CAPÍTULO
XVIII

Domingo Oliveira y Rasposo abandonó el despacho del patrón Amaral y Medeiros envuelto en una nube de furia. El dueño de Orembae estaba haciéndolo a un lado. Ya no le confiaba asuntos importantes y, día a día, lo iba apartando de sus tareas. Él no era tonto, y se daba cuenta de que el comportamiento del patrón había cambiado desde que ese maldito indio de San Ignacio Miní se había aparecido con el señorito Lope malherido. Días atrás, había partido con el padre Ursus, de regreso a la doctrina; no obstante, las malas lenguas aseguraban que regresaría, que así se lo había prometido a don Vespaciano.

Antes de entrar en la sala, que cruzaba para salir de la casa, una prerrogativa que iba con su cargo de capataz, se frenó en seco. La risa de doña Florbela mezclada con una voz en guaraní inconfundible se convirtió en un puño que se le cerró en torno a la garganta. La boca se le secó y el corazón le batió con fuerza contra el pecho. Ese malnacido estaba de regreso, de seguro para ocupar su puesto, y tal vez dispuesto a calentar la cama de la señora de Orembae a juzgar por la risa que ella le ofrecía, la que rara vez se escuchaba, por supuesto nunca dirigida a él, el despreciado capataz. Se ocultó para ver la escena que se desarrollaba a unos pasos: el indio Aitor, con la postura segura y pretenciosa, apoyaba el antebrazo en la baranda del estrado y le daba charla a Florbela, la cual, extrañamente sola —¿dónde estarían doña Nicolasa y la señorita Ginebra?—, continuaba con el bordado y, cada tanto, elevaba las pestañas con coquetería y le sonreía. Sus mejillas, habitualmente pálidas, se habían ruborizado. A Oliveira le vinieron ganas de cerrar las manos en torno a su delicado cuello y quebrarlo.

—¡Aitor! —escuchó, y enseguida vio la figura alta y elegante de Edilson Barroso entrar en la sala y aproximarse al estrado. Se mostró afectuoso con el guaraní; lo palmeó en el hombro y le sonrió. El indio abandonó la postura relajada y se envaró; resultaba evidente que no aceptaba las muestras de afecto del portugués.

A poco, aparecieron doña Nicolasa y su hija Ginebra, hermosa en un vestido rosa pálido. La mujer pasó junto al indio y no lo miró, ni saludó. Subió al estrado, se ubicó en su silla y se puso a bordar. Ginebra, en cambio, cuando creyó que no la veían, le rozó la mano y le sonrió. El guaraní le devolvió una mirada dura por lo impasible y desamorada. El gesto de la muchacha, a la que él apodaba la estatua de piedra, le alteró la respiración. ¿Con qué malas artes hechizaba ese indio a las hembras? ¡El diablo se lo llevase!

—Aitor, ¿has visto a Vespaciano? —se interesó Barroso—. Desde que te fuiste, aguarda con ansias tu regreso.

—Está ocupado con Oliveira —interpuso doña Florbela.

El capataz aprovechó para hacer su entrada en la sala, se detuvo frente al estrado y se quitó el sombrero en deferencia a las damas.

—Señoras —dijo, y fijó la vista en la dueña de casa, que la devolvió enseguida a la labor—, buenas tardes.

—¿Cómo andas, Domingo? —saludó Barroso—. ¿Has terminado tus asuntos con mi cuñado? ¿Puede Aitor entrar a verlo?

—Estimo que sí, don Edilson. Con permiso. —Se calzó el sombrero y se dirigió a la contraventana que lo guiaría por el patio hacia el exterior de la casa. No admiró las flores, ni las plantas que Florbela cuidaba con tanto esmero. Pasó como alma que lleva el diablo, herido en su orgullo por tantos pequeños detalles. El comentario de Barroso, el que aseguraba que don Vespaciano esperaba con ansias el regreso del guaraní, lo había golpeado duramente porque era cierto.

* * *

Aitor llamó a la puerta del despacho de Amaral y Medeiros, y la voz gruesa del hacendado lo invitó a pasar. Levantó la vista del documento que escribía y, al descubrirlo bajo el dintel, arrojó la péñola en el tintero, se puso de pie con una sonrisa y bordeó el escritorio para salirle al encuentro.

—¡Por fin estás de regreso! —exclamó, y lo abrazó y lo palmeó con fuerza.

Aitor permaneció rígido entre los brazos del hombre y no le devolvió la muestra de afecto. Amaral y Medeiros se apartó, dio un paso atrás y sonrió con un gesto avergonzado, como si se hubiese dado cuenta de que se había extralimitado.

—¿Cómo has encontrado todo en San Ignacio?

—Bien.

—¿Tu familia se encuentra bien?

Aitor se divirtió con el evidente esfuerzo en el cual el hombre se había embarcado para esconder el interés. Estaba seguro de que deseaba preguntarle por Malbalá.

—Sí, todos bien. A mi madre la encontré muy triste, pero le cambió la cara en cuanto me vio.

—Bien. Me alegro. —Aunque lo había mascullado, Aitor percibió la sinceridad de la declaración. ¿La amaría? ¿La habría amado cuando se encontraban en el arroyo?

—¿Cómo te trató la gente del pueblo?

—Como siempre —dijo, sin intención de profundizar.

—¿Con desprecio?

—Digamos que no soy el más admirado en San Ignacio Miní.

Amaral y Medeiros regresó a su escritorio y, antes de tomar asiento, le señaló una silla.

—No entiendo, entonces —expresó, con acento impaciente—, por qué deseas regresar a ese sitio donde no tienes amigos.

—Tengo amigos —lo corrigió—. Sucede que no son muchos, pero son los mejores.

—Ah.

—Don Vespaciano, he vuelto porque así se lo había prometido. Pero mi respuesta a su oferta es la misma: no.

Amaral y Medeiros se aplastó los cabellos rubios con un gesto nervioso y lo miró fijamente. Abandonó el escritorio para servirse un trago. Se lo echó al coleto sin respirar. Volvió a verter más brandy y, de nuevo, a beberlo de un golpe. Con los ojos llorosos y las mejillas rojas, se dio vuelta y le ofreció a Aitor con un gesto. Él negó con una agitación de cabeza.

—¿Por qué no quieres convertirte en el capataz de Orembae? ¿Solo porque deseas vivir en San Ignacio? No lo entiendo, Aitor. San Ignacio está muy cerca de aquí, a poco más de tres horas; podrías ir y venir con libertad, sin mencionar que antes de fugarte, te pasabas la mitad del tiempo, si no más, fuera de la doctrina, aserrando. Si deseas, acordaremos que pases tres semanas aquí y una en tu pueblo, con tu familia.

—El arreglo podría funcionar por un tiempo. Luego tendría que desistir.

—¡Qué terco eres!

—De eso mismo me acusa mi madre.

El comentario pareció ablandar al hacendado porque sonrió con aire nostálgico. Se acercó a la silla de Aitor y le apretó el hombro.

—Explícame por qué podría funcionar por un tiempo y después ya no. ¿Qué planes tienes para tu futuro?

Por nada le hablaría acerca de Jasy y de su deseo de casarse con ella. Se puso de pie con un movimiento que sobresaltó a Amaral y Medeiros.

—Don Vespaciano, no quiero que piense que porque soy un indio bruto y sin educación, soy también un ingrato. Pues no lo soy. Quiero agradecerle por haberme recibido en su estancia y haberme dado un trabajo y brindado su protección cuando la necesitaba. Ahora las cosas en mi vida han vuelto a encaminarse y quiero ser lo que era.

—¡Un simple aserrador que vivía en la selva durante semanas, que cazaba para comer y que pasaba necesidades!

—Esa es mi vida —manifestó Aitor, con voz medida y gesto inextricable.

—Yo quiero darte otra vida, una de esplendor, una en la que nada te faltará. Podrás formar una familia y darle todo lo que te negaron a ti.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué se empeña tanto en querer darme una vida de esplendor? No me debe nada por haberle salvado la vida a Lope. Nada —remarcó.

—¡No lo hago por Lope!

—Entonces, ¿por qué lo hace?

Se midieron en la corta distancia que los separaba, sus ojos casi al mismo nivel. Amaral y Medeiros era un poco más alto, pero Aitor, más fornido de espaldas, por lo que la diferencia quedaba compensada. Eran dos hombres recios, de voluntades fuertes y personalidades avasalladoras. Amaral y Medeiros soltó un suspiro, y sus hombros cayeron en ademán vencido. Bajó la vista para admitir:

—Porque eres mi hijo, por eso.

El silencio se prolongó. Amaral y Medeiros conjuró el valor para levantar la vista y enfrentar a Aitor. Este lo observaba con esos ojos dorados que siempre le causaban admiración y desconcierto, no solo por la tonalidad peculiar, sino por la inteligencia y la suspicacia que comunicaban. En esa ocasión, lo desorientó que no transparentaran sorpresa, dolor, ni ofensa. Se limitaban a contemplarlo de un modo indescifrable.

—¿Lo sabías? —se le ocurrió decir, y Aitor asintió—. ¿Tu madre te lo confesó?

—No. Los descubrí a usted y a ella conversando un día, a orillas del Yabebirí, el día después de que usted visitó la doctrina para recuperar a Olivia.

—¿Estabas ahí? —Aitor asintió de nuevo—. No recuerdo lo que dije en aquella oportunidad.

—Mi madre tuvo que amenazarlo con el fuego del infierno para evitar que usted se cobrase venganza y me hiciese daño.

—No —sonrió Amaral y Medeiros, y sacudió la cabeza—, nunca fue mi intención hacerte daño, ni siquiera antes de saber que eras mi hijo. Solo estaba jugando con tu madre. Quería que ella pensase que me cobraría venganza para extorsionarla.

—Sí, lo recuerdo.

—Pero no lo logré. Malbalá es una hembra con agallas de macho.

—Sí, lo es.

—Y tú eres mi hijo, Aitor.

—Deme su apellido, entonces.

Pasado un segundo de sorpresa —jamás imaginó que se lo pediría—, Amaral y Medeiros regresó a su butaca y se arrellanó con talante agobiado. Fijó la vista en la carta que había estado escribiendo cuando Aitor llamó a la puerta. Era para el virrey del Perú, el conde de Superunda. Se había enterado de que, desesperada por hacerse de fondos —la Guerra de la Pragmática Sanción y, sobre todo, la Guerra del Asiento habían vaciado las arcas reales—, la Corona española volvía a ofrecer a sus súbditos más adinerados un título nobiliario a trueque de pecunia. Se murmuraba que al virrey lo habían autorizado a entregar dos baronías y un condado, superadas las largas y penosas investigaciones que se iniciaban para asignar el título al mejor postor. Lamentablemente, en ese nuevo lote, no había un marquesado. En fin, se había conformado Amaral y Medeiros, un condado bastaría. Sus probabilidades de convertirse en el «ilustrísimo» don Vespaciano habían aumentado en esos años, en especial desde que contaba con la amistad y agradecimiento de Ursus y, junto con él, de la Compañía de Jesús. De hecho, acabada la carta al virrey, planeaba escribirle al jesuita para recordarle la deuda que mantenía con él. «Lo has protegido y lo has tratado con respeto en un momento en el que Aitor lo necesitaba», le había dicho semanas atrás, en ese mismo despacho. «Quiero agradecerte por ello. Siempre estaré en deuda contigo por haber protegido a mi muchacho en un tiempo de necesidad». Iniciar los trámites para reconocer a un hijo habido fuera del matrimonio echaría por la borda la espera de esos años, los beneficios que podía extraer de la amistad con Ursus y las donaciones que había realizado a la Corona. Todo quedaría en la nada de nuevo.

—No puedo —admitió por fin, y jamás imaginó que pronunciar esas dos palabras lo lastimaría tanto.

—Entiendo —dijo Aitor, y giró para encarar hacia la puerta.

Vespaciano se puso de pie de un salto.

—¿Qué es lo que entiendes?

Aitor se volvió, con una expresión digna por la ausencia de resentimiento.

—Admitir que es el padre de un indio mancharía su reputación entre los de su clase y le traería problemas con doña Florbela.

—No se trata de eso —dijo, sin convicción.

—Yo creo que sí.

—Ahora tengo asuntos muy importantes entre manos, Aitor. Iniciar las gestiones para reconocerte… Pues no sería conveniente, ¡pero no en el sentido en que tú piensas! —añadió deprisa al notar la sonrisa sarcástica que despuntaba en los labios del muchacho—. Algún día te reconoceré y serás un Amaral y Medeiros, pero no ahora.

—Mañana partiré hacia San Ignacio Miní. Si me permite, pasaré la noche en la que era mi alcoba.

—Por supuesto, hijo, por supuesto. Le pediré a Adeltú que se…

—No se moleste. Yo lo haré.

—¿Aitor? —El indio se giró y lo miró con impaciencia—. ¿Me harías el favor de quedarte en Orembae hasta la boda de tu hermano?

—Mi hermano… —masculló, mientras los ojos se le cargaban de ironía y ladeaba una comisura.

—Sí, Aitor. Lope es tu hermano.

—Medio hermano.

