CAPÍTULO
X

Malbalá lo había provisto de un pequeño talego con sal. Si bien era de los pocos productos que no producían en las misiones y había que comprarlo en Asunción, los guaraníes no la apreciaban como el español y casi no la utilizaban para cocinar, por lo que Aitor obtuvo la bolsita sin problema.

Dividió el contenido en dos montoncitos y los colocó dentro de sendas bolsas de arpillera, las que colgó con una fibra de güembé a la base de dos árboles, a unos cinco palmos del suelo, no muy lejos una de otra, de modo que, desde el sobrado ubicado en las ramas de un yvyra pepe —los padres lo llamaban alecrín—, muy fácil de trepar gracias a sus raíces arbotantes, las controlase al mismo tiempo. El sereno mojaría las bolsas a lo largo de la noche, la sal chorrearía y los animales se acercarían a chuparla. Entonces, él los cazaría. Prefería a los tapires, cuya carne era muy preciada, aunque también se conformaría con pecaríes, venados o pacas, al menos eso le había asegurado el puestero al cual se los llevaría para trocarlos por una pieza de tela castellana, muy blanca y fina. Quería que Jasy se confeccionase una enagua; admiraba la de Ginebra, y él había visto cómo la codiciaba cada vez que la joven se recogía la saya y exponía la delicada prenda «para el recato», lo que fuese que eso significase.

Se cubrió de barro para ahogar su olor de humano y trepó al árbol. Se ubicó en el sobrado y se armó de paciencia, la principal virtud del cazador, en opinión de su tío Palmiro. La noche caía lentamente y oscurecía el entorno. En un rato, su sentido de la visión desaparecería, y lo guiarían el olfato y su sutil oído. Cuando era pequeño y Palmiro Arapizandú lo llevaba a cazar, le resultaba difícil quedarse quieto y en silencio. Moverse, aunque fuese unas pulgadas, implicaba remover el aire en torno y agitar los olores; los animales apreciaban el cambio y huían. Hacer ruido era todavía peor. Tiempo después y siguiendo los consejos de su mentor, había conseguido dominar la necesidad de moverse o de hablar. Después fue menester conquistar una nueva habilidad: la de la concentración. Horas y horas a la espera de una presa, con los pensamientos que viajaban lejos de la selva, también constituían un desafío. El animal por el cual había hecho guardia toda la noche podía pasarle bajo las narices y él no verlo si le permitía a sus divagaciones que le nublasen la atención. Hacía años que Aitor no perdía una presa, aunque, mientras le disparaba con el arco, estuviese recordando a Jasy o, como en ese momento, meditase acerca del encuentro de su madre y Amaral y Medeiros en el sitio secreto, pese a que ya habían transcurrido varios meses. Si bien lo alegraba haberse enterado de que no era hijo de ese malnacido de Laurencio Ñeenguirú, detestaba saber que lo era de Amaral y Medeiros, ese blanco engreído, que permitía a sus hombres vejar a las indias encomendadas de su hacienda, porque Olivia le había confesado que no era la primera vez que el capataz lo hacía, ni con ella, ni con otras. Siempre había deseado ser el hijo de Palmiro Arapizandú, y en varias ocasiones, durante las jornadas de caza que compartían, se había visto tentado a preguntarle. No quería pensar en su madre y en Amaral y Medeiros juntos, a orillas del Yabebirí; a esas imágenes las reemplazaba a fuerza de voluntad; por ejemplo, se obligaba a enfurecerse al cavilar que Lope era su medio hermano, ese pusilánime, paliducho y desgarbado marica, que ni siquiera sabía nadar y que se atrevía a mirar a su Jasy como lo haría con una santa en su peana. Aunque nada lo irritaba tanto como el cariño y, sobre todo, la consideración que Lope le profesaba. No toleraba que lo alabase o que lo contemplase con esos ojos grandes y azules, tan parecidos a los de Jasy, colmados de admiración. Durante el último encuentro en el arroyo, le había pedido que le enseñase a nadar, a lo cual él se había negado sin dar explicaciones. Ante el gesto de azoro de Lope, el muy imbécil de Bruno se había apresurado a prometerle que él lo haría, promesa a la cual había desistido horas más tarde, después de que Aitor lo acorraló en la letrina donde orinaba y lo amenazó con arrancarle los genitales si le enseñaba.

El recuerdo de la letrina se encadenó a otro, más placentero, el de Olivia, que una noche lo había esperado fuera del baño y, sin mediar palabras, lo había besado en los labios.

—Abre la boca, Aitor —le había susurrado, y él la obedeció sin pensarlo dos veces. La joven le introdujo la lengua, y el contacto con la suya le provocó la sensación más desconcertante de su vida. Fue como él imaginaba que debía de sentirse el golpe de un rayo. Nunca olvidaría el rayo que se había precipitado sobre el cedro en el instante en que él arrojaba tierra sobre el ataúd de la madre de Jasy para imitar a los padres; nunca olvidaría el erizamiento que le cubrió la piel, ni el extraño aroma metálico que se suspendió en el aire antes de ser ahogado por el de la rama quemada.

El beso de Olivia fue como un rayo, que le agitó los cinco sentidos. Se besaron sin intercambiar nuevas palabras. «Abre la boca, Aitor» había bastado. Lo demás se desenvolvió con naturalidad, y él, instigado por un hambre que no sabía que tenía, tomó la situación en sus manos y le devolvió el beso con la maestría de quien ha besado cientos de veces. Era fácil saber cómo hacerlo simplemente porque hacía lo que quería; en realidad, hacía lo que necesitaba para saciar esa excitación que lo había puesto en llamas. Quería que lo tocase como él se tocaba durante las largas noches en la selva. La aferró por la muñeca y le guió la mano hasta su erección. Detuvo el beso, expectante. Sonrió sobre los labios de la joven cuando esta abrió la mano y le acunó los testículos a través de la tela del pantalón. Sin romper la unión de sus bocas, a ciegas, Olivia le aflojó la jaretera y deslizó la mano hasta que sus dedos dieron con su carne desnuda. Aitor volvió a experimentar el golpe del rayo y gimió, un sonido oscuro y ronco que, por alguna extraña razón, hizo reír a Olivia.

—Quiero que estés dentro de mí, Aitor.

Pensó en tomarla allí mismo, arrojarla sobre el camino de ladrillos que conducía a la entrada del baño y enterrarse dentro de ella. Desechó la idea de inmediato. Nadie podía verlos. Sabía que estaban haciendo algo prohibido, fornicar, así lo llamaban los padres, y constituía uno de los pecados más graves, severamente castigado en la doctrina y que te conducía a la hoguera del diablo si la muerte te pillaba sin haberte confesado. Solo se podía fornicar con la esposa y después de la boda, y con la única intención de procrear. A él, sin embargo, los pecados y los castigos lo tenían sin cuidado; así como no creía en Dios, tampoco creía en el demonio. Pero era consciente de que tenía que cuidar las apariencias. No quería que nadie le fuese con el cuento a su pa’i Ursus, porque terminaría con veinte verdugones en el lomo y vaya a saber con cuántos días en la cárcel. No le tenía miedo a los cuerazos, ni a la prisión, pero sí a que Jasy lo viese atado al rollo recibiendo el castigo. Sufriría por él, y eso era lo último que deseaba, sin mencionar que nadie desaprovecharía la oportunidad para contarle el motivo que había impulsado a su pa’i a castigarlo, y, aunque ella, en su inocencia, no sabría de qué se trataba la fornicación, de nuevo, algún alma caritativa se mostraría más que dispuesta a explicárselo. Le importaba bien poco si Dios y el demonio lo veían fornicando con Olivia, pero prefería que un yaguareté le saltara encima a que su Jasy se enterase.

Apremiado por una erección dolorosa, aferró a Olivia por la muñeca y la condujo a un sector solitario, detrás de los talleres, en la barraca. Ella se quitó el tipoy con la misma urgencia con la que él se deshizo de los pantalones. Se acostaron sobre el suelo de tierra apisonada. Olivia debió de notar algo de torpeza en sus modos porque le preguntó:

—¿Es tu primera vez?

—Sí —admitió él, sin vergüenza.

Le gustó que Olivia se limitase a asentir con expresión seria. Lo miró a los ojos, mientras le aferraba el miembro, duro como una tacuara, y lo guiaba entre sus piernas.

