Capítulo 21
El Ministro de Transporte israelí y los ejecutivos de Eli no demoraron en dar su consentimiento para entrevistarse en París con los dirigentes de las aseguradoras holandesas. Los detalles del encuentro se concertaron durante el fin de semana entre Michael Thorton y Ariel Bergman, y la reunión se llevó a cabo el lunes por la tarde, en la sala de reuniones de la Mercure. Tardaron poco más de tres horas en acordar una cifra que compensase las pérdidas sufridas con motivo del siniestro. Actuarios de The Metropolitan y de la World Assurance presentaron un detalle de las erogaciones ya realizadas y un cuadro con la proyección de las que se producirían durante los próximos meses. Los expertos que asesoraban a los israelíes analizaron la documentación y esgrimieron no pocas objeciones. De todos modos, como la voluntad de Israel se inclinaba por alcanzar un acuerdo, finalmente se convino una indemnización de setenta y tres millones de dólares, de los cuales cuarenta y dos terminarían en las arcas de The Metropolitan, y treinta y uno en las de World Assurance.
Quince minutos más tarde de que el ministro de Trabajo israelí y los altos ejecutivos de El Al hubiesen abandonado el George V, y mientras los socios de la Mercure y los directivos de las aseguradoras descorchaban un Dom Pérignon, sonó el celular de Al-Saud. Reconoció el pesado acento hebreo de inmediato.
—Ya lograron lo que querían —dijo Bergman—. Ahora deben cumplir la otra parte del acuerdo.
—Mañana lo encontraré en…
—No, Al-Saud. Mañana no. Esta noche. Ahora, si es posible. No tenemos tiempo que perder. Han pasado más de diez días desde la aparición de la primera nota periodística. El tiempo nos juega en contra. El gobierno de mi país tiene que actuar. Las presiones internacionales son insoportables a este punto.
—En media hora —aceptó Al-Saud—, en el Café de Flore del Boulevard Saint-Germain. ¿Podrá llegar a tiempo?
—Sí, en media hora estaré allí.
Apenas cortó con Bergman, Al-Saud le pidió a Victoire que lo comunicase con Peter Ramsay. Después de impartir unas directivas a Ramsay, se despidió de sus clientes y de sus socios y le pidió a Medes que lo condujera al Boulevard Saint-Germain. Llegó antes que Bergman, y cuando éste se aproximó a la mesa, Al-Saud levantó la mano y lo detuvo antes de que tomara asiento.
—Señor Bergman, debería ir al baño de caballeros para asearse antes de comer.
Bergman comprendió de inmediato la motivación de Al-Saud. En el baño se encontró con Peter Ramsay, que trabó la puerta calzando una cuña de madera en el piso.
—Si me permite, señor Bergman.
El katsa extendió los brazos a los costados para que Ramsay lo cacheara de armas.
—Esta preciosura se queda conmigo hasta el final del encuentro —dijo, y encajó la Beretta en la parte delantera de su pantalón. Después, barrió al israelí con un aparato que detectaba frecuencias, sin hallar nada—. Está limpio —dijo, girando apenas el rostro y hablándole a la solapa de su saco. Quitó la cuña que atascaba la puerta y, con un ademán de mano, invitó a Bergman a regresar al salón.
—¿Qué desea tomar? —preguntó Al-Saud.
—Un café estará bien.
—Dos cafés, por favor. —Esperó a que el camarero se alejara para comentar—: Imagino que sabe que la reunión fue un éxito.
—Para usted y sus clientes. No para mi país.
—A Israel le cuesta perder porque no está acostumbrada a hacerlo. Sin embargo, en este asunto tan complejo la pérdida asciende a tan sólo setenta y tres millones de dólares. Nada para un país tan rico como el suyo.
—No se trata del dinero, Al-Saud, y usted lo sabe. Es la imagen de Israel la que se ha dañado quizá de manera irreparable.
Eliah soltó una carcajada desprovista de humor.
—Por favor, Bergman. Ya debería saber que en el mundo de la política lo que hoy es negro mañana puede ser blanco y viceversa. De todos modos, le daré la herramienta para que el pasaje del negro al blanco sea fácil y rápido.
—Hable, Al-Saud. Están impacientes en Tel Aviv.
—Se trata de las fotos que se publicaron.
—¿Qué pasa con ellas?
—Son un montaje.
Bergman reprimió un insulto mientras el camarero servía el café.
—¿De qué está hablando? —susurró, con dientes apretados—. Las autoridades del Instituto de Investigaciones Biológicas dijeron que pertenecían a sus laboratorios, que eran reales.
—No se confunda, señor Bergman. Las fotos que nos proveyó el doctor Bouchiki son auténticas y, como le dijimos, están muy bien custodiadas. Las que se publicaron son un montaje realizado a partir de las originales. Un experto lo detectaría de inmediato.
—¿Quiere decirme que se alteraron las fotografías auténticas hasta transformarlas en un montaje?
—Así es. Como ve, nunca fue nuestra intención destruirlos ni perjudicarlos. Digamos que sólo queríamos sacudirlos y llamar su atención. Si su gobierno demandase al NRC Handelsblad y solicitase que un perito examinara las fotografías que se usaron, de inmediato la situación se revertiría.
—Debo suponer que el NRC Handelsblad no está al tanto de este truco.
—Supone bien.
—Acaba de ganarse un enemigo poderoso.
—¿Más poderoso que Israel y que el Mossad?
Bergman no tuvo oportunidad de contestar. Al-Saud atendió su celular a la primera llamada. Era Derek Byrne. Lo notó alterado. Detrás se oían los alaridos de Zoya. Cruzó unas palabras con el guardaespaldas y se puso de pie. Se echó encima el saco y arrojó unos billetes sobre la mesa.
—Lo lamento, señor Bergman. Tengo que irme. Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse en el futuro. Buenas noches.
Medes condujo a toda velocidad hasta la calle del Faubourg Saint-Honoré. Al-Saud ingresó en el edificio con sus llaves. Había gente en torno a la puerta del departamento de Zoya. Los apartó y llamó con duros golpes.
—Byrne, ábreme. Soy yo.
La puerta se entornó apenas. Al-Saud y Medes se deslizaron dentro. Zoya se acurrucaba en un extremo del sillón de la sala y sollozaba. Claude Masséna se hallaba en el piso. Al-Saud enseguida reparó en el charco de sangre bajo la cabeza del hacker y la pistola en su mano. Se acuclilló y colocó el dedo sobre la yugular de Masséna. No tenía pulso.
—Se suicidó —dijo Derek Byrne—. No llegué a tiempo para impedirlo. Sacó el arma y se disparó, así, sin más.
—Zoya —dijo Al-Saud. Se sentó en el borde del sillón y le retiró un mechón de la cara—. Ven aquí. —La ayudó a incorporarse y la sostuvo contra su pecho, donde Zoya siguió lloriqueando sin fuerza—. Sé que debió de ser espantoso. Lo sé y lo siento. Medes, tráeme una copa de coñac.
—Eliah, me dijo que me amaba, que nunca había amado como a mí. ¡Me amaba! ¿Lo entiendes? ¡A mí, a una prostituta!