—Al que tú le salvaste la vida. Siempre te estaremos agradecidos por eso. Siempre. ¡Aitor! —lo detuvo porque se marchaba sin contestar—. ¿Te quedarás hasta la boda de tu hermano? Será en diez días.

—No, tengo que regresar.

—Me gustaría que ustedes se hicieran amigos. Él te necesitará, Aitor. Cuando yo ya no esté, los peones y cualquiera con el que tenga que hacer negocios se lo comerán vivo. Lope es un muchacho sensible, interesado en la música, en la poesía y en los libros y para nada en las vacas y en la yerba. Perderá Orembae. Cuando yo ya no esté, esto desaparecerá. A menos que tú…

La puerta se abrió de súbito, y Edilson Barroso entró con su buen ánimo y sonrisa eternos.

—Podrías haberte anunciado —le reprochó Vespaciano, pero el hombre hizo caso omiso.

—¡Aitor, muchacho! —exclamó, con alegría—. Si has terminado con mi cuñado, quisiera proponerte un trabajo por el que te remuneraría muy bien.

—¿De qué estás hablando, Edilson? —se molestó el dueño de casa.

—Me he enterado de las dotes de baquiano que nuestro muchacho posee y deseo conchabarlo para que me acompañe a estudiar el terreno.

—¿Todavía sigues con la idea de encontrar la mena de estaño?

—Así es. No me daré por vencido tan fácilmente. Pero necesito de alguien que conozca el terreno, sobre todo el curso de los ríos, porque es allí donde se encuentra el mineral. ¿Qué opinas, Aitor? Te pagaría generosamente.

—¿Por cuánto tiempo?

—Si salimos mañana, regresaríamos en nueve días. No puedo faltar a la boda de mi único y querido sobrino.

—¿Cuánto me pagaría?

—Diez pesos más dos comidas al día. Eso corre por mi cuenta.

Amaral y Medeiros carraspeó.

—No aceptes por menos de veinte pesos, Aitor.

—Veinte, entonces —dijo Barroso, sin perder el buen humor.

Aitor lo miró fijamente, sin importarle que se considerase una gran falta de respeto; su pa’i Ursus nunca se cansaba de señalárselo. «Veinte pesos», calculó. Sumados a los pesos que le había entregado el jesuita en el momento de la fuga y que no había gastado, más los que había ganado durante las semanas trabajadas para Amaral y Medeiros, reuniría una cantidad nada despreciable en caso de que tuviese que iniciar una vida con Emanuela lejos de San Ignacio Miní.

—Acepto. Pero en nueve días, regrese usted o no a Orembae, yo volveré a San Ignacio.

—Trato hecho —dijo, y extendió la mano, que Aitor observó antes de apretar con fuerza y seguridad—. ¡Muy bien, Aitor! Mañana partiremos al alba.

—Lo único que deseo pedirle antes de partir es que haga llegar un mensaje a mi pueblo. Me esperaban en uno o dos días. Temo que se preocuparán si me toma diez volver.

—¿Quieres escribirlo y que lo mande con uno de mis peones? —ofreció Vespaciano, y Aitor se lo quedó mirando, en tanto meditaba que hacía años que no escribía. Nunca había sido bueno y dudaba de que el tiempo pasado sin trazar siquiera su nombre le hubiese mejorado la caligrafía, ni los conocimientos en ortografía y gramática guaraní. Escribirle a Emanuela, que además del guaraní, escribía y hablaba fluidamente el castellano, el latín y ahora el griego, le daba vergüenza. Sin embargo, la sola idea de angustiarla con una ausencia prolongada cuando la había dejado llorando esa mañana para volver a Orembae y prometido que volvería en dos días, a lo sumo tres, arrasó con sus escrúpulos y lo decidió a aceptar.

—Sí, don Vespaciano. Acepto su oferta.

—Aguarda —dijo, y abrió la puerta del bargueño que se encontraba tras el escritorio. De allí extrajo una hoja de papel manila, una pluma de oca y un tintero de bronce—. Toma. Escribe tu esquela tranquilamente en tu alcoba y después regresa así la sellaremos con lacre. Enviaré a uno de mis peones a San Ignacio mañana a primera hora de la mañana. De paso enviaré una carta para mi amigo Ursus.

—Gracias —dijo, con cortedad, y abandonó el despacho.

En la soledad de su alcoba, se sentó a la pequeña mesa y meditó qué escribir. Embebió la punta de la péñola en la tinta, mucho más oscura que la empleada en la misión, y trazó el nombre de ella con dificultad. Jasy, escribió, y emitió un suspiro: tenía una caligrafía espantosa; su pa’i Ursus siempre se lo reprochaba; en cambio, de la de Emanuela afirmaba, con una sonrisa orgullosa, que era de pendolista. Resignado, siguió adelante. Media hora más tarde, releyó la esquela un par de veces y, sin contar algunas dudas acerca de cómo se escribía esta o aquella palabra y soslayando la calidad de la escritura, quedó conforme. La dobló dos veces y regresó al despacho del hombre que acababa de confesarle que era su padre, pero que se negaba a reconocerlo. Increíblemente, no experimentaba resentimiento; en verdad, solo había querido ser un Amaral y Medeiros por su Jasy.

—Aquí estás, muchacho. ¿Ya la has escrito? —Aitor se la extendió—. Bien, ahora la sellaremos. —Con un yesquero de plata, que lucía muy costoso y bonito, Vespaciano encendió una vela, a cuyo pabilo acercó una barra de lacre. Una vez derretida la punta, la apoyó en la solapa del papel y la empastó hasta pegarla. Aitor levantó las cejas en abierto asombro cuando el hombre hundió el anillo de oro que lucía en el anular de la mano derecha sobre el material todavía blando.

—Algún día, este será tu sello, hijo. Te lo prometo.

* * *

Era tarde, pasadas las once. Aitor, que se había levantado antes del canto del gallo para emprender el regreso a Orembae, se caía de sueño. Barroso, no obstante, se empeñaba en interrogarlo acerca del área que explorarían durante nueve días. El mapa de papel grueso se extendía en la mesa del comedor, sumido en la oscuridad y el silencio, apenas alterados por el candelabro que horas atrás había encendido Adeltú, y por los bisbiseos de Barroso y los ocasionales de Aitor.

—Nos acompañarán dos entendidos en la materia —le informó el portugués—. Ellos son los que aseguran que en estas tierras hay estaño. Sostienen que hay que encontrar este mineral. —Extrajo un trozo de piedra de un pequeño bolsillo en la chupa y se lo extendió—. Esto es casiterita, que contiene un alto porcentaje de estaño.

Aitor estudió la piedra a la cual se le habían pegado cristales con varias caras de un color violeta muy oscuro.

—Dicen que la casiterita se encuentra en los lechos de los ríos. Por eso necesito de ti, para que me guíes por los cursos de agua que conozcas en esta región.

—Ya he visto esta piedra antes —dijo, sin apartar la vista del objeto, mientras recordaba la piedra que le había regalado a Jasy años atrás y de la cual ella jamás se separaba—. Tenía el mismo color y transparencia.

—¿De veras, Aitor? —se interesó el portugués.

—Sí. La encontré en el arroyo Garupá.

Barroso enseguida se inclinó sobre el mapa.

—Ubícalo, Aitor, por favor.

—No sabría ubicarlo bien ahí, don Edilson, pero puedo llevarlo con los ojos cerrados. Conozco bien la zona.

—¡Perfecto, muchacho! Nos dirigiremos hacia el arroyo…

—Garupá.

—Bien, el arroyo Garupá. Pues hacia allí iremos sin demora.

—Sería más fácil si nos transportásemos en jangada por el Paraná hasta el arroyo Pindapoy Grande y desde allí, al Garupá.

—Mi cuñado nos facilitará la balsa. Ese no es un problema.

—¿Para qué se usa el estaño?

—¿Recuerdas el tintero de bronce que te prestó Vespaciano para que escribieses tu mensaje? —Aitor asintió—. Pues se hace con estaño y cobre. ¿Y recuerdas el vaso en el que mi cuñado se bebió su brandy? Pues es de estaño. Pero sobre todo, Aitor, el estaño se usa para la fabricación de las armas. El estaño sirve para la guerra y eso lo convierte en un metal codiciado.

Aitor hizo girar la piedra y la observó desde varios ángulos.

—¿Cómo se convertirá esto en un tintero o en un arma?

—A través de un largo proceso. Tendremos tiempo durante nuestra exploración para contártelo. Ahora, muchacho, vete a dormir. Yo saldré un momento a fumar este magnífico tabaco que produce Orembae. ¿Fumas, Aitor? —se interesó, y le mostró una pipa de lustrosa madera oscura que había recogido de un soporte ubicado dentro de un mueble.

—No, señor, no fumo. —Recordó que había descartado el hábito en ocasión de haber escuchado decir a Jasy que le molestaban el humo del tabaco y el olor que se impregnaba en la ropa, en la piel y en el aliento del fumador. Solo Tupá sabía cuánto había echado de menos la compañía de su pipa durante las solitarias noches en la selva. Ella, no obstante, lo impulsaba a cualquier sacrificio. No quería que frunciese la nariz mientras lo abrazaba, ni que su boca le supiese amarga en tanto lo besaba, no cuando ella olía y sabía tan bien. Ansiaba saborearla entre las piernas, seguro de que sus labios se mojarían con un néctar. Le había costado refrenarse durante los días compartidos en San Ignacio, en los que ella se había entregado con tanta pasión y confianza a sus caricias desenfrenadas, que le empapaban los dedos con los jugos de ella, los que él después lamía con avidez.

—¿Aitor?

—Diga, don Edilson.

—¿No me escuchabas, muchacho?

—Disculpe —masculló, y se removió, inquieto, en la silla, con una erección descomunal.

—Estás cansado —lo justificó Barroso—. Ve a dormir.

—Me quedaré aquí viendo un poco más el mapa —se justificó; necesitaría unos minutos para bajar el bulto entre sus piernas.

—Muy bien —dijo el hombre, y se dirigió hacia el patio, pipa en mano.

Aitor apoyó el codo en la mesa y se sostuvo la cabeza. El sueño se le había esfumado solo con recordar a su Jasy. Apretó los párpados en un intento por no rememorar la última tarde juntos bajo la cascada, sin éxito. La voz de Emanuela sonó en su mente y le agitó las pulsaciones. «Durante el tiempo en que estuviste lejos de mí, nunca reuní la fuerza para sentarme bajo el chorro, ni siquiera para acercarme a la cascada».

Al recuerdo de su voz, le siguieron las imágenes de ella, completamente empapada, con el tipoy pegado al cuerpo y sentada entre sus piernas, y la esperanza de deshacerse de la erección se esfumó. Cerró con fuerza la mano izquierda en el músculo del brazo derecho. Apretó y apretó, y el padecimiento no resultó suficiente para borrar las escenas. Al contrario, el apretón de su mano le hizo pensar en las delicadas de ella sobre sus muslos, que iban aumentando la presión en tanto él la mordía y la besaba en la nuca, y sus dedos le atizaban los pezones duros. La recordó separando las rodillas sin que él se lo pidiese para permitirle el acceso al sitio donde, como ella decía y que a él abrumaba de ternura, le dolía. La pensó con la cabeza echada sobre su hombro, agitada y temblorosa en la agonía del placer, sincera y libre mientras imploraba y pronunciaba su nombre corta de aliento.

Soltó un insulto entre dientes y se puso de pie. Apoyó las manos en el filo de la mesa y dejó caer la cabeza entre los brazos. Se miró la erección. Incluso a la pobre luz de las velas, se la veía claramente, como si tuviese una calabaza bajo los pantalones. Era menester cerrarse a los recuerdos o esos diez días lejos de ella se convertirían en un martirio y acabaría por humillarse frente a don Edilson y a esos expertos que los acompañarían.

Un golpe seco, como el que produce algo pesado al caer, lo impulsó a erguirse y prestar atención. Le siguió un gemido sofocado, y otro. Luego, silencio. Se hizo con el candelabro y se dirigió hacia el corredor por el que lo habían guiado a la recámara de Lope durante su primer día en Orembae. ¿Estaría intentando suicidarse de nuevo? Masculló un insulto. «Maldito idiota y marica», pensó, y en nada colaboró para mejorar su humor cavilar que su medio hermano deseaba morir debido al rechazo de Emanuela.

Se detuvo frente a una puerta, no la de la habitación de Lope, sino de otra que no sabía a quién pertenecía. Se quedó quieto. Contuvo el aliento y cerró los ojos para oír mejor, como le había enseñado su tío Palmiro durante las noches en que salían a cazar tapires. Sin duda, los gemidos ahogados y los sonidos provenían de allí. ¿A quién pertenecería esa recámara? ¿Y si era la de doña Florbela, y su esposo estaba visitándola? A punto de volver a la sala para evitar un papelón, oyó claramente un sollozo seguido de un «no» expresado con meridiana claridad, aunque rápidamente sofocado. Apoyó la oreja sobre la jamba de madera y volvió a bajar los párpados. Allí dentro, se convenció, estaba teniendo lugar una pelea. Decidió entrar cuando una voz femenina, medio desfallecida, dijo «socorro».

