Capítulo 18

Al-Saud le regaló dinero a Juana para que se comprase un vestido para la fiesta de Francesca. Eligieron las Galerías Lafayette para hacer sus compras, para almorzar y, por último, para ir a la peluquería del segundo piso. Entusiasmadas con sus planes, se miraron en silencio. Pensaban en Ezequiel.

—No será lo mismo ir a las Galerías Lafayette sin Eze —pronunció Juana.

Ezequiel, al igual que su familia, había partido el día anterior hacia Córdoba, con el ataúd de Roy en la bodega del avión del abuelo Guillermo después de una semana de trámites que resultaron menos engorrosos de lo que habían esperado. Tanto la policía francesa como los empleados del consulado argentino se mostraron solícitos y les facilitaron el papeleo.

—Juani, creo que Ezequiel nunca va a perdonarme que no lo haya acompañado al entierro de Roy.

—¿Estaba enojado con vos ayer cuando hablaron por teléfono?

—No, pero lo noté raro. Volvió a pedirme que fuera con él. JeanPaul no iba porque su abuelo lo prohibió. Lo dejé solo, Juani, en un momento como éste.

—En todo caso, lo dejamos solo. —Como las lágrimas afloraron a los ojos de Matilde, Juana chasqueó la lengua y la abrazó—. El entierro es lo de menos, Mat. Habrá mucha gente y estará acompañado. Estuviste con él cuando te llamó desesperado desde el hospital. Y te quedaste ahí y te hiciste cargo de la situación.

—¿Qué pasa? —Al oír la voz de Al-Saud, Matilde rompió el abrazo con su amiga y se secó los ojos con el dorso de la mano—. ¿Estás llorando, Matilde?

—Nuestra querida Mat está triste porque cree que Ezequiel nunca le va a perdonar que no lo haya acompañado a Córdoba para el entierro de Roy.

Matilde no se atrevió a mirarlo, aunque por el rabillo del ojo vio que se aproximaba.

—No llores, mi amor, ya no quiero que sufras. ¿No podemos olvidarnos de todo aunque sea por hoy? —Matilde asintió, y Al-Saud le colocó el pulgar bajo el mentón y le aplicó una ligera presión para que levantase el rostro—. ¿No se iban de compras?

—Sí, ya nos vamos.

—¿No venís, papurri?

—No. Las acompañarán La Diana y Sándor. Matilde, voy a trabajar todo el día en el George V. Cualquier cosa, me llaman ahí o al celular. —La sujetó por los brazos y la atrajo hacia él, tanto que Matilde quedó en puntas de pie—. Nada de imprudencias —le advirtió—. Que Blahetter esté muerto no significa que esto haya acabado y que vos estés fuera de peligro. No sabemos quiénes lo asesinaron ni por qué. Juana —dijo, y le dirigió un vistazo severo—, ¿tengo tu palabra de que no harán nada que las ponga en riesgo?

—Tenés mi palabra, papurri. ¿Acaso no nos portamos bien en tu ausencia? ¿Recibiste quejas de nosotras?

—No —admitió.

—¿Podemos llevar a Leila?

—No. Quiero que la atención de La Diana y de Sándor esté sobre ustedes y que nada los distraiga. Llevaremos a Leila a lo de mi vieja esta noche, si eso te hace feliz.

—Sí, me haría muy feliz.

—Se pone feliz con cada huevada —se burló Juana.

Mike, Tony, Alamán y Peter lo aguardaban en las oficinas del George V, ansiosos por compartir las novedades. Hablaron mientras almorzaban en la sala de reuniones, y la emboscada en Beirut ocupó el lugar central de la discusión.

—Apenas Peter nos avisó de lo ocurrido en el Summerland, pusimos bajo vigilancia a los cinco que participaron en el diseño del plan.

—¿Qué pasó con Masséna?

—Hicimos lo que nos dijiste. Llamamos a Zoya y le explicamos tu plan. Contrató un viaje para el Caribe e invitó a Masséna. Pidió dos semanas de vacaciones. Se fue el miércoles.

—¿A quién asignaron su vigilancia?

—A Derek Byrne —informó Ramsay—. Trabajó conmigo en El Destacamento. Estaba en la unidad en Belfast. Es uno de mis hombres más capacitados.

—¿Le recomendaron la seguridad de Zoya? —se preocupó Al-Saud—. Masséna podría lastimarla en caso de enterarse del papel que desempeñó en todo esto.

—Cuando entró a colocar los micrófonos en la habitación del hotel donde se hospedan, Byrne la requisó en busca de armas. Me aseguró que Masséna no tiene ninguna, ni siquiera una hoja de afeitar.

—De igual modo, quiero que Byrne esté atento.

—Ocupa la habitación contigua en el hotel, los escucha permanentemente, los sigue cuando salen. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance.

—Por otra parte —acotó Mike—, pusimos a Stephanie a cargo de Sistemas —Thorton hablaba de la asistente principal de Masséna—. Si se sorprendió cuando le pedí que cambiara las claves de acceso de todo el personal y que restringiera la de Masséna al nivel de un usuario común, no lo demostró. Es de hielo esa muchacha.

—Sabemos que Masséna podría hackear nuestro sistema desde cualquier playa del Caribe donde se encuentre —manifestó Al-Saud—. Debemos extremar las medidas de seguridad.

—Stephanie monitorea el sistema las veinticuatro horas —dijo Tony.

—No sabemos con certeza que se trate de él —expresó Mike Thorton—, de Masséna —aclaró—. Otros cuatro de los que sospechamos participaron del plan para la emboscada en Beirut.

—Es él —afirmó Tony—. Nunca me gustó ese roedor.

Sonó el celular de Peter, y éste se apartó para atender la llamada.

—¿Has sabido algo de la muerte del ex de Matilde? —se interesó Tony.

—Nada —dijo Al-Saud—. Creo que la policía ha llegado a un punto muerto. Hablaré con Edmé de Florian más tarde, a ver qué me dice. ¿Salió en las noticias?

—Ni una palabra. Cómo hicieron en la 36 Quai des Orfèvres para que no se filtrara a la prensa es un misterio para mí.

—El tema es delicado. Podría tratarse de un chiflado que actúa por cuenta propia o podríamos estar frente a…

—¡Eliah! —Peter irrumpió con aspecto desencajado—. Es Amburgo —dijo, y le pasó el celular.

—Amburgo —pronunció Al-Saud.

—Estoy en alguna parte del Seine-Saint-Denis —hablaba en susurros para aludir a un lugar al noreste de París—, en una fábrica abandonada. Intercepté una llamada que uno de los iraquíes recibió esta mañana.

—¿La grabaste?

