7

A finales de enero, una sorprendente templanza hizo olvidar las inclemencias del invierno. Al salir de la ducha esa mañana, cuando Daphné consultó el termómetro en el alféizar de la ventana le encantó ver que había once grados. Friolera como era, estaba harta de pasarse el día poniéndose un jersey encima de otro, por fin podría contentarse con uno de cuello vuelto debajo de su cazadora vaquera.

Una vez vestida y peinada, se exprimió un pomelo, de pie ante el mostrador de su cocinita. Hacía unos diez días que no subía a La Jouve, pero llamaba con regularidad para preguntar por Max, que se estaba recuperando bien de su problema pulmonar. Estaba pasando la convalecencia en su casa y durante el día no se alejaba de la estufa de leña que le había instalado Anton en su taller. Según Nelly, estaba de bastante buen humor pues se confirmaba la organización de su exposición en París.

A las nueve en punto, Daphné oyó que se levantaba el cierre metálico, cuatro pisos más abajo, y se apresuró a reunirse con su joven empleado. Se llamaba Étienne, tenía veintidós años y energía para dar y tomar. En tres semanas ya había adquirido buenos reflejos para la venta, y se ocupaba de todos los clientes con una sonrisa en los labios. Su formación como comercial bodeguero le daba bastantes conocimientos útiles, pero aún le quedaba mucho por aprender y, por lo que parecía, estaba deseando hacerlo.

–¡Buenos días! –saludó a Daphné alegremente a la vez que, escoba en mano, barría la tienda–. Dentro de quince días es san Valentín –añadió–. Deberíamos poner un escaparate especial, ¿no? Tengo un montón de ideas de cofres-regalo para cenas de enamorados, también están los que le han mandado dos marcas de champán, los que vienen con las copas de regalo o una bolsita isotérmica, y…

–¡Madre mía, Étienne! Te iba a proponer un café, pero te veo muy despierto ya.

–Será por la temperatura. ¿Se ha fijado? Flota en el aire como un aroma a primavera.

–¿A finales de enero? Tú sí que eres optimista…

Daphné se fue a la trastienda a preparar dos cafés en la máquina que le había regalado Dimitri por Navidad. Un regalo maravilloso, para ella que le encantaba beber expresos por la mañana.

–¡Hemos recibido el Savennières de La Roche-aux-Moines! –gritó Étienne–. Y he sacado cinco euros de la caja para dárselos de propina al repartidor. Su cliente se alegrará de recoger su pedido, dijo que se pasaría esta mañana.

La presencia de su joven empleado aliviaba de verdad a Daphné. Ahora era él quien cargaba con las cajas cuando llegaban los pedidos, quien guardaba las botellas en los botelleros y se encargaba de todo el mantenimiento. Y, desde que se cumplió su primera semana de trabajo, Daphné había visto que podía confiar en él y escaparse una horita de vez en cuando. Para ella, que estaba acostumbrada a quedarse anclada a su bodega, era una verdadera liberación. Pero ¿aumentarían las ventas gracias a Étienne? Probablemente no. Daphné había decidido darse tres meses antes de hacer balance o de sacar conclusiones. La sugerencia de Vladimir de no matarse a trabajar era razonable, pero a fin de cuentas sería ella quien decidiera qué ventajas e inconvenientes tenía, los consejeros no eran quienes sacaban el negocio adelante.

Oyó la campanilla de la puerta, y la voz de Étienne anunció:

–¡Su cuñado!

Convencida de que se trataba de Dimitri, le sorprendió mucho descubrir a Hubert.

–¿No estás en el hospital? ¿Ha ocurrido algo?

–Va todo bien –le dijo él con una sonrisa tranquilizadora–. Solo he venido a buscar dos o tres buenas botellas para celebrar la jubilación de un compañero. ¿Me las podrías poner en una bonita caja de madera? Me parece que él prefiere los borgoñas.

Daphné recorrió con él los botelleros y, cuando eligieron, dejó que Étienne se ocupara del embalaje.

–Mientras tanto, ¿quieres tomarte un café? Mi máquina lo sabe hacer de todos los tipos: corto, largo, con o sin leche…

–Uno solo estaría perfecto.

Pasaron a la trastienda, donde Hubert aprovechó para preguntarle si estaba contenta con su empleado.

–Le gusta el oficio, siempre está de buen humor y, desde que lo contraté, ¡tengo menos agujetas! Además, dispongo por fin de un poco de libertad, la verdad es que sienta bien.

–¿La necesitabas?

–Más de lo que creía. Mira, por ejemplo, el fin de semana pasado, o más bien el domingo y el lunes, me fui a Béziers. Y al final no volví hasta el martes por la mañana, sin correr porque sabía que él abriría la tienda. ¡Un lujo!

–¿Lo pasaste bien allí? –quiso saber Hubert.

–No del todo.

Con su aire bonachón, Hubert atraía las confidencias, lo que llevó a Daphné a añadir:

–Otra pista falsa, me temo que no tengo mucha suerte.

–¿En amores?

–Eso es mucho decir. Mira, conocí a un hombre encantador hace dos meses, negocia con vinos en Saint-Chinian. Quedamos dos o tres veces, la cosa iba bastante bien, así es que, cuando me invitó a Béziers, pues no me lo pensé. Me enseñó unos viñedos, me presentó a unos pequeños productores, y pasamos un día muy interesante. Por desgracia, una vez a solas, en la típica cenita romántica con velas, lo encontré un poco… ¿cómo decirte? Aburrido, eso es. Así es que cuando se planteó la cuestión de pasar la noche juntos, pues preferí volverme sola al hotel.

