CAPÍTULO
XVII

Alrededor de las tres de la tarde, a Emanuela la acometió un cansancio que estaba demostrándose difícil de combatir. Bostezó, y los ojos le ardieron al bajar los párpados. Sorbió un poco de mate que siempre la despabilaba, y prosiguió ocupándose de los enfermos del hospital. A poco, mientras se inclinaba en la hamaca de una anciana para ayudarla a beber un cocimiento de taperyva —el padre van Suerk la llamaba Cassia occidentalis—, le sobrevino otro embarazoso bostezo. Hacía dos noches que no dormía bien, y la falta de sueño estaba afectándola en el desempeño de sus tareas. Se despertaba sudada, pese a que las noches eran frías, y agitada, con un calor y un latido entre las piernas a causa de las imágenes, que, aun despierta, seguían atormentándola: ella y Aitor, desnudos bajo la cascada, besándose y tocándose en lugares de sus cuerpos que, ella estaba segura, estaba prohibido tocar. El sueño se había repetido con malsana nitidez dos noches seguidas, dejándola acezante y presa de una ansiedad que la impulsaba a tocarse entre las piernas para aliviar la presión y el latido. Por supuesto, esos sueños eran más agradables que los otros, los que la despertaban con un alarido cuando veía a Aitor colgando de una horca en la plaza de armas, o cuando lo oía llamarla con acento desesperado y ella no acertaba a encontrarlo. Con todo, la dejaban igualmente aturdida, agitada y muy despierta.

Alrededor de las cuatro de la tarde, la falta de sueño se convirtió en un dolor de cabeza como no recordaba haber padecido en su vida. Era tan fuerte que le provocó náuseas, y un sudor frío le cubrió la frente y el bozo. El calor dentro del hospital, alimentado por varios fuegos que ardían en torno, le dificultaba la respiración. Apoyó la frente contra la pared y reclinó el cuerpo.

—¿Qué te ocurre, Manú? —El padre van Suerk la obligó a volverse—. ¡Estás muy pálida, hija!

—Me he mareado un poco, pa’i. Es que hace dos noches que no duermo bien. Ya pasará.

—Nada de eso. Te regresas a tu casa y descansas.

Pa’i, tengo que ocuparme de…

—De nada. Cumple mis órdenes, Manú. Te vas para tu casa ahora y te echas a descansar.

Emanuela asintió, agradecida, y abandonó el hospital. Fuera, el aire fresco la revitalizó y le secó el sudor de la frente. Caminó hacia su casa, y con cada paso recuperaba el vigor. Al llegar, encontró a Malbalá en la enramada, abstraída en su labor frente al telar.

—Buenas tardes, sy.

Malbalá giró en su banqueta y frunció el entrecejo.

—¿Qué tienes, hija?

—Cansancio, sy, solo eso. El padre van Suerk me envió de regreso para que me echase a dormir, pero aprovecharé para ir al arroyo a darme un baño. Me hará bien.

—Está bien. No tardes.

Emanuela entró en la casa y preparó el jabón, un lienzo para secarse, el pote con el ungüento para urucuizarse y una muda. Besó en la frente a su madre adoptiva y caminó por la avenida principal seguida por Miní, Porã, Saite y Libertad. Había decidido visitar el sitio secreto en el arroyo, y eso ya le había levantado el ánimo. Hacía tiempo que no iba por temor a encontrarse con Lope. Ese día, sin embargo, necesitaba acudir a ese lugar con la misma desesperación con que se habría aferrado a la única medicina para combatir una enfermedad. Necesitaba sentirse cerca de él; quería sentarse bajo la cascada e imaginarlo como en sus sueños, ardiente y apasionado. No le importaba si, al conjurar esas imágenes, estaba pecando. Eran lo que los pa’i llamaban «pensamientos impuros». Para ella, en cambio, eran pensamientos magníficos.

Llegar al recodo del Yabebirí en esa disposición le aflojó las rodillas. Las escenas de tantos momentos felices junto a él se abalanzaron sobre ella como una bandada de murciélagos. Tal vez, caviló, no se había tratado de una buena idea aventurarse en ese sitio que tanto significaba para ellos. Caminó hacia la roca donde solían sentarse y la observó con labios temblorosos. Se puso de rodillas sobre la marisma y la acarició con reverencia porque allí había estado él; su cuerpo, el que echaba tanto de menos, había tocado esa piedra.

Se puso de pie con renuencia para entrar en el arroyo. Porã se entretenía en la orilla molestando a una rana y, de paso, se volvía de color rosa a causa del barro. Miní se trepaba a un yacaratia dispuesto a darse un banquete con sus frutos ovalados y cuyo color naranja denunciaba que estaban listos para saborear. Rio con timbre melancólico al verlo balancearse con la ayuda de la cola para atrapar uno especialmente atractivo. Volvió la vista al arroyo, y el reflejo del sol sobre la superficie la atrajo como un imán. Miró en torno y se quitó los calzones, los que guardó dentro de la canasta. Resolvió bañarse con el tipoy puesto.

Sus pies tocaron el agua, y aguardó unos segundos mientras se acostumbraba a la temperatura, bastante más baja en invierno. Se sumergió hasta la cintura. Se detuvo y, casi con miedo, volvió la vista hacia la cascada. La estudió al principio con un genio desapegado; no obstante, a medida que los recuerdos irrumpían con violencia, la respiración se le agitó, y se mordió el labio para atajar el llanto. Apartó la vista y se instó a no ir; sería como someterse a una tortura.

El aroma del jabón y la espuma que le cubrió el cabello y los brazos la animaron enseguida. Se lavó entre las piernas, y se dio cuenta de que sus dedos resbalaban a causa de una sustancia viscosa. ¿Se trataría del sangrado? No, se recordó, faltaban unos días para eso. También notó que tenía las partes hinchadas y calientes. Las tocó con cuidado y, si bien no experimentó dolor, un cosquilleo molesto la obligó a apretar las piernas; el latido se intensificó. Soltó un suspiro, cansada de especular acerca del origen de la inflamación. Se enjuagó y salió del arroyo. Se ocultó detrás de un espeso helecho para despojarse del tipoy mojado y secarse. Se vistió deprisa y regresó a la roca, donde se sentó para cubrirse con el ungüento que la protegería de los insectos. Las pasadas fueron sumiéndola en un letargo que la dominó como si un espíritu ajeno la hubiese poseído y le ordenase que se recostara. Acomodó la cabeza sobre el lienzo con el que se había secado, pegó las rodillas al pecho y cerró los ojos. «Solo un momento», se dijo, «hasta que recupere la fuerza para volver».

* * *

Durante el viaje de regreso, Aitor habría deseado galopar sobre su montura en lugar de mantener ese paso circunspecto. Una vez abandonados los lindes de Orembae, entraron en la extensa y bien cuidada red de caminos que comunicaban a los pueblos jesuíticos y que les habría permitido avanzar al galope en ese entorno selvático sin riesgo de romperse el cuello. No obstante, Aitor tensaba las riendas y sofrenaba al caballo porque se daba cuenta de que Ursus no estaba para esos trotes. Aprovechó para preguntarle por lo sucedido en la misión durante los largos meses de ausencia.

—Tu tío Palmiro dio aviso al gobernador y a las autoridades de la milicia acerca del giro que dieron los hechos. También le escribimos al jefe del presidio de San Antonio. Ya obtuvimos respuesta. Junto con ella, nos devolvieron tu muñequera y la navaja. Manú me las había pedido tiempo atrás. Cuando me las devolvieron, se las entregué.

En lo que iba del recorrido, era la primera vez que Ursus la mencionaba, y Aitor experimentó un cosquilleo de emoción y tragó con dificultad. Faltaba tan poco para tenerla entre sus brazos que la situación comenzaba a adquirir rasgos inverosímiles. Mantuvo la vista al frente y guardó un silencio que duró un buen rato. Quería preguntarle acerca de tantas cuestiones al sacerdote y no se atrevía. «¿Sigue amándome? ¿Consiguieron mis enemigos apartarme de su corazón? ¿Dio crédito a las acusaciones que cayeron sobre mí? ¿Se enteró de mis traiciones con Olivia y la esclava?»

—Háblame de ella, pa’i —pidió al cabo, sin apartar la vista del frente, con voz ronca y baja.

Ursus se acomodó sobre la montura, se mojó el labio inferior con la lengua y carraspeó, y Aitor creyó que el corazón le explotaría a causa de la aprensión.

—Ha sufrido mucho, hijo. Mucho —remarcó, y, al observar a su pupilo de soslayo, se dio cuenta, por el movimiento constante de los huesos de las mandíbulas bajo la piel oscura, de que las apretaba sin piedad, lo mismo las riendas a juzgar por el tono blanquecino de los nudillos.

—Cuéntame de cuando supo que me había escapado.

—¿Para qué, Aitor?

—¡Cuéntame, pa’i!

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que sufrió un martirio por ti? Pues, sí, lo sufrió. Día a día nos tocó verla convertirse en otra persona, en un ser sin vida, sin alegría. No ha vuelto a sonreír. Ahora solo espero que tu regreso me devuelva a mi Manú.

La cabeza de Aitor cayó hacia delante, y Ursus advirtió las lágrimas que se derramaban y que el pelaje del caballo absorbía. Decidió cerrar la boca.

—Cuéntame, pa’i —le rogó, con voz quebrada.

—No. Ya has regresado, eso es lo único que importa. Manú no querría que supieses lo que ha padecido desde tu huida.

—Al menos, júrame que ella está bien.

—La encontrarás más alta, más mujer, pero muy triste. Desde que te fuiste, perdió la alegría, y junto con ella, se le borraron los últimos rasgos de niña. Como te dije, ya no sonríe, tampoco salta, ni canta. Solo trabaja, cuida de tu madre, de tu hermano Bruno y de sus animalitos, y espera a que tú regreses.

—¿De veras, pa’i? ¿Espera a que yo regrese?

Ursus volvió la cabeza con un movimiento rápido y le clavó una mirada cargada de confusión.

—¿Acaso lo dudas? —preguntó, con aire indignado.

—No. Es solo que… Tal vez le dijeron que yo… y la esclava…

—¿Que habías fornicado con ella? —Aitor asintió, con la vista baja—. Pues si se ha enterado de ello, jamás lo menciona, al menos no a mí. Estimo que no lo creería aunque se lo refiriesen. Te defiende a capa y espada, y nadie se atreve a hablar mal de ti delante de ella.

Avanzaron en silencio durante un largo rato. A Aitor lo dominaban emociones y sentimientos que no le habrían permitido expresarse con fluidez. Ursus se mantenía callado en tanto repasaba los acontecimientos de los últimos meses y analizaba si existía alguno que mereciese la pena mencionar a Aitor.

—Debes saber que Kuarahy, el kinkajú que le trajiste de la selva a Manú cuando era muy pequeña, murió.

—Otro golpe para ella —comentó, con angustia evidente.

—Uno muy duro. Se sentó en la enramada con el animalito muerto en el regazo, y así se lo pasó durante horas. No permitía que lo enterrásemos. Tu jarýi, bendita sea, se sentó a su lado y le fue sonsacando lo que tanto la apesadumbraba. Tu madre me refirió después que Manú dijo estar recordando el día en que tú le habías entregado a Kuarahy y la manera en que te habías quedado mirándola como si esperases su agradecimiento. La mortificaba pensar que no te lo había agradecido suficientemente y como merecías por ser a quien más ama en el mundo.

«¡Amor mío!», clamó el alma de Aitor, y mientras las lágrimas resbalaban por sus pómulos tatuados, se mantuvo erguido y con la vista fija enfrente, el cuerpo en tensión y las los dientes comprimidos.

—Después de un rato admitió que no quería enterrar al kinkajú porque sentía que, si lo enterraba, te perdería para siempre.

Aitor agitó las riendas y aplicó presión a los flancos del caballo, que salió disparado por el camino. Cabalgó hasta tomar distancia del jesuita. Aunque el sacerdote lo conocía desde que había nacido y era como su padre, no lloraría delante de él. Ursus lo vio alejarse y decidió no seguirlo.

* * *

Llegaron a San Ignacio Miní alrededor de las cinco de la tarde. En un punto del camino, Ursus y Aitor se habían reencontrado, por lo que entraron juntos y avanzaron por la avenida principal a paso lento, mientras las gentes se detenían a observarlos; al descubrir que el luisón acompañaba al pa’i, ahogaban exclamaciones y corrían para comunicar la noticia.

Malbalá, aún sentada frente al telar, giró en la banqueta atraída por la agitación a sus espaldas. El sol del atardecer la encegueció. Se hizo sombra con la mano y aguardó a que sus pupilas se habituasen a la luz. Divisó la figura de dos jinetes que se detenían delante de la casa. A uno, gracias a su corpulencia, lo identificó enseguida: su pa’i Ursus; al otro, se dijo, no lo conocía. Sin embargo, cuando el hombre se apeó de la montura y agitó la cabeza para quitar del medio el largo cabello renegrido, el movimiento le resultó familiar. Se puso de pie y aguzó la vista, que no era la misma de sus años mozos. «¿Aitor?», pensó, mientras lo seguía con atención. Se llevó la mano a la garganta en el acto de retener, sin éxito, el clamor que hizo a su hijo levantar la cabeza y mirarla. Le sonrió, y Malbalá echó a correr, sin reparar en el gentío que empezaba a reunirse en torno a ellos.

Aitor la recibió en sus brazos y, al aplastarla contra su pecho, le despegó los pies del piso.

—¡Aitor, hijo de mi alma! ¡Regresaste, hijo mío!

—Aquí estoy, sy, he regresado.

Los pies de Malbalá volvieron a tocar el suelo, y la mujer estiró las manos y le acunó el rostro. La imagen se le enturbió, y ella siguió acariciándolo, atesorándolo. Había creído que no volvería a verlo, y esa certeza había estado matándola en silencio.

—Gracias por volver, hijo mío. Te he echado tanto de menos. Hemos estado tan preocupados por ti.

—Estoy bien, sy. Estoy bien.

Malbalá se pasó el dorso de la mano por los ojos y volvió a estudiar la expresión de Aitor. Además de los tatuajes, que le acentuaban el aspecto salvaje y de perdonavidas, lo notó más alto, delgado y fibroso, más cómodo con su cuerpo, como si hubiese adquirido la flexibilidad de un felino. Le acarició los antebrazos que las mangas enrolladas de la camisa no le cubrían, y, bajo sus dedos, se dibujó el perfil de las venas, los tendones y los músculos. Volvió a acariciarle la frente y a detener sus manos sobre sus pómulos.

—¿Estuviste con mi pueblo? Reconozco esos tatuajes.

—Sí, estuve con mi abuelo y con mis tíos, tus hermanos Añapiré y Payquín. Te mandan sus recuerdos.

—¿Cómo te trataron?

—Como a uno de ellos, sy. Fueron una verdadera familia para mí.

La sonrisa de Malbalá, de comisuras vacilantes y ojos arrasados, alcanzó a Aitor en el centro del pecho, donde el corazón, ya desbocado, dio un brinco y comenzó a latir con más intensidad.

—Aquí te dejo a tu muchacho, Malbalá —Ursus se atrevió a intervenir.

—Gracias, pa’i. Gracias por habérmelo devuelto.

—Lo encontré trabajando en la hacienda de nuestro vecino.

Malbalá y Aitor intercambiaron una mirada significativa; ninguno hizo comentarios. Aitor rompió el contacto y observó el entorno, ansioso por ver a su Jasy.

Bruno fue el primero en llegar; lo habían alertado en la alfarería. Aitor lo descubrió entre la multitud y caminó hacia él. Lo sujetó por la nuca y lo atrajo hacia él. Desconcertado por la muestra de afecto de su hermano, el chico tardó en reaccionar y en devolverle el abrazo.

—¿Las cuidaste por mí? —le susurró.

—Sí. Las dos están bien, dentro de lo que cabe —añadió.

—¿Dónde está Emanuela?

—No lo sé. Yo estaba trabajando. Vine corriendo apenas me avisaron de tu llegada. A esta hora suele estar en el hospital.

Aitor se disponía preguntar a Malbalá por la suerte de Emanuela, cuando Vaimaca, Ñezú y Palmiro Arapizandú se abrieron paso entre la gente y se acercaron a saludarlo. Aitor abrazó largamente a su abuela, y la besó en la coronilla. La mujer, al igual que Malbalá, le sujetó el rostro; su mirada, no obstante, fue distinta, más serena, más analítica, más directa.

—Veo que hallaste a los míos.

—Ahora son los míos también, jarýi.

La anciana se limitó a asentir y a palmearle la mejilla.

—¿Dónde está ella, jarýi?

Malbalá, al oír la pregunta, se acercó para responder:

—Hace dos noches que no duerme bien, por lo que el padre Bansué le dio la tarde libre. —Ante el ceño de Aitor, la mujer se apresuró a añadir—: Ella está bien, Aitor. Solo un poco cansada y con dolor de cabeza. Me dijo que iría al arroyo a bañarse. Estará al llegar.

Aitor no esperaría a que volviese. Todos estaban allí excepto la que más deseaba estrechar contra su pecho. Dio media vuelta y, haciendo caso omiso de los llamados de su madre y del padre Ursus, corrió hacia el arroyo. La gente se apartó para abrirle paso, y él avanzó sin reconocer su presencia, como si se tratase de árboles.

Salió del pueblo y se detuvo. El instinto le indicó que se apartase del camino y tomase por la trocha que conducía al sitio secreto del arroyo. Corrió hasta que la sangre le pulsaba con tanta velocidad que lo ensordecía y le causaba dolor en la garganta y en la parte baja del pecho. Se abrió paso entre los sarandíes y los helechos que ocultaban el recodo del arroyo y se detuvo en seco: Emanuela dormía, ovillada, cerca de la roca. Miní, sentado junto a ella, se dedicaba a mondar unos yacaratia; hacía ruidos divertidos al comer la fruta. Un perro blanco, de pelo más bien lanudo, se hallaba recostado a los pies de Emanuela. Saite y Libertad debían de estar cerca, dedujo.