Levantó el pestillo y abrió la puerta. Elevó la vela para iluminar el entorno que no conocía. Le tomó unos segundos habituarse al cambio de luz, como también ubicar la contraventana abierta que daba al pórtico principal de la casa y la gran cama matrimonial con dosel en la cual el blanco de la tela del baldaquín brillaba en la oscuridad. Alguien respiraba con inspiraciones pesadas, como si le costase incorporar el aire por las fosas nasales. Se acercó con cuidado y levantó la vela. Del otro lado de la cama, un montículo hablaba a las claras de dos cuerpos entreverados.

—¡Mierda! —exclamó Domingo Oliveira y Rasposo al reconocer a Aitor, que se había quedado de piedra al verlo sobre doña Florbela, la cual, hundida en la almohada, lo contemplaba con ojos desencajados y suplicantes. No podía hablar porque el capataz le tapaba la boca con brutalidad.

En un movimiento rápido y fluido, Aitor apoyó el candelabro en un mueble y empuñó su cuchillo.

—¡Apártate de ella!

—¡Maldito indio del demonio!

Aitor rodeó la cama dispuesto a ensartarlo. El capataz, con los genitales fuera, soltó a doña Florbela y se lanzó en dirección a la contraventana, dispuesto a escapar. Aitor lo interceptó sujetándolo por la camisa que le volaba fuera del pantalón. El portugués giró con el brazo extendido y le propinó un golpe en el cuello que lo hizo tambalear. A punto de echársele encima, Aitor recobró el equilibrio y lanzó una estocada, que hirió al capataz en el costado derecho. El hombre se apartó con un grito y se aferró la herida.

—¡Qué sucede aquí! —El vozarrón de Amaral y Medeiros distrajo a Aitor, segundo que Domingo Oliveira aprovechó para escapar.

—¡Vespaciano! —sollozó Florbela.

Aitor corrió detrás del hombre, que debía de conocer bien el jardín de doña Florbela, el que precedía a la casa, porque lo vio dirigirse deliberadamente hacia un follaje y desaparecer en él. Se acercó con cautela. Sumergirse en esa maraña de plantas de noche y sin conocer el terreno sería lo mismo que un suicidio. Vencido, regresó a la casa. Se detuvo bajo el dintel y observó el cuadro que se desarrollaba en la recámara. Amaral y Medeiros intentaba interrogar a su esposa, ahogada en lágrimas, mientras Lope, que la contenía en su pecho, la consolaba y le besaba la frente. También la confortaban doña Nicolasa y Ginebra. Edilson ingresó por la otra puerta, la que daba al corredor, y caminó directo hacia su hermana.

—¡Aitor! —exclamó doña Florbela al descubrirlo a unas varas de la cama—. ¡Si no hubiese sido por ti!

—Don Vespaciano —habló Aitor, muy agitado—, Domingo huyó. Le perdí el rastro en el jardín. Debería organizar una búsqueda. No debe de andar muy lejos. Está herido y también ebrio. Apestaba a alcohol.

—¡Edilson! Despierta a Adeltú. Dile que mande llamar a Morales de inmediato.

El portugués abandonó la habitación a las corridas, con la pipa todavía en la mano.

—¿Qué sucedió aquí? —exigió saber Amaral y Medeiros, y miró alternadamente a su mujer y a Aitor.

—Estaba en la sala estudiando el mapa que don Edilson me mostró, cuando escuché un golpe y unos sollozos. Me atreví a entrar en la casa…

—¡Y gracias al cielo que lo hiciste, Aitor!

—¡Silencio, Florbela! Déjalo terminar.

—Me detuve frente a la puerta de esta habitación y me di cuenta de que algo malo ocurría aquí dentro. Oí claramente la voz sofocada de una mujer que pedía socorro. Entonces, me atreví a entrar. Y me encontré con Oliveira echado sobre doña Florbela. Él… —se detuvo ante un clamor de doña Florbela, que escondió el rostro en el pecho de su hijo y se echó a llorar.

—¡Ginebra!

—Mande, don Vespaciano —dijo la muchacha, y abandonó el borde de la cama.

—Ve y dile a alguna de las indias de la cocina que prepare una tisana para tu tía.

—Sí, enseguida.

—Aitor, ven conmigo a mi despacho.

Envuelto en una bata de seda azul, ajustada con un cordón de hilos dorados, y con una palmatoria en la mano, Vespaciano guió el camino hacia el escritorio, donde hizo dos veces fondo blanco con una buena dosis de brandy. Al cabo, se giró y levantó la botella en dirección a Aitor.

—¿Quieres un trago, hijo?

—Sí.

Aitor lo bebió lentamente para saborearlo, haciéndolo jugar en la boca. Cerró los ojos al tragar el primer sorbo y suspiró mientras el brebaje le calentaba el pecho. Al levantar los párpados, Amaral y Medeiros lo contemplaba con una expresión extraña, los ojos aguzados y los labios apretados.

—Parece que hubieses llegado a esta casa para proteger a los míos.

Aitor lo miró fijamente y en silencio. Su semblante no revelaba ninguna emoción.

—Te debo la vida de mi hijo y la dignidad de mi mujer. Tal vez su vida también, pues dudo de que ese miserable de Domingo la habría dejado con vida después de… —Aitor lo vio apretar la mano en torno al vaso—. En fin, Aitor… —dijo, con un suspiro y aire cansado. Apoyó el vaso sobre el mueble, estiró la mano derecha y se la ofreció—. Gracias, hijo.

Aitor se la aferró con firmeza. Amaral y Medeiros agitó la cabeza y chasqueó la lengua, y lo atrajo hacia su pecho con un tirón brusco. Aitor se envaró entre los brazos del hombre, que se aflojaron enseguida. No obstante, lo mantuvo cerca al aferrarlo con manos firmes, una cerrada en su hombro derecho, otra en su mejilla izquierda. Era más bajo que su padre, por lo que elevó los ojos para mirarlo a la cara. Le resultaba difícil de creer que ese hombre blanco, de cabellos rubios y ojos azules le hubiese dado el ser. Con todo y pese al abismo de diferencias físicas que los apartaban, se reconocía en él, en su determinación, en su carácter, en su hombría, en su ambición, en su egoísmo también.

—Tal vez no lo recuerdes, Aitor, pero cuando eras pequeño, no más de cuatro o cinco años, tú y yo nos conocimos en el Yabebirí. Yo había ido con la esperanza de encontrar a tu madre, a la que extrañaba miserablemente. Ella me había abandonado sin una palabra, y su ausencia me dolía a pesar del tiempo transcurrido. Esa tarde, me aventuré en el arroyo, en nuestro lugar secreto, y la vi contigo. Estaba bañándote. ¿Lo recuerdas?

—Sí —dijo Aitor, con voz áspera y forzada.

—Un mono les quitó algo, no recuerdo qué…

—La estera.

—Sí, la estera —repitió Amaral y Medeiros, con una sonrisa—. Y tú corriste detrás de él, y admiré tu valentía. No dudaste en salir detrás del pilluelo. Entonces, me descubriste entre unas plantas y me miraste fijamente. Tampoco me tuviste miedo, ¿verdad?

—No.

—Y me admiré de tu templanza pese a ser tan niño. Volviste con tu madre y no le advertiste de mi presencia, y eso, no sé por qué, me hizo admirarte. Y deseé que fueras mi hijo. El deseo fue tan fuerte… Aún lo recuerdo vívidamente. Deseé que fueras carne de mi carne. Y lo eras. Lo eres, hijo mío. Y estoy tan orgulloso de ti.

Edilson, con Morales a la zaga, irrumpió en el despacho, y Amaral y Medeiros se alejó de Aitor para impartir órdenes.

* * *

Emanuela giraba las mandiocas sobre el fuego y pensaba en Aitor. Nada la distraía, ni siquiera su trabajo en el hospital. Lo tenía en la mente sin pausa, y lo extrañaba hasta las lágrimas. Apenas se habían despedido esa mañana, y ya le sabían eternos y amargos los tres días que le tomaría regresar. La angustiaba que un imprevisto lo retuviese lejos de ella. Por eso, en la misa de la mañana, rogó para que ningún mal cayese sobre él, para que volviese pronto, para que no pelease con Lope y para que no se cruzase con Ginebra. En realidad, a esto último no se atrevió a pedirlo, ni siquiera a Tupasy María, que, como mujer, la habría comprendido mejor, pero lo pensó con frecuencia, incluso después de la misa, cuando se dirigió al cementerio con un ramo de cabos muy cortos de flores de la pasión, su favorita. Lo depositó sobre la tumba de su madre. Se arrodilló y le habló de Aitor, de que había regresado libre de culpa y cargo y de que le habían ofrecido un empleo de capataz, lo cual la enorgullecía. Le contó que estaba feliz y le pidió que lo bendijese y protegiese desde el cielo. Al volverse para abandonar el sector destinado a las mujeres, se quedó contemplando el sector del camposanto en el que se enterraba a los hombres. Caminó como hechizada, sin parpadeos. Esquivó las tumbas y las lápidas y acabó frente a la de Laurencio abuelo. Observó su nombre grabado en la piedra caliza durante varios minutos, mientras recuerdos tristes y felices la asaltaban, haciéndola sonreír y enojar en cuestión de segundos.

Ru —susurró—, no quiero odiarte, ni guardarte rencor. Tú me amaste como a una hija y me recibiste en el seno de tu familia con generosidad y desinterés cuando me hallaba sola en el mundo. Siempre te estaré agradecida por eso. Pero lastimaste y perjudicaste a quien más amo, cuando él era inocente y no tenía culpa de nada. ¿Por qué, ru? ¿Por qué odiabas a Aitor, si tan solo era un niño que nada entendía de las culpas de sus mayores? ¿Por qué no pudiste amarlo como yo? ¿Por qué no descubriste en él al ser bello e íntegro que es?

Guardó silencio cuando la voz se le apagó a causa de las ganas de llorar. Los ojos se le enturbiaron, y el nombre de Laurencio se desdibujó en la piedra.

A eso del mediodía, Tarcisio fue al hospital para entregarle una carta que había llegado desde Orembae. Era la primera vez que recibía una carta. La tomó con manos temblorosas, agradeció a Tarcisio, que la miró con gesto expectante, y se alejó hacia el sector donde ardía el fogón y ella preparaba los emplastos y decocciones. La estudió detenidamente antes de romper el sello de lacre, al que juzgó un detalle muy fino.

«Jasy, amor mío», leyó, y sonrió, emocionada, al ver la caligrafía de Aitor. Hacía años que no la veía, desde los tiempos en los que él asistía al catecismo y el pa’i Ursus le tiraba de la oreja porque «su escritura semejaba a mamboretás danzando sobre el papel». El sollozo se le mezcló con la risa cuando prosiguió. «Sé buena con tu Aitor y pasa por alto mis yerros ortográficos. No soy como tú, mi amada Jasy, que eres más sabionda que los pa’i y mi gran orgullo por eso. Hace pocas horas que no te tengo entre mis brazos y ya te extraño, tanto que duele. Pero nuestro tiempo de separación tendrá que extenderse unos días más. Me han ofrecido un trabajo por el cual me pagarán mucho dinero y no puedo negarme. Ese dinero nos servirá para empezar una vida juntos en caso de que tengamos que dejar el pueblo. ¿Recuerdas lo que te dije en nuestra torreta días atrás, que confiaras en mí porque todo lo que hago lo hago para que estemos juntos? No lo olvides, amor mío, y no sufras por esto, que me destrozas. Sé fuerte, Jasy, te necesito fuerte. En diez días me tendrás de regreso y seremos felices. Te amo más que a la vida. Aitor».

Aplastó el papel contra su pecho y cerró los ojos, imaginándoselo mientras le escribía y la pensaba. Ella también sentía que su ausencia dolía, y si se ponía a rememorar cómo se habían buscado durante esos días, de la forma en que él la había tocado y hecho gozar, el dolor se convertía en un padecimiento muy real y tangible, que ella no sabía cómo calmar. Solo las manos de Aitor la sanaban de ese tormento.

Volvió a leer la carta, una y otra vez, hasta que se vio obligada a doblarla y guardarla en su canasta cuando una de las enfermas le pidió agua. A primeras horas de la tarde, al entrar en la casa de los padres, ansiosa por contarle la novedad a su pa’i Ursus, de que Aitor regresaría en diez días, se frenó bajo el dintel al percibir la pena que flotaba en el ambiente. Cruzó la mirada con la de Tarcisio, que, con ojos inyectados, agitó la cabeza y apretó los labios.

—¿Qué ha sucedido?

—Ha llegado carta de Buenos Aires para mi pa’i Ursus —explicó el sirviente.

—¿Malas noticias? —El corazón de Emanuela golpeaba en su pecho.

—Sí. La sobrina de mi pa’i, la niña Crista, falleció semanas atrás.

—¡Oh, no! ¿Dónde está mi pa’i?

—En su recámara.

—¿Puedo verlo?

—No lo sé, Manú. Ha dicho que no quiere ser molestado. ¿Quieres que le pregunte?