—Por supuesto —siguió susurrando—. Un tipo, con la voz distorsionada, los convocó a este sitio. Les habló de este lugar en Seine-Saint-Denis como si lo conocieran. Los seguí hasta acá. Creo que no estoy muy lejos del Aeropuerto de Le Bourget. Se metieron en la fábrica y fui tras ellos. Se encontraron con el tipo, más bien un gigante. Tengo fotos. Discutieron. El tipo los noqueó a los tres y, cuando los tenía en el suelo, se colocó una máscara antigás que llevaba escondida bajo la chaqueta y los roció con algo. Permaneció mirándolos mientras se rebullían y se marchó cuando quedaron inconscientes. No me atrevo a aproximarme porque no quiero aspirar lo que ese hijo de puta les echó encima.

—Amburgo, por lo pronto, sal de ahí. Ahora mismo. Ten mucho cuidado. El tipo podría estar aún en el perímetro. ¿Puedes darme tus coordenadas?

—Un momento. —Amburgo consultó su brújula electrónica con GPS incorporado y dictó su posición a Al-Saud—: Cuatro, ocho, cinco, ocho, uno, cinco, norte. Cero, dos, dos, uno, tres, siete, este.

—Ven para el George V. Quiero revelar esas fotos cuanto antes y escuchar la grabación.

Al-Saud empleó la línea segura de su oficina para hablar con Edmé de Florian.

—Anota estas coordenadas —le ordenó—. Cuatro, ocho, cinco, ocho, uno, cinco, norte. Cero, dos, dos, uno, tres, siete, este. Envía de inmediato una ambulancia. Es en Seine-Saint-Denis. Tres masculinos inconscientes en el interior de una fábrica abandonada, probablemente rociados con un agente nervioso. Repito: probable agente nervioso en el lugar. Hazlo ahora. Te espero en la línea.

Al-Saud escuchaba a su amigo mientras éste se comunicaba con el servicio de urgencias del Departamento de Seine-Saint-Denis. Al cabo, retomó la comunicación.

—¿Qué es todo esto, Eliah?

—¿Recuerdas a los iraquíes que me atacaron en la rue Vitruve?

—Ajá.

—Se trata de ellos. Los hice seguir desde que Dussollier los puso en libertad. Fueron convocados por alguien, probablemente por el mismo que asesinó a Blahetter.

—¿De qué estás hablando? ¿Qué tiene que ver Blahetter con esos iraquíes?

—No lo sé aún, Edmé. Se trata de un pálpito. Si, como creo, los tres iraquíes ya están muertos, quiero saber qué surge de la autopsia. ¿Han hecho algún avance en el caso Blahetter?

—Nada de relevancia. El identikit que nos proporcionó la jefa de enfermeras es poco claro, no aportó mucho.

—¿Y qué pasó con las cámaras de seguridad del hospital?

—Nada. Es obvio que el tipo las evitó.

—¿Ninguna huella digital?

—Nada. El desgraciado es un profesional.

Amburgo Ferro se presentó en las oficinas del George V una hora más tarde. Medes fue enviado al departamento de Vladimir Chevrikov a revelar las fotografías, en tanto Alamán descargaba la grabación de la comunicación telefónica captada por el celular interceptor de Amburgo.

—La voz está distorsionada con un aparato o un software —indicó.

—No —dijo Eliah—. Ésa es su voz.

—¿Cómo que su voz? Suena como la de un robot. Es evidente que está distorsionada.

—Cuando interrogué a los iraquíes en la 36 Quai des Orfèvres, les pedí que me describieran al hombre que los había contratado. Me aseguraron que tenía una voz muy peculiar, con un sonido metálico o electrónico. Ellos estuvieron frente a él, y no había ningún adminículo que le distorsionara la voz. Me dijeron: “Simplemente, hablaba así”.

—A un excompañero del SAS —comentó Hill—, en una misión en Sierra Leona, trataron de degollarlo y le seccionaron las cuerdas vocales. Estuvo internado alrededor de dos meses y, cuando por fin salió del hospital, hablaba a través de un dispositivo de paladio, muy costoso, que le habían colocado en lugar de las cuerdas vocales. La verdad es que, cuando hablaba, parecía un robot. Su nueva voz era muy antinatural, pero al menos podía hablar. En caso contrario, habría quedado mudo.

—Semejante tecnología no debe de encontrarse en cualquier parte —aportó Alamán—. Pocas empresas deben de fabricar ese prodigio. A mí se me ocurren dos.

—¿Podrías investigar? —le pidió Al-Saud, y su hermano asintió y consultó la hora.

—Me voy.

—Te acompaño —dijo Eliah, y caminó junto a Alamán con las manos en los bolsillos del pantalón y la mirada en el suelo.

—¿Irás a la fiesta de mamá?

—Sí, pienso ir.

—¿Irás con Matilde? Mamá estuvo cocinándome a preguntas. —Eliah se llevó las manos a la cara y se la refregó—. Yo no abrí la boca, pero Yasmín estaba más que dispuesta a hablar acerca de ella. ¿La llevarás? —Al-Saud asintió, y Alamán levantó las cejas—. Va en serio, por lo que veo. Bueno, ahora que tú desertarás de esta fantástica soltería, me quedaré solo para soportar los sermones de mamá y de la nonna acerca de las bondades del matrimonio. —Eliah rió y agitó los hombros con ademán cansado—. Nos vemos en casa.

Francesca se movía entre los invitados con el donaire que no le robaban los años; conversaba un rato en cada grupo, revisaba que las copas se mantuvieran llenas y los platos con comida, impartía órdenes a Bershka, el ama de llaves, cada tanto buscaba a Kamal con la mirada y le sonreía a la espera de su guiño, se inclinaba sobre Antonina, su madre, ubicada en un sillón cerca del hogar, y le preguntaba si necesitaba algo, besaba en la frente a su tío Fredo y respondía las preguntas de sus amigas, Sofía y Marina, intrigadas por la novedad: el duro, el impertérrito, el práctico y para nada sentimental Eliah estaba enamorado como un adolescente de acuerdo con lo que Yasmín aseguraba.

—Y todavía no les conté lo que nos dijo Lafère, nuestro marchand. Parece ser que Eliah le llevó un cuadro que pintó tu hermana, Sofi, que es de Matilde, para que le arreglara el marco. Es un cuadro codiciado por los amantes de la obra de Enriqueta y vale mucha plata. Cuestión que Eliah le dijo que la nena pintada en el cuadro era su mujer.

—¿Su mujer? —se pasmó Sofía—. Esto es de no creer. ¡Justo la hija de Aldo con tu hijo, Fran! Parece de telenovela mexicana.

—¿Cómo es Matilde? —se impacientó Marina—. Debe de ser muy especial para haber conquistado a nuestro Eliah.

—Lo es —aseguró Sofía—. Ya la verás. Es diminuta y preciosa. Y sobre todo, es un alma caritativa y buena, de esas difíciles de encontrar. Como mi Amélie.

