9

Sentada en el mostrador, junto a la caja, Daphné se tragó las lágrimas de rabia y de humillación que habían brotado de sus ojos mientras relataba lo sucedido.

–¡Podría haber tardado mucho más en darme cuenta!

–Por suerte, llevas al día tu contabilidad –observó Dimitri con voz tranquilizadora.

–¡Sí, no veas qué suerte! Me pego un curro tremendo todos los meses para tenerla al día. En enero no debía de faltar gran cosa, porque no vi nada. Uno siempre se puede equivocar al dar el cambio. A finales de febrero empecé a mosquearme, pero luego se me olvidó, tonta que soy. Parecía tan majo el chico que tardé en sospechar. Pero, claro, a finales de marzo ya lo había entendido todo. Lo mejor habría sido pillarlo con las manos en la masa, pero era demasiado listo, esperaba a que hubiera salido para llevarse unos cuantos billetes de la caja.

Al llegar Dimitri, había echado a medias el cierre metálico, y solo veían las piernas de los transeúntes que pasaban delante del escaparate.

–Me sienta bien contártelo –añadió–. Tuve un momento de pánico, no sabía qué hacer. ¿Acusarlo sin pruebas? ¿Despedirlo con cajas destempladas?

–Deberías haberme llamado.

–Estabas en París. Estuve a punto de llamar a Vladimir, pero pensé que no iba a dejar el banco para venir a ayudarme a despedir a mi empleado…

–Sobre todo te dijiste a ti misma: «Ya soy mayorcita, me las puedo apañar sola, no necesito a nadie».

Lo miró con fingido enojo antes de echarse a reír.

–Pues sí, más o menos.

–¿Cuánto te ha robado en total?

–Unos quinientos euros. ¿Te das cuenta del agujero? Además, cuando le anuncié, con cierta frialdad, que no iba a renovarle el contrato, fingió que se caía del guindo y me pidió explicaciones. ¡El muy caradura! Vamos, que levanté la voz, ya me conoces, fui al grano. Al final ¿sabes lo que me dijo? Que era una bruja…

La risa estruendosa de Dimitri resonó en toda la tienda.

–¡Bruja! –dijo entre hipidos–. ¡Te pega! Ya te voy a llamar siempre Daphné la bruja, y vendré a clavarte un gato negro en la puerta. Y deberías cambiarle el nombre a la tienda: «La bodega de Daphné la bruja, aquelarres todos los sábados».

–Estaba segura de que te haría gracia.

–Es tronchante. Si hubiera estado aquí, habría agarrado al tal Étienne del cuello y lo habría puesto en la calle.

–El problema es que nunca estás aquí.

–Para ti, sí. Me has dejado un par de mensajes demasiado vagos, tenías que haber insistido.

Dimitri recorrió la tienda con la mirada en los botelleros.

–¿Este se vende? –preguntó, señalando una botella.

–Poco. Te tiene que gustar el vino para aceptar pagar el precio.

Tras leer en la etiqueta la añada y el nombre del viñedo, asintió con la cabeza.

–Lo vale. Un Romanée-Conti lo puedes guardar veinte años, ¿no?

–Aroma sutil –recitó ella– con notas dominantes de frutos negros, buqué etéreo y profundo, mucha distinción.

Dimitri se volvió hacia Daphné y sus miradas se cruzaron. Durante un segundo, la sombra de Ivan se coló entre ellos. Daphné había aprendido con él la manera de hablar de los grandes vinos o de los más modestos empleando las palabras adecuadas, y recordaba todo lo que le había enseñado. Dimitri volvió hacia ella y esbozó una sonrisa.

–Para terminar con lo de Étienne, ¿vas a contratar a otro empleado?

–No, no creo. Este intento lo he pagado demasiado caro. Qué lástima, ¡le había tomado el gusto a la libertad!

–¿Cómo vas a hacer para la inauguración de mi padre?

–Excepcionalmente cerraré el jueves y el viernes por la mañana.

–Ah… Te quedas poquito tiempo entonces.

Aparentemente decepcionado, Dimitri buscaba una solución.

–No puedo quedarme más –afirmó ella.

Ya solo entre los billetes de tren y la noche de hotel en París le iba a salir por un pico, no podía prolongar más la estancia.

–¿Quieres que me encargue de buscarte hotel? –le propuso Dimitri–. Lo voy a hacer para el resto de la familia: mi madre, Vladimir y Diane, Béatrice y Hubert, los niños, que están encantados de no ir al cole, Ève, que vendrá con Maud, por lo que no tengo que ponerla en el mismo hotel que a los demás…

–Sí, por favor, seguro que conoces sitios buenos en París. Supongo que el pobre Anton se quedará de guardia en La Jouve, ¿no?

–Está encantado. Dice que se conoce de memoria los «chismes» esos y no necesita ir a verlos a otra parte. Cuando instaló la estufa en el taller de papá tuvo tiempo de sobra de observar las esculturas, y, si quieres que te diga lo que pienso, no le gustan. Para él, «vaya chisme» significa «qué horror».

–Max tiene un inmenso talento –protestó Daphné–. Sois todos muy duros con vuestro padre. Yo me alegro por él de esta exposición, y espero que sea todo un éxito.

Dimitri la observó con una expresión enigmática y luego declaró, sopesando las palabras:

–El problema no es su talento. Nadie cuestiona que sea un gran escultor.

–Tú y toda tu familia no le perdonáis que dejara de trabajar. Pero creo que ya no puede hacerlo y que sufre enormemente por ello.

–Da igual –zanjó Dimitri, con una brusquedad nada frecuente en él.

Un poco desconcertada, Daphné se encogió de hombros y decidió cambiar de tema.

–¿Nos vamos al cine?

Tras consultar su reloj, Dimitri le tendió la mano para ayudarle a bajar del mostrador.

–Vamos, hay que darse prisa, la sesión empieza dentro de diez minutos. Y levanta un poco el cierre, que no soy contorsionista.

–Di más bien que no quieres mancharte la ropa.

Daphné disfrutaba burlándose de sus camisas y sus trajes a medida, pero en realidad le gustaba mucho su manera de vestir. De hecho, su estatura de gigante no le permitía comprarse la ropa en tiendas normales, habría parecido un payaso.

Cuando se encaminaban hacia la plaza de la Comédie, Dimitri le preguntó si no tenía por casualidad alguna idea de nombre para su perfume.