—Le hará bien verla —intervino el padre Santiago de Hinojosa, mientras se aparecía en la sala con expresión taciturna—. Tarcisio, avísale a Ursus que Manú está aquí. Ven, hija. Siéntate. En un momento empezaremos con nuestra clase de griego.

—Sí, pa’i. ¿Sabes qué le ocurrió a Crista?

—Consunción de los pulmones, eso decía la carta de Ederra, su madre.

Emanuela, que, de tanto oír a Ursus hablar de su sobrina a lo largo de los años, tenía la impresión de que la conocía, lamentaba su muerte con gran pesar. Sacó el ejemplar de la Ilíada de su canasta y lo abrió sin el entusiasmo de los días pasados. En tanto ubicaba la última página leída, se imaginaba la amargura de la familia del padre Ursus en Buenos Aires.

—Hija… —La voz ronca y poco familiar la sobresaltó. Levantó la cabeza, y su mirada se clavó en la del jesuita. Emanuela ahogó un sollozo; nunca había visto a su pa’i Ursus tan abatido. Sin pensarlo, abandonó la mesa y corrió a sus brazos, que la envolvieron y la apretaron contra la sotana negra cuyo olor a humo, tierra y sudor le resultaba tan familiar.

—¡Lo siento, pa’i! ¡Lo siento tanto!

El sacerdote apoyó la mejilla en la coronilla de la joven y permaneció con los ojos cerrados. Poco a poco, una paz inesperada en un momento como ese fue relajándole los músculos de la mandíbula, apaciguándole los latidos y normalizándole las inspiraciones. Percibió una cálida sensación en la espalda, a la altura de los riñones, que se extendía por sus piernas, el torso y aun los brazos como suaves oleadas. Pocas veces había experimentado algo tan placentero. Eran las manos de Emanuela. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no de tristeza, sino de emoción por haber salvado de la muerte a esa criatura que tenía más de celestial que de terrena, y por amarla como a una hija. Por años, temiendo que llamase la atención de los inquisidores, se había negado a aceptar el don extraordinario con el que había nacido. En esa instancia, la más dolorosa de su vida, ella le sanaba el alma. La apartó para mirarla a los ojos.

—No llores, querida Manú. Crista está en el cielo.

—No lloro por ella. Sé que está gozando de la presencia de Tupá y que es feliz. Lloro por su madre, por su padre, por sus abuelos. Y por ti, pa’i, porque te quiero como si fueses mi padre, y no soporto verte sufrir.

—¡Ah, mi niña! —La abrazó de nuevo—. Si hubieses estado con ella, si la hubieses tocado, sus pulmones habrían sanado. Hoy Crista estaría viva.

Sin apartarse, Emanuela frunció el entrecejo. Las palabras del jesuita la tomaron por sorpresa. En sus más de catorce años, jamás había oído al jesuita reconocer su poder sanador; de hecho, se enojaba cuando la gente le pedía favores, la tocaba o la llamaba niña santa. ¿A qué se debía el cambio?

—Mis manos ya no curan, pa’i —susurró.

Ursus le besó la coronilla y la separó de él. Sacó un pañuelo de la faltriquera de la sotana y le secó las mejillas.

—Basta de lágrimas —dijo, con una sonrisa que no le iluminó la mirada—. Ha sido la voluntad de Dios, y Crista ha dejado de padecer; nunca gozó de buena salud. Ahora, mi niña, vuelve a la clase con tu pa’i Santiago. Yo retomaré mis actividades. Porque la vida continúa, Manú.

—Sí, pa’i.

Pensó en mencionarle lo de la carta de Aitor y decidió comentárselo en un momento más propicio. Regresó a la mesa y retomó la clase de griego. Alrededor de una hora más tarde, llamaron a la puerta. Tarcisio abrió, y se encontró con Malbalá.

—Busco a Manú.

Emanuela pidió permiso al padre Santiago y salió a ver qué necesitaba su madre, un poco intranquila, porque Malbalá jamás interrumpía sus clases para ser española, como la mujer las denominaba; debía de tratarse de algo serio. El nombre de Aitor le saltó en la mente, y al mismo tiempo lo hizo su corazón.

—Hija, tu hermano Juan no se siente bien. Pide por ti.

¿Juan, enfermo? No lo recordaba siquiera resfriado. Amaba a todos sus hermanos, pero a Juan y a Bruno con especial cariño porque ellos jamás habían atacado, ni menospreciado, a Aitor. Dos días atrás, cuando Juan regresó de Loreto, donde se dedicaba a la construcción de un órgano neumático, se alegró tan sinceramente de encontrarse con Aitor, que lo abrazó y hasta moqueó un poco, circunstancia de la que se valieron Bruno y el propio Aitor para echarle pullas.

—Enseguida voy para allá, sy.

Se disculpó con el padre Santiago, acomodó deprisa los libros en la canasta y corrió a su casa, con Malbalá detrás de ella. Se encontró con un cuadro peor del imaginado. Juan ardía en fiebre, se quejaba de dolor de cabeza y espalda y había vomitado varias veces durante la mañana. Podía tratarse de un fuerte constipado, dedujo Emanuela; no obstante, que le sangrase la nariz la desorientó.

—¿Te duele la garganta?

—No —masculló Juan.

—Y tampoco estás resfriado —declaró Emanuela.

—No —confirmó el enfermo.

—Quédate tranquilo, Juan. Ahora mismo te preparo una tisana de raíz de palo amargo, y verás que rápidamente baja la fiebre.

Salió a la enramada, donde Malbalá, que la había escuchado, se ocupaba de hervir agua para la cocción.

Sy, iré a buscar la raíz de palo amargo al hospital. Sería bueno que fueses por agua al pozo de los padres. Siempre está muy fría. Embebes un paño de algodón y se lo colocas en la frente a Juan. No me tardo. Vuelvo enseguida.

Regresó con el padre Johann, a quien los síntomas de Juan lo habían intrigado. Lo revisó durante un buen rato, de manera concienzuda. Le pidió que se quitara la camisa y los calzones, por lo que Emanuela debió salir a la enramada, y le observó cada centímetro cuadrado de piel, incluso el interior de la boca, la lengua, los sobacos y los testículos. Lo ayudó a vestirse y lo cubrió con una manta.

—Ahora te daremos un té de cuasia —así llamaba el padre van Suerk al palo amargo— y te sentirás mejor. Trata de dormir, Juan. Tanto trabajo y tanto viaje, de aquí para allá, te han agotado.

—Sí, pa’i —musitó, con la resignación y el aguante que caracterizaban a los guaraníes en la enfermedad.

—Manú —la llamó el holandés, y le habló lejos de Malbalá—. No me gustan sus síntomas.

—Oh —se angustió Emanuela, y supo que había empalidecido porque las mejillas se le enfriaron súbitamente.

—Esto que te diré debes guardártelo. Y no quiero que pierdas la compostura. Necesito una curusuya fuerte y templada. —Lo seré, pa’i. Te lo prometo.

—Aún es temprano para hacer afirmaciones —admitió el jesuita—. No obstante, he visto síntomas como estos: fiebre, dolores musculares, vómitos, sangrado. Eran los prolegómenos de una enfermedad.

—¿Cuál, pa’i? —quiso saber Emanuela, y detestó el temblequeo de su voz.

—Viruela, hija.

Emanuela atajó la exclamación cubriéndose la boca con ambas manos.

—Tranquila, Manú. Quería que lo supieras para que estés prevenida. Esto no significa que Juan haya contraído la enfermedad. Podría tratarse de cualquier cosa. Hace años que no nos azota esa peste endemoniada.

—¿Qué puedo hacer para ayudarlo?

—Fue buena tu decisión de darle el cocido de raíz de cuasia. Hazlo beber bastante. Intenta que tome un poco de caldo sustancioso. Volveré esta noche para ver cómo prosigue.

—¿Vas a mencionarle tu sospecha a mi pa’i Ursus?

—Sí. Ahora mismo voy a hablar con él.

—Está haciendo su rutina en los talleres.

La fiebre de Juan no cedió, por el contrario, a eso de las siete de la tarde, aumentó. Emanuela, que no quería que Malbalá lo tocase, se ocupaba de atenderlo personalmente.

—¿Por qué no quieres que le cambie yo la camisa empapada? Tú estás exhausta, Manú.

«Porque yo, como mujer blanca», le habría replicado, «tengo muchas más probabilidades de superar una viruela que tú, que eres india, querida sy, y yo haría cualquier cosa para preservarte de todo mal». Al menos, eso le había contado el padre Johann tiempo atrás, en oportunidad de leer una sección en su libro Tesoro de pobres que hablaba de la viruela.

—Porque yo soy la curusuya del pueblo, sy. A mí me corresponde cuidarlo. Además, prefiero que me ayudes preparando las tisanas y el caldo de gallina. Ponle un poco de carne también y rómpele dentro un huevo, para que sea más suculento.

El padre van Suerk volvió a lo de Ñeenguirú después de la misa de la tarde y lo encontró delirando a causa de la fiebre. Emanuela le había colocado paños embebidos en alcohol en las axilas y un emplasto de hojas de boj en las sienes. Van Suerk aprobó sus medidas y la instó a obligar al enfermo a beber caldo o tisana. Había que evitar la deshidratación.

* * *

Tres días más tarde, cerca del mediodía, Ursus rompió el lacre de la carta que acababa de llegar de la misión de Loreto con aire ausente. Pensaba en su familia, de luto por la muerte de Crista, y también en Juan Ñeenguirú, a quien habían trasladado al hospital; seguía afiebrado, adolorido y con vómitos y ocasionales pérdidas de sangre por la nariz. El padre van Suerk le había confesado sus recelos, de que los síntomas del joven músico correspondiesen a la viruela. Desde ese día, rezaban con pasión para que Dios los alejara de ese mal impiadoso. Hacía más de quince años que la peste no los azotaba, y muchos lo adjudicaban a la presencia de la niña santa en el pueblo.

A medida que avanzaba en la lectura de la carta, Ursus levantaba los párpados y entreabría la boca. El corazón se le desbocó en el pecho y le retumbó en la garganta. Su par en la misión de Loreto le informaba que tres indios de su doctrina habían contraído la viruela.

—Dios bendito, protégenos —susurró el jesuita, con los ojos cerrados y la carta aún entre las manos—. ¡Tarcisio!

—Manda, pa’i.

—Te me vas urgentemente al hospital y le dices al padre Johann que me urge verlo. Ahora.

Van Suerk se presentó solo unos minutos después. Sin pronunciar palabra, Ursus le pasó la carta. El holandés la leyó en silencio.

—Dios nos ampare —masculló.

—Amén.

—Venía para aquí. Tarcisio me encontró a mitad camino. No traigo buenas noticias: en la lengua de Juan aparecieron las típicas manchas rojas que preceden a la aparición de las úlceras. Si me quedaba alguna duda de que el joven Ñeenguirú padece de viruela, esta carta de Loreto me lo confirma.

—¿Qué haremos?

—Por lo pronto, desinfectaremos su casa con ácido carbólico y quemaremos su hamaca y su ropa. Improvisaré un hospital para los enfermos de viruela en alguna de las barracas y la dividiré en tres secciones: hombres, mujeres y niños.

—Mandaré que vacíen la que utilizamos para guardar trastos viejos.

—Muy bien. Solo Manú y yo tendremos acceso a ese lugar.

—¿Manú?

—Solo cuento con ella, Ursus. Es hábil, muy paciente con los enfermos, conoce de plantas más que yo y trabaja sin aliento. Además, es blanca, por lo que sus probabilidades para sobrevivir a la peste son mayores.

—Dios bendito, protege a mi niña —susurró—. ¿Qué haremos con la gente?

—Ursus, ¿recuerdas esa carta que te mostré tiempo atrás en la que un amigo mío, un médico inglés, me contaba acerca de ese proceso de inoculación contra la viruela que una aristócrata de su país, esposa del embajador en el Imperio Otomano, había conocido en ese país?

—Vagamente. Refréscame la memoria.

—Se trataba de inocular a las personas sanas o apenas expuestas a la enfermedad con una especie de viruela que ataca al ganado bovino. Eso, por alguna razón que no logro comprender, fortalece al cuerpo humano para enfrentar el morbo. Quisiera probarlo con los indios.

Ursus se rascó la barbilla, ademán en el que caía con frecuencia cuando meditaba sobre una cuestión que lo inquietaba.

—No sé, Johann. ¿Y si se tratase de prácticas salvajes que empeoran las cosas? Después de todo, es una medicina que proviene de tierra de herejes.

—Vamos, Ursus. Los seres humanos somos todos iguales en cuanto a nuestra constitución física se refiere. Si fue bueno para los turcos, lo será para nosotros. ¿Qué perdemos con intentarlo? Sabes bien que, una vez que la peste se desate (y se desatará, no tengas duda), nuestros indios morirán como moscas. ¿Cuántos se perdieron en el 33? —Johann hablaba de la última epidemia que los pueblos habían atravesado—. ¿Casi dos tercios de la población? —Ursus asintió con semblante grave—. Reflexiona: si no hacemos nada, morirán miles de indios. Si implementamos la inoculación turca y no da resultado, morirán igualmente. Al menos con esta última, tenemos una esperanza.

