CAPÍTULO
XIV
A la mañana siguiente de la huida de Aitor, Emanuela se despertó mareada y sumida en el torpor típico, consecuencia del láudano. Salió a la enramada y vomitó en el suelo. Malbalá y Laurencio abuelo abandonaron sus sitios junto al fogón y corrieron a auxiliarla. En tanto la mujer traía agua fresca en una calabacita, Laurencio le sujetaba el cabello en una coleta para que vomitase sin ensuciárselo. Resultaba desconcertante verla enferma, porque, salvo durante sus primeros días de vida, en los cuales habían creído que moriría, Emanuela siempre gozaba de excelente salud.
—Enjuágate la boca, hija. —Malbalá le ofreció la calabacita.
—Gracias, sy.
—Escupe ahí mismo. Ahora me ocupo de limpiarlo.
—Yo lo limpiaré —dijo Emanuela.
—No —se opuso Laurencio—. Tú regresarás a la cama. Estás muy pálida.
—¿Qué hora es?
Laurencio asomó la cabeza fuera del techo de la enramada y columbró el cielo.
—Deben de ser como las diez, mi niña.
—¡Las diez! —Emanuela, que se levantaba con el canto del gallo y las campanas, le devolvió una mirada atónita—. ¿Por qué me permitieron dormir tanto?
—Porque ayer estabas exhausta, Manú —argumentó Malbalá, mientras arrojaba agua sobre el vómito—. Necesitabas descansar, hija. Siéntate, te serviré un poco de mate con pan de maíz. Te sentará bien al estómago.
—Gracias, sy, pero comeré más tarde. No retendré nada en el estómago ahora. Además, quiero ir a ver a Aitor a la prisión. Esta vez Javier tendrá que permitirme entrar. No acept…
—Manú —la interrumpió Laurencio—, ven, hija, siéntate un momento junto a mí.
—No, ru. Primero he de ir a ver a Aitor. Estoy segura de que Javier no le vació la escupidera y de que no le ha llevado nada sustancioso para desayunar.
Laurencio le encerró la cara con las manos y la besó en la frente.
—Aitor no está en la cárcel, mi niña.
—¿No? ¿Dónde está? —Se echó a temblar, y un sudor frío le cubrió el cuerpo—. ¿Adónde lo llevaron, ru? —preguntó con miedo.
—Manú, Aitor escapó anoche.
—¡Oh! —Se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Percibió que Laurencio la arrastraba a la casa, seguramente para recostarla. Dio media vuelta y echó a correr, ajena a los llamados de sus padres, que salieron detrás de ella.
Emanuela abrió la puerta de la escuela, donde de seguro encontraría al padre Ursus impartiendo el catecismo, y, olvidándose de las buenas maneras y de la cortesía, le preguntó:
—¿Es cierto que Aitor ha huido? —Con la última palabra, se le escapó el último resto de vigor. Cayó inconsciente en el umbral.
Los niños soltaron una exclamación y abandonaron sus pupitres para rodearla. El padre Ursus corrió hacia ella y la recogió del piso.
—¡Clara! —llamó a la mayor de las niñas—. Hazte cargo de la clase. Enseguida vuelvo.
—Sí, pa’i.
—¿Qué le sucedió? —se horrorizó Malbalá, que, junto con su esposo, acababan de entrar en el patio de la escuela.
—Cayó desmayada en la puerta —explicó Ursus, con voz agitada, mientras se dirigía a la casa de los padres.
—Acaba de vomitar —indicó Laurencio— y no quiso desayunar.
—Ayer prácticamente no comió nada en todo el día —añadió su esposa.
—Se ha desmayado de debilidad, entonces —concluyó el jesuita.
Malbalá debió de esperar en el pórtico. Laurencio acompañó dentro al padre Ursus, que recostó a Emanuela en su cama. A poco, apareció Tarcisio con un pequeño frasco de gres.
—Aquí tienes las sales, pa’i.
Ursus quitó el pequeño tapón de corcho y pasó el frasco bajo las fosas nasales de Emanuela. La niña se rebulló y se quejó antes de parpadear varias veces y volver en sí.
—Tarcisio, ve y dile a Malbalá, que está fuera, que Manú ya recobró la conciencia. Después, prepara un poco de mate y trae algo ligero para comer.
—A la orden, pa’i.
Emanuela intentó incorporarse y volvió a caer sobre la almohada; el mareo y las náuseas la doblegaron. Respiró hondamente para calmar los revoltijos del estómago. Al sentirse más segura, abrió los ojos y preguntó:
—Pa’i, ¿es cierto que Aitor escapó anoche?
—Sí, Manú.
—¿Cómo?
—El padre Santiago fue a visitarlo muy tarde. Él lo golpeó y escapó.
—¡Lo golpeó!
—No te alteres, Emanuela. Estás muy pálida y débil. Si no guardas la calma, me negaré a seguir contándote.
—Lo siento, pa’i. Prometo comportarme de ahora en adelante. ¿Cómo está mi pa’i Santiago?
—Con unos moretones en la cara y el orgullo mancillado, pero nada más, mi niña.
—Espero que no le guarde rencor. Aitor lo aprecia mucho.
—Y él, a Aitor. —Ursus se inclinó para hablar al oído de la niña—. Creo que está muy contento de que se haya fugado.
—¿De veras?
—Sí, mi niña.
—Pero… ¿Adónde irá? ¿Y si los soldados lo encuentran? —Levantó las pestañas y abrió grandes los ojos cuando una revelación pareció golpearla—. ¿Volverá algún día? —A esta pregunta la barbotó con voz temblorosa.
—Solo Tupá lo sabe, Manú.
Sin considerar la promesa hecha al jesuita segundos antes, Emanuela se cerró sobre su cuerpo y se puso a llorar. No quiso comer, ni tomar nada de lo que se le ofrecía, y, con el correr de las horas, el padre van Suerk comenzó a preocuparse. Tenía los labios secos y la piel verdosa, y le costaba mantener los ojos abiertos.
—Ve a llamar a Ñezú —indicó el padre Ursus, que seguía junto a su cama, velando a Emanuela.
Ñezú entró en la habitación del sacerdote, observó las caras de abatimiento de los sacerdotes, del hermano Pedro, de Laurencio, incluso de Tarcisio, y pidió en voz baja:
—Quiero estar a solas con ella.
Ursus asintió, y los hombres vaciaron la recámara. Ñezú se inclinó sobre Emanuela y le acarició el rostro. La niña batió los párpados antes de fijar la vista en su abuelo.
—Taitaru…
—Voy a incorporarte un poco de modo que puedas tomar el caldo de gallina que te ha preparado el bueno de Tarcisio. Huele muy bien.
Emanuela arrugó la nariz y retiró la cara.
—No, taitaru. Siento náuseas.
—Si bebes unas cucharadas del caldo, te contaré lo que Aitor nos dijo a tu jarýi y a mí anoche, antes de partir.
—¿Estuvo con ustedes? —se emocionó.
—Sí, mi niña. Y solo habló de ti.
Emanuela se cubrió el rostro y reinició el llanto. Ñezú la dejó hacer mientras se ocupaba de sentarla contra la pared y le acomodaba la almohada en la espalda.
—Ahora quiero que detengas el llanto. Terminarás por enfermar gravemente, y Aitor volverá y me dará una tunda por no haberte cuidado como le prometimos.
Emanuela se limpió la nariz con la manga del vestido e inspiró varias veces para sofrenar los espasmos. Le dolía el cuerpo de tanto llorar.
—Cuéntame, taitaru. Prometo no ponerme mala.
—Y beberás el caldo. De lo contrario, no te diré nada.
—Sí, beberé el caldo.
Ñezú le acercó la cuchara a la boca, y Emanuela la introdujo en su boca con actitud desconfiada. No tragó enseguida, por miedo a vomitarlo. Cuando el caldo bajó por su garganta y luego le alcanzó el estómago, percibió una agradable sensación, como si la calidez y el buen sabor del cocido le hubiesen aquietado las aguas turbulentas que se agitaban dentro de ella. Cerró los ojos y suspiró.
—Cuéntame.
—Aitor escapó porque no le quedaba alternativa. Las pruebas en su contra eran muy poderosas. La condena a muerte era cosa segura. Vamos, come. No te diré nada si no lo haces.
—¿Tú sabías que escaparía?
Ñezú devolvió la cuchara al plato y levantó los párpados caídos y arrugados para mirar a Emanuela a los ojos.
—Mi hijo Palmiro y otros organizaron su huida. Eso es todo lo que tienes que saber. Y me jurarás ahora, por lo más sagrado, que no le revelarás a nadie esta verdad.
—Lo juro, taitaru. Jamás diré nada. A mi tío Palmiro y a esas otras personas les debo la vida del hombre que… —Se detuvo.
—Sí, del hombre que amas. Ya lo sé. Hace tiempo que lo sé.
—Sigue contándome, por favor.
—Nos encontramos con él en la entrada del pueblo. Ya le teníamos listos dos caballos, el de él, el que usa en la compañía de la caballería, y uno de reserva. Llevaba provisiones, agua y varias cosas más.
—¿Y abrigo? —se preocupó.
—Sí, tu jarýi le dio un poncho y un fular de lana.
—Gracias a Dios —suspiró.
—Cuando se despidió de Vaimaca, la abrazó y le dijo: Te encargo lo más preciado que tengo en la vida, jarýi. Cuídamela. Por supuesto, hablaba de ti. Tu jarýi le prometió que te protegería con su vida. Aitor, muy emocionado, le agradeció y le pidió: Dile que la amo y que no me olvide. Dile que volveré por ella.
Las lágrimas se deslizaban sin fin por las mejillas pálidas de Emanuela.
—Gracias por contármelo, taitaru. Gracias.
—De nada, mi niña. Y ahora bebe un poco más de caldo, o Aitor te encontrará flaca y fea cuando regrese.
