CAPÍTULO
VII

¡Aitor, despierta! ¡Vamos, arriba!

Emitió un quejido, giró hacia la pared y siguió durmiendo. La voz no se dio por vencida.

—¡Arriba, Aitor! Acaba de venir Tarcisio para decir que tu pa’i Ursus quiere verte. ¡Ahora, hijo!

Se volvió en el camastro y se tapó los ojos cuando la luz que ingresaba por la puerta le hirió la vista. También ingresaba un murmullo fastidioso, como el zumbido de un enjambre de insectos.

—¿Dónde está Emanuela? —preguntó, con voz ronca.

—En la escuela —contestó Malbalá, mientras enrollaba las hamacas—, donde deberías estar tú, pero fue imposible despertarte. Ahora, levántate o te arrojaré una tinaja con agua en la cara. Vístete y ve a ver a tu pa’i.

—¿Qué es ese ruido? ¿Quiénes están afuera?

—¿Dónde estuviste anoche, Aitor? —quiso saber la mujer en cambio, y detuvo el ajetreo.

El niño se levantó y, arrastrando los pies, salió a la enramada para lavarse el rostro en la batea. Al cruzar el umbral, se detuvo en seco: una decena de personas se calló y lo observó con ojos espantados.

—Se siente mal —susurró una de las señoras.

—Sí, luce muy mal —confirmó otra.

—Les duele el estómago después de haberse convertido en lobisón —informó un anciano.

—¡Fuera de aquí! —los ahuyentó Malbalá—. ¡Ya oyeron lo que dijo el pa’i esta mañana en la misa! ¡Son pecadores aquellos que creen en el luisón!

—¿Dónde estuvo tu hijo anoche? —la encaró una mujer que se había persignado a la vista de Aitor.

—Porque vinimos a buscarlo —interpuso otra— y no dormía en su hamaca.

—¡Fuera de aquí! —insistió Malbalá, al borde de las lágrimas—. ¡Déjennos en paz!

—¡Tú, mujer abipona, no deberías haber permitido que este engendro naciese! —la acusó otra—. ¡Traerá desgracias a nuestro pueblo!

Aitor reaccionó al escuchar el sollozo que escapó de los labios de su madre. La ira lo despabiló de golpe. Levantó los brazos, curvó los dedos como garras y soltó rugidos y ladridos al tiempo que mostraba una blanca dentadura de desconcertantes caninos. La pequeña reunión se disipó en una confusión de gritos y súplicas al cielo.

—¡Aitor! —exclamó Malbalá, y se limpió las lágrimas con manos exasperadas—. ¿Qué haces, hijo? ¿Empeoras las cosas?

Aitor volvió a la enramada escondiendo la risa.

—¿Qué cosas, sy?

La mujer farfulló una queja y se metió en la casa. Aitor se lavó la cara, robó un poco de carne que todavía se asaba en el fogón y entró para cambiarse.

—Te acompañaré a ver a tu pa’i.

—No, sy, iré solo. Ya soy grande.

—Átate el cabello —le ordenó, y le pasó un tiento de cuero—. Parece un nido de pájaros. ¿Sabes para qué quiere verte tu pa’i? —inquirió con acento menos severo.

Aitor se sacudió de hombros.

—De seguro está enojado porque no me presenté en la escuela.

—No es por eso, Aitor.

—¿Y por qué ha de ser? —fingió desconcierto.

—Creo que tú lo sabes.

Aitor llamó a la puerta del salón de clases, y el vozarrón de Ursus se silenció de golpe. El jesuita abrió y se lo quedó mirando con ojos turnios. A punto de bajar el mentón, Aitor se conminó a sostenerle la mirada.

—Ve a la iglesia y préndele una vela a San Juan Nepomuceno, protector contra las calumnias y primer mártir por guardar el secreto de confesión.

—Sí, pa’i.

—Después, te arrodillas frente al altar de la Asunción de Nuestra Señora y rezas tantos padrenuestros y avemarías como te tome hasta que yo me reúna contigo. ¿He sido claro, Aitor Ñeenguirú?

El niño tardó en responder: pa’i Ursus lo había llamado por el apellido en pocas ocasiones, y en todas para reprenderlo. Ese día no le deparaba nada bueno.

—Como tú mandes, pa’i —dijo, y desvió la vista hacia el salón. Detuvo su búsqueda al divisar a Emanuela y la contempló con una seriedad en la que caía por instinto cuando la emoción amenazaba con ponerlo en ridículo. Los ojos de la niña parecían de un azul más claro esa mañana, ¿o quizá se tratase de la circunferencia que le rodeaba el iris, que había adoptado un tono más oscuro, casi negro? Como de costumbre, llevaba puesto el collar de conchillas que él le había regalado años atrás, para su quinto cumpleaños, y que solo se quitaba para dormir porque la incomodaba. Emanuela le sonrió, pero él, sin intención, mantuvo la expresión dura y severa. La conocía tanto que, por mucho que le sonriese y agitase la manita, él había adivinado su preocupación. ¿Qué habría sucedido mientras él dormía como una marmota? Detestaba que Jasy sufriese por su culpa.