—¡Eres una gran mujer, Zoya! ¿Qué importa cuál sea tu oficio? Yo te quiero y te considero una gran amiga.
—¡Pero no te casarías conmigo!
—Porque no estoy enamorado de ti ni tú de mí.
—Él sí está… Estaba enamorado de mí.
—Pero tú no lo amabas. Recuerda que me dijiste que habías tenido una sobredosis de Claude.
—Sí, lo sé —admitió Zoya, y pareció adquirir un poco de sobriedad. Se incorporó y aceptó el pañuelo de Al-Saud y la copa de coñac que Medes le ofrecía—. Sabía que lo había traicionado con el asunto de la Banque Nationale de Paris. Lo sabía todo.
—¿Cómo se enteró?
—Un día te vio salir de este edificio y no le resultó difícil atar cabos.
—Merde.
—Siempre había sospechado de la ayuda que la Mercure le brindó mientras estuvo en la cárcel. No sé, se dio cuenta solo. Sabes que era muy inteligente.
—Zoya, escúchame. Tendremos que dar parte a la policía.
—No… A la policía no —sollozó.
—Zoya, confía en mí. No estás sola en esto. Yo me haré cargo de todo. Necesito acordar contigo qué dirás a la policía. Eres empleada de la Mercure, del Departamento de Relaciones Públicas. Estás en la nómina de empleados, así que no habrá problemas. Y tus papeles están en orden.
—¿Qué diré acerca de Claude?
—Que se conocieron en la Mercure y que eran amantes. Se pegó un tiro cuando te encontró con otro en la cama. —Señaló a Derek Byrne, que asintió. Al-Saud se levantó del sillón y se dirigió a Medes—. Sin quitarte los guantes, ve a revolver un poco la cama de Zoya para que parezca que ha sido usada. Byrne, quítate la chaqueta y desarréglate un poco. —Se alejó en dirección a la ventana, donde sacó su celular y buscó el número del inspector Olivier Dussollier—. Allô, Olivier. Te habla Eliah Al-Saud. Necesito tu ayuda. Una amiga mía, empleada de la Mercure, acaba de tener un grave problema.
Al-Saud llegó a su casa de madrugada. Estaba exhausto. Lo recibió un sordo silencio. Caminó de memoria, sin encender las luces. Se quitó las botas a la entrada de su dormitorio para evitar el ruido. No quería despertar a Matilde. Tendría que haberse dado un baño porque apestaba a cigarrillo y al perfume de Zoya, pero se desnudó y se metió en la cama porque el cansancio lo vencía. Matilde se movió a su lado y abrió los ojos.
—Hola —lo saludó, con voz enronquecida por el sueño.
—Hola, mi amor. No quería despertarte —se disculpó Al-Saud, y la atrajo hacia su lado para abrazarla.
Matilde enseguida olió el perfume de mujer.
—¿Qué hora es?
—Las tres y cuarto. Seguí durmiendo.
La decepcionó que no la buscase para hacer el amor. Desde el ataque en la capilla, no habían vuelto a tener sexo porque ella no estaba de ánimo. Ese día, sin embargo, cuando fueron al departamento de la calle Toullier para recoger la correspondencia, se topó con El jardín perfumado y la asaltó un deseo visceral por Eliah que se intensificó cuando él la llamó alrededor de las ocho para decirle que un contratiempo le impediría llegar para la cena. Lo aguardó, ansiosa, matando el tiempo con la lectura, hasta que el sueño la venció. Debió de tratarse de un sueño ligero, porque se despertó mientras él se desvestía. Se quedó quieta, simulando dormir, deseando que la despertase para amarla. No lo hizo, y cuando la abrazó y ella notó el perfume de mujer, entendió por qué: había estado con otra. ¿Con la tal Gulemale, con la cual había cenado durante su semana de ausencia? Ante la orden de él —porque por más que se expresara con dulzura, sus pedidos siempre sonaban a orden—, “seguí durmiendo”, Matilde le dio la espalda y se cerró en posición fetal. Pocos segundos después, se mordió el labio cuando sus ojos se anegaron de lágrimas. Se repitió la cantilena de siempre: no tenía derecho a reclamarle; en pocas semanas se iría al Congo y todo habría terminado. Era lo mejor, en especial si daba crédito a las palabras de Takumi Kaito. “Debes saber, Matilde, que si pretendes conservar a un Caballo a tu lado, y sobre todo al de Fuego, jamás, nunca debes atacar su libertad. Bríndale tanto espacio como él necesite, porque no hay nada que el Caballo aprecie más que ser libre”. Si no hubiese tenido tanto miedo de regresar al departamento de la calle Toullier, se habría marchado de esa casa.
* * *
A la mañana siguiente, martes 10 de marzo, durante el desayuno en la cocina, Al-Saud se enteró de que la mala cara de Leila se debía a que Sándor hacía días que había regresado a su departamento a pesar de no estar recuperado por completo; y que la cara de felicidad de Juana se debía a que, la noche anterior, Shiloah había llamado para invitarla a pasar una semana en Tel Aviv.
—¿En este momento? —se asombró Al-Saud—. ¿Con la campaña política en su punto más álgido?
—Yo le pregunté lo mismo —respondió Juana— y me dijo que se tomaría unos días para reponer fuerzas antes de la recta final, la más dura. Lo único que lamento es que no voy a estar el sábado para tu cumple, amiga.
—¿Qué importancia tiene mi cumpleaños? Lo festejaremos cuando vuelvas.
—¡Estoy tan feliz! Nunca imaginé conocer Tel Aviv.
—¿Cuándo viajás? —se interesó Al-Saud.
—El viernes por la mañana. Supuestamente el pasaje tiene que llegar entre hoy y mañana miércoles por Federal Express.
—Nosotros te llevaremos al aeropuerto. ¿Te parece, mi amor?
Matilde se limitó a asentir, seria y distante. Al-Saud frunció el entrecejo y se quedó mirándola. Estaba de mal humor, y él no sabía por qué. Al despertarse, no la había encontrado a su lado. La halló en la cocina, vestida y desayunando. Se acercó para besarla en la boca y ella, sin apartar la taza de café con leche de los labios, le ofreció la mejilla. Antes de irse al George V, la arrinconó en la flor, donde la sorprendió mirando el jardín andaluz.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—No mientas, Matilde. Sos transparente y no sabés disimular.
“No abras la boca, Matilde. No se te ocurra reclamarle. Callate”.
—Te pasa algo y, como no querés decírmelo, asumo que el problema es conmigo. ¿O estás en uno de esos días en que las mujeres se ponen muy sensibles? —Lo expresó con talante divertido, que se esfumó ante la mueca desolada de Matilde—. Disculpame, no quise ofenderte.
—No me ofendiste. Y no, no estoy en uno de esos días.
—¿Qué te pasa, entonces? Y no vuelvas a decirme “nada”.
“Mordete la lengua, Matilde. No hables”.
—Mi amor, no me gusta que tengamos secretos.
—¿Así que no te gustan los secretos? —“Basta, Matilde”.
—No —dijo él, de pronto serio—, no me gustan.