–Dime todo lo que se te pase por la cabeza siempre que sea una palabra seductora.

–¿Qué entiendes por seductora?

–Evocadora, glamurosa, sugerente… ¿Ves a lo que me refiero?

–En absoluto.

–Tómalo como un juego y lánzate. No tienes más que pensar en perfumes conocidos. Vol de nuit, Trésor, J’adore, L’Heure bleue o Insolence, solo una palabra o dos que hagan soñar. Puede valer cualquier cosa mientras suene bien.

–Pues entonces, muy fácil: ¡Soir de Paris! Pero tendrás que pagarle comisión a Anton, claro.

Dimitri se echó a reír, rodeó a Daphné por los hombros y la levantó del suelo, por juego.

–Bájame –protestó ella–, si quieres que deje de patalear. Bueno, a ver, pensemos… ¿Rebelle? ¿Insouciance? ¿Orage d’été? ¿Possession?

–No, nada de eso me convence, sigue.

–Soleil noir, Brume, Tempête, Carrare, Toscane. O si no, mira, Impatiens, como la flor… O si no, ¿por qué no Dimitri?

–¡Toma, claro! Un poco de megalomanía no le hace daño a nadie, ¿verdad?

–Dimitri es un nombre bonito –insistió ella–. Di-mi-tri. Yo lo compraría sin dudarlo. Me parece a la vez dulce y fuerte, misterioso y seductor. Como tú.

Daphné dijo esto de manera espontánea, sin medir las palabras, y se sintió estúpida. Rehuyendo la mirada de Dimitri, se acercó la primera a la taquilla del cine, pero cuando se puso a rebuscar en su bolso para encontrar el monedero, él la apartó con suavidad.

–Invito yo, con la condición de que sigas pensando nombres. Y, por cierto, gracias por el piropo.

Daphné levantó los ojos hacia él mientras recogía las entradas. Sí, era físicamente atractivo, con aquel perfil bien dibujado, la nariz recta, la mandíbula cuadrada y una mirada limpia, pero lo que cautivaba a Daphné era otra cosa. A su lado se sentía protegida y en paz, libre de ser ella misma sin interpretar ningún papel. Poseía esa rara cualidad de aceptar a la gente tal cual era, sabía mirar y escuchar, sin excesiva complacencia. Ni arrogante ni modesto, parecía abierto a todo y a gusto consigo mismo, a la vez que resultaba misterioso. Era colérico porque se tomaba las cosas a pecho, pero casi siempre se dominaba. Por último y sobre todo, era capaz de mostrar una inmensa ternura desprovista de cursilería. El día de la muerte de Ivan fue en su hombro donde Daphné pudo hallar algo de consuelo, agarrada a él como un náufrago a un salvavidas. En esas horas espantosas, Dimitri había sabido darle un poco de fuerza, y Daphné no lo olvidaba.

Cuando entraron en la sala, ya oscura, decidieron sentarse al fondo, como era su costumbre.

–Después de los anuncios –le murmuró al oído–, iré a comprar palomitas.

De pronto Daphné sintió un gran deseo de darle la mano, algo que, evidentemente, no hizo.

Ève y Maud saboreaban un abundante plato de marisco en la terraza de Les sardines argentées, la pescadería del puerto de Carnon-Plage que era también restaurante. Les gustaba ese sitio por la vista sobre el golfo de Aigues-Mortes, frente a Grau-duRoi. Después tenían pensado ir a dar un largo paseo por la playa, a la orilla del mar, y recorrer varios kilómetros de arena fina. Para ser abril, el tiempo era delicioso, una brisita tibia acompañaba el crepúsculo.

–No –repitió Maud con firmeza–, no voy a ir.

–¡Qué cabezota eres! Te he prometido, y soy persona de palabra, que hablaría con mi familia. Ya está decidido, pero no antes de la exposición. Mi padre tiene derecho a vivir esos días con serenidad.

–Desde luego. Y yo tengo derecho a no ir a su inauguración.

–Me apetecía mucho esta escapada a París. Nunca hemos ido juntas, Maud.

–Habrá otras ocasiones.

–¡Pero ya lo tenía todo previsto! Dimitri nos ha encontrado un hotel con encanto en Le Marais, habríamos podido ir de compras, visitar museos, ir a una tienda de telas de Pigalle que no me quiero perder…

–Irás sin mí, Ève.

–Pero ¿por qué, joder? ¿Es que quieres castigarme?

–No discutamos –dijo Maud con voz conciliadora–. Si te tomas la molestia de pensar en ello un minuto, lo entenderás enseguida. No me apetece hacer el paripé de la simple amiga, me niego a esconderme, a controlar todos mis gestos. A veces tengo la impresión de que te avergüenzas un poco de nuestra relación de cara a la gente a la que quieres y eso me resulta muy desagradable.

–Estás exagerando. Para mí el único problema es mi padre. Porque tiene setenta y tres años, una visión retrógrada del mundo, y lo va a llevar muy mal, lo sé. Cuando estuvo hospitalizado, el invierno pasado, tuve que ahorrarle el disgusto.

–Y ahora está su exposición, siempre encuentras un buen pretexto. ¡Madura un poco, cariño! Con treinta y cinco años, tienes la mentalidad de una cría que hace travesuras a escondidas. Igual lo nuestro te parece una travesura sin importancia?

–Maud…

Sin argumentos, Ève bajó la cabeza hacia el plato. Se le había quitado el hambre y se puso a jugar distraídamente con una concha.

–Siempre me pones la excusa de tu padre –prosiguió Maud–, pero tampoco se lo has contado a tu madre, ni a Vladimir, ni a Béatrice siquiera. Yo te presenté a mi familia enseguida.

–Para ti era fácil, ¡tu madre y tu hermana lo saben desde siempre!

–Porque yo lo anuncié desde el primer día. Tú, en cambio, lo ocultaste.