—¿Cómo se llevaría a cabo?

—Según lo que me refirió mi amigo en su carta, se realiza un pequeño corte en el brazo —se señaló la parte cercana al hombro— o en el muslo, en el cual se coloca el cultivo que se extrae de la ubre de la vaca infectada. Esa operación se repite tres veces, en tres días consecutivos. Pueden presentarse casos de fiebre y dolores musculares, pero él asegura que la reacción a la inoculación no va más allá de eso.

—Será un trabajo extenuante. Tenemos casi dos mil indios en San Ignacio.

—Manú, el hermano Pedro y yo tendremos que trabajar duro, entonces. Pediré a Ñezú que nos eche una mano. ¿Tengo tu aprobación?

—No podemos darnos el lujo de perder pobladores —expresó Ursus, y van Suerk se dio cuenta de que sometía el problema a reflexión en voz alta—. A duras penas hacemos frente a los trabajos del tupâmba’e y a las faenas de los avamba’e con la población que contamos. Sería una catástrofe volver a perder dos tercios de mis indios. Las cosechas se pudrirían en los campos y no tendríamos qué comer, ni con qué pagar el impuesto a la Corona.

—A eso nos enfrentamos —vaticinó el holandés.

—Está bien —resolvió, y la expresión le cambió, de dubitativa y angustiada, a una resuelta y decidida—, haremos tu dichosa inoculación. La organizaremos al mínimo detalle.

—En este momento parto para la estancia. Haré arrear las vacas que encuentre afectadas por la viruela bovina. Extraeré el fluido de las llagas de sus ubres y comenzaremos cuanto antes.

—¿Cuándo será eso?

—Mañana, al canto del gallo.

—Entonces, ahora mismo tocaré las campanas a rebato, los reuniré en la iglesia y les ordenaré que todos se presenten mañana en la plaza de armas. Los hombres formarán cada uno con su compañía, y las mujeres y los niños, por barrio. No les diré nada acerca de que Juan Ñeenguirú ha contraído la viruela. Si lo hago, cundirá el pánico y huirán a la selva. Los conozco.

—¿Qué les dirás?

—Que recibirán una bendición especial impartida por la niña santa.

Van Suerk alzó las cejas, asombrado.

* * *

Por primera vez en su vida, Aitor disfrutaba de la amistad de un coetáneo. Conan Marrak, poco mayor que él, formaba parte del grupo de expertos en minas de estaño que colaboraba con Edilson Barroso en la búsqueda de una mena. El padre de Conan, Melor, y su tío Ruan lo completaban. Desde edad muy temprana —apenas cumplidos los diez años—, los hermanos Marrak, originarios de la ciudad de Helston, Cornwall, al sur de Inglaterra, habían trabajado en las minas de estaño y de cobre que abundaban en la región. Conan, siguiendo los pasos de su padre y de su tío, que a su vez seguían los de sus antepasados, también había comenzado a los diez. Afirmaba que había pasado más tiempo bajo tierra que en la superficie, y que por esa razón era pálido y de aspecto enfermizo y ojeroso.

Cinco años atrás, cansados de las malas condiciones de trabajo y después de haber perdido a varios compañeros en un derrumbe, Melor y Ruan decidieron probar suerte en el Nuevo Mundo, el cual, les había asegurado un marinero portugués que habían conocido en un pub del puerto de Falmouth, era rico en minerales y piedras preciosas. Para ratificar su afirmación, el marinero les mostró una cajita de madera colmada de piedras y cristales adquiridos en un mercado de Río de Janeiro, que Melor, Ruan y Conan apreciaron y estudiaron con admiración.

Los dos eran viudos y solo tenían a Conan, por lo que vendieron sus escasas pertenencias, a excepción de las herramientas que custodiaban con sus vidas, y se conchabaron como grumetes en un navío inglés que zarpó desde Falmouth con destino a Río de Janeiro, la capital de la colonia a la cual Portugal llamaba Brasil.

A Aitor le resultaba increíble estar compartiendo tiempo y aventuras con personas que habían cruzado el mítico océano Atlántico, del cual el padre Ursus le había hablado con frecuencia en la niñez, suscitando imágenes fantasiosas en su mente. Aunque en un principio la comunicación había resultado dificultosa —los Marrak balbuceaban el portugués y el castellano, y desconocían el guaraní—, con los días y la ayuda de don Edilson, los diálogos mejoraron. Aitor aprovechó para mejorar su rudimentario castellano, el que Manú le había enseñado, y aprendió algunas expresiones y palabras en portugués, en tanto los Marrak le pedían que les indicase cómo se decía esto o aquello en guaraní. Se habían dado cuenta de que si querían medrar en la región, aprender la lengua de los nativos se imponía como una necesidad.

La amistad con los Marrak, pero en especial con Conan, había nacido casi desde el principio de la convivencia, y lo primero que apreció Aitor fue que le extendieran la mano para saludarlo con respeto y una sonrisa, y que ninguno de los tres se amilanase a causa de su aspecto poco común. Sin duda, para esos tres hombres blancos, de ojos celestes y cabellos de un castaño muy claro, él debía de parecerles una criatura salida de un cuento de fábulas, con su piel oscura, sus tatuajes en el rostro y en los brazos, el cabello renegrido por la cintura y la catadura de perdonavidas. No obstante, los Marrak, con varios años en esas tierras, habían perdido la capacidad de sorpresa. A Aitor lo respetaron desde el primer momento al constatar, en pocas horas de viaje, su dominio del terreno, su comunión con la naturaleza y su conocimiento de los peligros que los circundaban. Se sintieron seguros con él.

Por su parte, Edilson Barroso, que, cuando se trataba de negocios, Aitor notó que perdía toda la traza del hombre sonriente y simpático que había conocido en Orembae para adoptar un aire más severo y grave que su cuñado, estaba conforme con el grupo, tanto con el baquiano, como con los mineros, y hacía planes para que trabajasen juntos una vez que dieran con la mina de estaño. Aitor no aceptaba ni rechazaba el ofrecimiento, y prefería esperar para ver cómo se desarrollaban los hechos. Tal vez, la respuesta a sus problemas fuese don Edilson y su mina.

En el sexto día de marcha, mientras recorrían el arroyo Garupá, en un recodo donde mermaba la corriente y se formaba un remanso, dieron con la primera acumulación de casiterita. A lo largo del camino, habían encontrado y recogido pequeñas muestras de cristales, algunas más violetas, otras tan oscuras que parecían negras; incluso habían hallado porciones del mineral en el Pindapoy. Sin embargo, esa era la primera confirmación seria de que los mineros no se equivocaban: ese terreno era rico en estaño. Con todo, se requerirían análisis y estudios que demostrasen que una inversión de esa magnitud —instalar una mina y una fundición no costaba un maravedí— rendiría los frutos que la convertirían en rentable. Los Marrak poseían el conocimiento, en tanto que Edilson Barroso contaba con el dinero para darle buen uso. Juntos se volverían extremadamente ricos si daban con la dichosa mina.

En el regreso a Orembae —Barroso tenía que asistir a la boda de su sobrino—, mientras conducían la jangada por el río Paraná con las largas tacuaras, Conan le confió a Aitor una pena: había amado a una muchacha de su pueblo, Helston, y era lo único que extrañaba de su tierra. Lowenna se llamaba, y, de acuerdo con la descripción de Conan, era la más hermosa y virtuosa de las jóvenes, opinión con la que Aitor disentía en silencio porque nadie podía ser más bella ni maravillosa que su Jasy.

—Ya debe de haber desposado a otro —se lamentó Conan, y Aitor se dijo que a él, un pensamiento de esa índole, lo habría vuelto loco—. ¿Eres casado, Aitor?

—No.

—¿Tienes prometida?

Aitor lo miró de reojo y se debatió entre hablarle de Emanuela o guardar silencio. Que se estuviese planteando la posibilidad de contarle acerca de su amor era una situación nueva para él. Sin duda, Conan le inspiraba confianza. Su demora en contestar no pasó inadvertida para el joven cornuallés, que le sonrió al decirle:

—Discúlpame, no he querido ser imprudente al preguntarte.

—Yo soy muy celoso de lo mío —admitió Aitor, con acento más severo del que pretendía.

—Lo entiendo.

—Y muy desconfiado.

—Eres sabio, pues.

Siguieron empujando la balsa a fuerza de hundir las gruesas cañas en el lecho del río y cayeron en un cómodo mutismo durante un buen rato.

—Mi prometida se llama Emanuela —expresó Aitor al cabo, y le resultó adecuada esa palabra castellana, prometida, porque así había comenzado su amor de adultos en la torreta, con una promesa eterna sellada con un pacto de sangre.

—Emanuela —repitió Conan—. Es un hermoso nombre.

Aitor asintió y miró hacia otro lado, actitud que el minero interpretó rápidamente: el guaraní no seguiría hablando de su mujer.

—¿Te quedarás en Orembae para la boda? Don Edilson nos ha dicho que su cuñado carneará varias reses para que sus empleados e indios festejen las nupcias de su único hijo. Mi padre, mi tío y yo hemos sido invitados.

—No me quedaré.

—¿No? Es una lástima. No tengo amigos entre los peones de Orembae. ¿Dónde vives, Aitor?

—En un pueblo a dos leguas de la hacienda de don Vespaciano. Se llama San Ignacio Miní.

—Cuando pasen los festejos por la boda del hijo de don Vespaciano y reiniciemos la búsqueda, ¿serás otra vez nuestro baquiano?

—Sí. Don Edilson me lo ha pedido ayer y he aceptado.

—¡Bien! —se entusiasmó Conan—. No pasaremos hambre con un cazador de tu talla.

Aitor sonrió por primera vez en esos nueve días, una sonrisa amplia en la que desveló unos dientes increíblemente blancos y parejos. No obstante, al muchacho cornuallés lo impresionó lo acusado de los caninos, que, sumado a otros aspectos peculiares de las facciones de su amigo guaraní —los extraños ojos amarillos, las cejas triangulares, los tatuajes y la eterna expresión seria—, lo convertían en un hombre con el que debería haber guardado la distancia. Aitor, en cambio, le inspiraba confianza. Al final del viaje, cuando se dieron la mano en Orembae a modo de despedida, Conan se dio cuenta de que anhelaba ser su amigo.

—Nos vemos en unos días, Aitor.

—Nos vemos en unos días, Conan —repitió Aitor sílaba por sílaba porque no conocía otro modo de despedirse en portugués.

* * *

Emanuela no recordaba haber experimentado un cansancio tan profundo, que le alcanzaba los huesos y le hacía doler las articulaciones. Evitaba contemplarse en la superficie del agua de la palangana para no espantarse con su aspecto. Debía de haber perdido peso, pues el tipoy le bailaba sobre el cuerpo. Sus rizos, sin el lavado diario, estaban opacos y aplastados. A causa de las pocas horas de sueño, las ojeras se le habían remarcado y oscurecido. Más allá del agotamiento y de lo fea y sucia que se sentía, seguía trabajando con denuedo. Habían completado los tres días de inoculación, que se había demostrado una faena ardua, repetitiva y más bien complicada. El primer día, como los indios creyeron que se trataba de una bendición de la niña santa, al verlos a ella, al hermano Pedro, a Ñezú —el paje había aceptado gracias a los ruegos de Manú— y a van Suerk con lancetas en las manos, comenzaron a murmurar y a retirarse. El corregidor, Palmiro Arapizandú, tomó la palabra y expuso su sorpresa.

—¿De qué se trata esto, pa’i Ursus? Nos convocaron hoy día para recibir una bendición de la niña santa. ¿Por qué quieren cortarnos la carne?

—Es apenas un corte superficial, Palmiro, para colocar en sus cuerpos una medicina que los salvará de la viruela. —Ursus dudaba de que el extraño procedimiento de su compañero holandés surtiese efecto; no obstante, exponerle sus suspicacias a casi dos mil indios asustados no se habría reputado de sensato.

—¿Viruela? —La palabra emergió con miedo de la voz del corregidor, y se repitió entre la multitud.

—¡Silencio! ¡Silencio! —exigió Ursus, mientras agitaba las manos—. En el pueblo de Loreto han aparecido varios casos. Juan Ñeenguirú, que pasó unos días entre ellos, llegó enfermo.

—¿Dónde está Juan? —exigió saber Arapizandú.

—Aislado para que no contagie a nadie. ¡Quiero que conserven la calma! —pidió, al percibir el descontento que empezaba a correr entre la gente—. Si nos permiten aplicarles esta medicina, nada malo les ocurrirá. Tal vez tengan un poco de fiebre y malestar, pero no pasará de eso. ¡Quiero que confíen en mí! —exigió, y sus palabras parecieron repetirse en el mutismo que cayó sobre la multitud.

—¡Queremos la bendición de la niña santa! —exigió uno de los caciques, el jefe del barrio donde vivía Emanuela.

—¡Y la tendrán! Pero primero, la medicina.