—Empuja ahora —le ordenó, y fue fácil deslizarse dentro de ella, porque su carne estaba resbalosa, además de caliente. No necesitó moverse demasiado para alcanzar la instancia en la que, sabía, su pene comenzaría a escupir el líquido espeso y blancuzco, la simiente, como le había enseñado años atrás su tío Palmiro, en una oportunidad en que habían visto aparearse a una pareja de mborevi.

—¿Qué están haciendo, tío?

—Están fornicando.

—¿Qué es eso?

—Cuando seas un hombre, si una mujer te gusta, sentirás que tienes ganas de tocarla, pero, sobre todo, sentirás que tienes ganas de estar dentro de ella. Eso es fornicar.

—¿Cómo dentro de ella?

—Querrás poner tu lengua en su boca y tu tembo entre sus piernas, en un orificio que se llama tako.

—No creo que quiera, tío.

—¿Alguna vez te he mentido, Aitor?

—No, tío.

—Entonces, créeme, querrás estar dentro de esa mujer que te gusta, y lo querrás con tantas ansias que te olvidarás de todo y lo harás, sin importar que podrías ganarte el infierno por ello.

—¿Qué sucederá después de que meta mi tembo en el…?

Tako. Sucederá que empezarás a moverte, así como está haciéndolo el tapir, hasta sentir que una sensación agradable, la más agradable que puedas imaginar, se apodera de ti. La sensación crece y crece, hasta que explota, y tu tembo escupe dentro de la mujer la simiente con la que se hace un nuevo ser. Así como le damos a la tierra las semillas para que crezca el maíz, el hombre le da a la mujer su simiente para que ella haga crecer a un nuevo ser humano en sus entrañas.

Sí, era su primera vez, pero sabía del asunto, por lo que, cuando presagió que se acercaba a la cúspide del placer, se retiró de Olivia y le empapó la pierna con su semen.

—¿Por qué te has retirado de mí? —quiso saber, azorada.

—Porque no quiero que quedes preñada.

A él no le sucedería lo mismo que a su primo Rafael, que había fornicado con una india de la Candelaria en oportunidad de la celebración de las fiestas patronales de esa misión, y después el superior lo mandó buscar y lo obligó a casarse con ella, una joven a la que prácticamente no conocía; se decía que ni siquiera le había preguntado el nombre antes de tomarla. Tuvo que abandonar San Ignacio Miní, a su familia y amigos para unirse a una mujer simplemente por un momento de calentura, y el padre Ursus no pudo decir ni pío. Él no caería en esa trampa; sus planes eran otros, y Olivia no estaba en ellos.

—¿Y yo? —le preguntó la joven, con una mueca de desconsuelo.

—Tú, ¿qué?

—Yo también quiero sentir, Aitor. Te apartaste tan súbitamente y con tanta rapidez, que no sentí nada. —Como él la contemplaba con gesto confundido, Olivia le explicó—: Necesito que me hagas sentir lo mismo que sentiste tú. Tócame. —Le sujetó la mano con delicadeza y le mostró cómo y dónde quería que la acariciase.

—Estás mojada —se sorprendió.

—Sí. Introduce un dedo dentro de mi tako. —Aunque el pedido le resultó insólito, la complació—. Ahora, sin quitar ese, introduce otro. Sí, así. Oh, Aitor. —Emitió un sollozo que, increíblemente, lo excitó, pese a que, segundos antes, se había sentido muy saciado—. Muévelos dentro de mí. Así, no te detengas. Ahora, sin quitar tus dedos de mi tako, usa tu pulgar para acariciarme aquí. —Le colocó el pulgar en un punto situado arriba de la vagina, una bolita dura que, sin duda, constituía la clave del asunto pues, una vez que comenzó a oprimirla y a masajearla, Olivia perdió el control. Aitor le cubrió la boca con la mano para evitar que sus alaridos despertasen a la misión.

Los encuentros con Olivia se sucedieron. Regresaba al pueblo después de semanas aserrando en el monte y se buscaban con las ansias de unos que han ayunado durante la Cuaresma. Ella le enseñó con generosidad y desvergüenza lo que sabía acerca del arte del placer, y Aitor pronto ganó confianza y destreza, al punto de sorprenderla con iniciativas que la hacían enloquecer.

El ruido en la base del árbol lo rescató de sus memorias. Se puso alerta, aunque sin mover un músculo. Aguzó el oído. Por el sonido, dedujo que se trataba de pecaríes. Necesitaba dos para obtener la pieza de tela. Se dijo que al menos había unos cuatro allí abajo. Sería fácil, en la oscuridad, herir a uno; a otro, ya era más difícil, pues la manada, alertada, echaría a correr. De igual modo, contaba con un tiempo infinitesimal en el que los animales, confundidos ante la caída de un compañero, permanecerían, congelados, a su alcance. Si accedía a la segunda flecha en su carcaj con velocidad y la ajustaba en la cuerda con precisión, tal vez lograse una segunda presa y daría por terminada la noche. Tenía ganas de dormir.

Sin arrancar un quejido a las tablas del sobrado, se colocó en cuclillas y cerró los ojos; de igual modo, veía poco y nada. Se dedicó a oír y a olfatear. Las imágenes de lo que acontecía diez varas más abajo comenzaron a tomar forma tras sus párpados. Extrajo una flecha con movimientos que semejaban a los de un perezoso y la calzó con igual cuidado en la cuerda, untada con grasa de yacaré en la unión con el arco para evitar los crujidos. Inspiró profundo, apuntó y disparó. La segunda flecha la acomodó con velocidad y volvió a disparar. Sabía cuándo la punta se enterraba en la carne, conocía el sonido del impacto, y lo amaba. Encendió la lámpara de sebo y bajó deprisa para rescatar las presas. No tenía intenciones de compartir con ninguna alimaña la moneda de cambio que le permitiría comprar el regalo de Jasy.

* * *

—Eres el mejor amante que he tenido —le confesó Olivia tres noches más tarde, en la barraca, después de que él le hubiese provocado un orgasmo con los labios y la lengua—. ¿No vas a preguntarme si tuve muchos antes de ti?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no me interesa —contestó, sin animosidad, más bien con acento sincero.

Olivia, aún echada sobre las mantas, completamente desnuda, entrecerró los ojos y apretó los labios en una mueca enojada.

—¿Aitor?

—¿Mmm? —masculló él, sin mirarla, mientras se subía los pantalones.

—¿Por qué haces de cuenta de que no existo durante el día? Si nos cruzamos en la calle, o en la plaza, o en la iglesia, ni me hablas, ni me miras.

Lo desorientó la pregunta, que enseguida le supo a reclamo. ¿No la miraba, ni le hablaba? No lo hacía adrede. Los pocos días que pasaba en la misión los dedicaba a Emanuela, siempre con los cinco sentidos puestos en ella. Estaba alerta, no la perdía de vista y, sobre todo, la cuidaba de los que le pedían favores o que les tocase una parte del cuerpo afectada por una dolencia. Por eso no prestaba atención a Olivia ni a ninguna otra, solo a su Jasy.

—¿Por qué? —insistió la muchacha.

—No me doy cuenta.

—¿No te das cuenta de que paso a tu lado? —se escandalizó.

—No.

—Solo tienes ojos para la niña santa.

El único indicio que tuvo Olivia de que Aitor había escuchado su murmullo fue que detuvo los dedos con los que anudaba los lazos de su camisa, tarea que reanudó un instante después; jamás levantó la vista, y su expresión no varió.

—Vamos, vístete —la urgió, en cambio.

Pasar las noches con Olivia le gustaba. Le sacaba de encima las ganas que acumulaba en la soledad del monte. Desde que se acostaban, rara vez se masturbaba, y ya no necesitaba mentirle a su pa’i Ursus cuando, en confesión, este le preguntaba si lo hacía. «Podrías acabar por quedarte ciego o podrían salirte pelos en las palmas de las manos», le advertía, porque no le creía cuando él le aseguraba que no se tocaba. Decirle: «Pa’i, no me masturbo porque Olivia me saca las ganas» habría sido poco juicioso, por lo que clavaba la mirada en el jesuita, que lo contemplaba como si pretendiese leerle la mente, y se plantaba en sus trece: él no se masturbaba.