* * *
Después de la huida de Aitor, Emanuela no volvió a sonreír. Una seriedad sempiterna le transformó las facciones, y, en pocas semanas, perdió el aire de inocente alegría para adoptar uno amargado. Se movía con sigilo, hablaba poco, comía frugalmente y se dedicaba por completo a su trabajo como curusuya en el hospital y a aprender el oficio de paje con su abuelo. No volvió a pronunciar el nombre de Aitor, ni siquiera en un descuido, aunque todos intuían que en su mente lo repetía de continuo. Su tiempo libre lo pasaba en la iglesia, de rodillas en la capilla de la Asunción de Nuestra Señora, rezando por él. Se había convencido de que, por ser mujer, la Tupasy María la comprendería mejor que Tupá, que era hombre.
Detrás de esa fachada tranquila y severa, el espíritu de Emanuela agonizaba. En ocasiones, despertaba en medio de la noche y se decía que se había tratado de una pesadilla, que Aitor estaba en el monte, aserrando, y que volvería a ella en unos días. Entonces, miraba el sitio vacío, donde solía colgar su hamaca, y comenzaba a llorar quedamente, para no despertar a sus padres, ni a Bruno. Era en los únicos momentos en los que se permitía llorar, esos, y cuando visitaba la cascada de ella y Aitor. Se sentaba detrás del chorro. Al principio, embelesada con los recuerdos, se permitía unos minutos de dicha. Se tocaba los pechos y recordaba los besos que habían compartido, y también las palabras de amor. Hasta que la realidad le caía encima, como el agua de esa cascada sobre las piedras, y el conjuro se desvanecía, dejándola sola, triste y vacía.
Sus animales, que percibían el dolor que la atravesaba, la seguían a sol y a sombra, en respetuoso silencio. En ocasiones, Miní la buscaba para jugar, como en el pasado, y Emanuela le palmeaba la cabeza y seguía con sus actividades.
Una mañana, Kuarahy no tuvo fuerzas para subirse al lomo de Timbé; tampoco aceptó la leche caliente con pan mojado que tanto le gustaba. Emanuela lo acunó en su regazo y no probó de curarlo con las manos; era en vano, Aitor se había llevado su don sanador. El kinkajú se durmió alrededor del mediodía y unas horas más tarde, Emanuela supo que su corazón se había detenido para siempre. Bruno lloró a sus pies, lo mismo Malbalá, mientras Laurencio abuelo los contemplaba con desconsuelo. Emanuela, en cambio, no derramó una lágrima. Permaneció sentada en la enramada con el animalito sobre las piernas. Acariciaba la piel suave de Kuarahy y miraba hacia delante, a un punto fijo, sin pestañar. Bruno intentó quitárselo, y ella se cerró sobre el kinkajú, impidiéndoselo. Más tarde, ya de noche, Malbalá se lo pidió para enterrarlo, y Emanuela le contestó simplemente «no». Laurencio abuelo no se atrevió a acercarse; a veces, desde que Emanuela había cambiado tan radicalmente, temía que estallase en cólera y le echase en cara no haber amado a Aitor.
—Ve a buscar a tu jarýi —le pidió Malbalá a Bruno, que volvió al rato con Vaimaca a la zaga.
La mujer se sentó en un tocón, junto a Emanuela, y le acarició la sien. Le cantó una canción abipona que se entonaba en los entierros. Un silencio se cernió al final de la melodía, tenso para todos, excepto para Emanuela, que seguía acariciando al animalito muerto y mirando a la nada.
—¿Qué deseas hacer, Manú? —preguntó, al cabo, Vaimaca.
—Cuando él regrese, Kuarahy ya no estará, y él se pondrá muy triste.
Nadie necesitó que explicase que se refería a Aitor.
—Sí, mi niña —concedió la anciana—. Pero Aitor sabía que Kuarahy estaba viejo y cansado. Ya tenía derecho a reposar.
—No quiero separarme de él, jarýi. Es como si…
—¿Como si qué, mi niña?
—Temo enterrar a Kuarahy —admitió, y por primera vez en muchas horas, giró la cabeza para mirar a la mujer.
—¿Por qué, Manú?
—Porque fue el primer regalo que él me hizo, cuando yo era muy pequeña. También me trajo a Miní y a Saite, pero eso fue después. Kuarahy fue el primero que puso en mis manos, y no puedo dejar de pensar en la manera en que me miraba mientras aguardaba a que yo se lo agradeciera. No sé si lo hice debidamente. Quiero decir, no recuerdo si le agradecí con la devoción que él merecía, porque en verdad me había hecho muy feliz dándomelo. Pero sobre todo porque era él quien me lo daba, él, que era mi hermano favorito, a quien yo más amaba. A quien más amo en este mundo.
Malbalá, Bruno y Laurencio la contemplaban con azoro, pues, desde la huida de Aitor, era el discurso más largo que había pronunciado. Que declarase abiertamente que amaba a Aitor más que a nadie, no los tomaba por sorpresa; sin embargo, los conmocionaba porque empezaban a vislumbrar el amor que la unía a él, mucho más poderoso de lo que habían sospechado.
—Recuerdo cuando Aitor lo puso en tus manos. Estabas en mi casa esa tarde, ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
—Le echaste los brazos al cuello, como sueles hacer con los que quieres, porque nunca escondes que amas a los que amas, y lo besaste en la mejilla varias veces. Él reía, muy avergonzado, la cara enrojecida, y te abrazaba con torpeza. En realidad, no sabía bien qué hacer con tanta fiesta que tú le prodigabas.
—¿Crees que le agradecí lo suficiente, jarýi?
—Sí, mi niña. Aitor fue feliz en ese momento. Muy feliz, como siempre que tú estabas con él.
Asintió con movimientos lentos y la vista en el cuerpo inerte del kinkajú.
—No puedo dejar de sentir esta desazón, jarýi.
—¿Qué desazón, mi niña?
—Que si entierro a Kuarahy… él no volverá a mí.
—Volverá, Manú. No es Kuarahy lo que lo une a ti, sino ese amor que él te tiene desde el instante mismo en que naciste.
—Cuéntame de nuevo, jarýi. Cuéntame de cuando él no se movía de mi lado, cuando yo estaba en tu casa, bajo las plumas de pato.
—No se movió de tu lado durante días. Ni siquiera admitía dormir en una hamaca, porque debíamos colgarla lejos de tu vasija. Yo le armaba un lecho con mantas junto a ti, y sé que él estaba incómodo, pero no se quejaba. Solo una vez conseguimos que te dejase, y fue porque quería rezarle a Tupá para que vivieras.
—¿Aitor le rezó a Tupá?
—Sí, mi niña. Después tu sy consiguió llevarlo al arroyo para bañarlo porque apestaba. Lo convencimos diciéndole que su olor te desagradaría. Después volvió corriendo a tu lado. Yo pensé que, inquieto como era, se olvidaría de ti pronto y se marcharía a hacer sus cosas. Pero no. Permaneció días y días a tu lado, y cuando tu sy te amamantaba, él te besaba la cabecita. No permitía que nadie, excepto tu sy o yo, te tocase. Y cuando le decíamos que tal vez tu familia estaría buscándote, se enfurecía, los ojos amarillos se le encendían, y gritaba ¡no!, y nos mandaba callar a todos. Siempre ha sido de ese modo contigo, Manú, como un guardián muy celoso, que solo te quiere para él.
—Amor mío —susurró Emanuela, y solo Vaimaca la escuchó—. Jarýi, ¿crees que él esté bien? Han pasado casi tres meses y seguimos sin noticias. Estoy tan angustiada —admitió, por fin.
Vaimaca le acarició la frente.
—¿Recuerdas cuando se pasaba semanas en la selva, aserrando?
—Sí.
—¿Y que siempre regresaba a ti sano y salvo?
—Sí.
—Esta vez será igual, solo que le tomará más tiempo volver.
—¿Qué ocurrirá si nunca descubrimos quién fue el verdadero asesino de la esclava?
—Eso no lo detendrá, Manú. Tú deberías saberlo, mi niña. Y ahora permítele a Kuarahy descansar para siempre. Se lo merece, después de haber vivido muchos más años de los que debía vivir, y que los vivió para estar contigo, por lo mucho que te quería.
—Está bien —susurró de manera casi inaudible.
—¿Dónde quieres que descanse?
—Si mi sy me lo permite, quisiera que descasase en el avamba’e, bajo el ñangapiry. A Kuarahy le encantan sus frutos.
Malbalá se aproximó con una sonrisa temblorosa y le acarició la mejilla.
—Sí, mi niña. Tu Kuarahy puede descansar bajo el ñangapiry. Bruno —dijo, y se volvió para hablarle—, ve y pídele a los pa’i que te presten una pala. Y te vas derechito a cavar una tumba bajo el ñangapiry.
—Como mandes, sy.
Era noche cerrada. Laurencio y Malbalá sostenían unas antorchas de resina, mientras Bruno abría un pequeño foso junto al tronco del árbol, cuyos frutos habían hecho las delicias del kinkajú. El padre Ursus, enterado por el menor de los Ñeenguirú de la muerte de Kuarahy, decidió acompañarlos durante las exequias, y dijo unas palabras mientras Emanuela depositaba el cuerpo de animal envuelto en un lienzo en el fondo del pozo. La niña permaneció de rodillas sobre la tierra removida, con el brazo estirado, la punta de los dedos en contacto con el cuerpo frío del animal a través de la tela.
—San Francisco de Asís —dijo el sacerdote— llamaba a los animales mis hermanos, y los trataba como tales. Ellos también son criaturas del Señor. Kuarahy era un hermano para todos nosotros, un fiel amigo de Bruno y de Manú, una bestiecilla alegre y divertida, que nos hizo reír y rabiar a veces, pero que siempre nos quiso y nos fue fiel. Que su recuerdo nunca muera entre nosotros.