—Aitor, ¿qué esperas para ir a la iglesia? ¿Que te lleve en andas?

—No, pa’i. Ya me voy.

—¡Y no se te ocurra comparecer en la casa del Señor armado! Deshazte del arco y de la honda antes de entrar.

* * *

Estaba atento a los sonidos, ninguno se le pasaba por alto; esa habilidad desarrollada para la selva le servía a menudo en el pueblo o en su casa, donde la empleaba para ubicar a Laurencio sin necesidad de utilizar la vista. Apenas reconoció la pisada de Ursus y ese carraspeo que repetía cuando estaba nervioso, se puso de rodillas frente a la capilla de la Asunción de Nuestra Señora, unió las manos a la altura del mentón y rezó el padrenuestro. Supo que el jesuita se había detenido detrás de él y que aguardaba a que terminase la oración. Simuló desconocer su presencia al comenzar un avemaría, que el sacerdote interrumpió con una tos más potente. Aitor se giró sobre las rodillas y fingió sorpresa.

—Ven aquí —ordenó el jesuita, y se metió dentro del confesionario—. Arrodíllate delante de mí. Usa el almohadón, que ya deben de dolerte las rodillas.

—No importa, pa’i.

Ursus besó una estola morada y se la colocó detrás del cuello y sobre los hombros.

—Ave María Purísima —dijo, sin mirarlo, con el codo apoyado en la ventana del confesionario y la mano cubriéndole la cara.

—Sin pecado concebida, pa’i.

—¿Hace cuánto que no haces confesión, hijo?

—No me acuerdo, pa’i.

—Y no te acuerdas —le reprochó y apartó la mano para enfrentarlo— porque hace más de dos meses que no visitas el confesionario. ¿Qué pecados tienes para confesar? —Aitor le dijo algunas faltas verdaderas, le inventó otras y se guardó para sí las más graves—. ¿Eso es todo, Aitor?

—Sí, pa’i. Al menos, es todo lo que recuerdo.

—Y de anoche, ¿qué recuerdas?

—¿De anoche? —aparentó confusión.

—Te he dicho hasta el cansancio que no es de buena educación repetir lo que se te ha preguntado. Sí, de anoche, Aitor Ñeenguirú. ¿Acaso no sabes lo que ocurrió?

—No sé nada de lo que ocurrió en el pueblo.

—¿No escuchaste el alboroto acaso? —El niño sacudió la cabeza—. ¿Atacaste a tu sobrino Laurencio haciéndote pasar por el lobisón o el luisón, o lo que sea?

—¡No! ¿Él dijo que yo lo ataqué?

—No, él dice que lo atacó el luisón.

—El luisón no existe, pa’i. Tú mismo lo has dicho.

—Por supuesto que no existe. Pero tengo la impresión de que, anoche, tú te hiciste pasar por uno para asustar a Laurencio.

—No. ¿Por qué lo haría?

—Aitor, es con tu pa’i con quien hablas. No intentes hacerte el pícaro porque te dejaré el trasero como una brasa.

—No, pa’i —dijo, y bajó la vista.

—¿Fuiste tú quien asustó a Laurencio anoche? El pobre niño lloró durante horas, para caer después en un sopor del que todavía no sale.

«Y hasta se hizo encima, pa’i». Apretó los labios para ocultar la sonrisa de satisfacción, al tiempo que siguió cavilando. «Es un mariquita, por eso no sacó deprisa a Jasy del pozo y a ella la atacaron las rayas».

—¿Fuiste tú, Aitor? Te recuerdo que estás confesándote. Lo que me digas, no saldrá de acá. No mientas, hijo, o Tupá te castigará duramente.

Pa’i Ursus estaba equivocado. A Tupá no había que temerle simplemente porque no existía. De pequeño, siguiendo los consejos del pa’i, que aseguraba que todo lo que se le pidiese, Tupá lo concedería, él le había rogado, una y otra vez, que hiciese que su ru lo amase. Tupá jamás le había concedido el pedido. A veces le daba por pensar que Tupá sí existía, pero que, al igual que su ru Laurencio, no lo amaba y que por eso no le prestaba atención. Entonces, ¿por qué tenía que ajustarse a sus reglas, que eran muchas y muy duras, si Tupá no lo tenía en cuenta?

—No, pa’i, yo no asusté anoche a Laurencio.

La mueca del jesuita evidenciaba sus recelos.

—Ahora dime: ¿dónde estabas? Porque de seguro no estabas en tu casa. Fui a buscarte y tu madre me dijo que no dormías en tu hamaca.

—Estaba en la torreta, viendo la luna llena con el telescopio de usted.

Resultó obvio que el sacerdote no se esperaba esa respuesta.

—¿Cómo entraste en la torreta? Siempre cierro con llave.

—Se la pedí al padre Santiago. Aquí tiene, pa’i. —Hurgó en la bolsita de cuero en la que llevaba las piedras para la honda hasta dar con una llave de unas nueve pulgadas—. Tenía muchas ganas de ver la luna llena.

