CAPÍTULO
IX
Como había aserrado unos cedros de envergadura, Aitor necesitaría los bueyes para transportarlos, además de sortear un tajamar bastante profundo. Se dirigió al puesto más cercano para hacerse de una yunta. Rehuía esos puntos donde aserradores, boyeros y bogadores se encontraban para fraternizar. Tampoco le gustaban porque, como estaban bien acondicionados, con capilla y una casa de varios aposentos, con camastros limpios, los viajeros los preferían para hacer un alto a las misérrimas posadas, que más bien eran un toldo con un fogón, por lo que no era raro toparse con españoles y criollos, a los que toleraba menos que a los de su pueblo. Miraban a los indios con desprecio, como si el techo que los cobijaba y la capilla donde se retiraban a orar antes de reiniciar el viaje no los hubiesen construido los guaraníes, sin mencionar que eran los que los mantenían limpios y bien provistos.
Llegó al puesto en medio de una lluvia torrencial. Se acomodó en un sector solitario de la casa y encendió su pipa; por fortuna, el yesquero no se le había mojado. Con el brazo apoyado en la pared, miraba por la ventana y fumaba. Un grupo tomaba mate y conversaba en voz alta. Él no les prestaba atención, abstraído como estaba en sus pensamientos. Lo que le había dicho su madre la noche antes de partir lo atormentaba. «A Manú la hemos conservado a nuestro lado durante once años, Tupá sea loado, pero tal vez algún día, cuando se convierta en una mujer, los blancos la querrán y tendremos que dejarla ir». Apretó el puño en torno a la cazoleta y los dientes sobre la cánula. Nadie se la quitaría, ni aunque fuese hija del rey. Le importaba muy poco que su familia la quisiese de regreso. Si en más de once años no la había reclamado, ¿qué clase de familia era? La raptaría, la llevaría lejos, nadie volvería a verla. Se le ocurrió que tal vez Emanuela quisiese conocer a los de su sangre. Entonces, ¿qué haría? ¿Lo abandonaría para volver con los suyos? La creencia de que él la quería infinitamente más de lo que ella a él, la certeza de que él era uno de los tantos a los que ella amaba con facilidad, le causaba un sufrimiento que alimentaba la ira que lo acompañaba desde hacía años, desde que se acordaba. A veces, en sus días más negros, se la imaginaba con Lope, jugando bajo la cascada que era solo de ellos, y las ansias por matarla con sus propias manos se reflejaba en los hachazos impiadosos que descargaba sobre los árboles, uno tras otro, sin pausa; las astillas saltaban y le golpeaban la carne desnuda, las hojas y las ramas temblaban, su respiración se volvía superficial y rápida. Acababa agitado y hecho un lío.
—¡Ey, Aitor!
Giró apenas el rostro para ver quién lo molestaba. Se trataba de Rosario, primo de su tío Palmiro, con el cual había salido a cazar en algunas ocasiones. Si bien no eran amigos, se profesaban un respeto basado en las habilidades de cazadores que ambos poseían.
—Buenas tardes, Rosario.
—¿Qué cuentas, muchacho? —Le pasó un mate, que Aitor aceptó con una inclinación de cabeza.
—Nada nuevo. Espero a que amaine para irme con una yunta.
—Lo mismo que todos.
Comentaron sobre el trabajo, sobre la caza, sobre unos carpincheros que se habían emborrachado la noche anterior y hecho desmanes, hasta que cayeron en un mutismo que llenaba el sonido de la lluvia y las voces de los paisanos.
—¿Rosario?
—Dime, muchacho.
—¿Has oído hablar de la hacienda Orembae?
El indio se quitó el chapeo de fieltro y se rascó la coronilla.
—Sí, hace años. Es la hacienda que colinda con la estancia de nuestro pueblo. Hubo unos líos de límites cuando tú eras un crío. Al pobre pa’i Ursus lo tenía a maltraer el asunto. Entiendo que, al final, todo se resolvió para bien de nuestra misión.
—¿Para qué lado tengo que rumbear si quiero llegar a Orembae?
—Los aserradores nunca vamos para ese lado, Aitor. El pa’i no quiere líos con esa gente endemoniada. Tú no te acuerdas porque eras muy chiquillo, pero nos robaron muchas reses. Y nos mataron otras tantas.
—Solo preguntaba. No pienso ir.
—Entiendo que queda hacia el este, del otro lado de la laguna. Has ido a la laguna conmigo y con Palmiro a cazar carpinchos. ¿La recuerdas?
—Sí. La lluvia ha parado. Mejor que me alce con los bueyes.
—¿Con qué boyero irás?
—Con ninguno. Los unciré y los manejaré yo.
—Siempre solo, ¿eh, Aitor?
—Así parece. Buenas tardes, Rosario.
—Hasta luego, muchacho.
* * *
Hacía un calor infernal, y, después de un aguacero, los mosquitos y la ura se habían vuelto tenaces, por lo que Aitor se subió a un timbó y se acomodó en la raíz adventicia de un isipoi para untarse el preparado de urucú que Malbalá le daba antes de partir; se lo pasaba incluso en las orejas, las que causaban risa a Emanuela cuando se recogía el cabello en una coleta porque las tenía muy separadas del cráneo. Sonreía para sí en tanto la recordaba divertirse a su costa cuando un gemido lamentoso rompió el equilibrio de sonidos usuales. Guardó el pote de gres en su morral con movimientos cautelosos y se puso de pie en la rama. Aguzó el oído. Los gemidos se sucedían y también se oían sollozos ahogados. Estaba seguro de que había dos personas allí abajo, no muy lejos.
Ayudado por las raíces del isipoi escaló el timbó a la velocidad de un felino, hasta casi llegar a la cúpula, por donde filtraban los rayos del sol. Se sostuvo de una liana para inclinarse y atisbar hacia abajo. Su tío Palmiro siempre se había admirado de su extraordinaria vista y le aseguraba que era uno de los tesoros del cazador. No le llevó mucho descubrir el origen de los sonidos perturbadores: correspondían a un hombre blanco, con el culo al aire, y a una mujer —a ella no la divisaba muy bien—, echada de espaldas, a la que el blanco tomaba por la fuerza a juzgar por su sollozo y sus súplicas en guaraní.
Empuñó el arco, sacó una flecha del carcaj y la calzó en la cuerda. La punta se hundió en la nalga derecha del hombre, que profirió un alarido de dolor y se derrumbó sobre su víctima. Aitor se calzó de nuevo el arco en el torso y descendió en pocos segundos.