Se tomó un momento para recuperar el aliento y para admirarla dormir. Era la visión más reconfortante y hermosa de la que tenía memoria. Tragó para humedecer la garganta seca y soltó el silbido con el que había entrenado a las aves. El perro levantó la cabeza y paró las orejas. Gruñó y le mostró los dientes, lo cual lo complació. La macagua y la lechuza caburé se lanzaron en picado sobre él y se posaron en sus antebrazos.

—¡Aquí estoy de regreso! —las saludó, mientras las aves batían las alas y emitían graznidos agudos—. ¿Han cuidado a mi ángel, amigos míos?

Miní abandonó su fruto y fue hacia él. Aitor colocó a las aves sobre sus hombros y levantó al carayá en brazos, que aulló con regocijo. El perro, al presenciar el recibimiento que sus amigos le ofrecían al extraño, se levantó y ladró.

Al advertir que Emanuela se removía, Aitor apoyó a Miní en el suelo, hizo volar a las aves y se aproximó con circunspección; no quería asustarla. La vio restregarse los ojos e incorporarse. Frenó cuando Emanuela elevó la vista y abrió grandes los ojos al descubrirlo a pocas varas de ella. Como hacía cuando algo la desconcertaba, frunció el entrecejo y ladeó la cabeza. Se puso de rodillas.

—¿Estoy soñando? —pensó en voz alta, y Aitor sonrió.

—No, Jasy. Soy yo. He regresado.

Emanuela se cubrió el rostro, pegó el torso a las piernas y se echó a llorar. No se atrevió a abrir los ojos ni cuando él la levantó y la acomodó en su regazo. Aunque temía que se tratase de una ilusión, de otro de esos sueños maravillosos que luego se diluían al despertar, se atrevió a levantar los brazos y, a ciegas, cerrarlos en torno al cuello de él. Aitor se echó hacia delante y la cubrió por completo, como si intentase fundirla en su cuerpo o devorarla, y ella agradeció su intensidad y la fuerza con que la sujetaba; no le importaba el dolor en las costillas, tampoco que le costase respirar. Siguió llorando, sintiéndose dichosa entre sus brazos, un poco incrédula también. ¿Era él? ¿Su amado Aitor estaba de regreso? ¿El sufrimiento por fin había acabado?

Porã ladraba, Miní aullaba y las aves lanzaban chillidos y sobrevolaban en torno. Nada percibía Emanuela; solo oía la respiración de Aitor, el bombeo de su corazón y su llanto. Él también lloraba. Siempre a ciegas, le buscó el rostro con las manos y le pasó los pulgares por las mejillas para secarle las lágrimas.

—Te amo —dijo, con voz insegura y tomada.

Aitor ahogó un sollozo y hundió la cara en la curva que formaban el cuello y el hombro de Emanuela. Un momento después, le acarició la frente con sus labios mojados y carnosos. Ella movió la cara hacia arriba y le rogó:

—Bésame en la boca.

El pedido debió de afectarlo, porque lo escuchó inspirar con violencia, la misma con la que ajustó aún más los brazos en torno a ella.

—A veces creo que eras el aire que necesito para vivir —lo oyó susurrar con acento ronco y quebrado antes de que sus labios se apoyasen sobre los de ella con una suavidad que contradecía la intemperancia del abrazo.

Emanuela entrelazó los dedos en el cabello que le cubría la parte trasera de la cabeza y lo atrajo hacia ella para demostrarle que estaba hambrienta de él y de sus caricias. Le atrapó el labio inferior entre los dientes y lo succionó. Aitor, que se había prometido no saltarle encima como un animal sin contención, olvidó sus votos, abrió la boca y la devoró. Su lengua la asaltó y la colmó por completo. Se regocijó en lo dulce y cálida que era, se acordó de lo adictiva que podía volverse, en la bestia insaciable en que lo convertía. Al cabo, la lengua de Emanuela reaccionó al asalto de Aitor y salió a buscarlo con movimientos tentativos. Se tocaron, y de la garganta de Aitor brotó un gruñido, que se trasladó desde su boca a la de Emanuela, y luego descendió por el torso de ella hasta alcanzar el punto que tantas malas noches le había proporcionado. La presión entre las piernas alcanzó una intensidad insoportable, que la hizo removerse y gemir sobre él.

Aitor rompió el contacto y tomó distancia para observarla. Sus labios entreabiertos, rojos e hinchados volvieron a tentarlo, y los acarició con el pulgar, luego con la boca. Se trató de una caricia más templada, en la que se permitió apreciar la esponjosidad de la carne, el aliento cálido y delicioso —siempre había amado su aliento, desde que era una niña—, la suavidad de su piel —no conocía ninguna textura tan suave como la mejilla de Jasy—, lo bien que su cuerpo calzaba en el de él.

—Me cuesta creer que te tengo entre mis brazos, amor mío —dijo, y se inclinó para depositar pequeños besos sobre la frente de ella.

—Júrame que si abro los ojos, no desaparecerás.

—Lo juro. Ábrelos, Jasy. Ábrelos para mí, para tu Aitor. Déjame verlos.

Emanuela tenía miedo y estaba feliz. Los dos sentimientos la turbaban. El corazón le latía con frenesí mientras levantaba los párpados lentamente. La visión enturbiada fue cobrando nitidez. Elevó la mano y rozó con la punta de los dedos la frente de él, que cerró los ojos y aguardó con la respiración agitada. Guió la mano hacia un pómulo tatuado, húmedo de lágrimas.

—No me olvidaste.

—¡Jasy! Si solo supieras cuánto te he necesitado, cuánto te he pensado.

—¿Soy como el aire para ti?

—¡Sí! Sí, amor mío, como el aire. Como la vida.

Emanuela se incorporó sobre su regazo, le rodeó el cuello y se pegó a él.

—¡Aitor! —exclamó, como si recién en ese instante se convenciese de que él estaba allí y de que no era un sueño—. ¡Aitor! —repitió, y se echó a llorar.

No quería llorar, pero la amargura, la angustia y la incertidumbre que había escondido durante esos largos meses pugnaron por salir con una potencia para la cual no le quedaban arrestos. Había sabido mantenerse incólume durante su ausencia, había reunido el valor para enfrentar cada día sin él, había trabajado y asistido a su familia con espíritu inquebrantable. En ese momento, segura y cobijada en el abrazo de él, la columna de su vida, se permitió desfogar la pena que la había cambiado para siempre.

—No quiero llorar —dijo, entre sollozos—, pero no puedo parar.

—Llora, amor mío, llora en mis brazos. Llora todo lo que quieras.

Emanuela ocultaba el rostro en el cuello de Aitor y lloraba. Sus manos se aferraban a la nuca de él con una sujeción desesperada. Aitor le acariciaba la espalda y le besaba la cabeza, mientras hundía la nariz en su cabello, que olía tan bien.

Las lágrimas fueron secándose, y los clamores, enmudeciendo. Solo quedaron los espasmos y un cansancio que la dejó laxa sobre el pecho de él. El cuerpo le dolía por el esfuerzo y las emociones devastadoras. Quería incorporarse para mirarlo a la cara y no conjuraba la fuerza. Aitor la sujetó por los hombros y la obligó a erguirse. Emanuela se instó a abrir los ojos.

—Dios mío, tus ojos, Jasy. El azul de tus ojos… Eres lo más hermoso que he visto en mi vida —susurró, y ella sonrió, dichosa de oír el sonido de su voz.

—Tú eres lo más hermoso y añorado de la mía.

Aitor la contemplaba con ansiedad, mientras Emanuela trazaba con el índice la silueta de los tatuajes. No se dio cuenta de que contenía el respiro hasta que ella sonrió y se inclinó para besar el rombo entre las cejas.

—Me gustan tus tatuajes.

—¿De veras, Jasy?

—Sí, mucho. —Le acunó el rostro con las manos y le acarició cada dibujo con los labios—. Eres hermoso, Aitor —dijo, con los ojos cerrados y los labios cerca de la comisura izquierda—. Eres hermoso, y eres mío.

Esa declaración, que él le pertenecía, que su Jasy lo reclamase como de su propiedad, agitó una emoción brutal en su interior, una fuerza primitiva a la que temió porque, se dijo, sería imposible detenerla si le permitía escapar. En ese instante, los labios de Emanuela se arrastraron sobre su boca, y la pequeña línea de cordura que lo mantenía a raya se cortó. Había soñado tantas veces con el reencuentro, con volver a saborearla, a tocarla. La sujetó por la nuca con intemperancia y calzó la otra mano en la parte baja de su cintura para crear el ángulo que le permitiese acceder más profundamente a ella, hasta que su lengua le tocase la garganta, hasta sentirse parte de ella y a ella, parte de él. Quería hacerle con su verga lo mismo que con su lengua, hundirse en su cuerpo hasta volverse uno solo. Quería que Jasy lo recibiese en su boca, quería que sus labios lo succionaran. Quería succionarle los pezones y enloquecerla de placer, tal como él estaba enloqueciendo a causa de ella. Su miembro se volvió más duro, sus testículos más tensos y pesados. Emanuela se removió sobre su erección, y Aitor interrumpió el beso abruptamente y echó la cabeza hacia atrás con un clamor.

—Jasy —masculló, sin aliento.

—¿Qué sucede?

—Nada, nada. —Apoyó la frente sobre la de ella y cerró los ojos, mientras ganaba tiempo para restablecer el control.

—¿Aitor?

Se apartó para mirarla y, por primera vez desde el reencuentro, se permitió estudiarla. Tenía el rostro enflaquecido, y las mejillas sumidas le destacaban los pómulos, los cuales, meditó, constituían el rasgo que más la despojaba de su expresión de niña. Dos círculos violetas le ensombrecían la mirada. Su Jasy había sufrido a causa de él. ¿Qué había dicho Malbalá? ¿Que no dormía bien? La recorrió con manos mesuradas para descubrirla. Su pa’i Ursus había expresado que la encontraría más mujer, aunque sin la alegría de siempre. Notó que la cintura se le había afinado notablemente.

—¿Aitor?

—¿Qué, amor mío?

—¿Ya nunca volverás a dejarme?

—Nunca.

La sonrisa que iluminó el rostro de Emanuela lo afectó como nada ese día en el que las emociones lo habían tenido de aquí para allá, como un guijarro a la orilla del río. Nadie lo hacía sentir tan amado como su Jasy; nadie le asignaba esa importancia.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

—No puedo vivir sin ti —le confesó, mientras le acariciaba el rostro y lo miraba con fijeza.

Aitor tragó el nudo que se le formó en la garganta. La confianza con que se le entregaba lo emocionaba, sí, pero a su vez lo dotaba de una energía que lo hacía sentir poderoso y capaz de conquistar el mundo. Ella no temía abrirse para él y mostrarle su interior porque era puro, sin mancha, allí no anidaban secretos oscuros, no existían las mentiras en ella.

—No te merezco —pensó en voz alta, siguiendo el hilo de sus atormentadas cavilaciones.

—¿Por qué? —Su acento cándido le demostró que, pese a todo, un corazón de niña aún latía en ella.

—Eres demasiado para mí.

—Soy poco para ti —lo contradijo, y bajó la vista, avergonzada.

Aitor profirió una carcajada, y Emanuela levantó la cabeza, asombrada.

—Jasy, Jasy… —dijo, con la voz cargada de risa—. Eres la criatura más extraordinaria y bella que existe, eres el ángel sanador de San Ignacio Miní, ¿y le dices al luisón del pueblo que eres poco para él?

—Yo amo al luisón de San Ignacio Miní. —Le sujetó el rostro con manos firmes y lo acercó a sus labios—. Lo amo más que a mi vida. Él es mi vida. Sin él, no hay nada. Lo sé bien después de estos meses en que lo alejaron de mí. Amo al luisón, y a su corazón de oro, que solo yo conozco porque solo a mí me lo muestra. Amo su alma, que es la misma que la mía, porque la compartimos. Lo amo para siempre, para toda la eternidad. Le juré por su vida, que es lo más sagrado que tengo, que siempre lo amaría, y que solo sería de él. Le pertenezco para siempre. Solo a él.

La visión de Aitor se nubló, y volvió a tragar repetidas veces para aplacar la tensión en el cuello.

—Jasy… —El apodo de ella brotó de entre sus labios como un soplido violento. Le aferró la mano y se la colocó sobre el corazón—. ¿Lo sientes latir? —Emanuela asintió—. Desde que llegaste a mi vida catorce años atrás, late por ti, amor mío. Sin ti, no habría vida en él. Solo la esperanza de volver a verte me mantuvo vivo durante este tiempo. A veces me decía de mandar todo al carajo y volver a buscarte para llevarte conmigo.

—¡Sí! —se emocionó ella—. ¡Cuánto lo deseaba yo también!

—Pero después me decía que te arrastraría a una vida de carencias y persecución, y me echaba atrás. Te amo demasiado para eso, Jasy.

—¿Me amas? —preguntó, con acento avergonzado y mirada expectante.

—Tanto que no existe nada en este mundo que pueda contener mi amor por ti.

—Si me amas, no vuelvas a dejarme atrás. Lo único que me hace daño es que me alejes de ti. Eso es lo único, Aitor. Lo demás puedo soportarlo si estoy contigo.

—¡Jasy!

La tomó por la nuca y la besó con un impulso casi brutal. Emanuela gimió y se sujetó a sus hombros. Aitor movía la cabeza de un lado a otro, desesperado por saciar la excitación que le pulsaba en todo el cuerpo y que se volvía casi violenta entre sus piernas. Deslizó la mano desde la espalda de Emanuela hacia su seno derecho, al que encontró más maduro y turgente. La escuchó jadear con su contacto, y, al pasarle el pulgar varias veces por el pezón endurecido, la sintió sacudirse sobre sus piernas y emitir un quejido largo y doliente. La presión que ejerció con las manos sobre sus hombros y el modo en que refregaba el trasero sobre su erección le dieron a entender que su Jasy estaba tan excitada y necesitada de alivio como él. Amaba los sonidos que profería y la manera en que su cuerpo respondía a él. La revelación lo colmó de una dicha que lo hizo sonreír sobre los labios de ella, de su mujer, la que se saciaría con él, y que lo saciaría a su vez. A punto de demostrarle que en él residía el secreto para aplacar la ansiedad que la hacía moverse sin pausa, se dio cuenta de que en breve anochecería y que debían regresar al pueblo.

—¿Qué estás haciendo aquí, sola? —se preocupó de pronto.

Emanuela, todavía atrapada en la intensidad del beso, parpadeó y lo miró a los ojos antes de contestar.

—Necesitaba estar cerca de ti. Hoy… Lo necesitaba.

—Pero…

Emanuela lo acalló al posar el índice y el mayor sobre sus labios.

—No te enojes conmigo.

—No, amor mío, no. Es que…

—Lo sé, no quieres que venga aquí para no encontrarme con Lope.

A la mención del nombre de su medio hermano, las facciones de Aitor respondieron con dureza.

—Por eso, Jasy, y porque es peligroso. Estabas dormida —le reprochó.

—Hace dos noches que no duermo bien —se justificó.

—¿Por qué?

—Sueño contigo.

—¿De veras? —El acento de Aitor adquirió un matiz más blando. Emanuela asintió sin mirarlo—. ¿Qué sueñas?

Aitor pensó que no le contestaría porque permaneció unos segundos en silencio, con la vista baja, concentrada en sus manos entrelazadas.

—Que me besas —admitió, siempre sin mirarlo.

Aitor sumió los labios entre los dientes para sofrenar la carcajada de felicidad; ella la habría interpretado como de burla.

—¿Y te gusta?

Emanuela levantó el rostro y lo contempló con desconcierto, como si él hubiese preguntado un desatino.

—Por supuesto. Lo que no me gusta es cuando me despierto y tú no estás ahí. Siento un latido muy fuerte, que… —Se detuvo, de pronto cohibida.

—¿Un latido, Jasy? ¿Dónde?

—No tiene importancia —susurró, de nuevo con la vista baja.

—¿Aquí? —Le posó la mano sobre el monte de Venus, y volvió a reprimir la carcajada. La expresión sorprendida de Jasy era memorable.

—¡Sí! ¿Cómo lo sabes?

—Porque a mí me late ahí también cuando nos besamos.

—¿De veras?

Emanuela se puso de pie. Aitor la imitó. La fina tela de los calzones grisáceos no servía para ocultar su erección. No quería hacerlo. Deseaba que ella viese lo que le provocaba. Se acarició el miembro endurecido, mientras la miraba.

—Estoy así por ti, Jasy, por lo mucho que ansío estar dentro de ti.

—¿Crece?

—Sí, crece y se pone duro. Es para que entre más fácilmente dentro de ti.

Emanuela, con inocente temeridad, estiró el brazo para tocarlo. Aitor la detuvo aferrándola por la muñeca.

—No, Jasy. Si lo tocas, no podré contenerme.

Había un estrato que denotaba peligro en el tono de su voz y en la manera en que sus ojos amarillos se habían vuelto negros. Con todo, no conseguía apartar la vista de la de él. Aún le resultaba difícil hacerse a la idea de que la pesadilla había terminado y de que su amado Aitor había regresado a ella.

—Ven.

Emanuela se acercó, deseando que la envolviese en sus brazos y la mantuviese pegada a su cuerpo.

—No quiero que te sientas mal por esto. Si no te permito que me toques, es por ti. Si lo haces, no seré capaz de detenerme y te tomaré aquí mismo, a la orilla del arroyo.

—¿Y debajo de la cascada?