—¿De quién era el perfume que se te impregnó anoche? ¿Es un secreto?
Al-Saud se echó hacia atrás y rió, entre nervioso y sorprendido. Matilde, en tanto, se maldecía por no haber conseguido refrenarse.
—¿Por qué no me preguntaste anoche? ¿Por qué tengo que sacarte las cosas con un interrogatorio?
—Porque no tengo derecho a preguntarte, pero ya que insistís…
—¿Cómo que no tenés derecho? ¡Sos la única a la que le doy ese derecho!
La abrazó sin concesiones a su menuda figura y a su fragilidad; la besó con rabia, sujetándola por la nuca. Le introdujo la lengua hasta que la entrega de Matilde —sus delicados gemidos, sus manos ajustadas a él, el temblor de su cuerpo— lo apaciguó. Sin apartar los labios de los de ella, le dijo:
—El perfume que oliste era de una mujer. De una amiga mía que anoche me llamó desesperada porque su amante se había suicidado en el comedor de su casa. —Matilde ahogó una exclamación—. No podía dejarla sola.
—No, claro que no.
—Tuve que hacerme cargo de todo. De llamar a la policía, de llevarla a declarar a la comisaría, de conseguirle una habitación en el George V para que pasara la noche. No podía volver a su departamento porque los policías lo habían sellado. Además ella no quería volver.
—Pobrecita. ¿Qué fue lo que pasó?
—Su amante quería casarse con ella. Ella, no. Además, quería terminar con la relación. ¿Más tranquila ahora? —Al-Saud rió al ver cómo las mejillas de Matilde se ponían coloradas—. Nunca conocí una mujer que se sonrojara tanto como vos.
—Perdoname, Eliah.
—¿Qué pensaste? ¿Que me había acostado con otra? —Matilde asintió—. Es raro lo que siento. Por un lado, tus celos me hacen feliz, me halagan; por el otro, tu desconfianza me lastima.
—Perdoname. Anoche te esperé hasta muy tarde. Y cuando llegaste, olías a ese perfume de mujer. Me puse muy mal. Tenía tantas ganas de que llegaras.
—¿Sí? ¿Muchas ganas?
—Sí. Me quedé leyendo hasta muy tarde para matar el tiempo.
Al-Saud no parecía prestarle demasiada atención, ocupado como estaba en arrastrar su lengua por el cuello de ella y en masajearle los glúteos.
—¿Me esperaste hasta muy tarde?
—Sí. —La respuesta de Matilde surgió como un soplido.
—¿Por qué estabas esperándome?
Tardó unos segundos en contestar. Las manos de Eliah, que se habían escurrido bajo su camisa y le desabrochaban el corpiño, le dejaban la mente en blanco.
—Porque había pensado toda la tarde en hacer el amor con vos.
Al-Saud hundió los dedos en el trasero de Matilde y la refregó contra su erección.
—Ah, mi amor —dijo, con la voz pesada y ronca—. No sabés cuánto deseé que reanudáramos nuestra vida sexual. Anoche no quise presionarte. Desde el ataque en la capilla…
—Sí, lo sé. Pero ahora quiero, Eliah. Te necesito dentro de mí, sobre mí.
—¡Mi amor! —exclamó, y la arrastró a la cama.
El pago por los servicios prestados a las aseguradoras holandesas entró el jueves en la cuenta bancaria de la Mercure, lo mismo que el anticipo del empresario israelí, Shaul Zeevi, para iniciar los preparativos de la misión en la región del coltán, en el Congo. El presidente de The Metropolitan se mostraba interesado en formar un equipo ad hoc con la Mercure para las investigaciones de alto riesgo, y quería firmar un contrato para que Al-Saud se convirtiera en su asesor; estaba impresionado con la estrategia que había diseñado para poner a los israelíes a sus pies. El gobierno de Eritrea había transferido con puntualidad el primer desembolso que costeaba la organización y el adiestramiento de su ejército. Dingo y Axel, que después de proteger a Ruud Kok, habían vuelto a hacerse cargo de dicha tarea, trabajaban para convencer a los generales eritreos de que resultaría inoportuno prescindir de sus servicios en el corto plazo; además, intentaban persuadirlos de que se imponía la creación de un cuerpo de élite. Cobrarían una suculenta comisión por asesorarlos en la compra de armamento y de vehículos. Los ingresos por contratos menores (custodias, investigaciones y seguridad industrial) fluían mensualmente, con una clara tendencia al aumento, como si la falla en la custodia durante la convención por el Estado binacional nunca hubiese existido. Se vivía un momento de esplendor en la Mercure, de una gran liquidez, aunque nunca parecía suficiente dados los grandes costos fijos y las cuotas por los bienes de capital adquiridos el año anterior.
A pesar del buen momento en los negocios y de que Matilde lucía contenta la mañana del viernes mientras llevaban a Juana al Aeropuerto Charles de Gaulle, Al-Saud no conseguía deshacerse del fastidio provocado por la llamada de Ruud Kok. Los israelíes no habían perdido tiempo. El miércoles por la mañana, el estudio de abogados Van Boar & Becke, uno de los más prestigiosos de Ámsterdam, asesor del gobierno de Israel, demandó al NRC Handelsblad por calumnias e injurias. Los letrados del diario holandés no tardaron en informarse acerca de la estrategia de Van Boar & Becke, que se asentaba en la falsedad de las fotografías publicadas; eran un montaje.
—¿Ni siquiera fuiste capaz de corroborar que las fotos fueran auténticas? —vociferó el jefe de redacción del NRC Handelsblad, y asestó un puñetazo al escritorio.
—No había tiempo —se excusó Ruud Kok—. Mi informante amenazaba con entregarle el material al The Sun si nuestro diario no lo publicaba enseguida.
—¡Nos usaron! ¡Estoy seguro! ¡Puedo olfatearlo! No llevo treinta años en este oficio para no intuir cuando me han tendido una trampa. El hijo de puta que te dio las fotos armó una estrategia para conseguir algo de los israelíes. ¡Vaya uno a saber qué!
—Pero…
—Ahora que seguramente lo ha conseguido, le contó su pequeño secreto: que las fotos son falsas.
—¡No entiendo nada! —se agitó Kok—. Si las fotos son falsas, si no corresponden a la realidad, ¿por qué los israelíes tardaron tanto en reaccionar? Ellos, mejor que nadie, tendrían que haber sabido que esas fotos no son de los laboratorios del Instituto de Investigaciones Biológicas. Y, sin embargo…
—¿No estás escuchándome, Kok? Se trata de una intriga. Nunca terminaremos de entender qué se cocina en el fondo de todo esto. Lo único cierto es lo que te ha confirmado el experto, que son un montaje. Nos atacarán con todo. ¡Van a destrozarnos! Mi cabeza rodará. ¡Y la tuya también, Kok!
Ruud Kok volvió a su escritorio y, sin meditar lo que diría, llamó a la Mercure. Lo atendió la gentil aunque infranqueable Thérèse, que, para su asombro, accedió a comunicarlo con Al-Saud. Éste sonaba tranquilo y ajeno a la tempestad que se avecinaba.
—¿De qué estás hablando, Kok?