Ursus recibió la llave, demasiado sorprendido para hablar de inmediato. Un momento después, se propuso intercambiar unas palabras con su amigo Hinojosa, que siempre apañaba y encubría a Aitor.

—¿Qué haré contigo, hijo mío? —se preguntó con una sonrisa cansada, melancólica también, y le puso la mano sobre la cabeza—. ¿Por qué no viniste hoy al catecismo?

—Ya soy grande para la escuela, pa’i.

—¡Grande! —rio el jesuita—. Si todavía tienes la leche en los labios.

No obstante, al verle la pelusa que le ensombrecía el bozo y que pronto habría que afeitar, y lo tupido que estaba volviéndose el vello de sus antebrazos y pantorrillas, Ursus reflexionó que había llegado el momento de buscarle un oficio. Aitor nunca había demostrado inclinación por las disciplinas de la escuela. Leía y escribía el guaraní malamente, y apenas si sabía sumar y restar, no porque le faltase inteligencia, sino por vago e inquieto. De nada servían las penitencias, ni los golpes de férula, porque a nada le temía. La escuela, ese recinto cerrado, alejado de la naturaleza, en donde se acataban órdenes y se acumulaban conocimientos para los que él no encontraba aplicación durante sus cacerías, se tornaba, más que aburrida, hostil. Su naturaleza fogosa se rebelaba. No obstante, cuando se sentaban a solas para conversar y él le contaba acerca de los generales de la antigua Roma, o de Alejandro Magno, del cartaginés Aníbal, o de Atila, el huno, Ursus captaba su atención. Aitor guardaba silencio, salvo para formular preguntas siempre pertinentes, y lo contemplaba con una actitud que Ursus solo le había descubierto cuando lo sorprendía observando a Emanuela.

—¿Quién pudo haber atacado a Laurencio anoche? —preguntó de pronto el jesuita.

—No lo sé. Tal vez se lo imaginó. Él es muy miedoso, pa’i.

—No se lo inventó. Descubrimos huellas.

—Tal vez haya sido Venancio. —Aitor se refería a otro de sus sobrinos, hijo mayor de su hermano Andrés.

—No calumnies, Aitor. Tú mismo has sufrido el rigor de la calumnia. No le hagas a los demás lo que no deseas que te hagan a ti.

Pa’i, tú me preguntaste quién pudo haber atacado a Laurencio nieto. Yo solo respondo a tu pregunta.

El jesuita carraspeó, incómodo.

—¿Por qué Venancio querría atacar a su primo hermano?

—Porque Venancio está celoso desde que Laurencio abuelo le fabricó un cuchillo a Laurencio nieto y no le hizo uno para él.

—¿Por qué llamas Laurencio a tu padre?

—Porque él no es mi padre.

Ursus revivió la escena dramática de años atrás, cuando Aitor, que ni siquiera contaba diez años, estuvo a punto de perforar el corazón de su padre con una flecha, y también se acordó de tantas peleas, discusiones y miradas aviesas. Volvió a plantearse la posibilidad de enviarlo a otra doctrina, y desistió como un cobarde: la pena de no tenerlo a su lado seguía resultando tan desoladora como en aquel momento.

—Laurencio asegura que el luisón le dijo que le arrancaría el corazón, tal como tú lo amenazaste el día en que Manú cayó al pozo. ¿Qué dices a eso?

—Venancio estaba allí ese día. Él escuchó bien lo que dije.

—Venancio es demasiado niño para urdir esas travesuras. Solo tiene once años.

—Venancio es un pícaro, pa’i, y haces mal en confiarte de él.

Si bien contaba con una excelente coartada —haberle presentado la llave de la torreta había sido una jugada maestra—, en el fondo el jesuita sabía que le mentía y lo irritaba admirarlo. Aitor era hábil, inteligente, seguro y temerario, y él eligió hacerse el sonso. Le colocó la mano sobre la cabeza, le dio la absolución y se puso de pie.

—Vamos —dijo, y se quitó la estola—, hoy mismo comenzarás a trabajar con tu tío Palmiro en la ebanistería. No te quiero de vago, urdiendo malicias. —Ursus levantó el índice para acallarlo—. Y tampoco quiero peros, Aitor. Necesitas aprender un oficio.

—Yo ya sé un oficio, pa’i. Soy cazador.

—En la doctrina necesitas aprender otro oficio; el de cazador no basta. ¿O prefieres trabajar en el tupâmba’e tres días de seis y el resto de la semana ayudar a tu madre en la huerta hasta que tengas tu propio avamba’e el día en que te cases?

Aitor se imaginó trabajando en los campos de la comunidad cosechando caña de azúcar, algodón, maíz o tabaco, o convertido en un tarefero, que recolectaba yerba en los raídos, y las imágenes le resultaron intolerables, lo mismo que quebrase el lomo en la granja familiar.

—Aprenderé el oficio con mi tío Palmiro.

—Bien. Vamos ahora mismo. Él estará contento de enseñarte. Te quiere como a un hijo.