–Entiendo.

Tras un suspirito de resignación, Daphné se bebió su café y tiró el vasito de cartón a la papelera.

–¿Tú crees que lo conseguiré, Hubert?

–¿El qué?

–Volver a querer a alguien.

–Sí, claro que sí.

–Pero ¿ves? Con ese tipo se daban todas las condiciones para que empezara una bonita relación, y luego… nada. No sentí nada, ningún deseo. No tenía ganas de llegar más lejos.

–Estas cosas no vienen cuando uno quiere. ¿Por qué quieres obligarte?

–Para hacer como todo el mundo, supongo.

–Mal motivo, lo sabes muy bien. ¿Es que te pesa la soledad?

–A veces sí, pero no siempre. Por un lado, no quiero pasarme sola el resto de mi vida, por otro… Me pregunto si es por Ivan.

–No, Daphné, ya has pasado el duelo. Busca la explicación en otra parte.

–¿Basta buscar para encontrar?

–Cuando uno se hace las preguntas adecuadas, y a condición de ser sincero con uno mismo, al final se obtienen siempre las respuestas adecuadas. A veces son muy sorprendentes.

Tuvo la clarísima sensación de que acababa de ponerla en guardia, pero ¿contra qué?

–Bueno, tengo que volver pitando al hospital. ¡Gracias por el café!

Pasaron a la tienda, donde Hubert pagó sus botellas antes de marcharse. A Daphné le hubiera gustado hablar un poco más con él, pero no intentó retenerlo. Primero pensaba reflexionar en lo que le había dicho, y ya volverían a hablar del tema cuando ella subiera a La Jouve. «Hacerse las preguntas adecuadas», ¿significaba eso que estaba ciega? ¿Que se negaba a ver algo evidente? Perpleja, miró distraídamente las botellas que Étienne había colocado con gusto junto a la caja. El chico tenía iniciativa, eso estaba muy bien. Al levantar la vista vio que el sol brillaba en la calle y que la mayoría de los transeúntes había abandonado sus gruesos abrigos de invierno. Un poquito de paciencia, y al cabo de dos o tres meses todo el mundo volvería a hacer vida en la calle. En particular la tribu Bréchignac, sentada a la mesa bajo el almez. Con una sonrisa en los labios, Daphné pensó que era allí donde le apetecía estar.

Dimitri se quedó mirando su móvil unos segundos, y luego lo arrojó al aire y se puso a hacer juegos malabares con él, gritando de alegría.

–¡Sí, sí, sí!

Esta vez todo el mundo estaba de acuerdo, su fórmula había suscitado una aceptación unánime y el perfume vería la luz. Un perfume de importancia capital para su carrera.

Al final se le escapó de las manos el móvil, que aterrizó sobre uno de los sofás mientras él se desplomaba en otro. Tenía unas ganas locas de fiesta. ¿Con quién podía celebrar la buena noticia? Se levantó de un salto y corrió a abrir la cristalera que daba a la terraza. Hacía increíblemente bueno, y mucha gente disfrutaba del buen tiempo paseando. De haber estado en La Jouve, habría salido a caminar por el bosque, para dar rienda suelta a su alegría. Todas las etapas siguientes –el nombre del perfume, el frasco, el lanzamiento– serían fascinantes, pero lo importante era haber encontrado la combinación original de esencias, su proporción exacta y el desarrollo sucesivo de los aromas. La alquimia radicaba en una mezcla especiada de flores raras en la que dominaba el iris, saturado de almizcles y de aldehídos especiales. Mucho carácter, una dimensión sulfúrea y una estela de jazmín de pétalos embriagadores. Notas superiores fuertes y un fondo opulento y tenaz.

–Será un éxito…

Dimitri tenía la certeza, sabía que había encontrado su santo grial. Se acodó en la barandilla y se enfrascó en la contemplación de los tejados de la calle Saint-Guilhem. Su carrera iba a dar un acelerón, pronto su horizonte se ensancharía y tendría que tomar decisiones. Ya no recordaba exactamente cómo había nacido su vocación de perfumista. ¿Por haber visto a su padre tallar y tallar un mármol frío y sin otro olor que el del polvo de roca? No, sin duda había querido reinventar los aromas extraordinarios de sus caminatas con Vladimir, en todas las estaciones del año, por las gargantas del Hérault, las montañas de Labat y de la Celette, los bosques del Âne y de Valène, llenos de flores exóticas.

El timbre de su móvil lo apartó de sus recuerdos. Entró y lo sacó de entre los cojines del sofá justo a tiempo de contestar.

–¡Dimitri, esta falsa sensación primaveral me tiene como loca! ¿A ti no?

La voz alegre de Daphné le hizo sonreír sin remedio. Siempre tenía ganas de escucharla, pero hacía un esfuerzo por no llamarla nunca.

–Si no tienes ningún plan, podríamos ir a cenar fuera e ir al cine antes o después.

–Pues es que…

–¿Tienes otros planes? No pasa nada, ya quedaremos otro día.

La decepción palpable de Daphné se le atragantó. Además, tenía ganas de salir, sobre todo con ella.

