntos en el taller, como siempre, pero ahora iba a ser distinto. Max ya no sería el centro de las conversaciones y esa perspectiva lo ponía de malhumor. Por un segundo, sintió ganas de reír, pero justo después se sorprendió compadeciéndolo. Toda su vida lo habían admirado y mimado, había sido el protagonista de la familia. Sin duda debía de ser duro para su orgullo tener que ceder ese puesto.
Cuando entraron en la cocina, reinaba un ambiente festivo.
–¡Hombre, ya era hora! –exclamó Ève–. Estábamos a punto de ir a buscaros, la comida está lista.
–Daphné me estaba ayudando a elegir las esculturas que irán a París –contestó Max.
Su respuesta se perdió entre el jaleo de voces mientras cada cual se sentaba a la mesa.
–Me siento a tu lado –le dijo Daphné a Dimitri–. Bueno, ¿qué tal en Nueva York?
–De maravilla, como cada vez que voy. Me encanta esa ciudad, entiendo que Juliette se encuentre tan a gusto allí. Está llena de gente con prisa, de gente con iniciativa, llena de novedades. Todo el mundo anda haciendo negocios, cada cual a su escala, es un universo de mucho ajetreo, electrizante. Además, la gente es amable y uno se siente seguro.
–Me encantaría ir algún día. ¿Por qué no me llevas en la maleta en tu próximo viaje?
–Yo encantado. No ocuparás mucho entre mis camisas.
Le dio un pequeño puñetazo en el hombro que le hizo reír.
–¿Y tú? –le preguntó él–. ¿Qué tal tu negocio?
–Regular, Étienne me sale por un pico.
–Pero ¿te ayuda?
–Mucho. Solo que… En el fondo, me gustaba mucho estar solita en mi tienda. Pero, a la vez, he ganado un poco de libertad.
–¿Y en qué la empleas?
–Pues voy a visitar a algunos productores del Languedoc. Pruebo sus vinos, hablo con ellos. He encontrado dos cosechas de verdad interesantes, con una buena relación calidad-precio que gusta a mis clientes.
Dimitri volvió la cabeza hacia ella y le dedicó una sonrisa irresistible.
–Dime por qué, cuando me cuentas estas cosas, siempre tengo la impresión de que eres una niña que juega a las tiendas. Daphné se va de picnic, Daphné tendera, Daphné bodeguera…
–Mira que eres malo –le contestó ella con una mueca.
En pocos minutos, habían recuperado la complicidad que los unía desde hacía tiempo y que tranquilizaba a Daphné. Llevó la mano al brazo de Dimitri y, poniéndose más seria, le preguntó:
–¿Y cuándo será el lanzamiento de tu perfume?
–No tengas tanta prisa, todavía estamos dándole vueltas al diseño del frasco. De todas formas, cuando salga, te enterarás. Según tengo entendido, la campaña publicitaria será de locos.
–¿Me regalarás una muestra?
–Serás la primera, antes incluso que mamá –le susurró, con tono de conspiración–. Un frasco grande para la pequeña Daphné.
–Dejad de cuchichear –protestó Ève, que se sentaba enfrente de ellos.
–No podemos hablar más alto, estamos criticando a todo el mundo –contestó Dimitri con ironía–. Sobre todo a ti.
Su hermana le lanzó un trozo de pan, que aterrizó en el plato de Béatrice. Creyendo que se trataba de un juego, enseguida los dos niños se pusieron a bombardear a todos los comensales.
–Pero ¿os habéis vuelto locos, o qué? –se indignó Diane.
–Si os portáis mal –dijo Hubert a sus hijos–, consideraré que habéis terminado de comer.
–Yo creo que estarían encantados –intervino Dimitri–, no les gustan nada las natillas flotantes.
–Que sí –protestó Paul, con voz vacilante–. Sí, nos chiflan, ya lo sabes…
Dimitri se inclinó por encima de Daphné y le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro a su sobrino.
–Todo el mundo lo sabe, peque, era una broma para hacerte rabiar.
Lo dijo con tanto cariño que Daphné se preguntó una vez más por qué no se había casado nunca, por qué no había formado una familia. Sin duda, habría sido un padre maravilloso. Eso mismo había pensado de Ivan, en tiempos, por desgracia habían decidido esperar un poco antes de tener hijos. Y la tragedia había ocurrido justo cuando iban a celebrar su cuarto aniversario de boda. De pronto sintió un nudo de nostalgia en la garganta y tuvo que cerrar los ojos un momento para contener las lágrimas.