La muchacha intentaba sacarse de encima al hombre, y este, entre gritos y maldiciones, luchaba por ponerse de pie, sin éxito; el dolor lo entorpecía y vencía. Ninguno había reparado en Aitor, que arrancó la flecha de un tirón y la limpió en los pantalones del herido; no tenía intenciones de perder un arma magnífica, con una finísima punta de metal. El hombre profirió un alarido agudo y se volvió con la expresión deformada a causa del padecimiento. Clavó sus ojos en Aitor, que le soltó un puñetazo en la nariz y otro en el cuello, a la altura de la nuez de Adán, un vicio de su hermano Marcos, el cual había padecido en varias de sus peleas y que ahora ponía a buen uso. El hombre se derrumbó, medio inconsciente. Aitor lo empujó con el pie, y el cuerpo rodó hacia un costado. La muchacha se cubrió la desnudez malamente con los brazos y las piernas retraídas. Aitor buscó en torno hasta dar con la prenda, un vestido de basto percal de un blanco sucio y deslucido. Lo recogió, lo sacudió y se lo extendió. La joven estiró el brazo con desconfianza; le temblaba la mano.
—Vístete y vamos antes de que este karai se despabile. No te haré daño —la tranquilizó.
Sin sacudirse las hojas ni el polvo, la muchacha se pasó el vestido por la cabeza con dificultad; debían de dolerle los brazos, llenos de rojeces y mordidas. Le sangraba la nariz, y tenía un corte en el párpado superior del ojo derecho. Aitor la ayudó a incorporarse; lo impresionó cómo temblaba. No sería capaz de sostenerse en pie. La aferró por la muñeca y le acomodó el brazo sobre sus hombros. La sujetó por la cintura, y la encontró delicada y femenina.
—Vamos —la instó.
Urgía alejarse del atacante.
* * *
A pesar de la advertencia de Rosario, después de transportar los troncos con la ayuda de los bueyes y de cargarlos en la jangada, Aitor enfiló hacia Orembae. No había reflexionado acerca de su necesidad de aproximarse a la hacienda de Lope. Simplemente, se había dejado llevar por el impulso de conocer más acerca del muchacho que miraba a su Jasy con cara de idiota. Su objetivo se había truncado al descubrir al blanco y a la india, que en ese momento descansaba en un colchón de hojas que él había juntado. La chica no había pronunciado muchas palabras desde el día anterior, después del ataque; le había dicho que se llamaba Olivia y que vivía en Orembae desde que tenía memoria.
Había quedado mal después del ataque, por lo que el avance se volvía lento; debían detenerse cada hora. Olivia yacía de costado, las piernas recogidas sobre el pecho, las manos entrelazadas bajo el mentón. Aitor le estudió las pantorrillas que el vestido no cubría, la piel lustrosa y oscura, el hueso delicado de la rodilla y los pies delgados y pequeños. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince, dieciséis? No muchos más.
—Vamos —la instó, y se aproximó para ayudarla a incorporarse.
—¿Adónde me llevas?
—A mi pueblo.
—¿Cuál es tu pueblo?
—San Ignacio Miní.
No intercambiaron más palabras. Cada tanto, se detenían para beber de la calabaza que Aitor llevaba en el morral, y proseguían. Entraron en la misión cerca del mediodía, y la gente se agolpó en torno a Aitor y a la muchacha renga, con magulladuras en la cara, la cual, sin duda, no pertenecía a la doctrina. ¿Se trataría de una víctima del luisón, una de la cual se había compadecido al recobrar su forma humana? No se atrevían a preguntarle, por lo que se limitaban a acompañarlos, mientras murmuraban sus hipótesis. Ursus, advertido por una muchacha, abandonó la casa de los padres y corrió por la avenida principal, la que conducía al ingreso del pueblo.
—¡Aitor, hijo! ¿Qué ha sucedido? —La india elevó la vista, y Ursus ahogó una exclamación—. ¿Olivia?
—Sí, pa’i.
—¿Qué te ha sucedido, hija? ¿Quién te ha golpeado de este modo? —Se aproximó y ayudó a Aitor a conducirla—. Llevémosla al cotiguazu. ¡Diego, ve a buscar a tu pa’i van Suerk al hospital! Dile que nos encuentre en el cotiguazu.
* * *
Emanuela no ocultaba la felicidad de hallarse sobre las rodillas de Aitor mientras le relataba en qué había empleado el tiempo durante las largas semanas en las que él se había ausentado. Los ojos de Aitor vagaban por su rostro, intensos, hambrientos, como si pretendiesen grabar a fuego cada rasgo y nunca resultase suficiente. Una media sonrisa le despuntaba en la comisura cada vez que la niña agitaba las manos y gesticulaba para remarcar un concepto o para describir una situación. Amaba su alegría, y había amado el brillo en sus ojos azules cuando, de regreso de la casa de su jarýi, lo descubrió mateando con Malbalá en la enramada; lo había hecho sentir especial. Y también amó el gritito con que echó a correr para arrojarse en sus brazos. Y amó su risa cuando la hizo dar vueltas en el aire, y también después, cuando la estrechó y la olió. Cómo había echado de menos su aroma, el aroma del hogar.
—Te traje un regalo, Jasy —la interrumpió, y sonrió cuando ella ladeó la cabeza con ese ademán tan adorable y lo miró con un ceño.
—¿De veras?
Aitor hurgó en el morral a sus pies y extrajo una piedra pequeña, no más de una pulgada y media de largo, transparente y de un hermoso color violeta. Emanuela emitió una exclamación ahogada y permaneció con la boca abierta mientras estudiaba la piedra sin tocarla.
—¿Te gusta, Jasy?
—Es lo más lindo que he visto —aseguró, y Aitor rio—. ¡Gracias! —Le rodeó el cuello y le plantó un beso en la mejilla.
Aitor la abrazó y no le permitió apartarse de inmediato. La mantuvo pegada a él, la nariz hundida en su trenza.
—Pero antes de dártela, quiero preguntarte algo —dijo, y el movimiento de sus labios acarició el cuello de la niña—. ¿Cumpliste tu promesa? ¿Permaneciste en el pueblo? ¿No fuiste sola a ninguna parte?
—Fuimos a nuestro lugar secreto una vez. —Aitor se apartó para mirarla—. Mi sy nos llevó —se apresuró a aclarar, con temor en la voz.
Aitor se puso de pie y depositó a la niña en el suelo.
—¿Por qué mi sy los llevó a nuestro sitio secreto?