* * *

—¡Mierda! —Vespaciano de Amaral y Medeiros descargó el puño contra el escritorio y clavó el cortaplumas de plata sobre la madera pulida—. ¡Mierda y mil veces mierda!

El papel le temblaba en la mano, la ira le teñía la visión de rojo, y le resultaba imposible finalizar la lectura de la carta. Con lo que había visto le bastaba.

—¿Qué sucede, vuesa merced? —Florbela se precipitó dentro de su despacho, seguida por Nicolasa, que se mantuvo callada.

—¡Nada, mi señora! —le vociferó—. ¡Dejadme a solas!

—¿Malas noticias? —insistió la mujer, y apuntó un dedo inseguro hacia la carta en manos de su esposo.

—¡Que no seréis marquesa, mi señora!

—¡Oh! —exclamaron las mujeres al unísono.

Amaral y Medeiros se dejó caer en la butaca y se sostuvo la cabeza con la mano.

—Ahora, por favor, dejadme a solas.

—Como ordenéis, vuesa merced.

La carta, con el sello del virrey del Perú, el marqués de Villagarcía, yacía sobre su escritorio. La observó largamente antes de volver a leerla. Le informaba lo que había sospechado, que el título de marqués había ido a parar a manos de un limeño, no le importaba quién, pues Su Majestad, el rey Felipe V, había recibido reportes infamantes acerca de su persona que le hacían imposible concederle un título de semejante preeminencia.

—Viejo chalado —masculló, y se sirvió del cortaplumas con que afilaba sus péñolas para infligir heridas al papel y al escritorio—. Todos saben que está más loco que una cabra y que le falta poco para irse al infierno. ¡Maldito seas, Felipe de Borbón! ¡Maldito seas, tú y tu descendencia!

Más allá de su encono hacia el rey, que el diablo se lo llevase, Vespaciano sabía a quién tenía que agradecerle el favor: a los jesuitas. Conocía la extensión de su influencia en la corte borbónica. Después de todo, la Real Cédula del 43, en la cual Felipe confirmaba el régimen administrativo y económico de las doctrinas, ratificaba sus prerrogativas en materia de impuestos y del comercio de la yerba y demás productos, y daba por tierra con las denuncias que los detractores de la Compañía de Jesús habían expuesto a la Corona española, resultaba prueba suficiente del ascendiente jesuita. Resopló al soltar una risa cargada de sarcasmo, mientras recordaba un párrafo de la mentada cédula que rezaba: «Estas doctrinas y estos indios son una alhaja del real patrimonio de S. M».. No por nada, los loyolistas la llamaban la Cédula Grande.

Hundió la péñola en el tintero y escribió la respuesta al marqués de Villagarcía con trazos enérgicos e inspirado por la ira. Se despachó con cuanta historia había oído acerca de los jesuitas y de sus misiones: que intentaban fundar un imperio dentro del reino español, que contaban con ejército y armas para conducir a los indios a una rebelión, que muchos de los padres eran espías de sus países de origen, que contrabandeaban, que ocultaban minas de oro en sus pueblos, que no enseñaban el español al indio para mantenerlo aislado y que tampoco les enseñaban a amar a su monarca, porque ni siquiera les explicaban que Felipe V existía; de hecho, los reinaba un tal Nicolás I, un indio guaraní, un bufón de los padres. Para el padre Ursus, a quien odiaba con especial encono, reservó el último párrafo: «Y aseguran que esconde a una niña blanca en la misión, una niña santa, me dicen, la cual usa para sus fines espurios, los de conducir a los guaraníes a una rebelión y fundar el Imperio Jesuítico del Paraguay».

Plegó el papel y lo selló con lacre, un lacre en el cual jamás imprimiría el escudo de su marquesado. Dio un portazo al abandonar el despacho, y Lope y Ginebra, que jugaban al bacará en la sala, dieron un respingo en sus sillas. Evitó mirar a su hijo, la gran desilusión de su vida. Con casi trece años, todavía se orinaba de noche y a veces, cuando se alteraba, lo que sucedía a menudo, tartamudeaba. ¡El diablo se lo llevase a él también!

* * *

Aitor se calzó el carcaj a la espalda, se cruzó el arco sobre el pecho y se colgó la honda antes de abandonar el taller donde Palmiro Arapizandú realizaba sus trabajos en madera. Como cazador, su tío Palmiro era una cosa; como ebanista, era otra, más bien severo y poco paciente. Al principio, la diferencia lo había desorientado; momentos más tarde, lo había fastidiado, sin contar que eso de taracear madera, construir muebles «elegantes», como los calificaba Palmiro, o tallar imágenes de ángeles y de santos, le resultaba tan aburrido como el catecismo.

Vislumbró a Laurencio abuelo en la enramada, y supo que estaba tomado. Su cuerpo adquiría una postura ligeramente encorvada y medio ladeada hacia la izquierda, que lo delataba. Conversaba con Bartolomé, quien lucía rabioso a juzgar por el modo en que agitaba los brazos. De seguro estaría reclamándole por el ataque del luisón a su hijo mayor. Pensó en mandarse a mudar y regresar cuando Laurencio hubiese caído en el sopor en que lo sumía la chicha, pero vio salir a Emanuela de la casa, y no razonó mientras se encaminaba hacia ella con la decisión que emplea el yaguareté para caer sobre su víctima.