—Amén.
Ni siquiera Saite, el más apegado a Emanuela, regresó esa noche a la casa. Timbé y Miní se echaron junto al montículo de tierra. Libertad y Saite se acomodaron en una rama de la planta de la pitanga, o ñangapiry. Los cuatro, arrullados cada tanto por los graznidos tristes de la caburé, acompañaron a Kuarahy en su primera noche lejos de la casa de los Ñeenguirú.
* * *
Ursus regresó a la casa de los padres y se encontró con Santiago de Hinojosa, que escribía a la luz de una vela la respuesta a la carta del obispo, detuvo el rasgueo de la péñola y levantó la vista.
—¿Cómo estuvo aquello? —preguntó, en referencia al entierro de Kuarahy.
El jesuita se quitó el poncho y suspiró.
—Muy triste, amigo mío. A mi pobre Manú, las pérdidas no le dan respiro.
—Y ahora el obispo pidiéndotela para él.
—¡Sobre mi cadáver! —masculló el hombre, sacando a relucir la dureza vasca que él se esforzaba por sojuzgar—. La quiere por un capricho —declaró, y miró en torno para asegurarse de que estuviesen solos—. La quiere para usarla como su sierva personal, lo sé. No desea el bien de ella, ni su felicidad. Él y su hermana la quieren para que les cure los achaques de viejos y les haga compañía. Y que arda en el infierno si permito que Manú tenga un destino tan cruel. No la he educado con tanto esmero para que este la use como una sierva. ¿Cómo va la carta?
—Bien. En breve la termino. Creo que no tendrá opción más que quedarse con las ganas de tener a Manú.
—Se armará la de Dios es Cristo, lo sé. Y a todos los problemas que enfrenta la orden, yo le agregaré un conflicto con el obispo a causa de una niña blanca.
—La Compañía de Jesús —habló Hinojosa, con acento tranquilo— siempre se ha caracterizado por no hacer la corte a los obispos y por tratar directamente con el papa. Esa ha sido una de las fuentes de nuestros problemas más graves, la envidia de los prelados. Además, sabemos que el actual obispo de Asunción no es gran amigo de nuestra orden. ¿Por qué cederle nuestro tesoro a él?
—¡Muerto antes de cedérsela! —ratificó Ursus—. No a él. Se lo prometí… —Cerró la boca y se dejó caer en la silla junto a Santiago.
—A Aitor, ¿verdad?
Ursus asintió con los ojos cerrados, y el latigazo de dolor que lo asolaba cada vez que lo recordaba se sintió con más fuerza en el estómago. Se prepararía un bebedizo con la harina de conchillas que le había traído Emanuela días atrás, cuando le comentó acerca de sus malestares estomacales.
—Estás preocupado por su suerte, ¿verdad?
—Sí, por eso y porque no hemos podido dar con el verdadero asesino.
—A ver, querido amigo, repasemos el listado de los enemigos de Aitor. El primero, su padre, aunque cueste decirlo.
—Tiene una coartada de fierro. Su hijo Bartolomé y su nieto Laurencio aseguran que estuvieron todos juntos en la herrería terminando un trabajo.
—¿Qué hacía Laurencio nieto en la herrería si él es ebanista?
—Lo mismo le pregunté yo, y me dijo que necesitaba una pieza de hierro para terminar un bargueño que debía enviar a la misión de San Cosme al día siguiente. Escribí al capellán de San Cosme, y me confirmó lo del dichoso bargueño.
—¿Qué dices de la muchacha esa, la tal Olivia?
—Afirma que, después de descubrirlo fornicando con María de los Dolores, regresó a la cotiguazu y que no volvió a salir hasta la mañana siguiente para ir al tupâmba’e. Varias mujeres confirmaron su relato.
Cayeron en un silencio en el que los dos reflexionaban acerca de los hechos y los repasaban una y otra vez en sus mentes.
—¿Y si se tratase de alguien que no vive en la misión? —postuló Santiago—. ¿Y si se tratase de un enemigo que Aitor se hizo en sus largas estadías como aserrador? Sabemos que pasa tiempo en los puestos, incluso en los de los criollos y españoles. Nada sabemos de sus actividades cuando está lejos de casa.
—Sí —admitió Ursus—, podría ser. No es mala tu teoría, amigo mío.
—¿Qué hay del capataz de la estancia de Amaral y Medeiros? Él sí que tiene motivos para odiarlo. Le quitó a la mujer que estaba vejando y le clavó una flecha en el culo. Suficiente para humillar la hombría de cualquiera, ¿no crees? Sin contar que su patrón debió de darle como mínimo un mamporrazo por haberle hecho perder a una india encomendada.
—Sí, tienes razón. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Mañana mismo enviaré un recado a casa de Vespaciano y le pediré audiencia.
—¿Acaso no había viajado a Buenos Aires?
—Sí, pero con suerte, tal vez ya haya regresado.
* * *
Una vez llegado al río Bermejo, Aitor se cuidaba de mantener la barba a raya tal como le había aconsejado su abuela. Juntaba semillas del ybaro, o árbol del jabón, las mezclaba con agua en un recipiente —una calabaza o el cráneo de algún animal— y, al estrujarlas, obtenía una espuma que suavizaba la rasurada a cuchillo; su bella navaja, obsequio del padre Ursus, se había perdido para siempre.
Usaba el reflejo del río, oscuro y rojizo, para quitarse el vello malamente, y, durante todo el proceso, evocaba a su Jasy, cuando ella lo afeitaba con una destreza que lo sorprendía, y las cosas que le contaba mientras le deslizaba la navaja por el cuello y el rostro, y la paz que él experimentaba con la cabeza apoyada en su vientre y cómo se entregaba a sus cuidados con una confianza que solo en ella depositaba. No había bálsamo de romero, laurel y menta para completar el trabajo, por lo que se enjuagaba los restos de espuma y se quedaba mirando fijamente su imagen, aunque en realidad, era la de ella la que veía, porque no quería olvidar sus rasgos, ni sus gestos, ni cuando, confundida, fruncía el entrecejo y ladeaba la cabeza; ese era uno de sus favoritos. Pensarla le arrancaba las pocas sonrisas de los últimos tiempos. Sin embargo, en ocasiones, pensarla le resultaba tan doloroso que intentaba olvidar, arrancarla de sus retinas, de su mente, de su corazón, lo que se demostraba una empresa imposible.
Una tarde, inmerso en sus memorias, de cuclillas en la marisma, con la vista fija en el agua que iba y venía, escuchó un crujido a sus espaldas. Insultó por lo bajo, odiándose por haber bajado la guardia y por haberse expuesto. Lentamente, se puso de pie y giró sobre sus pies con cuidado. A unas dos varas, un grupo de indios —contó siete— lo apuntaba con flechas y lanzas. Lo estudiaban en silencio, y Aitor hizo otro tanto. Eran hombres jóvenes, bastante altos, algunos más que él, con cuerpos fornidos y saludables, cuyas pieles oscuras brillaban a la luz del mediodía. Le llamaron la atención sus frentes, muy extendidas, hasta que se dio cuenta de que se habían rasurado el cabello; entonces recordó las historias de su jarýi Vaimaca, y de cómo los de su tribu se lo rasuraban, no solo delante, sino por detrás, extendiendo la nuca. Sus rostros estaban cubiertos de tatuajes negros, lo mismo sus brazos y piernas, y todos llevaban el tembetá, un canuto de paja o de madera que les colgaba debajo del labio inferior, para lo cual se perforaban la carne con un hierro candente, costumbre que también practicaban los guaraníes, y que había caído en desuso con la influencia de los padres. Como aún hacía frío, cubrían sus torsos con unas especies de ponchos fabricados con pieles de nutria. Plumas coloridas les adornaban la cabeza y el cuello, y colgaban de los lóbulos de sus orejas. Iban descalzos.
—Soy hijo de Malbalá —habló Aitor en un abipón fluido, pero en el cual esos hombres, si en verdad eran abipones, distinguirían un acento extraño— y nieto del cacique Icholay, sobrino de Añapiré y de Payquín. He venido hasta aquí desde muy lejos, para conocerlos. Mi nombre es Aitor Ñeenguirú.
Los hombres volvieron a estudiarlo a la luz de la información que el forastero acababa de proporcionarles. También observaban sus caballos, pues para los abipones esa bestia representaba poderío y virilidad.
—Dices que eres nieto del gran Icholay —habló uno de ellos, cuyo plumaje presentaba el aspecto más rimbombante—. ¿Cómo sabemos que no mientes?
—Mi abuela Vaimaca me dijo que ustedes sabrían reconocerme.
—Aproxímate.
Aitor caminó con pasos medidos, pero seguros, y jamás apartó la vista del que le había dirigido la palabra. Mostrar debilidad a esos hombres famosos por su ferocidad podía costarle la vida. Respetaban el coraje y el arrojo. Se detuvo a pocos palmos, y fue testigo del impacto que su rostro les causó. Tal vez, coligió, semejaba a su abuelo o alguno de sus tíos.
Le hicieron una seña para que los siguiera. Aitor fue a buscar a sus caballos y caminó detrás de ellos, que cuchicheaban sin que él pudiese comprender lo que decían. Montó cuando los demás lo hicieron, y condujo su montura a un paso de marcha, como el de sus guías. Cada tanto, alguno se volteaba y lo contemplaba, y Aitor intentaba deducir si lo hacía con malicia o con curiosidad. Sus sentidos se mantenían alerta, bajar la guardia podía significar perder la vida en esos parajes desconocidos. Estos hombres o bien estaban llevándolo a conocer a su abuelo, o bien a una muerte horrenda. Sabía que ningún botín de guerra era mejor para un abipón que la cabeza de su enemigo. ¿Y si su abuelo lo rechazaba? Después de todo, Vaimaca y sus cuatro hijas habían abandonado la tribu. Estaba a punto de enfrentarse a su destino, y solo un nombre le vino a la mente: Jasy.