–No, el plan que me propones está muy bien. He visto que ponen una buena película en el Gaumont Comédie, y luego te invito a cenar en una brasserie. ¿Te apetece un buen filete en La Diligence? O, si no, podíamos dar un paseo, ¿qué tal un buen pescadito en Le Petit Jardin?

–Vale, pero no me invites, pagamos a medias.

–Esta noche no. Tengo algo que celebrar, puede que hasta te invite a champán.

–¡Vaya! ¿Me recoges en la tienda?

–A las siete menos cuarto.

Al colgar, le dio una risita nerviosa. ¿Por qué hacía lo contrario de lo que había decidido? ¿Tan poca fuerza de voluntad tenía? Era obvio que la llamada de Daphné había llegado en mal momento, cuando se encontraba eufórico, y la perspectiva de pasar la velada con ella había sido demasiado seductora como para resistirse. Ninguno de los amigos a los que hubiera podido llamar, ninguna de sus amantes ocasionales sería mejor compañía que Daphné. Era a ella a quien le apetecía hablarle de su perfume, era con ella con quien quería estar en una sala oscura para conmoverse ante una historia triste o reírse con una película cómica. Además, en las semanas sucesivas tendría que viajar mucho a París, y después a la fábrica de Grasse que se encargaría de la fabricación del perfume… Y ya casi no tendría ocasión de verla.

Feliz con el permiso que acababa de concederse, se fue al cuarto de baño a darse una larga ducha.

Ève casi nunca cena en casa –observó Max–. ¿Crees que tiene un novio en Montpellier?

Nelly se quedó helada al oír su pregunta. Tras el descubrimiento de la fotografía en el despacho del taller de costura, había reflexionado mucho y había tomado la decisión de no preguntarle nada a su hija. Durante la fiesta de Max se había contentado con observar de lejos a la joven rubia. Sonriente, bonita, bien educada y una elegante bailarina, Maud no había dejado traslucir en absoluto nada de su relación con Ève. Pero Nelly conocía a su hija demasiado bien, había sorprendido miradas y actitudes, y sus últimas dudas se habían disipado.

–Estaría bien –prosiguió Max–. Tiene treinta y cinco años, debería ir pensando en buscar marido.

–¡Qué horrible expresión! A mí solo me gustaría que fuera feliz. Casada o soltera, qué más da. Aquel o aquella que la haga feliz tendrá mi aprobación.

Max se echó a reír y se golpeó la rodilla con el puño.

–¡Ah, esta sí que es buena!

Con la cabeza inclinada sobre la olla donde se cocía a fuego lento un gulash, Nelly respiró hondo. Más valía preparar un poco a Max para el golpe que acabaría por recibir, y más valía también que fuera ella quien aplacara su primera reacción furiosa. Se volvió hacia su marido y abrió la boca, pero la llegada de Vladimir y Diane le impidió hablar. Sobre todo porque Vladimir parecía exasperado, algo que no le ocurría a menudo.

–En el banco el ambiente es pésimo –explicó para justificar su mal humor–. Los clientes están muy agresivos desde que empezó la crisis, y mis empleados no tienen la formación necesaria para enfrentarse a esta situación. No saben qué contestar cuando se les viene quejando un cliente descontento o agobiado, entonces les sueltan un discurso pensado para aplacar los ánimos, pero que suscita invariablemente la rabia de los que hacen cola en las ventanillas para pedir información. Y ¿qué les podemos decir, eh? ¿Que el sistema bancario francés no quebrará y que sus ahorros no están amenazados? ¡Los medios les anuncian el Apocalipsis todas las mañanas! Resultado: nos toman a todos por granujas.

–¿Y acaso se equivocan? –preguntó Max con aire inocente–. No me vengas con el cuento de que sois generosos mecenas…

–¡Yo no soy ningún estafador! –se indignó Vladimir.

–Tú quizá no, de hecho, a tu nivel la cosa no tiene importancia, pero más arriba de la pirámide, ¿qué, eh? ¿Puedes garantizarme la honradez de tus superiores? Los bancos hacen dinero y se acabó.

Vladimir lo miró y luego se encogió de hombros. Las conversaciones con su padre se hacían cada vez más difíciles. Max, que con la edad se estaba volviendo un poco amargado, ya no le perdonaba nada a nadie.

–Todo el mundo hace dinero –declaró Diane en tono cortante–. Los artistas y los galeristas también, digo yo, ¿no? Así funciona el mundo, impulsado por un bimotor de sexo y dinero, ¿qué podemos hacer contra eso?

Max le lanzó una mirada malhumorada, pero no contestó porque no tenía ganas de discutir con su nuera. Los niños relajaron el ambiente al entrar en ese momento en la cocina, persiguiéndose el uno al otro.

–¿Qué hay de cena? –gritó Paul.

–¿Cuándo cenamos? –añadió Louis.

–No gritéis, que no estoy sorda –protestó Nelly–. El gulash estará listo dentro de un cuarto de hora, mientras, podéis ir poniendo la mesa. ¿Qué está haciendo vuestra madre?

–Está abrazando a papá –contestó Paul ingenuamente.

Escandalizada, Nelly se volvió a mirar a sus dos nietos.

–No, un abrazo de esos no –creyó oportuno precisar su hermano–. Quiere decir que se están besando, vamos…

Diane y Nelly intercambiaron una mirada al mismo tiempo que Vladimir se esforzaba por contener la risa.