—¡Ah! —suspiró Marina—. ¿Qué dice Kamal? ¡Justo con la hija de Aldo!

—Kamal conoció a Matilde en casa de Sofi. Le pareció encantadora.

—Me gustaría saber quién no la encuentra encantadora —dijo Sofía.

Francesca consultó el reloj. Eran pasadas las nueve y media y su tercer hijo no aparecía. ¿Se habría arrepentido? Desde pequeño mostraba celo por su intimidad. Tal vez, después de meditar el asunto, ya no juzgaba propicia la idea de exponer a Matilde al escrutinio de tanta gente.

No conseguía apartar la mirada del vestíbulo. Ansiaba verlo. Hacía una semana que estaba en París, y sólo habían cruzado unas palabras por teléfono. Como si lo hubiese llamado, lo vio aparecer bajo el arco que comunicaba el ingreso con la sala. Apreció su recia postura, de hombros cuadrados y firmes, impecable en un traje gris plomo. Sonrió de pura dicha, a pesar del entrecejo fruncido con el que su hijo paseaba los ojos por la fiesta, esos ojos de un verde distinto al del padre; los de Kamal parecían de jade; los de Eliah, en cambio, eran del color de las esmeraldas, herencia del abuelo Abdul Aziz. Se detuvo en la mano de Eliah, que descansaba sobre el hombro de Matilde, aunque, en realidad, no descansaba, más bien se cerraba en actitud protectora sobre el delicado hueso que asomaba bajo la gasa traslúcida del vestido. Destinó su atención a ella, empequeñecida delante de él, quieta y expectante, también con la mirada fija en el salón lleno de gente. Recordaba su pelo, notable por lo rubio y por los largos tirabuzones, que esa noche habían desaparecido para convertir su cabellera en un manto impresionante que la cubría por debajo del trasero. La belleza de Matilde la alcanzaba con la tibieza del sol en un día frío. Se habría quedado horas contemplándola, hipnotizada por el fulgor que no encandilaba y que nacía de su piel, de sus ojos de una tonalidad inverosímil, de su cabello como manto. Se preguntó: “¿Éste es el ángel que sanará el corazón roto de mi hijo?”, y percibió la calidez de una mano sobre la cintura. No necesitó voltear para saber que se trataba de su esposo. Como si Kamal le hubiese leído la mente, le susurró: “Inshallah, habibi ya, nour al ain” (“Si Dios quiere, amor mío, luz de mis ojos”).

Matilde los vio aproximarse, a la señora Francesca y al señor Kamal, y se puso nerviosa. Hasta unos minutos atrás, mientras venían en el Aston Martin, escuchando la Séptima Sinfonía de Beethoven y riendo de las ocurrencias de Juana, se había sentido serena y feliz, con la mano de Eliah sobre ella entre cambio y cambio. Antes de salir, en la recepción de la casa de la Avenida Elisée Reclus, bajo varios focos de luz, ella, elegante en su vestido Gucci, giró sobre sí para mostrárselo a Eliah, agitando el cabello lacio porque sabía cuánto le gustaba, preguntándole si estaba linda, y él, con los labios lívidos de excitación y los ojos negros, la frenó en seco por la cintura y la pegó a su cuerpo. Se miraron de hito en hito, ella medio de costado entre sus brazos, con el aliento sujeto, sin saber qué esperar.

—No lo digo por decirlo, Matilde: sos lo más hermoso que he visto en mi vida.

—¿Y has visto muchas cosas en tu vida? —flirteó ella, al tiempo que enredaba el índice en una mata de vello que le asomaba por la camisa color lavanda.

—No tenés idea de cuántas —y lo expresó en un tono que le hizo levantar la vista.

La turbó la intensidad de su mirada y lo que en ella despertaba. Se tocó el collar de perlas de Tiffany & Co. y le dirigió una sonrisa de comisuras trémulas.

—Gracias por los regalos maravillosos que me trajiste. Nunca tuve tantas cosas lindas como ahora. ¡Gracias! —exclamó, de pronto recobrado el ánimo, y se le echó al cuello y, de puntas de pie, le dijo al oído—: Vos sos lo más lindo que la vida me dio.

—¡No, papurri! —lo detuvo Juana, que bajaba por la escalera—. Nada de beso en la boca o le vas a sacar todo el lápiz labial. ¿No le queda espléndido ese gloss fucsia? La maquilladora de las Galerías Lafayette le dijo que, con ese color de ojos, siempre tiene que pintarse los labios de fucsia.

—Siempre que esté conmigo —apuntó Al-Saud, para nada risueño, con la vista clavada en los labios de Matilde, que formaban un corazón.

—¡Cómo se nota tu parte árabe, Al-Saud! —lo acicateó Juana—. ¿Qué opinás de mí? No seré tan hermosa como tu mujer, pero tampoco estoy mal, ¿eh?

Al-Saud se aproximó al pie de la escalera y le tendió la mano.

—Sos la morena más hermosa de París.

—La morocha, así decimos nosotros.

—¿Leila no viene? —preguntó Al-Saud.

—No —contestó Matilde—. Prefiere quedarse a jugar a las damas con Peter.

—¡Por favor! —se quejó Juana—. A esta chica, antes que a hablar, hay que enseñarle a apreciar el glamour. ¡Jugar a las damas con un viejo como Peter!

—Peter no es tan viejo. Apenas pasa los cincuenta.

—¡Es un dinosaurio!

—Y está en muy buen estado.

—Eso sí —admitió Juana, y no mencionó que en más de una oportunidad se había sorprendido estudiándolo porque tenía un aire a Gregory Peck, con cejas negras y tupidas que enmarcaban unos ojos azules de mirada inteligente e incisiva.

Con ese espíritu habían llegado a la casa de los Al-Saud en la Avenida Foch. Apenas se abrieron los portones de hierro forjado negro, Juana soltó un silbido largo y agudo, no sólo por la imponencia del palacete sino por los hombres que pululaban, de traje oscuro y con adminículos en los oídos.

—¡A la maroshka! Parece que hemos llegado a la Casa Blanca. ¿Tanta guita tienen tus viejos, papurri?

—¡Juana! —la reconvino Matilde, mientras observaba cómo los guardias saludaban a Eliah. Éste bajó la ventanilla, sacó el brazo y chocó la mano de manera amistosa e informal con uno de ellos. Hablaron en un idioma de sonidos secos, cortados y guturales.

—Es árabe —le susurró Juana, que no lo hablaba pero lo entendía por haberse criado con su abuelo sirio.

No la afectó la imponencia de la casa de los Al-Saud —ella había nacido en una que la duplicaba en tamaño y grandiosidad—, ni la cantidad de guardaespaldas, sino caer en la cuenta de que cometería un error y de que, a ese punto, no podía dar marcha atrás. ¿Qué hacía en casa de los padres de Eliah? ¿Qué insensata idea la había impulsado a aceptar la invitación? ¿Qué se proponía? ¿A título de qué los visitaba? ¿Cómo la presentaría Eliah? ¿Ma femme? Tembló ante esa posibilidad.