—Jasy… —suspiró, y cerró los ojos.

—¿Te parezco más linda que Olivia?

La pregunta lo descolocó. Levantó los párpados con rapidez y la miró, desorientado.

—Hace un momento te dije que eres lo más hermoso que he visto en mi vida.

—¿Te parezco más linda que ella?

Su insistencia lo preocupó. ¿Qué habría acontecido entre su Jasy y esa yarará? ¿Con qué historia le habría ido? ¿Se habría enterado de lo de la esclava? No quería saber, no aún. No estaba preparado para arriesgar esa intimidad y la felicidad que solo ella le proporcionaba.

—Me pareces más linda que ella y que cualquier otra. Nadie se compara a ti, Jasy. Deberías saberlo. —Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos—. Tienes la piel más suave que conozco. Y tu boca… —Se la tocó con el índice, que ella besó—. Me vuelvo loco imaginando tu boca en mi… —Calló—. Y tus ojos azules, solo quiero que me miren a mí.

—Quiero ser la más linda para ti como tú eres el más lindo para mí.

—¿Más lindo que Lope?

—Sí, más lindo que cualquiera.

—¿Lo has visto en este tiempo? ¿Te lo has encontrado?

Aitor aguardó con el aliento contenido la respuesta; temía que le mintiese. Exhaló cuando la vio asentir con el mentón al pecho.

—¿De qué hablaron?

Se tensó de nuevo. Sabía que, si no le decía la verdad, algo dentro de él se rompería.

—Tenías razón —la oyó decir en voz baja.

—¿Sobre qué?

—Él…

—Dímelo, Jasy.

—Él me dijo que… me ama, no como un amigo. Tenías razón —repitió, luego de una pausa.

—¿Tú qué le dijiste? —exigió saber, y no se preocupó en disimular la rabia que su voz transmitía.

—Que no lo amaba, no como él pretendía. Le dije que sentía afecto por él y que deseaba que fuésemos amigos.

—¿Te tocó?

—Me sujetó de las manos, pero yo las retiré.

—¡Mierda! —masculló—. ¿Y te tocó en algún otro sitio? —Lo contempló con una expresión entre desconsolada y confusa, y Aitor se impacientó—. Emanuela, ¿te tocó en otro sitio?

—¡No!

Le calzó las manos bajo las axilas y la acercó a él con tanto ímpetu, que la obligó a ponerse en puntas de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás.

—¡Júramelo!

—Te lo juro —respondió con firmeza, y le sostuvo la mirada para concentrarse en el color extraordinario de sus iris, en esa tonalidad única y dorada, que no hallaría jamás en otro ser humano. Además de la belleza de sus ojos, realzada por las pestañas negras, notó la mirada turbulenta que le destinaba, una cargada de ira, pero también de miedo e inseguridad. De dolor.

—Te amo, Aitor. Te amo, amor mío.

Aitor chasqueó la lengua en un ademán impaciente y la pegó a su pecho con torpeza.

—¡Jasy! —exclamó, corto de aliento, sobrecogido por la emoción—. Perdóname, amor mío, perdóname. Los celos… Me vuelven loco. Solo imaginar a ese imbécil hablándote de amor… Tengo deseos de matarlo.

—¿Hice mal en contártelo?

—¡No, Jasy, no! Quiero que me cuentes todo, amor mío, que no haya secretos entre nosotros.

—Pero te temo cuando actúas así.

—Lo sé. Perdóname. Es por este carácter endiablado que tengo y porque no soporto compartirte con nadie. Pero una vez te dije que jamás, nunca te haría daño, ¿lo recuerdas, Jasy? —Ella asintió sobre su pecho—. No me temas, amor mío.

—Está bien.

Emanuela se apartó de él y lo miró a los ojos. Aitor sonrió con miedo, porque no le gustaba la seria determinación y el ceño con que ella lo observaba.

—Dime de nuevo amor mío. Me llamaste así la mañana en que me arrestaron, y solo Dios sabe cuánto me ayudó para soportar esa pesadilla. Me encanta el sonido de tu voz cuando me llamas así.

—Amor mío, amor mío, único amor de mi vida.

Se abrazaron apasionadamente. Aitor percibía el calor que irradiaban las manitos de Emanuela en su espalda, y olía el perfume de su cabello, y volvía a oír en su mente el «amor mío, único amor de mi vida», y la excitación comenzaba de nuevo, con fuerza renovada.

—Vamos —dijo, y la apartó con suavidad—. Está por caer la noche y tenemos que volver.

—Sí.

Emanuela recogió las prendas, el jabón y el pote con el ungüento y los introdujo en la canasta, que Aitor le quitó para cargarla. Con una sonrisa, extendió la mano hacia ella, que entrelazó sus dedos con los de él y le sonrió a su vez.

—Este es el momento más feliz de mi vida —admitió Emanuela, y Aitor le apretó la mano.

—Tendremos muchos momentos felices en nuestra vida, Jasy. Te lo prometo.

Porã, que correteaba delante de ellos, ladró y atrajo la atención de Aitor.

—¿De dónde salió este perro?

—Es perra y se llama Porã. Me la regaló… Me la dio Marcos. Es hija de su perra.

—¿Te la dio después de la muerte de Kuarahy? —Emanuela asintió con la vista en el camino—. Mi pa’i Ursus me lo contó. Lo siento, amor mío. Sé cuánto lo querías.

—Tú me lo habías traído de la selva. Había sido tu primer regalo.

—Lo sé.

—Hay muchas cosas que no te he contado.

—¿Qué cosas?

—Que Laurencio abuelo murió.

Lo sorprendió que no lo llamase «mi ru», como acostumbraba; también el acento amargo, más bien resentido que empleó.

—Sí, también me lo refirió mi pa’i.

—Entonces ya sabes que él… ¿Te dijo lo que Laurencio confesó antes de morir?

—Sí.

—Estoy feliz de que lo haya hecho. Sé que mi pa’i Ursus lo convenció de que se lo contase a mi tío Palmiro y al alguacil mayor. Le estaré siempre agradecida por eso, a mi pa’i —aclaró—. Si se hubiese llevado el secreto a la tumba, tú jamás habrías podido regresar.

—Habría venido por ti igualmente.

—¿Sí?

—Sí, Jasy —contestó, medio ofendido y asombrado de que ella dudase—. ¿No te dije antes que eres como el aire para mí? Emanuela, no lo digo porque suene bien, sino porque es la verdad.

—Sé lo que sientes porque yo siento lo mismo.

Caminaron en silencio algunas varas. Aitor lanzaba vistazos por el rabillo del ojo y le estudiaba la expresión reconcentrada. Un pensamiento negro la turbaba.

—Lo odio —la escuchó decir.

—¿A quién?

—A Laurencio abuelo. Lo odio por lo que te hizo. Y me avergüenzo de haberlo amado. Nunca debí amarlo cuando él jamás ocultó cuánto te odiaba. Siento que te traicioné —añadió, con timbre desfallecido, como a punto de llorar.

Aitor detuvo la marcha, depositó la canasta al costado de la trocha y la tomó por los hombros.

—Jasy, mírame.

Ella levantó las pestañas con lentitud, y en su mirada tormentosa, Aitor descubrió cuánto la apesadumbraba ese sentimiento tan contrario a su naturaleza. Lo urgió la necesidad de borrarlo de su corazón y de su cabeza; solo quería verla sonreír, que volviese a ser la Jasy alegre del pasado.

—No puedes arrepentirte por haberlo amado. Él era como un padre para ti. Él te quiso, siempre te quiso. A veces creo que te quería a ti más que a sus verdaderos hijos. Es tan fácil amarte, Jasy… Tan fácil. No quiero que sientas culpa por eso. No te lamentes por haber albergado un buen sentimiento. Debes de estar orgullosa de haberlo amado.

—Pero cada vez que recuerdo cuánto te hizo sufrir… —Se cubrió la boca para sofocar el llanto. Con la otra mano, trazó la silueta de la cicatriz en la ceja de Aitor—. Podría haberte arruinado la vida. A ti, al amor de mi vida.

—Jasy…

—Lo cuidé durante su enfermedad, Aitor. No me aparté de su lado. Durante días y noches enteras, siempre estuve pendiente de él. ¡Cuando por su culpa habías tenido que huir! ¡No quiero odiarlo, pero no puedo evitarlo!

Aitor la envolvió con sus brazos, asolado por la impotencia; no daba con las palabras para calmar su dolor.

—Laurencio abuelo no merece nuestro odio, Jasy, sino nuestra pena. Tenía un corazón mezquino y débil. Se dio a la bebida porque era débil, porque necesitaba acallar la ira que mi existencia le causaba. Porque él siempre supo que yo no era su hijo. —Emanuela se apartó ante aquellas palabras—. También me lo dijo mi pa’i, pero yo ya lo sabía. Siempre lo he sabido.

—Yo creía que te odiaba porque pensaba que eras el luisón.

—No, me odiaba porque yo representaba la traición de mi sy. Yo era el fruto de un amor prohibido.

—¿Qué culpa tenías tú? Eras un niño inocente. ¿Cómo podía tomársela contigo?

—Es fácil para ti pensar de ese modo porque tu corazón es generoso y fuerte, pero no lo es para aquellos que lo tienen débil y mezquino. ¿Amarías a los hijos que tuviese con otra mujer?

La pregunta había sido formulada de manera tan rápida e inopinada, que Emanuela se quedó mirándolo con expresión atónita.

—¿Lo harías, Jasy?

—Sí, los amaría —dijo, con decisión.

—¿Por qué? ¿No te recordarían mi traición?

—Me recordarían que son una parte de ti. Por eso los amaría. ¿Tú amarías a los hijos que yo tuviese con otro hombre?

Emanuela no necesitó una respuesta. La sombra que le transformó el semblante, que con los tatuajes había adquirido un cariz feroz, bastó para satisfacer su curiosidad.

—No —admitió él—, creo que no. La sola idea de que otro toque lo que es mío, que simplemente roce lo que me pertenece, me vuelve loco. No quiero imaginar lo que sentiría si otro… No —dijo, y sacudió la cabeza—. No me hagas pensar en eso, por favor.

—Lo siento.

Se tomaron de las manos y reiniciaron la marcha. Aitor apretaba el paso porque la noche se precipitaba con más rapidez en ese sendero cubierto por una cúpula de árboles. Entraron en el pueblo un rato más tarde, con la noche a sus espaldas. La actividad había cesado, y no se veía a mucha gente en las calles. No obstante, al llegar a la casa de los Ñeenguirú, se dieron cuenta de que todavía algunos curiosos se congregaban frente a la enramada. Aitor y Emanuela atrajeron la atención, y para nadie pasó inadvertido que caminaban con las manos entrelazadas. Aitor la soltó y entró en la casa. Deseaba lavarse y cambiarse.

Malbalá, que asaba unas mandiocas inclinada sobre el fogón, colocó la cuchara de madera sobre el borde de una vasija de barro y recibió a Emanuela en sus brazos para compartir la dicha de haber recuperado a Aitor. Vaimaca, Ñezú y Palmiro, invitados a cenar, también la abrazaron y le susurraron palabras que la hicieron sonreír.

Aitor salió de la casa y profirió un bufido de hartazgo al comprobar que los curiosos aún se demoraban a la espera de una pieza de información que los ayudase a componer el dilema que constituía el luisón. Abusando de la ferocidad de su expresión, salió de la enramada y, sacudiendo los brazos, vociferó:

—¡Fuera! ¡Ya husmearon suficiente por hoy! ¡El luisón está de regreso y se pondrá de mal humor si no dejan de molestarlo! ¡Fuera, alimañas! —Desveló su dentadura y gruñó, y el grupo se dispersó en cuestión de segundos.

Malbalá y Emanuela lo contemplaban con semblantes preocupados; Vaimaca, Ñezú, Palmiro y Bruno rieron. Se sentaron a cenar formando un círculo en torno al fogón para espantar el frío de la noche. Emanuela sirvió la comida y, cuando le entregó el cuenco a Aitor, este le guiño un ojo y ella se ruborizó.

Los demás, ansiosos por conocer los detalles de sus vivencias, lo acribillaban a preguntas aun mientras comían, en especial Palmiro y Bruno. Emanuela lo oía con absoluta atención. Al terminar de comer, hizo lo que solía cuando era pequeña: se sentó a los pies de Aitor y apoyó la cabeza sobre su pierna. Él acabó el guiso, depositó el cuenco a un costado, sobre el piso de ladrillos y, mientras relataba sus aventuras con los abipones, le deshizo las trenzas y le acarició el cabello. Emanuela no tardó en dormirse.

Se despertó cuando Aitor la acomodaba en el camastro y la cubría con la manta. Lo aferró por la muñeca y lo obligó a sentarse a su lado.

—Quiero que me cuentes lo que viviste mientras estuviste lejos de mí.

—Lo haré, pero mañana. Ahora quiero que descanses. Estás agotada, y mi sy acaba de decirme que hoy no te sentías bien.

Se inclinó y la besó en la mejilla. Se demoró allí, olfateando su calidez y ese aroma tan de su Jasy que lo traía como loco desde que era un niño.

—Esta noche dormiré profundamente porque sé que te tengo de nuevo.

—Siempre me tuviste, Jasy.

—Pero tu ausencia me lastimaba, Aitor. Quiero saber todo lo que te sucedió en este tiempo. Quiero que me lo cuentes solo a mí, para sentirme especial. Para sentir que sé todo de ti.

—Sí, amor mío, te lo contaré todo —le prometió, mientras arrastraba los labios por la frente, las sienes y la nariz de Emanuela hasta descansarlos sobre sus labios—. Te amo, Jasy, tesoro de mi vida.

—Y yo a ti. Gracias por haber vuelto a mí.

—De nada, amor mío.

—Buenas noches, Aitor. Que descanses.

—Buenas noches, Jasy.

* * *

Aitor abandonó la casa, cruzó la enramada y salió al frío de la noche. Inspiró profundamente, con los ojos cerrados, y, de manera consciente, fue distendiendo los músculos, aun los del rostro. No se volvió cuando su madre le colocó una manta sobre los hombros, ni tampoco cuando lo rodeó por detrás con los brazos y le besó la espalda. Le cubrió las manos con las de él y permaneció callado, mientras observaba el cielo despejado de luna llena y estrellas infinitas. Suspiró al meditar que nadie descorazonaría animales esa noche. La pesadilla había terminado junto con la vida de su padrastro.

—Ven —lo conminó Malbalá—, sentémonos a tomar mate y así me cuentas de tu tiempo con Vespaciano.

Pronunció «Vespaciano» con tanta fluidez y naturalidad que a Aitor se le erizó la piel. Se preguntó si Malbalá habría amado o amaba a su padre.

Volvieron a la enramada y, mientras Malbalá aprestaba el mate, Aitor se dedicó a estudiar la mecedora de Laurencio abuelo.

—¿Qué hace esto acá?

—Manú la encontró en el sótano de la casa de los padres y la trajo para… para Laurencio abuelo. Siéntate. Verás que es muy cómoda.

Aitor se apoltronó con difidencia y meció la silla. Recostó la espalda y echó la cabeza hacia atrás. Sonrió.

—Sí, es cómoda.

—Aquí tienes, hijo. —Malbalá le pasó un mate.

—¿Cómo has estado, sy?

—Esperándote. Manú y yo solo vivíamos para esperarte.

Aitor sorbió de la bombilla en silencio, con la vista en el suelo.

Sy, cuéntame de ella, de cuando se enteró de que me había fugado. Mi pa’i no quiso referirme nada.

—Mejor así.

—Quiero saber, sy.

—No.

—Estás inquietándome. Si no me cuentas, iré dentro, la despertaré y la interrogaré yo mismo.

Malbalá bajó los párpados y suspiró largamente.

—No, déjala dormir tranquila. Hace noches que no pega ojo. Te contaré, si tanto lo deseas, pero te advierto que no será una historia agradable.

—Lo sé. En mi vida, han existido pocas historias agradables. Estoy acostumbrado.

—¿Me reprochas por haberte dado la vida, hijo? ¿Fui una mala madre por traerte a un mundo que tanto daño te hizo?

Aitor se irguió para devolverle el mate. Le aferró la otra mano y se la besó.

—No, sy. Al contrario. Mi agradecimiento hacia ti es infinito, no solo porque me diste la vida, sino porque salvaste la de Emanuela alimentándola con tu leche y haciéndola parte de mí.

Los ojos de Malbalá se tornaron acuosos y brillaron a la tenue luz de las brasas. Acarició la mejilla barbuda de su hijo y lo contempló a los ojos con una ternura que incomodó a Aitor.

—Ella te ama, Aitor, más de lo que puedas imaginar.

—Y yo a ella, sy.

—No, tú no la amas como ella a ti —manifestó, sin reproche, ni resentimiento, sino con la serenidad que proporciona la fatalidad de los hechos—. Tienes un corazón egoísta y te gusta complacerlo. La amas, sí, no lo dudo, pero no puedes comparar tu amor con el de ella.

Aitor apoyó los antebrazos sobre las piernas y bajó la vista, avergonzado y entristecido. Su madre tenía razón, era egoísta, pero amaba a Emanuela con un amor tan inmenso que a veces se admiraba de que un ser como él experimentase un sentimiento tan extraordinario.

—Ella siempre te será fiel. Aun en las tormentas más aterradoras, Manú se mantendrá fiel a ti y al amor que siente por ti.

—Si lo dices por lo de la esclava…

—No lo digo por nada, ni por nadie en particular —lo interrumpió Malbalá—. Sabe Tupá que no soy quién para recriminarte tus deslices cuando yo traicioné a mi esposo con tu padre. Tú enfrentarás tu conciencia en soledad, como yo hago con la mía. Simplemente hablo porque conozco a mi hijo. Te conozco, Aitor, como a la palma de mi mano. La vida fue dura contigo, y tal vez la culpa sea mía.