La había extrañado; lo único bueno de ir a la escuela era estar cerca de ella. Le costaría acostumbrarse a no compartir la jornada con su Jasy, apenas un rato por la mañana y otro por la tarde antes de irse a dormir. No les bastaría para contarse las novedades, los descubrimientos y los planes. Bruno sabría de ella más que él. Apretó el paso movido por los celos y la rabia.

Emanuela lo vio, soltó una risita que suavizó la ira de Aitor y corrió a recibirlo, aunque todavía renguease un poco. La lechuza caburé y la macagua perdieron el equilibro sobre sus hombros y tomaron vuelo; el kinkajú se aferró a su pecho, en tanto Timbé la siguió con aire resignado. Aitor la aferró por la cintura y la hizo girar en el aire. Los chillidos alegres de la niña se confundían con los del aterrado Kuarahy.

—¡Jasy! —susurró con voz agitada al estrecharla contra su pecho.

—¿Dónde estabas? —preguntó, seria y sin mirarlo, mientras le acomodaba, detrás de las orejas, el largo cabello negro, por el cual experimentaba una gran fascinación. Desde que su tío Palmiro le había regalado un peine de madera en su último cumpleaños, se lo peinaba todas las noches, y Malbalá se servía de él para enseñarle a trenzar—. ¿Por qué no fuiste al catecismo?

—Mi pa’i Ursus me dijo que ya soy grande y que no tengo que volver al catecismo.

—¿De veras?

A veces, cuando algo la desconcertaba, fruncía el entrecejo y ladeaba la cabeza, y a Aitor le daban ganas de besarla. Lo hizo, le plantó un beso en la mejilla, y en la nariz, y la niña rio.

—Dale un beso también a Kuarahy. Él te echó de menos, aunque no tanto como yo.

—Solo te doy besos a ti, Jasy.

—También besas a mi sy y a mi jarýi Vaimaca —le recordó, sin mostrarse ofendida.

—A ellas no las beso como a ti. A ti te beso porque quiero besarte.

—¿Y a ellas?

—Se supone que debo hacerlo, ¿no?

—¿Dónde estuviste todo el día?

—En el taller de mi tío Palmiro, aprendiendo para ser ebanista como él.

—¿De veras? ¿Y me fabricarás cosas bonitas como las que hace mi tío Palmiro?

La ojeriza que le había agarrado al oficio de pronto ya no era tan aguda. «Hacerle cosas bonitas a mi Jasy», repitió para sí.

—Te llenaré de cosas bonitas. —Evocaría la risa de la niña, la ternura con que acababa de estrecharle el cuello y besarlo en la mejilla cada vez que lamentase hallarse enclaustrado en el taller de Palmiro Arapizandú—. ¿Así que me echaste de menos? —La niña asintió—. Cuéntame, ¿por qué me echaste de menos?

—Tenía miedo de que mi pa’i Ursus te hubiese castigado. Tenía mucho miedo —reiteró, y volvió a apretarle el cuello—. Anoche, el luisón atacó a Laurencio nieto, y todos dicen que fuiste tú.

—Sabes que el luisón no existe, Jasy. Lo sabes, ¿verdad? —La niña agitó los hombros—. No existe, Jasy, te lo prometo. —Por primera vez, se arrepentía de haberse disfrazado de lobisón.

—¿Fuiste tú, Aitor? ¿Tú atacaste a Laurencio nieto?

Como se había impuesto como regla jamás mentirle, le habría respondido con la verdad si Bruno no los hubiese interrumpido.

—Mi ru te llama. Quiere hablar contigo.

Predijo que habría gresca, por lo que colocó a Emanuela en tierra firme y la tomó de la mano para avanzar hacia su casa. Bartolomé ya se había ido. «Cobarde», masculló Aitor. «Me teme más que su hijo», porque, a pesar de llevarle trece años, sabía que, en una lucha, pelearían de igual a igual.

Se detuvo frente a Laurencio y, desde esa distancia, le olfateó el hedor de la chicha. El hombre lo observaba tras unos párpados entornados que no bastaban para velar su odio. Se expresó con la voz pastosa, aunque clara:

—Quiero que agarres tus cosas y te vayas de mi casa. No voy a permitir que el monstruo que ataca a mi nieto favorito viva bajo mi techo.

Aitor percibió en su mano el temblor de Emanuela, y también que estaba formándose un corro en torno a ellos.

—Lo haré, pero Emanuela se viene conmigo. Irá adonde yo vaya.

—¡Tú no te llevas a Manú a ningún lado! ¡Se quedará aquí, con su familia! —El hombre se adelantó con pisadas vacilantes y lanzó un manotazo—. ¡Dame a la niña! ¡Es mi hija!