–Hoy he visto a Dimitri apenas un momento –le dijo a su madre, para cambiar de tema–. Pasó por el banco, estaba loco de alegría por su nuevo perfume. Si no hay cambios de última hora, vendrá este fin de semana porque luego va a estar muy ocupado.

–Que se reserve la última semana de abril –dijo Max con mucho énfasis–. Ya hay fecha para mi exposición, será el día veinticinco, y me encantaría que vinierais todos a la inauguración.

Feliz por su anuncio, acechó las reacciones de los presentes. Nelly le dirigió una sonrisa radiante, y murmuró:

–Es fantástico, Max…

–¿Qué es lo que es fantástico? –preguntó Béatrice, que acababa de llegar, seguida de Hubert.

–Tu padre expone en París a finales de abril.

–¡Eso sí que es una buena noticia! ¿En qué galería?

–¿Iremos a París nosotros también? –preguntó Louis–. ¡Genial!

Le dio un empujón a su hermano, que cayó sobre un banco, arrastrando consigo dos vasos que se hicieron añicos en el suelo de baldosas.

–Quitaos de ahí –ordenó Béatrice.

–Es cristal blanco, trae suerte –terció Nelly–. Ya barro yo.

–No, no, yo me encargo –masculló Anton.

Llevaba ahí un rato, de pie junto a la chimenea, tan discreto como de costumbre. Un poco más calmados, los niños lo acompañaron hasta la antecocina a buscar un cepillo y un recogedor.

–Ya echo de menos a Juliette –suspiró Diane–. Cuando los niños son pequeños, dan mucha guerra, y cuando crecen, ¡se van de casa!

–¿Sabe alguien si Daphné viene este fin de semana? –preguntó Max–. Hace una eternidad que no la veo.

–Sí, vendrá el sábado por la noche –contestó Nelly–. Ha llamado para preguntar por ti.

Max asintió, con una sonrisita de felicidad. Con Daphné podría hablar de su exposición y de la selección de obras que estaba haciendo. Al menos ella sabía escuchar y, sobre todo, mirar. Además no le haría ningún comentario desagradable cuando se encendiera un puro, un placer al que ningún médico le haría renunciar.

Al salir del cine, Dimitri y Daphné se decantaron por fin por Le Petit Jardin, un restaurante situado en pleno casco antiguo de Montpellier, cuyas cristaleras daban a una terraza ajardinada con esencias exóticas, que, por desgracia, estaba cerrada fuera de temporada.

Mientras saboreaban el bacalao fresco con alioli, Daphné le contó a Dimitri su fiasco de Béziers, lo cual lo divirtió mucho.

–¡Gracias por compadecerte así de mí! Estaba decepcionadísima, sola y aburrida en mi habitación de hotel…

–Sí, pero como no se te había acelerado el corazón, hiciste bien en pasar del tema.

Daphné sonrió, divertida de que se acordara de las confidencias que le había hecho una mañana de octubre en La Jouve. Ella entonces le había reconocido que no buscaba al Príncipe Azul, sino que se contentaba con volver a emocionarse, a sentir, que se le «acelerara el corazón».

–Ahora, háblame de ti –le pidió–. ¿Qué es eso tan importante que estamos celebrando con champán?

–El final de mi búsqueda. Ya he elaborado mi perfume.

–Oh, ¿ya está, ya lo tienes?

–Estoy muy, pero que muy contento, de verdad. La empresa para la que trabajo también está encantada y, créeme, era todo un reto. Hasta ahora andaba cerca, lo tenía casi, pero me faltaba un pequeño matiz, que tú me ayudaste a encontrar el mes pasado, cuando te estabas tomando tu Armañac delante del fuego.

–¿Yo?

Daphné abrió mucho los ojos, con una expresión de incredulidad, mientras él precisaba:

–Existen cerca de dos mil aromas naturales o químicos básicos, naturalmente, no se utilizan todos. El arte de mi oficio está en la manera de combinarlos. Como en las mezclas para elaborar el vino. Y esa noche flotaba algo a tu alrededor, una mezcla de leña quemada, de aguardiente de uva y también de otra cosa que venía de tu jersey al calor de las llamas, de un rastro de champú de vainilla en tu cabello…

–Pero ¡qué horror! ¿Hueles todo eso? No quiero que te acerques más a mí.

–¿Por qué?

–Serías capaz de encontrarme un olor desagradable. A sudor, a corcho viejo, a poso de vino.

–Qué va. En el cine no he notado ningún olor a bodega, solo tu colonia.

–¿Te gusta?

–Regular.

–Si lo he entendido bien, habrá que esperar a que tu nuevo perfume se comercialice y, a partir de entonces, ya no me podré poner otra cosa, ¿no? A propósito, ¿cómo se va a llamar?

–Ni idea por ahora. Eso ya no es asunto mío, sino del equipo de marketing.

–Anton se va a llevar un buen chasco si no se llama Soir de Paris.

Se rieron juntos, cómplices, mientras el maître se acercaba a servirles más champán.

–Voy a tener un vacío en mi vida si te pones a viajar sin parar –dijo Daphné y levantó su copa–. ¿Con quién iré al cine?

–Yo también te echaré de menos –contestó Dimitri en un tono enigmático.

–Cuando seas muy rico, muy famoso y muy solicitado, te olvidarás hasta de La Jouve.

–De La Jouve, puede, pero no de ti.