Cuando el desánimo y el sol implacable comenzaban a corroerle las fuerzas, se abrió un claro en el bosque, y una laguna de aguas cristalinas brilló ante sus ojos. Sin advertir al grupo, condujo a sus caballos a la orilla y, al igual que ellos, bebió y llenó el odre. El agua era exquisita, fresca y sin el sabor a lodo del Bermejo. Levantó la vista, y descubrió que el grupo lo contemplaba desde la otra orilla. Se incorporó y los siguió.
—Estamos llegando —le informó el mismo que le había hablado antes.
Penetraron en una zona boscosa y avanzaron por un camino trazado a fuerza de surcarlo. A poco andar, se abrió otro claro, ocupado por casuchas construidas por las totoras que Aitor había visto crecer en abundancia a orillas del Bermejo. Las gentes salían de sus viviendas y se reunían en pequeños corros para intercambiar opiniones mientras lo analizaban. El grupo se detuvo y desmontó; Aitor hizo lo mismo. Lo convocaron con una seña y lo guiaron hasta la choza más espaciosa, en cuyo ingreso se destacaba un arreglo de plumas multicolor que indicaba la jerarquía del propietario.
—Espera aquí —le indicó su interlocutor, y a continuación solicitó permiso para ingresar. Lo hizo solo; los otros seis rodearon a Aitor en silencio.
Minutos más tarde, un hombre levantó la estera que cumplía la función de puerta y se detuvo a unos pasos, bajo un techo de hojas. A esa distancia, y con la sombra que lo cubría, Aitor solo apreció que no era joven, quizá ya habría superado largamente la cincuentena de años; no obstante, se lo veía esbelto y saludable. El hombre avanzó hacia él, y fue el turno de Aitor de impresionarse: sus ojos eran del mismo color amarillo que los de él. La similitud no acababa allí: el corte de la cara, lo achinado de los ojos, las cejas triangulares, la nariz delgada y recta, que luego se ensanchaba en las fosas nasales, el mentón robusto, en todo se parecía a ese desconocido. Sin duda, el hombre y las gentes que, poco a poco, se cerraban en torno a él, descubrían también las semejanzas.
—Me informa Quebadín que aseguras ser mi nieto.
—¿Tú eres el gran cacique Icholay, padre de Añapiré y de Payquín?
—El mismo.
A la mención de esos nombres, se levantó la puerta de totoras, y dos abipones se apostaron a los costados de Icholay.
—Pues entonces, sí, soy tu nieto. Hijo de tu hija menor, Malbalá, la que tuviste con Vaimaca.
—¡Ah, esa traidora!
—Mi abuela Vaimaca es la mujer más valiente y noble que conozco. Te pido, con respeto, que no la insultes.
El hombre frunció el entrecejo, más bien confundido que enfadado.
—Abandonó a su pueblo —adujo el cacique.
—Porque tú la despreciaste y tomaste a una nueva mujer.
—Es mi derecho como cacique. Puedo tener varias mujeres.
—No niego tu derecho. Pero ella te había dado seis hijos, y tú la hiciste a un lado y la humillaste. Ella me confesó años atrás que te amaba y que te respetaba como a ninguno de su pueblo, y que no soportaba verte con la otra, que por eso se fugó.
La declaración pareció complacerlo, y una sombra de sonrisa le cruzó por los labios.
—¿Cuál es tu nombre?
—Aitor Ñeenguirú.
—¿Aitor? ¿Qué clase de nombre es ese?
—Es nombre de otro pueblo, de uno tan lejano que es necesario cruzar el océano infinito para llegar. Significa patriarca o noble.
—¿De dónde vienes, Aitor Ñeenguirú?
—Nací y me crié en una misión con los jesuitas, en una doctrina llamada San Ignacio Miní. Está sobre la orilla derecha del Paraná.
Sin duda, se dijo Aitor, la última pieza de información lo había disgustado. Su gesto se había endurecido, y achinaba los ojos del mismo modo que él cuando se enojaba.
—¿Por qué has venido?
—Tuve que huir de mi pueblo, y mi abuela Vaimaca me dijo que ustedes me recibirían.
—¿Huir? ¿Por qué?
—Me acusan de un asesinato que no cometí. Si no huía, los españoles me habrían ahorcado.
—Malditos hombres barbados —masculló el cacique, y escupió al costado—. ¿Tienes mujer?
—Sí.
—¿No vino contigo?
—La dejé al cuidado de mi madre y de mi abuela.
—¿Tienen hijos?
—No todavía. Ella es muy joven aún.
—Entonces, ¿hace poco que estás con ella?
—No, ella es mía desde el día en que nació.
El cacique levantó las cejas en señal de asombro, y desveló un poco más los ojos. El parecido seguía asombrando a Aitor.
—¿Eres cazador?
—El mejor de mi tierra.
—Y, por lo que veo —dijo, y con la barbilla apuntó a los caballos de Aitor—, también sabes montar.
—Sí.
—Estos son mis únicos hijos varones —sin volverse, los presentó—, Añapiré y Payquín.
El primero era muy alto, más que el padre, y en sus facciones Aitor descubrió las de su abuela. El segundo le recordó a su tía Senaqué, de pómulos salientes y boca ancha y carnosa. Al igual que todos, sus rostros estaban cubiertos por tatuajes.
Aitor inclinó la cabeza en señal de saludo y respeto. Su tío Añapiré se adelantó y le apretó el brazo, no con afecto, sino en la actitud de quien está probando la calidad del músculo, como si se hallase en un mercado de esclavos. También le estudió las manos y le probó la tonicidad de los músculos de las piernas. Aitor sofrenaba la ira y lo dejaba hacer, consciente de que, para los abipones, cada hombre valía según su manejo de la montura, la flecha y la lanza, y eso, en gran medida, se reflejaba en la contextura física.
—¿Cuál es tu oficio? —preguntó Añapiré.
—Soy cazador, aserrador y hachero. —Las últimas dos palabras las había pronunciado en guaraní, porque no conocía su significado en abipón.
—¿Qué significa…?
—¿Aserrador y hachero? Yo soy el que corta árboles para convertirlos en madera para construir cosas. Es un trabajo muy duro, que requiere mucho vigor, además de destreza. En mi tierra, algunos árboles son tan gruesos como aquella vivienda. —Señaló una construcción circular, de unas seis varas de diámetro, que terminaba en un techo cónico—. Después debo arrastrarlos hasta el río y cargarlos en una balsa. En ocasiones me sirvo de una yunta de bueyes, pero mayormente me calzo el arnés en el lomo y los remolco yo mismo. Me paso días lejos de mi pueblo, por lo que, si no supiese cazar y pescar, moriría de hambre.
Payquín, que de los tres poseía la mirada menos intimidante, le preguntó:
—¿Cómo está mi madre?
—Muy bien, a Dios gracias.
—¿Se ha casado de nuevo?
Aitor desvió la vista hacia su abuelo, que permaneció imperturbable ante la pregunta de su hijo.
—Sí.
—¿Con un buen hombre?
—Sí, un buen hombre. Es el curandero del pueblo.
—¿Es un buen curandero?
—Sí, muy bueno. El médico jesuita de la misión siempre está queriéndole sacar las fórmulas de sus medicinas.
—¡Ja! —exclamó Icholay, con aire divertido—. Estos jesuitas… —masculló, y Aitor no habría sabido decir si los despreciaba o los quería.
—Eres bienvenido en mi casa, Aitor —expresó Payquín—. Mi esposa, mis hijos y yo te recibiremos con los honores que merece el hijo de mi hermana Malbalá.
—Gracias, tío.
—No —intervino Icholay—, el muchacho se quedará en mi casa. Pasa. Te daremos de beber y de comer.
Levantó la puerta de totoras, y Aitor entró en un ambiente oscuro con olor a humo y a un cocido de aroma punzante, que le desagradó. A medida que sus ojos se acostumbraron a la penumbra, se dio cuenta de que se hallaba en una habitación ovalada, de unas diez varas en su parte más ancha, y que era el sector principal, donde se desarrollaba la vida en familia, con el fogón a un costado, cerca de una abertura, pieles para acomodarse en el piso y toda clase de trebejos para cocinar y tejer. Una mujer, notablemente más joven que Icholay, removía el contenido de una vasija de barro colocada sobre el fuego. No se volvió para mirarlo hasta que el cacique se lo ordenó.
—Ella es mi esposa, Ariayé. —Aitor inclinó la cabeza y evitó mirarla a los ojos—. Él es mi nieto, Aitor, y vivirá con nosotros por un tiempo, hasta que decida volver con los suyos o bien construir su propia casa y tomar mujer de entre las nuestras.
—Se agradece, abuelo, pero yo ya tengo mujer y me gustaría volver a ella algún día.
—Siéntate, muchacho. —Le indicó unas pieles blancas muy tupidas, como de cordero.
—Abuelo, me gustaría primero ocuparme de mis caballos. Han sido muy fieles conmigo durante todo este largo viaje y no querría descuidarlos.
El hombre sonrió, complacido por la premura del joven.
—Tus tíos ya están ocupándose de ellos. No te apures, que nadie como un abipón para cuidar una montura. Si hay algo que nos destaca de los demás pueblos de estas regiones es que somos los más hábiles jinetes, por eso el hombre barbudo jamás pudo, ni podrá, con nosotros.
Ariayé les sirvió un potaje espeso y de color pardo en el que flotaban pedazos de una carne que Aitor no reconoció, legumbres y maíz. Lo comieron con las manos y lo acompañaron con una tisana tibia bastante amarga. Icholay parecía a gusto con Aitor; este, no obstante, se mantenía alerta y con la mano derecha siempre lista para empuñar el cuchillo. Por muy hospitalario que el cacique se mostrase, Aitor sospechaba que pasarían días, tal vez semanas, antes de que su abuelo eliminase el último escrúpulo y confiase plenamente en él. Podía entenderlo; él habría actuado de igual manera.