Aitor colocó a Emanuela detrás de él y allí la mantuvo con una mano. Con la otra, aferró el cuello de la camisa de su padre y lo empujó. El hombre trastabilló, cayó de espaldas, y la cabeza le rebotó contra el filo de ladrillos que componían el suelo de la enramada. Se trató de un golpe seco que, aun a Aitor, provocó un respingo y un regusto desagradable en la base de la garganta. Los curiosos soltaron a coro un clamor, y, por unos instantes, permanecieron congelados, los ojos fijos en la figura inmóvil de Laurencio Ñeenguirú. Sin darse cuenta, Aitor dejó ir a Emanuela cuando esta caminó hacia su padre adoptivo. No gritaba, no lloraba, ni siquiera temblaba o lucía afectada. Se arrodilló junto a él, cerca de la cabeza, y lo contempló con serenidad antes de apoyarle las manitas sobre la frente y los ojos. Más tarde, los curiosos afirmarían que de las manos de la niña había brotado una luz brillante, que no encandilaba; otros asegurarían que la cabeza de Ñeenguirú se había tornado de color rojo; otros insistirían en que un ángel se había posado sobre la niña y que sus alas blancas fosforecían; y así los relatos de los segundos en que Emanuela había posado las manos sobre la cara de Laurencio se tornarían tan pintorescos como los de una leyenda.

Ñeenguirú inspiró profundamente, con la ansiedad de quien ha permanecido demasiado tiempo bajo el agua, y agitó la cabeza. La niña retiró las manos, y su padre adoptivo levantó los párpados.

—Manú —dijo, con voz sobria y timbre feliz.

Malbalá, que trabajaba a unas cuantas varas del pueblo, en su huerta, corrió el último trecho al avistar el gentío en torno a la enramada de la casa. Si bien se había acostumbrado a ser el centro de atención de San Ignacio Miní, el instinto le marcó que en esa ocasión había sucedido algo grave. Frenó de golpe al ver a Emanuela de rodillas junto a Laurencio, que, tirado en el suelo, sonreía y acariciaba la mejilla de la niña. Aitor, a una corta distancia, lucía pálido y observaba con ojos sin vida.

—¡Laurencio! —exclamó, y lo ayudó a incorporarse—. ¿Qué sucedió, Laurencio?

—Que ese demonio de hijo que tienes intentó matarme y mi niña santa me devolvió la vida.

El gentío lanzó una exclamación y se dispersó en todas direcciones pregonando la buena nueva como buhoneros.

A las palabras de Laurencio, Emanuela se restregó los ojos, pestañeó varias veces, como si despertase, y clamó:

—¡Aitor no es un demonio, ru! ¡Nunca vuelvas a llamarlo así! ¡Nunca!

Corrió hacia él, que cayó de rodillas para recibirla en sus brazos. La apretó con la misma intensidad que empleaba para refrenar las lágrimas. Tenía ganas de llorar por tantas cosas: de felicidad, porque Jasy lo había salvado de convertirse en un asesino; de tristeza, porque deseaba muerto a ese malnacido de Laurencio Ñeenguirú; de miedo, porque ahora resultaría imposible ocultar que su Jasy era un ángel, y todos la querrían, la anhelarían, volverían a tocarla como cuando era pequeña, la molestarían, la atosigarían, pero no porque la amasen como él, sino para usarla. Y su Jasy solo le pertenecía a él.

* * *

Meses más tarde del incidente en el que Emanuela se convirtió en el portento de San Ignacio Miní, y después de una noche de luna llena, aparecieron varios animales muertos, algunos del tupâmba’e, otros de algunos avamba’e. Gallinas, cerdos, ovejas y cabras, degollados con una mordida en la yugular; a todos les habían arrancado el corazón.

Palmiro Arapizandú, a quien el gobernador Andonaegui había apuntado como el nuevo corregidor después de la muerte de Cecilio Pindoyuví, pidió al Cabildo que instruyese una investigación. Las bestias asesinadas fueron llevadas al matadero, donde el alguacil mayor y los alcaldes de primero y de segundo voto las estudiaron, junto con el padre van Suerk. Llegaron a la conclusión de que habían muerto a causa del ataque de un depredador y marcharon a la casa de los padres para comunicarle las novedades a Ursus, que se encontraba en su dormitorio, donde rezaba.

Ursus estaba preocupado. No había resultado fácil restablecer el equilibrio dentro de la misión después del ataque del luisón y de la «resurrección» de Ñeenguirú. No importaba cuántas veces les explicase a las gentes del pueblo que Laurencio no había resucitado, sino que había perdido la conciencia para recuperarla minutos después sin intervención de Emanuela; para ellos, la niña santa lo había devuelto a la vida. Se reiniciaron las peregrinaciones a casa de los Ñeenguirú; la enramada volvió a abarrotarse de votivas, flores, canastas con comida, obsequios, animales —muertos y vivos— y toda clase de presentes, y Emanuela debió soportar el manoseo y los besos en los pies y que la abrumasen con pedidos y favores. Lo toleraba con una ecuanimidad admirable para una niña de ocho años; no obstante, Ursus la notaba enflaquecida, ojerosa y demacrada.