Olivia se levantó y fue a buscar las prendas que Aitor le había arrancado cerca de la puerta. Ese día la había sorprendido su excitación, también la agresividad con que la había poseído.

—Creo que tu sobrino Laurencio está enamorado de la niña santa.

Aitor insistió en su mutismo y se ató la coleta. En la penumbra de la barraca, Olivia no había advertido que se le remarcaban los músculos de las mandíbulas, que achinaba los ojos y dilataba las paletas de la nariz. Sus palabras estaban removiendo una herida que se había abierto esa tarde y que él había intentado olvidar en la barraca, enterrado entre sus piernas.

—La mira con ojos de enamorado —prosiguió Olivia— y le está encima todo lo que puede. Creo que a ella le gustan sus atenciones, porque ríe y le lanza miradas provocativas. Es una coqueta y presumida.

Olivia profirió un alarido cuando Aitor la aferró por el brazo y la atrajo hacia él. Sus ojos dorados, que en otras circunstancias la hechizaban y le cortaban el aliento, ahora se clavaban en los suyos con malicia, y le inspiraban pánico, lo mismo sus cejas tan peculiares, las que, en ese gesto rabioso, le conferían la apariencia de un ser endemoniado. Los años que Aitor llevaba desempeñando el oficio de hachero y aserrador lo habían dotado de una fuerza que, en ese momento en que él le permitía asomarse a una parte tan oscura de su naturaleza, se arrepentía de haber admirado; si lo deseaba, Aitor Ñeenguirú podía quebrarle el cuello con una mano. Las mujeres con las que vivía en el cotiguazu le habían advertido que se mantuviese lejos del luisón, y ella había desestimado el consejo.

—Óyeme bien, Olivia. Si quieres hablar mal de mí, del marica de Laurencio nieto, de mi pa’i Ursus, de Tupá o de la mismísima Tupasy María, adelante, me tiene sin cuidado. Pero si vuelvo a escuchar que siquiera balbuceas el nombre de Emanuela, voto a Dios, Olivia, yo mismo te llevaré amarrada a Orembae y te echaré a los pies del capataz para que termine lo que yo interrumpí dos años atrás. ¿He sido claro?

La joven asintió con agitaciones temblorosas, los ojos negros brillantes de lágrimas. Aitor la soltó, y Olivia cayó sobre las mantas, donde ahogó un sollozo.

—¡Estás enamorado de ella! ¡No estoy ciega, Aitor! ¡Veo cómo la observas, como si quisieras devorarla! ¡No la miras como la miraría un hermano, como la miran Bruno o Juan, o Teodoro, o cualquiera de tus hermanos! ¡La miras con deseo!

Aitor recogió el sombrero del suelo, lo sacudió y se lo calzó. Enfiló hacia la puerta, sorteando trastos viejos y montículos de paja.

—¡Aitor! —clamó Olivia, y corrió hacia él—. Aitor —gimoteó.

—¿Qué quieres, Olivia?

—Mírame.

—No. ¿Qué quieres?

—Vas a volver mañana por la noche, ¿verdad?

—No lo sé.

—¿Regresas al monte?

—Tal vez.

Intentó reanudar la marcha, pero la muchacha lo detuvo poniéndole una mano sobre el hombro. Él siguió dándole la espalda.

—Aitor, yo te amo y no quiero que sufras. La niña santa no pertenece a este lugar. Ella es blanca, hija de españoles. En pocos años, deberá irse para estar con los de su pueblo. Los pa’i jamás permitirán que se case contigo, ni con ninguno de la misión.

—Adiós, Olivia.

* * *

En tanto se alejaba de la barraca, lo acompañaban los sollozos de la joven que dejaba atrás. Quería huir de ella; así como la había necesitado esa noche para desfogar su ira, sus celos y su deseo insatisfecho, en ese instante no la soportaba. ¿O no soportaba lo que acababa de decirle porque sabía que era verdad, la misma que le había insinuado su madre en tantas ocasiones y que a él enfurecía?

Se trataba de una noche de verano particularmente densa y bochornosa; llovería antes del amanecer, presagió. Entró en la casa, y el calor lo acobardó. Se detuvo en el umbral. Un momento después, lo alcanzó el aroma familiar, el mismo que se le impregnaba a Jasy en el cabello y que él no se cansaba de inspirar. Siguió avanzando.

Laurencio roncaba en su hamaca; no obstante, debía ser cauteloso; no dormía la mona, por lo que su sueño no era tan profundo como en el pasado. Desde hacía un tiempo, desde que Emanuela se había dado cuenta del efecto nocivo de la bebida y se ocupaba de él, preparándole infusiones especiales y confiscándole las vasijas con chicha que él escondía en lugares insospechados —resultaba un misterio cómo las hallaba—, el hombre no se emborrachaba, y el humor le había mejorado.

La habitación era más espaciosa desde que Teodoro se había casado, por lo que llegó al camastro de Emanuela sin la necesidad de sortear tantas hamacas. Se quitó el sombrero y la vincha que le ajustaba la frente, y los colgó en la alcándara de Saite, la que le había construido su tío Palmiro años atrás. El ave no se agitó y, después de echarle un vistazo, volvió a acomodar el pico bajo el ala. Se quitó la camisa y la enganchó en la percha vacía de Libertad. Se preguntó si la lechuza caburé volaría aún por las noches hasta lo de Lope para despertarlo y evitar que se hiciera encima —por fin había entendido aquel críptico intercambio entre Emanuela y su medio hermano—. Sonrió con malicia. El muy imbécil se orinaba en la cama.

Timbé, que con los años había adquirido unas proporciones escandalosas, dormía en la enramada. Kuarahy y Miní lo hacían, como de costumbre, a los pies de la cuja, y no se inmutaron cuando él se recostó junto a Emanuela. Ya eran viejos, en especial el kinkajú y la lechuza caburé, y nadie entendía cómo seguían vivos. Cierto que Emanuela y Bruno les prodigaban los cuidados que no habrían recibido si llevasen una vida salvaje; no obstante, la situación no dejaba de sorprender y de atizar las leyendas de la niña santa.

Se colocó de lado en el camastro, de otro modo no hubiese entrado. Los pies le colgaban. Es que, a los diecisiete años, era más alto que la mayoría de los varones adultos de la misión, sin mencionar su constitución fuerte, de espaldas cargadas y brazos poderosos de aserrador. Cada vez que regresaba del monte, el padre Ursus, para bromear, le plantaba las manazas en los hombros y le preguntaba: «¿Cuándo dejarás de crecer, hijo mío?».

Se sostuvo la cabeza con la mano y se dedicó a observar a Emanuela. Nada le daba tanta paz como contemplarla dormir. Su carita larga y delgada, sus pestañas negras, que formaban semicírculos sobre la piel tersa, sus labios apenas entreabiertos, su delicado mentón, que terminaba con un puntita muy marcada que él deseaba morder, y sus pómulos elevados componían la imagen más hermosa que él conocía. Las facciones de ese rostro amado empezaban a perder el aire infantil para convertirse en los de una mujer. Los pechos le habían crecido, circunstancia con la que Bruno la martirizaba, lo que le valía unos cuantos coscorrones de Malbalá o de Laurencio abuelo. Se la imaginó despierta y sonriente, los ojos vivaces cuando algo la divertía, desbordantes de bondad y de compasión cuando algo la conmovía; siempre dulces e inocentes. Llegado el momento, él sería el responsable de que esos ojos azules perdieran todo rastro de inocencia, solo él, y que Dios se apiadara de quien intentase robarle ese derecho porque tendrían que recogerlo en pedazos.

Esa noche, Emanuela dormía con un ceño, y tenía las pestañas aglutinadas, consecuencia de que había llorado. Como de costumbre, él había sido el responsable de su llanto. No quería despertarla y, al mismo tiempo, quería. Necesitaba pedirle perdón, decirle que la amaba, que no lo odiase, que si ella lo odiaba, él iba a morir de tristeza. Apretó los párpados al recordar el gesto dolido con que lo había mirado antes de que él se alejase hacia el arroyo.