Maud y su hermana regentaban un quiosco de prensa, un negocio familiar en el que su madre les echaba una mano con frecuencia. Esas tres mujeres, muy solidarias, trabajaban y se divertían juntas desde hacía tiempo y no había secretos entre ellas. Abandonada muy joven por un marido inconstante, la madre se había esforzado por criar ella sola a sus hijas sin descuidar su negocio. Al cumplir los cincuenta, empezó a trabajar menos para delegar en Maud y Marie. Hoy disfrutaba por fin de la vida, pero acudía siempre que la necesitaban sus hijas. Cuando Maud le había presentado a Ève, el año anterior, la había recibido con los brazos abiertos, dispuesta a ofrecerle todo su cariño. Al principio, a Ève le habían hecho gracia las semejanzas entre su propia historia y la de Maud, pues ambas habían heredado el negocio materno. A Maud le gustaban los libros y los periódicos, a Ève, la moda y las máquinas de coser. Las dos habían seguido el camino trazado por varias generaciones de mujeres, estaban hechas para entenderse. Sin embargo, con el paso de los meses, sus diferencias se acentuaban.

–Me describiste a los miembros de tu familia como gente auténtica, original –le recordó Maud–. Gente abierta, atípica, ¡una tribu entera de fantasiosos! Y, al final, nos topamos con la estrechez de mente de tu padre. Un poco retrógrado para ser artista…

–Puede, pero es mi padre, y lo respeto.

–¿De qué tienes miedo? ¿De escandalizarlo? ¿De que te mire con asco?

–No lo sé. Ya lo veré cuando llegue el momento.

Ève empezaba a parapetarse, exasperada por el empecinamiento de Maud. No quería que nadie la pusiera entre la espada y la pared, quería poder elegir ella el momento adecuado. Pero ¿acaso había alguno, conociendo el carácter de Max?¿Por qué era tan importante obtener su aprobación, o incluso su bendición? A Ève le gustaba tener sus secretitos, su propia vida, y con un solo confidente, Dimitri en este caso, le bastaba y le sobraba. Contarle su vida a todo el mundo no le parecía necesario, no pensaba convertirla en una cruzada personal. Por otra parte, aún no estaba segura de la hondura de sus sentimientos por Maud. Estaba enamorada, sí, pero ¿durante cuánto tiempo y con vistas a qué futuro? ¿De verdad era necesario poner toda su vida patas arriba, enfadarse con su familia, abandonar La Jouve? Era obvio que no se sentía preparada.

–Bien –dijo Maud en tono crispado–. Ya que tenía programados unos días de vacaciones, me iré de viaje a algún sitio…

–Vente conmigo a París después de la inauguración –le propuso Ève–. A fin de cuentas, solo estoy ocupada el jueves por la noche, después podríamos hacer todo lo que quisiéramos.

–¡Ni hablar, eso sería demasiado fácil! ¿Ahora me ocultas, ahora me enseñas? Gracias, pero paso.

Furiosa, se puso de pie y arrojó su servilleta sobre la mesa.

–Me voy, estoy hasta el gorro –añadió entre dientes.

Ève la contempló alejarse hacia el coche, sabiendo muy bien que no se iría. Se sentaría al volante, enfurruñada, a fumarse un cigarro. La reconciliación sería aún más emocionante. Reprimiendo una sonrisa, pidió la cuenta.

Consternada, Ludivine miraba a su madre, compadeciéndose de ella.

–¡Y encima te alegras! Estás toda nerviosa pensando que pronto estará aquí el gran hombre. Pero no estará aquí para ti, mamá. ¿A que no tienes invitación para la inauguración? No, naturalmente que no, esperará al último día de la exposición para decirte que vayas a escondidas.

–No seas tan cáustica, querida. Son nuestras normas desde siempre.

–Que tú aceptaste, como mujer a la sombra que eres, como mujer sumisa. Pues yo pienso ir. El día que sea, cuando me dé la gana a mí.

Nathalie se encogió de hombros. Tampoco su hija estaría invitada a la inauguración, no podría presentarse en la galería esa noche. Maximilien tendría a toda su familia a su alrededor para la ocasión, se lo había avisado por teléfono, y le había precisado que Nelly y los demás solo se quedarían veinticuatro horas en París. Cuando ellos se marcharan, Max se quedaría aún una semana más, y así podrían por fin pasar algo de tiempo juntos, compartir veladas y noches, una perspectiva que encandilaba a Nathalie.

–Mira –prosiguió con tranquilidad–, a tu padre le gustaría que cenáramos los tres el sábado o el domingo, como tú prefieras. Te echa de menos, querría…

–No –zanjó la joven con dureza.

–Pero ¿qué te pasa? ¿Quieres ver sus esculturas pero a él no?

–Él me interesa menos que su obra, que habla por él.

El camarero del pequeño restaurante en el que habían quedado fue a llevarles las tortillas con ensalada que tenían por costumbre tomar allí. Se encontraba a dos calles de la consulta veterinaria, era un sitio práctico para sus citas semanales.

–Ludivine, deberías intentar acercarte un poco a tu padre. El rencor no lleva a ningún lado y lo lamentarás cuando sea demasiado tarde.

–¿Acercarme a él? ¿Cómo? ¡Vive a ochocientos kilómetros de aquí! No se le puede llamar ni escribir, hay que aprovechar sus breves visitas para verlo solo un momento. Nunca ha estado presente para mí, y apenas algo más para ti –dijo y empezó a comer.

Esa discusión, tantas veces repetida y nunca satisfactoria, no serviría de nada. Su madre estaba ciega y quería seguir estándolo, mejor para ella. Pero un día, Ludivine ya no podría contenerse y acabaría diciéndole lo que tanto le pesaba. Una infancia triste, una adolescencia difícil, una vida de mujer adulta que desconfiaba del amor y que sin duda nunca conseguiría ser feliz, eso era todo lo que le debía a Maximilien Bréchignac y al egoísta deseo de tener un hijo de su madre.

–No tengo muchas alternativas, mamá. O despreciarte u odiarle. ¿Qué prefieres? Uno de los dos tiene que ser responsable de esta vida desperdiciada mía, ¿no?

–Si es para decir esas cosas, preferiría que te callaras. No es esta la forma en como te he educado.

–¡Huy, no! Habrías querido educarme en el culto al gran hombre, pero no lo conseguiste.

Con el semblante serio, su madre consultó su reloj. Era ella la que debía desplazarse más lejos para volver a su trabajo de contable, ella quien gastaba sus tickets-restaurante, ella quien insistía en quedar todas las semanas para no «perder el contacto», como ella misma decía.

–Vamos a dejar ya de hablar de él –suspiró Ludivine–. No quiero discutir contigo.