—De que me embaucó, Al-Saud. Las fotos son un montaje y el gobierno israelí lo sabe. Acaba de presentar una demanda en contra del NRC Handelsblad. Ahora comprendo el apuro para que escribiera la nota y su amenaza de entregarle el material a un amigo en The Sun. No quería que verificara la autenticidad del material que tan generosamente me entregó.
—Aguarda un instante. ¿A qué te refieres con que las fotos son un montaje? ¡Pagué muy caro por ellas!
—¿Pagó caro por ellas y no las hizo revisar por un experto? ¿Usted, justamente usted que duda de su sombra? ¡Ya no se burle de mí, Al-Saud! Sé muy bien que me usó y que perderé mi empleo, pero me vengaré. No piense que saldrá bien parado de ésta.
Como le explicaría al día siguiente a Matilde por teléfono, toda alborotada, Juana no viajó a Tel Aviv en la clase ejecutiva de El Al sino en primera. Shiloah Moses había pagado un pasaje que costaba alrededor de ocho mil dólares para agasajarla, y Juana se sentía como una reina. En un principio, la emoción por viajar a una región exótica y los lujos de la primera clase la obnubilaron al punto de perder de vista que se reencontraría con un amante a quien no había esperado volver a ver. Shiloah no sólo la había llamado casi a diario, pese a su intensa actividad política, sino que la quería cerca de él en su semana de vacaciones. Sentada en la cómoda butaca, con una copa de champaña en la mano y mientras picoteaba frutos secos de una cazuela, Juana tomó conciencia de la poca seriedad con que había tratado el asunto. Tras un viaje de cuatro horas, volvería a verlo. ¿Qué sentiría? Lo de ellos no se había tratado de amor a primera vista, incluso había tenido varias copas de más la noche en que terminó en su habitación del George V. De pronto la magia desapareció, y Juana comprendió que podía llevarse una gran desilusión. Pensó en Jorge, en cuánto lo había amado, en el excelente sexo que habían compartido, y sintió una nostalgia que le amargó la champaña y le quitó el apetito. Shiloah la había conquistado porque la hacía reír. Pletórico de energía y dueño de un buen humor a prueba de todo, la había hecho sentir a gusto, le había devuelto la alegría. ¿Qué sucedería a lo largo de una semana en que convivirían y estarían solos? Se estremeció ante la posibilidad de la decepción.
Deseó que no fuera a buscarla al Aeropuerto David Ben Gurión, que enviara a uno de sus colaboradores; necesitaba tiempo para acomodar sus ideas. Shiloah no le dio gusto. Estaba esperándola. Juana, que peleaba con las rueditas de su valija, levantó la vista y lo descubrió a unos metros de ella. La sonrisa que le regaló le provocó un cosquilleo en el estómago. Se quedó mirándolo, mejor dicho, estudiándolo. Había perdido peso y daba la impresión de ser más alto. Le quedaban bien el cabello tan corto, el suéter azul de cuello alto y el pantalón en una tonalidad manteca. Lo encontró muy buen mozo. Un deseo espontáneo nació en ella, uno que no había experimentado por él antes. Soltó la valija y corrió a sus brazos. Shiloah, riendo, la hizo girar en el aire. Se besaron en la boca, sin reparar en los vistazos condenatorios que les lanzaban los judíos ortodoxos.
—¡Sí que te eché de menos! —suspiró Moses sobre los labios de Juana.
—¡Gracias por invitarme! El vuelo estuvo magnífico. ¡Nunca imaginé que alguna vez en mi vida viajaría en primera clase!
El comentario provocó una risotada a Shiloah, que la apretujó contra su cuerpo e inspiró su aroma. Se apartaron para mirarse. A Juana la admiraron sus ojos ambarinos, y la pasmó la belleza de sus pestañas tan vueltas y negras. Fijó la vista en su boca, brillante de saliva, y añoró volver a besarla.
—Te deseo tanto —confesó él.
Ese hombre era otro Shiloah, menos retozón, más sensual. Juana sonrió, dichosa, y se puso en puntas de pie para susurrarle:
—¿Qué estamos esperando? Vamos a hacer el amor.
De regreso del Aeropuerto Charles de Gaulle, Al-Saud se impuso olvidar la conversación telefónica con Ruud Kok. Desde un principio había sabido que, en la guerra por doblegar al gobierno de Israel, existirían daños colaterales. ¿Por qué lo asaltaban los remordimientos? Ésa era la naturaleza del negocio que tanto lo apasionaba; existían riesgos, víctimas, peligros. En ese contexto, una conciencia puntillosa no sólo resultaba incongruente sino imperdonable. Frenó en un semáforo y movió la cabeza para observar a Matilde, tan serena y plácida junto a él. Su pureza lo conmovió. Poseía la mirada franca y clara de quien tiene un corazón bondadoso. En ocasiones, cuando la descubría envuelta en ese halo de mansedumbre, se le daba por pensar que no la merecía, y una sensación angustiosa se apoderaba de su ánimo y se convertía en una presión en la parte alta del estómago. ¿Cómo reaccionaría cuando le confesara lo que era? Se había formulado muchas veces ese cuestionamiento, sin hallar una respuesta. En verdad, lo que tenía que hallar era valor para confesárselo.
Extendió la mano y le sujetó el mentón para obligarla a mirarlo. “¿Por qué no me miras? ¿Qué hay fuera que tanto te atrae? ¿Por qué no soy yo el centro continuo de tu atención?”. Sus celos, su sentido de la propiedad sobre ella y el amor obsesivo que le inspiraba no acababan de convencerlo; detestaba ese desasosiego permanente, la necesidad de ganarse su cariño. Se ponía feliz cuando ella lo besaba de modo espontáneo, o cuando le confesaba que ansiaba que le hiciera el amor. No obstante, esa felicidad terminaba por herir su vanidad, que, en opinión de Takumi sensei, era desmesurada, como se suponía que debía ser en un Caballo de Fuego. Y la hería porque se suponía que él no mendigaba la devoción de las mujeres; la padecía. ¡Estaba cansado del mismo discurso! Parecía disco rayado. Y un idiota por no resolver la situación.
—Embrasse-moi, Matilde —le pidió, y ella se quitó el cinturón de seguridad para complacerlo y besarlo.
Al-Saud se quedó quieto, con las manos en el volante. Matilde entremetió los dedos largos de cirujana en el cabello de él hasta alcanzar la parte posterior de su cabeza y atraerlo a su boca. La actitud pasiva de Al-Saud la provocó, y se dispuso a doblegarlo. Le succionó los labios y le metió la lengua, pero sus dientes no se separaron. Los lamió, disfrutando de la suavidad del esmalte, y recorrió la geografía de sus encías con la punta endurecida de la lengua. Le parecía irreal la intimidad que compartían. Ella conocía su cuerpo como el de nadie; y él era el dueño del de ella. En un rincón de su mente sabía que nunca volvería a experimentar el éxtasis que Eliah Al-Saud le había enseñado a gozar porque, en realidad, todo refería a él. Sin él, no valía la técnica ni la mecánica ni lo fisiológico. Él activaba su cuerpo como si conociera los botones secretos.