–¿Estás bien? –le preguntó Dimitri al oído.
–No es nada, un momentito malo. Se me pasará con el postre.
Se levantó para ayudar a Béatrice a recoger los platos sucios, decidida a quitarse a Ivan de la cabeza. Quizá hacía mal en ir los domingos a casa de los Bréchignac. Sin embargo, hacía tiempo que había superado el duelo y se sentía a gusto con ellos. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Estaba perdiendo el tiempo y malgastando su juventud al permanecer en la órbita de su familia política? Pero ¡se había convertido en la suya, no tenía otra! Y no iba a estar mejor en su estudio, aburrida y sola.
Fue a la antecocina a buscar los platos de postre, donde la siguió Béatrice para preguntarle:
–¿Te ha dicho algo malo mi hermano?
–¿Dimitri? No, qué va, siempre es muy majo conmigo.
–Contigo sí, eso es verdad. ¡Con los demás a veces es un hueso! Entonces ¿qué te pasa? ¿Te ha entrado la depre, tienes problemas de dinero?
Daphné negó con la cabeza, sonriendo, justo cuando Dimitri entraba a su vez en la antecocina.
–¿Tienes problemas de dinero? –repitió, con aire afligido–. ¿Por qué no me lo habías contado? Te podemos ayudar, por supuesto…
–Sois todos un sol, pero no necesito nada. Aunque mi negocio no ande muy boyante, me mantengo a flote.
Desde la cocina les llegó la voz de Max, burlona:
–¿Tenemos que comer directamente sobre el mantel u os vais a decidir ya a traer esos dichosos platos de postre?
–Anda, dame –dijo Dimitri, que le quitó la pila de platos a Daphné de las manos– que se los voy a tirar a la cara.
Al volverse se chocó con Nelly, que venía en su auxilio, y estuvo a punto de tirarlos todos al suelo.
–Ve a sentarte, mamá. Sobran manos y ya somos mayorcitos para poner y quitar la mesa. Tu cassoulet estaba delicioso.
La siguió y fue hasta la cabecera de la mesa, donde estaba sentado Max, presidiendo.
–Tened, majestad, repartidlos.
Su padre le lanzó una mirada severa pero pasó por alto la provocación.
–¿Has apuntado el veinticinco de abril en tu agenda? –se limitó a preguntarle–. Me gustaría saber si piensas venir a mi inauguración, o si tienes cosas mejores que hacer.
–Tengo mucho que hacer, pero ese día te lo tengo reservado. He aprovechado para concertar citas en París toda esa semana.
–¿Te vas a quedar en París varios días?
La expresión contrariada de Max era un poco sorprendente. Dimitri se lo quedó mirando, a la espera de una explicación que no llegó, por lo que volvió a su sitio, donde lo esperaba una generosa ración de natillas flotantes que le había servido Ève.
–Después de esto, deberíamos salir a dar un paseo para bajar la comida –sugirió.
–No contéis conmigo –decretó Hubert–. ¡Me he pasado la mañana caminando!
–Y nosotros ¿podemos ir? –preguntó Louis, muy esperanzado.
–Vosotros tenéis deberes –les recordó Béatrice–. Papá os ayudará si se os resiste algo.
Por fin se levantaron todos para recoger deprisa, y los que pensaban dar un paseo –Dimitri, Daphné, Vladimir, Ève y Béatrice– se congregaron. Como acostumbraban a hacer en esas caminatas dominicales, tomaron el camino del bosque sin ponerse antes de acuerdo, las mujeres delante y los hombres cerrando la marcha.
–Me alegro de que todo te vaya bien –le dijo Vladimir a su hermano–. Pero no te pases con papá, se está haciendo viejo, y tú tienes un don para irritarlo.
–¿Yo? Pero si es él quien se mete conmigo en cuanto me ve. Desprecia lo que hago y quiere dejármelo bien claro. En realidad, se siente mal consigo mismo por muchas razones y necesita pagarlo con alguien.
–Puede… ¿Estás seguro de que no hay nada más entre vosotros?
Algo incómodo, Dimitri negó con la cabeza. No había hablado con nadie, ni siquiera con su hermano, de esa pequeña duda desgarradora siempre oculta en un rincón de su cabeza a propósito de la muerte de Ivan. Por una asociación de ideas, miró a Daphné que caminaba por delante, enfrascada en una conversación con Ève y Béatrice. Hacía un rato, en la mesa, su repentina expresión de tristeza lo había sacudido por dentro. Por un segundo, sus ojos dorados, tan luminosos, se habían empañado de pena. ¿Era en Ivan en quien pensaba?