A ambos costados del sector principal de la casa, el de forma ovalada, se erigían dos habitaciones circulares, con techo cónico de totoras. En una dormía el matrimonio; la otra le fue entregada a Aitor. Había pertenecido a la única hija que Ariayé le había dado al cacique Icholay, y que se había casado poco tiempo atrás.
Esa primera noche, sintiéndose sucio y miserable, Aitor la pasó en vela, con el cuchillo a mano.
* * *
Entre las gentes de San Ignacio Miní nació un anhelo que nadie manifestaba abiertamente y que todos nutrían en su corazón: deseaban que el luisón regresase. Desde su huida, la niña santa no había impuesto las manos. Algunos murmuraban que él se había hecho con su poder sanador. La veían trabajar incansablemente en el hospital, junto al padre Bansué, o pasarse horas en la enramada de Ñezú, anotando en su cartapacio, con actitud reconcentrada, las recetas y medicinas del paje. La veían trabajar junto a su madre en el avamba’e y también limpiar la casa y preparar los alimentos. La veían en misa por las mañanas, y también deslizarse en la iglesia para pasar un buen rato de rodillas en la capilla de la Asunción de Nuestra Señora. La veían siempre activa y servicial, pero nunca la veían sonreír. La Emanuela de alegría contagiosa y sonrisa perenne había desaparecido. Otra había tomado su lugar, una que semejaba a un ánima en pena.
Nadie se esforzaba tanto en hacerla sonreír como Laurencio abuelo. Le hacía chanzas, le traía pequeños obsequios, le contaba historias y chismes, incluso le regaló una cachorrita de la perra de su hijo Marcos. Estuvieron días buscándole nombre. La llamaron Porã, porque era muy bonita. Vaimaca insistía en que le recordaba a los pompones de algodón que recolectaban en el tupâmba’e, tan blanca y esponjosa era, con ojos negrísimos que se movían con vivacidad. Emanuela se enamoró de la perrita, que la seguía a todas partes y dormía a los pies de su camastro. Timbé, muy triste por la pérdida de Kuarahy, adoptó a la pequeña Porã, que pasaba las horas que Emanuela se ausentaba para ir al hospital acurrucada contra su vientre o subida en su lomo. Miní le tenía celos, por lo que vivía ligándose cachetes o tarascones —estos impartidos por Timbé— cuando lo pillaban molestándola o robándole la comida. Su pasatiempo favorito era arrastrarla de la cola a gran velocidad. Porã chillaba y se contorsionaba para sacarse de encima al carayá. Al final, alguien intervenía —a veces la salvaban Saite o Libertad— y regresaba a la enramada lloriqueando y con su espumoso pelo blanco teñido de una tonalidad rojiza.
Al verla entusiasmada con la cachorrita, Laurencio se ilusionó al pensar que su adorada Manú, poco a poco, recuperaría la alegría. Las esperanzas se desvanecieron con el correr de los días. La niña —para él siempre sería una niña, aunque sangrara y le crecieran los pechos— se encerraba en sí misma, hablaba muy poco, comía cada vez menos y perdía la mirada con mayor frecuencia. En ocasiones, Porã le saltaba en torno y le ladraba invitándola a jugar, y Emanuela no se daba cuenta, hasta que alguien —Bruno, Malbalá o él— le advertía de las fiestas con que la perrita la agasajaba. Entonces, esbozaba una tímida sonrisa, la tomaba en brazos y se alejaba con ella en dirección al arroyo. Volvía al rato, tan silenciosa y alicaída como se había ido.
Laurencio se dio por vencido, y así como él no había logrado insuflar un poco de alegría en su hija adoptiva, esta le contagió la desazón. Comenzó a beber de nuevo a escondidas, y, pese que en ocasiones se presentaba muy tomado, Emanuela no lo notaba, o si lo notaba, no le decía nada, ni le preparaba la infusión de hierba de toro para combatir el vicio. Aun eso habría deseado Laurencio, que Emanuela lo atormentase y persiguiese como en el pasado para obligarlo a abandonar la chicha, porque, sin duda, lo habría preferido a su indiferencia. A la tristeza, se le sumó una ira renovada en contra del bastardo de Malbalá, cuya existencia había sido fuente de humillación para él, un recuerdo constante de la traición de su amada esposa, y cuya ausencia lo desposeía del amor de su hija, su tesoro más preciado. Porque él era el padre de la niña santa, el que la había cobijado en su hogar, alimentado, protegido y amado desde que era una recién nacida.
Un mañana, Laurencio no reunió la fuerza para bajar de la hamaca. Malbalá, al ver que no salía a tomar mate a la enramada, entró a buscarlo.
—No me siento bien —balbuceó, y siguió durmiendo.
Emanuela, que había ido a la primera misa, al regresar y enterarse de que su ru no había ido a trabajar, se precipitó dentro de la casa.
—¿Qué sucede, ru? ¿Te sientes mal?
Sorprendido por el interés de la niña, Laurencio recibió de buen grado el malestar y el debilitamiento que lo postraban. Extendió el brazo y acarició la mejilla bronceada de Emanuela.
—Me siento muy cansado, hijita.
—¿Solo eso?
—Me duelen los músculos, como si alguien me hubiese asestado una paliza.
—Te daré una friega con árnica —resolvió, muy solícita.
—Si crees que eso me hará bien…
—Sí, ru, lo creo.
La salud de Laurencio, además del trabajo y sus tantas obligaciones, la mantuvieron ocupada, sin tiempo para retirarse al único sitio donde se permitía llorar: el lugar secreto del arroyo. No obstante, Aitor la acompañaba como un peso en el alma y en el corazón adonde fuese, y ella estaba segura de que no pasaban dos minutos sin que lo evocase. Es más, ocuparse de la salud de su ru, que ya prácticamente no se bajaba de la hamaca, le traía memorias penosas de cuando lo agredía y lo insultaba. «Engendro del demonio», lo había llamado en más de una ocasión. A su pena, se le sumaba el resentimiento.
—¿Por qué no me tocas, Manú querida, así me curo? —le pidió Laurencio una mañana.
—Te toco siempre, ru —arguyó, y se inclinó para retirar la vasija con agua que su abuelo Ñezú le había indicado que colocase bajo la hamaca del enfermo, día y noche.
—Me tocas para las friegas y cuando me higienizas, pero no me tocas con tu poder.
Emanuela salió de la casa con la vasija y volvió al cabo, después de haberle cambiado el agua. La colocó bajo la hamaca en silencio.
—Tócame con tu poder, hija —persistió Laurencio.
—Mi poder ya no existe, ru.
—Él se lo llevó —masculló entre dientes.
—Él se llevó mi corazón, ru, y, sin él, no tengo poder. Además, tú no estás enfermo de un mal que yo habría podido curar. Si te hubieses lastimado, roto un hueso o enfermado de tercianas, tal vez habría podido ayudarte. Pero tu mal no es del cuerpo, sino del alma, que está triste y llena de malos recuerdos. Y yo no puedo curar eso, los malos recuerdos —explicó—. Con eso, tal vez mi pa’i Ursus pueda ayudarte, pero yo no.
* * *
Entre los abipones, Aitor había conocido algo que se le había negado desde el nacimiento: reconocimiento y admiración. La confianza de su abuelo Icholay llegó pocos días más tarde de su llegada, cuando se alejaron de la aldea para cazar. Los abipones, por ser jinetes, se servían de la lanza, y no eran muy hábiles con el arco y la flecha, difíciles de manejar al galope. Aitor, entrenado en el uso de esa arma para la caballería, los dejó estupefactos al desplegar una habilidad que sus huéspedes creían imposible: montando a gran velocidad, sin sujetarse de las riendas, se irguió apenas en los estribos —elemento que el abipón no utilizaba— y mató en una sucesión rapidísima dos jabalíes de una manada.
Icholay saltó del caballo y se aproximó a la montura de Aitor, que le devolvió la sonrisa.
—¡Qué gran hombre eres, Aitor! ¡Estoy orgulloso de ser tu abuelo! —Aitor inclinó la cabeza y siguió sonriendo—. No me mentías cuando me decías que eras el mejor cazador de tu tierra. ¡Y tal vez lo seas de la mía también! ¿Quién te enseñó esas destrezas?
—El corregidor del pueblo, mi tío Palmiro, él me enseñó a usar el arco y la flecha. Montar se lo debo a mi pa’i Ursus, él me enseñó. Es un gran jinete.
—Estos jesuitas… —farfulló el cacique, aunque, en esa oportunidad, sonreía con aire benevolente.
La noticia de que Aitor había cazado dos jabalíes, suficiente para alimentar a todo el pueblo, fue recibida con una algazara a la que el homenajeado no estaba acostumbrado. Las mujeres lanzaban unos chillidos agudos, que al final se convertían en un ululato gracias a unos movimientos veloces y diestros que hacían con las lenguas. Sonaban maracas y flautas hechas de caña, que aportaban al desconcierto general. Aitor recibía el estruendo con una sonrisa porque nunca se había sentido tan admirado, ni respetado. Los hombres le reconocían la hazaña dándole palmadas en los hombros y en la cara; las viejas lo contemplaban con cariño, y las más jóvenes, aún solteras, le lanzaban vistazos invitantes, porque si algo había aprendido en ese tiempo era que las abiponas no conocían la vergüenza. La mayoría se tatuaba a muy temprana edad, catorce, quince años, como símbolo de belleza que atraería un buen marido. Los hombres, en cambio, lo hacían para intimidar al enemigo.