Con una inspiración violenta, Al-Saud abrió la boca y se introdujo en la de Matilde, que se agitó y gimió débilmente, casi sin aliento. Como no arrancaban, los automóviles los bocinaron. Al-Saud volanteó con un insulto, haciendo chirriar los neumáticos, y estacionó el deportivo inglés a un costado. Se quitó el cinturón y siguió besándola.
—Mañana es tu cumpleaños y no quiero compartirte con nadie. Te voy a esconder para que solamente seas para mí.
—Escondeme en tu hacienda de Ruán.
—No. Mis hermanos irían a saludarte. Te voy a llevar a otro lugar.
Matilde regresó del instituto y terminó de preparar sus mudas de ropa y sus efectos personales. Leila la ayudó con la ropa de Eliah, y, cerca de las ocho de la noche, se sentó en una banqueta alta de la isla de la cocina, con un bolso y una valija a sus pies, a esperar. Llegó Yasmín y se sentó junto a ella. A Matilde la divertían los intentos de la muchacha por averiguar acerca de Sándor. Como Leila se refugiaba en el silencio, Matilde se apiadó y le informó que el viernes anterior había regresado a su departamento.
—¡Si no está recuperado por completo!
Leila soltó un bufido y abandonó la cocina.
—Creo que Leila te culpa por la partida de su hermano —se atrevió a comentar.
—El viernes pasado discutimos. —La tomó por sorpresa la facilidad con que expresó su pena. Llevaba una semana acarreándola, incluso había tomado la forma de una puntada en el pecho que sólo desaparecía si dormía; estaba agobiándola; ansiaba compartirla con alguien—. Nos dijimos cosas horribles, sobre todo él a mí. No digo que no las haya merecido, pero me lastimaron tanto. —Se apretó los párpados para refrenar el llanto. Al percibir que Matilde la abrazaba, se recostó sobre la isla y se echó a llorar como una nena.
—Shhh. No llores que está llegando tu hermano y hará preguntas. Vení, levantate. —Matilde la ayudó a incorporarse y le secó las lágrimas con una toallita de papel—. Ahora estamos por irnos de viaje pero, ¿te gustaría que almorzáramos el lunes y charlásemos acerca de Sándor?
—Matilde, ahora entiendo por qué mi hermano está loco por vos. Quiero que sepas que nunca lo vi tan enamorado. ¿Adónde se van de viaje?
—Es un secreto —pronunció Al-Saud apenas puso pie en la cocina. Se aproximó a Matilde y la besó en la boca. A su hermana le depositó un beso en la coronilla—. ¿Estás lista? —Matilde asintió—. En cinco minutos salimos.
—¿Adónde van? —susurró Yasmín.
—No tengo idea. Mañana es mi cumpleaños y él quiere pasarlo en un lugar secreto. ¿Nos vemos el lunes al mediodía, entonces?
—Sí, me encantaría. ¿Te paso a buscar por aquí a las doce y media?
—Perfecto.
Medes los condujo hasta el Aeropuerto de Le Bourget. Jugaban a las adivinanzas; Eliah le daba pistas en francés, para hacerlas más difíciles, y Matilde tenía que arriesgar el nombre del lugar al que viajarían. Sólo contaba con tres oportunidades y le correspondía una prenda si perdía. Como Matilde arriesgó Bruselas, Marsella y Ámsterdam, y la respuesta era Londres, Al-Saud elegiría el castigo.
—¡Hiciste trampa! Me diste mal las pistas a propósito.
—Sí, te las di mal a propósito porque quiero ponerte una prenda.
—¿Cuál?
—No, ahora no. Después. Mañana. ¿Te gusta Londres?
—No la conozco. Cuando era chica, hice un curso de inglés en Eton, pero nunca visité Londres.
—Te va a encantar. A mí me gusta mucho. Habría preferido llevarte dos semanas al Caribe, a la Polinesia o a Hawai, tirarnos al sol en la playa, pero estaba seguro de que no querrías perder más clases en el instituto. Yo tampoco podría dejar la Mercure por tanto tiempo ahora. Lo haremos en el futuro, cuando vuelvas del Congo.
Matilde permaneció en silencio el resto del viaje hasta Le Bourget, acurrucada sobre el pecho de Al-Saud. En dos frases, él había mencionado cuestiones que la atormentaban: la verdadera naturaleza de la Mercure, el futuro, el Congo. Él le había pedido que no hubiera secretos entre ellos; ella, no obstante, sospechaba que él tenía varios. Se instó a no pensar; se dejaría llevar por la magia de ese momento en el que Eliah la raptaba porque la quería sólo para sus ojos, como le había dicho la mañana de la convención por el Estado binacional. Ella atesoraba cada palabra, cada gesto, cada mirada; los conservaría en su corazón para siempre; sería feliz con el recuerdo.
No debió sorprenderla que Al-Saud poseyera un avión; además él se lo había mencionado en su primera noche de amor, pero en aquel momento ella no tenía capacidad para registrar mucha información, por lo que no volvió a pensar en eso. Se trataba de un Gulfstream V, según le informó él, con una sonrisa de suficiencia al verla pasmada frente a la imponente máquina. Su asombro continuó al entrar en la cabina, de un lujo para nada excesivo, más bien cálido, con butacones como los de una primera clase, forrados en cuero de tonalidad tiza, con revestimientos y mesas rebatibles en caoba y la alfombra en color lavanda. Matilde inspiró profundamente para embargarse del perfume a verbena que inundaba el interior del avión, lo mismo que una melodía muy alegre de Mozart. Los recibieron el capitán Paloméro y la tripulación. La azafata se mostraba solícita con Matilde, y tanto ella como el resto del personal disimulaban la curiosidad que les despertaba contar entre el pasaje con una mujer que no fuera La Diana.
—¿Despegará usted, monsieur Al-Saud? —preguntó Paloméro, y el corazón de Matilde se aceleró cuando Eliah contestó que sí. Le indicó a Matilde que se ubicara en el butacón próximo a la cabina del piloto. La puerta permanecería abierta para que ella viese la pista iluminada. Simples cosas, como la imagen del trasero y las piernas de Al-Saud mientras se acomodaba en la butaca del piloto, o el modo en que se colocó los auriculares, la excitaban, aun el movimiento preciso y seguro de sus manos sobre la infinidad de botones y palancas le calentaba la sangre.
—Mirá la pista, mi amor —le pidió Al-Saud, y ella se inclinó para descubrir un camino formado por dos hileras paralelas de luces que se unían en el infinito oscuro de la noche.
El rugido de las turbinas la envolvió como un puño gigante y poderoso y le quitó el aliento. Al-Saud giró la cabeza y le guiño un ojo antes de empezar la carrera por la pista. Ella le devolvió una sonrisa. Se sentía etérea, libre, feliz. El avión despegó, y la operación pasó inadvertida para Matilde, por lo que su estómago no se resintió. Minutos después la azafata abandonó el jump seat y se plantó frente a ella.
—Monsieur Al-Saud es el mejor piloto que conozco. Ya verá que tampoco notará cuando aterricemos en el Aeropuerto London City. —Dio media vuelta y se dirigió a la pequeña cocina para preparar unas bebidas.