Había vuelto del monte a primeras horas de la tarde, ciego de ganas de verla, ansioso por comprobar que estuviese bien, por abrazarla, olerla, besarla. Quería estudiarle los cambios. En semanas, el cuerpo y las facciones de su Jasy maduraban, perdían candidez, se redondeaban, y a él se le hacía más difícil sofocar la respuesta de su cuerpo, que actuaba en contra de las advertencias de la razón. En esa ocasión, la había encontrado un poco más alta, siempre muy delgada. ¿Seguiría siendo impúber? Lo era hasta su última visita; lo sabía porque siempre se lo preguntaba a Malbalá, que asentía sin mirarlo y con un ceño que ejecutaba cuando no quería hablar de cierta cuestión. Es que Laurencio y Malbalá le temían a la llegada del primer sangrado de Emanuela, pues sospechaban que marcaría el hito que comenzaría a alejarla de ellos, de la única familia que la niña conocía.

Entró en el pueblo después de tres semanas de ausencia y se dirigió a lo de Ñeenguirú con la única intención de desembarazarse del morral, higienizarse un poco y seguir camino hacia la casa de los padres; por la hora, Emanuela estaría allí, estudiando las maneras de los españoles. Por fortuna, no avistó a Laurencio abuelo en la enramada, solo a su madre, sentada frente al telar, que se puso de pie y lo recibió con los brazos abiertos y una sonrisa que le desveló todos los dientes.

—Buenas tardes, sy —la saludó con la circunspección a la que Malbalá estaba habituada.

—Buenas tardes, hijo mío. —Lo abrazó y lo besó en ambas mejillas, en absoluto afligida por la parquedad de Aitor.

—¿Emanuela está en la casa de mi pa’i?

—Sí.

—Me gustaría lavarme un poco.

Malbalá regresó del interior de la casa con un trozo de jabón y una pieza de algodón.

—Acabo de poner agua limpia en la batea. Úsala.

—Gracias, sy.

—¿Cómo has estado, hijo? —le preguntó, mientras volvía a su puesto frente al telar y recomenzaba a hilar con el huso.

—Bien. ¿Y por aquí?

—Falleció el suegro de mi hermana Senaqué. Le pidieron a Manú que fuese a verlo cuando agonizaba.

—Mierda, sy. ¿Fue?

—No. Dijo que Tupá lo quería a su lado y que no le permitiría curarlo.

Terminó de enjuagarse los sobacos y el cuello y se secó con fricciones violentas. Entró en la casa y sacó de su baúl, el que compartía con Bruno, una camisa limpia, sin mangas. Se sintió mejor después de haberse lavado y cambiado.

—Ya vuelvo —le anunció a Malbalá, y se alejó deprisa, sin darle tiempo a que lo detuviese.

Trotó las cuadras que lo separaban de su Jasy. En la plaza, consultó el reloj de sol. Casi las cuatro de la tarde. El padre Ursus comenzaba su ronda por los talleres a las cuatro, por lo que no tendría que esperar mucho antes de verla. Se apoyó en una de las columnas del pórtico que circundaba la casa de los padres y se dispuso a esperar. Ansiaba encender la pipa que llevaba en la faltriquera; necesitaba el consuelo que le prodigaba el tabaco; no obstante, desistió: quería tener las manos libres y fresco el aliento.

Se le aceleró el pulso al verla pasar por la ventana que se hallaba junto a la puerta. Se aproximaba a la salida. ¿Por qué su corazón se comportaba de ese modo tan impetuoso? ¿Por qué los latidos le retumbaban en la garganta hasta causarle dolor? Se quitó el sombrero, nervioso, y aguardó con el aliento contenido a que ella abriese la puerta. Él vivía para ese momento, para ver la expresión de Emanuela, que se iluminaba cuando lo descubría de regreso después de semanas de ausencia. El brillo de sus ojos azules y la sonrisa que solo le destinaba a él lo ayudaban a soportar la lejanía.

Emanuela abrió la puerta y la cerró dándole la espalda, y Aitor tuvo la impresión de que se movía con delicadeza, con una cadencia femenina que no le conocía. La niña levantó la vista y se detuvo de golpe. Un grito le brotó de entre los labios y se llevó la mano al pecho, al sitio donde el corazón se le había desbocado. Se quitó la apisama de la frente, y la tacuarembó que le colgaba a la espalda, con cuadernos y libros, cayó, pesada, sobre los ladrillos del pórtico. Aitor la miró fijamente, serio, aunque no severo. No avanzó, quería que ella fuese a él. Y ella fue, corriendo, riendo, con los brazos extendidos, que le echó al cuello para pegarse a él. Aitor le encerró la cintura como si sus brazos fuesen boas constrictoras, de esas que él a veces cazaba por la piel, y la levantó del suelo. Emanuela reía, dichosa, y, entre risas, le bañaba el rostro de besos; no hubo porción de piel que sus labios no tocasen, excepto la boca, y Aitor pensó que no resistiría, que le encerraría la cara con las manos y que la devoraría.

—¿Cuándo regresaste? —le preguntó, agitada, sonriente, radiante.

—Hace un rato. Pasé por la casa y vine a buscarte.

Emanuela rio y volvió a abrazarlo.

—Te eché tanto de menos —le confesó, y él apretó los párpados al mismo tiempo que los brazos en torno a su cintura, colmado de emoción—. Y tú, ¿me echaste de menos?

—Sabes que sí —dijo, y la garganta le dolió.

—Dímelo.

—No.

—¿Por qué no?

La depositó en el suelo, pero no retiró las manos de su cintura. Ella deslizó las suyas por los brazos desnudos de él, inconsciente del efecto que esa caricia causaba entre las piernas de Aitor.

—¿Por qué no? —insistió Emanuela.

—Si quieres que te lo diga, acompáñame al arroyo. Quiero darme un baño.

—Tengo que trabajar en el avamba’e.

—¿Conmigo en el pueblo quieres trabajar? —Emanuela sonrió—. Vamos —la instó. Se inclinó para recoger la tacuarembó, que se echó sobre el hombro, y le presionó la parte baja de la espalda para que echase a andar. En tanto se alejaban, Aitor volvió la cabeza y descubrió que el padre Ursus los observaba por la ventana con un ceño profundo. Se miraron a los ojos. Ursus atinó a levantar la mano para saludarlo y Aitor inclinó la cabeza en señal de respuesta.

Al llegar a la enramada, Emanuela se inclinó para besar a Malbalá en la mejilla.

Sy, ¿puedo ir al arroyo con Aitor?

—¿Y tus tareas en el avamba’e? —le recordó la mujer, sin detener sus hábiles dedos.

—Vamos, sy, déjala ir. Acabo de regresar, quiero estar con ella. Prometo que trabajaré en el avamba’e cuando volvamos del arroyo.

—Tú no sabrías qué hacer en el avamba’e —le recordó Malbalá, y Emanuela profirió una risita cristalina, que lo impulsó hacia ella, ciego, sin medir las consecuencias. Volvió a abrazarla y a besarla en el cuello, lo que le provocó cosquillas, que le arrancaron más carcajadas. Se dio cuenta de que no se había tratado de una idea sensata cuando Emanuela, intentando escapar, se contorsionó contra su cuerpo. El pene se le endureció en un santiamén. La mantuvo pegada a él para ocultar el bulto que se advertiría fácilmente bajo la tela delgada y blanca de sus pantalones.

—Estás más alta.

—Pero me falta mucho para alcanzarte.

—No quiero que me alcances. Nunca.

La respuesta de Aitor debió de afectarla, porque sus labios abandonaron lentamente la sonrisa y se separaron apenas para revelar la hilera blanca y perfecta de dientes. Fue en ese instante en que lo notó, entre las conchillas del collar y el tiento de cuero de donde colgaba la piedra que él le había regalado dos años atrás, un hilo de color verde brillante sostenía una cruz de madera.

—¿Y esto? —Aferró la cruz y la estudió de cerca. No tenía más de dos pulgadas, era delicada y con un fino trabajo de taraceo.

—Me la regaló Laurencio nieto. Él mismo la hizo —añadió, e instintivamente dio un paso atrás al advertir el cambio en el semblante de Aitor, que le impidió alejarse al apretar el abrazo en la parte baja de su cintura.

—Quítatela —le exigió.

—¿Por qué?

—Aitor, por favor… —terció Malbalá.

—¡Quítatela, Emanuela! ¡Ahora!