Unos pasos más adelante en el sendero, Ève se volvió para preguntarles:
–¿Vamos por la derecha? ¡Es más largo, pero veremos ardillas!
Tiró de Béatrice y Daphné, a quien Dimitri seguía mirando. Sus preciosas nalguitas redondas realzadas por el vaquero ceñido, su espalda bien recta para no perder un centímetro de estatura, su cabello color miel revoloteando alrededor de sus hombros: la joven tenía una preciosa silueta que se veía muy esbelta. Sobre todo comparada con las dos mujeres que la flanqueaban, mucho más altas que ella.
–Yo flipo, ¿es a Daphné a quien estás mirando así?
Vladimir observaba a su hermano, estupefacto.
–No –protestó débilmente Dimitri–, yo…
–Que sí, tío. Como a nuestras hermanas no puede ser, ¡la deducción es fácil! Contente un poco, pareces un chucho delante de un hueso.
Dudando entre la paciencia y el deseo de sincerarse, Dimitri soltó:
–¿Y qué si la miro?
–Tienes que estar de broma, chaval. Ni se te ocurra.
–¿Por qué?
–Pues por razones obvias.
Se detuvieron para mirarse.
–No puedes hacerle algo así –prosiguió Vladimir en voz baja–. ¿Te imaginas lo que pasaría si se diera cuenta de cómo la miras? Ella se siente a gusto con nosotros, está…
–Mira, me parece muy, muy guapa. Eso no es ningún insulto. Daphné es una mujer, no una estampita piadosa, y hace ocho años que murió Ivan.
Acababa de sincerarse por primera vez, pero la reacción de Vladimir fue categórica.
–¡Estás loco! Vete a ver a Hubert, a que te ponga orden en la cabeza. Joder, el mundo está lleno de mujeres, hay que ser vicioso para querer precisamente a esta.
–«Vicioso» no me parece el término más adecuado, ¿no crees?
Dimitri había endurecido el tono y, con expresión malhumorada, miraba fijamente a su hermano.
–Es como si fuera tu hermana –argumentó Vladimir–. Y eres su mejor amigo, siempre lo has sido. Cuando ya no quiera vernos, cuando se niegue a poner los pies aquí y se quede sola en el mundo, entonces ¿estarás satisfecho?
Estaban acostumbrados a estar de acuerdo y ese enfrentamiento los desequilibraba a ambos.
–¿Qué hacéis, chicos? –gritó Ève desde lejos.
–¡Ya vamos! –contestaron al unísono.
Pero Dimitri le puso una mano en el hombro a Vladimir para que no pudiera moverse.
–Todo lo que me digas ya me lo he dicho yo. Me paso el día echándome sermones y no creo que me arriesgue nunca a decepcionar o a escandalizar a Daphné. Sin embargo, estoy enamorado de ella, no puedo evitarlo. Espero que se me pase.
–¿Enamorado de verdad? –preguntó Vladimir en voz baja, incrédulo.
–Haz el favor de no…
–¿De no contárselo a nadie? ¡No, desde luego, sólo faltaría!
Echaron a andar de nuevo, a grandes zancadas, para salvar la distancia que los separaba de las chicas.
–¿Por qué vais con esa pachorra? –quiso saber Ève–. Mientras os contabais vuestros secretitos de chicos, hemos visto un zorro, dos ardillas y…
–Un mapache –terminó la frase Dimitri.
–¿Qué mapache?
–El del poema de Prévert.*
–Jajá, qué gracioso. ¿Seguimos un poco hacia el arroyo? Cuando se anda deprisa, no se tiene frío.
–Id vosotros, yo me vuelvo, tengo que irme pitando a Montpellier, que ya llego tarde.
–¿Una cita romántica? –preguntó Béatrice, con aire malicioso–. Porque estamos en domingo, así que de trabajo no creo que sea…
–¡Adiós, chicas! –se limitó a contestar Dimitri, que dio media vuelta.