Se mordió la lengua y se apresuró a añadir:

–De hecho, nunca seré famoso. Lo que conoce el público son las firmas de alta costura, de joyería o de cosméticos. Guerlain, Dior, Chanel o Boucheron, nadie sabe quién ha creado sus perfumes insignia.

–Entonces ¿no tendrás recompensa?

–Sí, al oler mi perfume en mujeres que me encuentre por la calle o en un tren. Ya me ha ocurrido en alguna ocasión y es muy gratificante. Luego, una vez que te has hecho un nombre en la profesión, te llaman de todas partes.

Daphné lo contempló unos instantes en silencio. ¿Sentía solo cariño por él? Le gustaba verlo exaltarse cuando hablaba, le gustaban los mechones rubio ceniza que le caían a veces sobre esos ojos demasiado claros. Cuando lo miraba, no era a Ivan a quien veía, sino al propio Dimitri. Un poco incómoda, se agitó en su silla. No, no podía sentirse atraída por él, sería inconcebible, malsano. Desamparada, volvió la cabeza hacia la sala y examinó con discreción a los demás comensales.

–¡Anda, qué gracia! –exclamó de pronto–. Allí, en esa mesa del fondo está Ève, con su amiga Maud…

Su voz se ahogó porque acababa de reparar en sus manos unidas sobre el mantel. Mirándose a los ojos, las dos mujeres no prestaban ninguna atención a los otros clientes y ni siquiera se habían fijado en que habían llegado Dimitri y Daphné. Ève nunca le había parecido tan radiante, hasta un ciego habría entendido la situación.

–Mira a otro lado –murmuró Dimitri.

–Vale.

–¿No lo sabías?

–No, no, claro que no. ¿A ti sí te lo había contado?

–Desde el principio. Maud es una buena chica.

–No lo dudo. También es muy guapa. Siento que Ève no me lo haya contado, y eso que estamos muy unidas.

–También estás muy unida a papá.

–¡Yo nunca he traicionado un secreto en mi vida! –protestó Daphné.

–De todas formas, a Ève no le apetece que la familia lo sepa. Le desanima pensar en todas las discusiones desagradables que seguro que surgirían.

–Max sería muy capaz de molestarse pero, aparte de él, ¿quién más? Vuestra madre os adora, siempre os da la razón en todo. Y cuando se ve cómo está Ève aquí esta noche, uno no puede sino alegrarse por ella.

–Tú, sí. Pero a Ève le da un poco de miedo la reacción de Vladimir y Béatrice. De la mirada demasiado profesional de Hubert, de la incomprensión de sus sobrinos, y hasta de la probable perplejidad de Anton.

–¿Anton? Pero ¡si podría darle lecciones de tolerancia a todo el mundo! Además, si Nelly dice que le parece bien, a él también le parecerá bien.

Dimitri se la quedó mirando, con una chispa irónica en los ojos.

–Nos conoces de memoria, ¿eh?

–Sois mi familia.

La ironía desapareció, sustituida por una especie de tristeza que sorprendió a Daphné.

–¿Quieres que nos vayamos discretamente para no hacerle pasar un mal rato a Ève? –le propuso.

Ya se estaban levantando cuando una pareja se detuvo a la altura de su mesa.

–¡Dimitri! –exclamó la mujer con voz estentórea–. ¡Dimitri Bréchignac!

Con una sonrisa crispada, Dimitri la saludó, le estrechó la mano al hombre y les presentó a Daphné.

–Ya no te vemos por Montpellier, Dimitri, estás dando de lado a todos tus amigos.

–He tenido mucho trabajo últimamente.

–Y estás en muy agradable compañía, ahora todo cuadra…

La mujer examinó a Daphné de los pies a la cabeza antes de añadir:

–Bueno, ya no os molestamos más. ¡Llámame, y vente a cenar un día con esta preciosa joven, en lugar de guardártela solo para ti!

Tras soltar una risita satisfecha, arrastró a su acompañante hacia el fondo de la sala. Dimitri y Daphné, sincronizados, miraron hacia Ève y Maud, que, como se podía esperar, no apartaban la mirada de ellos. Dimitri agarró a Daphné del brazo y se dirigió a su mesa.

–Deberíais haber pedido el bacalao fresco con alioli, chicas. Está delicioso, nos ha encantado.

Le rozó el hombro a Maud con un gesto amistoso y le hizo un guiño a su hermana.

–Que lo paséis muy bien –añadió.

Daphné le dedicó una sonrisa lo más cariñosa que pudo a Ève, antes de seguir a Dimitri. Una vez fuera del restaurante, soltó un hondo suspiro.

–¡Y nosotros que queríamos salir discretamente! Pero, tú también, qué amigos más raros tienes. ¿Quién es esa tía tan odiosa? ¿Has visto cómo me ha mirado?

–Es una abogada, socia de un importante bufete de Montpellier. Es muy esnob, pero tampoco es mala chica.

–¿Una ex tuya?

–Sí –reconoció Dimitri con una mueca.

–Vaya, mira por dónde…

Ese detalle irritó a Daphné. Claro, Dimitri tenía que tener amantes, aventuras, una vida privada. Hasta ese momento, ni siquiera se había parado a pensarlo. ¿Por qué le habría importado? Como mucho había esperado que se enamorara de verdad en lugar de coleccionar conquistas efímeras. El gran amor, como el que había conocido ella con Ivan, era algo que Daphné le deseaba a todo el mundo.

Pese al precioso día casi primaveral que habían disfrutado, con la noche había vuelto el frío. Arrebujándose en su cazadora, Daphné apretó el paso.