—¡No!

La niña ahogó un grito cuando Aitor cortó el hilo de un jalón y lo echó al fogón de la enramada, el que su madre siempre mantenía encendido.

—¡No! —Emanuela se abalanzó para salvar la cruz antes de que el fuego la consumiese. Aitor la retuvo por detrás—. ¡Suéltame! ¡Está bendecida! ¡Es un sacrilegio!

—Entonces —le susurró al oído, con acento rabioso—, me ligaré veinte azotes y unos cuantos días en prisión, pero valdrá la pena.

Malbalá salvó la cruz. El hilo se había perdido, y el fuego había ennegrecido bastante la madera, pero una lustrada con cera de abeja, la que empleaba Palmiro en su taller, le devolvería el esplendor.

—Suéltala —ordenó Malbalá, y clavó la vista en los ojos furiosos de su hijo, que apartó los brazos de Emanuela con un ademán violento y un chasquido de lengua.

Emanuela giró para enfrentarlo. Se miraron con intensidad, ella más bien perpleja; él, resentido.

—¿Por qué?

—Tú solo puedes recibir regalos de mis manos. De nadie más.

—¿Por qué? —insistió, y Aitor volvió a chasquear la lengua para fingir impaciencia al ver que los ojos de Emanuela se anegaban.

—¿Te olvidas de que caíste al pozo de las rayas por culpa de ese marica de Laurencio nieto? ¡Casi mueres, Emanuela! ¡Tú puedes haberlo olvidado! ¡Yo no! —Se golpeó el pecho al pronunciar «yo».

—¡No fue culpa de Laurencio!

—¡Fue su culpa! —La aferró por los brazos y la obligó a ponerse en puntas de pie al aproximarla a su rostro—. No te atrevas a defenderlo —la amenazó, con los dientes apretados.

—Aitor, por favor.

—¡No me toques, sy! —exclamó, sin apartar la vista del rostro desencajado de Emanuela.

—¿Qué está sucediendo aquí?

Aitor elevó los ojos al cielo al escuchar la voz de su padrastro. ¿Qué diantres hacía allí? ¿No era temprano para que regresase de la herrería?

—¿Por qué está llorando Manú? ¡Qué le has hecho, demonio!

—¡No! —exclamó la niña, y se interpuso entre Aitor y Laurencio.

—¡Vete de mi casa, malnacido!

Emanuela rompió a llorar, y Aitor, agobiado por tantos sentimientos contradictorios, giró sobre sus talones y se alejó en dirección al arroyo.

—¡Aitor! —exclamó Emanuela, pero Laurencio la detuvo.

—¡Manú! No irás detrás de ese…

—¡No lo insultes, ru! ¡Por favor, no lo insultes!

Fue lo último que Aitor escuchó antes de echar a correr, apremiado por huir de la desolación que transmitía la voz de su Jasy y que él le había infligido. ¡Era un cobarde! ¿Por qué, maldita sea, siempre acababan peleando? ¿Por qué aceptaba regalos de Laurencio nieto? ¡Gusano inmundo! Resultaba evidente que no entendía de amenazas. ¿Cuántas veces le había exigido que se mantuviese lejos de ella? Arreglaría cuentas con él antes de partir.

El baño lo relajó, pero sentarse en la roca detrás del salto sin Emanuela le removió el dolor. Rumbeó para la barraca. De seguro, Olivia se habría enterado de su regreso y estaría esperándolo. Hizo un rodeo para no pasar por el pueblo. Lo desilusionó encontrar la barraca vacía. De igual modo, entró. Dormiría allí. No tenía ganas de compartir el techo con su padrastro. Al rato, cuando el hambre comenzaba a molestarlo, escuchó que los goznes de la puerta chirriaban. Se puso de pie y se sumió en las sombras. La puerta terminó de abrirse. Era Olivia.

—¿Aitor?

Le saltó encima como un felino a su presa. La muchacha gritó, asustada, y enseguida rompió a reír, mientras Aitor le arrancaba el tipoy y, allí mismo, cerca de la puerta, la tomaba contra la pared. Se retiró antes de eyacular, como de costumbre, y Olivia levantó las cejas, pasmada ante la potencia con que brotó su simiente, que le empapó el muslo y se chorreó por la pantorrilla.

A pesar de que había empezado bien, con Olivia también terminó mal. Y allí estaba, recostado junto a Jasy, después de un día que había prometido tanto y que, al final, lo había sumergido en una angustia negra.

Se le congeló el aliento cuando Emanuela comenzó a rebullirse. Esperó y deseó. Los párpados se le agitaron antes de comenzar a separarse. A ella le llevó unos instantes comprender quién se hallaba a su lado. Una sonrisa trémula despuntó en sus labios, que murió enseguida para transformarse en un gesto de angustia. Se aferró al cuello de Aitor y se echó a llorar. Aitor tragó varias veces antes de hablar; la voz, igualmente, le brotó insegura y medio tomada.

—Shhh, mi Jasy, shhh… Perdóname, amor mío. Perdóname.

Aunque ella sollozaba quedamente, él temía que despertase a los demás, por lo que abandonó el camastro, la tomó en brazos y salió a la enramada. El aire fresco con aroma a lluvia le dio la bienvenida al lamerle el torso desnudo, y enseguida se sintió mejor, con su Jasy para él. Encendió el fanal de sebo que colgaba de la viga de madera antes de sentarse en el suelo, contra la pared, cerca de Timbé, que levantó la cabeza para ver de quién se trataba. Acomodó a Emanuela en el hueco de sus piernas y la obligó a recostarse contra su torso desnudo. Le besó la frente.

—Mírame, Jasy. —Ella elevó los párpados al cabo, lentamente—. Hola.

—Hola.

—¿Te dormiste llorando? —Emanuela asintió—. ¿Por qué? ¿Porque te arruiné la cruz? —Emanuela negó con la cabeza—. ¿Por qué, entonces?

—Porque siempre te enojas conmigo. Todo lo que hago te parece mal.

Su respuesta, expresada con esa vocecita de niña dolida, lo alcanzó en el pecho con la potencia de un hondazo. Se inclinó y le apoyó los labios sobre la frente. No los apartó para hablarle.

—Perdóname. No debí arrancarte la cruz. Perdóname. Estaba muy celoso.

—¿Por qué?

—Porque… —Tomó distancia. ¿Cómo explicarle a un alma pura acerca de los sentimientos negros?—. Porque soy malo, Jasy, por eso.

—Entonces, yo también soy mala, Aitor.

—No —susurró—, tú eres mi Jasy, mi tesoro.

—Sí, soy mala porque yo también te celo cuando tú hablas con Ginebra. —Bajó las pestañas para ocultar el embarazo.

La sonrisa de Aitor iluminó sus ojos, y el corazón le dio un vuelco, feliz con la revelación. Aunque sabía que despertaba los celos de Emanuela cuando coqueteaba con Ginebra, y por eso lo hacía, nunca había conseguido que ella lo admitiese. Oírselo decir era mejor de lo que había imaginado. Era, simplemente, maravilloso.

—Dímelo de nuevo, que sientes celos cuando me ves con Ginebra.

—Sí, siento celos. Y no me gusta. Por eso soy mala.

—No, Jasy, no lo eres. Nunca podrías ser mala. Yo soy malo, tú no.

—Tú tampoco lo eres. —Le recorrió la mejilla arrastrando la punta de los dedos, desde la sien hasta el filo de la mandíbula, y él, en un acto instintivo, o tal vez de preservación, cerró los ojos, incapaz de pedirle que se detuviera—. Tú eres bueno, yo lo sé. Te quiero, Aitor. Te amo —le dijo en castellano.

No se atrevió a levantar los párpados por temor a que las lágrimas se le deslizaran por las mejillas. Lo hizo también para no mirarla; de lo contrario, la habría besado en los labios con una voracidad para la cual su Jasy no estaba preparada. «Paciencia», se dijo, como cuando cazaba. Agradeció que ella no volviese a hablar, ni a tocarlo. Necesitaba esos minutos para reponerse, para que la erección remitiese. Lo sorprendía que ella no la percibiera en la base de la espalda. O tal vez la sentía y conjeturaba que se trataba de su cuchillo.

—Te traje un regalo por tu natalicio —susurró, un rato después, más dueño de sí.