Dejó plantado allí al grupito y se alejó a paso rápido. La breve conversación que había tenido con Vladimir le había dejado muy mal sabor de boca. Ni siquiera su hermano lo entendía y pensaba que tenía que ir al psiquiatra. Desde luego, Vladimir era el menos fantasioso de la familia, el más «tradicional», y siempre se había tomado muy en serio su papel de hermano mayor. Pero ¿qué tenía de malo enamorarse de Daphné? Si Ivan lo veía todo, desde el fondo de la eternidad, seguramente no se ofendería. A menos que no hubiera nada después de la muerte, y en ese caso…
Bajando una pendiente, atajó bosque a través para llegar cuanto antes. En Montpellier no lo esperaba nada concreto, pero no le apetecía lo más mínimo quedarse en La Jouve. Tener a Daphné sentada a su lado en el banco de la cocina, con su muslo rozando el suyo, le volvería loco. Y si tenía que soportar, además de la mirada inquisitiva que Hubert le dirigía a menudo últimamente, la de Vladimir, ahora reprobadora, ya sería demasiado. Se negaba a que nadie lo juzgara, pues ya se juzgaba bastante a sí mismo. Pero, por otro lado, ¿por qué había tenido que contarlo? Desde luego no para recibir la absolución de los suyos, era demasiado independiente para necesitarla. No, a través de la reacción de su hermano, imaginaba la que tendría Daphné si llegaba a atreverse a confesarle sus sentimientos. Y la respuesta era muy clara: sin duda le horrorizaría.
Al llegar a los primeros edificios de La Jouve, renunció a acercarse a despedirse de su madre y se fue derecho al coche.
–¿De verdad te contentas con bailar? –insistió Nelly, con una expresión divertida pero amable.
Con una sonrisita de apuro, Anton asintió con vehemencia. Pero luego se lo pensó un momento, arrugando el entrecejo, antes de reconocer:
–También se conoce gente. Te fijas en las buenas parejas de baile, las invitas, hablas un poco… Pero las señoras que están ahí sobre todo tienen ganas de bailar, como yo. Solo para pasar un buen rato, ¿entiendes?
–Entonces, hala, vete –dijo Nelly, y le dedicó una mirada cariñosa–. ¡Pareces un príncipe, estás guapísimo!
No le habría preguntado por su vida privada por nada del mundo. ¿La tenía siquiera? Hablaba poco, desaparecía y volvía sin el más mínimo cambio de humor, siempre igual de servicial, taciturno y eficaz.
Cuando se marchó Anton, Nelly barrió la cocina y se sentó en la vieja butaca cabriolet, cuya estructura de mimbre, cada vez más desgastada, amenazaba con romperse. En el borde del aparador seguía el sobre cerrado que Dimitri había dejado allí discretamente al entrar. Lo abrió y sacó el cheque, acompañado de una notita: «De acuerdo con nuestro nuevo arreglo. Abrazos». Más que un nuevo arreglo, Ève y él habían fijado el importe de sus respectivos alquileres de manera arbitraria.
–Es demasiado –murmuró.
No obstante, se sentía algo aliviada. Primero porque Dimitri seguiría trabajando allí, en ese laboratorio que se había reformado él mismo, corriendo con todos los gastos, y segundo porque efectivamente empezaba a faltar el dinero en la contabilidad de la casa. Anton necesitaba materiales para las obras de mantenimiento que llevaba a cabo durante todo el año en un edificio u otro de la finca. Tanto los impuestos locales como aquellos sobre la propiedad habían aumentado muchísimo, y llenar un carro del supermercado era cada vez más caro. Pero Maximilien ya no volvería a esculpir, Nelly estaba empezando a hacerse a la idea por fin. Si hubiera tenido que ponerse a ello, lo habría hecho para su próxima exposición que, sin duda, sería la última. Quizá generara alguna venta, si aceptaba separarse de algunas piezas, pero ¿y después, qué? ¿De qué vivirían los Bréchignac en los años venideros? Cobrarles un alquiler a sus hijos la entristecía, ¡no se imaginaba cobrándoles también las comidas!
Buscó un lápiz y se puso a hacer cuentas en el reverso del sobre. Para la vida diaria, las cosas se presentaban mejor ahora que habían decidido todos aumentar su aportación. La pareja formada por Hubert y Béatrice, al tener dos hijos en casa, contribuían un poco más que Vladimir y Diane. Estos pagaban una fortuna por los estudios de Juliette en la prestigiosa Universidad de Columbia, no se les podía pedir más, sobre todo si Diane se negaba a volver a trabajar a tiempo completo en el hospital. Ève, aparte del alquiler del taller de costura, había prometido aportar una pequeña cantidad para lo que ella llamaba el día a día, pero cada vez se ausentaba más a menudo, sería injusto exigirle más. Dimitri, que no vivía allí, había sobrevalorado el alquiler del laboratorio, y, en cuanto a Daphné, era su invitada cuando le apetecía pasar el fin de semana en La Jouve. Ni hablar de pedirle nada, sobre todo porque siempre llegaba cargada de botellas de vino. Por último, Anton se contentaba con un sueldo tan exiguo que era imposible negarle el sustento.