Intentó ocultar el desánimo porque no le gustaba ser aguafiestas e impostó una sonrisa pálida en tanto el matrimonio Al-Saud se aproximaba para darles la bienvenida. Francesca la abrazó y la besó en la mejilla; no se trató de un beso social, de esos en los que se chocan los cachetes; la señora Francesca la besó, le apoyó los labios y le besó la mejilla colorada, por supuesto. Sólo Matilde oyó lo que le dijo:

—Querida, simplemente estás espléndida.

Y en ese beso y en la ternura con que le acarició un mechón de cabello, Matilde descubrió cuánto amaba esa madre a su hijo, y la quiso por eso, por amar a Eliah, por haberle dado la vida y por haber hecho de él un hombre magnífico. Siempre la conmovía atestiguar la inmensidad del amor de madre. A ella, Dolores no la quería, no del modo en que una madre quiere a un hijo, sin condiciones, con entrega absoluta. Aldo se había interpuesto, porque Dolores lo celaba aun de la pequeña Matilde, que se había convertido en su centro de interés. De acuerdo con la psicóloga, en lugar de ser ella, Matilde, quien superara el complejo de Electra, los roles se habían trastrocado, y Dolores terminó pugnando por acaparar la atención que su marido destinaba a la menor de sus hijas en las pocas ocasiones en que estaba en casa. La psicóloga aseguraba que en ese triángulo sin resolver entre su padre, su madre y ella se hallaba el origen del trauma por el cual Matilde no había podido enamorarse ni tener sexo.

El señor Kamal se mostró más formal, aunque el modo en que la miró y le dijo que estaba hermosa le tocó una fibra íntima. Supo descubrir un don de gentes en ese hombre de pelo completamente blanco y de cejas completamente negras. Sus ojos verde agua, en lugar de apaciguar lo categórico de sus facciones orientales, lo exacerbaban, quizá por emerger de ese marco de piel oscura, igual que la de Eliah, si bien no había mayores semejanzas entre ellos. Tal vez en las cejas, negras y gruesas, o en el corte de la cara se advertía el parecido; sin embargo, en los lineamientos de Eliah se adivinaba el aporte de Francesca, que había suavizado algunos rasgos, en especial la boca.

—Éste es nuestro regalo —dijo Matilde—, mío y de Juana. —Francesca se inclinó porque no la oía—. Feliz cumpleaños. Y gracias por invitarnos a su fiesta.

Se trataba de un chal de Emilio Pucci, con sus típicos diseños psicodélicos, en tonos atrevidos, naranja, fucsia y blanco. Juana destinó parte del dinero que le había regalado Al-Saud, más un poco que aportó cada una, y cubrieron el precio del costoso paño de seda. A Matilde le resultaba un poco osado y, al ver el estilo clásico de Francesca —esa noche lucía un vestido largo de terciopelo bordó con escote espejo—, el ánimo se le precipitó aún más. Su mirada se detuvo en el colgante de Francesca, una pieza de exquisita manufactura que, incluso la atrajo a ella, apática a esas cuestiones; le gustaron las varias vueltas de perlas, que no eran perfectas sino irregulares, y el colgante en forma de gota con un rubí en medio, a tono con el bordó del vestido. Francesca acarició el colgante y le sonrió.

—¿Te gusta?

—Mucho —admitió.

—Es el regalo de Eliah. —El corazón de Matilde se aceleró—. Me lo envió esta mañana con Medes. Él nunca me entrega sus regalos personalmente. Cuando era chico hacía lo mismo, los dejaba sobre mi almohada o en mi boudoir.

Sofía, Nando y su primo Fabrice se acercaron a saludarlas. Enseguida la rodearon otras caras desconocidas y sonrientes, y Francesca pronunció una seguidilla de nombres que Matilde no retuvo, para después alejarse en dirección a otros invitados. Buscó a Eliah y lo vio con un grupo de hombres vestidos a la usanza árabe, con túnicas hasta el suelo y trapos en la cabeza sujetos con torzales en variados colores. Juana había sido acaparada por Fabrice. ¿Dónde estaría Alamán? Se sintió sola y expuesta.

Yasmín observaba a la mujer de su hermano desde lejos. Encarnaba lo opuesto a Samara. Ésta había sido alta, muy espigada, morena y de una cabellera negra como el azabache. Matilde era de baja estatura, menuda, aunque voluptuosa, y rubia. Le estudió el vestido, una belleza, admitió. Le sentaba el azul noche con destellos violetas a la blancura de su piel y, sobre todo, al fulgor de su cabello dorado, casi blanco en algunas regiones. Gracias al vestido, muy entallado y hasta más abajo de las rodillas, se resaltaba la figura pequeña pero de curvas marcadas, que habían pasado inadvertidas en el cumpleaños de Eliah, en Ruán; el vestido blanco de aquella ocasión era holgado y disimulaba el busto generoso y el trasero respingado. “¿Se habrá puesto una prótesis de silicona?”, se preguntó con malicia. Le gustó la combinación del crepé del cuerpo del traje y de la gasa que le cubría los brazos y el escote y que ponía de manifiesto unos huesos delicados y una espalda muy pequeña. El collar de perlas que descansaba sobre el escote velado por la gasa le pareció un toque magistral. Si bien se dio cuenta de que Matilde se sentía perdida, se mantuvo impertérrita, para nada inclinada a salir en su rescate. Los celos la volvían perversa, celos por Samara, por Eliah, por Sándor.

Matilde se alejó atraída por unas pinturas, cada una iluminada individualmente. “La victoria de Saladino – 1187”, leyó. Lo que siguió la dejó estupefacta. Gracias a las horas pasadas en el atelier de Enriqueta, hojeando libros y revistas de arte, y escuchando lo que su tía le contaba, Matilde era capaz de apreciar lo que se exponía en ese sector de la gran sala de los Al-Saud, un verdadero tesoro artístico: un cuadro de Van Dyck, otro de Bruegel, dos de Gainsborough y uno de Tiepolo; también había de artistas contemporáneos, como Rufino Tamayo y Andy Warhol, y, en un sitio de preferencia, descubrió un paisaje veneciano de Canaletto, que conocía bien porque su tía lo admiraba. Con ese tesoro artístico, invaluable por cierto, no resultaba exagerada la guardia que los había recibido.