—No, sy.

—Déjame hablar, hijo. No soy una cobarde, y sé enfrentar mis errores, pero aunque te haya traído a un mundo que nunca te trató bien, no me arrepiento, porque te amo y he sido feliz viéndote crecer y convertirte en el hombre que eres, en mi orgullo.

Aitor volvió a ocultar la cara y, junto con ella, la emoción que comenzaba a picarle en los ojos.

—Sí, el mundo fue duro contigo, hijo mío, pero la vida te dio a Manú. Ella es el tesoro que cualquier hombre desearía tener.

—Lo sé, sy.

—Quiero que entiendas que eres el hombre más afortunado por poseerla.

—Sí, lo soy, lo entiendo. Y sé que no la merezco.

—Ninguno la merecería, ni tú, ni nadie. Ella es un ángel convertido en niña, ahora en mujer. Nadie está a su altura.

—Menos que menos, yo.

—Pero ella te eligió a ti. Has sabido ganarse su amor, y por eso te admiro. —Una tenue sonrisa suavizó la mueca amarga de Aitor—. Manú te entregó su corazón, y te aseguro que no te lo habría entregado de no estar segura de que te amará toda su vida. La conozco, es como una hija para mí. Es mi hija, aunque no la haya parido. Y sé cómo actúa. Su entrega es generosa y eterna y, sobre todo, fiel. Estoy segura de que mi pa’i Ursus organizó tu huida en gran parte gracias a ella, a lo que ella hizo por ti el día en que te arrestaron.

«Anímate, hijo. Emanuela ha peleado por ti como una leona y en parte le debes a ella lo que estoy a punto de llevar a cabo». La evocación de las palabras de su pa’i Ursus lo alcanzó como un golpe en el pecho, y tuvo la impresión de que se convertían en un puño que le oprimía el corazón. Le dolía la cara de contener el llanto.

—No le permitían ir a verte a la cárcel, por lo que se pasó el día persiguiendo a Palmiro y a mi pa’i Ursus, llorando y rogándoles para que no te abandonaran. Cuando empezó a escupir sangre de tanto daño que se había hecho en la garganta, mi pa’i Bansué le dio algo que la hizo dormir profundamente durante más de doce horas.

Sy… —sollozó.

—Te advertí que era duro. Ahora óyeme hasta el final. —Aitor asintió, y la corta y rápida agitación propició que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas—. Al otro día se levantó cerca de las diez de la mañana, muy mareada y descompuesta. Vomitó aquí, en la enramada. No había comido nada desde la mañana del día anterior, y lo poco que tenía en el estómago, lo sacó fuera. Con Laurencio, intentamos que regresase a la cama, pero ella, que es más terca que tú, quería ir a verte a la cárcel. Decía que estaba segura de que Javier no te había limpiado el balde para hacer tus necesidades, ni te había llevado un desayuno sustancioso, que ella iría a cuidarte.

Aitor apoyó el codo en la pierna y se apretó los ojos con el índice y el pulgar. La garganta se le agitaba y las fosas nasales se le dilataban, en tanto pugnaba por inspirar un poco de aire que lo ayudase a reprimir el rugido de dolor y rabia que despertaría a todos los vecinos si conseguía abrirse paso y escapar de su pecho.

—Entonces, le contamos que habías huido esa madrugada. Corrió a buscar a su pa’i Ursus. Lo halló en la escuela, dando el catecismo. Abrió la puerta, atinó a preguntar: «¿Es cierto que Aitor ha huido?», y cayó desmayada.

La maldición de Aitor brotó como un ronco jadeo.

—Tu pa’i Ursus la llevó en andas hasta la casa de los padres, donde yo no podía entrar. Mi niña me necesitaba, y yo debía quedarme mirando la puerta. Tu taitaru la convenció de que bebiera caldo y la tranquilizó contándole que tú solo habías tenido palabras para ella antes de huir. Eso la confortó mucho. Pero desde ese día, no volvió a ser la misma. —Pausó de manera deliberada, y Aitor alzó la vista—. Perdió su don, sus manos ya no curan. —Las cejas de él se dispararon con la sorpresa—. Junto contigo y con la alegría que siempre la acompañaba, también desapareció su don. Creo que —su voz se cargó de una risueña ironía— la gente del pueblo deseaba que el luisón regresase para que le devolviese el don que le había robado a la niña santa al escapar.

Malbalá guardó silencio, y Aitor luchó por recobrar la calma. Carraspeó varias veces y se secó los ojos con la mano antes de preguntar:

—¿Hablaba de mí?

—En contadas ocasiones. Y jamás, nunca pronunció tu nombre. Si se refería a ti, hablaba de «él». Se volvió muy silenciosa. Trabajaba sin cesar, aquí, en el hospital, en el avamba’e… Comía poco. En fin, dejó de ser mi niña alegre y se convirtió, de la noche a la mañana, en una mujer doblada por la amargura. El poco tiempo libre que se concedía lo usaba para ir a la iglesia y rezar por ti. Y me obligaba a rezar el rosario todas las noches para pedir por tu regreso.

—La amo, sy. No la merezco, lo sé, pero sin ella, nada tiene sentido. Es algo que me asusta. Es lo único que me asusta, pero se me congela la sangre al pensar en una vida sin Emanuela.

Malbalá asintió con el entrecejo fruncido y sin mirarlo, y Aitor se llenó de escrúpulos.

—¿Qué sucede, sy? Háblame.

—¿Qué has decidido hacer ahora que regresaste?

—No lo sé aún. Solo pensaba en regresar. Ahora que estoy aquí, que sé que ella está bien y que no me la han arrebatado, me sentaré a meditar.

—¿Te trató bien Vespaciano?

—Sí. Trabajé a su lado y aprendí mucho. Fue generoso al enseñarme. Dice que quiere que me convierta en el capataz de su hacienda, que su hijo Lope no ha nacido para eso, y que él necesita de alguien que se ocupe de sus asuntos.

—¿Te confió que eres su hijo? —Aitor negó con la cabeza—. Y tú no le dijiste que lo sabes, ¿verdad?

—No. ¿De qué serviría? ¿Me reconocería acaso? ¿Me daría su apellido?

—¿Te gustaría que lo hiciera?

—Por Emanuela —respondió, sin vacilar—. A mí me tiene sin cuidado convertirme en un Amaral y Medeiros, pero por ella, sí. Ser hijo de Vespaciano de Amaral y Medeiros, aunque fuese el ilegítimo, el bastardo, me daría poder, el que necesito para luchar contra los que quieran quitármela.

—El obispo de Asunción quiso llevársela a vivir con él y con su hermana.

—¡Maldito viejo pervertido! —exclamó, y se puso de pie.

—Baja la voz y vuelve a sentarte. Tu pa’i Ursus y tu pa’i Santiago se ocuparon de que no se saliese con la suya.

—Pero, ¿hasta cuándo, sy? ¿Llegará el día en que no puedan evitar que se la lleven?

—Afrontaremos ese día con la serenidad y el valor que hemos afrontado todo, Aitor. Con la ayuda de Tupá, Manú siempre será nuestra.

—La única manera de asegurarme de que no me la quiten es dejando de ser un indio miserable y convertirme en un hombre de poder con el que pueda aplastar a quien se atreva a desearla.

—¿Volverás, pues, a la hacienda de Vespaciano?

—Sí, se lo prometí. Pero no puedo vivir allí con Emanuela.

—¿Por qué?

Guardó silencio, mientras se debatía en inventar una mentira o referirle la verdad.

—El hijo de Amaral y Medeiros, Lope, está enamorado de ella.

—¿De Manú?

—Sí, desde hace años. Tú sabes que Bruno, Emanuela y yo lo conocimos un domingo hace mucho tiempo en el lugar secreto junto al Yabebirí, ese al que me llevabas de pequeño, y la amistad ha durado todo este tiempo.

—Sí, lo sé. Yo misma en una ocasión llevé a Bruno y a Manú porque deseaban encontrarse con Lope y la muchacha. No recuerdo su nombre. —La mujer sonrió y sacudió la cabeza—. Tú y tu medio hermano han sido amigos durante todo este tiempo.

—Yo nunca he sido amigo de Lope. Siempre me dio grima cómo miraba a Emanuela. Y sé que le confesó su amor mientras yo estaba huido. No puedo llevarla a vivir allá.

—¿Porque temes que Emanuela te sea infiel? —se mofó la mujer, y Aitor le destinó una mirada aviesa.

—Porque no soportaré las mañas de las que se valdrá ese idiota cada vez que se acerque a mi mujer. Tratará de tocarla, de seducirla, de conquistarla, como siempre ha hecho. Y ella es demasiado buena e inocente para apartarlo. Terminaré por asesinarlo, y ahí sí, me desgraciaré para siempre. No la llevaré a Orembae, sy. No se hable más del tema.

—Entonces, ¿para qué volverás?

—Porque se lo prometí a Amaral y Medeiros, y no quiero faltar a mi palabra. Puedo quedarme y trabajar un tiempo, la paga es buena. Necesito ganar más dinero, hasta que pueda casarme con Emanuela. Si nos permiten quedarnos en la doctrina, pues nos quedaremos. Si no, me fugaré con ella.

Malbalá asintió y se puso de pie.

—No fundes tus planes en que Vespaciano te reconozca, Aitor.

—¿Por qué no? Me ha tratado con mucho cariño.

—No dudo de que te admira. Y estoy segura de que lamenta que no seas su hijo legítimo. Sin embargo, no te dará su apellido porque se deshonraría en su mundo, donde cuentan cosas que tú y yo jamás comprenderíamos. Me voy a dormir, hijo. —Le acarició la mandíbula y lo besó en la frente—. Estoy feliz por haberte recuperado.

—Y yo, por haber vuelto. Buenas noches, sy.

—Buenas noches, Aitor.

Esperó una media hora, y cuando se dio cuenta de que Malbalá dormía, entró con sigilo en la casa. Su madre le había colgado la hamaca en el sitio de costumbre. Él, que tenía otros planes, la esquivó y se dirigió al camastro de Emanuela, que dormía ovillada, con las manos bajo el mentón. Se quitó la manta de los hombros y la camisa, que colocó sobre el arcón de Emanuela, echó a Porã fuera, que abandonó la cama gañendo, y se ubicó de costado en el pequeño espacio que quedaba libre. Lo pies le colgaron fuera. Aun en sueños, como si lo intuyese, Emanuela se movió para hacerle lugar, y Aitor acomodó el cuerpo contra la espalda de ella. Le rodeó la cintura y hundió la nariz en su cabello suelto. Una paz, como hacía tiempo no experimentaba, le calmó las pulsaciones violentas de su corazón con la eficacia de un bálsamo sobre una quemadura. Expulsó un suspiro y se durmió.

* * *

Levantó los párpados, y los labios se le extendieron en una sonrisa inconsciente al encontrarse con la mirada expectante de su Jasy. Se notaba que hacía rato que estaba despierta; tenía el rostro fresco, y los ojos azules le chispeaban.

—Buenos días, Aitor —lo saludó, y la sonrisa de él se acentuó.

—Qué lindo despertar —masculló, con voz pastosa—. ¿Has dormido bien, amor mío?

—Sí, muy bien. Y al despertar y encontrarte a mi lado… Fui feliz.

—¿Muy feliz? —farfulló él, con los ojos cerrados y la sonrisa intacta.

—Inmensamente feliz —ratificó ella, y lo besó en los labios.

Aitor volvió a quedarse dormido. Se despertó minutos después a causa de un cosquilleo en el pecho. Eran los dedos de Emanuela que le dibujaban el contorno de los pectorales. La erección fue instantánea y presionó bajo sus calzones. Aitor colocó una mano sobre las de Emanuela y la detuvo.

—No, Jasy.

Ella levantó las pestañas y lo observó con gesto contrito.

—Lo siento. ¿Te hice mal?

—No, nunca me haces mal, pero… Me excitas —dijo, y la contempló para estudiar su reacción.

—¿Que te excito quiere decir que te gusta?

—Sí, que me gusta mucho, Jasy. Mucho, amor mío.

La mirada de Emanuela cambió. La alteración, que le volvió negros los ojos azules, podría haberse adjudicado a un juego de la luz; sin embargo, se trataba de una transformación que nacía de ella y en la cual el sol matinal no tenía nada que ver. La vio separar los labios y mojarse el inferior con la lengua, y la erección cobró dimensiones que, sabía, le impedirían abandonar la cama por un buen rato, hasta conseguir bajarla.

Sin apartar la mirada, esa deliberada y oscura, Emanuela deslizó la mano bajo la manta y le tocó el bulto. Los dos se sobresaltaron. Para él, que no se lo esperaba, fue como la descarga de un rayo. A ella, la sorprendió lo duro y caliente que estaba el tembo de Aitor.

—Desde ayer, en el arroyo, cuando me contaste que crecía y se ponía duro para entrar dentro de mí, que quiero tocarlo.

Aitor cerró los ojos y expulsó el aire por la boca. Si con solo unas palabras le aumentaba las pulsaciones y le ponía el pene duro como el lapacho, no se atrevía a imaginar cuando… No, se dijo. No tomaría por ese camino o la deshonraría en casa de su madre.

—¿Puedo volver a tocarlo?

—Jasy… —dijo, con acento impaciente y reprobatorio.

—Por favor, Aitor.

—Si me tocas, terminaré por lanzar mi semilla en tu cama y ensuciaré todo. A ti también —añadió.

—No importa. Después me ocuparé de lavar. Te lo prometo.

Le sonrió con timidez antes de acercar los labios a su boca y besarlo con delicadeza. Demoró el beso con lánguido abandono, y Aitor bajó los párpados y se permitió gozar de ese momento sublime que, hasta un día atrás, solo había imaginado en sueños. La abrazó con una destemplanza súbita al rememorar cuánto había temido perderla durante los meses transcurridos lejos de ella.

—¿Dónde están Bruno y mi sy? —le preguntó, sin apartar los labios de los de ella.

—Bruno, en la alfarería. Mi sy fue al arroyo, a lavarse antes de la misa.

—¿Estamos solos, entonces?

—Sí. —La afirmación se convirtió en una exhalación agitada cuando Aitor le apretó con delicadeza un pezón, al que halló duro y dispuesto.

—Tócame, Jasy.

Emanuela introdujo de nuevo la mano bajo la manta y lo tocó. Aitor gimió y arqueó la cabeza hacia atrás. Ella lo contemplaba, extasiada, y sonrió cuando él, con maniobras desesperadas, se aflojó la jaretera de los calzones y se los bajó. Le sujetó la mano y la condujo sobre su carne desnuda.

—¡Oh! —exclamó ella, fascinada.

—No tengas miedo, Jasy —le rogó él, y la contempló con reserva.

—No tengo miedo, Aitor. Estoy contigo, no le temo a nada. Es que no sabía que tu tembo se ponía tan duro y grande. ¿Puedo verlo?

—No. Aférralo en tu puño. —Le guió la mano para enseñarle cómo—. Aprieta. ¡Sí! ¡Apriétalo, Jasy! ¡Ahhh! Mueve la mano. —Se la cubrió con la de él e inició un movimiento que le recorría la erección desde arriba hacia abajo—. Bésame —imploró, con la voz tensa, y Emanuela le mordió el labio y lo succionó. Aitor comenzó a respirar de manera agitada. Apartó la mano de la de ella para sujetarla por la espalda y comenzar a moverse como si estuviese penetrándola.

—Apriétame más fuerte, Jasy. Oh, sí, amor mío, así.

Aitor agitaba la pelvis para que su pene se deslizase por la mano pequeña y tibia de Emanuela, que se cerraba con enardecida concentración en torno a él. No quería eyacular, sino prolongar ese juego con su Jasy. Ella respiraba por la boca, agitada a causa del esfuerzo, y su aliento le golpeaba el mentón y los labios húmedos, y lo excitaba. Resultaba impensable que su pene cobrase aún más vigor solo porque el aliento de ella lo acariciaba, pero así era con su Jasy, excesivo, desbocado, increíble, inverosímil, sin considerar que solo habían compartido unos besos y esa primera experiencia íntima.

Más seguro de su control, abrió los ojos y la descubrió observándolo con intensa fijación, solícita a sus gestos y pedidos, con el deseo de complacerlo evidenciado en su expresión de ojos enormes y devotos.

—Quiero que toda la vida me mires de este modo, como estás haciéndolo ahora.

—¿Con amor?

—Sí, con amor. Con admiración. Con deseo.

—¿Así te moverás cuando estés dentro de mí?

Su pregunta, formulada con esa voz que no abandonaba el timbre aniñado y con la sinceridad que provenía de la inocencia y que la volvía tan entrañable, se convirtió en su perdición. Impulsó la pelvis con violencia por última vez, arqueó la espalda hacia atrás y profirió un clamor ronco.

—¡Emanuela! —exclamó, con voz forzada, y en un acto mecánico, la circundó con sus brazos y la pegó a su cuerpo mientras sufría cortos espasmos y le bañaba las piernas con su semen.

Emanuela lo observaba con la estupefacción de alguien que presencia un suceso portentoso que viola toda ley física y natural. Que hubiese gritado su nombre en esas circunstancias inexplicablemente le potenció el latido entre las piernas, y un dolor punzante la atravesó hasta el ombligo. Que pronunciara su nombre la hizo sentir mujer. El líquido viscoso y caliente le resbalaba por el muslo, y una curiosidad arrolladora la tentaba a introducir la mano bajo la manta y a untarse los dedos con él; quería estudiarlo, olerlo, probarlo. No obstante, se mantuvo quieta, temerosa a equivocarse y a enojarlo.