–Estaba andando despacito aposta para no llevarte a trote cochinero –observó Dimitri.

–¡Me estoy congelando!

–Normal, vas muy poco abrigada. Y ni siquiera puedo prestarte mi abrigo porque te lo pisarías. Anda, ven.

Le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.

–Seguramente, Ève hablará contigo este fin de semana, le habrá dado rabia encontrarse con nosotros esta noche.

–¿Siempre le han gustado las chicas?

–Que yo sepa, sí. Cuando estaba en el último curso del instituto, tuvo una relación seria que terminó con una ruptura muy dolorosa. ¡Para que veas que la cosa no es solo de ahora!

Dimitri había acompasado su paso al de Daphné; volvían hacia el centro por las callejuelas.

–¿Tú eras su confidente?

–A Ève no le gusta sincerarse con nadie, pero supongo que necesitaba contárselo a alguien. Durante todos estos años apenas hemos hablado del tema, hasta que ha llegado Maud. Me parece que es muy importante para ella.

–¡Se las ve tan bien juntas!

–Sí, pero Maud no es muy dada a aceptar que se la oculte como a una enfermedad vergonzosa. Ève va a tener que tomar una decisión.

–Pues que hable con Max.

–No es tan sencillo. Se le ha agriado el carácter, puede incluso que se haya vuelto una mala persona.

–Tienes un problema con él últimamente, ¿eh?

Dimitri se quedó callado un momento antes de reconocer:

–Digamos que lo veo distinto desde… hace un tiempo. Pero, para volver a Ève, me parece que está entre la espada y la pared.

–Pero, bueno, ¿y eso por qué? Ya es mayorcita, puede hacer lo que le dé la gana, incluido irse a la otra punta del mundo con quien ella quiera.

–Están mamá, La Jouve, el taller de costura… Muchas razones para pensárselo.

–¡No cuando se está enamorado! Si se tratara de ti, estoy convencida de que los mandarías a paseo a todos. No te imagino andándote con paños calientes, fueran cuales fueran tus sentimientos.

De nuevo, Dimitri se quedó callado. Casi habían llegado a la puerta de la tienda de Daphné, cuando dijo de pronto:

–No estés tan segura. Hay verdades que es mejor no decir. En cuanto a mí, si fuera del todo sincero…

Le quitó el brazo de los hombros y la empujó con suavidad hacia la puerta del edificio contiguo al cierre metálico.

–Venga, entra corriendo. Me iré cuando vea la luz encendida en tu casa.

–¡Gracias por el cine y por la cena!

Entró en el portal mientras Dimitri esperaba inmóvil en la acera con las manos en los bolsillos del abrigo.

Tras quedarse un momento estupefacta, Ludivine recorrió la galería para darse aplomo, pero no prestó ninguna atención a las obras expuestas. Sin soltar el folleto, releyó una vez más las pocas líneas que anunciaban la exposición de Maximilien Bréchignac en abril. Se ponía nerviosa solo de ver ese apellido, Bréchignac, escrito en negro sobre blanco. Por fin, se armó de valor y se acercó al encargado.

–¿Es este el programa de primavera? –preguntó con una desenvoltura muy estudiada.

–Sí, así es.

Viendo lo que le señalaba, el vendedor añadió:

–Un grandísimo artista, ¿verdad? La retrospectiva que estamos organizando reunirá unas cincuenta piezas de distintos períodos, esculpidas entre 1968 y 2002. Algunas no se han expuesto nunca, otras se han visto en contadas ocasiones, y, pese a todo, la crítica las ha ensalzado de manera unánime, se trata de la famosa serie «reventada contra el suelo». Si desea más información, publicaremos un opúsculo ilustrado sobre la obra de Maximilien Bréchignac, que estará disponible el mes que viene.

Como la joven lo miraba sin reaccionar, le dirigió una sonrisa forzada y se alejó. Al cabo de un minuto, Ludivine se guardó el folleto en el bolso y salió de la galería. Una vez fuera, inspiró hondo el aire fresco y húmedo, indiferente a la fina lluvia que empezaba a mojar las aceras. ¿De modo que Max iba a exponer, y en abril precisamente? ¿Cómo no relacionar este hecho con esa otra exposición de abril de 2002? Ludivine había acudido discretamente, no la noche de la inauguración, obvio, sino un día cualquiera. Devorada por la curiosidad, había querido ver de cerca las obras de su padre, y las había contemplado absolutamente fascinada. Estuvo tanto rato en la galería que un joven de unos treinta años había acabado por abordarla. Parecía ruso, tenía unos ojos grises increíbles y una sonrisa encantadora. Lo había odiado de inmediato, adivinando sin esfuerzo que se trataba de uno de los hijos de Max. Su madre tenía una foto de los cinco hijos «legítimos» de su amante, una foto que Ludivine había examinado a menudo a escondidas, ávida por descubrir los rasgos de sus hermanastros, esos privilegiados que vivían en el sur de Francia, en el seno de una familia normal.