Las costumbres de los abipones eran una fuente de continua sorpresa para él. Con el paso del tiempo, se dio cuenta de que no reconocían autoridad alguna. Si llamaban cacique a Icholay, era porque se destacaba por su valor en batalla, porque más bien era un jefe para la guerra, no para la vida civil. Bastaba un acto de cobardía o un error para que le diesen la espalda y eligiesen a una nueva cabeza que los condujese en sus eternas luchas con los hombres barbudos, como llamaban al blanco, o con sus vecinos, que eran varios: mocovíes, tobas, vilelas, lules, calchaquíes, y cualquiera que les disputase el territorio y las fuentes de agua, o jagüeles, como los llamaban, que en época de sequía se convertían en la diferencia entre la vida y la muerte. Nadie, ni siquiera el español con sus armas de fuego, se aventuraba en territorio abipón sin negociar con ellos. Su ferocidad y destreza en batalla los precedía.
Así como acataban a ciegas las órdenes del jefe militar, en los demás aspectos de la vida, cada abipón era señor de sí mismo, y a esto Aitor lo encontraba de su gusto. Nunca había experimentado una libertad tan profunda como entre esas gentes, libertad de la que no solo gozaban los varones, sino también las mujeres, porque si dejaban de desear a su esposo, podían abandonarlo y buscarse uno nuevo, y nadie armaba escándalos. Aitor no habría soportado que su Jasy lo dejase y se uniese a otro, pero, pensando en Malbalá, atada a Laurencio abuelo de por vida, habría deseado que los jesuitas semejaran más a los abipones en ese sentido. No comprendía por qué el matrimonio no se podía romper si la pareja era infeliz.
El momento de mayor excitación llegó cuando su abuelo le anunció que los pomberos, o espías, que se desplazaban por el territorio sin ser vistos, le habían advertido que una columna de tobas, como los llamaban despectivamente, había ingresado sin autorización y que andaban cazando a diestro y siniestro.
—Sé que formas parte de la caballería de tu pueblo, Aitor —expresó Icholay—, pero ¿has estado alguna vez en batalla, hijo mío?
—No, abuelo.
—Entonces, cuando ataquemos a esos infames, será tu bautismo de fuego.
Un escozor le recorrió el cuerpo, un poco por miedo, otro poco por anticipación y entusiasmo. En el miedo estaba sellado el nombre de su Jasy, porque si perdía la vida en esos parajes, no volvería a verla, y eso lo aterraba. Sin embargo, no podía negarse. Decepcionar a su abuelo le habría resultado intolerable, sin contar que su espíritu combativo y viril lo tentaba a formar parte de la lucha y, por fin, convertirse en un guerrero. Aitor, que había estrechado lazos muy fuertes con sus primos, hijos de su tío Payquín —Quebadín, el que lo había encontrado a orillas del Bermejo y lo había interrogado, Navedañac y Nedlanigrín—, prometió permanecer cerca de ellos durante la contienda y responder a las órdenes del mayor, que comandaba un grupo de veinte guerreros.
La noche antes de la batalla, no lograba conciliar el sueño. Como de costumbre, cerraba los ojos y la imagen de Jasy, la última de ella, desarmada por el llanto y la pena, lo invadía con la fuerza y la violencia de una cuchillada. Intentaba reemplazarla por alguna feliz, de las que tenía tantas, sin éxito. El rostro transfigurado por la pena, la angustia y el terror de su adorada Jasy lo llevaba sellado a fuego en el corazón y en la mente. Aunque, en verdad, era el recuerdo de sus alaridos lo que lo inquietaba y le espantaba el sueño. Agudos, profundos, desgarradores. Lo habían conmocionado en aquel momento y lo seguían conmocionando meses más tarde. Finalmente, ella se había calmado, él la había calmado. Recordaba el calor de sus manitas, que se apretaban a sus brazos, cerca del hombro, y el modo en que los espasmos le sacudían la cabeza. Esa imagen lo fue conduciendo a través de las últimas palabras que habían intercambiado. «Óyeme bien, Jasy. En estos días te dirán cosas muy feas de mí. Tengo muchos enemigos que quieren desprestigiarme. Prométeme que tú no darás crédito a nada de lo que te digan». «Te juro que no daré crédito a nada de lo que digan en tu contra». «Si tú crees en mí, entonces tengo la fuerza para enfrentar lo que se me viene encima». «Creo en ti, amor mío». Resultaba paradójico que hubiese sido feliz en el instante en que su vida se desmoronaba solo porque ella lo había llamado «amor mío». «Dímelo de nuevo. Dime amor mío». «Amor mío, amor mío. Amor de mi vida. Te amo, Aitor». «Espérame, Jasy. Volveré por ti». «Te esperaré la vida entera, si es necesario». Aitor se cubrió los ojos y lloró en silencio, consciente de que en ese llanto se mezclaban lágrimas de alegría con otras de profunda tristeza. Ese amor desesperado que ella le había inspirado siempre, desde que tenía cuatro años, era correspondido, y con creces. Su Jasy, el ser más noble y perfecto que pisaba la tierra, era de él, del luisón con alma negra. Y estaba esperándolo, guardándose para él. ¡Ah, cuánto la echaba de menos! Lo atormentaba pensar que el obispo se la hubiese llevado o que algo malo le sucediese. Confiaba en Vaimaca, en que la preservaría para él. Sin embargo, la fe en su abuela no conseguía borrar las premoniciones oscuras que lo asolaban.
Lo venció el cansancio y durmió unas horas antes de que su abuelo lo despertase para iniciar la marcha que los conduciría a los lindes del territorio, donde los tobas se habían instalado. Avanzaron durante la jornada, bajo un sol abrasador, en un paraje más agreste que el de la selva, con otros olores, colores y sonidos. Guardaban silencio. A Aitor le molestaba la vincha ancha y gruesa de cuero que su primo Quebadín le había sugerido que se ajustase en torno a la cabeza para evitar las espinas de los árboles, que eran más bajos y de hojas más pequeñas que los de la selva. Lo molestaba y lo acaloraba. No obstante, intentaba mantener la concentración. Quería volverse uno con ese ambiente como lo era con el monte, donde se sentía amo y señor porque lo conocía como pocos, porque respiraba al mismo ritmo y se movía a la misma velocidad. Pendiente de un nuevo olor, de una rama rota, de huellas, de cualquier cambio que le indicase que estaban espiándolos, movía la cabeza con lentitud hacia uno y otro lado y aguzaba los ojos. Así como el cacique Icholay se servía de pomberos, los tobas debían de hacer lo mismo.
Cayeron sobre los invasores aprovechando la luna llena y cuando el campamento ya dormía. Sin embargo, la reacción del enemigo fue rápida, como si estuviesen esperándolos, y de inmediato se pusieron a tono en la lucha. Grandes jinetes al igual que los abipones, los tobas, o kom, que así se denominaban ellos, constituían un rival de ley, al que había que respetar y mostrar el lado más fiero para amedrentarlos.
La sangre de Aitor fluía con velocidad soliviantada por los aullidos de guerra que lanzaban ambos bandos y por el denuedo con que se enfrentaban. Él, con su habilidad para galopar y disparar con el arco y la flecha, desmontó a varios. Una lanza le golpeó con poca fuerza en el pecho, pero si no hubiese vestido el escaupil, tal vez lo hubiese herido malamente. También derribó a unos cuantos con la honda, y, al darse cuenta de que los tobas agitaban unas tiras de cuero para lanzar piedras, deseó estudiar de cerca el artilugio. Cuando la contienda estaba llegando a su fin, un indio enemigo, de a pie, lo derribó del caballo y lo comprometió en una lucha cuerpo a cuerpo. El toba, con la parte delantera de la cabeza pelada a la usanza abipona, lo tenía contra el piso, e intentaba insertarle la punta de un cuchillo en el ojo izquierdo. Era vigoroso y se mostraba dispuesto a acabar con su vida. Aitor, de cara al cielo, tuvo una fugaz visión de la luna llena, que esa noche brillaba con una intensidad peculiar, de un blanco esplendente. «Jasy», pensó, y se acordó de sus palabras: «Tú eres el mejor aserrador, hachero y cazador del pueblo, y yo estoy orgullosa de ti. Me siento segura cuando estoy contigo, Aitor». Percibió que una corriente cálida le surcaba los brazos de hachero y que cambiaba la sensación de entumecimiento por una de poder. Con un rugido que desorientó al toba, le mostró los colmillos y le torció la muñeca. Hizo la cabeza a un lado antes de que el cuchillo acabara por tierra. Se lo quitó de encima con facilidad y se arrojó sobre él. No le dio tiempo a reaccionar: desenfundó su cuchillo y se lo clavó en el pecho, con tanta fuerza que sintió cómo rompía los huesos a su paso. Se quedó de rodillas junto al cadáver, la cabeza inclinada y acezante, aunque solo unos segundos. Saltó en pie y corrió tras su caballo, que, como la fiel bestia que era, no lo había abandonado. Se dio cuenta de que la lucha languidecía y de que a luz de la luna se distinguían decenas de montículos que regaban el suelo. Al día siguiente, el sol revelaría los cadáveres con macabro detalle.
* * *
Emanuela se incorporó en su camastro con la respiración rápida y agitada y el cuerpo empapado en sudor. Porã levantó la cabeza y gañó. Saite y Libertad batieron las alas en sus alcándaras. La perrita caminó hasta recostar el hocico en el regazo de su dueña, que la tomó en brazos y le susurró:
—Perdóname si te he despertado, querida Porã. Pero he tenido una pesadilla horrible. Soñaba que él me llamaba y yo no podía encontrarlo. Pero ha sido solo una pesadilla —intentó convencerse y no reparar en el presentimiento que le decía que Aitor la necesitaba.
Se recostó con la perrita pegada al pecho y le rogó a Tupá con los ojos apretados y los labios sumidos que lo preservara de todo mal, hasta que el agüero fue disolviéndose en su pecho y permitiéndole respirar con normalidad.