Que el pa’i Ursus no se opusiese a que la niña santa los bendijese y tocase con sus manos milagrosas los dejó mudos. Les importaba bien poco la medicina, en la que no creían. Solo la intervención de Emanuela los salvaría de la peste, a la que muchos recordaban con horror, cuando los había diezmado en el año 33.

Palmiro cruzó una mirada con Ursus y asintió. Se volvió hacia la multitud y ordenó:

—¡Los hombres se formarán en sus compañías! ¡Las mujeres y los niños se alinearán en cinco filas a partir del rollo, una por cada barrio!

Van Suerk, el hermano Pedro, Ñezú y Emanuela se habían pasado la noche extrayendo el pus de las ubres de las vacas con viruela bovina y colocándolo en pequeñas calabazas en las que luego vertieron un líquido transparente y áspero al tacto que obtenían de la maceración de la caña de azúcar, uno de los productos de la misión. Por último, casi al amanecer, prepararon los instrumentos para proceder al corte e inoculación.

Al final, Emanuela no participó de la intervención, sino que se dedicó a tocar la cabeza de los indios una vez inoculados para cumplir con la promesa de Ursus. Así procedieron durante la mañana de tres días consecutivos. El segundo y el tercer día, las campanas sonaron antes del canto del gallo, cuando todavía no clareaba. Los grupos avanzaron con antorchas de resina y se acomodaron, envueltos en un murmullo, del mismo modo en que lo habían hecho el día anterior. La intervención consistía en un corte poco profundo en el brazo, la aplicación del pus disuelto en el resultado de la maceración de la caña, al que el padre van Suerk llamaba alcohol y que les provocaba un fuerte ardor, y la envoltura del corte, a cargo de Vaimaca, Malbalá y Jesuila, la esposa de Bartolomé Ñeenguirú, a la que realizaban con jirones de algodón limpio. A insistencia de Ñezú, que sostenía que mezclar los humores de una persona con los de otra no era bueno, antes de proceder al siguiente corte, sumergían la lanceta en una calabaza con alcohol para lavarla. Van Suerk, que no veía qué mal acarrearía cortar a varias personas con la misma lanceta, aceptó la sugerencia; con los años había aprendido que el paje guaraní poseía una percepción del cuerpo humano y de sus misterios que iba más allá de la que él había aprendido en Padua y Montpellier.

Como precaución, Ursus disminuyó las actividades en el tupâmba’e y en los talleres, y les sugirió hacer lo mismo en el avamba’e. Al jesuita lo afectaba ver la rutina del pueblo, que funcionaba como un mecanismo perfecto, tan alterada, e intentaba no preguntarse si ese asunto de la inoculación con pus de la ubre de una vaca no era una locura de herejes turcos que terminaría por causarle graves problemas con el provincial y con la Inquisición. Cuando las dudas y recelos se hacían insoportables, apelaba al práctico razonamiento de van Suerk: la viruela los habría exterminado. ¿Por qué no echar mano de una esperanza?

En el cuarto día, se presentaron en el hospital los primeros casos de indios con fiebres y malestares en la nuca y en la espalda, treinta y tres en total, que el padre van Suerk adjudicó a una reacción a la inoculación. Se los condujo a la barraca donde Juan experimentaba el momento más crítico de la enfermedad, cuando las pústulas se expanden por los brazos y las piernas.

A pesar del cansancio, Emanuela tomaba nota en su cartapacio de todo cuanto había acontecido desde el primer día de inoculación. De manera minuciosa y detallada, describía el progreso de cada caso. Temía por la vida de su hermano Juan, a quien la enfermedad lo había atacado con la ferocidad que parecía reservar a los naturales de estas tierras.

—No hay mucho por hacer, hija —le confesó el padre van Suerk en una ocasión en que ella, desesperada por calmar el padecimiento de su hermano, le preguntó cómo podía ayudarlo—. Lo que le damos y hacemos son paliativos, nada más. Es su cuerpo contra la enfermedad, y esta batalla tiene que seguir su curso. Roguemos para que Juan venza.

Aunque se tratase de paliativos, ella se esmeraba en proporcionárselos. Preparaba un complicado cocimiento de raíz de taropé, al que agregaba otro de borraja, un poco de miel y media dracma de piedra bezoar. Lo obligaba a beberlo muy caliente y lo envolvía con varias mantas para que sudase y sacase fuera la ponzoña de las pústulas. Luego lo secaba con delicadeza, apenas rozándolo con paños de algodón, y le cambiaba las mantas húmedas por unas secas. Enseguida, para evitar que se deshidratase, lo obligaba a beber jugos de frutas, que lo refrescaban y le devolvían el ánimo. Con las semillas del urucú, las que empleaban para mantener a raya a los mosquitos y a la mosca ura, Emanuela preparaba un ungüento siguiendo una receta de Ñezú y, con paciencia infinita, le untaba las miles de pústulas que lo cubrían para evitar que se infectasen. También le colocaba azúcar en aquellas que se le ulceraban en los ojos. La conjuntivitis era una de las complicaciones de la viruela.

Cuando no se dedicaba a cuidar a su hermano Juan, Emanuela se repartía entre los demás enfermos, colocando compresas, dando de beber infusiones, llevando y trayendo orinales, cambiando prendas sucias y sudadas, preparando los alimentos, manteniendo limpia la barraca. Dormía poco, siempre atenta a los enfermos, que, de noche, solían levantar temperatura. Y era de madrugada cuando los tocaba sin que lo advirtiesen. Su don sanador había regresado; el familiar calor que le había entibiado las palmas de las manos en el pasado la había sorprendido el día en que su pa’i Ursus recibió la noticia de la muerte de Crista. Al abrazarlo, conmovida por la pena y el cariño, percibió el escozor que precedía al calor. Pensó que lo imaginaba y no le prestó atención, demasiado triste y concentrada en la pena de su pa’i. Sin embargo, cuando le tocó bendecir las cabezas de los casi dos mil pueblerinos, con muchos de ellos tuvo la certeza de que el calor volvía a asistirla. No se puso contenta, ni triste; lo aceptó con el mismo sentido de la fatalidad con que había aceptado su desaparición.

A pesar de las preocupaciones y del trabajo extenuante, Emanuela siempre pensaba en Aitor. Su imagen la acompañaba a todas partes. Ansiaba oír el sonido de su voz, sentir sus caricias en el cuerpo, experimentar el placer que la magia de sus manos le arrancaba de entre las piernas, añoraba su sonrisa y sus palabras de amor. También la asaltaban las dudas y los temores. ¿Cuál sería el trabajo que le redituaría tanto dinero? ¿Sería peligroso? ¿Vería a Ginebra todos los días? ¿Se habría peleado con Lope?

A veces, cuando se permitía un momento para descansar y comer algo, sacaba la carta que guardaba extendida dentro de su cartapacio y la observaba, la besaba, la olía, se la pasaba por la mejilla. Estudiaba el sello de lacre e intentaba discernir qué había estampado en él. Se la sabía de memoria, y no importaba cuántas veces la releyese, siempre terminaba riendo entre lágrimas. Lo único bueno de que Aitor estuviese lejos de la misión era que se preservaba de la peste. Cuando intentase regresar, no se lo permitirían y lo mandarían de regreso a Orembae. Emanuela le temía a su reacción. El padre Ursus había formado tres grupos de guardia que se turnaban, apostados en el ingreso al pueblo, para evitar la entrada o la salida de personas que no contasen con la expresa autorización del capellán. Las medidas se habían endurecido después de que Damián regresó un día de Loreto con la noticia de que la viruela azotaba a los pobladores con crueldad inusitada y de que ya se contaban varios casos en los pueblos de Santa Ana, Corpus Christi y la Candelaria.

* * *

«Las noticias malas llegan todas juntas», caviló Ursus. «Primero, lo de la muerte de Crista, después lo de la epidemia de viruela y ahora esto», pensó, mientras aplastaba en su puño la carta que contenía el mandato que jamás habría querido recibir: Emanuela debía abandonar la misión. Durante más de catorce años le había temido a ese momento, el de apartarla de él y de la familia que la había criado. El momento había llegado, y no le causaba temor, sino pánico. Las pulsaciones se le habían disparado y una pesadez en el estómago le provocó náuseas. Desde hacía años estaba a cargo de un pueblo, con cientos de familias que acudían a él todos los días con problemas de diversa índole; nada lo amilanaba, ante nada se arredraba, y siempre hallaba la solución. Frente al ultimátum del padre Manuel Querini, que por el tono de la misiva no admitiría discusiones, excusas, ni negociaciones, se sentía vulnerable como un niño que ha perdido a los padres. ¿Cómo se lo diría a Malbalá? ¿Y a Emanuela? A quien más le temía era a Aitor.

—¿Qué te sucede, Ursus? —se preocupó Santiago de Hinojosa—. Estás blanco como esa pared.

—Carta del provincial —dijo, y se la mostró.

—¿Por qué has hecho un bollo con ella?

—Sí… No sé… Lo siento —se disculpó, y comenzó a estirarla.

—¿Qué te sucede? No me tengas en ascuas. ¿Es algo relacionado con la epidemia de viruela?

—No, no. De hecho, el padre Manuel ni siquiera la menciona.

—¿Qué dice, pues?

—Que es perentorio que Manú abandone la misión.

—¡Qué! —Hinojosa ocupó la silla junto a la de su amigo—. ¿Por qué? ¿Qué razón esgrime?

—No entendí bien, a decir verdad. La he leído tan deprisa, tan aturdido y confuso… No lo sé. Léela tú, amigo mío. Echa un poco de luz sobre este aciago asunto.

Hinojosa leyó la carta con mirada severa y el entrecejo muy pronunciado.

—Dios nos ampare.

—Sí, Dios nos ampare, amigo mío.

—No me refiero a lo de Manú, Ursus, que es muy triste, sino a lo que motiva su extrañamiento.

—Habla.

—El provincial te informa que, en enero de este año, se firmó un acuerdo entre el rey Fernando VI —hablaba del soberano español— y Juan de Portugal en el que se establece que la línea de Tordesillas se correrá hacia el oeste una cierta cantidad de grados, los mismos que una imaginaria en el Asia. Estas nuevas líneas definirán los límites en las Indias Occidentales y en las colonias asiáticas para ambos reinos.

—No entiendo qué tiene que ver ese acuerdo con mi Manú.

—La España le concede al Portugal los terrenos al este de la nueva línea de Tordesillas, que de hecho ya los posee, y el Portugal devuelve a la España la Colonia del Sacramento.

—Sigo sin entender.

—Ursus, con estos nuevos límites, siete de nuestros pueblos, los que están del otro lado del río Uruguay, pasarán a pertenecer al Brasil.

—¿Cómo? —Ursus abandonó la actitud vencida y se incorporó—. ¿Esos siete pueblos quedarán bajo el dominio de las autoridades portuguesas del Brasil?

—Según lo que explica aquí Querini, sí.

—¡Oh, no! ¿Acaso no conocen la historia esos estólidos de Madrid? ¿Acaso no saben acerca del odio que los guaraníes les guardan a los portugueses, y con toda razón? Jamás aceptarán quedar bajo su dominio.

—Tendrán que aceptarlo o abandonar sus pueblos —sentenció Hinojosa con acento vencido.

—¡Ja! ¡Qué poco los conoces, Santiago! Jamás, óyeme bien, jamás abandonarán su tierra, el sitio donde tienen enterrados a sus ancestros y donde han trabajado incansablemente, sin presentar pelea. ¡Qué desatino! ¿En qué pensaba el rey Fernando cuando se avino a firmar esa estupidez? ¿Acaso no leyó la Cédula Grande que firmó su padre antes de morir, en la que llamaba a sus indios guaraníes las joyas del reino?

—¿Qué saben los copetudos de Madrid de las cuestiones americanas, Ursus? Ellos viven su realidad, sin pensar en nuestros destinos. Para lo único que les sirven estas tierras y sus pobladores es para llenar las arcas que vacían en guerras estúpidas e intrigas. No le pidas peras al olmo, amigo mío.

—¿Es a causa de este absurdo acuerdo que debo separarme de mi pequeña Manú? No comprendo.

—Veo que, en verdad, detuviste la lectura de la carta después de la línea en la que el padre Manuel te exigía sacar a Manú de San Ignacio.

—Sí —admitió Ursus—. Todo lo que siguió se me tornó borroso y no comprendí nada en absoluto.

—Pues el provincial prevé que la situación será muy compleja y difícil, que llegarán plenipotenciarios de ambos países para controlar que el acuerdo se cumpla. También asegura que el general de la Compañía de Jesús enviará desde Roma a un representante suyo para que supervise el traspaso de los pueblos a la jurisdicción portuguesa o la evacuación en caso de que los guaraníes no acepten quedar bajo dicha soberanía. En un marco de tanta tensión, el padre Manuel no quiere, y cito el original: bajo ningún punto de vista, que los enemigos de nuestra orden tengan excusas para golpearnos. Sabes bien que una muchacha blanca viviendo en una doctrina es una flagrante contravención a las ordenanzas de Alfaro, sin mencionar la fama de santona y milagrera que posee nuestra querida Manú, de la cual nuestros enemigos sabrán sacar provecho.