—Bruno le contó y ella nos llevó —contestó, cada vez más inquieta.
Aitor se dijo que convertiría a su hermano menor en astillas para el fuego.
—¿Estaban Lope y Ginebra?
—Sí —murmuró Emanuela, y, de modo instintivo, dio un paso hacia atrás, atemorizada por la mirada de él, que se alejó con su piedra en el puño.
La piedra no era redonda, sino de líneas afiladas, y se le clavaba en la carne, en tanto avanzaba sin rumbo y a zancadas rabiosas. El dolor en la palma de la mano le recordaba que estaba permitiéndole a la ira que lo dominase, defecto que su pa’i Ursus le había marcado infinidad de veces. No conseguía ahogarla, y se sentía bien dándole rienda suelta. ¿Habría ido a la cascada con él? ¿Le habría permitido que la tocase? Las imágenes lo enceguecían, y ni siquiera reparaba en que la gente lo rehuía al verlo acercarse.
—¡Aitor! ¡Aitor!
Se detuvo de golpe. El padre Ursus lo llamaba desde la puerta del cotiguazu, la casa que albergaba a las viudas y a las huérfanas. El padre van Suerk estaba a su lado. Se encontraron a mitad camino.
—Hijo, ¿no me escuchabas?
—Discúlpame, pa’i.
—Acompáñanos a la casa. Quiero que me cuentes sobre Olivia, cómo fue que la encontraste.
—¿Ella está bien?
—Muy golpeada —intervino el padre van Suerk—, pero no tiene ningún hueso roto. Se repondrá con cuidados y descanso.
Aitor asintió y emprendió la marcha hacia la casa de los padres a una seña de Ursus.
—Siéntate, hijo —lo invitó—. Tarcisio, prepara unos mates.
—Como mande, pa’i.
—Y después te vienes con tus aparejos de barbero. Alguien aquí necesita una afeitada. —Guiñó un ojo a Aitor, que había notado el disgusto en el rostro del sirviente; no le dio importancia—. Cuéntanos cómo fue que encontraste a Olivia. Ella no quiso decirnos nada.
—Vive en la hacienda de aquí cerca, Orembae.
—Sí, lo sé. La he visto en algunas ocasiones servir la mesa cuando doña Florbela me invita a almorzar.
Aitor no tenía idea de quién era la tal doña Florbela, pero no preguntó. Supuso que se trataría de la esposa del dueño de la hacienda. ¿La madre de Lope, tal vez?
—Un hombre, un blanco —aclaró—, estaba atacándola. Le disparé una flecha.
—¿Lo mataste? —se horrorizó Ursus.
—No. Le clavé un flechazo en el culo.
—¡Ja! —exclamó el padre Santiago de Hinojosa, que abandonó los libros y se acercó para oír la historia.
Ursus lanzó un vistazo intimidatorio a su amigo y volvió el rostro hacia Aitor. Su mueca invitaba a la explicación.
—Lo tenía al aire, pa’i.
—¿Al aire? ¿Quieres decir que se había bajado los calzones? —Aitor asintió—. Ya veo —susurró el sacerdote, y miró a sus colegas.
—Maldito bastardo —masculló Hinojosa.
—Santiago, por favor.
—No sabía qué hacer con la muchacha —admitió Aitor—. Lo único que se me ocurrió fue traerla para la doctrina.
—E hiciste bien, hijo, hiciste bien. —Ursus le palmeó el hombro—. Ahora habrá que esperar la ira de Vespaciano. Si lo conozco un poco, se desatará como un huracán en plena mar.
—Tal vez no —apuntó Hinojosa en castellano—. Desde hace un tiempo, está tratando de ganarse tu amistad de nuevo. En caso contrario, doña Florbela no habría podido invitarte a almorzar en esas tres ocasiones.
—¿Amistad? Lo dudo. Vespaciano no mueve un dedo sin un interés.
Aitor no entendía palabra, aunque comprendía que hablaban de un tal Vespaciano. Se dejó afeitar por Tarcisio, y los dos se mantuvieron alertas y tensos durante el proceso. Que un tipo en quien no confiaba le colocase el filo de una navaja en el cogote no le resultó para nada divertido. Sin embargo, le gustó lo fresca y suave que le quedó la cara, y deseó que Jasy se la tocase. El padre Ursus lo estudió antes de entregarle una caja forrada en cuero marrón.
—Esto me lo regaló mi padre cuando era un mozalbete como tú. Ábrela.
Aitor obedeció. En el interior, cubierto de una tela azul oscuro, suave y esponjosa, la misma del manto celeste de la Virgen y que el hermano Pedro llamaba «terciopelo», había tres utensilios, de los cuales él no conocía el nombre de ninguno.
—Esta es una navaja, parecida a la que usó Tarcisio para afeitarte hace un momento. Tiene mango de marfil. —Dijo «marfil» en castellano porque la palabra no existía en guaraní.
—¿Marfil?
—Es un material muy costoso y muy preciado en la Europa. Se saca del colmillo del elefante, el animal más grande que pisa la tierra.
El semblante inescrutable de Aitor sufrió una leve alteración, y Ursus sonrió para sí. Había tocado su corazón de cazador.
—La hoja está confeccionada con uno de los mejores aceros del mundo, el de Toledo, una ciudad al sur de la España —explicó—. Este aparejo extraño hecho de cuero de cabra… Toca qué suave es. —Aitor hizo como se le indicaba—. Esto se llama, justamente, suavizador, y sirve para afilar la hoja. Debes afilar la navaja antes de afeitarte, de otro modo, podrías cortarte, sin mencionar que la afeitada no será al ras. ¿Recuerdas cómo Tarcisio aferraba la navaja? —Aitor negó con un movimiento escueto de la cabeza—. No debes empuñarla como harías con tu cuchillo de caza. Pones el pulgar aquí… Así, muy bien. El índice y el mayor van en el vástago, aquí. Y la mueves de este modo para evitar cortarte… Sí, de ese modo. Y por último, esta es una brocha. Es muy fina, con mango de marfil. Estos son pelos de tejón, muy buenos. Es para que la cargues de jabón y lo coloques en tu cara, como hizo Tarcisio —añadió—. Devuelve los utensilios a su lugar.
Aitor encastró los avíos en su sitio dentro de la caja. Bajó la tapa, la trabó y se la extendió a Ursus.
—Es para ti, Aitor. —El sacerdote rio ante la confusión del muchacho, que sostenía la caja en el aire y apretaba el entrecejo—. Es un regalo que quería hacerte desde hacía un largo tiempo, solo que desde hoy te aprovechará.