Todavía agitado y deslumbrado por la potencia del orgasmo, Aitor levantó los párpados. Su Jasy lo aguardaba con los ojos muy abiertos y con su mano quieta en el pene aún erecto. Aitor le sonrió, y ella le devolvió una sonrisa brillante, que le iluminó la mirada y le dio color a sus mejillas.

—Te amo —dijo, sin pensar, movido por la fuerza del sentimiento que ella le inspiraba, y la besó en los labios—. Quiero despertar así todas las mañanas de mi vida.

—¿Lo hice bien?

—Sí. Muy bien. Perfecto. Solo tú podías hacerme sentir tan bien.

—Entonces, te lo haré todas las mañanas de tu vida, Aitor, para que nunca te alejes de mi lado.

—Aunque no me lo hicieses, Jasy, no me alejaría de tu lado. —Le mordisqueó los labios y le olió la tibieza perfumada del cuello, cerca de la oreja—. Me encanta que todavía me sujetes el tembo con la mano. Por eso sigo duro.

—Me gusta tenerlo en mi mano.

Aitor sabía que era imperativo alejar a Emanuela, salir de la cama y correr al Yabebirí para zambullirse en el agua fría de las mañanas otoñales; en caso contrario, llevaría esa erección a lo largo del día como un mástil.

—No, Jasy —ordenó, cuando ella se disponía a apartar la manta para verlo. Lo guiaba la convicción de que si ella posaba los ojos en su pene desnudo, comenzaría todo de nuevo, y ya no contaban con tiempo. La hora de la misa se acercaba, por lo que Malbalá regresaría del arroyo.

—¿Por qué no, Aitor? Quiero verlo, así, duro y grande.

—Jasy… —susurró, y se mordió el labio y apretó los ojos—. Mi sy está por llegar y no quiero que nos vea haciendo esto. Es algo muy nuestro y no quiero compartirlo con nadie, jamás.

—Está bien —dijo, con aire triste.

—Amor mío —le sujetó el rostro con las manos y la besó ligeramente sobre los labios—. Gracias por este despertar. Ha sido el más hermoso de mi vida.

—Para mí también porque, cuando abrí los ojos, estabas junto a mí. —Emanuela guardó silencio y lo miró fijamente, con expresión de pronto grave—. No sé cómo expresarte lo que tengo dentro de mí, Aitor.

—¿De qué se trata, Jasy?

—Del amor que siento por ti. Siempre te he amado, desde niña. Antes, como a un hermano, aunque ya entonces eras especial para mí. Había algo en ti que me provocaba un brinco en el corazón cuando te veía aparecer. Después, cuando hicimos el pacto de amor eterno y me elegiste para que fuese tu esposa, me hiciste muy feliz y me di cuenta de que te amaba como mujer. Pero ese amor ha crecido desde entonces, y es tan grande, y sé que es eterno, y quiero que lo sepas, quiero que sepas cuánto te amo. Tanto, Aitor, tanto. Quería que lo supieses —dijo, en un susurro tímido.

Aitor le acariciaba el rostro y se lo despejaba de los mechones con pasadas bruscas, mientras asentía con la expresión tensa a causa del esfuerzo por contener el llanto. Mientras, se acordaba de lo que Malbalá le había referido la noche anterior acerca de su Jasy, de cuánto había luchado y sufrido por él, de cuánto más noble era ella, de qué poco la merecía, de qué afortunado era por tenerla.

—Jasy, yo soy por ti —expresó, con voz ronca—. Existo por ti. ¿Me entiendes? Sin ti, no hay nada. Nada, Jasy.

—Sí, entiendo. Para mí es igual. Te entiendo.

—Emanuela, que tú me ames, que tú me hayas elegido para compartir tu vida… ¿Por qué, Jasy?

Emanuela rio, y los ojos le danzaron de dicha.

—Si estuvieses dentro de mí y te vieses como yo te veo, te amarías, Aitor.

—Amor mío…

Escucharon ruidos en la enramada. Malbalá había regresado y se disponía a encender el fuego. Aitor metió su pene dentro de los calzones y apartó la manta.

—Quédate quieta. Buscaré algo para limpiarte.

—Abre mi arcón. Allí encontrarás paños limpios.

Aitor regresó y se quedó paralizado ante la escena que componía su semen derramado en la pierna de Emanuela. La había marcado, como el macho marca a la hembra con su olor y es capaz de asesinar a quien ose mirarla. Se arrodilló junto al camastro, de nuevo excitado y con el pene alzándose bajo los calzones. Se inclinó sobre los labios de ella y le habló mientras se los rozaba.

—Eres mía, Jasy. Acabo de marcarte con mi semilla.

Como siempre, ella consiguió desarmarlo al susurrarle cerca del oído:

—¿Y algún día la pondrás dentro de mí?

La erección se intensificó hasta hacerlo olvidar de que Malbalá estaba fuera y que se suponía que Emanuela iría a la misa y que comulgaría después de que él la había bañado con su semen. No entendió por qué ese pensamiento lo excitó.

—Sí, amor mío, algún día te pondré mi semilla en las entrañas.

Conjuró la voluntad para limpiarle la pierna larga y delgada. Había perdido peso, además de crecer unas pulgadas. Su sy le había comentado que, durante su ausencia, había comido poco. Él se ocuparía de que se le abriese el apetito y de que la carne volviese a llenarle el rostro y a delinearle las curvas.

* * *

Aunque no era domingo, la iglesia desbordaba de gente. Todos querían ver al luisón. La noticia de su regreso se había propagado con rapidez, y nadie se perdería la posibilidad de verlo, sobre todo desde que la voz aseguraba que había vuelto más salvaje y lobisón que nunca, con tatuajes en la cara, los colmillos más largos y las uñas como garras.

Aunque no tenía tantas ganas de ir a misa, Aitor decidió concurrir cuando Emanuela se lo pidió.

—Vamos a agradecerle a Tupasy María por tu regreso. Yo le rogaba todos los días por ti, para que te protegiese y te trajese de nuevo a mí.

¿Cómo negarse cuando lo miraba con anhelo? Para él, la misa, los santos, los ritos constituían una gran farsa, sin mencionar que convertirse en el centro de atención del pueblo lo fastidiaba. No obstante, lo haría por ella, para complacerla, porque su vida se había reducido a eso, a satisfacer los deseos de su Jasy.

Emanuela se ubicó en la primera fila y, cuando el padre Ursus apareció en el altar por la puerta de la sacristía, le sonrió, y el sacerdote le devolvió el gesto, y enseguida fijó la vista en Aitor, que se hallaba entre ella y Malbalá. Emanuela se dio cuenta de que, si bien ya no sonreía, lo contemplaba con un afecto muy profundo, y amó a su pa’i aún más por eso, por amarlo cuando muy pocos lo habían hecho a lo largo de sus diecinueve años.

¡Qué feliz estaba de tenerlo a su lado, de sentir el calor de su cuerpo junto al de ella! Con disimulo, entrelazó sus dedos con los de él, que respondió de inmediato apretándoselos. Al cabo, con sus manos unidas, Emanuela percibió que el pulgar de él le dibujaba círculos en la palma de la mano. La caricia, lenta y suave, operó en ella el efecto contrario: le aceleró la sangre en las venas y la llenó de puntadas dolorosas en los pezones y entre las piernas. El efecto de las manos de Aitor era tremendo. Se acordó de lo que habían compartido pocos minutos atrás y se colocó la mano libre sobre la pierna donde él la había mojado con su simiente. Y pensó que la mano que él acariciaba le había sujetado el tembo y se lo había apretado. Y se acordó de que estaba duro y caliente, y del modo en que él había gritado su nombre. Los pinchazos se volvieron casi intolerables. Aitor debió de percibir su inquietud porque aplicó un poco más de presión en la mano para llamar su atención. Emanuela lo miró fugazmente y le sonrió con timidez antes de bajar las pestañas para ocultar los ojos, que habrían revelado demasiado. Inspiró profundamente y comenzó a recitar el padrenuestro en su mente, sin oír lo que su pa’i Ursus proclamaba desde el púlpito.

Durante la comunión, Emanuela distinguió a Olivia, que luego de recibir la hostia, giró para regresar a su sitio y clavó los ojos en Aitor, que también la miró con fijeza. Ese intercambio tan intenso provocó un vuelco en el estómago vacío de Emanuela. Los celos eran un aspecto del amor, se dijo, que no le gustaba en absoluto. No quería reproducir las palabras que la muchacha le había manifestado en ese mismo lugar, meses atrás. No quería recordar lo que ella le había contestado, porque siempre se arrepentía de haber compartido con ella algo que atesoraba.

La reconfortó en parte que Aitor no le soltase la mano al finalizar la misa ni cuando salieron al atrio, tampoco mientras saludaban a Vaimaca, Ñezú y Palmiro, ni cuando se presentaron los padres Santiago y van Suerk y el hermano Pedro, que lo abrazaron y palmearon en la espalda. La sonrisa de Emanuela se extendía y le embellecía el rostro a medida que las muestras de afecto llovían sobre Aitor. Lamentaba que sus hermanos, a excepción de Bruno, no le dirigiesen la palabra. Se habían reunido en un sector del atrio, con sus esposas e hijos, desde donde le destinaban vistazos rencorosos e intercambiaban comentarios bisbiseados. A Emanuela, sobre todo, la golpeó la malevolencia de la mirada de Laurencio nieto. Se le borró la sonrisa. Aitor, sin embargo, no se daba cuenta, o sí, Emanuela no lo sabía a ciencia cierta. Caviló que debía de estar tan acostumbrado al maltrato, que no se inmutaba. Se puso en puntas de pie y le susurró:

—Te amo como a nadie en este mundo. —Quería que lo supiese en ese momento en que el desamor de su familia resultaba tan evidente.

Él se inclinó en su oído y le contestó:

—Y tú eres lo único que yo amo en este mundo. Y te amo con locura.

El aliento cálido de Aitor le acarició la oreja y le provocó una sensación de tibia humedad entre las piernas. Percibió que las mejillas se le calentaban y las cosquillas en su estómago se disparaban. Movió la cabeza, y la sonrisa se le congeló al toparse con los ojos de Olivia, fijos en ellos. Había tristeza y añoranza en la manera en que los contemplaba, y la pena por la joven la colmó sin aviso porque no le costó imaginarse lo doloroso que habría sido amar a Aitor y no ser correspondida. Ella era una bendecida por tenerlo.

Desayunaron en la enramada, y Emanuela se ocupó de preparar kiveve, la comida favorita de Aitor, una crema semidulce de calabaza y queso, que devoró sin hablar durante varios minutos. Se detuvo de pronto al ver que el pan de maíz y el choclo asado permanecían intactos en el plato de Emanuela. Había bebido la leche caliente con miel silvestre y comido un poco del kiveve. Apoyó su plato en el suelo y la miró con una expresión que simulaba dureza.

—Quiero que comas todo, Emanuela. Estás muy delgada.

De manera automática, ella se llevó las manos a las mejillas y se miró el torso.

—¿De veras? ¿Me encuentras muy delgada? —preguntó con acento desmoralizado, y Aitor se arrepintió de haberla herido en su orgullo de mujer; no obstante, se mantuvo firme.

—Sí, muy delgada. Me dijo mi sy que comes poco. Eso, sumado a que has crecido, te ha puesto muy delgada. Come —dijo, con actitud menos autoritaria, y le acercó la cuchara con kiveve a la boca—. ¿Cómo es que no devoras el mejor kiveve que has preparado?

—¿En verdad te gusta, Aitor?

—Está delicioso. Nunca había comido uno mejor. Anda, come.

Lo complació, como de costumbre. Al cabo, Aitor se dio por satisfecho y no insistió porque resultaba evidente que su estómago empequeñecido no admitiría una onza más de alimento. Emanuela ayudó a Malbalá a lavar y a acomodar los trastos del desayuno. Entró en la casa y, al salir, lo hizo atándose un mandil blanco en la nuca. Le quedaba muy bien porque, a diferencia del tipoy, le marcaba la pequeña cintura. Además, se había recogido las trenzas en un rodete en la base de la cabeza, el cual le confería una prestancia de mujer que lo excitó.

—Estás hermosa, Jasy —le dijo cuando Malbalá no los veía, y aprovechó para acariciarle el trasero con pasadas lentas y deliberadas.

Emanuela inspiró con una inhalación violenta, un poco escandalizada, pero sobre todo excitada. Se le secó la boca, y las sensaciones que había combatido durante la misa le cayeron encima como una avalancha. Se sentía aturdida, algo mareada a causa de las comezones y los pinchazos que hacían presa de su cuerpo.

—Aitor…

—¿Qué, amor mío? —dijo él, divertido con la mueca desolada de Emanuela—. Dime —la instó cuando ella cerró los ojos y entreabrió los labios—. ¿Qué sientes? —le preguntó, sin detener las caricias.

—Cuando me tocas…

—¿Qué sucede cuando te toco?

—No quiero que te detengas —admitió, siempre con los ojos cerrados.

—¿Quieres que te toque en algún sitio en particular?

Emanuela asintió, y tragó el nudo en la garganta.

—¿Dónde, Jasy?

—¡Manú! —exclamó Malbalá, y la mano de Aitor se retiró de inmediato de su trasero—. Hija, ¿no deberías estar en el hospital?

—Tienes razón, sy. Ya me voy.

—Te acompaño —ofreció Aitor.

—No, hijo. Tú te quedas. Necesito hablarte.

A punto de contradecir a su madre, asintió con seriedad. La mirada de Malbalá no admitía excusas.

Emanuela le sonrió con timidez y los pómulos arrebolados.

—Nos vemos por la tarde.

—Sí.

—Que tengas un buen día, Aitor.

—Tú también, amor mío.

La observó caminar por la calle hasta que desapareció al doblar la esquina. Verla esfumarse frente a sus ojos le resultó insoportable. A punto de correr tras ella, se frenó de nuevo ante la orden de Malbalá.

—Déjala ir. No la sigas.

Sy…

—Ven —lo interrumpió—, siéntate aquí —le señaló un tocón junto al telar—, a mi lado. Quiero hablarte.

Aitor se ubicó con aire impaciente y actitud enojada, en tanto Malbalá aprestaba los hilos y el huso para reiniciar la labor.

—Esta mañana vi que pasaste la noche en la cama de Manú.

Aitor apoyó los codos sobre las piernas, entrelazó las manos y suspiró con hastío.

—¿Qué pretendes, Aitor?

—Estar con ella, siempre. Lo más cerca que pueda.

—Bruno pudo haberte visto cuando despertó. No creo que lo haya hecho. Era muy temprano, estaba muy oscuro, y tu hermano no se despabila hasta mucho después. Sin embargo, ¿qué habría sucedido si te veía?

—He dormido con Emanuela más veces que en mi hamaca, sy. ¡Por favor! —exclamó, exasperado.

—Pero ahora es distinto. Ella tiene catorce años y es una joven casadera, sin mencionar que, por el modo en que reaccionó cuando te arrestaron y después, mientras estuviste fugado, quedó claro para todo el pueblo que está enamorada de ti.

—¿Sí? —se animó Aitor—. ¿Quedó claro para todos?

—Sí —suspiró Malbalá, ablandada por la sonrisa de él—. Por eso no voy a permitir que mancilles su nombre. Ella es mi hija, Aitor, mi responsabilidad. Si mi pa’i Ursus llegase a saber que no la respetas y que te metes en su cama, ¿qué crees que haría? Me la quitaría, eso haría, y a mí me despacharía al cotiguazu, con las otras viudas.

—Lo siento, sy. No había pensado en eso.

—Lo sé. Como te dije ayer, tienes un corazón egoísta y solo piensas en ti. Por eso estoy advirtiéndote. Quiero que, mientras estés en mi casa, duermas en tu hamaca.

—Así lo haré.

—Ella es muy inocente, Aitor —alegó, sin la dureza de instantes atrás—. A pesar de tener catorce años, no es como las demás muchachas. Nadie la considera una mujer. Ya ves que mi pa’i Ursus le permite entrar en la casa de los padres a pesar de que ya pasó la edad. Tal vez sea mi culpa; nunca quise que creciera. Siempre deseé que fuese mi niñita la vida entera. Verla crecer es doloroso para mí. Pensar en que tú te aprovechas de su inocencia…

Sy —Aitor le detuvo la mano sobre el telar y se la apretó—, yo la amo. No soporto que pienses que me aprovecho de ella. ¿Cómo podría, si la respeto como a nadie? Es que es tan dulce conmigo y… Soy un hombre, sy, no uno de los pa’i. Es muy difícil para mí resistirme a la tentación que Emanuela es para mí.

—Pues te aguantas, Aitor. No quiero darle excusas a mi pa’i Ursus para que me la quite. Compórtate, por el bien de ella. La respetas en tanto no sea tu esposa.

—Me casaría con ella hoy mismo —manifestó, vencido—, pero sé que si hablase con mi pa’i Ursus, este me diría que tiene que consultarlo con el superior y con el provincial, y con el obispo, y con el gobernador, y con Tupá y todos los santos, para terminar explicándome lo que ya sé, que los matrimonios mixtos están prohibidos y que no puede dármela. Creo que lo mejor será robármela.

—¿Y adónde la llevarías, ya que no a lo de tu padre? No quiero que mi Manú sufra carencias, hijo. Aquí no le ha faltado nada.

—Por eso me contengo, sy, por ella, porque quiero convertirla en una reina. Tengo que remediar muchas cosas en mi vida antes de llevármela. —Se puso de pie; no deseaba prolongar esa conversación cuando lo lastimaba darse cuenta de que aún faltaba un largo camino por recorrer antes de encontrarse en posición de reclamar a Emanuela como su esposa—. Iré a visitar a mi tío Palmiro a la ebanistería.

—Está bien. Me lo saludas, por favor.