Podía dejar su rencor a un lado y mostrarse amable el cuarto de hora que les quedaba. Sin duda, su madre lo había hecho lo mejor que había podido durante muchos años. Cuántas veces le había repetido: «Te deseé con todas mis fuerzas, cariño, y me has colmado. Eres fruto del amor, no de la casualidad». A los cinco años, a Ludivine le divertía ser un fruto, más tarde había llegado a odiar esa palabra. Pero ¿de qué servía reconocerlo hoy?

–Voy a pedir los cafés –se limitó a añadir.

Sintió la necesidad de decirle algo amable a su madre, después de todo, la felicitó por su corte de pelo y por el color del tinte, que le iba muy bien.

–He ido a la peluquería y me he dejado una fortuna –confesó Nathalie con una sonrisa que lo dejaba a uno desarmado–. Pero como viene Max…

Decididamente, seguía siendo el centro de su vida, el dios al que había que sacrificar todo. Resignada, Ludivine consiguió no enfadarse de nuevo.

El jueves por la mañana, el clan Bréchignac había decidido tomar el primer TGV a París, que salía a las siete y veinte de la mañana y llegaba a las once menos cuarto. Ese horario tan tempranero les permitiría ir al hotel a dejar las maletas y almorzar en una brasserie. Por la tarde, unos podrían dedicarse a ir de tiendas, y otros, a descansar, y luego se prepararían para la inauguración, que era a las seis.

Nelly se sentía a la vez nerviosa por Max y feliz ante la perspectiva de volver a París. Pensaba darse el capricho de un gran recorrido en taxi para volver a todos los lugares que habían marcado su juventud. La única decepción en el programa era que Max insistía en que durmiera en el hotel, pues afirmaba que el pequeño taller de la cristalera era incómodo y estaba demasiado desordenado para recibirla. A ella, sin embargo, le hubiera gustado estar allí con él, como de novios y de recién casados, medio siglo antes, pero él se había negado, con el pretexto de que las sábanas estaban sucias, y la cafetera, estropeada. Bueno, qué se le iba a hacer, al menos volvería a la plaza de Clichy y a una calle cercana en la que había vivido de niña y donde se encontraba el pequeño taller de costura en el que su madre se había dejado la vista y los dedos. Y también iría a recorrer los muelles del Sena, se detendría a contemplar algún monumento de camino, charlaría con el taxista que quizá le recordara a su padre, para revivir todo un lejano pasado anterior a Max, anterior a La Jouve, de los tiempos en que se llamaba Nelly Iakov y pugnaba por perder ese acento ruso del que sus padres no lograban deshacerse.

Dimitri les había encontrado un hotel muy agradable a un precio asequible cerca de la galería. Estaba en la calle Saint-Sulpice y tenía un minúsculo jardín exuberante. En las habitaciones, las camas de cobre, algunas con dosel, encandilaron a los niños, excitadísimos por el viaje. Había anulado la reserva de Ève en otro hotel, y se las había apañado para conseguir alojar allí a su hermana, por lo que toda la familia, incluida Daphné, estaba reunida bajo el mismo techo. Cuando venía a París por trabajo, Dimitri prefería el barrio del Palais-Royal o de la Opéra, donde estaban sus hoteles favoritos, pero para la ocasión había optado por no cruzar París de punta a punta. A regañadientes, Max le había encargado también que organizara una cena tardía para toda la familia. «Seguro que tú conoces mejores sitios que yo. Me gustaría que el lugar no esté muy lejos y no sea demasiado caro, pero que sea bonito y en un barrio de moda para complacer a tu madre. Invito yo, pero no estoy seguro de poder acompañaros, quizá tenga que cenar por mi cuenta con la directora de la galería y con la gente del mundillo», le había dicho. Era evidente que no quería mezclar a su numerosa familia con lo que, con toda probabilidad, sería el broche final de su vida profesional.

Para Dimitri, la inauguración era a la vez una pesada obligación y un placer. Le hacía feliz ver a su madre radiante, a sus sobrinos excitadísimos, y a Daphné, que abría unos ojos como platos, mirándolo todo. Una pesada obligación por tener que encargarse de las gestiones en lugar de su padre, sin poder –cuando era lo que más le apetecía– tomar a Daphné de la mano para llevarla a ver París como dos enamorados. Al día siguiente la joven regresaría a Montpellier, con prisa por abrir su bodega, y él se quedaría allí por trabajo. Tenía numerosas reuniones y un nuevo contrato a la vista, que debía zanjar. En el mundillo de la perfumería, empezaba a saberse ya que había creado para una gran firma una fórmula excepcional cuyo lanzamiento sería no menos excepcional. Era la oportunidad de su vida, debería haberse alegrado más por ello en lugar de urdir, en vano, escenarios inverosímiles que le permitieran seducir a la viuda de su hermano. Por más que odiara esa expresión, no había otra para describir la realidad.

Aunque no se lo hubiera dicho a nadie, Maximilien estaba exultante, feliz, por la afluencia de público. Hacía semanas que dudaba del éxito de la exposición, había temido incluso que la inauguración fuera un fiasco, pero la gente se apiñaba a su alrededor, la galería estaba abarrotada, y a los camareros les costaba abrirse camino entre la multitud de invitados. Alcanzó al vuelo una copa de champán y se la bebió de un trago. Hasta entonces no había tomado nada, pues estaba demasiado nervioso, pero ahora ya podía saborear a la vez el alcohol y el éxito. Al menos esa noche.

Realzadas por la iluminación, los pedestales o las tarimas, sus esculturas llamaban la atención, «interpelaban», como se decía en el mundillo. Y, naturalmente, la serie de las estatuas reventadas contra el suelo causaba sensación. Las habían colocado en conjunto, aparte, y un juego de luces les daba un aspecto bastante aterrador. De hecho, lo eran, y atraían todas las preguntas de los críticos. La primera y única vez que las había expuesto aún estaba conmocionado por la muerte de Ivan, y no había sabido encontrar las palabras para explicarlas. Ese día, en cambio, contestaba con soltura, justificando ese período de inspiración morbosa con una búsqueda espiritual, sin mencionar ni una sola vez a su hijo ni el accidente que había sufrido.

Nelly había puesto mucho cuidado en eludirlas, por supuesto. Había llegado pronto con toda la familia, se había dado una vuelta rápida por la galería, se había acercado a besar a Max cariñosamente y, acto seguido, se colocó en un rincón, apartada, para observar la agitación. De vez en cuando Max la buscaba con la mirada y le sonreía. Esa noche, dormiría con ella en el hotel, feliz de que asistiera a ese agradable momento de triunfo. Luego, una vez que ella regresara a La Jouve, podría dedicarse un poco a Nathalie.