La sorpresa se convirtió en una emoción que se expandió como un calor por el pecho, el cuello y, cuando le alcanzó los ojos, se los anegó. Se odiaba por esa muestra de debilidad, por lo que se puso de pie con la caja calzada bajo el brazo, farfulló un «gracias» y abandonó la casa de los padres con la mente confundida y el corazón desbocado. Metió la mano en la faltriquera que le colgaba de la faja y extrajo la piedra de Emanuela. La observó largamente, y la culpa y los celos lucharon hasta agriarle el ánimo aún más.
A varas de su casa, se detuvo de golpe y maldijo. Laurencio nieto, de rodillas en la enramada, abrazaba y consolaba a Emanuela. Bruno lanzaba vistazos desconsolados en dirección a su hermana de leche y le acariciaba la cabeza. Se aproximó con el sigilo de un yaguareté y entró en la enramada por el lado al que Laurencio y Bruno le daban la espalda; no lo vieron, ni escucharon.
—Manú, no llores —le pedía Laurencio—. Sabes que Aitor tiene el alma negra. Es malo y mezquino.
—No —se quejó la niña, sin fuerza—, no tiene el alma negra.
—Sí, Manú, la tiene negra. No deberías llorar por él. No vale la pena. ¿Acaso crees que le importas? Mira cómo te ha tratado, mira cómo te ha hecho sufrir. Y te aseguro que tú no le importas pues acaba de traerse una mujer de la selva.
—¡Laurencio nieto!
El aludido dio un respingo y se apartó de la niña. A Aitor casi le dio por reír cuando las mejillas de su sobrino se vaciaron de color y adoptaron una tonalidad cenicienta. Se acordó de la noche en que, del susto, se había hecho encima, y le costó mucho refrenar la carcajada. Avanzó hacia él, que retrocedió hasta dar con la espalda en la pared. Aitor, que era bastante más alto, se inclinó sobre su rostro, le desveló los colmillos y le gruñó. El sollozo de Laurencio se deslizó entre los dientes que castañeteaban y los labios que temblaban con la calidad de un trémolo.
—¿Por qué tocas a Emanuela? ¿No te dije hace mucho tiempo que no volvieses a acercarte a ella? ¿No lo entiendes? Si vuelves a poner tus manos sobre ella, si vuelves siquiera a acercarte a ella o a hablarle, volveré a buscarte como aquella noche de luna llena. ¿La recuerdas, Laurencio nieto? Pero esta vez no tendré compasión. Te arrancaré el corazón y me lo devoraré crudo porque se está acabando el tiempo de las amenazas. ¡Ahora, desaparece!
Aitor, Emanuela y Bruno lo observaron alejarse corriendo. Aitor se volvió hacia su hermano menor.
—¿Por qué le pediste a mi sy que los llevase a nuestro lugar secreto?
—Yo… Yo…
—¿No escuchaste cuando dije que volveríamos cuando yo pudiese llevarlos?
—Sí, escuché.
—¿Entonces?
—Queríamos ir, y tú no regresabas.
Era cierto, había demorado más de lo usual en regresar. La distancia lo mantenía alejado de Emanuela y de los pensamientos pecaminosos que le plagaban la mente cuando la tenía cerca. También se daba cuenta de que lo volvía más agresivo e irascible, impaciente, intratable, porque esa lejanía le jugaba trucos sucios y le alimentaba otros pensamientos, unos en los que él se la imaginaba feliz en la doctrina, rodeada de amor y atenciones, ocupada en las faenas del día, sin acordarse de él ni un instante.
Fijó la vista en su hermano menor, que pegó el mentón al pecho.
—No vuelvas a desobedecerme, Bruno.
—Bueno.
Entrelazó sus dedos con los de Emanuela y echó a andar sin dar explicaciones. Frenó de golpe y dijo:
—Quiero estar a solas contigo. —Hizo un círculo con la mano para abarcar a los animales que los seguían.
La niña sacó a la macagua de la hombrera de cuero y le susurró. El ave voló hasta posarse en el tejado de la casa de los Ñeenguirú. Lo mismo hizo con Libertad. Puso a Kuarahy en el suelo y acomodó a Miní sobre el lomo de Timbé.
—Regresen a casa —ordenó.
Los animales la obedecieron después de titubear unos segundos. Aitor volvió a tomarla de la mano y reinició la marcha. Emanuela trotaba a su lado. La guió en silencio hasta la torreta del baptisterio y miró en torno antes de abrir con la llave que acababa de escamotear de la casa de los padres. Cerró la puerta detrás de ellos.
—No te arrimes porque es de día y te verán. —No había sido su intención sonar tan duro. Se sentó en el suelo, la espalda contra la pared, en el extremo más sombrío y alejado a la abertura por donde asomaba el telescopio—. Ven, siéntate aquí conmigo.
Emanuela, que se había mantenido quieta y expectante, la mirada invariablemente sobre él, avanzó con indecisión, como si le temiese. Odiaba que le temiese; ella era la única a quien no quería inspirarle miedo. Aitor estiró el brazo y la tomó por la muñeca con delicadeza.
—Aquí —indicó, y la ubicó en el hueco que formaban sus piernas—. Deshazte las trenzas —susurró, y lo conmovió que ella lo obedeciese sin quejas, y se quedó prendado de la habilidad con que desanudaba el tiento de cuero y las desarmaba, y la feminidad con que se acomodó después el cabello.
Emanuela permaneció quieta, con las manos unidas sobre el regazo y la vista baja, mientras Aitor le olía el cabello y lo restregaba entre los dedos, como si apreciase la calidad de un género.
—Allá, en la enramada —le dijo al oído—, no estaba enojado contigo, sino con Bruno.
—No quiero que estés enojado con Bruno.
Los celos se mezclaron con la sorpresa; no le conocía ese tono, ni esa determinación.
—Teníamos muchas ganas de ver a Lope y a Ginebra.
«¿Teníamos? ¿Tú también deseabas verlos, Jasy? ¿A Lope?», y enseguida caviló: «Dijo Lope primero».
—¿Y a mí? ¿Tenías ganas de verme a mí?
La niña levantó el rostro con un movimiento veloz, como si la pregunta le resultase disparata, absurda.
—Siempre tengo ganas de verte a ti, pero tú nunca estás.