De camino al taller de Palmiro Arapizandú, Aitor sofocaba la risa que le producían las miradas curiosas y sorprendidas que le lanzaban los vecinos. Marchaba con la cabeza en alto, haciendo gala de sus tatuajes abipones y simulando indiferencia. Al poner pie en la ebanistería, se topó con Laurencio nieto, que se echó hacia atrás al tiempo que sofocaba una exclamación. Aitor lo miró de arriba abajo, con desprecio. Laurencio, en cambio, fijaba la vista en su rostro tatuado. Había crecido, advirtió Aitor; estaba más alto y más fornido, y sus rasgos, al afilarse y perder la calidad aniñada, habían cobrado un parecido desconcertante con Laurencio abuelo. Cuando sus ojos hicieron contacto, el muchacho abandonó la mueca de asombro y endureció la expresión. Ese desplante calentó la sangre de Aitor, y no ayudó a aplacar su ira acordarse de que, durante la misa, el muy infeliz había devorado con la mirada a Emanuela; ni siquiera mientras se arrodillaban en el momento de la consagración, sus ojos la habían abandonado.

—Apártate de mi camino, gusano —exigió Aitor.

—Apárteme, si puedes. Ya no soy el niño al que golpeaste tiempo atrás.

—¿Niño? No recuerdo haber golpeado a ningún niño, solo a un imbécil que se atrevía a darle regalos a mi mujer.

—¡Manú no es tu mujer!

Aitor rio con sorna y, al pasar a su lado, lo golpeó con el hombro. Laurencio perdió el equilibrio y, al sujetarse a una mesa, soltó la delicada pieza que transportaba.

—¡Maldito! —masculló, mientras se inclinaba para recoger las partes—. Algún día me las pagarás a todas juntas.

* * *

Después de pasar un buen rato con su tío Palmiro, Aitor se dirigió a la casa de sus abuelos. Iba abstraído en sus cavilaciones y no prestaba atención al entorno. Se sobresaltó cuando lo llamaron por su nombre. Se dio vuelta con un ceño. Olivia se hallaba detrás de él. En un principio, la observó, confundido; no se dirigían la palabra en público, era una regla tácita entre ellos. Después, su mueca cambió por una de fastidio al recordar que la pérfida lo había traicionado al referir su encuentro con la esclava.

—¿Qué quieres?

—Estoy feliz de que hayas vuelto. Muy feliz —remarcó, y avanzó para cerrar la distancia.

—He vuelto, pero no gracias a ti, que me echaste de cabeza cuando le contaste a las autoridades y a mi pa’i Ursus que me habías visto con la negra.

La muchacha bajó la vista en un gesto contrito.

—Perdóname. Cuando supe que la habían asesinado, me asusté, y no me atreví a guardar el secreto.

Aitor la contempló con desprecio.

—Adiós, Olivia.

—¡No te vayas! —Lo sujetó por el antebrazo.

—Suéltame —masculló él—. ¿Qué quieres?

—¿Nos veremos esta noche en la barraca? Me gustaría mirarte de cerca los tatuajes. Son hermosos.

Aitor la estudió con deliberada lentitud. Sin duda, era una hembra tentadora, con las caderas redondeadas y suculentas y los pechos enormes. Ella no había perdido el apetito durante su ausencia. Sonrió, lo cual desorientó a Olivia. Con el regalo que su Jasy le había hecho esa mañana, la urgencia que lo había empujado a buscar alivio en el cuerpo de esa mujer en el pasado se había esfumado.

—No, no volveremos a vernos.

—¿Es que ahora quieres serle fiel?

—Adiós, Olivia.

—¿Por qué la eliges a ella? —le preguntó con voz agitada, mientras apretaba el paso para mantenerse junto a él—. No comprendo. ¿Qué tiene ella que yo no?

Aitor se detuvo en seco y se volvió con un giro furibundo.

—¿Me preguntas qué tiene ella que no tengas tú? Te lo diré. Ella jamás creyó que yo hubiese asesinado a la esclava, ni por un instante. Y a diferencia tuya, que me señalaste con el dedo como todos los demás, ella me defendió como nadie lo hizo.

—¡Ella no te vio fornicando con esa mujer! Si te hubiese visto…

—Si me hubiese visto, tampoco lo habría creído.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la conozco desde el día mismo en que nació. Y porque nadie me conoce a mí como ella. Nadie, Olivia. Y ahora, deja de seguirme. Me fastidias.

* * *

Emanuela terminó su clase, se despidió del padre Santiago y salió embozada en un chal de lana que le había tejido Malbalá. El día estaba fresco. Una sonrisa inconsciente le embelleció el semblante al descubrir que Aitor la aguardaba en el pórtico, apoyado en una columna. La alegría se le mezcló con la excitación, porque al verlo tan seguro de sí, tan masculino, con su cabello larguísimo y suelto, y los tatuajes, lo deseó con una intensidad turbadora. Él no parecía tener frío a juzgar por la camisa de mangas cortas. Le miró los brazos, y, al descubrir los tatuajes que le circundaban el músculo, una nueva agitación le aceleró las inspiraciones. Caminó hacia él, nerviosa y sofocada, avergonzada también a causa de sus mejillas arreboladas, que la delataban. No quería parecerle una niña.

Aitor abandonó la cómoda posición y arrojó el palito con el que jugaba, e incluso esas dos acciones tan inocuas la alborotaron y la colmaron de deseo. ¿Qué estaba sucediéndole? La seriedad con que él la observaba no ayudaba a tranquilizarla. Se detuvo frente a él y se conminó a levantar la vista y a sonreírle.

—¿Qué sucede, Jasy?

—Nada.

—No me digas nada, Emanuela. Estás alborotada y con las mejillas coloradas.

—Abrázame —dijo, sin pensar, y aun a ella, su pedido la asombró.

Aitor la encerró contra su pecho y la besó en la coronilla.

—¿Comiste?

—Sí, en el hospital. Y comí bien. No quiero que me veas flaca.

—¿Qué piensas? —La apartó para mirarla a los ojos—. ¿Que no me gustas delgada? —Emanuela asintió, con la vista baja—. Jasy, te amo de cualquier forma, pero necesito saber que te alimentas porque si no te debilitas. Eso es lo que dice mi taitaru. Tú lo sabes mejor que yo.

—Sí, eso dice. Pero yo quiero gustarte, Aitor, como tú me gustas a mí.

Se la quedó mirando, conmovido por la preocupación de ella, asombrado por el hecho de que una niña de catorce años, con solo unas palabras expresadas con inocencia, lo dejase mudo y jadeando como un perro. Su Jasy. Le acarició la mejilla caliente con el dorso de los dedos, ahí, frente a la casa de los padres.

—Ven, amor mío. Salgamos de aquí. No quiero que mi pa’i Ursus nos vea.

—Él no está en la casa.

—¿Con quién tomabas tu clase, entonces?

—Mi pa’i Santiago está enseñándome griego.

Aitor soltó un silbido que la hizo reír.

—Castellano, latín y ahora griego. Terminarás más sabionda que los pa’i, Jasy.

—No creo —dijo, todavía risueña.

—Amo cuando ríes.

El arrebol de ella se intensificó, y Aitor soltó una carcajada.

—Yo también amo cuando ríes, Aitor. Me encanta ver tus dientes tan hermosos y blancos. Me gustan tus colmillos de luisón.

Aitor la aferró por la cintura y la ocultó en el hueco profundo de la puerta de la sacristía. La envolvió con ademán exagerado, como si pretendiese sofocarla, y, mientras le mordisqueaba el cuello, rugía y le hacía cosquillas. Emanuela, con los brazos y los cartapacios atrapados contra su pecho y el de Aitor, reía y se retorcía, sin escapatoria.

—¿Así que te gustan mis colmillos de luisón? —Emanuela seguía riendo a carcajadas, corta de aliento—. ¿Conque te gustan? Dímelo de nuevo, que te gustan, o no cesaré de hacerte cosquillas.

—¡Me gustan! —se apresuró a contestar, entre risotadas—. ¡Me encantan!

—¿No les tienes miedo?

—¡No!

—¿Ni siquiera si te muerdo?

—¡Muérdeme!

Aitor se detuvo y tomó distancia para observarla. Componía una imagen adorable, con los pómulos arrebolados, los labios húmedos y entreabiertos, por donde escapaba su aliento agitado y fragante, y los ojos brillantes de gozo. ¡Cuánto la amaba!

—Muérdeme por todas partes —dijo ella, mirándolo con fijeza, todavía jadeando.

Su pene se alzó en un santiamén y chocó contra el vientre de Emanuela.

—¡Qué feliz me haces! —exclamó antes de inclinarse para atrapar sus labios.

El beso, que había pretendido mantener bajo control, se desmadró cuando Emanuela, sujetando sus libros y cartapacios con una mano, introdujo la otra bajo la manga de su camisa y le apretó la carne del hombro. Que gimiera y agitara la pelvis mientras él le rozaba un pezón erecto no ayudó a aplacar la locura que se había desatado contra la puerta de la sacristía. Fue Emanuela quien apartó el rostro en busca de aire y cortó lo que para él resultaba imparable. Pegó la frente en la sien de ella e inspiró profundamente en un intento por recobrar el ritmo normal de las pulsaciones.

—Jasy…

—¿Qué?

—Me vuelves loco, amor mío.

—Tengo que regresar al hospital. Mi pa’i van Suerk está esperándome.

—Sí, sí, claro.

—Aitor, mira lo que tengo aquí. —Deslizó la mano dentro del bolsillo del mandil y sacó una llave enorme y negra.

—¿De la torreta?

—Sí. ¿Quieres que vayamos esta tarde? ¿Para estar solos y conversar?

Creyó que se ahogaría de tanto amor y emoción. ¿Cómo podía una niña provocarle esos sentimientos tan poderosos? ¿Dónde residía su misterio? ¿En verdad sería un ángel disfrazado de humano?

—¿Iremos esta tarde a la torreta?

—Sí, iremos —contestó, y ella frunció el entrecejo al sonido extraño de su voz ronca—. Estoy bien —aclaró, para tranquilizarla—. Es que me diste una gran sorpresa con la llave. Durante el tiempo lejos de ti, soñaba con nuestros encuentros en la torreta. A veces… —se interrumpió cuando la garganta se le agarrotó en el intento de suprimir el temblor en la voz.

—¿A veces, qué, Aitor?

—A veces, cuando tu ausencia se me hacía muy pesada, me decía que nunca más volveríamos a nuestra torreta, y me ponía muy triste.

Emanuela le acarició la mejilla.

—Nunca fui a nuestra torreta mientras estuviste lejos de mí. No habría soportado entrar allí sin ti. Yo también estaba muy triste. Pero ahora quiero que seamos felices. Quiero hacerte feliz, Aitor.

Le sujetó la carita delgada con las manos y la besó con reverencia.

—Lo haces, Jasy. Me haces feliz desde el día en que naciste.

* * *

Aitor aprovechó la tarde sin Emanuela para ir al arroyo a bañarse. No se afeitaría porque ella le había dicho que le gustaban su barba y las cosquillas que le hacía mientras la besaba en el cuello. Se cambió los calzones y se puso la camisa de algodón de Castilla, que había perdido su blanco para volverse de un grisáceo poco atractivo. A eso de las seis, con el sonido de las campanas que inundaban el pueblo e invitaban a la misa vespertina, Aitor se escabulló a la torreta y entró después de cerciorarse de que nadie miraba en esa dirección. Agradeció esos minutos a solas para habituarse a la conmoción que significó encontrarse en un sitio que tanto significaba para él y su Jasy. La tierra que se acumulaba sobre el telescopio de bronce delataba el tiempo que había transcurrido sin que nadie lo aprovechase. Se sentó a un costado de la tronera y descansó la espalda contra la pared. Le resultaba difícil creer que había conseguido regresar a San Ignacio Miní y que hubiese encontrado a su adorada Jasy tan enamorada como antes de partir. ¿Siempre lo amaría? Ella aseguraba que lo amaría toda la vida. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, abrumado por el amor de ella, pero también por las preocupaciones.

El chirrido de los goznes lo rescató de su abstracción. Se puso de pie en un movimiento rápido y flexible, y aguardó con el aliento contenido. Emanuela se deslizó dentro con actitud furtiva y cerró. Se dio vuelta, y sus miradas se entrelazaron. Durante algunos segundos, les resultó imposible cerrar la distancia que los separaba, y permanecieron contemplándose. A él lo enterneció que ella se hubiese quitado el mandil, cambiado el tipoy y lavado un poco; algunos mechones húmedos sobre las sienes la delataban. La vio depositar una canasta en el piso, soltar el chal que mantenía ajustado sobre el pecho y dirigir las manos hacia atrás. Tragó con dificultad cuando se dio cuenta de que estaba deshaciéndose el rodete. Las trenzas colgaron, pesadas, a los costados. Admiró la destreza con que las desarmó y con que se acomodó el cabello en torno al rostro, que se transformó por completo. Parecía otra persona. Más mujer, menos inocente.

—Siempre me pedías que me soltara el cabello. ¿Lo recuerdas?

Aitor asintió, cautivado por su voz, que también había cambiado; sonaba con un timbre más profundo, oscuro tal vez.

—No puedo creer que estemos de nuevo en nuestra torreta.

—Jasy… —susurró.

Emanuela emitió un sollozo y se cubrió la boca. Aitor avanzó hacia ella con un gesto implacable, y ella lo imitó. Se encontraron en un abrazo que nunca los acercaba lo suficiente. Aitor la rodeaba y la pegaba a su cuerpo con actitud desquiciada, excitado al percibir la codicia de las pequeñas manos de Emanuela en su espalda. Hundía el rostro en su cuello y pegaba la nariz a su piel para ahogarse en el aroma de ella. ¿A qué olía? Ese aroma la acompañaba desde la niñez, mezcla de los pétalos del franchipán y el almizcle de yacaré con que Malbalá fabricaba el jabón y algo más, una esencia indefinida, que lo enloquecía.

—No creo que se pueda ser más feliz de lo que soy junto a ti, Emanuela.

—Aitor… Bésame —suplicó en la creencia de que, con sus labios, él aplacaría la tormenta que se había desatado en su cuerpo.

Aitor arrastró los labios desde la depresión oculta tras la oreja hasta la boca de ella y, en su camino, fue regando mordiscos en el filo de su mandíbula, y con cada mordisco, un hilo invisible se tendió al punto que se escondía entre sus piernas y que tanto pesar estaba causándole. Aitor le cubrió un seno con la mano, y su calor, en lugar de relajarle el pezón, lo volvió tan duro que gimió a causa del padecimiento. Aitor le mordió el labio inferior, y la imagen que ella conjuró, la de sus colmillos clavados en su carne, resultó devastadora porque convirtió el latido entre las piernas en una punzada insoportable. Produjo otro gemido, largo y lastimero.

—Aitor… —sollozó.

—¿Qué, Jasy? Dime qué necesitas.

—Haz que pase, Aitor. El dolor… ahí… Haz que pase, por favor.

—Sí, amor mío, sí.

—Por favor…

Aitor la obligó a darse vuelta y pegó la espalda de Emanuela a su pecho. Le calzó el brazo izquierdo en torno a la cintura y levantó el tipoy para deslizar con premura la mano derecha entre las piernas de ella, que las cerró en una reacción mecánica.

—Sepáralas, Jasy. Déjame ayudarte. Déjame calmar el dolor, amor mío.

Emanuela, con la cabeza echada sobre el hombro de él y los ojos cerrados, asintió. Aflojó los muslos y separó apenas las rodillas. Aitor le acarició el monte de Venus a través del algodón del calzón.

—¿Es ahí donde duele?

—Sí —gimoteó con voz de niña.

—Voy a quitarte esto para aliviarte. Tranquila. —Tiró de la cinta de la jaretera, y el nudo se deshizo con facilidad. Le bajó la prenda hasta sentir que había desnudado sus nalgas. Alzó el tipoy y las dejó al aire, pegadas a sus piernas. No debía mirarlas, se dijo. Tenía que ocuparse de ella primero. Las acarició como había hecho esa mañana, solo que el contacto directo con la piel, tan suave, tan perfecta, le pronunció la erección hasta un punto en el que se arriesgaba a humillarse como tantas veces en el pasado. No estaba ayudándola con esas caricias; al contrario, le provocaba un aumento en la presión que la asolaba entre las piernas. Lo percibía en sus gemidos y en la desesperación con que sus dedos se le clavaban en la nuca. Apartó la mano de su trasero y la hundió entre sus piernas. Emanuela dio un respingo. El brazo de Aitor se cerró en torno a su cintura para impedirle escapar.

—Estás tan mojada —dijo, con fascinación, pero ella lo malinterpretó y sollozó, avergonzada.

—Lo siento —se disculpó, con voz vacilante.

—No, Jasy, no. No sabes lo feliz que me haces por estar tan mojada.

—¿De veras?

—Sí, amor mío. Mojada para mí. Mojada para recibirme dentro de ti. Algún día voy a lamerte ahí abajo.

—Aitor…

—Sí, lo sé. Me necesitas. Y yo necesito ayudarte. ¿Confías en mí? —Emanuela asintió, con los ojos cerrados, siempre pegada al pecho de él—. ¿Prometes no asustarte?

Volvió a asentir. Aitor le introdujo el dedo mayor en la vagina, y el gemido que Emanuela profirió con la cabeza echada hacia atrás habría bastado para hacerlo eyacular si no hubiese apretado los párpados e imaginado la cara de su padrastro. Respiraba como un caballo desbocado y no se atrevía a abrir los ojos, no quería mirarla.

—Aitor… Por favor.

Movió el dedo, e incluso con esa pobre intrusión, la notó apretada. No se demoraría en fantasear con su pene profundo dentro de esa cálida y ajustada suavidad. Le tocó apenas el pequeño bulto, al cual encontró inflamado y caliente, y Emanuela profirió un grito y le clavó los dientes en la carne desnuda del brazo izquierdo.