–¿Quién es ese señor de ahí? –le murmuró al oído la dueña de la galería–. No es uno de mis invitados, luego debe de ser de los suyos…

Siguiendo la dirección de su mirada, Max se topó con Dimitri, que charlaba con Daphné.

–¿El tipo alto que está hablando con esa joven menudita y guapa? Es mi hijo. Pero ella no es su mujer, está soltero.

–Madre mía… ¡Espero que su hijo venga a cenar con nosotros!

La galerista se echó a reír, sin apartar los ojos de Dimitri, con una expresión de deseo.

–No, lo siento, tiene un compromiso –contestó Max, irritado.

–Qué lástima, me habría encantado hincarle el diente.

–Lo habría encontrado amargo, no es un chico precisamente simpático.

–¿En serio? Pues me atrevería a decir que, en su caso, poco me habría importado.

¿Por qué tenía esa engreída que hablarle de Dimitri justo aquella noche? Max no estaba ciego, se había fijado en la elegancia impecable de su hijo y, sobre todo, en su desenvoltura en esa situación mundana. A su lado, Vladimir parecía apagado, y Hubert, algo perdido. En cambio, sus hijas y sus nueras estaban muy guapas, gracias a la intervención de Ève, que se había encargado de vestirlas. Los últimos fines de semana había habido mucho conciliábulo y mucha sesión de pruebas en La Jouve, y en todo ello también Nelly había participado activamente. En realidad, Max podía sentirse orgulloso de su familia, feliz de que ninguno faltara a la llamada, pero, con todo, no le apetecía terminar la velada en su compañía. Ese día era suyo, lo pasaría en su mundo y en su territorio, lo había esperado demasiado tiempo como para poder compartirlo. Los demás Bréchignac no debían pasar de ser meros espectadores, el actor protagonista era él.

Con una libreta de notas en la mano, un desconocido lo abordó y Max se dispuso a contestar a nuevas preguntas.

Hacia la una de la madrugada, Nelly estaba tan cansada que tuvo que apoyarse en el brazo de Vladimir para llegar al hotel. Habían cenado en un buen restaurante y bebido más de la cuenta, brindando por el éxito de Max y por las ventas que probablemente seguirían las semanas siguientes. En función de los artículos que se publicaran en la prensa, su caché podía aún aumentar. Desde luego, no había novedades en su obra, pero, tras su larga ausencia, esa retrospectiva había suscitado un interés notable.

Cuando salieron de la galería, Max alcanzó a Nelly en la calle para abrazarla. Estaba emocionado, feliz como un niño, pero quería disculparse por no acompañarla. Ella había apreciado su gesto en su justo valor, pues su marido no era muy dado a manifestar sus sentimientos.

En la recepción, cada cual pidió sus llaves y se desearon buenas noches. Los niños daban tumbos, agotados, mientras los demás bostezaban a diestro y siniestro. Los últimos en ir hacia al ascensor fueron Dimitri y Daphné, que tenían menos prisa por retirarse.

–¿Me invitas a una última copa? –le preguntó ella muy esperanzada–. No tengo nada de sueño, ¡el día ha sido demasiado maravilloso!

–El bar está cerrado, nadie nos servirá a estas horas.

–Hay minibar en las habitaciones, ¿no?

Dimitri esbozó una sonrisa indulgente y aceptó seguirla a la suya. En la neverita que el hotel ponía a disposición de los clientes encontraron media botella de champán y dos copas.

–Es una buena marca –aprobó Daphné antes de descorchar la botella.

Una ligera ebriedad le hacía sentirse eufórica y lanzó despedidos sus zapatos a la otra punta de la habitación antes de desplomarse sobre la cama.

–Ha estado genial, ¿verdad? Max estaba feliz; ¡hacía años que no lo veía tan sonriente! Y el restaurante al que nos has llevado, qué delicia…

Sentada en la cama con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en las almohadas, Daphné saboreó el champán.

–¿Piensas quedarte de pie todo el rato? Venga, Dimitri, que me estás mareando, siéntate en esa butaca que te tiende los brazos.

–Tu tren sale mañana muy temprano –le recordó él amablemente, acomodándose sobre el reposabrazos de la butaca.

–Me da igual, ya dormiré durante el viaje. Qué suerte tienes de quedarte en París. Debería haber cerrado la tienda más tiempo y haberme concedido unos días de vacaciones aquí.

–¿Quién te lo impide? Cuando vuelva, Vladimir puede ir a cambiar el letrero que has puesto en la puerta.

–No, no sería razonable… Pero ¡es una pena! Me encanta esta ciudad, me gustaría vivir aquí. ¿A ti no?

–Echaría de menos el sol.

Daphné cambió de postura, y la falda de su traje sastre se le subió un poco, descubriendo sus muslos sin que ella se diera cuenta.

–¿Sabes que la dueña de la galería no te ha quitado ojo en toda la noche?

–¿Ah, sí?

–¡Le has gustado, chico! O bien se ha fijado en ti porque le sacas una cabeza a todo el mundo. Allí también el champán era muy bueno. Anda, sírveme un poco más.

Bebió otro sorbo y dejó la copa sobre la mesilla de noche.

–¿Y tú? –le preguntó–. ¿También has pasado un buen día?

–Sí, excelente, aunque no me vuelven loco este tipo de eventos. Nunca se habla de nada interesante, y la mayoría de las promesas que se hacen jamás se cumplen.

–Al menos, ¿te alegras por tu padre? –Daphné recuperó su copa y la vació antes de añadir–: Me ha llamado mucho la atención cómo saben realzar los galeristas las esculturas. En La Jouve están todas amontonadas, mal iluminadas y llenas de polvo, pero esta noche las he encontrado sublimes. ¿Tú no?

–Había demasiada gente para verlas bien. Volveré algún día de esta semana, cuando esté todo más tranquilo.

–¿En serio que vas a ir? Pensaba que no te gustaban mucho.

–Pues el caso es que sí. Sobre todo porque en La Jouve, salvo tú, que eres la invitada de honor del taller, nosotros somos todos unos proscritos.