Emanuela se incorporó con un movimiento que amenazó con echar por la borda los esfuerzos para calmarse.

—¿Te acordaste de que mañana es mi natalicio?

—Jasy —dijo, con acento y expresión ofendidos, mientras recordaba los esfuerzos en que se había embarcado para seguirle la huella al tiempo, para no olvidar el número del día y que el 12 de febrero pasase y él no lo advirtiera. A veces, se acercaba a un puesto de criollos, pese a la hostilidad con que lo recibían, solo para asegurarse de que estaba llevando bien la cuenta—. Emanuela. —Que la llamase por su nombre estando solos la afectó, y Aitor festejó el pequeño triunfo—. ¿Cuándo vas a entender que solo pienso en ti? Solo en ti, Emanuela, todo el tiempo en ti.

—No me llames Emanuela. —Aitor asintió, pero guardó silencio—. A veces tardas tanto en regresar que…

—¿Qué?

—Temo que ya no regresarás.

—¡Jasy! —Ella ahogó un sollozo—. Jasy, siempre, siempre regresaré al sitio donde tú estés. Quiero que confíes en mí. Nunca, nada ni nadie me alejará de ti. Mañana por la noche, cuando tu natalicio haya casi pasado y ya nadie te moleste, quiero que me acompañes a la torreta. Entonces, te daré mi regalo.

—Está bien.

—Tal vez no te guste tanto como la cruz del marica —dijo, con tono bromista, mientras le sonreía, y Emanuela le destinó una mirada que todavía hablaba de lo inocente que era, de lo poco que entendía la picardía, la malicia, a pesar de que cumpliría trece años al día siguiente—. Tal vez sí debería haber sido ebanista, como el marica, para llenarte de las cosas bonitas que a ti tanto te gustan.

—No me importa tener cosas bonitas.

—Lo sé. —La atrajo de nuevo a su regazo para besarla en la mejilla. Emanuela le recorrió con la punta del índice la cicatriz que le partía al medio la ceja izquierda. Aitor la observaba sin pestañear, los labios tensos, la respiración superficial.

—Dime cómo te hiciste este corte —le pidió la niña.

—Ya te lo conté, Jasy. Con el filo del horcón que está cerca de mi hamaca.

—Juan me contó la verdad. —El índice abandonó la cicatriz y descendió por la sien, por la mejilla y, cuando alcanzó el mentón, se demoró en la hendidura que allí se formaba.

—No me toques así, Jasy. Por favor.

—¿Te hago daño?

—Sí.

—Lo siento —se disculpó, y apartó la mano.

—¿Qué te dijo Juan?

De todos sus hermanos, con Juan era con quien mejor se llevaba. Debido a sus oficios, cada vez se veían con menos frecuencia; él, porque el monte lo mantenía alejado por largas temporadas; Juan, porque viajaba de continuo a las demás misiones, aun a las que se hallaban del otro lado del río Uruguay, para dar clases de música, para construir instrumentos, en especial órganos, o para dar conciertos.

—Que mi ru te golpeó con un bastón. Me dijo que tenías cuatro años. ¿Es verdad?

Comenzaron a caer gruesos gotones, que intensificaron el aroma de la selva. Ni Aitor, ni Emanuela prestaron atención. Los ojos dorados de él, que vagaban por el rostro de ella, se detuvieron en sus labios. Se trataba de los labios de mujer más carnosos que conocía, y resultaba inexplicable que los poseyese una niña de raza blanca. Se acordó de los de Ginebra, tan delgados. En el caso de Emanuela, tanto el superior como el inferior eran voluptuosos, suculentos, definidos. Una vez su jarýi Vaimaca se había referido a ellos como a «labios de un espíritu generoso». El deseo por saborearlos y mordisquearlos le obnubiló la razón.

—¿Por qué no me contestas? ¿Es verdad lo que me contó Juan? Porque Juan nunca miente.

—No, Juan nunca miente.

—¿Te golpeó él, entonces?

Aitor asintió solo una vez, un gesto rápido que evidenciaba su reticencia a abordar el tema. Emanuela se incorporó, se puso de rodillas y le besó la cicatriz. Apoyó los labios sobre la ceja partida, y Aitor inspiró de manera brusca al sentir la esponjosidad de esa boca sobre su carne, y la sujetó por la cintura con actitud desesperada, a punto de sucumbir, a punto de devorarla, a punto de hacerle tantas cosas con las que soñaba. A punto de asustarla a muerte. Le clavó los dedos en la carne y la soltó como si se hubiese quemado cuando ella gimoteó de dolor.

—Discúlpame.

—Está bien. ¿Por qué mi ru no te quiere, Aitor?

—No lo sé, Jasy —mintió—. Nunca me quiso. No, mi Jasy, no quiero que llores por mí. —Le encerró la carita con las manos y le barrió las lágrimas con los pulgares. A pesar de que ella tenía la piel muy bronceada, el contraste de los colores seguía siendo manifiesto—. No, mi Jasy, no llores, te lo suplico. —Le besó la punta de la nariz y, para hacerla olvidar, le raspó la mejilla con el mentón.

—No te afeitaste —rio ella entre lágrimas.

—Mañana lo haré, para tu natalicio.

Emanuela le rozó el cuello al sujetarle un mechón de cabello, y Aitor percibió que se le erizaba aun la piel de las orejas.

—Lo tienes larguísimo, mucho más que yo. ¿Quieres que te corte las puntas?

—¿Te sigue gustando que lo lleve así, casi a la cintura?

—Sí, me gusta muchísimo. ¿Quieres que te corte las puntas mañana? —insistió.

—No, mañana es tu día. Pasado mañana. ¿Ya has pensado qué me regalarás para mi natalicio?

Amó el sonrojo que le trepó por las mejillas y la manera en que se mordió el labio inferior, y casi quebró el silencio de la noche con una carcajada cuando la vio asentir con aire conspirativo y un revoloteo de pestañas.

—¿Recuerdas cuándo es mi natalicio?

—El 2 de abril. Cumplirás dieciocho años. Mi pa’i Ursus prometió avisarme cuando sea 2 de abril. ¿Estarás en el pueblo?

—Sí, vendré. Quiero que me des mi regalo.

—Sí.

—Además quiero pedirte un regalo muy especial para mí. —Emanuela asintió, expectante, los ojos enormes—. Quiero que cortes dos mechones de tu cabello y que los entretejas con fibras de güembé de la manera en que mi sy te enseñó para que me confecciones dos muñequeras.

—Mejor con las del ysypo paje. Duran más.

—¿Me las harás, entonces? ¿Con tu cabello?

—¡Sí! ¡Sí! Te las haré. ¿De qué color quieres que tiña las fibras?

—Del color de tus ojos, de color azul.

—Y también del color de tus ojos, de color amarillo, así estaremos siempre juntos.

—Jasy… —Le rodeó el cuello con las manos y la atrajo hacia él. La besó muy cerca de la boca, y su erección se tornó una molestia casi insoportable cuando ella le apoyó las manitas cálidas sobre el torso desnudo. La mantuvo muy cerca para decirle—: No quiero que vuelvas a usar la cruz de Laurencio nieto. Por favor.

—Está bien, pero ¿qué le diré a Laurencio nieto cuando me pregunte por qué no la llevo?

—Él no te preguntará.

—¿No?

—No. Confía en mí. Y ahora quiero que duermas un poco. Vamos, entremos.

* * *

Se despertó en medio de la noche, lo que le ocurría a menudo desde que Emanuela se había empecinado en que dejase la chicha. Como estaba aprendiendo el arte de curar de manos de Ñezú, lo atiborraba con infusiones para sacarle el vicio, sobre todo con una de hierba del toro, a la que había llegado a detestar. No obstante, le permitía hacer porque Manú, hija de su corazón, era la única que se preocupaba por él y que lo amaba con sinceridad.