—¡Jasy! —exclamó, enloquecido por el deseo—. Oh, Dios, Jasy…

—Aitor… Más. Ahí. Más.

El movimiento sincronizado de sus dedos —el mayor que entraba y que salía, y el pulgar que empujaba el punto por el cual ella rogaba— fue generando una tensión que, temió, acabaría por matarla. De manera instintiva, comenzó a mecer la pelvis para aumentar la fricción y la velocidad. Tomó conciencia de su acción cuando Aitor emitió un jadeo ronco en su oído.

—Sí, Jasy, eso es, amor mío. Muévete. Así querré que te muevas cuando me montes, cuando te tenga empalada con mi tembo.

Emanuela no comprendía lo que le decía, tampoco se esforzaba por hacerlo, y, por cierto, no estaba en posición de preguntar. Solo percibía su tono aprobatorio y seguía agitándose sobre sus dedos. La tensión y el dolor eran lo único que contaba en ese momento. Resultaba increíble que persistiera en esa danza procaz y pecaminosa cuando lo único que conseguía era aumentar la presión en lugar de aliviarla. Pero no podía detenerse. Cuando ya parecía insoportable, cuando le resultaba imposible respirar, cuando la sangre le pulsaba en los oídos y la ensordecía, un clamor perforó el silencio de la torreta y se reprodujo una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que era ella la que gritaba, y de que lo hacía como consecuencia de la sensación demoledora que se expandía desde sus piernas hasta obligarla a curvar los dedos de los pies. ¿De qué se había tratado eso? Replicaba entre sus piernas el placer que la había arrollado, dejándola sin aliento, sin fuerza. Si Aitor no la hubiese sujetado, se habría derramado en el suelo. Aflojó los dedos que le había clavado en la nuca y los que le clavaba en el antebrazo. ¿Lo habría lastimado? A ella, las puntas de los dedos le dolían. Giró la cabeza y le besó el filo de la mandíbula. Entonces, lo notó acezante y tenso.

—¿Qué fue eso? ¿Qué me sucedió?

Aitor rio, emocionado, y la besó en la sien con una dulzura y suavidad que se contraponían con la rigidez de su cuerpo.

—Eso fue nuestro amor. El placer que nuestro amor nos da. Jasy, mi Jasy. —La besó de nuevo y no apartó los labios de la sien para confesarle—: Verte en el placer, amor mío, es mucho más de lo que imaginé.

—No sabía que se podía experimentar una sensación tan… inexplicable.

—Es la misma que me hiciste sentir a mí esta mañana.

—¿Sí?

—Sí —ratificó Aitor, mientras le besaba el punto donde la vena latía con frenesí bajo la piel del cuello—. Siempre me pareces hermosa, pero hace un momento, mientras el placer que estaba dándote con mis dedos te hacía gritar… Nunca había visto algo tan sublime.

Emanuela suspiró con lánguida disposición. Se daba cuenta de que Aitor no había quitado los dedos de entre sus piernas, y secretamente deseaba que no lo hiciera. ¿Era inapropiado su comportamiento? ¿Era pecado? Él le había dicho que se trataba del regalo de su amor. Nada malo provenía de él.

—Quiero darte placer, Aitor. ¿Puedo? Quiero que sientas lo que yo sentí.

Aitor, que a duras penas se mantenía a raya para permitirle asimilar lo que acababa de experimentar, soltó el aliento con violencia.

—Jasy… —pronunció en un jadeo—. ¿Quieres darme placer, amor mío?

—Sí, es lo que más quiero.

Aitor apretó los ojos mientras las palabras de su madre regresaban con la fuerza de un latigazo. «Pensar en que tú te aprovechas de su inocencia…» ¿Estaría tomando ventaja de ella, de su entrega, de su confianza en él, que era infinita e incondicional?

—Perdóname, amor mío —dijo, angustiado.

—¿Por qué?

—Por hacerte vivir cosas cuando aún no estás preparada.

—Siempre me pides perdón por eso. No lo hagas, por favor. Me haces sentir que soy una niña o que hice algo mal. ¿Hice algo mal? —quiso saber, desconcertada, avergonzada también, y agradeció darle la espalda.

Aitor cerró los ojos y sonrió con semblante beatífico.

—Tú nunca haces nada mal, Jasy. Y lo de recién fue… Lo más intenso y hermoso que he visto y vivido. —La besó en los labios—. Tengo miedo de asustarte, de que después te arrepientas y pienses que lo que hacemos es pecado. No quiero que me culpes. No quiero que pienses que este amor que nos tenemos es sucio y pecaminoso. Que nuestro placer…

—Nuestro placer es el regalo de nuestro amor —lo interrumpió ella.

—Sí —afirmó él en voz muy baja.

—Nada que venga de ti será malo, Aitor. Lo que tú me digas, yo lo haré porque en nadie confío como en ti.

Hundió la cara en su cabello e inspiró para aplacar la emoción. Aunque no la mereciese, era a él a quien ella amaba. Era él quien había estado en la jangada aquella noche en que la rescataron de una muerte segura. Su Jasy. Su adorada, amada y maravillosa Jasy.

—Quiero darte el regalo de nuestro amor, Aitor. De nuevo, como esta mañana. ¿Puedo? —insistió con la generosidad que la volvía entrañable.

—Sí, amor mío. Yo también lo necesito.

—¿A ti te duele también?

—Sí.

Emanuela deslizó la mano entre sus cuerpos con la clara intención de aferrarle el miembro erecto que le descansaba en la base de la espalda.

—No.

—¿No? Esta mañana…

—Ahora no, Jasy. Si me tocas, el placer no durará nada.

—Oh.

Retiró los dedos de ella y se alejó, y Emanuela emitió un quejido lamentoso. Sin él, se sentía vacía y fría. Se puso los calzones de nuevo y aguardó hasta que Aitor la condujo hacia la pared.

—Permanece allí, contra la pared —le ordenó con imperio, y en ella volvieron a agitarse los cosquilleos que terminaban por convertirse en las punzadas insoportables—. Aguarda un momento.

—Está bien.

Aitor se ubicó detrás de ella con tanto sigilo que solo advirtió su presencia cuando le descansó el torso en la espalda. Al contacto, una corriente, que la surcó rápidamente, de pies a cabeza, le erizó la piel y le endureció los pezones. Todo volvía a comenzar.

Aitor sujetó su chal, prolijamente doblado, contra la pared y le indicó al oído:

—Apoya aquí la mejilla. No quiero que la piedra te lastime.

—Está bien.

Con lentitud reverente, casi con miedo a su propia reacción, a la de su pene, le levantó el tipoy. Emanuela gimió, y él le besó el cuello para tranquilizarla.

—No temas. —Se acuclilló detrás de ella y la deshizo del calzón—. Levanta el pie, Jasy. Ahora el otro. —La prenda quedó a un costado—. Oh, Jasy —dijo, con devoción ante su trasero desnudo, pequeño y blanco. Lo cubrió con las manos, y por primera vez la diferencia del color de sus pieles lo afectó profundamente—. Amor mío —dijo, y arrastró los labios con talante desesperado por la carne de sus nalgas.

—¡Aitor! —la escuchó exclamar, y no supo distinguir si había reproche, vergüenza o súplica en su voz.

Se puso de pie, de pronto urgido por aplacar la bestia que le rugía en las entrañas.

—No separes el rostro del muro —le ordenó mientras le apartaba la pelvis de la pared. Su voz forzada y extraña la atemorizó, en tanto la acción de sus manos, considerada, aunque decidida, la excitó, y la puntada que había desaparecido volvió a azotarla con brutalidad.

—¡Aitor! —gimió, y esta vez él entendió que clamaba su nombre porque lo necesitaba.

Sonrió con viril satisfacción mientras le separaba las nalgas para acomodar la erección en la hendidura del trasero de ella. Comenzó a moverse. Le sujetó la cadera con la mano izquierda, mientras con la derecha volvió a apoderarse de su entrepierna. Emanuela ocultó el rostro en el chal para ahogar un grito de placer. Aitor se detuvo, a punto de eyacular. Se quedó mirándola, pensando que esa imagen, la de su Jasy contra la pared, entregada con tanta sumisión y confianza a su lascivia, habría bastado para arrastrarlo a la eyaculación más violenta y placentera de su vida.

Movió lentamente los dedos dentro de ella y sobre el pequeño bulto de carne, todavía inflamado y viscoso, y la visión de sus manos, que se sujetaron con un movimiento desesperado a la sinuosidad de la piedra, y el nuevo clamor que sofocó en la prenda estuvieron a punto de arruinar el juego que no pretendía terminar tan rápido. Cerró los ojos, inspiró y soltó el aire con exhalaciones contenidas.

—No ocultes el rostro, Jasy. Déjame verte. Solo apoya la mejilla, amor mío. Necesito verte.

—No quiero gritar —se justificó ella, sin aliento—. No quiero que me escuchen. Pero no puedo evitarlo.

—Nadie te escuchará aquí arriba. Estos muros son muy gruesos. Aprieta el trasero, Jasy. Apriétame con tu carne, como si estuviese dentro de ti. ¡Ahhh! —exclamó, cuando ella obedeció con la premura que empleaba para satisfacerlo—. ¿Sabes cuántas veces soñé con tenerte de este modo? ¿Tienes idea de lo feliz que me haces?

—¿Tanto como tú a mí?

—¿Te hago feliz, Jasy?

—Solo tú me haces feliz. Inmensamente feliz, amor mío.

Acicateada por el dolor y las pulsaciones entre las piernas, Emanuela agitó la pelvis. Aitor emitió un jadeo ronco y le mordió el músculo del hombro.

—Aitor… Más rápido. Por favor.

Los dedos de él aumentaron las fricciones, lo mismo que sus caderas incrementaron los impulsos contra el trasero de ella. Emanuela abrió la boca para proferir un grito que nunca alcanzó su garganta, mientras un placer intenso y prolongado la hundía en un pozo sin fin. Con los últimos espasmos, un gemido angustioso brotó de sus labios.

—Oh, Jasy —susurró Aitor, estupefacto por la imagen de ella en el orgasmo. Había hablado con sinceridad al afirmar que verla gozar era sublime, mucho más imponente de lo que había imaginado en sus incontables noches solitarias. Su entrega era absoluta, generosa y libre, y él enmudecía de admiración y regocijo.

Cerró los ojos y se impulsó con violentas embestidas entre los glúteos de ella hasta alcanzar un alivio tan demoledor que separó a Emanuela de la pared y la levantó del piso. En un acto instintivo, ella llevó los brazos hacia atrás y se aferró a su nuca. Siguió refregándose en el trasero de ella, mientras su pene los bañaba a ambos con la simiente de él. Los roncos jadeos se repetían a medida que Aitor gozaba del placer más intenso del que tenía memoria.

El chorro le acarició la parte baja de la espalda y se escurrió sobre su trasero, y Emanuela sonrió, dichosa.

—Volviste a marcarme —dijo, y él apretó los ojos y le hundió los dedos en la carne.

—No sé cómo haces para decir lo que dices y ponerme duro de nuevo —acertó a balbucear, en un hilo de voz—, pero siempre lo logras. Con pocas palabras, lo logras, amor mío.

Aitor la mantuvo pegada a su torso durante algunos segundos, los pies de ella aún en el aire. Le cubría el monte de Venus con la mano abierta y la empujaba contra su pelvis, al tiempo que removía el miembro en la fisura de su trasero. Aun después del clímax devastador que le había arrebatado el aire de los pulmones, todavía lo asaltaban espasmos placenteros y brotaban algunas gotas de semen.

—No puedo separarme de ti —admitió él, y le besó la mejilla—. No puedo apartarme de tu cuerpo.

Emanuela volvió el rostro y le acarició la boca con los labios.

—Esto que me has dado, Aitor, es lo más hermoso que he vivido. Solo tú podías dármelo.

—Solo yo, Emanuela —declaró él, con fiero acento—. Me lo juraste, lo juraste por mi vida, que solo a mí pertenecerías.

—Solo a ti, Aitor.

Le sujetó las mandíbulas con una mano, la obligó a volver la cara con una insistencia imperiosa y le apretó las mejillas hasta que sus labios carnosos sobresalieron. Los devoró con maliciosa ansiedad. Emanuela cedió enseguida, y abrió la boca para permitir que su lengua la penetrase. La respiración acelerada de él y los sonidos que producía la humedad del beso llenaban el recinto de piedra y techo alto.

Aitor se instó a detenerse o nunca acabaría, y el ciclo se repetiría una y otra vez. Aflojó las manos sin soltarla, y el cuerpo de Emanuela se deslizó por su torso hasta que sus pequeños pies, desnudos y fríos, se detuvieron sobre los de él. Incluso ese contacto le arrancó un gemido y le agitó los testículos. Lo impactaba lo poco que ella necesitaba para excitarlo. Estaba a su merced.

—Jasy, no creo que pueda dejarte tranquila ahora que sé lo que es compartir el placer contigo.

—Vendremos aquí tanto como podamos, Aitor.

—Creo que «tanto como podamos» no será suficiente para mí. —Emanuela guardó silencio y se tensó. Aitor la besó en el cuello con dulzura para tranquilizarla—. No quiero que te preocupes por lo que acabo de decir. Lo haremos siempre que podamos.

—Yo quiero hacerlo —aseguró ella, con una vehemencia encantadora—. Quiero darte placer cada vez que lo necesites.

—Te necesito siempre, Jasy, a cada momento. Sabía que contigo sería de este modo, sin medida, sin fin, aunque nunca imaginé lo que acabas de hacerme vivir.

Emanuela giró en sus brazos y elevó la vista con timidez.

—¿Cuándo sea tu esposa será tan maravilloso como ahora?

—Será mejor porque entraré dentro de ti, tan profundo que me rogarás que nunca salga y, cuando no esté dentro de ti, te sentirás vacía y querrás que vuelva a entrar.

—Aitor… —exhaló, y echó la cabeza hacia atrás, acometida por una nueva oleada de pasión.

—Te llenaré con mi semilla y me llevarás dentro de ti todo el día, todos los días.

—Sí. —Percibió los labios de él sobre los de ella, y, asaltada por un inesperado impulso, se puso en puntas de pie, le sujetó el rostro y lo penetró con la lengua. Aitor respondió con la misma destemplanza, y enredó su lengua con la de ella, y se la succionó, y le mordió los labios y se introdujo en su boca imaginándose que lo hacía en su vagina y con su pene.

—Emanuela… —susurró en un jadeo.

—Déjame ver tu tembo. Por favor —imploró.

Aitor dio dos pasos hacia atrás con el semblante serio y una actitud alerta. Emanuela estiró el brazo para tocarlo, y él la frenó sujetándola por la muñeca.

—No, Jasy.

—¿Por qué no? —se afligió.

—Te lo dije ayer. Si lo haces, no creo que pueda contenerme. Y le prometí a mi sy que te respetaría. ¿Te gusta lo que ves?

—Sí. No lo recordaba así del día en que te espié mientras te bañabas. Ahora está más grande.

—No hagas eso.

—¿Qué?

—Lamerte los labios y mirarme la verga.

—¿La verga?

—Sí. El tembo. Es lo mismo. Ven, quiero limpiarte.

—Trae mi canasta. Ahí hay un pañuelo.

Aitor giró para ir hacia la puerta, donde yacía la canasta, y le dio la espalda. Emanuela, que no podía apartar la vista de su pene, sufrió una desilusión. Recogió el chal, lo abrió, lo sacudió y lo extendió en el suelo. Aitor regresó, con el miembro todavía fuera, y los ojos de Emanuela se posaron en él.

—Dame el pañuelo —pidió Aitor, y le entregó la canasta.

—¿Quieres que te limpie?

—No, yo te limpiaré a ti. Ven. —La obligó a darse vuelta y, mientras le quitaba los restos de semen de la espalda y del trasero pequeño y blanco, rememoró el día en que lo arrestaron para no perder la cordura y saltarle encima como un animal—. Ponte los calzones.

En tanto lo hacía, Emanuela observaba las maniobras que Aitor empleaba para limpiarse la cabeza del pene y el estómago. Se dijo que no debería hacerlo, mirarlo tanto, pues la puntada estaba regresando. Aun cuando él lo metió dentro y se ajustó la cintura de los calzones, Emanuela sintió la incomodidad entre las piernas. La turbaba el modo en que fruncía el entrecejo mientras llevaba a cabo esas simples acciones, y también la destreza y hermosura de sus manos curtidas, grandes y fuertes, que tanto placer le habían brindado. Le dio la espalda e inspiró profundamente para distender la tensión en el estómago.

—¿Todavía tenemos tiempo para conversar? —quiso saber él.

—Sí —susurró ella, de pronto cohibida por lo que acababan de compartir. Lo vio sentarse sobre el chal, con la espalda contra la pared, plegar las rodillas y separarlas un poco. Lucía cansado.

—Ven —le ordenó—. Siéntate aquí. —Señaló el espacio entre sus piernas.

Lo obedeció, y enseguida se vio atrapada en el fervor de sus brazos, que la rodearon y la acomodaron contra su pecho. Ladeó la cabeza para exponerle el cuello cuando él le apartó el cabello.

—¿Cómo te sientes? —quiso saber, de nuevo dulce y atento—. ¿Pasó el dolor?

—Sí, aunque cualquier cosa que hagas lo trae de nuevo.

Aitor rio por lo bajo y la besó en la mejilla, de la cual no se apartó para susurrarle:

—¿Qué cosas?

—Limpiarte la verga, por ejemplo.

Sin remedio, su pene cobró vida de nuevo. Cerró los ojos y suspiró, agobiado por la inocencia de ella, por el amor que le tenía, por la pasión que le había regalado con tan solo catorce años, pero, sobre todo, por su entrega absoluta e incondicional.