Matilde la observó alejarse por el pasillo y se puso celosa. Era muy linda, alta y delgada, y no pudo evitar preguntarse si Eliah se habría acostado con ella. Se animó bastante cuando él volvió a su lado. Se mudaron a un sector donde cuatro butacas formaban un pequeño living. Tomaron el jugo favorito de Eliah, de naranja y zanahoria, comieron canapés y sándwiches, y hablaron de temas intrascendentes. El viaje era corto, así que, en breve, Al-Saud regresó a la cabina del piloto, tomó el mando y aterrizó el Gulfstream V en el Aeropuerto London City, donde estacionaron el avión en un hangar. Allí los esperaba un Jaguar con chofer, que los condujo al Savoy bordeando el Támesis, cuyos puentes iluminados no se comparaban con los de París, en opinión de Matilde, si bien componían una hermosa visión reflejados en las aguas del río. Al pasar junto al Tower Bridge admitió que era espléndido. El entusiasmo de Matilde, que Al-Saud tanto disfrutaba, se elevó ante la magnificencia del Savoy, ubicado sobre la antigua calle The Strand. Matilde no admiraba el lujo ni la decoración sino la historia que se respiraba en cada rincón de la recepción, de las escaleras, de los ascensores y de la suite del quinto piso, que contaba con tres ambientes y una vista soberbia del río y de la ciudad.
—Quiero hacerte el amor en cada habitación —le susurró Al-Saud en el oído, sin tocarla, mientras el botones acomodaba el equipaje y una empleada preparaba el rebozo de la cama y depositaba chocolates sobre la almohada.
Al-Saud los gratificó con generosidad y los despidió. Antes de cerrar la puerta con llave y cruzar la traba, colgó el cartel que rezaba “Do not disturb” en el picaporte. Matilde lo vio avanzar hacia ella y rió, nerviosa. Él no lucía divertido y la siguió con un fuego en la mirada que la impulsó a correr por la habitación. No tardó en atraparla por la cintura y levantarla en el aire como si lo hiciera con el equipaje de mano.
Se amaron en las tres estancias que conformaban la suite, en los sillones, contra la pared, en el piso y sobre la mesa redonda. Empezaron vestidos y, en tanto avanzaba la noche y el desenfreno y la excitación se alimentaban a sí mismos, iban perdiendo las prendas hasta acabar desnudos en la cama.
—Siempre será así entre nosotros —jadeó Al-Saud en francés, todavía dentro de Matilde, que respiraba bajo el peso de él con dificultad—. No sé cómo lo sé, Matilde. Sólo sé que esta locura que se desató en mí el día en que te conocí se morirá conmigo.
A la mañana siguiente, al despertar, Matilde se preguntó dónde estaba. Había dormido profundamente, como nunca desde el ataque en la capilla. No sabía por qué ese ataque la había afectado más que el sufrido a las puertas del instituto. A veces, cuando cerraba los ojos para dormirse, veía al gigante que la había tomado por la cintura. La espantaba la manera lasciva con que la había contemplado; también la afectaba evocar la sonrisa que le había dirigido, la de un loco, carente de todo rasgo humano. Se incorporó entre las almohadas de plumas y se quedó escuchando el silencio. Oyó murmullos y el chasquido de una puerta al cerrarse. Apareció Eliah, cubierto con la bata del hotel, y le sonrió.
—Feliz cumpleaños, mi amor —le dijo sobre los labios, y Matilde lo atrajo hacia él.
Desayunaron en la salita contigua. Al-Saud comía con voracidad los ingredientes del english breakfast; el ejercicio de la noche anterior y la falta de cena habían despertado su apetito, y engullía las salchichas, los porotos en salsa de tomate y las lonjas de panceta con el espíritu de un adolescente. Matilde, en cambio, picoteaba las tostadas y el huevo revuelto y sorbía café con leche. Una vez bañados y cambiados, se dispusieron a salir para recorrer la ciudad. Al entrar en el vestíbulo de la habitación, Matilde se quedó estupefacta al descubrir las bolsas y los paquetes que atiborraban la pequeña recepción.
—¿Qué es esto?
—¿Qué parece? Son tus regalos de cumpleaños.
—Eliah… —murmuró—. Esto es demasiado.
—Nada es demasiado para vos.
Se abrazaron, dichosos, hasta que Matilde se apartó para abrir los regalos.
—¿Dónde habías metido todo esto?
—Medes lo subió a la bodega del avión. Natalie —aludía a la azafata— se ocupó de que llegaran hoy al hotel.
Pasaron una hora abriendo paquetes y bolsas hasta que el piso del vestíbulo quedó cubierto de papeles, moños, cajas y etiquetas. Matilde no quería aventurar el costo de aquellas prendas, zapatos, carteras y accesorios.
—Has comprado tantas cosas que alcanzarían para abrir un negocio.
—Debo confesarte que Yasmín me ayudó a elegir casi todo. ¿Es de tu gusto?
A veces, la expresión mundana de Al-Saud desaparecía para dar lugar a esa que a ella la hacía pensar en un niño deseoso por agradar a la madre o a la maestra. Apoyó el zapato del diseñador Louboutin sobre la mesita de la recepción y caminó hacia él. Lo abrazó y lo besó en la boca.
—Gracias por agasajarme con cosas tan hermosas. Me encantan.
—Vos no las apreciás como lo haría Juana —la provocó.
—Juana no las apreciaría como yo porque para Juana vos no significás lo que significás para mí.
—¿Qué significo para vos, Matilde?
—Vos sos todo, Eliah.
No regresaron al Savoy hasta las siete de la tarde porque pasaron el día recorriendo los lugares más típicos de Londres. Almorzaron en un pub cerca de Piccadilly Circus, y mientras comían fish and chips, sonó el celular de Al-Saud. Era Juana; quería saludar a Matilde en su cumpleaños.
—Me está llamando medio mundo a mi celu para saludarte, Mat. Tu viejo, Eze, tu tía Sofía, tu tía Enriqueta.
—¿No llamó mi mamá?
—No, Mat. Pero no te olvides de que hay un montón de horas de diferencia con Miami.
—También con la Argentina. Sin embargo, mi tía Enriqueta ya llamó.
—Con Miami hay más —insistió Juana.
—Se va a olvidar igual que el año pasado.
—¿Qué hago con los demás si vuelven a llamar? ¿Les doy el teléfono de la casa del papurri?
—No estamos en París. Estamos en Londres.
Matilde alejó el celular del oído cuando su amiga emitió un chillido para expresar su contento. Al-Saud, que había escuchado con disimulada atención el intercambio acerca de la madre de Matilde, tuvo ganas de volar a Miami y, a punta de pistola, obligarla a llamar a su hija. Matilde se reanimó después de que Juana le contara lo bien que estaba pasándolo en Israel. En su modo vehemente e histriónico, le aseguró que Shiloah era una de las personas más famosas de su país, que su cara empapelaba las ciudades, que la gente lo detenía en las calles para saludarlo y que la mayoría de las encuestas daban como ganador al Tsabar, su partido político, de al menos dos bancas en el parlamento israelí o Knesset.