Se dio cuenta de que no le molestaba estar sola si podía seguir admirando la decoración. Estudió a conciencia un sable persa del siglo XIV, según rezaba la plaquita de bronce, montado en una estructura de madera de cerezo muy tallada; trató de adivinar el nombre de los filósofos griegos esculpidos en los cuatro medallones de mármol que adornaban una pared; admiró largamente un cuerno de elefante en el que se había esculpido una escena de geishas con parasoles minúsculos, barcos y casitas chinas; la precisión de los detalles la azoraba. Se detuvo frente a una vitrina de raíz de nogal donde había una colección de copas y frascos de Lalique. Sobre el piano de cola, cubierto con una mantilla española bordada y con flecos, se habían dispuesto más de una docena de portarretratos. Se inclinó para observar las fotografías. Francesca de joven había sido una beldad, lo mismo su esposo. Apoyó la punta del índice sobre el rostro de un Eliah adolescente, serio, con el entrecejo fruncido.

—Ahí tenía dieciséis años —dijo una voz detrás de ella, y la sobresaltó.

—Hola, Yasmín. —Se dieron dos besos, a la usanza francesa—. Estás muy linda.

—Gracias. Te decía que en esa foto mi hermano tenía dieciséis años.

—¡Qué serio!

—Él siempre era así. Bueno, sigue siéndolo. Rara vez sonríe.

“Conmigo sonríe”, se ufanó Matilde, “y también se ríe”. Lo calló porque olfateaba la hostilidad de Yasmín. Le preguntó por las demás fotografías, a modo de paseo por la historia de su amor.

—Y ésta era la esposa de Eliah.

Yasmín se arrepintió de su maldad al advertir cómo la blancura de Matilde se tornaba en un color ceniciento, incluso se le alteró el tono del lápiz labial. Experimentó lástima ante la intensidad con que Matilde clavaba los ojos en la fotografía de Samara, y se asustó cuando vio gruesas gotas en el filo de su párpado inferior.

—Eliah no te habló de ella, ¿verdad? —Matilde sacudió la cabeza, lo que propició que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Sacó un pañuelito de la cartera que Al-Saud le había regalado y se secó dando golpecitos para no arruinar el maquillaje—. ¡Típico de él! Guardarse todo.

—¿Tienen hijos?

—¿Cómo? —Yasmín se inclinó para escucharla.

Matilde carraspeó y repitió con voz insegura.

—Si tienen hijos.

—No. Samara murió en un accidente automovilístico cuando estaba de semanas.

Matilde levantó la cabeza con rapidez y contempló a Yasmín a los ojos. Le dirigió una mirada fuerte, intensa, sin pestañeos, que obligó a la hermana de Al-Saud a desviar la vista. Le solía ocurrir en momentos de tensión recordar cosas insólitas. Le vino a la mente Cita en París, de Sabir Al-Muzara, el libro que había favorecido la charla entre ella y Eliah en el vuelo de Air France. “¡Soy una estúpida!”, se castigó. “El personaje de Étienne está inspirado en Eliah”. Evocó la insistencia con la cual él le había solicitado su parecer acerca de Étienne. “Y como mujer, ¿qué opina de él?”, había presionado para desconcierto de ella. “¡Qué soberbio y creído que es!”, se dijo. Rememoró la descripción del sufrimiento de Étienne por la muerte de Sakina en un accidente automovilístico con apenas unas semanas de gestación. En la novela, Sakina era melliza de Salem, el narrador, y unos meses mayor que Étienne. ¿Sería reflejo de la realidad? ¿Y qué habría de cierto en la parte que decía que los tres hermanos Al-Muzara habían quedado huérfanos siendo adolescentes —sus padres habían muerto en Hebrón, a manos del ejército israelí— y que la familia de Étienne los había acogido en el seno de su hogar? La urgió la necesidad de releer Cita en París bajo esa nueva luz.

—¡Miren quién está aquí! —se oyó la voz de Alamán—. ¡La hemos encontrado!

Los hijos mayores de Shariar le saltaron en torno vociferando su nombre y pidiéndole que jugara con ellos. Matilde buscó el rostro amigo de Alamán y se arrojó a su cuello.

Bastante apartado, aún retenido en una conversación con sus tíos y primos árabes, Eliah atestiguó la urgencia con que Matilde abrazaba a su hermano, como si buscase refugio y consuelo. Aflojó la mandíbula cuando sintió puntadas en las encías. ¿Qué locura se apoderaba de él? ¿Dudar de su hermano? ¿De Alamán, a quien le habría confiado la vida, aun la de Matilde? ¿Cuántas veces había presenciado una escena similar entre Alamán y Samara y jamás había experimentado un instante de celos? Zafó de sus parientes y marchó en la dirección que habían tomado, con los hijos de Shariar a la zaga. Los encontró en el playroom y vio a Matilde de perfil en el momento en que sacaba a Dominique de la cuna y lo levantaba sobre su cabeza, “¡upa la la!”, le decía, y el cabello le caía hacia atrás, mientras ella le hablaba al bebé y le arrancaba risitas y gorgoritos. Lo apretó contra su cuerpo, sin destinar un pensamiento al vestido recién estrenado, y el carrillo de Dominique se aplastó en la mejilla de Matilde, y después el bebé profirió unas carcajadas muy graciosas, que lo hicieron esbozar una media sonrisa, cuando Matilde le cantó en castellano algo acerca de una tal Manuelita que se iba a París. La emoción de Al-Saud lo impulsó dentro del playroom y, sin importarle la presencia de Alamán ni la de sus sobrinos, encerró a Matilde en sus brazos, dejando a Dominique en medio. Fue una súplica lo que le susurró al oído:

—Quiero que seas la madre de mis hijos. —Se apartó para observarla. Matilde fijaba la vista en Dominique. Al-Saud notó que ella no pestañeaba, su expresión se había congelado—. Matilde —la llamó, y le pasó el revés de los dedos por la mejilla—, Matilde, ¿qué pasa?

Elevó los ojos, y el hielo que la había cubierto segundos atrás se disolvió ante el calor de esa mirada intensa y oscura que, invariablemente, la privaba de voluntad. Eliah se había peinado como a ella le gustaba, con el cabello hacia atrás, y la frente amplia y de huesos marcados le acentuaba la nobleza de los rasgos. “¡Qué hermosos hijos me darías!”, habría deseado pronunciar, pero las palabras anidaron en su pecho para salir convertidas en lágrimas.

—No llores, te lo suplico —le pidió Al-Saud en francés—. ¿Qué dije para ponerte mal? No fue mi intención.

—No, si no lloro —expresó ella, e impostó un timbre ligero, mientras las lágrimas le caían y ella no tenía manos para secárselas—. Me emocioné, eso es todo. Hoy estoy sensible, no sé por qué. —Al-Saud extrajo su pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se las secó—. ¿Qué pasa, Dominique? No, no llores. Mirá, Eliah, está haciendo pucheros, qué gracioso. ¿Sabés qué quiere decir “pucheros”? Quiere decir que está haciendo gestos antes de llorar. No, no llores —dijo, y volvió a pegarlo contra su mejilla.