Volvieron a asombrarlo la mirada cargada de enojo y el acento decidido. Algo había sucedido durante esas semanas con su Jasy. Era la de siempre y, al mismo tiempo, un cambio se había operado en ella. La contempló directo a los ojos, y después vagó hacia sus labios, que le resultaron más carnosos y rojos que de costumbre, y continuó con el descenso hasta dar con los dos pequeños bultos que le levantaban la tela del tipoy. No se inquietó, ni se amargó al percibir el cosquilleo incómodo entre las piernas. Lo acogió con espíritu resignado.
—¿Qué es eso? —se interesó la niña, y apuntó hacia la caja de cuero.
—Un regalo de mi pa’i Ursus. Ábrelo. Debes quitarle la traba. Sí, esa.
—Qué bonito —dijo, sin la alegría de costumbre, y eso lo entristeció—. ¿Qué es?
—Son utensilios para quitarme el vello de la cara. ¿Ves que ya no lo tengo? —Se pasó los dedos por el bozo, y Emanuela lo imitó, provocando una nueva oleada de puntadas y tirones en sitios diversos.
—¿Para qué sirve esto?
—No quiero que lo toques. Se llama navaja y podrías cortarte. Es muy filosa.
—¿Más que tu cuchillo? —Aitor asintió—. Y esto ¿para qué sirve?
Aitor repitió las explicaciones del padre Ursus hasta caer en un silencio en el que ella observaba los objetos y acariciaba el terciopelo de la caja con la punta del índice, y en el que él la observaba a ella y le pasaba el dorso del índice por la mejilla y el filo de la mandíbula.
—¿Y mi regalo? —preguntó Emanuela de pronto.
—¿Ese llanto no era por mí, sino por la piedra?
—Era por ti —dijo, sin ánimo de bromear—, pero ahora quiero mi regalo.
La visión de la piedra devolvió un poco de vida a sus ojos alicaídos.
—¿Dónde la encontraste?
—En el Paraná. Y enseguida pensé: ¡Cuánto le gustará a mi Jasy!
Eso también pareció agradarle, porque, aunque sin mirarlo, la vista fija en la piedra, sonrió.
—La llevaré siempre conmigo —prometió, y, todavía sin enfrentarlo, comentó—: Me dijo Laurencio nieto que trajiste a una mujer de la selva. ¿Te casarás con ella?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no la traje para eso, Jasy. La encontré en la selva, malherida. La traje a la doctrina porque no podía dejarla allá sola, para que un yaguareté o un jagua pytã —hablaba de un puma— se la devorasen.
Emanuela hizo girar la piedra entre sus dedos mientras la estudiaba con actitud abstraída. De pronto, elevó la vista y la fijó en la de él, y Aitor recibió una fuerte impresión. No le conocía esa mirada; sobre todo, lo impactó el extraño matiz de azul que habían adquirido sus iris.
—La trajiste porque eres muy bueno, y no es cierto que tienes el alma negra.
«La tengo negra, Jasy. Tú no la conoces porque a ti no te la muestro».
Contuvo el aliento en un acto mecánico cuando ella le rodeó el cuello con los bracitos delgados y lo apretó. Él la apretó a su vez, con fervor. Nada lo hacía sentir tan bien como el abrazo de su Jasy.
—¿Qué hicieron el día en que fueron a nuestro lugar secreto? ¿Fuiste a nuestra cascada con Lope? —la sonsacó, con expresión y acento cargados de artera mansedumbre.
—Lope no sabe nadar, y le teme al agua.
—¿Sabes, Jasy? Encontré otro sitio maravilloso al cual me gustaría llevarte algún día. Tiene un salto elevadísimo, más alto que esta torreta. —Los ojos de la niña se abrieron con desmesura—. Y el agua cae sobre unas piedras negras, donde podríamos sentarnos para ver el chorro. Hay un pozo de agua cristalina donde nadar que está lleno de aguapés.
—¿De veras? ¿De qué colores?
—Blanco y violeta, como el color de tu piedra —le respondió, dichoso de que la Jasy entusiasta hubiese regresado—. Tengo tantos deseos de llevarte.
—¿Cuándo me llevarás, Aitor?
—Cuando seas mayor porque está en un sitio lejano y nos tomaría algunos días ir y regresar.
—¿Cuándo seré mayor?
—Cuando tengas catorce años. —«Y pueda casarme contigo», añadió para sí. Una euforia siguió al pensamiento, y lo hizo sentir fuerte, poderoso, invencible.
—Faltan más de dos años —calculó la niña con aire afligido.
—Sí —admitió, y volvió a abrazarla porque no conseguía apartar sus manos de ella—. ¿Qué más hicieron con Lope y Ginebra?
—Hicimos carreras de escarabajos peloteros. —A Emanuela le gustaban unos escarabajos que, en pareja, macho y hembra, tomaban un pedazo de estiércol de mono y lo convertían en una bola que luego hacían rodar para transportarla largas distancias—. Ganó la pareja de Ginebra. Kuarahy no la quiere a Ginebra y, cuando ella quiso recogerlo, le mordió la enagua. Le arrancó un pedazo. Es muy bonita su enagua. ¿Sabes qué es una enagua? —Aitor negó con un ademán de la cabeza—. Es una prenda muy fina que se pone bajo el vestido. Yo le pregunté para qué servía, y ella me dijo: «Para cuidar el recato».
—¿Recato?
—Es una palabra en español, pero no sé qué significa. No le pregunté a mi pa’i Ursus. ¿Cuándo quieres que comience a enseñarte el español?
Los labios de Aitor se separaron en una amplia sonrisa. Jasy no había olvidado su promesa.
—Empecemos ahora. Dime cómo digo rohayhu en español.
—Te quiero.
—Te… quie… ro —repitió él, y a Emanuela, su pronunciación le arrancó una risita, que sofrenó tapándose la boca.
—Te quiero —dijo ella de nuevo, más pausado—. Aunque también en español dicen «te amo». Jesús dice a sus apóstoles «los amo», y creo que es más importarte que decir «los quiero». Sí —concluyó, con un asentimiento—, te amo es más importante que te quiero.
—Entonces, Jasy, te… a… mo.
Ella lo contempló con semblante serio antes de que una sonrisa le iluminase el rostro y le pusiese brillo a sus ojos, que, en la opacidad dorada del crepúsculo, habían adquirido un matiz de azul que, en ese instante comprendió, le recordaba al color del pecho del pájaro bailarín. Se le cortó el aliento ante tanta belleza, y le pareció mentira que le perteneciese solo a él.