—¡Nada mal para un partido que recién nace! —proclamó Juana, y Matilde percibió el orgullo de su amiga en esa declaración.
Terminaron de almorzar y siguieron la recorrida por la avenida The Mall hasta toparse con el Palacio de Buckingham. De regreso, cruzaron el Green Park y entraron en Fortnum & Mason porque Matilde comentó que su abuela Celia siempre hablaba de esa tienda. Allí tomaron el té en el último piso, tan abundante como para alimentar a cinco personas. De vuelta en el hotel, se echaron en la cama y se quedaron dormidos. Despertaron casi a las diez. Como no tenían hambre, decidieron saltear la cena. Se bañaron juntos y se vistieron para ir a la discoteca Ministry of Sound. A Matilde no la atraía la idea de ir a bailar; aceptó porque Al-Saud hablaba con admiración del lugar. El Jaguar se detuvo en el 103 de la calle Gaunt, donde se reunía una pequeña multitud. No hicieron cola ni esperaron. Resultaba obvio que Al-Saud era cliente habitual porque los guardias lo saludaron con simpatía y le indicaron que ingresara sin más. Una vez dentro, Matilde experimentó una pulsación en el pecho, como si utilizaran su caja torácica como bongó. La música retumbaba y el aire se había espesado. Se quitaron los abrigos y los consignaron en el guardarropa. Observó a Al-Saud y descubrió un brillo de codicia en sus ojos, como si esa multitud que saltaba al unísono, la música, las luces y el humo lo fascinaran.
No podía quejarse, él le había sugerido que se pusiera ese vestido rojo de gasa forrada, de corte sirena. Matilde no era consciente de los vistazos que suscitaba. El cabello rubio tan largo, el escote pronunciado y el efecto del rojo sobre su piel hacían girar las cabezas. Le colocó una mano en la parte baja de la espalda y avanzó hacia el área de los clientes con membresía, atacando con la mirada a quien se atreviera a desearla hasta hacerlo bajar la vista. Se apoltronaron en unos sillones, y Al-Saud la atrajo para hundir la nariz en su cuello. Yasmín le había recomendado ese perfume. El Paloma Picasso, de notas profundas y eróticas, casi parecía demasiado para una criatura como Matilde. Al-Saud sonrió con arrogancia al meditar que, en realidad, esa fragancia también describía a Matilde, a la sensual y ardiente que sólo él conocía porque era su creador y a la cual sólo él accedía. Para la gente, ella olía a colonia para bebé. Para él, al Paloma Picasso.
—Jurame que sólo conmigo vas a usar este perfume. —Se embargó de ternura al apreciar el modo en que Matilde se ruborizaba, bajaba las pestañas y sonreía—. Jurame, por favor —le suplicó.
—¿Por qué querés que sólo lo use con vos?
—Porque quiero que sea nuestro perfume.
—¿Y vos sólo vas a usar el A Men conmigo?
—Te lo juro. Y vos sólo el Paloma conmigo.
—Sí, te lo juro.
Se besaron con un frenesí que los dejó turbados. Al-Saud no habría podido levantarse sin evidenciar su erección. Recreó en su mente la escena en la cual Ulrich Wendorff —ahora conocía su nombre— había intentado secuestrarlo para bajar la presión contra el cierre del pantalón. El camarero se acercó, sonriente, se inclinó frente a Eliah y se dirigió a él en árabe. Al-Saud le dijo algo y le puso un billete de cincuenta libras en la mano.
—¿En qué idioma hablaban? —se interesó Matilde.
—En árabe. Es saudí.
El camarero volvió minutos después y, en tanto depositaba jugos y bocaditos en la mesa, le habló a Al-Saud. Éste levantó el pulgar en ademán aprobatorio.
—¿Vamos a bailar?
—No soy buena bailarina y con estos tacos, menos, así que no te burles.
Matilde siempre había detestado las discotecas, el ruido ensordecedor, el ambiente enviciado con olores densos, la oscuridad, las luces de colores, el exceso de bebida, de cigarrillo y de otras sustancias; a veces se les ocurría arrojar espuma, y eso sí que la fastidiaba. Con Eliah, la experiencia era distinta. Se movía muy bien y, como no podía apartar sus ojos de él, se olvidaba del entorno. Le gustaba verlo contento. Al-Saud le puso las manos sobre el trasero, la pegó a su pelvis y la obligó a seguir el ritmo de I want to break free de Queen.
—Señor —le habló Matilde cerca del oído—, es usted un impertinente. Quite sus manos de ahí.
—Señorita Matilde, su culito de araña pollito o de Chanchito de Metal, como más le guste, me pertenece. Puedo tocarlo tanto como quiera. Y quiero, se lo aseguro.
—En serio, Eliah, me da vergüenza.
—Nadie nos mira. Además, tu pelo me tapa las manos. ¿No te gusta que te toque así?
Lo miró fijamente, aturdida por la excitación. Al-Saud soltó una carcajada y la besó en el cuello. La felicidad lo abrumaba. No recordaba haber experimentado esa dicha en sus treinta y un años. Se sentía más vivo que volando un avión de guerra o que en una de sus misiones riesgosas para la Mercure.
—La canción que viene ahora es para vos. Feliz cumpleaños, amor mío.
Se trataba de una versión remixada de Can’t take my eyes off of you. Los afectó profundamente. La expresión de Matilde, su sonrisa y las chispas de sus ojos plateados se convirtieron en una lanza que le traspasó el pecho. La emoción dolía. Se abrazaron y bailaron como aquella noche, en la hacienda de Ruán.
—Ahora me toca cobrarme la prenda.
—¿Aquí?
—Es fácil. Tenés que contestar que sí a mi pregunta.
—¿No puedo contestar que no?
—No. Tu prenda es contestar sólo que sí.
—¡Eliah! —La exclamación se filtró aun en el muro que construía la música en torno a ellos, y los sobresaltó—. Chéri! ¡Qué alegría encontrarte aquí!
Matilde se dio cuenta de que la mujer, a pesar de llevar a un hombre de la mano —más joven que ella—, intentó besar a Eliah en la boca y que éste la eludió con elegancia y le ofreció la mejilla, y que, aunque desdeñada, encontró divertida la situación y profirió una risotada. Matilde pensó que se trataba de la mujer más alta que había visto. Su atuendo en lamé dorado que arrastraba por el piso le calzaba como un guante, y el tajo que terminaba a la altura de la ingle revelaba un muslo oscuro, de piel firme y lustrosa. Su sangre africana se evidenciaba en la tonalidad de la piel, en los labios llenos y en la cabellera alborotada y crespa, de un castaño oscuro, aunque surcada por un mechón rubio que a Matilde le recordó a la mala de Los ciento un dálmatas, Cruella de Vil.
—Hola, Gulemale —dijo Al-Saud, y Matilde recordó de inmediato a la amiga con quien había cenado durante su viaje—. ¿Cómo estás?
—No tan bien como tú —dijo, y echó un vistazo a Matilde, que, agarrada de la mano de Al-Saud, se ocultaba detrás de él.
—Te presento a Matilde. —Le dolió que no dijera “ma femme”—. Matilde, ella es Gulemale, la amiga de quien te hablé.