Los mayores de Shariar se aproximaron con cautela —si el tío Eliah estaba cerca, mantenían un comportamiento prudente— y le insistieron a “Matildé” que jugara con ellos, que les contara cuentos, que les cantara esa canción que le había cantado a Dominique. Bershka apareció en el umbral y convocó a los mayores al comedor, la cena estaba por ser servida. Dos niñeras ingresaron en el playroom para hacerse cargo de los menores. Matilde se fue con el ánimo por el piso. ¡Cuánto habría dado por quedarse a comer con los más chicos!

En tanto avanzaban por el largo corredor de la segunda planta, Al-Saud la tomó de la mano y le dijo:

—Quiero que conozcas a alguien.

Los invitados abandonaban la sala y se dirigían al comedor. En un rincón, junto al hogar, se hallaba una pareja de ancianos a los que Matilde había visto de lejos. Al-Saud la condujo hasta ellos. Se le erizó la piel al escucharlo hablar en italiano.

Nonna, nonno, vorrei presentarvi a Matilde, la mia fidanzata.

Matilde no entendió nada, a excepción de nonna y nonno, aunque la última palabra le sonó parecida a fiancée.

—Matilde, ellos son mis abuelos, Antonina y Fredo. —Como Antonina empezó a hacer alharacas y a hablar rápido y en italiano, al tiempo que aferraba las manos de Matilde y se las sacudía, Eliah la cortó en seco—: Nonna, ti prego, parla in spagnolo. Matilde non capisce una parola di ciò che stai dicendo. Lei è argentina.

Ma, tesoro —se quejó Antonina —, sai che mi sono dimenticata dello spagnolo.

—Un esfuerzo, Antonina, por favor —la instó Fredo—. Es un placer para nosotros conocerte, Matilde.

—Sí, sí —ratificó Antonina—. Un pia… Un placer.

Matilde se acomodó en un escabel a los pies de la anciana y le sonrió.

—Señora Antonina, no sabe la alegría que es para mí conocerla. Rosalía, la mujer de mi abuelo Esteban, siempre me hablaba de usted con mucho cariño.

—¿Rosalía? ¿Qué Rosalía? ¿La mujer de Esteban Martínez Olazábal?

—Sí, yo soy su nieta, la hija menor de Aldo.

Antonina abrió grandes los ojos, le soltó las manos y se la quedó mirando como si Matilde la hubiese insultado. Matilde advirtió que Fredo apretaba el antebrazo de su esposa en el ademán de quien refrena al otro.

—No tiene buen recuerdo de los míos, ¿verdad? —Sintió que la mano de Eliah se cerraba sobre su hombro—. No la culpo. Mi abuela puede…

—¡No, no! —reaccionó la anciana bajo la mirada furibunda de su nieto—. Tengo un excelente recuerdo de los tuyos. De tu abuelo, especialmente, que siempre fue tan generoso con mi hija y conmigo. Adoro a Sofía. A tu papá no lo conocí tanto porque él prácticamente no vivía en el palacio. Ti prego… Te suplico que perdones mi reacción. Me sorprendí, eso es todo.

Francesca y Kamal se aproximaron con la intención de escoltar a la mesa a los ancianos. En tanto se alejaban los cuatro hacia el comedor, Matilde se quedó mirándolos, meditando en la reacción de Antonina, que la había azorado primero, lastimado después.

—Matilde —susurró Eliah—, ¿querés que nos vayamos? —La obligó a colocarse frente a él y se inclinó para confesarle—: Volvamos a casa. De pronto te imaginé en la piscina, desnuda, y me puse duro.

Matilde, seria, metió la mano bajo la solapa del saco y le palpó el bulto. Percibió, al mismo tiempo, la dureza de su carne latente bajo el cierre del pantalón y los dedos de él que se hundían en su cintura. “Tuviste esposa y no me lo dijiste”, pensó, mientras le acariciaba el pene y lo miraba con rabia. “Ella iba a darte un hijo”.

—No —expresó, y retiró la mano—. Tengo hambre. Vamos a comer.

Giró sobre sus talones y caminó hacia el comedor. Al-Saud la vio alejarse y le llevó unos segundos recobrarse.

Por fortuna, el sitio junto a Juana estaba libre, así que Matilde se ubicó al lado de su amiga. Se sentía sola y miserable en esa noche fatídica. Levantó la vista y se topó con los ojos negros de Yasmín. Un poco más allá, Antonina le lanzaba vistazos cuya naturaleza Matilde prefería no indagar. ¿Qué le habría hecho la abuela Celia a esa mujer mientras se ocupaba como cocinera en el Palacio Martínez Olazábal? La vergüenza le tiñó las mejillas. No quería voltear hacia la izquierda; ahí se encontraba Eliah; sentía su mirada como un rayo caliente.

Al observarla revolver la comida y picotearla como un pajarito, Al-Saud concluyó que Matilde no tenía hambre como había asegurado. El meloso de André, el prometido de su hermana, sentado junto a ella, no cesaba de hablarle y en dos oportunidades le había tocado el antebrazo izquierdo para señalarle los manjares de la mesa e instarla a comer. Apretó el tenedor imaginando que se lo clavaba en la yugular. ¿Qué carajo hacía Yasmín con ese idiota? Matilde estaba rara, se preocupó. Reía con esfuerzo, una risa vacua que no le iluminaba los ojos plateados. La había dejado sola. No se lo perdonaba. Atraído por sus primos y tíos para hablar de sus contratos con la Mercure, la había confiado a las manos de su madre, que enseguida debió abandonarla para seguir cumpliendo con su rol de anfitriona. ¿De qué había hablado con Yasmín cerca del piano?

La cena resultó interminable para Matilde y no disfrutó ninguno de los platos, a pesar de que, según le informó el novio de Yasmín, provenían de la cocina de La Tour d’Argent, concesión exclusiva que el afamado restaurante hacía al príncipe Kamal, uno de sus mejores y más antiguos clientes; el caviar, los entremeses y los postres pertenecían a la Maison Petrossian. También le explicó que cenaban con champaña Dom Pérignon para acompañar la langosta y, para aquellos que preferían el vino tinto con el pato, bebían un Chateau Mouton Rothschild de 1961, el mejor clarete del mundo.

—Como podrás ver, su alteza, el príncipe Kamal —dijo André, y a Matilde le molestó la pomposidad con la que se refería a su futuro suegro—, no toma alcohol, lo mismo que sus parientes saudíes. Es por su condición de musulmanes.

Tampoco le cayó bien que su tía Sofía, sentada frente a ella, le hablase de Celia y de su internación, le preguntase por las circunstancias de la muerte de Roy y de lo desanimado que lo había notado a Aldo por teléfono.