* * *
Tal como había previsto Ursus, Vespaciano de Amaral y Medeiros se presentó en la misión dos días más tarde, y no lo hizo por el sector de la estancia, sino que realizó un gran rodeo para ingresar por la entrada principal del pueblo. Ursus, que había sido alertado por el espía de turno, sabía que cabalgaba con tres de sus hombres —los tres armados con trabucos— y que un indio conducía una carreta. Entró, muy digno, en su ruano de gran alzada y recorrió la avenida principal. Con el mentón erguido, miraba hacia uno y otro lado, simulando la admiración que le inspiraban las construcciones sólidas de tonalidad rojiza, e intentando amilanar a los guaraníes, que se congregaban en silencio ante un espectáculo inusual: españoles en la misión. Cada tanto, los visitaba el provincial de Asunción, a veces el obispo, y muy infrecuentemente algún viajero solicitaba refugio para pasar la noche.
Amaral y Medeiros avistó la figura ciclópea del padre Ursus en la plaza de armas, cerca de un reloj de sol y rodeado por varios indios armados. Sonrió para sí: sin duda, le habían advertido de su llegada. Espías, por supuesto. Estos jesuitas eran más comerciantes, políticos y estrategas que curas, refunfuñó. Se le olvidaron sus rencillas y las quejas cuando una mirada casual cayó sobre una india asomada bajo la enramada de una casa. Era su india, la que había amado tantos años atrás. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la había visto? Más de once, si la memoria le era fiel, cuando la descubrió bañándose en el Yabebirí con el niño de ojos amarillos. La reconoció de inmediato, no existió un instante de duda. Y ella lo reconoció a él porque levantó las cejas y separó los labios, y su mano buscó apoyo en un antebrazo desnudo y fibroso. Vespaciano estudió al dueño del brazo y, cuando sus ojos se toparon con unos brillantes como el sol, contuvo el aliento. Pocas cosas lo sorprendían; ese niño lo había sorprendido más de once años atrás, y volvía a hacerlo ahora, ya convertido en un hombre intimidante con esa postura de brazos cruzados al pecho y piernas ligeramente separadas, pero sobre todo con esa mirada recia, alerta y desafiante, que reflejaba un espíritu temerario e indómito, lo que él hubiese anhelado en un hijo. Las palabras de su capataz Domingo Oliveira acudieron a su mente: «Me disparó un demonio de ojos amarillos». Como ardía en fiebre, sin mencionar que era muy supersticioso, Vespaciano había creído que deliraba. En ese momento comprendió que no.
Devolvió la vista al frente y siguió avanzando en dirección al capellán de la misión. A pocos palmos del linde de la plaza de armas, elevó la mano y su comitiva se detuvo. Descendió del caballo, se quitó el fino sombrero de pelo de castor y caminó en dirección de Ursus. El único sonido lo componía el repiqueteo de sus nazarenas de plata. Un corro se abrió para darle paso. Se detuvo de golpe, estupefacto de hallar al muchacho de los ojos amarillos junto al jesuita y en la misma postura combativa de minutos atrás. ¿En qué momento había abandonado la casa? ¿Con qué sigilo y rapidez se había movido? En esa segunda revisión, se dio cuenta de que llevaba el pelo larguísimo, cerca de la cintura, y que una vincha blanca le circundaba la frente. Tenía un arco en bandolera y el mango de un cuchillo asomaba en la faja que le sostenía los pantalones.
—¿A qué debemos tu visita, Vespaciano? —preguntó el sacerdote en guaraní a modo de saludo.
—Ursus —dijo, e inclinó la cabeza, y los guaraníes murmuraron ante la falta de respeto que implicaba no llamarlo pa’i—. Sospecho que tienes algo que me pertenece, algo que este joven —señaló a Aitor, y le gustó que no se inmutase— tomó sin mi consentimiento.
—Sí, Olivia está con nosotros, pero ella no te pertenece. Es una vasalla del rey tanto como lo somos tú y yo, y tú has abusado de ella sometiéndola al yanaconazgo desde que era una recién nacida. Esa institución ha sido prohibida, lo sabes.
—No es yanaconazgo lo que la ata a mí, sino una encomienda.
Ursus se adelantó unos pasos, y Amaral y Medeiros debió conjurar todo su orgullo para no retroceder. El jesuita podía partirle la cabeza con una de esas manos. El indio de los ojos amarillos se movió con él, al unísono.
—Memento mori, Vespaciano —expresó el sacerdote, a lo que Amaral y Medeiros lanzó una risotada.
—Sí, Ursus, sí. Recuerdo que moriré.
—Entonces, deja de mentir por ambición y muestra un signo de humanidad. Olivia vive en tu hacienda como una esclava, y le concedes el trato que reservarías a un apestoso perro.
—¡Jamás le he puesto un dedo encima!
—Tú no, tal vez —añadió con un matiz que abría la posibilidad a la duda—, pero has permitido que esa bestia de tu capataz la ultrajase. Aitor se lo sacó de encima en el momento en que ese palurdo estaba forzándola.
«¿Conque Aitor?» Era un nombre vasco que hablaba de gallardía y grandeza; le iba bien.
—¿Podríamos hablar a solas? —pidió Vespaciano, en un tono conciliador, y Ursus asintió—. Pero antes quiero pedirte un favor. —El jesuita volvió a asentir—. En esa carreta está mi capataz, Domingo Oliveira, al que tú llamas bestia y palurdo. La herida de la flecha se infectó y está delirando. Sé que el sotocura de esta misión es médico. Si es verdad que esta es una doctrina cristiana, se avendrán a curarlo.
—Por supuesto. Señor corregidor —dijo Ursus, y se volvió hacia Palmiro Arapizandú—, ¿podrías disponer que trasladasen al hombre que yace en esa carreta al hospital para que el padre van Suerk lo revise?
—Ya mismo, pa’i.
—Gracias. Sígueme, Vespaciano.
En su camino hacia la casa de los padres, Amaral y Medeiros no pudo evitar detenerse en el atrio de la iglesia y admirar la belleza de la fachada en tonalidad rojiza, con sus tres puertas flanqueadas por columnas de ornamentados capiteles y bajorrelieves de ángeles con trompetas, vides y pámpanos, y conchas y hojas de acanto en el hastial.
—¿De qué estilo arquitectónico se trata? —preguntó en castellano, más para alardear que para saber, porque no conocía del tema, ni le interesaba.
—Barroco, podríamos afirmar, aunque se advierten muchas características que le han añadido los hijos de esta tierra y que lo hacen único.
—¿Los indios han realizado esas tallas y bajorrelieves?