—¡Ah, le hablaste de mí! ¡Qué poco conveniente, cariño! —añadió, con otra risotada, y extendió la mano hacia Matilde, que la apretó con firmeza—. Es un gusto conocerte, ma chérie.
—Enchantée, Gulemale.
—¿Por qué no nos acompañan a nuestra mesa? Tenemos tanto de que conversar tú y yo, mon cher Eliah.
—Te agradezco, Gulemale, pero…
—No, no y no. No acepto una negativa. Vamos. Aunque sea unos minutos.
Caminaron tras la pareja, y Matilde reparó en que Gulemale no se había molestado en presentar a su compañero. El ambiente se enrarecía, la calidez de minutos antes se enfriaba y una incomodidad y un malestar ganaban los ánimos de Matilde y de Al-Saud. Antes de sentarse en el sitio que le indicaba Gulemale, Matilde anunció que iría al toilette.
—Te acompaño.
—¡Ah, Eliah, no seas ridículo! Es cierto que Matilde es un bocadillo apetecible, pero nadie va a comérsela.
—No te preocupes —dijo Matilde en castellano—. Voy y vengo enseguida.
En el baño, se humedeció las manos y las apretó contra sus cachetes colorados, no de vergüenza sino de rabia. Al-Saud debería haber insistido en acompañarla al toilette; debería haberla presentado como “ma femme”; debería haber rechazado la invitación de la arpía. Al regresar, vio desde cierta distancia que Eliah, con los antebrazos apoyados sobre las piernas, las manos unidas entre las rodillas y la cabeza echada hacia delante, se reía mientras Gulemale le susurraba cerca de la mejilla y con el brazo en sus hombros. La mujer cesó de tocar a Al-Saud y éste se incorporó cuando ella reapareció. Matilde extendió la mano al acompañante de Gulemale y se presentó. El muchacho, con una sonrisa sincera, dijo llamarse Frédéric. Sacó un cigarro Macanudo y un cortapuros y procedió a encenderlo. Le quitó la vitola, que le regaló a Matilde con otra sonrisa que Al-Saud le habría borrado de un trompazo, y lo encendió. Lo fumó, echó dos bocanadas formando círculos, habilidad que Matilde celebró con una risita, y se lo pasó a Gulemale.
La noche se había arruinado, maldijo Al-Saud. Aunque el encuentro con Gulemale fuese auspicioso en vista de la misión que les esperaba en el Congo, sus planes con Matilde se habían ido al carajo. Se palpó el bolsillo del pantalón para corroborar que el anillo que había planeado ofrecerle después de pedirle que se casara con él siguiese allí. Se dio cuenta de que tendría que posponer la pregunta. Matilde estaba enojada e intentaba darle celos con Frédéric. Estaba lográndolo.
—Es muy joven tu amiga, chéri. ¿Cuántos años tiene?
—Si respondo a esa pregunta, Gulemale, ¿luego nos dirás tu edad?
Frédéric carcajeó y de inmediato cerró la boca ante la mueca de desprecio que le dispensó Gulemale.
—Eliah, no creo que a Matilde le moleste decirme su edad siendo prácticamente una niña. ¿Cuántos tienes, chérie? ¿Dieciocho, diecinueve? ¡No más de veinte!
—Tengo veintisiete.
—Oh.
—No eres francesa, ¿verdad, Matilde? —se interesó Frédéric—. Tienes un acento adorable.
—Soy argentina. ¿Y tú?
—Argelino.
—Ah, pareces francés.
Al-Saud sentía cómo la ira iba entumeciéndole los músculos, comprimiéndole las mandíbulas y convirtiendo sus manos en puños.
—¿A qué te dedicas, chérie? —prosiguió Gulemale.
—Soy médica —dijo, para no decir cirujana pediátrica porque no podía pronunciar chirurgienne—. ¿Y usted?
—Soy presidenta de una empresa minera.
—Parece un cargo de mucha responsabilidad.
—Lo es.
—¿Quieres bailar, Matilde? —preguntó Frédéric.
—No —dijo Al-Saud, y, al levantarse, la arrastró con él y le apretó la cintura con crueldad.
—Le pregunté a ella no a ti —se obstinó el argelino, y se puso de pie.
—¿Qué te pasa, imbécil? —lo encaró Al-Saud, y lo habría tomado por las solapas si Gulemale no se hubiese interpuesto.
La negra, mirando a los ojos a Al-Saud, dijo:
—Será mejor que no lo hagas enfadar, Frédéric, y dejes a su mujer en paz.
—No le tengo miedo.
—Deberías. Créeme que deberías.
—Adiós, Gulemale.
—Adiós, chéri. Lamento este contratiempo.
Matilde se agitaba como barrilete tras Al-Saud, que la sujetaba por la muñeca y le hacía doler. Cada zancada de él equivalía a tres pasos de Matilde sobre los tacos de Louboutin. Prácticamente le echó en la cara el abrigo y no la ayudó a ponérselo. Se contuvieron en el Jaguar por consideración al chofer. La pelea explotó apenas traspusieron la puerta de la habitación en el Savoy.
—¡Estabas coqueteándole enfrente de mí! —le reclamó Al-Saud—. ¡Sos una descarada!
—¡No estaba coqueteando! Estaba tratando de hacerlo sentir un ser humano, ya que tu amiga lo trataba como un mueble.
—¡Ah, Matilde, la compasiva! ¡Te gustó y estabas coqueteándole!
—¡Yo no coqueteo con nadie! ¡No es mi estilo!
—¡Por supuesto! ¡Conmigo no coqueteaste ni un segundo aquel día en el avión! ¡Pero con el imbécil ese sí que coqueteaste!
—¡Caradura! ¿Y vos con Gulemale? ¿Qué hacías cuando ella te tenía abrazado y vos reías? ¿Acaso no estabas coqueteando?
—¡Así es con Gulemale!
—¡Ja! ¡Así es con Gulemale!
—Pero no hay nada entre ella y yo. ¡Nada!
—¡No te creo!
—Matilde, me interesa conservar la amistad con esa mujer porque tengo un negocio entre manos muy importante.
—¿Un negocio con esa arpía? ¡Más vale que te cuides! Pude sentir su maldad como si fuese algo con cuerpo. Y ahora voy a darme un baño para sacarme de encima el apestoso olor del cigarro de esa señora.
Se encerró en el baño y se quitó el vestido mascullando su enojo. Al-Saud se desvistió en el dormitorio pronunciando insultos con cada prenda que arrojaba al suelo. “Bonito final para la noche que pintaba ser la mejor de mi vida”, pensó con sarcasmo. Maldito el instante en que se le había ocurrido ir a Ministry of Sound.
Se durmieron enojados y a la mañana siguiente casi no cruzaron palabra durante el desayuno. Matilde le pidió que partieran a primera hora de la tarde porque tenía que estudiar para el examen de francés médico del lunes, y Al-Saud la complació. Llegaron a la casa de la Avenida Elisée Reclus alrededor de las seis de la tarde del domingo. Eliah se encerró en su estudio y Matilde simuló estudiar en el dormitorio.