Finalizada la cena, escucharon arias famosas en la sala, para lo cual se había contratado a una soprano, un tenor y un barítono, además de un concertista que los secundaba con el piano. Por primera vez, Matilde disfrutaba del canto lírico. Desde su relación con Eliah Al-Saud había caído en la cuenta de lo inculta que era en materia musical, y se sorprendió al encontrarse fascinada por la selección. Durante una hora, se abstrajo de sus fantasmas y de sus demonios, y le permitió a la música que la consolara.

Al-Saud sólo pensaba en irse. Quería arrancar a Matilde de esa casa tan vinculada con el recuerdo de Samara. Lo urgía hablar con ella. La notaba distante y seria. La reacción inesperada de su abuela Antonina la había lastimado, y él sospechaba que Yasmín también había hallado la manera de destilar un poco de veneno.

Se levantó del sillón, subió las escaleras de a dos escalones y caminó dando trancos largos y veloces en sintonía con su mal humor. Entró en su dormitorio y recogió su abrigo, el de Matilde y el de Juana. De regreso, pasó frente a la puerta entreabierta del dormitorio que ocupaban sus abuelos cuando los visitaban en París. Una empleada doméstica preparaba el rebozo de la cama. Se detuvo al oír la voz de Antonina, bastante alterada.

—¿Por qué Francesca no me habrá mencionado a Matilde?

—Se habrá olvidado —supuso Fredo.

—¡Olvidarse de la hija menor de Aldo Martínez Olazábal! Justamente la hija de ese…

—Antonina —la detuvo Fredo—, por favor, vamos a olvidar el asunto. La muchacha parece dulce y buena. No tiene culpa de ser hija de quien es.

La empleada salió al pasillo y cerró la puerta, lo que ahogó las voces para convertirlas en sonidos incomprensibles. Al-Saud volvió a la sala a paso lento y con la mirada fija en un punto.

—Vamos —dijo, en tono cortante, y les entregó los abrigos.

Francesca se aproximó con una sonrisa para despedirse. En la maniobra para colocarse el sobretodo de pelo de camello, Eliah estiró el brazo, y su camisa se abrió un poco. La Medalla Milagrosa apareció ante los ojos de Francesca.

—¿Y esto? —dijo, y la sujetó entre el pulgar y el índice.

—Me la regaló Matilde —masculló—. Es muy devota. —Se inclinó y besó a su madre en ambas mejillas—. Nos vemos, mamá.

—Hijo, gracias por traer a Matilde. Estoy tan contenta de que vos…

—La nonna no piensa lo mismo. Cuando se enteró de que era una Martínez Olazábal, hija de Aldo, la miró de una manera muy descortés. Y la hizo sentir incómoda.

—Oh… ¿No me digas? Lo siento, querido. La habrá tomado por sorpresa.

—Lo que sea. Pero la hizo sentir mal. Hablá con ella. No quiero que vuelva a repetirse.

Francesca siguió con la vista la partida de su hijo dividida entre dos pensamientos que le generaban sensaciones distintas: por un lado, meditaba acerca de la reacción de Antonina y, por el otro, acerca de la fiereza con que Eliah acababa de defender a Matilde. No lo conocía en esa postura. En vida de Samara, siempre se había defendido de los reclamos de su esposa y de las intercesiones de ella, de Kamal o de Alamán, a quienes Samara acudía en busca de consuelo, apoyo y consejo. Es que se había tratado de un matrimonio joven e inmaduro.

Matilde no se sentía bien, le dolía la cabeza y un ligero mareo la obligó a tomarse del brazo de Juana. Apoyó la cabeza en el asiento del Aston Martin y se quedó dormida. Se despertó cuando Al-Saud la depositaba sobre la cama. Se quedó callada y quieta, emocionada al comprobar la delicadeza con que le quitaba los zapatos.

—¿Eliah? —musitó, y estiró la mano, que él tomó con actitud solícita.

—¿Qué?

—Haceme el amor. Te necesito.

La premura que Al-Saud empleó para desvestirse se transformó en una suave lentitud cuando se colocó sobre ella para amarla. No se durmieron al acabar sino que permanecieron abrazados, tibios y serenos, la espalda de Matilde calzada en la curva que formaba el cuerpo de Al-Saud.

—¿Cuál es el sentido de la vida para vos, Eliah?

—¿Tiene que tener un sentido? Creo que eso del “sentido de la vida” está sobrevaluado. Vivir es tratar de pasarlo lo mejor posible, nada más.

—¿Haciendo qué?

—Lo que más nos guste.

—A mí me gusta curar a la gente.

—Lo sé.

—A vos, ¿qué es lo que más te gusta?

“Estar con vos”, pensó sin dudar, aunque lo calló porque lo juzgó un comentario cursi, más allá de que hubiese sido sincero.

—A mí me gusta volar.

—¿Volar aviones? —Al-Saud le dibujó un sí en la espalda—. ¿Qué tipo de avión?

—Cualquier tipo de avión.

Matilde se dio vuelta.

—¿De verdad sabés pilotear aviones?

—Sí, sé pilotear aviones —contestó él, con una sonrisa al verla más animada.

—¿Dónde aprendiste a pilotear?

—En L’Armée de l’Air.

—¿La Armada del Aire? ¿Eso sería como la Fuerza Aérea en la Argentina? —Al-Saud asintió—. ¿Fuiste militar?

—No tenés en alta estima a los militares, me parece. —Matilde negó con un leve movimiento de cabeza—. Lo cierto es que nunca me sentí un militar. En realidad, yo era un piloto de guerra.

Matilde se acordó de las revistas que había descubierto en la biblioteca de su oficina, World Air Power Journal.

—¿Estuviste en alguna guerra?

Le temía a esa pregunta, no sólo por la respuesta sino por los recuerdos que agitaba, en especial los de la Guerra del Golfo. Debido a su mentada puntería, le asignaban misiones de lanzamiento de misiles a blancos muy específicos y de poca accesibilidad. Casi al final del conflicto, lo eligieron para bombardear un búnker en Amiriyah, un suburbio de Bagdad. La precisión del lanzamiento adquiría ribetes de cirugía plástica ya que los AS 30L debían ingresar por los orificios del sistema de ventilación, de un diámetro apenas superior al de los misiles del Sepecat Jaguar. La misión resultó exitosa, el búnker fue destruido y las cuatrocientas personas que lo ocupaban perecieron carbonizadas. Cuatrocientos civiles, mujeres y niños en su mayoría. La noticia enfureció a Al-Saud, que, en un espectáculo inusual para un hombre medido como él, golpeó y gritó exigiendo que le pusieran enfrente al agente de inteligencia que había asegurado que se trataba de un búnker militar. Aunque le explicaron que lo era y que Saddam lo había llenado con civiles adrede, Eliah no hallaba paz. Había masacrado a cuatrocientos inocentes. Una nueva decepción se produjo cuando los tótems de la política mundial, pese a que la Coalición de las Naciones Unidas había ganado la guerra, decidieron sostener a Saddam Hussein en el poder. Durante meses los convencieron de que batallaban contra un demonio. La noticia de que el enemigo seguiría torturando al pueblo iraquí les cayó como un baldazo de agua a los que habían arriesgado el pellejo. Al-Saud comprendió que el resultado de una guerra dependía de un arreglo político más que de una victoria militar. Al año siguiente participó en la Guerra de los Balcanes hasta que una noche, en plena misión, se sintió ridículo arrojando misiles porque un grupo de políticos corruptos y despiadados, apoltronados en los sillones de sus confortables casas, se lo ordenase. Ni siquiera el hecho de estar volando un Mirage 2000 apaciguó esa sensación. Al regresar a la base de Orange, en Francia, pidió la baja y se recluyó en su hacienda de Ruán.