—¿Quién si no, Vespaciano?
—Pensé que algún hermano lego o uno de vosotros con estudios en arquitectura.
—En el pasado, sí, les enseñábamos a hacerlo, pero igualmente lo hacían ellos solos. Ahora contamos con grandes maestros entre los guaraníes, que a su vez pasan su conocimiento a los aprendices. Somos dos curas, a lo sumo tres por misión. ¿Cómo crees que podríamos construir y mantener estos pueblos si no fuese por el trabajo incansable de los indios? Nosotros brindamos la guía espiritual y nada más.
—Siempre consideré a los indios unos gandules.
—Porque los tratas como a bestias y no como a súbditos del rey. A nadie le gusta trabajar a punta de látigo y con maltratos, Vespaciano. Los guaraníes son gentes muy trabajadoras si pueden trabajar con alegría. Cada día parten a labrar nuestros campos cantando. Y bien conoces cuáles son los rendimientos de nuestras sementeras.
—Ni lo menciones, que por vuestra culpa el precio de la yerba y del tabaco está por el suelo.
Ursus carcajeó por lo bajo.
—Deberías dejar de ofrecer a los porteños ese masacote de yerba que produces y confeccionarla sin palo, como nosotros. Verías que el precio sería superior. —Amaral y Medeiros acordó de mala gana, con un gruñido—. ¿Te gustaría conocer el interior de la iglesia? Doña Florbela nunca consiguió que la visitases, ni que participaras de alguna ceremonia.
—Adelante. Muéstrame tu iglesia.
Si la fachada lo había sorprendido, el interior lo dejó perplejo, y le sirvió para confirmar lo que había supuesto durante largo tiempo: esas misiones obtenían unas ganancias que superaban ampliamente los dineros necesarios para pagar al rey el impuesto por cada indio. Se hallaba en un pueblo muy rico, que no ostentaba su fortuna, sino en los ornamentos para adorar a Dios y a sus santos. Visto el dorado a la hoja que cubría la mayor parte del templo, debía de haber algo de cierto en lo que se rumoreaba en los mentideros de Asunción y de Buenos Aires: los jesuitas ocultaban minas de oro en la región.
La casa de los padres era austera, aunque cómoda. Ursus lo invitó a sentarse a la mesa, y un indio con modos impecables, la nobleza obligaba a admitir, les sirvió mate y unos bollos hechos con harina de patay, freídos en tocino y rociados con miel silvestre, muy deliciosos. Comió unos bocados en silencio, mientras le imprimía a su expresión un aire bonachón a sabiendas de que el jesuita lo estudiaba. Ursus cavilaba que su vecino era todavía joven y enérgico, de buena planta, de la que se valía para consolidar el genio autoritario con el que administraba su hacienda. Si tenía canas, se le perdían entre los mechones rubios y rojizos, estos últimos, legado de sus antepasados holandeses que habían asolado las costas brasileras. Hasta sangre pirata corría por esas venas, se dijo Ursus. No había de qué sorprenderse, concluyó.
—¿Qué edad tienes, Vespaciano?
—Cuarenta, Ursus.
El jesuita asintió.
—Vespaciano, no voy a devolverte a Olivia.
—Ursus…
—Déjame hablar, por favor. Sabes que es obligación del encomendero proveer por el bienestar de sus indios encomendados. Resulta palmario que no has estado a la altura en el caso de esta pobre muchacha. Y no quiero imaginar lo que les sucede a las demás. Tengo entendido que ese demonio de tu capataz anda gallando a cuanta india joven se le cruza en el camino y que tú haces la vista gorda.
Que un jesuita, uno de los que había complotado para que no le entregasen el título de marqués, uno de los que se oponían a la encomienda y ponían en riesgo la economía de su hacienda, uno que inundaba el mercado de Asunción y de Santa Fe con yerba, caña de azúcar, algodón y tabaco, y que provocaba el desmoronamiento de los precios, le viniese a dar sermones, a él, a Vespaciano de Amaral y Medeiros, le resultaba intolerable. Pero él era un hombre de negocios, y para los negocios se necesitaba la sangre fría, por lo que hizo una afirmación con la cabeza y sonrió apenas. Tal vez Florbela tuviese razón, y, después de un tiempo, Ursus escribiría al rey para hablarle en buenos términos de su vecino Amaral y Medeiros.
—Está bien, Ursus, está bien. Quédate con Olivia, quédatela. No iniciaré otro pleito contigo para perderlo. Ya aprendí que la Compañía de Jesús es más poderosa aún que el propio rey.
Ursus se cuadró en la silla. Comentarios como ese perjudicaban a la orden y la habían colocado en una situación tensa, tanto en Portugal como en España.
—No digas sandeces, Vespaciano. Estamos al servicio de Nuestra Majestad, que Dios lo guarde siempre, y no contamos con ningún poder excepto el que nos da ser portadores de la Buena Nueva.
—Sí, disculpa.
—Y ahora, si no tienes nada que decir, te acompañaré a la plaza. A mi jornada todavía le esperaban muchas obligaciones.
Se pusieron de pie.
—Antes de marcharme, quisiera hacerte una pregunta. Es acerca del muchacho de los ojos amarillos, el que salvó a Olivia. —Ursus frunció el entrecejo, confundido—. Le puso una flecha en el culo a Domingo —comentó con jocosidad— y le plantó dos trompazos que lo dejaron prácticamente inconsciente. ¡Tiene las pelotas bien peludas el chaval!
—Haz la pregunta, Vespaciano.
—¿Qué edad tiene?
—El 2 de abril hará los dieciséis años.
—¿Podrías cedérmelo? —La mueca de horror del jesuita no lo tomó desprevenido—. No te apresures, Ursus. No te lo pido como indio encomendado. Lo quiero para formarlo como capataz de mi hacienda. Le dispensaría el trato que destino a mis empleados criollos o españoles, o portugueses. Con respeto. Y le pagaría un buen jornal. Tengo la impresión de que este pueblo le queda chico a ese mozalbete.
La posibilidad de que un espíritu indómito, pendenciero y vanidoso como el de Aitor cayese en manos de un hombre sin escrúpulos como Vespaciano, que alimentaría esos defectos para su propio beneficio, le causó un malestar físico y lo puso de mal humor.
—La respuesta es no. Te acompaño hasta la plaza de armas —insistió.
—No parece guaraní —comentó Amaral y Medeiros—. Para empezar, su piel es más oscura, no tan rojiza, y es alto.
—Su madre es abipona.