Desde el púlpito, se agitaba al advertirles que la Inquisición vendría a llevársela para enjuiciarla por bruja. Sus discursos caían en saco roto. Tenía la impresión de que no le creían, o bien de que elegían no prestarle atención para seguir aprovechando la presencia de una santa que los salvaría de la enfermedad y de la muerte.

El día en que recibió una carta del obispo de Asunción en la cual lo consultaba por los rumores que ciertos «vecinos de fuste» le habían comentado acerca de que una niña santa en la misión de San Ignacio Miní realizaba portentos, Ursus supo que había llegado el momento de tomar una medida drástica antes de que las cosas se salieran de madre. Le pidió al padre Hinojosa que compusiera una obrita de teatro, disciplina a la cual los jesuitas echaban mano con frecuencia para educar a los indios, y que se inspirase en una famosa quema de brujas del siglo anterior acaecida en Logroño, una localidad al norte de la España.

—Estoy preocupado, Santiago —admitió Ursus—. Siento que la situación se me va de las manos y que esto va a terminar mal. Necesito algo contundente, algo que los haga oírme y prestarme atención. Este desvarío de la niña santa tiene que terminar cuanto antes. ¿Podrás completar la obra para la celebración de Corpus Christi? Se me ocurre que podríamos ponerla en escena en las vísperas. ¿Qué piensas? Sé que no estoy dándote mucho tiempo…

—Calma, amigo. Lo haré. Escribiré la obra para esa fecha aunque tenga que pasar noches enteras en vela.

—Gracias, Santiago.

—Eso sí, tendrás que revisarla. Mi guaraní no es ni por lejos tan bueno como el tuyo.

—Por supuesto, la revisaré con gusto.

—¿Quiénes serán los actores?

—Hay un grupo de muchachos que hace de compañía teatral para las celebraciones. Juan Ñeenguirú es el encargado. Habla con él, por favor.

—Lo haré. —Hinojosa bajó la vista y se acarició el mentón—. Ursus, ¿has pensado que tal vez Emanuela en verdad posea un don sanador?

—¡No! Ella es una niña normal, como cualquier otra.

—¿Por qué te opones con tanta tenacidad?

—¿Es que no lo comprendes, Santiago, justamente tú, que has sido perseguido por tus ideas? Estas no son épocas para proclamar la existencia de seres mágicos o dotados de las mismas cualidades sanadoras de Nuestro Señor Jesucristo. La Inquisición terminaría quemándola o torturándola hasta matarla. ¡No tolero siquiera pensar en esa posibilidad! Si no logro acallar a las gentes del pueblo, tendré que llevarme a Emanuela de aquí.

Más allá de que sabía que la niña contaba con poderes mágicos, el otro que insistía en la normalidad de Emanuela era Aitor, y lo hacía por miedo a la Inquisición —ahora sabía bien cómo se llamaba—, y por celos, porque cada día le resultaba más duro verla acosada y manoseada. Además, se sentía culpable. Pero a las declaraciones de él, de que Emanuela no había resucitado a Laurencio Ñeenguirú, nadie les prestaba atención. Desde el ataque a Laurencio nieto, la gente lo rehuía más que antes; no se atrevían a mirarlo a los ojos, ni a importunarlo; se alejaban en dirección contraria si se lo topaban en la calle, pero sin insultarlo, ni recordarle su calidad de luisón, y, salvo pocas personas, nadie le dirigía la palabra. Ursus, que había notado el pánico que su figura despertaba entre los indios, se decía que lo único que lo salvaba de que se organizasen para lincharlo era el amor incondicional que Emanuela mostraba por él. Al final, reflexionaba, la niña santa estaba evitando una tragedia, pero ¿a qué costo, el de su propia vida?

Las vísperas de la procesión de Corpus Christi llegaron, y junto con ellas los festejos para los que la misión había estado preparándose desde el día siguiente al de la Pascua de Resurrección. Después de un concierto de la orquesta de la doctrina de Nuestra Señora de Loreto, se aprestó el escenario en un extremo de la plaza de armas, donde se interpretaría la obra La bruja y el inquisidor, del padre Santiago de Hinojosa, S. J. Ursus decidió que el espectáculo tuviese lugar a la caída del sol para que el efecto fuese más dramático. En la primera fila, la única con sillas, se ubicaron los padres y los hermanos de las dos misiones, la de San Ignacio Miní y la de Loreto, el corregidor Arapizandú y las autoridades del Cabildo, que destacaban por sus capas y coronas cubiertas de plumas multicolores y los rostros pintados con tintas negras y rojas. El pueblo la presenciaría de pie, aunque muchos se sentaron en el suelo.