A la mañana siguiente, le resultaba imposible calmar la inquietud. Quería correr hacia él, comprobar que se hallase bien, abrazarlo con todas sus fuerzas y no dejarlo escapar. La impotencia de no saber adónde ir, ni a quién preguntarle, ni a quién referirle su desazón, la llevó, casi de manera autómata, a la capilla de la Asunción de Nuestra Señora, donde cayó de rodillas y se cubrió el rostro.
—Te imploro, Tupasy María, protégelo, cuídalo, sálvalo, presérvalo. ¿Qué me pides a cambio por devolvérmelo con bien?
Un movimiento a sus espaldas, que alteró el juego de luces y sombras, atrajo su atención. Se dio vuelta, intrigada; la iglesia estaba cerrada y ella había accedido por la sacristía, una prerrogativa con la que pocos contaban. Un mal presentimiento le oprimió el pecho al ver que se trataba de Olivia. No contemplaba la imagen de la Virgen, ni parecía sumida en oración. La contemplaba a ella, fijamente, sin batir las pestañas. La hostilidad de esa mujer la desorientaba. Estaba tan habituada al afecto y al respeto de todos, que la malicia con que la miraba cuando se cruzaban por el pueblo la confundía más que ofenderla. Sospechaba que se trataba de Aitor. Los demás creían que ella era la niña santa, un ser etéreo, incapaz de comprender las cuestiones mundanas de los hombres. Pero ella sabía ver y comprender.
—Olivia —dijo de buena manera—, ¿deseas compartir el reclinatorio conmigo? Acércate, te haré un sitio. —Empezó a desplazarse y se detuvo al escucharla decir:
—Rezas por él, ¿verdad? Por Aitor. ¿Crees que él está pensando en ti? Ya te debe de haber olvidado, como te olvidaba cada noche que se encontraba conmigo en la barraca para que hiciéramos el amor.
Las palabras de la india la alcanzaron como un golpe en la espalda. En verdad, sintió como si alguien de gran fortaleza la golpease con un saco pesado, lleno de piedras. El dolor se expandió por la espalda y se irradió hacia sus miembros, paralizándola; incluso le congeló los pulmones, y cesó de respirar. La vista se le nubló con lágrimas nacidas del padecimiento.
—No deberías sufrir por él, como tampoco debería hacerlo yo, porque nos engañó a las dos la noche en que fornicó con esa esclava, María de los Dolores García, para después asesinarla.
Quería expresar tantas verdades y ninguna emergía de su boca. Las vociferaba en su mente con una claridad que, entre sus labios, se desvanecía. Los sentía rígidos y fríos, lo mismo que sus piernas. Buscó apoyo en el reclinatorio y se conminó a ponerse de pie. Bajó el escalón de la capilla y pasó junto a Olivia sin mirarla. La india la siguió.
—Yo soy la mujer para Aitor —la escuchó decir—. Él a ti no te ve como mujer, sino como un ser superior, que puede redimir su alma negra.
Se giró súbitamente, y la india trastabilló y abrió grandes los ojos negros. Elevó el índice y apretó los dientes para hablar.
—No vuelvas a decir que tiene el alma negra. Tú no lo conoces. Él y yo somos la misma persona, compartimos el alma y nuestros corazones laten al unísono. Su alma es la mía, y la mía, la de él. Su alma es pura, y buena, pero eso es algo que él solo me permite ver a mí. ¡Aléjate, mala mujer! ¡Y no vuelvas a referirte a él en términos despectivos o te pesará!
Temblaba mientras cruzaba la sacristía, y ni siquiera dejó de estremecerse cuando salió al calor de la siesta. La maldad existía, y ella lo sabía, pero, cada vez que la enfrentaba, era como si le restasen un poco de vida. Se sintió aturdida, no sabía adónde ir. Caminó sin rumbo hasta acabar en el cementerio, que visitaba a menudo para llevarle flores a la madre que le había dado la vida en el día de su muerte. Se arrodilló frente a su tumba y leyó la lápida: Emanuela (m. 12 de febrero 1736). Se inclinó y pasó el índice por las letras talladas a cincel. ¿Quién había sido la mujer que le había dado la vida? ¿Por qué se hallaba sola, a orillas del Paraná, a punto de dar a luz? ¿Qué destino tan cruento la había conducido a ese final desastroso? ¿A quién le había entregado su corazón?
—Madre —murmuró en castellano—, madrecita mía. —Luego permaneció en silencio, mientras sus ojos repasaban una y otra vez el espartano epitafio—. Amo a Aitor, madre —se atrevió a pronunciar su nombre después de tantos meses—. Lo amo como a nadie en el mundo, y daría mi vida por él.
Las palabras se precipitaron fuera, y con ellas se evadió un poco de la presión que le dificultaba la respiración.
—Él me advirtió que sus enemigos lo difamarían y me pidió que no les diese crédito. Y yo le prometí que no lo haría. Pero Olivia no es su enemiga, al contrario, creo que lo ama. ¿Crees que debería creerle? Ella dice… —Calló, incapaz de repetir la declaración de la mujer. Pegó el mentón en el pecho y cerró los ojos—. Me habría gustado tanto conocerte, madrecita. —Se puso de pie y tocó la lápida antes de abandonar el cementerio.
El padre van Suerk la esperaba en el hospital. No tenía ganas de ir. La asombró su falta de interés por una tarea que encontraba apasionante. La pesadilla de la noche anterior sumada al encuentro con Olivia en la iglesia la habían dejado vacía; ni turbada, ni triste; simplemente vacía. Solo Aitor le habría devuelto las ganas de vivir.
Sin analizar la falta que cometía al no presentarse a trabajar, se dirigió al único sitio donde recobraría la paz. El lugar secreto del arroyo Yabebirí guardaba memorias que siempre operaban en su ánimo como un lenitivo, aunque la añoranza a veces se tornaba insoportable, y se permitía llorar. Era el único sitio en que lo hacía. No iría bajo la cascada porque allí se volvía más sensible, y ese día necesitaba paz, y no recordar. Sin embargo, batallar para no caer en los recuerdos era un esfuerzo desperdiciado. Sin remedio, su mente voló a otro tiempo, a uno de felicidad en el que él la había tenido abrazada bajo el chorro y la besaba introduciéndole la lengua y haciéndola gemir. «Nunca me cansaré de hacerte el amor, Jasy. Pero se termina agotado, como si hubieses trepado un árbol altísimo. Tienes que esperar un momento para hacerlo de nuevo». «¿Cómo lo sabes? ¿Lo has hecho ya?» «No. No. Ya te dije que me lo explicó mi tío Palmiro. ¿Vamos bajo la cascada?» Él siempre le había hablado de las cuestiones entre un hombre y una mujer con solidez y conocimiento, obtenidos gracias a las lecciones impartidas por Palmiro Arapizandú. A la luz de los comentarios de Olivia, Emanuela empezó a dudar de que Aitor solo repitiese las enseñanzas del corregidor. Se sentó sobre una roca y sacudió la cabeza. Se decía que lo traicionaba por albergar la posibilidad de que él le hubiese mentido. ¿Había estado con una mujer? ¿Con Olivia? ¿Con la esclava asesinada?
—¡No! —exclamó, y apretó los puños contra sus piernas. Le había jurado que no daría crédito a las calumnias de sus enemigos. ¡Qué fácil caía en la trampa! Qué débil era. Con razón Aitor no quería llevarla con él al monte. «Aquello es muy duro, y yo no quiero eso para ti», le había explicado. Bajó el rostro, avergonzada, triste, confundida, y, de manera repetitiva, como cuando rezaba el rosario, recitó en susurros cargados de llanto sus versos favoritos del soneto de Shakespeare, el número ciento dieciséis. No es amor el amor que cambia cuando un cambio encuentra o que se adapta a la distancia al distanciarse. No es amor el amor que cambia cuando un cambio encuentra o que se adapta a la distancia al distanciarse.
—¡Manú!
Emanuela sofocó un grito y giró bruscamente sobre la roca.
—¡Lope! —Se puso de pie y le sonrió.
El muchacho, alto y delgado, corrió hacia ella. Los rizos rubios, que llevaba más largos que de costumbre, se agitaban en el viento. Sus ojos azules brillaban a causa del sol y de la alegría.
—¡Manú! —repitió al detenerse frente a ella, agitado. El rubor en sus mejillas, producto de la corrida, le acentuó la palidez del resto de la cara—. Manú —dijo en un tono quedo, y la abrazó.
Emanuela se puso rígida, no porque le molestase la muestra de afecto de su amigo, sino porque recordaba cuánto lo disgustaba a Aitor que se tomase esas libertades. Lo apartó suavemente; no quería ser grosera. Dios sabía cuánto se alegraba de verlo. Lope era muy querido para ella. Al pasar cerca de su rostro, le olió el aliento, y detectó un aroma familiar, que le recordó al de su ru cuando bebía chicha. ¿Lope tomaba?
—¡Qué dicha verte, querida Manú! Hace meses que no nos vemos. ¿Estás bien? —dijo de pronto, y la sonrisa se le esfumó—. ¿Qué sucede, querida Manú? —La tomó de las manos y la obligó a sentarse de nuevo—. Tienes una expresión muy triste.
—Estoy triste, Lope. Aunque verte es una gran alegría.
—Gracias. Para mí verte es lo mejor que puede pasarme. —Emanuela apretó el entrecejo y ladeó la cabeza—. Pero dime, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué no han vuelto al arroyo?
—Si supieras, Lope… Aitor fue acusado de un asesinato que no cometió y debió huir de la misión. Hace meses de esto y no sabemos nada de él.
—¡Pobre Aitor! ¡Qué desgracia! —se lamentó con sinceridad. Aitor nunca había sido gentil, ni amigable con él; sin embargo, Lope se entristecía por su infortunio.
—¿No has venido con Ginebra?
—No. —Lope irguió la espalda y sus facciones se endurecieron.