—¡Malditos masones! —Ursus descargó el puño sobre la mesa.

—No maldigas, Ursus, por favor.

—¡Masones del demonio! —continuó, sin prestar atención a Hinojosa—. Este acuerdo, sin pies ni cabeza, es obra de ellos, que desde hace años intrigan en contra de nuestra orden.

—Son luchas de poder, amigo mío, como las que el mundo ha presenciado desde que el hombre es hombre. No nos llevará a nada rasgarnos las vestiduras ahora. Como sea —prosiguió con un aire y un acento prácticos—, tenemos que solucionar la cuestión de Manú.

—Santiago —expresó Ursus, de pronto acobardado—, no puedo separarme de ella. Es como una hija para mí.

—Lo sé, amigo mío, pero ¿recuerdas el postulado al que nos comprometimos cuando tomamos los votos, perinde ac cadaver?

—Sí —suspiró Ursus—, de la misma manera que un cadáver. Lo sé, Santiago, lo sé. Más tarde me reconciliaré con la Compañía de Jesús y su voto de obediencia. Ahora permíteme desfogar mi temperamento vasco.

—No tenemos mucho tiempo. El padre Manuel quiere que Emanuela deje la misión antes de que transcurra un mes.

—No puedo separarme de ella —repitió Ursus.

Santiago de Hinojosa volvió los ojos a la carta arrugada y la releyó una segunda vez. No quería avivar la ira de su amigo y preguntar en voz alta lo que estaba pensando: ¿qué diantres tenían en la cabeza el rey y sus ministros cuando aceptaron un acuerdo a las claras tan poco ventajoso? ¿La esposa de Fernando VI, Bárbara de Braganza, hija del rey portugués, habría conspirado para hacer firmar el tratado a su esposo? El padre Manuel no aclaraba los detalles del acuerdo, pero, a primera vista, se podía afirmar que era injusto y que perjudicaba abiertamente a la España. Ansiaba hacerse con una copia del documento.

—Ursus, acabo de repasar las líneas del padre Manuel y estoy en posición de afirmar que, en ningún momento, te ordena qué hacer con Manú. Solo indica que la joven abandone la misión. ¿Y si la enviases a Buenos Aires, bajo la tutela y el cuidado de tus padres? Para Ederra y Alonso, la presencia de la muchacha significaría una alegría después de la muerte de la pequeña Crista. ¿Qué opinas, amigo mío?

Ursus apartó la mano con la que se sostenía el rostro y fijó la mirada en Hinojosa.

—Tú en verdad piensas que será fácil sacarla de aquí, ¿verdad?

—Bueno…

—Yo no me atrevo siquiera a pensar en la reacción de Aitor. ¡Ni en la del pueblo mismo! Si no tenemos una rebelión a causa del acuerdo, la tendremos por intentar apartar a Manú de San Ignacio.

La seguridad se esfumó de la expresión de Hinojosa, que pareció desinflarse al dejar caer los hombros.

—Pues, sí, tienes razón. No estoy considerando la reacción de Aitor, ni la del pueblo.

—Te confieso, amigo mío, que, por primera vez en muchos años, no sé cómo enfrentar este problema, no sé por dónde empezar, con quién hablar.

—Por lo pronto, creo que deberías contárselo a Manú. Ella tiene derecho a saber.

—Pobre niña mía, que se ha deslomado para atender a los enfermos. Mirá cómo le pagaremos, con qué moneda más amarga.

* * *

Aunque desesperado por regresar a San Ignacio, Aitor hizo un alto a la orilla del Yabebirí para lavarse y adecentarse antes de abrazar y besar a su Jasy. Tentado de utilizar el jabón que doña Florbela le había regalado, lo dejó dentro de la canasta en la que se lo había entregado, junto con los otros efectos de mujer. Se los daría a Emanuela y no perdería uno de sus gestos ante la sorpresa que le causarían esos objetos tan finos. Algún día, se prometió, la rodearía de lujos y cosas hermosas, como los que abundaban en lo de Amaral y Medeiros.

Pese a la presencia de huéspedes por la boda de su hijo y desbordada de ocupaciones, doña Florbela lo había dejado boquiabierto al entrar en el despacho de su esposo cargando una pequeña canasta con obsequios que, le aclaró, eran para su madre.

—La mujer que ha dado a luz a un muchacho tan noble como tú, Aitor, que salvó la vida de mi único hijo y mi honor, merece un reconocimiento. Esto es muy poco, pero se lo envío con todo mi cariño. ¿Cómo se llama tu madre?

—Malbalá.

—Qué bello nombre. Malbalá. Debe de ser una mujer extraordinaria.

—Lo es —afirmó Aitor, y miró de soslayo a don Vespaciano, que se había puesto de pie y contemplaba la escena con ojos movedizos, mientras tamborileaba los dedos sobre el escritorio.

Doña Florbela, al ver que Aitor hurgaba entre los obsequios, le explicó:

—Son objetos de tocador que toda mujer sabe apreciar. He puesto jabones muy finos de la Francia, uno de vetiver y el otro de nerolí, un pote con loción de rosas para la suavidad de la piel, un juego de peine, cepillo y espejo de madreperla y una pieza de género de holanda. ¿Sabe coser tu madre?

—Sí, señora. Y es una gran tejedora. Sus reposteros y alfombras son muy codiciados en los mercados de Asunción y de Buenos Aires.

—Oh, qué mujer talentosa. Me gustaría comprarle algunos.

—Ya está bueno, Florbela. Te suplico que me permitas terminar la conversación con Aitor. El muchacho lleva prisa, y estoy seguro de que tus invitados están esperándote.

—Sí, señor.

Florbela se acercó con las manos extendidas y una sonrisa, y Aitor se apresuró a apoyar la canasta sobre el escritorio para tomárselas. La situación lo incomodaba al punto de hacerlo ruborizar; incluso percibió que los pabellones de sus conspicuas orejas se calentaban. No estaba habituado al contacto con la gente y, en cierta forma, le repugnaba; sin embargo, no reunió el coraje para rechazar la calidez de la dueña de casa.

—Dios te bendiga, Aitor.

Se limitó a inclinar la cabeza. Doña Florbela aplicó un poco de presión a sus manos antes de soltarlas. Aitor giró la cabeza y miró a don Vespaciano, quien le destinó una sonrisa avergonzada, casi infantil, y sacudió los hombros. Oprimió los labios para atajar la carcajada que le provocó el comportamiento del recio hacendado.

—Sería muy interesante ver a mi madre y a su mujer juntas, don Vespaciano. Sería divertido verlas forjar una amistad.

—Ahora te burlas de tu padre y de sus deslices y debilidades.

—No me burlo.

—Me los echas en cara, entonces.

—Tampoco.

—Bien, bien —masculló el hombre como solía hacer para poner fin a un argumento o discusión—. Dime, hijo, ¿te ha pagado mi cuñado lo que te prometió, los veinte pesos?

—Sí, lo ha hecho. Y en siete días, regresaré para emprender otro viaje con don Edilson y su grupo de mineros.

—¿Por qué aceptas trabajar para él y no para mí?

—Porque lo de don Edilson es temporal. Lo de vuesa merced es para siempre.

Aitor observó el reflejo de su imagen en la superficie del Yabebirí y rememoró la de Amaral y Medeiros luego de recibir su respuesta. Al primer indicio de pena y compasión, le siguió uno de endurecimiento; no le gustaban los sentimientos que don Vespaciano estaba provocándole. No cedería. Orembae, con Lope en ella, estaba prohibida para él y Emanuela.

Terminó de lavarse, se puso una de las camisas que le había regalado su padre y se desató el cabello; a Emanuela le gustaba que lo llevase suelto. Montó de un salto y soliviantó la montura para que cubriese en poco tiempo la distancia que lo separaba de su mujer. Eran las primeras horas de la tarde; la encontraría tomando su clase de griego o en el hospital. Se las ingeniaría para convencerla de que se escabulleran a su sitio secreto en el arroyo. Las ansias por tocarla y arrancarle gemidos eran tan poderosas como las de ser tocado por ella y gozar de su inocente pasión. Le permitiría aferrarle el pene. Emanuela se lo había pedido con insistencia, y él se había negado en la seguridad de que sus manos en torno a él lo privarían del sentido común. Se movió sobre la montura cuando sus genitales lo incomodaron al volverse duros y pesados, mientras se imaginaba los labios de Emanuela deslizarse por la longitud de su erección. No tenía duda de que ella lo haría si él se lo pedía, tomarlo en su boca. La amaba por mostrarse dispuesta a complacerlo de cualquier modo. La amaba por su entrega sin límites y de una confianza que lo abrumaba. La amaba por permitirle gozar de su cuerpo virgen. La amaba por ser lo primero y lo último para ella, la prioridad en su vida, el centro de su existencia, lo más importante. La respiración se le aceleró, y el caballo, que percibía la inquietud de su amo, galopó con más brío.

—¡Alto!

La exclamación lo arrancó de sus pensamientos y fantasías con la violencia de un estacazo. El semental relinchó y se paró en sus cuartos traseros. Aitor se mantuvo sobre la montura y consiguió calmarlo.

—¡Aitor!

—¡Tío Palmiro! ¿Qué sucede? —dijo, mientras observaba a varios hombres apostados en el ingreso del pueblo con caras poco amigables.

Palmiro caminó hacia él, aunque se detuvo a cierta distancia.

—No puedes entrar, hijo. Está prohibido.

—¿No puedo entrar? —se desconcertó.

Nadie puede entrar, Aitor. Ni salir.

—¿Por qué?

—Hay una epidemia de viruela…

Arapizandú no consiguió terminar la frase. Aitor acicateó al caballo, que, de por sí nervioso, salió al galope. Los hombres en el ingreso se apartaron para evitar ser atropellados. No tenían duda de que el luisón les pasaría por encima.

—¡Aitor, regresa aquí! —lo conminó su tío Palmiro—. ¡Aitor! ¡Muchacho del demonio! —masculló, y salió corriendo detrás de él.

Saltó de la montura antes de que el caballo frenase por completo delante de la enramada de su casa.

—¡Sy! ¿Dónde está Emanuela?

—¡Hijo! —Malbalá abandonó su sitio frente al telar y corrió hacia él—. ¿Por qué has entrado, hijo? ¿Por qué? ¿Acaso no te dijeron los de la guardia que está prohibido?

—¡Nadie iba a prohibirme entrar en San Ignacio por mi mujer, sy! ¿Acaso no lo sabías? ¿Dónde está ella? —se impacientó.

—Cuidando de tu hermano Juan en una de las barracas, del grupo que está más próximo al cementerio. —Malbalá comenzó a lloriquear—. Juan ha contraído la viruela, Aitor. Tu hermano está muy grave.

—¿Y Emanuela está cuidándolo? ¿No es que la viruela es contagiosa?

—Sí, lo es.

—¡Por qué mierda permitiste que fuese ella la que lo cuidase! ¡Por amor de Dios, sy! ¡En qué mierda estabas pensando!

—¡Aitor, hijo! Las cosas se dieron así. Ella es la curusuya del hospital y la mano derecha de mi pa’i Bansué.

—¡Aitor! —Palmiro y otro de los hombres de la guardia llegaron a lo de Ñeenguirú.

—¡No me molestes ahora, tío Palmiro! ¡Estoy con ganas de morder a alguien! ¿Por qué carajo Emanuela está a cargo de mi hermano Juan?

—Cálmate, Aitor. Manú no solo está a cargo de Juan, sino de todos los enfermos de viruela.

Aitor percibió que un sudor frío le brotaba en el bigote y, poco a poco, le cubría el rostro. La cara de su tío se le tornó borrosa. Pestañeó varias veces para enfocarlo de nuevo.

—¿Qué dices?

—Hijo, cálmate y escucha.

—¡No! ¡No pienso escuchar las necedades que me dirás! ¡Están usando a mi mujer, exponiéndola a una enfermedad que podría matarla…!

—¡Manú no ha contraído la viruela, Aitor!

—¡Pero la contraerá si sigue tocando y asistiendo a los enfermos!

—Hasta el momento…

Aitor no se detuvo a oír la explicación del corregidor. Montó con un solo y ágil movimiento y espoleó el caballo con crueldad. ¿Adónde le había dicho su madre que habían aislado a Juan? ¿En la barraca cerca del cementerio? La conocía bien; se erigía junto a la que solía usar en sus encuentros con Olivia.

* * *

Emanuela clavaba la vista en un punto indefinido, mientras Ursus, sentado frente a ella, se estrujaba las manos, nervioso, y la contemplaba.

—No puedo abandonar la doctrina, pa’i —susurró la muchacha después de un prolongado silencio—. Aquí está mi familia, este es mi pueblo. Es la única vida que conozco.

El jesuita le tomó la mano y se la besó.

—Lo sé, mi niña, lo sé.

—Además, hago falta aquí. Soy la curusuya del hospital. El padre van Suerk me necesita, sobre todo ahora que una epidemia de viruela nos acecha.

—Han pasado varios días desde la inoculación y, salvo Juan que contrajo la enfermedad en Loreto, los casos que han aparecido son como consecuencia de una reacción a ese extraño procedimiento. Rezo todos los días para que la viruela no invada mi doctrina.