Durante la hora y media que duró la puesta en escena, solo se oyeron las voces de los actores, y aun la selva parecía haber acallado sus sonidos incesantes. Los jesuitas y los guaraníes contenían el aliento en tanto se desarrollaba el interrogatorio a la muchacha, quien, por curar con brebajes de hierbas y emplastos, había sido acusada de practicar la brujería. Hinojosa no reparó en nada, y hasta incluyó una escena con la tortura del potro y la de las tenazas, esta última tan real, con pedazos de hígado de vaca y tintura roja para imitar la sangre, que algunos indios vomitaron, otros se desvanecieron. La obra finalizaba con la pobre desagraciada en la hoguera. Mientras se consumía un muñeco relleno de paja y las llamas teñían la noche de una luminosidad naranja, un actor se ocultaba para proferir alaridos desgarradores que superaban el rugido del fuego y los crujidos de las ramas, y rasgaban la quietud del pueblo. El efecto resultó más dramático de lo que Ursus había previsto, y cuando se anunció el final de la obra, el público guardó silencio antes de explotar en un aplauso.

Todavía afectado, Ursus se puso de pie, caminó hacia el improvisado escenario, donde unos indios apagaban las llamas arrojándoles tierra, y vociferó:

—¡Este es el fin que se les depara a aquellos que caen fuera del favor de la Inquisición! ¡Este es el destino que les aguarda a los pobres infelices que el Santo Oficio condena por brujos o herejes! ¡Y creedme, la mano de la Santa Inquisición es muy larga y poderosa y nos alcanzará aquí si es necesario! ¡Sean juiciosos y que Dios los proteja!

Sin duda, la obra de teatro misma podría haber sido condenada por el Santo Oficio ya que Hinojosa la había dotado de una cualidad ambivalente que habría enojado a los inquisidores más benévolos. Pero a Ursus, eso lo tenía sin cuidado. La obra no volvería a representarse, y su amigo, el capellán de Loreto, que conocía el apuro en el que se hallaba, no abriría la boca. Lo único que importaba era acabar con la veneración que Emanuela despertaba, y La bruja y el inquisidor había cumplido su objetivo. Una vez más, las gentes se retrajeron, desaparecieron las ofrendas en la enramada de los Ñeenguirú y la niña volvió a transitar con libertad por el pueblo. Ursus, de igual modo y con ánimo pesimista, se preguntó hasta cuándo.

La aparición de los animales muertos ponía de nuevo en peligro el equilibrio que con tanto trabajo se había restablecido durante las vísperas de Corpus Christi, y reavivaba la leyenda del lobisón.

Van Suerk llamó a la puerta de su dormitorio y le avisó que lo esperaban en la sala.

—En un minuto estoy con ustedes —anunció.

Lo recibieron varios rostros de expresiones consternadas.

—¿Y bien? —preguntó, con tono impaciente, en dirección a Palmiro Arapizandú.

—Ya revisamos a los animales muertos, pa’i. No hay duda: una bestia las ha matado.

—¿Qué clase de bestia?

—Un yaguareté, tal vez —propuso van Suerk.

—No, pa’i —intervino el alcalde de primer voto—. Un yaguareté no se atrevería a entrar en el pueblo. Huyen de los humanos.

—Además —añadió Arapizandú—, jamás saldría a cazar con luna llena. Estaría muy expuesto y vulnerable.

—Por otro lado —comentó el alcalde de segundo voto—, un yaguareté caza para comerse a sus presas, no para arrancarles solo el corazón.

—¿Les arrancaron el corazón? —se alarmó Ursus, y los demás asintieron—. ¿Entonces? ¿Qué sugieren?

—El luisón, pa’i —se atrevió a contestar el alcalde de primer voto.

—¡Y de nuevo con el tema de marras! —se exasperó Ursus—. Estoy cansado con este dislate del luisón. ¡Les he dicho que es pecado creer en esas sandeces! Tendrás que confesarte, David, si quieres que te imparta la comunión mañana en la misa. Lo mismo ustedes, si comparten la idea de David.

—Como usted mande, pa’i.

—Y ahora, si no tienen nada más para decirme, los dejaré proseguir con sus tareas. Tengo que meditar sobre este asunto.

Los indios se marcharon, y Ursus se dejó caer en una silla, de pronto agobiado por un cansancio físico, que le volvía de piedra los miembros.

Cui bono? —escuchó decir a Hinojosa, que había presenciado la conversación en silencio.

—¿Quién se beneficia? —repitió Ursus, y suspiró—. Tantos… Todos aquellos que le tienen ojeriza a Aitor, empezando por su padre, y siguiendo por algunos de sus hermanos, su sobrino Laurencio, y… ¡Que podría tratarse del pueblo entero, Santiago! Casi todos creen que es el dichoso luisón y le tienen un miedo de tomo y lomo. ¿Qué harías tú, Santiago?

—Pedirle al alguacil mayor que organizase rondas con aquellos que sean menos proclives de actuar en contra de Aitor, para que vigilasen el pueblo durante las noches de luna llena.

Ursus asintió con aire abatido.

—Eso haré. Gracias, amigo.

A una orden de Ursus, el alguacil mayor organizó dos grupos de guardia, uno que rondaría el pueblo y otro la estancia, durante las noches de luna llena. Aunque disminuyeron, los ataques a los animales continuaron, junto con la leyenda del luisón.