Frente a todas las cantidades prometidas, alineó todos los gastos, que iban desde las facturas de electricidad hasta las de combustible, pasando por los seguros, el abastecimiento, los… Desanimada, Nelly arrugó el sobre. ¿De qué servía torturarse con todo eso? Al hacerse vieja se angustiaba más y, por ello, se volvía más prudente, pero no quería terminar sus días obsesionada con el dinero. De más joven había sido muy despreocupada. Max era célebre, esculpía sin parar y no le alarmaba gastar todo lo que ganaba. Nelly, más hormiga que cigarra por naturaleza, siempre había contado con su taller de costura para amortiguar los altibajos, hasta que se lo había cedido a Ève.
Ève sabe ganarse la vida hoy en día con la costura, y Béatrice está tranquila económicamente con Hubert, el marido modelo por excelencia. En cuanto a los chicos, tienen una buena situación profesional. No debo angustiarme por ellos. Max y yo, en el peor de los casos, aún tenemos el pequeño taller parisino, siempre y cuando esté dispuesto a venderlo. Nos ayudaría lo que nos quede de vida. ¿Hasta cuándo seguirá yendo a París?, se dijo.
Sentía siempre un poco de tristeza cuando pensaba en las estancias de Max en la capital. Desde que se habían instalado en La Jouve, Nelly había estado atada allí por los niños, su trabajo y la casa. En treinta y cinco años había terminado por acostumbrarse a vivir allí, naturalmente, pero conservaba un poco de nostalgia en lo más hondo de su corazón. Las luces de la ciudad, el bullicio de la calle, las escaleras del metro, y ese pequeño taller en el que Max la había convertido en la reina de sus fiestas de juventud, todo ello le parecía a veces un paraíso perdido.
Volvió la cabeza hacia una de las ventanas, preguntándose si Dimitri iría a despedirse de ella antes de regresar a Montpellier. Le hubiera gustado darle las gracias por su iniciativa. De no ser por él, quizá sus hermanos no habrían sido conscientes del alcance de las dificultades económicas en las que se encontraba. Por supuesto, Dimitri era el que mejor se ganaba la vida, por lo que podía abordar sin reparo las cuestiones de dinero, pero era también el único que no vivía allí. Nada más sacarse su diploma, se había marchado a trabajar a Grasse, y al volver a Montpellier, enseguida se compró un apartamento. Aunque, egoístamente, hubiera preferido tener a todos sus polluelos en el nido, Nelly tenía que reconocer que la independencia de Dimitri –Ivan había seguido los pasos de su hermano– era una actitud normal en un hombre. Más tarde o más temprano también se iría Ève. Sobre todo si su relación con Maud se consolidaba. Nunca jamás, de eso Nelly tenía la dolorosa certeza, aceptaría Max una pareja de mujeres bajo su propio techo. O, mejor dicho, lo habría aceptado de cualquiera, pero no de una de sus hijas. Menos moderno y menos bohemio de lo que él creía, Max conservaba aún, por desgracia, algunas ideas retrógradas que le venían de su padre.
El día declinaba ya, pronto habría que ir pensando en la cena. Algo ligerito después del cassoulet del almuerzo. Quizá un simple potaje y unos quesos. Oyó ruido de carreras en el primer piso. Los niños debían de haber terminado de hacer los deberes, y seguro que Hubert los perseguía para mandarlos al baño. Los domingos se ocupaba mucho de ellos, para compensar lo tarde que volvía entre semana. Sin darse cuenta siquiera, Nelly sonrió. La vida familiar había sido su prioridad absoluta y ahora se felicitaba por ello. Al echar la vista atrás, le parecía que su vida había sido muy plena, pues no había desdeñado ni a Max, su gran amor, ni el laborioso taller de costura heredado de su madre que había sabido hacer prosperar pese a todo. La pequeña Nelly Iakov, hija de emigrados rusos, podía estar satisfecha de sí misma. Y, de no ser por la tragedia de la muerte de Ivan, tan injusta, habría dado gracias a Dios.