—Pero el padre van Suerk dice que el período de incubación de la viruela es de quince días, y aún no han pasado quince días desde que Juan regresó de Loreto, pa’i. Aún no sabemos si alguno de San Ignacio caerá enfermo. Y si así ocurre, Dios no lo permita, me necesitarán.

—Manú, hija mía, te necesitaríamos aun sin la epidemia de viruela. Te necesitamos porque te amamos. Sufro de solo pensar en que no volveré a verte todos los días…

El sacerdote se interrumpió cuando Emanuela ahogó un sollozo y se cubrió la boca. Sus ojos fueron un reflejo de los de ella, que se colmaron de lágrimas.

—Tranquila, Manú —le pidió Ursus con voz afectada—. Hallaremos una solución, como siempre lo hemos hecho.

—Todavía no le digas nada a mi sy, pa’i. Con lo de Juan, tiene suficiente. De todos modos, cuento con unas semanas para dejar el pueblo, ¿verdad?

—Sí, hija —suspiró el jesuita.

—No podría irme ahora sin saber si he contraído o no la enfermedad.

—Claro, esperaremos unos días.

Ursus y Emanuela volvieron las cabezas hacia la puerta de la barraca al escuchar los cascos de un caballo que se acercaba al galope. Se pusieron de pie de manera súbita al escuchar gritos e insultos.

—¡Emanuelaaaa! ¡Emanuelaaaa!

—¡Es Aitor! —alcanzó a pronunciar la muchacha antes de que la puerta se abriese violentamente y rebotase contra la pared.

Emanuela pronunció un alarido y permaneció junto a la silla. Ursus caminó a grandes zancadas hacia él, pero se frenó a unos palmos.

—¡No entres, Aitor! —le suplicó la muchacha—. ¡Por amor de Dios, no entres! ¡Vete, vete! ¡Te contagiarás!

—¿Qué haces aquí, muchacho? ¿Por qué entraste en el pueblo?

Palmiro Arapizandú y sus ayudantes llegaron en ese momento, agitados y sudados porque habían corrido, y se detuvieron a una considerable distancia, conscientes de la prohibición de acercarse a la barraca.

—¡No pudimos detenerlo, pa’i! —informó el corregidor ahuecando las manos en torno a la boca para hacerse oír mejor—. No hubo modo de disuadirlo.

Aitor no se movía, ni siquiera pestañeaba. Clavaba la vista en la figura pálida, delgada y ajada en la que se había convertido su Jasy. Se dio cuenta de que había estado llorando. ¿Por qué?

—¿Has contraído la viruela? —La voz de Aitor brotó como un jadeo doloroso.

—No. Estoy bien, no te preocupes. ¡No te me acerques! —se alteró Emanuela al descubrirle la intención de avanzar hacia ella—. Debes irte de aquí. Ahora.

—¿Por qué estás llorando? —quiso saber él, haciendo caso omiso de las órdenes de ella.

—Por Juan —mintió.

—Aitor, hijo…

—¡No hablaré contigo, pa’i! —reaccionó el muchacho, y elevó el índice en dirección al jesuita—. ¡Nunca te perdonaré que estés usando a mi mujer para cuidar a los enfermos de viruela! ¡Nunca! ¿Entiendes?

—Aitor. —El padre van Suerk lo sorprendió por la espalda—. Manú, al igual que tu madre y todos los que estuvieron con Juan durante su período de incubación, ya han sido expuestos a la enfermedad. Si Manú, tu madre o Bruno la han contraído, enfermarán igualmente. En unos días lo sabremos. Es la voluntad de Tupá.

—¡Bah, la voluntad de Tupá!

Intentó avanzar hacia Emanuela, pero Ursus se interpuso.

—Sal de la barraca, Aitor. —El tono y el semblante del sacerdote no admitían rebeldías. Su corpacho se erigía como una barrera que a Aitor no le resultaría fácil sortear.

—¡Es por tu bien! —sollozó Emanuela.

—Ven aquí, Emanuela —ordenó Aitor, sin apartar la vista de la del jesuita—. Ahora.

—No, Aitor —sollozó la muchacha—. ¡Vete! ¿No te das cuenta de que estás exponiéndote a la enfermedad?

—¿Crees que me iré sin ti? ¿Crees que te dejaré aquí para morir?

—Es por tu bien —insistió en un hilo de voz, y se cubrió el rostro para ocultar el llanto.

—Ahora no irás a ninguna parte, Aitor —sentenció Ursus—. Entraste en el pueblo cuando tu tío Palmiro te pidió que no lo hicieras. Ya te expusiste al contagio. Ahora deberás permanecer en San Ignacio y afrontar las consecuencias. Dejarte ir sería una irresponsabilidad. Acarrearías la enfermedad contigo, adonde sea que fueses. De igual modo, permanecerás lejos de este sitio. Aquí solo podemos entrar el padre Johann, Emanuela, Ñezú y yo.

—Y tendremos que inocularlo —intervino van Suerk.

—¿Qué es eso? —preguntó Aitor, con desconfianza.

—Un procedimiento que tal vez te salve de enfermar. Todo el pueblo se ha sometido a él.

—Yo no me someteré a nada.

—Sí, lo harás —dijo Emanuela, que se secaba los ojos con pasadas de mano—. Todos hemos sido inoculados. Como te dijo mi pa’i van Suerk, tal vez eso nos salve de enfermar.

—¿Por qué Juan enfermó, entonces? —preguntó con acento impertinente.

—Juan no fue inoculado, Aitor. No hubo tiempo —explicó Ursus—. Tu hermano llegó enfermo de Loreto. Hasta ahora es el único caso.

—¿Y todos esos? —Señaló las treinta y tres hamacas que ocupaban el amplio espacio de la barraca.

—Están un poco afiebrados y doloridos como reacción a la inoculación, pero nada más.

—¡Entonces, esa… inculación no debe de ser muy buena!

—¡No seas necio, Aitor! —se enfadó Emanuela—. ¿Prefieres la viruela a unos días con un poco de fiebre y dolor de espalda?

No recordaba a su Jasy hablándole de ese modo. En los más de catorce años que la conocía, ella jamás se había expresado con palabras hirientes, ni maneras agresivas. La desconocía. Se la quedó mirando fijamente, y, por alguna razón que no alcanzó a comprender, lo irritó que ella no se la sostuviese, que le escondiese los ojos como si intentase ocultarle algo.

—No volveré a repetirlo. Emanuela, ven aquí.

—¡No!

—¡Nunca te perdonaré por esto, Emanuela! ¡Nunca me olvidaré de que elegiste a un grupo de apestosos y no a mí!

Dio media vuelta y abandonó la barraca.

* * *

—¿Cómo está Aitor, taitaru? —quiso saber Emanuela al día siguiente, cerca del mediodía. Estaba volviéndose loca en ese sitio, aislada, sin saber nada de él. No quería repasar las instancias del encuentro del día anterior pues la embargaba una angustia tan profunda que le quitaba la poca fuerza que la sostenía y le provocaba ganas de llorar.

—Enojado. Pero se dejó inocular, ayer y hoy. Mañana le haremos el último corte.

—¿Se ha sentido bien? ¿Ha levantado temperatura?

—Yo lo veo bien, y él no se ha quejado de nada.

—¿Te habló de mí?

—Solo cuando Vaimaca sacó el tema para defenderte.

—¿Qué dijo?

—No importa, Manú. Ya se le pasará.

—No, taitaru, dímelo. Quiero saber.

El anciano suspiró antes de manifestar:

—Que no lo amas lo suficiente.

—¡Oh, no! —La mirada de Emanuela se enturbió—. ¿Cómo pudo afirmar algo así?

—Dice que pusiste a los demás antes que a él, que no pensaste en él cuando te expusiste a la viruela. Dice que él no está primero en tu vida.

—¡Oh, taitaru! ¡Qué injusto ha sido al pronunciar esas palabras! Él es lo que más amo en esta vida, lo primero, lo más importante. ¡Díselo, taitaru! Dile que lo amo.

—Él lo sabe, pero está muy enojado, mi niña. Lo conoces. Sabes cómo es de orgulloso. Se ofende fácilmente. Y es muy posesivo contigo, lo ha sido desde que eras una recién nacida y él ni siquiera tenía cinco años. No le gustaba que te tocasen, a excepción de tu madre y de tu jarýi, y se lo pasaba de guardia junto a ti. Está volviéndolo loco saberte en peligro y no poder hacer nada. Ya se le pasará.

—Dile que lo amo, taitaru, y que pronto esta pesadilla terminará y que todo volverá a la normalidad.

Emanuela despidió a Ñezú y se quedó cavilando acerca de las últimas palabras que había pronunciado: «Todo volverá a la normalidad». Sabía que no sería así. La vida como la había conocido hasta entonces daría un giro radical. La orden de abandonar la misión seguía tan vigente como el día anterior, salvo que ella, después del fatídico encuentro con Aitor, la había arrumbado en un sitio oscuro de su cabeza para no volver sobre ella. El padre Ursus le había prometido que encontrarían una solución; ella, que lo había notado inusualmente abatido, entregado al destino, sin intención de presentar pelea, lo dudaba. Si su pa’i no la ayudaba a permanecer en San Ignacio, Aitor y ella tendrían que huir, porque con una certeza contaba: no se pondría en manos del provincial para que la enviase a vivir a la casa de una familia pudiente de Asunción. Prefería pasar el resto de sus días viviendo en la raíz de un isipoi en la selva, siempre y cuando Aitor estuviese a su lado. ¿Lo desearía él todavía, estar con ella? Ñezú aseguraba que estaba muy enojado, pero que se le pasaría. Estaba cumpliendo la orden y no se acercaba a la barraca; ni siquiera había intentado hablarle de lejos. Lo sabía porque, cada tanto, se asomaba para ver si él merodeaba. ¿Por qué le dolía que él no fuese a buscarla cuando ella misma le había suplicado que guardase la distancia? Necesitaba verlo a los ojos para saber si todo estaba bien entre ellos. Sus ojos no le mentían. Ella conocía su lenguaje secreto.

* * *

Aitor se dejó cortar por tercera vez en el brazo y soportó el ardor que sobrevino cuando su taitaru le volcó el líquido en la sajadura. Vaimaca le vendó los tres cortes paralelos con un pedazo de tela, y él, sin pronunciar palabra, con aire ofendido, se puso de pie y se cubrió con la camisa. Caminó unos pasos y los desanduvo para volver a la enramada de sus abuelos.

—¿Has visto a Emanuela, taitaru? —El hombre asintió sin quitarse la pipa de la boca—. ¿Cómo está?

—Triste.

Aitor bajó la vista y la fijó en el pie con el que hacía rodar un guijarro.

—¿Nada de viruela?

—No.

—¿Te habló de mí?

—Sí.

Aitor alzó la cabeza.

—¿Qué te dijo?

—Que te ama y que la pesadilla pasará pronto.

—Si ella no muere antes de viruela —expresó con ira.

—¡Aitor! —se enfadó Vaimaca—. Manú está cumpliendo con su deber de hermana y de curusuya. Solo ella, con su poder, puede salvar a Juan. Deberías enorgullecerte de su valentía y de su entrega.

—¡Ella solo debe entregarse a mí, jarýi! ¡Solo a mí!

Se calzó el sombrero con ademán airado y se alejó por la calle sin rumbo. Pocas veces se había sentido tan perdido y desorientado. Resolvía correr a la barraca y robarse a Emanuela, y al instante siguiente desistía, seguro de que ella lo rechazaría con cajas destempladas. Él no volvería a quedarse con un palmo de narices. ¡Que se pegase la viruela si tanto le gustaban sus enfermos y sus libros de medicina! Él no la convencería de que su amor era lo más importante. Si Emanuela no lo había comprendido después de tantos años de felicidad compartida, nada se lo haría entender.

—Aitor.

Siguió caminando.

—¿Qué quieres, Olivia?

La muchacha correteó para alcanzarlo. Aitor la observó por el rabillo del ojo. Estaba muy bonita con el cabello suelto que le caía sobre un poncho blanco con dibujos rojos y anaranjados.

—¿Cómo has estado?

—Bien.

—¿Dónde estabas?

—Por ahí.

Olivia lo aferró por la muñeca y lo obligó a detenerse. Se miraron a los ojos.

—Te quiero, Aitor.

—¿Me quieres ahora que sabes que no asesiné a la esclava?

—¡Cuándo olvidarás eso! Eres muy rencoroso.

—¿Qué buscas, Olivia?

—A ti. Te echo de menos.

—Me parece que es otra cosa lo que echas de menos —apuntó, con sarcasmo.

—Eso también —admitió la joven, sin coquetería—. Pero sobre todo, te extraño a ti.

Aitor reanudó la marcha en un pertinaz mutismo. Olivia caminó a su lado respetando el silencio. Antes de llegar a la avenida principal, donde el tráfico de gente aumentaba, Aitor se detuvo.

—No me sigas. No quiero que nos vean juntos.

—Pero…

—Esta noche, en el lugar de siempre.