Lo decía sin amargura, ya que nunca le había apetecido plantarse en el taller de su padre. Él mismo apreciaba la tranquilidad en su laboratorio, y no le costaba respetar la de los demás. Sonrió a Daphné, que reprimió un bostezo y se estiró como un gato sobre la cama.

–¿Puedo abrir la ventana? –le preguntó él–. Hace un calor asfixiante.

Aprovechando el pretexto para poner un poco de distancia entre ellos, abrió la ventana de par en par y respiró hondo. La intimidad de la habitación lo desestabilizaba, suscitando en él una oleada de deseo difícil de contener. Cuando se volvió hacia Daphné, sintió que su voluntad flaqueaba. Su cabello, que por una vez se había recogido en un moño, empezaba a desmoronarse, y algunos mechones se escapaban y caían sobre su nuca. Se le había corrido un poco el maquillaje de los ojos, realzándolos con una sombra oscura bastante sexy. Su falda apenas ocultaba ya nada de sus preciosas piernas, y en el escote de su chaqueta sastre, bien ceñida, se adivinaba el nacimiento de sus pechos. Dimitri se preguntó si llevaba sujetador y si su piel era tan suave como parecía. Se la veía muy menuda y frágil en esa cama tan grande, terriblemente tentadora. ¿Cuánto tiempo esperaba poder resistir al deseo loco que tenía de ella, exacerbado por lo que ella enseñaba, de la manera más inocente, tendida sobre las almohadas? Por su sonrisa un poco vaga, Dimitri sabía que había bebido demasiado, bastaba con que bebiera un poco más, y quizá todo fuera posible.

Nada más pensarlo, lo descartó, aterrado de haber tenido siquiera ese pensamiento.

–Tengo sueño –murmuró ella, antes de dejarse caer de lado para acurrucarse sobre la cama.

Ahora le daba a medias la espalda y sus nalguitas redondas reventaban las costuras de su falda. Considerando que la mejor opción era huir de allí antes de que fuera demasiado tarde, Dimitri se tomó la molestia de buscar en el bolso de Daphné su móvil y de programar el despertador para las seis de la mañana. Cuando lo dejó en la mesilla de noche vio que Daphné ya dormía, con la boca entreabierta. Con el corazón desbocado, la contempló hasta que su deseo se volvió decididamente doloroso. Entonces apagó las luces y salió a toda prisa de la habitación, como un ladrón.

Anton cerró la puerta, preguntándose si había hecho lo correcto. Pero, bueno, era la ocasión de barrer bien el taller de una vez por todas, de hecho, había llenado casi hasta los topes una bolsa grande de basura y de polvo. De estar siempre encerrado allí, Maximilien debía de tener los pulmones cubiertos por una fina capa de mármol, no era de extrañar que hubiera enfermado.

Hacía un sol radiante y un calor casi excesivo ya. Era buen momento para sacar los muebles de jardín y aprovechar para limpiarlos. A su vuelta, Nelly se alegraría de poder almorzar y cenar de nuevo bajo el almez. Y todo lo que pudiera complacerla se convertía en una tarea urgente para Anton. La veneraba, pues ¿qué habría sido de él sin ella? Como se decía en su juventud, se habría echado a perder. Habría sido un delincuente o un golfo, un mal tipo en cualquier caso. A los veinte años, cuando aterrizó en La Jouve, ya casi estaba abocado a la perdición. Incapaz de conservar ningún empleo, vivía a costa de su madre, que lo acosaba continuamente. No soportaba la ciudad, el ruido, la gente, quería espacio y silencio, quería sobre todo que lo dejaran en paz. Era un marginado, se negaba a integrarse en un sistema que no estaba hecho para él. No valía ni para estudiar ni para aprender un oficio. Había ido a La Jouve a regañadientes, rumiando ideas negras durante el interminable viaje en tren primero, y luego en coche de línea. Nelly lo esperaba en la parada. La reconoció enseguida, porque la había visto de niño en el taller de costura en el que trabajaba su madre. Llevaba un bonito vestido sin mangas, estaba sonriente y bronceada, apoyada en su coche. Lo llevó a La Jouve y le dijo que, desde ese momento, aquella era su casa. ¿Su casa, ese reino de paz, ese paraíso de cigarras y de pájaros? Se vio en una habitación para él solo, en el corazón de la casa, como uno más de la familia, y con libertad para organizarse el trabajo como quisiera. La mañana siguiente a su llegada, Nelly le dijo con una sonrisa maliciosa: «Es muy sencillo, aquí está todo por hacer. Así que ve acometiendo las cosas una a una, en el orden que prefieras».

Al evocar ese día lejano tuvo que enjugarse los ojos con la manga. ¡Dios, qué bien se había sentido allí desde el primer momento! Para no abandonarse demasiado a su querencia al Costières de Nîmes, tinto o rosado, bebía litros de ese té que Nelly preparaba en alguno de los samovares de su colección, y trabajaba a su aire, es decir, a destajo, mientras silbaba tangos o rumbas. Adoptado por el clan Bréchignac, se sentía uno más, pero para él solo Nelly contaba de verdad. Y por ella sobre todo guardaba celosamente La Jouve en ausencia de sus habitantes.

Limpió la última silla de jardín, volvió a contar cuántas había en total y enderezó un poco la larga mesa. No hacía falta sombrilla con ese árbol maravilloso que acogía la mayoría de las comidas de la temporada. Ahora se disponía a pasar la máquina cortacésped por la zona de la gran verja de entrada, para que todo estuviera en orden cuando el camión trajera de vuelta las estatuas de París. ¿Cuántas volverían y cuántas se habrían vendido?

Con un poco de suerte, si algunos de los chismes habían encontrado comprador, habría más sitio en el taller, y más ingresos para Nelly.

Daphné le deseó un buen día a su cliente y lo observó salir de la tienda. Los sábados siempre había mucha gente, iba a estar ocupada, mejor así. Desde que había vuelto de París se sentía culpable e incómoda. Le avergonzaba acordarse de su noche en el hotel Odéon Saint-Germain. ¿Cómo justificar su intento, a la vez torpe e inoportuno, de seducir –sí, sí, porque eso era lo que había hecho– a Dimitri? ¿Por qué había tratado de excitarlo sin que se notara? Un poco más, y ¡le habría interpretado el baile de los siete velos, haciendo como si la cosa no fuera con él! Bueno, había bebido demasiado, sí, y él estaba absolutamente irresistible con su traje azul marino y su camisa celeste, el nudo de la corbata algo flojo y un mechón que le caía en la frente. Pero nada de eso era razón suficiente para arriesgarse a perder su amistad. Por suerte, no se atrevió a ir demasiado lejos, detuvo su numerito a tiempo, haciéndose la dormida. Él habría achacado su actitud al champán. Pero en realidad lo recordaba perfectamente, en el ascensor que los llevaba a sus habitaciones había sentido ganas de echársele encima, de pegarse a él con todo su cuerpo, como cuando habían bailado esa famosa lenta.