—¿Por qué le prometiste a mi sy que me respetarías? ¿Qué significa eso?

—Que no te haré el amor hasta después de nuestra boda.

—¿Por qué? —se desilusionó.

—Porque si mi pa’i Ursus llega a enterarse, te alejará de nosotros.

—No. Nunca volveré a alejarme de ti.

—Lo sé, pero como todo es incierto ahora, quiero que seamos precavidos y no le demos excusas para apartarte de mí.

—¿Por qué todo es incierto ahora?

—Porque necesito decidir si nos quedaremos en San Ignacio o si tendremos que irnos.

Emanuela recogió la mano derecha de Aitor, la que había estado entre sus piernas, y la besó con deliberada lentitud y suavidad.

—Yo iré adonde tu vayas, amor mío.

—¡Jasy! —Aitor hundió la cara en su cabellera y ajustó el abrazo en torno a su pequeño cuerpo, al que ya sentía una parte de él.

—Cuéntame de tu tiempo lejos de mí. Quiero saberlo todo, por favor.

Le relató acerca de su encuentro con los abipones, e hizo hincapié en lo bien que lo habían recibido y tratado. No le refirió que había peleado en varias escaramuzas y batallas, ni que había participado de correrías para robar ganado y caballos de las haciendas de unos criollos; ella lo desaprobaría, y él no quería que lo amase menos por esos deslices.

—¿Cómo fue que te hiciste los tatuajes?

—¿No te gustan?

—Sí, te dije que sí. Y tú me gustas más que antes. De cualquier modo me gustarías. Tu rostro es hermoso y, cada vez que te veo, no importa cuántas veces al día, el corazón me da un brinco y siento algo acá —colocó la mano sobre el estómago— y acá —la deslizó sobre el monte de Venus—. Pero sé que te amaría aunque no fueses hermoso, aunque fueses feo como Miní. Lo sé.

—A veces, cuando te digo que te amo, me parece que esas palabras ni siquiera empiezan a explicar lo que siento por ti, porque lo que tú me inspiras, Jasy, es tanto, pero tanto más. No te mentía cuando te decía que eres el aire para mí. En ocasiones, cuando estaba lejos de ti y me hacías mucha falta, me costaba respirar.

Emanuela volvió a besarle la mano y se la mojó con su llanto.

—A mí también.

—No llores, amor mío.

—Son lágrimas de alegría, porque aún me cuesta creer que te tengo de nuevo para mí. Sigue contándome.

—Cuando me cansé de estar sin ti, aun sin saber si habían descubierto al asesino de la esclava, volví para ver de qué modo podía acercarme para verte. Entonces, me crucé con Lope en las proximidades de su hacienda. —Emanuela se giró para mirarlo—. Terminé en Orembae, donde el padre de Lope me trató con afecto y me brindó su protección.

—Eso es extraño, ¿no te parece? Tú le quitaste a Olivia y heriste a su capataz. ¿Por qué te trataría con cariño? ¿Tal vez porque Lope se lo pidió?

—Tal vez —dijo, todavía renuente a desvelarle el vínculo que lo relacionaba con Amaral y Medeiros.

—¿Lo ves, Aitor? A pesar de que tú no le tienes afecto, Lope te quiere.

—Dejará de quererme el día en que le diga que eres mi mujer, de eso puedes estar segura.

Emanuela bajó la vista y no replicó. Sabía, por experiencia, que Aitor era más experimentado y conocedor de la naturaleza humana. No discutiría con él.

—¿Estuviste con Ginebra? —preguntó, pasado un silencio.

—Sí, claro —contestó deprisa—. Ella vive ahí.

—¿Hablaron?

—Sí. ¿Estás celosa, Jasy?

—Sí —susurró, y que lo admitiese sin una pizca de vanidad, ni de enojo, rompió el corazón de Aitor—. Ella es mucho más bonita que yo.

—A mis ojos, ella no es ni la mitad de bonita que tú. Óyeme, Jasy. Si conocieses a un hombre mucho más elegante, refinado y galante que yo, ¿dejarías de amarme para amarlo a él?

—¡Jamás!

—¿Por qué piensas que yo sí lo haría? Me lastimas con tu desconfianza.

—¡Perdóname! —Se volvió para abrazarlo, avergonzada y triste.

—Jasy, amor mío, no importa cuántas mujeres bonitas haya en el mundo. Tú eres la única para mí.

—Y tú, el único para mí.

—Y soy el hombre más afortunado por eso —dijo, y le guiñó un ojo, y la hizo reír, y ese fue el sonido más hermoso que conocía—. Jasy. —Le retiró el cabello que le ocultaba el rostro—. Hay algo que tengo que decirte, pero no quiero que te inquietes o entristezcas. Siempre quiero verte reír, amor mío.

—Dime. Seré fuerte.

—En unos días, regresaré a Orembae.

Los ojos de Emanuela se inundaron de lágrimas. Se volvió rápidamente, para ocultarle la desilusión.

—Jasy…

—Me prometiste que no volverías a dejarme. Lo prometiste, Aitor.

—Solo será por unos días. Antes de partir, le di mi palabra a don Vespaciano, el padre de Lope, de que volvería.

—¿Para qué?

—Me ofreció ser el capataz de su hacienda.

—¿De veras?

—Sí, pero no voy a aceptar. De todos modos, tengo que volver para darle mi respuesta.

Le barrió las lágrimas con el pulgar y la besó en la mejilla. Su tristeza lo devastaba.

—Antes de que partas para lo de Lope, le diré a mi pa’i Ursus que te quiero por esposo —manifestó, resuelta.

—No.

—¿Por qué? —quiso saber, y de nuevo le tembló la voz—. ¿Por qué no puedo ir a decirle a mi pa’i que te quiero por esposo? Así hacen las muchachas del pueblo.

—Pero tú no eres como las demás muchachas, Jasy. Tú eres única.

—No me gusta ser distinta. No quiero ser distinta.

—Pero lo eres, amor mío. Eres el tesoro de la misión, la joya, y mi pa’i Ursus es muy celoso de ti. No te permitirá casarte conmigo tan fácilmente, lo sabes, Emanuela. Eres blanca, yo, indio, y los matrimonios mixtos están prohibidos en las misiones. Que tú, siendo blanca, vivas en San Ignacio es una gran contravención a las reglas.

—Entonces, ¿qué hará conmigo mi pa’i Ursus?

—No lo sé, y eso me quita el sueño, Jasy. En honor a la verdad, creo que él tampoco lo sabe y que también sufre por eso, porque tendrá que hacer lo que el superior de las misiones y el provincial le ordenen.

—¡Yo solo haré lo que tú me digas! ¡Tú eres mi esposo, aunque no nos hayamos casado aún!

—¡Jasy! —La colocó como si estuviese cargando a una criatura y la cubrió con su cuerpo, enmudecido por la grandeza de esa niña de catorce años. La escuchó llorar, y la garganta se le cerró dolorosamente. Quería serenarla, asegurarle que todo saldría bien, que nadie se interpondría entre ella y él. Guardó silencio, incapaz de articular.

—Llévame contigo.

—No —contestó, con voz forzada.

—¿Por qué?

Aitor carraspeó y tragó varias veces antes de explicarle:

—Porque estarías la mayor parte del día sola, y Lope no te dejaría en paz.

—Pero…

—Emanuela, no podría trabajar tranquilo sabiendo que ese… que Lope intenta seducir a mi mujer. Si regresase y te viese con él, lo asesinaría, no podría contenerme. Sé que no me controlaría. Entonces, me desgraciaría para siempre. ¿Quieres arriesgarte a eso?

—No —admitió, con un susurro triste.

—Entonces, no discutas conmigo. Estaré más tranquilo si permaneces en la doctrina, donde todos te protegen. Iré a Orembae, terminaré mis asuntos allí y volveré para no irme nunca más.

—Está bien —aceptó, muy deprimida.

—Mírame. —Como se empeñaba en ocultarle los ojos, Aitor le hizo cosquillas en el cuello con el mentón barbudo, y ella se rebulló, entre risas congestionadas—. Si no me miras, seguiré haciéndote cosquillas. —Emanuela levantó las pestañas aglutinadas por las lágrimas y lo contempló con una mezcla de resentimiento y desafío—. Jasy, quiero que entiendas que todo lo que hago es para que podamos estar juntos para siempre. Debes confiar en mi juicio y en mis decisiones. ¿Lo harás?

—Está bien.

—¿Qué traes en la canasta? Está bastante pesada —dijo, para alejarla de la tristeza.

—Traigo varias cosas —contestó, un poco más animada—. Fui a la despensa del tupâmba’e a pedir una pieza de percal y otra de paño. Quiero hacerte dos camisas y unos calzones. Los tuyos están muy ajados.

—Gracias, amor mío —dijo, y no le mencionó que en Orembae lo aguardaban varias camisas y pantalones de excelente calidad y confección, regalo de Amaral y Medeiros.

Emanuela se estiró para arrastrar la canasta y hurgó dentro hasta sacar algo que escondió a sus espaldas.

—Cierra los ojos y extiende la mano.

Aitor obedeció, y Emanuela le colocó un objeto liviano en la palma.

—Puedes ver ahora.

Se trataba de la muñequera, la que ella le había confeccionado con un mechón de su cabello y que Laurencio abuelo había utilizado para incriminarlo. Le trajo memorias felices y también espantosas, y durante unos segundos se la quedó mirando sin pestañear. Él siempre llevaba la otra, jamás se la había quitado durante su tiempo lejos de ella. Que el par volviese a completarse era un signo de que su Jasy y él no se separarían jamás. Se le nubló la vista, de pronto consciente del trabajo que se había tomado ella para recuperarla, limpiarla y conservarla para él; estaba en perfecto estado, cuando él la recordaba embarrada y ensangrentada.

—Gracias, Jasy —dijo, con voz áspera, y besó la muñequera, y después a ella, que lo sujetó por la nuca y lo pegó a sus labios con un fervor que le arrancó un jadeo. Aitor abrió la boca, ella también, y el beso cobró una nueva dimensión. Algo brutal y salvaje se desató entre ellos, una ansiedad que buscaban aplacar desesperadamente, mientras se devoraban los labios, se buscaban con las manos, se ofrecían con sus cuerpos. Emanuela terminó recostada sobre el chal con Aitor encima de ella. Siguieron besándose. Las manos de ella se ajustaban a la cabeza de él, y el ardor con que sus dedos le apretaban el cuero cabelludo lo excitaba tanto como su lengua enredada con la de él. Lo maravillaba que esa criatura etérea e inocente guardase tanta pasión, y que solo se la concediese a él. Le buscó el ruedo del tipoy con una mano impaciente y, a ciegas, lo levantó hasta que la prenda dejó de ser un impedimento y le refregó el pene erecto entre las piernas. Se quedó paralizado cuando ella rompió el beso para arquear el cuello, despegar la espalda del suelo y gemir con los ojos cerrados y en tal abandono, que se le erizó la piel.

—¡Oh, Jasy! —exclamó, y le apoyó la boca abierta sobre la de ella, que jadeaba el aliento que se había convertido en su obsesión y con el que él quería llenarse los pulmones. Se frenó en el umbral del descontrol; si lo cruzaba, no habría retorno—. Me vuelves loco —le confesó, con los labios sobre la frente sudada de ella.

—Y tú a mí. Qué lástima que le prometiste a mi sy que me respetarías. —No había un matiz de ironía, broma o pulla en la declaración; lo había expresado con seriedad y sincera decepción.

Aitor rio por lo bajo, enternecido por su inocencia, envanecido por el deseo que le despertaba, admirado por la carencia absoluta de malicia y coquetería en su espíritu, orgulloso de que fuese suya.

—Te amo, Emanuela —le susurró al oído, y se apoyó en los antebrazos para tomar distancia y observarla.

Emanuela elevó las manos y le recogió el cabello larguísimo que le escondía el rostro, y le acarició los pómulos con los pulgares.

—Podría mirarte el día entero —dijo ella— y nunca me cansaría.

—Solo mírame a mí —le rogó, con acento humilde.

—Sí —admitió ella, con aire resignado—, solo a ti te miro. Amo el color de tus ojos, Aitor. Es único, dorado como el del sol. Yo soy tu jasy, tu luna, y tú eres mi sol.

—Seré lo que quieras que sea, Jasy. —Le besó el cuello, y arrastró la nariz hasta el punto detrás de la oreja donde le gustaba quedarse y olerla.

—¿Dónde está la muñequera? —Aitor tanteó el chal y la halló a unas pulgadas; se la entregó—. Quiero ponértela. ¿Puedo?

—Sí, amor mío.

Aitor se equilibró en el antebrazo izquierdo y le extendió el derecho, donde Emanuela le colocó el adorno. En tanto ataba los hilos, le dijo:

—No pienses en nada cuando veas esta muñequera, excepto en mí. No quiero que te traiga recuerdos tristes. Solo piensa que la hice para ti, porque te amo con la vida.

Aitor asintió, con los ojos calientes y los labios temblorosos.

—También recuperé tu navaja. Si quieres, mañana te afeitaré.

—Sí —respondió con timbre enronquecido, y carraspeó antes de añadir—: También necesito que me cortes un poco el pelo.

—Está bien. —Le peinó un mechón con los dedos y acabó sujetándolo por las puntas para admirarse de lo largo que lo llevaba—. Me gustaría tener el cabello como el tuyo, tan negro y lacio.

—En cambio, yo venero cada uno de tus cabellos, cada uno de tus rizos, por eso siempre te pedía que lo soltaras. El color de tu cabello es único. A veces, dependiendo de cómo te dé el sol, le descubro mechones rojizos en medio del tono castaño, y me siento orgulloso de que mi mujer tenga una cabellera tan hermosa y única.

—¿De veras? —preguntó, con la ansiedad pintada en el gesto.

—Sí, de veras. Sabes que me enloqueces, que te considero la más hermosa que existe. ¿Por qué dudas?

—No es que dude, Aitor. Es que me gusta que me lo digas.

—¡Conque mi Jasy es una coqueta y una vanidosa! —Con las manos apoyadas a los costados de la cabeza de Emanuela, descendió sobre ella y le atacó el cuello con los dientes y el mentón áspero de barba. Emanuela reía a carcajadas y, corta de aliento, le rogaba que se detuviese. Intentaba quitárselo de encima, sin éxito; él era demasiado pesado y fuerte para sus delgados brazos. Aitor se apiadó de ella y de su lucha inútil y detuvo las cosquillas. Sus pechos agitados se chocaban, y sus alientos se fundían entre sus rostros, distantes apenas unas pulgadas.

—Si pudieses verte como yo te veo ahora —expresó Aitor, entre jadeos—, te darías cuenta de que eres la mujer más bella que pisa la Tierra.

Emanuela le cubrió las mejillas con las manos y lo atrajo hacia sus labios. Aitor, que estaba muy excitado, la besó con ligereza y se apartó. Se acostó a su lado y la obligó a levantar la cabeza para colocarle el brazo a modo de almohadón. Cerró los ojos y exhaló largamente.

—¿Le contarías a mi pa’i Ursus en confesión lo que hacemos cuando estamos solos?

—No —respondió ella, sin demora, sin duda.

—¿Por qué no?

—Porque en la confesión se cuentan los pecados, y para mí esto que tú y yo compartimos no es pecado. Nuestro amor no es pecado. Es una bendición. Tú eres una bendición para mí.

Aitor la besó en la sien antes de manifestar:

—Entonces, Jasy, no creo que tú debas hacer confesión. Estoy seguro de que no cometes ningún pecado.

—Oh, pero sí que los cometo. —Bajó la vista y se puso a jugar distraídamente con las conchillas de su collar.

—Quieres contarme —sugirió Aitor, preocupado; la disposición de Emanuela había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.

—Siento mucho rencor —dijo, al cabo, siempre fingiendo interés en las conchillas.

—¿Por Laurencio abuelo?

—Sí, por él y por…

—¿Por quién, Jasy?

—Por Olivia —admitió en voz baja.

Un frío repentino se expandió por el pecho de Aitor, que cesó de respirar. No se atrevía a preguntarle; le temía a la respuesta y a lo que él tuviese que decir como consecuencia. No quería mentirle, pero lo haría si con eso la salvaguardaba de un padecimiento absurdo y evitaba que ella lo abandonase. La sola idea, que ella lo dejase, convirtió el frío en una sensación helada y dolorosa.

—¿Por qué le tienes rencor a Olivia? ¿Qué hizo? ¿Sigue mirándote con mala cara? —tentó.

—Sí, sigue mirándome con mala cara. Pero mientras tú no estabas, sucedió otra cosa.

Aitor se instó a guardar la calma y simular seguridad.

—Cuéntame.

—No, no tiene importancia. Igualmente, no le creí una palabra. Pero el rencor nació en mí a partir de ese día y no consigo deshacerme de él.

—¿Te habló de mí? —Emanuela asintió—. ¿Te habló mal de mí?

—Sí.

—Haces bien en no creer lo que ella te dijo, Jasy. Lo único verdadero somos tú y yo, y nuestro amor. Lo demás no existe.

—¿Hiciste el amor con ella y con la esclava? —Disparó la pregunta repentina e inesperadamente y se quedó mirándolo a los ojos.

—No —contestó Aitor, con dureza—. Y no vuelvas a decir hacer el amor. Solo contigo haré el amor. Lo demás sería fornicar.

Emanuela sofocó un sollozo y se ovilló sobre el pecho de él.

—Nunca creí en sus palabras, Aitor. Sé que Olivia las dijo para lastimarme porque te quiere para ella. No puedo evitar sentir rencor. Estoy muy celosa —admitió.

Aitor la besó en la coronilla y la envolvió con el brazo.

—Sé lo feos que son los celos, Jasy, y me gustaría que no los sintieses porque no hay razón. Tú has sido, eres y serás la única para mí.