Aceleró el paso al tiempo que abría su paraguas. El barrio de Saint-Germain estaba lleno de paseantes y de turistas pese al mal tiempo, pero es que ¡había tanto que ver! Las galerías, las librerías, las innumerables tiendas de moda, los ruidosos cafés en los que refugiarse, toda esa atmósfera parisina que tanto le gustaba a Ludivine. Al cabo de un cuarto de hora de paseo, como la lluvia arreciaba, optó por entrar en el único bar de la plaza de Saint-Sulpice, donde pidió un chocolate caliente. Uno de cada dos sábados libraba, y siempre aprovechaba para disfrutar de un buen paseo dentro del perímetro formado por la calle Montparnasse y los bulevares Saint-Michel, Montparnasse, Raspail y Saint-Germain. Así cambiaba de aires y olvidaba un poco el cercano arrabal sin personalidad en el que vivía y donde trabajaba en una consulta veterinaria. Una profesión que la apasionaba, pero que no hacía sino exacerbar su frustración por no haber estudiado. Ojalá hubiera podido ser veterinaria, su vida habría sido muy diferente.

Se sacó el folleto del bolsillo y lo miró con algo cercano a la rabia. ¡Maximilien Bréchignac, el padre ausente, el gran hombre! La adoración de su madre por Max la sublevaba. Un amor ciego que nunca pedía nada a cambio, que se había contentado con migajas con estúpida gratitud.

Para calmarse, Ludivine tomó unos sorbos del cremoso chocolate y alzó la mirada hacia la iglesia de Saint-Sulpice. Los perros y los gatos eran su pasión, su consuelo, se entregaba en cuerpo y alma a su trabajo en la consulta, sus jefes la apreciaban mucho y en ocasiones le otorgaban el papel de auxiliar. Sin la insoportable frustración que era para ella el que Maximilien no la hubiera reconocido, habría podido ser feliz. En sus momentos de lucidez, entendía que, aunque hubiera tenido los medios materiales, probablemente no habría aprobado el durísimo examen de ingreso en la escuela de veterinaria de Maisons-Alfont. Más que nada porque no había sido una alumna brillante en el bachillerato. Pero quizá las cosas hubieran sido distintas si hubiera tenido un padre de verdad, unos padres como tenía todo el mundo. Hasta donde recordaba, sus sentimientos por Max estaban marcados por el rencor y la amargura. Por ello, en cuanto había podido eludir sus escasas visitas, lo había hecho. Su madre trabajaba de contable en una compañía de seguros, una situación que le permitía criar sola a su hija, siempre y cuando no se permitiera ningún exceso. Algo que nunca ocurría, por supuesto. Sus vacaciones y sus salidas siempre habían sido muy comedidas, madre e hija habían llevado una vida muy ordenada que Ludivine encontraba monótona. Al cabo del tiempo, había terminado por juzgar a su madre, y ahora la despreciaba. Se sentía mal por ello, se disculpaba por sus prontos o sus réplicas mordaces, pero no conseguía aceptar que su madre fuera ese cordero sumiso que lo aguantaba todo sin decir nada. La expresión extasiada con la que Nathalie exclamaba «¡Mi Max viene el mes que viene!» enfurecía a Ludivine. El mes o el año siguiente, pues Max hacía una breve aparición cuando le daba la gana. Unas veces le dejaba a su madre un fajo de billetes, otras, nada. Para referirse a Ludivine decía «nuestra» hija, y ella apretaba los dientes al oír esa palabra que no significaba nada para él. Un padre fantasma, eso era Max. Y todos los artículos que Nathalie recortaba primorosamente, llenos de elogios para el talento del escultor, a Ludivine le revolvían las tripas. En parte porque no lograba sentir odio por él. Rabia, amargura, rencor, sí, pero también una admiración sorda ante esos gélidos mármoles a los que sabía dar el calor de la vida. No conocía bien el arte pero lo apreciaba, por tantos domingos como Nathalie le había hecho pasar en los museos. Ante las estatuas de su padre sentía un escalofrío de emoción y la tristeza sustituía momentáneamente a la rabia.

Constató que había dejado de llover. No tenía un plan concreto para esa noche. Quizá llamara a una amiga, a menos que alquilara un par de películas para verlas arrebujada en la cama, con su gata acurrucada en el regazo. Al día siguiente iría al aeropuerto a esperar a su novio. Tenían una bonita relación desde hacía dos años, pero él viajaba con frecuencia por trabajo y ella no estaba dispuesta a aceptar su ausencia. Para ella, el amor nunca podría ser intermitente.

Tras pagar la cuenta, salió del café y reanudó su paseo sin rumbo fijo. Tenía el folleto en el fondo del bolso. Iría a esa maldita exposición, estaba segura. Como se trataba de una retrospectiva, era posible que entre las obras se encontrara el busto que la representaba. Ella no lo había visto nunca, pero su madre, loca de orgullo y de admiración, afirmaba que Max la había esculpido porque la encontraba tan hermosa que quería inmortalizarla. ¿Hermosa? Sí, Ludivine sabía que lo era, se lo decían a menudo, e incluso en ese momento lo leía en la mirada de algunos transeúntes. Recordaba una noche, diez años antes, en que Max había ensalzado las facciones exquisitas de su rostro. Estaban los tres en un restaurante de Montmartre, y él la observaba con un orgullo paterno fuera de lugar. Furiosa, le había replicado: «¡Ser guapa no me servirá de nada, hubiera preferido tener estudios!». En lugar de agachar la cabeza, Max se había contentado con adoptar una expresión de sorpresa. «No tenías más que pedirlo. Me las habría apañado, lo habríamos arreglado. Además, hay ayudas, becas… Si de verdad lo hubieras querido, no habrías dependido solo de mí.» Ludivine se había levantado de la mesa, dejándolos solos en su cena romántica de viejos enamorados clandestinos. Desde entonces se negaba a verlo.