Escuchó unos susurros. ¿O tal vez se tratase de sollozos? Movió la cabeza hacia el sector donde dormían Bruno y Emanuela, pero, en la oscuridad, no distinguió de quién se trataba. A punto de levantarse, permaneció quieto en la hamaca al darse cuenta de que alguien abandonaba la casa. La puerta se abrió, y el tenue brillo de la luna creciente dibujó el contorno de la figura de Aitor; la habría reconocido entre miles, maciza y alta. Vio los pies de Emanuela, que colgaban de su brazo. Estaba llevándosela. Saltó de la hamaca y lo siguió. Debía admitir que experimentó alivio al comprobar que no intentaba robársela, sino que se ubicaba en la enramada con ella sobre las piernas. No le hacía gracia tener que enfrentarlo. Años atrás, la diferencia física le había otorgado una ventaja sobre el pequeño bastardo que él había aprovechado con frecuencia. En ese momento, le temía más que a Añá porque lo sabía capaz de cualquier maldad. Siempre había albergado la esperanza de que, por ser el fruto del adulterio, el alimento predilecto de los yaguaretés, acabaría entre las fauces de una de esas fieras. Cuando lo mandaron a aserrar al monte, las posibilidades de que se encontrase con su destino aumentaron; no obstante, el malparido siempre volvía, y lo hacía cada vez más fuerte, más robusto, más lozano, más dueño de sí, en tanto él se convertía en un viejo achacoso, lleno de malestares y dolencias, al que le costaba empuñar la maza en la herrería.

Los observó, absorto. Estaban haciendo las paces después de la pelea de la tarde. Había algo atractivo en el modo en que interactuaban esos dos, en cómo se miraban y se tocaban, en las risas sofocadas que compartían, en las caricias que se prodigaban, en los besos castos que intercambiaban. Se conocían y amaban profundamente, resultaba de necios negarlo. Manú languidecía durante las ausencias de Aitor, y volvía a florecer cuando a él se le daba por aparecer. Ella lo amaba como a un hermano, desde su inocente pureza, y, a pesar de que las jóvenes a esa edad comenzaban a pensar en el matrimonio, que concretaban a los catorce o quince años, su Manú no entendía de pensamientos impúdicos, ni pecaminosos, porque así la habían criado Malbalá, el padre Ursus y él. Era la niña santa, y así debía conservarse. Aitor, por el contrario, exudaba lujuria, y hasta un ciego habría notado que estaba excitado. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, caería sobre los labios de la niña para devorarlos y que la despojaría de la virginidad sobre los ladrillos de la enramada. Sus ojos amarillos de luisón la consumían, sus manos la abarcaban, como si fuese de su propiedad, sus labios la acariciaban como si pretendiesen marcarla. Terminaría ensuciándola, le robaría el honor, y el padre Ursus les quitaría a Manú porque no habían sabido protegerla, se la llevaría lejos. ¿Cuántas veces habían intentado arrebatársela? ¿Finalmente lo lograrían por culpa del alma negra de ese bastardo? Si Manú desaparecía de sus vidas, ¿quién lo cuidaría en la vejez? ¿Quién lo amaría y asistiría hasta el final?

* * *

El padre Hinojosa se sorprendió cuando Tarcisio llamó a la puerta de su recámara y le anunció que la niña santa lo aguardaba en el comedor para proceder a las curaciones. Era su natalicio, día de fiesta para la misión, como si de las patronales se tratase, y había pensado que Emanuela olvidaría su empeine quemado. Hacía poco menos de un año, el chamán del pueblo, Ñezú Arapizandú, la había convertido en la heredera de su sapiencia, que, en opinión del padre van Suerk, era vastísima y sorprendente. Su conocimiento de la flora del lugar pasmaba al médico holandés. Emanuela acompañaba a su taitaru, como ella lo llamaba, en las excursiones que este emprendía para recolectar hojas, flores, raíces, resinas, conchillas, incluso caolín e insectos, y le explicaba para qué servía cada tesoro que la naturaleza les regalaba. Emanuela le había contado que su taitaru le enseñaba a pedir permiso a la selva antes de servirse de algo, incluso tenía que explicarle para qué se lo quitaba.

—¡Bendita seas, mi niña! —exclamó en castellano, a modo de saludo, cuando entró en el comedor, arrastrando el pie derecho y asistido por Tarcisio—. Pensé que te olvidarías de mí hoy que se festeja tu natalicio.

La niña ladeó la cabeza y frunció el entrecejo, ademán que ejecutaba cuando una situación la sorprendía o cuando algo le resultaba incomprensible.

—Buen día, pa’i —dijo, en cambio.

Hinojosa advirtió la presencia de Aitor, que permanecía cerca de la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas ligeramente separadas. Su catadura lo habría asustado si no lo conociese desde que tenía cuatro años.

—Aitor, muchacho. ¿Cómo estás?

—Bien, pa’i. Gracias.

—Pues mira a este tonto de tu pa’i —prosiguió Hinojosa, como si el saludo del indio hubiese sido afectuoso y lleno de sonrisas—, rengo y tullido a causa de su propia estupidez. Me eché encima la caldera con agua hirviendo. Si no fuese por nuestra querida Manú, habría perdido el pie.

Emanuela sonrió y agitó la cabeza, como si juzgase exagerada la declaración.

—Tarcisio —pidió el sacerdote—, ayúdame a quitar la sandalia, por favor.

—Sí, pa’i.

Entraron Ursus y van Suerk, y aclamaron, contentos, al toparse con Aitor, que se apartó para darles paso.

—¡Muchacho! —lo saludó Ursus, y le apretó los hombros. Lo alegró que no se tensase, ni lo rechazara; todavía seguía siendo de los pocos que podían tocarlo sin provocar una reacción violenta en él—. ¿Te has dignado a venir a saludar a tu viejo pa’i?

Aitor dibujó una sonrisa vergonzosa que, Ursus meditó, le sentaba como a un Cristo dos pistolas. Se trataba de una expresión tan inusual en ese gesto de invariable severidad que más que una sonrisa parecía una mueca de fastidio.

—¿Qué cuentas, muchacho?

—Nada, pa’i. Todo como de costumbre.

—¿Cuándo vuelves para el monte? ¿Mañana?

—No. Tengo los ejercicios militares con la caballería y se me ha pedido que dé una mano en el aserradero.

—Bien, bien —farfulló, asombrado; debían de estar en serios aprietos los del aserradero para pedirle al luisón que los ayudase—. Entonces, te tendremos un poco más entre nosotros. Bien. ¿Me acompañas con unos mates?

—Se agradece, pa’i.

—Sentémonos a la mesa.

Van Suerk se aproximó a Emanuela, que, de rodillas en el piso, estudiaba la quemadura que acababa de desvendar.

—Recuérdame cuándo te hiciste la quemadura, Santiago —pidió el holandés.

—Hace tres días.

—¡Tres días! —Las cejas del médico se dispararon hacia arriba en franca sorpresa—. Tres días… Y ya luce tan curada. ¿Cómo lo has hecho, Manú?

—Lo primero que hago es esto. —Sumergió un trapo en una vasija de barro y lo estrujó—. Limpio la quemadura con una infusión de llantén. Mi taitaru dice que, antes de echarle las hojas de llantén, el agua debe borbotear mucho tiempo en el fuego. La uso cuando está tibia. ¿Molesta, pa’i?

—En absoluto, mi niña —contestó Hinojosa.

—También es muy buena para curar heridas una cocción de hojas de sarandí blanco, pero preferí la de llantén. Mi taitaru asegura que es mejor en el caso de quemaduras. Después, le coloco este emplasto que preparo machacando la raíz de mburukuja —Emanuela se refería a la pasiflora— con sebo de yacaré. Y ya está. Solo resta vendar de nuevo con trapos limpios.

—¿Solo machacas la raíz de la pasiflora? ¿No le agregas nada más al emplasto?

—No, mi taitaru dice que es en vano mezclar ingredientes diversos. Si no tuvieses raíz de mburukuja, pa’i, también es eficaz la de cordoncillo o la cebolla picada.

Ursus observaba, prendado, el intercambio entre el médico y la niña. ¿O ya debería pensar en ella como «la joven», aunque todavía fuese impúber? Su Manú, su pequeña e indefensa Manú, nacida a orillas del Paraná y a la que él había rescatado de una muerte segura y que ese día cumpliría trece años, estaba convirtiéndose en una mujer delicada, culta y bondadosa. La amaba como si fuese carne de su carne, lo mismo que al muchacho que tenía frente a él. Lo observó al pasarle un mate.

—Es a nuestro modo, hijo, con el agua caliente.

—Está bien, pa’i.