—Comprendo.
—Aitor está fuera de discusión, Vespaciano. Quiero que te mantengas lejos de mi misión y de mis indios. Cuando tu capataz se haya recuperado, te mandaré aviso de modo que envíes la carreta para regresártelo.
—Como tú dispongas, Ursus.
* * *
La encontró sentada en la roca donde solía vestirse antes de escapar, tan silenciosa y misteriosa como había llegado.
—Sabía que estarías hoy aquí —dijo Amaral y Medeiros, y Malbalá se puso de pie—. Ayer me sorprendí al verte en San Ignacio Miní, aunque siempre sospeché que pertenecías a ese pueblo. ¿Cómo te llamas? ¿O tampoco me dirás tu nombre en esta ocasión?
—Mi nombre es Malbalá.
—Malbalá. El mío, Vespaciano, por si te interesa saberlo.
Se encaminó hacia ella con la determinación de reiniciar lo que se había truncado dieciséis años atrás. A pesar del tiempo transcurrido, ella aún conservaba ese halo juvenil y desvergonzado que tanto lo había atraído en el pasado. Quería volver a saborear esos labios gruesos y chupar sus pezones negros. Se detuvo en seco cuando la india levantó la mano.
—No he venido aquí para eso.
—¿Para qué, entonces? —preguntó, con fastidio.
—Para hablar de mi hijo, de Aitor.
—¿El que atacó a mi capataz y se robó a mi india? —Malbalá asintió—. Habla.
—Mi pa’i Ursus me advirtió que estuviste preguntándole por él, que quieres llevártelo a tu hacienda.
—Sí, es verdad. ¿Qué hay con eso?
—No quiero que te lo lleves, no quiero que le hagas daño.
Lejos de su intención dañar a alguien al que le habría gustado convertir en su mano derecha; no obstante, decidió seguirle la corriente para ver qué provecho podía sacar.
—Tiene que pagar por lo que hizo.
—Él hirió a tu capataz para salvar a la muchacha, algo que habría hecho cualquier hombre con honor. Si mi pa’i Ursus no quiere devolverte a tu india, no es culpa de mi hijo, sino de tu capataz, que la trató como a un animal.
El chico tenía de dónde sacar las agallas. En tanto la excitación comenzaba a molestarle bajo el pantalón, una idea tomó forma en su mente.
—Puedo prometerte que no haré daño a tu hijo, ni me vengaré de él, si tú me prometes algo a cambio.
—¿Qué?
—Que volveremos a ser lo que éramos, cuando nos encontrábamos aquí al atardecer.
—No.
—¿Por qué? —preguntó más desorientado que enfadado.
—Porque no quiero tener más hijos.
—Entonces, no puedo asegurarte que no me cobraré lo que tu hijo me quitó.
—Tú no le harás daño.
Amaral y Medeiros profirió una carcajada sin humor.
—Sí, Malbalá, se lo haré. —Pronunciar su nombre fue un error porque, por alguna razón inexplicable, se le acentuó la erección.
—No puedes hacerle daño porque él es tu hijo.
—¿Qué? —Medio atontado de deseo, se dijo que no la había entendido correctamente. Como ella hablaba el guaraní con acento extraño —ahora sabía que se debía a su origen abipón—, lo más probable es que hubiese pronunciado mal, causando la confusión.
—Aitor es tu hijo. Cuando supe que estaba embarazada de él, dejé de venir a verte.
Amaral y Medeiros hizo cuentas rápidas y comprobó que cuadraban. Por un instante, se permitió sentir alegría y orgullo.
—¿Cómo sabes que no es de tu esposo? Porque de seguro tienes un esposo.
—Sí, tengo esposo, pero Aitor no es de él. Nosotros no… Cuando tú y yo nos conocimos, hacía tiempo que mi esposo ya no lo era en ese sentido.
Se la quedó mirando, mientras digería lo que acababa de revelarle.
—¡Mientes! —se enfureció un momento después—. Me dices esto para evitar que me tome revancha con él.
—Yo no miento. Nunca.
La declaración de la mujer le cerró la boca, y, mientras la contemplaba en lo profundo de los ojos negros, cayó en la cuenta de que no recordaba haber respetado tanto a otro ser humano como a esa pobre india abipona. Exudaba dignidad y valentía.
—¿Aitor sabe que es hijo mío?
—No, no lo sabe. Y no quiero que lo sepa. No te atrevas a perjudicarlo. No sé qué castigos le esperan en el infierno a un padre que daña a la carne de su carne.
Malbalá echó a correr, y Vespaciano no conjuró la voluntad para seguirla.
* * *
Desde el día anterior, desde la visita del patrón de Orembae a la doctrina, Aitor notaba extraña a Malbalá, sin mencionar su reacción desmedida al avistar al hacendado mientras este avanzaba por la avenida principal con aires de rey. Lo detestaba. Por eso, cuando vio que su madre, en lugar de ocuparse del avamba’e, enfilaba hacia los lindes del pueblo y se perdía en la selva, decidió seguirla. Malbalá no habría descubierto que él iba tras ella; era un hábil cazador, que sabía confundirse en el follaje —no por nada su tío Palmiro lo llamaba urutaú, el ave que se convertía en rama para despistar a sus depredadores— y avanzar sin perturbar la incesante canción de la selva; Malbalá, en cambio, era solo una pueblerina que poco y nada sabía del bosque, ni de sus secretos.
Enseguida coligió que se encaminaba al sitio secreto en el arroyo Yabebirí. No le resultó difícil hallar un sitio para esconderse. Malbalá se sentó en una roca, y, aunque cualquiera habría dicho que lucía serena, él la conocía demasiado para no apreciar su inquietud. Dio un respingo al ver aparecer al tal Amaral y Medeiros y estuvo a punto de delatar su presencia para salvarla de ese malparido, cuando su madre le habló con autoridad; era evidente que lo conocía. Entonces, cayó en la cuenta de por qué le resultaba familiar el rostro de ese blanco: se trataba del hombre que, tantos años atrás, había descubierto espiándolos en ese mismo sitio, tras el helecho. En aquella ocasión, él todavía no había cumplido cinco años; sin embargo, la imagen, la de esos ojos azules y el pelo como la paja, jamás se le había olvidado.
Siguió el diálogo con atención hasta que escuchó pronunciar su nombre. Las pulsaciones se le dispararon y le zumbaron los oídos. Necesitó unos segundos para recuperarse y retomar el hilo de la conversación. Minutos más tarde, habría deseado no haberlo hecho.