¿Cuál era la causa de ese deseo tan violento y tan repentino por él, hasta el punto de que estaba dispuesta a romper todos los tabúes? ¿La excitación por ese día extraordinario en París? ¿La mirada insistente de ciertas mujeres, en particular la de la dueña de la galería.

No me lo puedo creer, estaba celosa…, se dijo.

Pero ¿se estaba volviendo loca o qué? ¿Quería acostarse con su cuñado? ¿Con ese hombre que le había dado su cariño sin reservas para ayudarle a superar el duelo, que estaba siempre disponible para ella desde hacía años y que esperaba, sin ambigüedad alguna, que rehiciera su vida? Porque esa era la verdad, no conseguía implicarse en una historia de amor, era incapaz de encontrar a alguien con quien compartir su vida, y entonces jugaba con fuego solo para entretenerse hasta que un apuesto desconocido llamara a su puerta.

Una pareja entró en la tienda y se puso a recorrer los botelleros. Cuchicheaban entre ellos, sin pedirle ayuda, y ella los dejó a su aire. No importunar a los clientes era una de sus normas básicas. Si querían algo, ya lo pedirían; mientras tanto, Daphné podía contentarse con mostrar una discreta sonrisa comercial.

¿Qué estaría haciendo Dimitri en ese momento? ¿Habría cambiado de hotel como tenía planeado? ¿Habría vuelto a la exposición? ¡Maldita sea, tenía que pensar en otra cosa! ¿Es que ya no tenía ningún sentido moral? No debía escuchar a esa vocecita interior que le sugería insidiosamente que nada de eso tenía importancia, que después de todo era posible que Dimitri le correspondiera. Que le correspondiera o le horrorizara la idea, una de dos… Hacía mucho tiempo que todos los Bréchignac le repetían que rehiciera su vida, pero no por ello se imaginaban que pudiera elegir precisamente al soltero del clan. Acabaría por enemistarse con todos, y Dimitri le daría la espalda.

No, decididamente esa historia era inconcebible, se trataba de una fantasía originada por su soledad. Y cuando volviera a ver a Dimitri un día de estos, en La Jouve, más le valía tener con él una actitud natural, amistosa y alegre. Nada más.

La pareja se acercó al mostrador con dos botellas de PulignyMontrachet.

–¿Este vino es adecuado para acompañar un rodaballo? –preguntó el hombre con voz vacilante.

–¡Perfecto! Es un vino rico y amplio en boca, con unos toques aromáticos que casan de maravilla con los pescados nobles. Han elegido bien.

Se consultaron con la mirada y la mujer sacó su tarjeta de crédito.

En el silencio de la galería desierta, Dimitri llevaba un buen rato ante la serie de las estatuas «reventadas contra el suelo». Así las designaba el cartelito, sin más precisiones. «Reventadas» no parecía sin embargo la palabra adecuada, pues la piedra no se había dividido ni había formado ningún fragmento. «Muertas» habría sido un término más acertado. Max había logrado la proeza de hacerlas a la vez vivas y muertas, muertas en ese preciso instante. Su visión o, mejor dicho, sus múltiples visiones del accidente de Ivan no dejaban de suscitarle un estremecimiento de horror, pero ¿cómo no admirar su inmenso talento como escultor? Esa obra postrera tenía algo singular: era frenética, macabra, y su dimensión trágica, que lo agarraba a uno de las entrañas, la colocaba más allá de toda crítica. Los miembros dislocados, extrañamente doblados, la posición de las cabezas, los dedos crispados en un sobresalto de agonía, los ojos abiertos de par en par que ya no veían nada, todo indicaba la violencia del choque que torcía los cuerpos en el impacto contra el suelo. Max debía de haber seguido la caída de su hijo, con toda probabilidad cada milésima de segundo se le habría quedado marcada en la piel al rojo vivo, pero solo había plasmado el instante fatal, aquel en el que había visto a la muerte arrancar de cuajo el hilo de la vida. En cuanto a los rostros, representaban todos el mismo joven de mirada ya vidriosa: Ivan o cualquier otro, no del todo Ivan y, sin embargo, él.

Fascinado, casi hipnotizado, Dimitri rodeó diez veces el cordón rojo que las protegía, pues descansaban directamente sobre el suelo; Max había exigido que se vieran desde arriba. ¿De verdad representaban a su hermano, que ya se había ido hacia el más allá? No conservaba un recuerdo lo bastante preciso. El día de la tragedia, al entrar en casa, el trauma había sido tan fuerte que todas las imágenes se habían vuelto borrosas para Dimitri. Recordaba haber pensado en su madre y en Daphné, pero nada más. Sin embargo, con el corazón hecho pedazos, había tenido que hacer ese gesto tan difícil de cerrarle los ojos a su hermano. Cerrarlos sin mirarlo, con la vista puesta en una de sus manos. Max había plasmado con total precisión las manos, eran exactamente así.

Por fin encontró la fuerza de darles la espalda, tenía la esperanza de que nadie las comprara jamás. ¿De verdad esperaba su padre hacer dinero con esa abominación demasiado realista? En la galería solo había dos personas, una de las cuales se dirigía ya hacia la salida. La otra era una joven que se había detenido ante un busto. ¿Por qué había tan pocos visitantes? Como no leía revistas de arte y no pertenecía al mundillo, Dimitri ignoraba la repercusión de la inauguración, pero la exposición no parecía haber tenido mucho éxito. Avanzó unos pasos hacia la joven, sin saber muy bien por qué. Parecía apasionada por ese busto, lo devoraba con los ojos. Por encima de su hombro, Dimitri leyó el nombre de la placa fijada al pedestal: Ludivine. En ese momento la joven, quizá incómoda por su presencia, se dio la vuelta. Sorprendido, Dimitri la miró y volvió a mirar la escultura.