Se detuvo ante un escaparate en el que vio un precioso jersey rojo. Decidió entrar en la tienda para probárselo y, sobre todo, para dejar de pensar en su padre.

Cuando se disponía a salir de la habitación, Hubert le hizo un gesto tranquilizador a la joven. Sus padres habían entrado y estaban a ambos lados de la cama, un poco perdidos pero desbordantes de cariño. El intento de suicidio, que requería por fuerza la visita de un psiquiatra, no tendría consecuencias. Constituía una llamada de socorro por el malestar de la adolescencia, era bastante frecuente. Hubert conocía bien a esa clase de pacientes ocasionales que no padecían ninguna enfermedad mental, tan solo una crisis pasajera, y que, en principio, nunca volvía a ver en su servicio.

Cerró la puerta, satisfecho de haber terminado su ronda de visitas. La realizaba a última hora de la tarde, después de pasar consulta, y luego iba a su despacho a pasar sus notas al ordenador. Siempre preciso y sereno en su trabajo, sus compañeros solían acudir a él para pedirle consejo, y todo el personal del hospital lo apreciaba.

Una vez instalado ante la pantalla, empezó a incorporar los datos en los historiales. El ambiente del hospital, al que estaba acostumbrado desde hacía tiempo, le gustaba mucho, trabajaba con total tranquilidad, fuera cual fuera la agitación en los pasillos. En La Colombière, centro psiquiátrico dependiente del Hospital Universitario, los médicos disponían de trescientas veintiséis camas y trataban a enfermos de todo tipo. Hubert había pasado allí años muy enriquecedores desde un punto de vista profesional y humano.

Al cabo de un cuarto de hora, apagó el ordenador y alzó la mirada hacia el reloj de pared. Su jornada llegaba a su fin, era hora de volver a La Jouve, sin embargo, siguió sentado unos minutos más en su sillón, haciéndolo girar distraídamente. Como muchas otras cosas, la vida de familia no le resultaba difícil. Sus dos niños pequeños parecían muy felices en medio de tantos adultos, vivían en comunidad, disfrutando de la experiencia de compartir y de la mezcla de generaciones. En cuanto a Béatrice, era obvio que hallaba su equilibrio entre las paredes de la casa de su infancia. ¿Por qué no?

Con una sonrisita divertida, recordó su primera impresión al conocer al clan Bréchignac. Gente distinta, cada uno a su manera. Le habían caído simpáticos de entrada, y se había sorprendido de disfrutar de esas comidas ruidosas en las que muy rápido se había sentido a gusto. Que tanta gente viviera junta tenía ventajas e inconvenientes, pero ¿acaso no era así en cualquier situación? La muerte de Ivan había sido un momento terrible, amortiguado por el cariño que se tenían unos a otros. Un bonito ejemplo de reconstrucción, si se excluía a Max, puesto que él no se había recuperado, corroído como estaba por un extraño sentimiento de culpa. La propia Nelly había acabado por salir del hoyo, apoyándose en los suyos. Pero la promiscuidad también podía tener efectos inesperados. Como la repentina atracción de Dimitri por Daphné. No tan repentina, en realidad. Dimitri siempre se había sentido atraído por Daphné, pero el hecho de estar vivo su hermano, y, más aún su muerte después, le habían impedido darse cuenta de ello. Hacía poco que parecía haberlo entendido, lo que le había dado un repentino deseo de huir. En cuanto a Daphné…

Se levantó del sillón –de tanto girar había terminado por marearlo–, salió de su despacho y abandonó el hospital. Pronto los días se alargarían sensiblemente, pero en ese principio del mes de febrero ya era de noche cuando ponía rumbo a La Jouve en su coche. Una pena, pues le encantaba el paisaje de las carreteritas comarcales llenas de curvas. La ciudad se desvanecía a lo lejos, la aglomeración iba quedando atrás, sustituida por la garriga primero y por los bosquecillos de coscojas después. Una vez allí, bajaba la ventanilla, hiciera el tiempo que hiciera fuera, para respirar los aromas de tomillo. La naturaleza se volvía salvaje, los pueblecitos tenían un aire como de tarjeta postal. De pronto surgía a la luz de los faros un monumento medieval, una abadía abandonada o un castillo en ruinas. Por fin aparecían a continuación las colinas de pinos, la carretera iba tomando altura, y pronto se veía ya el camino que llevaba a La Jouve. De día, sus tejados de pizarra y los muros color ocre de sus grandes edificios se divisaban desde lejos.

Cuando Hubert había empezado a salir con Béatrice, dieciséis años atrás, le había comentado riendo que vivía en una auténtica aldea. Ella le había contestado que allí era feliz, advirtiéndole así de que si algún día tenía que marcharse, sería de mala gana. Hoy, al propio Hubert le hubiera resultado difícil vivir en otra parte. Cuando, recientemente, había abordado con sus cuñados el tema de los problemas materiales, todos se habían puesto de acuerdo en que La Jouve debía poder perdurar. Y aunque solo se tratara de algo temporal, se conformarían con esa tregua. El desmembramiento de la tribu, difícilmente imaginable, traería consigo problemas tan complicados de resolver que ninguno de ellos quería planteárselos siquiera. En el fondo, era muy sencillo, estaban bien todos juntos. ¿Qué tenía de malo?