—¿Está enferma?
—No. Solo ocupada.
—¿Con qué? ¿Ha empezado a trabajar?
Lope soltó una carcajada que a Emanuela irritó; estaba cargada de cinismo y no de diversión.
—¿Ginebra, trabajar? No, no, Manú. Ella no es como tú, que te levantas con el canto del gallo y trabajas sin parar el día entero. Ella y su madre no saben lo que eso significa.
—Entonces, ¿en qué ocupa su tiempo?
—Por ahora se entretiene organizando su boda.
—¡Oh! —Guardó silencio durante unos segundos—. Ginebra se casará. Es una hermosa noticia. ¿Con quién?
—Conmigo —masculló, sin mirarla, y Emanuela observó que había entrelazado los dedos de las manos y los apretaba hasta volverlos de una intensa tonalidad roja, con manchones blancos. En un acto instintivo, colocó la suya sobre las de él para aplacar la tensión. Lope, enseguida, la aferró y se la besó.
—Manú —dijo, con los labios sobre la mano de ella, que Emanuela retiró ejerciendo un poco de fuerza.
—¿No eres feliz, Lope? —El muchacho negó con la cabeza, sin levantar la vista—. ¿No deseas casarte con Ginebra? Ella es muy bonita y simpática.
—Sí, es muy bonita y simpática, pero no la amo. Prácticamente nos hemos criado juntos. La veo como a una hermana, no como a mi mujer. Además…
—¿Qué, Lope? Dime. Hablar te hará bien, y sabes que lo que me cuentes morirá conmigo.
—Sí, lo sé. Sé que puedo confiar en ti. En nadie confío como en ti, Manú. Es que… Me avergüenzo de lo que siento, de lo que tengo en mi corazón. Yo amo a otra.
—Oh, ya veo. ¿Por qué no te casas con esa otra joven?
—Porque mi padre me mataría antes de que lo hiciese. Desde que Ginebra y yo éramos niños, nuestros padres han planeado la boda. Mi familia se uniría a la de Calatrava, que son personas de alcurnia aunque ahora hayan caído en desgracia, y la familia de los Calatrava se uniría a la adinerada familia de Amaral y Medeiros.
Emanuela jamás había escuchado que la gente se casase por motivos de esa índole, y le resultó extraño, difícil de creer. En la misión, las jóvenes pedían en matrimonio a los jóvenes cuando creían estar enamoradas de ellos.
—¿Ginebra te ama?
—No.
—¿Te lo dijo?
—No es necesario. Lo sé.
—No comprendo, Lope. Tú no la amas, ella no te ama. ¿Por qué aceptan este matrimonio? Después de todo, cuando estén frente al altar, dependerá de ustedes decir sí o no. Y tu padre no podrá hacer nada.
Lope rio por lo bajo, con la vista fija en sus manos de nuevo entrelazadas.
—Tú no conoces a mi padre, Manú. Le temo desde que era un niño. ¿Recuerdas cuando enviabas a Libertad a mi ventana para que me despertase de noche? —Emanuela asintió—. Creo que no sabes el bien que me hiciste con aquella ayuda, querida mía. —La tomó por sorpresa y volvió a besarle la mano—. Creo que si no hubiese dejado de orinarme de noche, mi padre habría terminado por matarme a golpes.
—Entiendo —dijo, y pensó en Laurencio abuelo y en Aitor, que siempre lo había enfrentado; Lope, en cambio, inclinaba la cerviz y obedecía.
—¿Qué dice Ginebra de este matrimonio?
—Nada. Lo acepta y sigue adelante.
—Tal vez sea porque te ama —tentó Emanuela, con esperanza en la voz.
—No, no me ama. Ginebra hará cualquier cosa para satisfacer a su madre. Ella hace y dice lo que doña Nicolasa le indica, sin chistar.
—Y tú, ¿nunca has pensado en hablar con tu padre, explicarle lo que sientes?
—¿Hablar con mi padre? —Lope le imprimió a su gesto una mueca entre divertida y horrorizada—. Es imposible. Somos tan distintos, Manú. Él todo lo entiende a partir de la fuerza, el maltrato, los gritos, los golpes, la mentira y el engaño. Yo, frente a él, me siento como un venado frente a un yaguareté.
—Entiendo —volvió a susurrar—. ¿No tienes a quién recurrir, alguien que podría ayudarte a hacerlo entrar en razón?
—Al único que tengo es a mi tío Edilson, el hermano de mi madre. Pero mi tío es muy parecido a mi padre.
—¿Qué harás, pues?
—No lo sé. Si supiera que la mujer que amo me ama, entonces creo que lograría reunir la fuerza para escapar con ella y hacer una vida lejos de mi padre y de su nefasta influencia.
—¿No se lo has preguntado? A la mujer que amas, me refiero.
—No. Nunca me he atrevido.
—Pues deberías, Lope.
El joven elevó el rostro y levantó las rizadas pestañas negras con un movimiento deliberado que sorprendió a Emanuela. Su mirada había cambiado, como si un hechizo hubiese caído sobre él convirtiéndolo en un hombre seguro y decidido en un santiamén.
—¿Me amas, Manú?
Ella se lo quedó mirando, con la cabeza ladeada. Él rio entre dientes, divertido con la mueca de confusión de ella.
—Es a ti a quien amo, adorada Manú. —Le sujetó las manos y se las besó varias veces y se las pasó por las mejillas sin afeitar.
—¿Has estado tomando, Lope?
Él volvió a reír sin fuerza y la miró con ojos chispeantes.
—Tal vez un poco.
—Pues no deberías. Te hace decir cosas que no piensas. Perder el control sobre nuestras palabras es peligroso.
—Manú, que haya tomado antes de venir aquí no significa que no sepa lo que estoy diciendo en este momento. Te pregunto si me amas porque tú acabas de afirmar que debería preguntarle a la mujer que amo si me ama.
—¡Pero yo no soy esa mujer!
—¡Tú eres esa mujer! —exclamó Lope con una ira repentina que la asustó.
Emanuela se desembarazó de sus manos y se puso de pie.
—Manú, discúlpame. No quise gritarte. Es que me da un poco de grima que no creas que te amo, cuando te he amado desde el día en que te conocí, cuando eras apenas una niña. ¡Es un secreto con chirimías, Manú! Creo que los demás (Bruno, Aitor, Ginebra) —enumeró— lo saben. Todos, excepto tú.
«No es mi amigo, Emanuela», le había asegurado Aitor tiempo atrás, en referencia a Lope. «Y, ciertamente, él no quiere ser tu amigo. Él quiere ser otra cosa para ti». «¿Qué?» «Quiere ser lo que yo soy para ti, Jasy. ¿Acaso no lo ves?» No, no lo había visto. Se avergonzó de su ignorancia y candidez, y deseó no haber contradicho a Aitor. Lo había hecho rabiar y sentirse frustrado. Él era experimentado, conocía la índole de la gente, y parecía ver más allá de lo que los demás mostraban, como si con esos ojos de sol, él echase luz sobre lo que se ocultaba en el corazón de las personas.
—¿Por qué has tomado?
—¿Cómo?
—Te pregunto que por qué has tomado.
—Ehhh…
—Dime la verdad.
—Tomo porque me he dado cuenta de que, cuando lo hago, no tartamudeo tanto y me siento más envalentonado.
—No tomes más, Lope. Yo conozco el daño que la bebida les hace al cuerpo y al alma. No tomes más, por favor.
—Está bien. Lo prometo. Pero tú dime si me amas.
—¿Por qué dices que me amas?
—Porque cuando te veo aquí, en nuestro lugar, el corazón me salta en el pecho y una alegría que solo experimento ante tu presencia me hace sentir feliz de estar vivo. Al mismo tiempo, al verte, una paz muy profunda me invade, como si mis tribulaciones y problemas desapareciesen. Tú me ayudaste a superar aquel problema que tanto me humillaba de niño y sé que me ayudarás a convertirme en el hombre que mereces. Solo tú, Manú.
Ocurría a menudo en su vida: con ella, la gente confundía la gratitud y la admiración con el amor. Por eso el amor de Aitor le resultaba tan genuino, porque a él lo tenía sin cuidado su don; es más, parecía fastidiarlo. No deseaba discutir acerca de la naturaleza del cariño de Lope. Quería irse; tenía la impresión de que, permaneciendo y oyéndolo profesar su amor, traicionaba la confianza de Aitor. Irse también le causaba pena, porque quería a Lope y no deseaba lastimarlo.
—No te amo, Lope, no como tú pretendes —declaró.
—Ya veo.
—Siento por ti un gran afecto —afirmó, para mitigar la desilusión—. Eres un buen amigo y no me gustaría perderte.
—¡No me perderás, Manú! —exclamó, de nuevo vehemente y decidido—. Nunca me perderás. Si lo que puedes darme es tu amistad, la atesoraré para siempre. Será lo más valioso para mí.
—Gracias, Lope —murmuró con ganas de llorar—. Ahora tengo que irme. Están esperándome en el hospital.
—Sí, sí, ve. ¿Cuándo volveré a verte?
—No lo sé.
—¿Por qué no regresas los domingos, como antes, así podemos conversar?
«Porque Aitor no quiere», se dijo. Meditó que, habiendo aclarado los sentimientos con Lope, la relación entre ellos se mantendría en su cauce, y él no intentaría nada improcedente. Levantó los ojos y se encontró con los ansiosos y expectantes de él. «Son hermosos», admitió. El color azul cielo se destacaba en el marco de las pestañas tan negras y largas. Extraño que no las tuviese rubias, caviló, cuando su cabello era de esa tonalidad tan pálida.
—Sí, volveré los domingos. No todos, porque en el hospital nunca tenemos días de descanso, pero lo haré siempre que pueda.
—¡Gracias, Manú! —La abrazó, y ella no reunió el coraje para pedirle que no lo hiciese.