–Se le parece mucho, ¿no? –le preguntó con curiosidad–. ¿Es usted?

La joven esbozó una sonrisa extraña mientras lo miraba de arriba abajo, casi con avidez.

–En efecto –dijo–, soy Ludivine. Y usted… ¡alguien de la familia de Maximilien Bréchignac, me imagino!

El tono de voz era muy seco, casi agresivo.

–Max es mi padre –reconoció Dimitri.

–Y el mío.

Dimitri no entendió lo que le acababa de decir la joven. Se quedaron unos segundos contemplándose en silencio, hasta que él le pidió que se lo repitiera.

–Soy hija de Max. Por consiguiente, debemos de ser más o menos hermanos.

Un desafío, una provocación, una reacción histérica, Dimitri podría haber pensado cualquier cosa, pero supo con certeza que la joven decía la verdad. Retrocedió un paso y sacudió la cabeza, como si quisiera poner orden en sus pensamientos.

–¿Qué está haciendo aquí? –le preguntó por fin.

Una pregunta estúpida, pero tenía que hacerla hablar.

–Siempre vengo después de los demás, para que nadie se fije en mí. Desde el principio, vengo después. Después de ustedes, los legítimos, los que tienen todos los derechos.

Su voz se elevaba en los agudos, parecía cargada de una inmensa rabia. ¿Estaba ahí por casualidad o había venido a ver a alguien? ¿A Max? ¿A algún miembro de la familia al que quería asestarle su revelación? Sea como fuere, lo había reconocido enseguida sin haberlo visto nunca.

–Mire, yo no sé nada de…

–Evidentemente. Pero treinta y cinco años de ignorancia ¡es muchísimo!

Esta vez, la joven gritó. Aunque le daba repugnancia tocarla, Dimitri la agarró del codo.

–Salgamos de aquí –le propuso entre dientes.

Habían entrado tres nuevos visitantes y se disponían ya a recorrer la galería.

–Son todos iguales –bramó ella, dejándose arrastrar de mala gana.

Dimitri la obligó a salir y bordeó el escaparate de la galería sin soltarla.

–No quiere oírme, ¿eh, señor Bréchignac? Qué práctica es la ley del silencio. Qué practico es no saber, ocultar la verdad, callar. ¿Por qué tiene tanto miedo de lo que vaya a decir? ¡Si ya sabía de mi existencia!

–No.

–¡Venga ya! Hablé con uno de ustedes hace unos años, para que estallara por fin el escándalo. Pero no ocurrió nada, nada en absoluto. Lo ocultaron todo, lo escondieron en el fondo de un pozo nauseabundo del que yo no debía salir nunca, al…

–¿Se lo contó usted a alguien? –preguntó Dimitri con voz entrecortada–. ¿A quién?

Pero ya sabía la respuesta, lo estaba entendiendo todo, y un abismo se abría bajo sus pies.

–¡Me hace daño! –gritó ella.

Si le soltaba el codo, sería para agredirla. La empujó contra una puerta cochera, se oyó un golpe sordo, y la joven se golpeó los hombros y la nuca.

–Vamos –le ordenó–, cuéntemelo todo, ya que tantas ganas tiene.

–No la tome conmigo –protestó ella, a la vez que intentaba zafarse–, ¡el papel del bueno lo tiene usted!

–Me traen sin cuidado los papeles, no estamos en el teatro.

Dimitri sabía lo que le esperaba y que la verdad corría el riesgo de atragantársele.

–Casi nunca veo a su Max –escupió con odio–. No lo quiero porque es egoísta, cobarde y despreciable. ¡Realmente habría preferido tener otro padre, créame! Yo no pedí venir al mundo, y desde luego no en estas condiciones horrorosas. ¿Se imagina lo que he vivido? En lugar de mostrarse violento conmigo, ¡debería alegrarse de que nunca haya ido a Montpellier a plantarme en su casa diciendo que soy la benjamina de la familia!

Negándose a interesarse por su historia, por sus amenazas, Dimitri le preguntó de nuevo:

–¿Con quién habló usted?

–Con uno de sus hermanos, seguramente. No el que murió, espero.

Dimitri le pegó una bofetada tan violenta que Ludivine se habría caído de rodillas si él no la llega a sujetar. La joven podría haber gritado, haber alertado a los transeúntes, pero se quedó inerte, con la cabeza gacha y la mejilla roja.

–Dios mío… –murmuró él, soltándola por fin.

Se apartó un poco de ella y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones.

–No debería haber hecho eso, lo siento.

No pensaba ni una palabra de lo que decía, en realidad le hubiera gustado destruirla, hacerla desaparecer, y eso que ella no era responsable de la catástrofe que había provocado ocho años antes. El único culpable era Max.

–¿Dónde lo conoció? ¿Aquí?

–No, fue en otra galería, más cerca del bulevar Saint-Michel.

Lentamente, la joven se apartó de la puerta cochera. Sin duda estaba asustada, dispuesta a salir corriendo ahora que él ya no le bloqueaba el paso.

–¿Qué edad tiene? –quiso saber Dimitri.

–Treinta y tres años. ¿Qué, está haciendo cálculos? Ya se habían ido todos de París cuando yo nací. ¿Es usted Vladimir o Dimitri? Solo he visto una foto, y es antigua…

De pronto, la joven se puso a sonreír de manera insoportable, pese a la marca visible del golpe en su mejilla.

–Me voy –decidió Dimitri.

–¡Espere!

–No tenemos nada que hablar usted y yo. Apáñeselas con mi padre.

Ese momento debía de ser importante para ella. ¿Esperaba acaso arrojarle a la cara toda la amargura y la frustración que había acumulado en treinta y tres años? A cambio, ¿debía él decirle que por su culpa y por culpa de su necesidad de existir de otra manera que como una simple bastarda un hombre había muerto? La miró por última vez, pero no era necesario, su rostro se le quedaría grabado en la memoria. Ludivine, su hermanastra. Sí, se acordaría. Gracias a ella, las dudas que lo corroían por dentro se habían disipado. A punto de irse, Dimitri vaciló, dio dos pasos y volvió hacia ella.

–Debería saldar cuentas. Supongo que está en su derecho, pero no vuelva a acercarse a mí. A ninguno de nosotros. Si intenta hablar con mi madre, tendrá que vérselas conmigo.

Consiguió por fin marcharse, poner un pie delante de otro y no darse la vuelta.