Aitor sorbía la bombilla y, con los párpados entornados, enfocaba la vista en Emanuela; ni un instante sus ojos la abandonaban. Ursus notó que, no solo la miraba, sino que la cuidaba, estaba alerta. Mantenía un ojo vigilante sobre Tarcisio, quizá demasiado cerca de la niña para su gusto; y también sobre el padre van Suerk, que se inclinaba para verla proceder, en tanto tomaba nota de lo que la niña le explicaba. Emanuela se había convertido en el puente entre el paje y el médico. Después de años de escatimarle las fórmulas y de ocultarle los secretos, Ñezú se los contaba a Manú y hacía la vista gorda cuando esta le pasaba el conocimiento al holandés.

Emanuela terminó de vendar el pie de Hinojosa y permaneció quieta, con las manos sobre las rodillas y la vista fija en la herida. Ursus se dio cuenta de que el ambiente mutaba, y el ánimo alegre y relajado de un momento atrás cambiaba drásticamente; el silencio se volvía solemne y los gestos se agravaban; parecían contener el aliento, mientras aguardaban el próximo movimiento de la niña. La vieron bajar los párpados lentamente y extender las manos hacia el pie herido; las apoyó sobre la venda. Hinojosa ya le había referido a Ursus que lo hacía desde la primera curación, lo de tocarlo y transmitirle un calor extraño, que le alcanzaba aun la rodilla; un calor que, pese a la piel en carne viva, no lo molestaba, por el contrario.

—No menciones esto a nadie, Santiago —le había pedido días atrás, siempre preocupado por ocultar lo que era en vano seguir negando: la niña poseía un don sanador.

Atisbó de reojo a Aitor, y lo vio estrechar el puño en torno al mate, agitar las paletas de la nariz y hundir el cuello entre los hombros, como si se aprestase a embestir. Resultaba evidente que el poder de Emanuela no le caía en gracia. ¿Por qué? Le temería a la Inquisición o se debía a su naturaleza posesiva y egoísta, que detestaba compartir a la niña. Hinojosa sostenía que Aitor estaba chalado por Manú; él disentía: Aitor la amaba con el celo de un hermano mayor. Nunca olvidaría cómo la había cuidado esa noche, en la jangada, mientras la traían a la misión, recién nacida y a un paso de la tumba. Tampoco olvidaría los días que siguieron, en los que el pequeño de casi cinco años no se movió del lado de la vasija donde Ñezú la había cubierto con plumas de pato. Y siempre había sido así entre ellos, Emanuela crecía a la sombra de la protección de Aitor, que se comportaba como un cancerbero al que ella amaba y al que, por ese mismo amor, toleraba en su posesividad y tiranía. Aitor, tan hostilizado y estigmatizado desde su nacimiento, se aferraba a la niña que lo contemplaba con devoción. En realidad, todos sus hermanos de leche, desde Bartolomé hasta Bruno, la protegían y la veneraban; era la princesa del hogar. Esa mañana, en la misa, ninguno había faltado, ni siquiera Juan, que había viajado desde la misión de Santos Mártires del Japón, donde instalaba el órgano en la iglesia, para acompañarla en la misa de su natalicio. Con todo, Aitor era el más devoto, tal vez porque la niña misma establecía una diferencia con él.

Emanuela batió las pestañas y abrió los ojos con la misma lentitud con que los había cerrado, y el aire se tornó más ligero, más brillante, y los ánimos se restituyeron.

—Gracias, mi niña —susurró Hinojosa—. Te daré mi regalo ahora.

—¿Para mí, pa’i?

—¿Acaso no festejamos hoy tu natalicio? —La niña sonrió, avergonzada, y se dispuso a acomodar los enseres de las curaciones en una canasta—. Tarcisio, ve a buscarlo. Lo olvidé sobre mi camastro.

—Yo también te daré mi regalo, Manú —dijo el padre van Suerk, y se encaminó hacia los interiores de la casa.

—Entonces —habló Ursus, y se puso de pie—, no me quedará otra que darte el mío ahora.

Abrumada, siempre sonriendo y con las mejillas arrebatadas, Emanuela buscó la seguridad de Aitor, que se puso de pie y le colocó un brazo sobre el hombro.

—Toma, mi niña —dijo Ursus, y le entregó un cartapacio que había mandado encuadernar para ella en la misión de Loreto, donde se hallaba la imprenta de la orden. Siempre andaba pidiéndole papel, cualquier pedacito valía, para tomar nota de lo que le enseñaba Ñezú y para dibujar las plantas. Era talentosa, y diseñaba —las plantas, los árboles, detalles de las hojas y de las flores, incluso animales— con admirable realismo.

—Para que hagas tus escritos y tus bosquejos. Y aquí tienes una pluma nueva y un tintero. A la tinta sabes hacerla con la borra del mate, ¿verdad?

No lo sorprendió que se pusiese en puntas de pie y lo obligase a inclinar el torso para besarlo en las mejillas; siempre había sido cariñosa y demostrativa. Apareció van Suerk con un libro de aspecto envejecido y tapas de cuero azul, medio desvencijadas. Era bastante grande y lucía pesado. Lo apoyó sobre la mesa, frente a la niña.

—Con este libro, querida Manú, empecé a estudiar medicina en la Universidad de Padua. Se titula Tesoro de pobres. Está en latín, pero me ha dicho tu pa’i Ursus que te has vuelto muy diestra en esa lengua.

—Sí, pa’i —contestó la niña, abstraída mientras hojeaba con cuidado las páginas amarillentas.

—Me gustaría entregártelo. No podrá estar en mejores manos.

—Gracias, pa’i. —Con van Suerk no se mostró tan suelta y se limitó a sonreírle.

—Mi libro —intervino Hinojosa— no te enseñará a curar el cuerpo, pero sí el alma. Son los Sonetos de Shakespeare.

—Mi taitaru dice que primero se enferma el alma y después el cuerpo. Por lo que si es un libro para el alma, le hará bien a mi cuerpo.

Los sacerdotes intercambiaron miradas azoradas.

—Está en castellano, Manú —comentó Hinojosa, y se lo extendió—. Es una excelente traducción.

—Gracias, pa’i. —Se trataba de una edición pequeña, primorosa, con tapas en cuero rojo, que Emanuela acarició antes de abrir. El padre Hinojosa le había escrito unas palabras en guaraní: Para Emanuela, un pedacito de Dios entre nosotros. Su pa’i Santiago. San Ignacio Miní, en el año de la Gracia de 1749.

Ursus la observó leer la dedicatoria. Santiago se la había mostrado el día anterior. Él siempre tenía esos impulsos y hacía ese tipo de cosas extrañas y escandalosas, como escribir un mensaje en la página de respeto de un libro. No obstante, al leer sus palabras, se le habían llenado los ojos de lágrimas, y lo mismo le ocurría a Emanuela en ese momento, que murmuró un «gracias, pa’i» con la voz gangosa. Nunca sería una beldad, su Manú. Tenía el rostro largo y enjuto; su nariz, aunque delgada y corta, era bastante aguileña y prominente; la boca ancha, decididamente desproporcionada para su cara, con labios demasiado carnosos, en absoluto finos y delicados como se esperaba de una mujer hermosa. Había que reconocer que su cabello era de un bonito color castaño claro, aunque indomable, con tanta cantidad de rizos, que Malbalá nunca conseguía domeñar, sin importar cuán ajustado se lo trenzase; los mechones se escapaban, sin remedio, y le caían sobre las sienes. Sus ojos, sin embargo, conquistaban al más renitente, y una vez que batía con inocencia las pestañas negras, sus defectos se dulcificaban. Azules, tan azules que a Ursus le recordaban a las gencianas que su madre y Ederra cultivaban en Buenos Aires. Si uno superaba el impacto de la primera impresión, la de encontrarse con un color casi inverosímil, caía en la cuenta de la inteligencia, la vivacidad y la bondad que se reflejaban en ellos. ¿Cuánto tiempo más le permitiría el provincial mantenerla en la misión? Un escalofrío le surcó la espina dorsal. Tosió, nervioso. No quería pensar.

Emanuela acabó de leer la dedicatoria y elevó el rostro, y ni siquiera el parco Tarcisio resultó inmune al efecto de esos ojos cargados de lágrimas y de esa sonrisa trémula.