Dimitri se despertó con un sobresalto; el corazón le latía desbocado. Delante de él, la pantalla gigante estaba azul, hacía tiempo que debía de haber terminado la película. Se incorporó para sentarse, con la cabeza inmersa aún en su pesadilla. ¿Sería la discusión de la tarde con Vladimir lo que había suscitado ese mal sueño? Había vuelto a verse de niño, en los bosques que rodeaban La Jouve, corriendo por todas partes en busca de Ivan. Histérica, la voz de Nelly los perseguía a Vladimir y a él: «¿Qué habéis hecho con vuestro hermano pequeño?». El niño se había perdido, sabían que corría un grave peligro y era culpa suya, que eran los hermanos mayores.
Se levantó del sofá y fue a la cocina, donde bebió un buen trago directamente del grifo. Aprovechó para enjuagarse la cara y despabilarse. ¿Había cenado antes de poner el DVD en el lector? No lo recordaba. Por el momento no acertaba a pensar en nada más que en el rostro del niño que había sido su hermano pequeño.
Volvió al salón y vio la botella de vodka sobre la mesa baja. Vale, sí, se había tomado una copa cuando empezaron los títulos, después otra nada más iniciarse la película, y luego se quedó dormido. Comprobó el contenido y constató aliviado que el nivel no había bajado mucho. No, no se había emborrachado, solo estaba cansado de tanto viaje y deprimido por lo que le había dicho Vladimir.
Tiene gracia, conozco el secreto de Ève, y Vladimir conoce el mío… ¿Habrá otros más en la familia? Papá seguro que tiene el suyo, pero eso…
Después de apagarlo todo, fue a darse una ducha. Su éxito profesional debería haberlo colmado; sin embargo, se sentía vacío, desamparado y desmotivado.
¡Reacciona, tío! Tienes citas, proyectos, gente que ver y nuevas fórmulas que encontrar, se dijo.
Uno de sus amigos, también creador de perfumes como él, había vuelto hacía poco de un viaje a la India totalmente deslumbrado. Afirmaba que recorrer el mercado de flores de Puducherry era un momento grandioso, inolvidable. Las rosas, los alhelíes, los claveles y el preciado jazmín sambac; unos granos de cardamomo, unas hebras de azafrán… Un torrente de aromas exóticos que lo embriagaba a uno. ¿Por qué no tomarse unos días de vacaciones por allí para inspirarse y buscar ideas? Se lo podía permitir y su trabajo le proporcionaba el pretexto. ¿En la otra punta del mundo, entre aromas, colores y especias, quizá consiguiera no pensar en Daphné?
Mientras tanto, terminará por conocer a alguien. No puede ser que solo dé con hombres que no le entusiasmen, como ese tal Jean-François o el bodeguero bordelés. Pronto, un tipo estupendo se cruzará en su camino y la conquistará, se dijo. Me llamará para contarme lo feliz que estará de que por fin se le vuelva a acelerar el corazón. ¡Y yo me tendré que aguantar! Me pasaré toda la vida lamentando no haberlo intentado.
Se puso un albornoz, volvió al salón y encendió la luz. Ahora ya se sentía despierto, casi en forma, sería mejor aprovechar el tiempo y ponerse a trabajar. El silencio de la noche siempre le había inspirado, le gustaba saber que la gente dormía a su alrededor mientras él se inclinaba sobre sus frascos, soñando con una fragancia muy especial. En su laboratorio de La Jouve, donde había elaborado sus mejores fórmulas, recordaba haber visto amanecer en más de una ocasión con un sentimiento de exaltación y de urgencia. El mundo estaba a punto de despertar, los primeros, los pájaros, mientras él cerraba sus clasificadores, guardaba las tiras de papel y salía para contemplar el cielo, que palidecía al este. Momentos valiosos para un solitario como él, pero ahora sabía que existía una mujer con la que le hubiera gustado compartirlos. Abrazar a Daphné y sentirla estremecerse por el frío que acompaña siempre la llegada de la aurora debía de ser la felicidad absoluta.
Al encender su ordenador se dio cuenta de que tenía varios mensajes, todos relacionados con el nombre de su perfume, sobre el que trabajaban sin descanso los equipos de marketing. Leyó una serie de palabras que le hizo sonreír. No había ni uno bueno, algunos eran francamente ridículos. Pensativo, se puso delante un folio en blanco y trató de concentrarse.