—Sí, estuve en la guerra. Pero no quiero hablar de eso. No tengo un buen recuerdo.

—Claro. Una guerra nunca puede darnos buenos recuerdos.

La última revelación los sumió en el silencio, aunque elocuente, porque sus miradas hablaban. La cólera de ella se había esfumado apenas lo descubrió sacándole los zapatos con esmero para no despertarla. ¿Al amparo de qué derecho le reclamaría que no le hubiese hablado de su esposa muerta ni de su pasado como piloto de guerra?

—No sé por qué dije lo que dije en casa de mis viejos.

—¿Qué?

—Lo que te dije cuando tenías a Dominique en brazos. Me parece que te cayó mal. No quiero que te sientas presionada. Yo sé que vos tenés un proyecto que llevar adelante. Yo no voy a convertirme en un obstáculo.

—Sé que no lo harás.

Volvieron al silencio elocuente. Matilde le sonrió y le acarició la nariz con la punta del índice. Él le besó el dedo.

—Si tengo que buscarle un sentido a la vida —expresó él—, creo que echarte un polvo como el que acabo de echarte y después volar mi avión favorito lo resumiría muy bien.

Matilde se tapó la boca antes de soltar la risita que a Al-Saud le tocaba el corazón.

—¿Con qué frecuencia? —se interesó ella.

—¡Tantas veces como nos dé la gana!

—¡Qué magnífico sentido le has encontrado a la vida! —Se rieron y, a medida que las risas se desvanecían y los semblantes cobraban seriedad, Al-Saud supo que Matilde le hablaría de algo que él no deseaba escuchar—: Yasmín me dijo que estuviste casado.

Soltó un gruñido a modo de asentimiento y bajó el mentón para ocultar los ojos. Insultó a Yasmín para sus adentros, mientras se imaginaba propinándole la paliza que su padre nunca le había dado por ser su niñita mimada.

—Me habría gustado que te enterases por mí y no por Yasmín, que es una… ¡No sé cómo se dice en castellano! —se exasperó—. Mi hermana es una cancanière.

—Querés decir chismosa. Creo que no le caigo bien.

—Está celosa.

—¿Yasmín la quería? A ella, quiero decir, a tu esposa.

—Sí, eran muy amigas, a pesar de que Samara era mayor que Yasmín.

Matilde no imaginó cuánto la afligiría escucharlo pronunciar ese nombre. Ansiaba preguntarle por Samara, acerca del accidente que se la había llevado, por el bebé que esperaban, por su vida como aviador, por la experiencia en la guerra. “¿La amaste mucho? ¿Más que a mí?”. Cerró los ojos y fingió dormir.

Gérard Moses descifró el columbograma de Anuar Al-Muzara en el cual le enviaba las coordenadas del sitio adonde Udo Jürkens debía dirigirse y la fecha en que debía hacerlo. Urgía diseñar el plan para atacar la sede de la OPEP y hacerse con el dinero de los rescates.

Caminó por el pasillo lúgubre del último piso de la casona donde él y Shiloah se habían criado. El eco de sus pasos sobre los largos tablones de roble profundizaba la soledad y el mutismo que caracterizaba a la mansión desde hacía años. Antes, la risa de Shiloah y las voces de sus amigos la habían colmado de vida y de luz. Los bustos y las estatuas de mármol se sucedían, cubiertos de sábanas blancas, lo mismo las pinturas, echando sombras aquí y allá. La figura gigante de Udo apareció recortada al final del pasillo, y Gérard sufrió un instante de pánico que la penumbra le ayudó a disimular.

—Jefe —dijo Jürkens—, no sabía que había regresado de Herstal.

—Llegué esta tarde. ¿Qué sucedió con los tres iraquíes?

—Todo salió de acuerdo con mis planes.

—¿Funcionó, entonces?

—Sí, el agente nervioso funcionó. Están muertos.

—El sayid rais se mostrará complacido con la noticia. Necesito que me des los detalles para el informe. Pero antes quiero que me hables sobre la nueva muchacha de Al-Saud. ¿Qué puedes decirme?

—Esta noche, Al-Saud la llevó a una fiesta en una mansión de la Avenue Foch, en esquina con la de Malakoff.

A pesar del cansancio y de que la nueva medicación le revolvía el estómago, no le tomó más de unos segundos recordar que allí se erigía la mansión de los Al-Saud. “La llevó a casa de sus padres”. Se giró con brusquedad para ocultar las lágrimas. Era la primera vez que llevaba a una mujer a casa de sus padres. Samara no contaba porque, al igual que sus hermanos, Anuar y Sabir, vivía en la casa de la Avenida Foch desde que el príncipe Kamal se había convertido en su tutor. Carraspeó para aclarar la voz.

—Udo, tráela aquí. Quiero conocerla.

—Pan comido, jefe.

—Después, la matas. Tenemos que asegurarnos de que no comenzará a hacer preguntas acerca del experimento de Blahetter.

—Según la carta que él depositó en la casilla de Gare du Nord y confiando en que la traducción sea correcta…

—Manejo muy bien el español, Udo. ¿Acaso no encontraste los planos donde te indiqué?

—Sí, por supuesto. Entonces, siendo así, no hay duda de que ella no estaba al corriente de nada. Esa carta nunca llegó a sus manos.

La solidez de la conclusión de Udo Jürkens fastidió a Moses.

—No podemos estar seguros —se empecinó—. Podría haberla leído y devuelto a la casilla en Gare du Nord.

—El sobre estaba sellado y no parecía haber sido abierto.

—Como sea, te desharás de ella, Udo. La usaremos para probar otro de los agentes nerviosos de los que me proporcionó el sayid rais. ¿O no quieres hacer el trabajo? ¿Tal vez te conquistó a ti también? —Jürkens le devolvió una mirada que Moses no supo descifrar; se debatía entre calificarla de culposa o de azorada—. No quiero dejar cabos sueltos en esto —manifestó, sin agresividad—. Cumplido con lo que acabo de encomendarte, te reunirás con Al-Muzara para planear el ataque a la OPEP. Aquí tengo las coordenadas.