Capítulo 12

De nuevo los análisis? —se extrañó Yasmín—. ¿Tan intensa e imprudente ha sido tu vida sexual en estos últimos cinco meses?

—No esperarás que discuta mi vida sexual con mi hermanita menor.

—¿Por qué no? Estamos a un paso del siglo XXI. ¡Somos jóvenes y modernos!

—No tan moderno como para hablar contigo de esos temas.

—¿Quién es ella? —Yasmín le ajustó la banda elástica para resaltarle las venas, algo innecesario, caviló, porque, debido al cuerpo entrenado de su hermano Eliah, se le marcaban naturalmente—. ¿No vas a decírmelo?

—Yasmín, no fastidies. Acaba con esto que salgo de viaje en una hora.

—Mmmm… Este análisis debe de ser en extremo importante para que hayas venido hoy aquí con un viaje inminente.

—¿Cuándo tendré los resultados?

—Si me dices su nombre, en una semana. Si no, en quince días.

—¡Pequeña chantajista! —Yasmín hincó la aguja en la vena de Al-Saud mientras sonreía con una mueca pícara—. Matilde. Ése es su nombre.

—¿Matilde? Me gusta. ¿Cómo es? ¿Bonita? ¿Simpática? ¿Edad?

—Sólo negociamos por su nombre. En una semana vendré por los resultados.

—Antes de que te vayas quiero pedirte que me saques de encima a ese gigante bosnio que me sigue a sol y a sombra.

—Sándor es su nombre, y no es un gigante bosnio sino quien te protege.

—¡Es una pesadilla, Eliah! Tengo su aliento en la nuca cada vez que le toca su guardia.

—Así debe ser. Takumi sensei y yo lo entrenamos, Yasmín. Es uno de mis mejores hombres.

—¡Es muy joven! No tiene veinticinco años.

—Su espíritu es mucho más viejo y sabio que el tuyo, te lo aseguro. —Ante la mueca de hartazgo de su hermana, Al-Saud se enfadó—: Yasmín, no me fastidies. Sándor seguirá siendo tu guardaespaldas y no volveremos sobre este tema.

En Ámsterdam, recibió, en su suite del Hotel de L’Europe, al presidente y al director financiero de The Metropolitan, una de las compañías aseguradoras que lo habían contratado por lo del desastre de Bijlmer, a quienes les expuso su plan de acción. Los funcionarios se mostraron complacidos. A esa reunión le siguió otra de igual tenor con el presidente y la vicepresidenta de la otra compañía, World Assurance, que se asustaron ante la posibilidad del escándalo mediático, a lo que Al-Saud restó importancia.

—Nuestro objetivo es que El Al los compense económicamente y eso lograremos. La reputación de World Assurance quedará intacta.

Despidió a sus clientes y, al cerrar la puerta, consultó la hora. Las seis de la tarde. Matilde se encontraría aún en el instituto. De nada valía llamarla al celular de Juana porque ella lo apagaba. Se comunicó con Medes.

—¿Llevaste a Matilde al instituto?

—Sí.

Al-Saud lo notó tenso.

—¿Qué ocurre, Medes?

—Hubo un pequeño incidente, señor.

—¿Matilde está bien? —La voz le tembló, y carraspeó.

—Sí, ella está muy bien.

El alivio le aflojó las piernas y se echó en una silla.

—Dime qué pasó, Medes. Habla.

El chofer le refirió que en la puerta del edificio de la calle Toullier la aguardaba un hombre. Por la descripción, Al-Saud dedujo que se trataba de Roy Blahetter. El malparido no entendía con amenazas. Al escuchar que había aferrado a Matilde por el brazo y la había sacudido, Al-Saud partió una lapicera con el logotipo del hotel.

—La señorita Juana le pegaba con unos cuadernos, pero el hombre no se inmutaba. Yo intervine, señor. Bajé del auto y se lo quité de encima. Las señoritas subieron y nos fuimos deprisa. Eso es todo.

Lo que Medes no le refirió porque no lo sabía fue que, desde una camioneta estacionada casi en la esquina con la calle Soufflot, alguien les tomaba fotografías.

Al-Saud cortó con Medes y llamó a Zoya.

—Hola, mon chéri. ¿Cómo estás?

—¿Cómo te fue anoche con Blahetter?

Parfait. Tengo lo que necesitas. Cuando quieras, puedes pasar a buscarlo. Y gracias por ponerme en las manos a una víctima tan fogosa. Hacía tiempo no lo pasaba tan bien. —El comentario de Zoya no colaboró en aplacar el ánimo negro de Al-Saud—. ¡Ah, me olvidaba! Natasha se puso en contacto. Me llamó esta mañana. —Al-Saud guardó silencio—. Preguntó por ti. Mucho.

—¿Te dijo dónde está?

—No, no quiso. Sólo dijo que está bien, aunque yo la noté abatida.

—Es un alivio saber que está bien. Si vuelve a llamar, dile que se comunique conmigo, por favor.

Le quedaba poco tiempo. En menos de una hora, Ruud Kok, el periodista holandés, se presentaría para cenar en el restaurante del hotel. Se dio una ducha. No vestiría de traje y corbata; eligió un estilo más relajado, un saco tipo blazer azul con botones dorados de Ralph Lauren, una camisa amarillo pálido Tommy Hilfiger, jeans y botas marrones.

Kok lo esperaba en la barra. Se dieron la mano, y el holandés sonrió con incomodidad. El maître los condujo a la mesa y les recitó los platos del día. Ambos comensales, para evitar la lectura de la carta, eligieron entre las sugerencias. Ninguno pidió vino.

—Creo, señor Kok, que usted y yo hemos empezado con el pie izquierdo.

—Mi culpa, señor Al-Saud. Jamás debí abordarlo a usted de ese modo, como lo hice aquel día en el ingreso del George V. Fue temerario además si tenemos en cuenta que molestaba a un cinturón negro de karate, que puede matarme con sus propias manos —añadió, con acento risueño, y Eliah festejó la broma para distender el ambiente.

—Al igual que usted, yo hacía mi trabajo: proteger a Shiloah Moses.

—Sí, comprendo. Y a la luz de lo que pasó semanas más tarde, veo que sus escrúpulos eran muy atinados. ¡Menudo asunto el del atentado en la convención!

Hablaron largamente acerca del atentado, lo que derivó en la situación política en la Franja de Gaza y en Cisjordania después de los Acuerdos de Oslo. Al momento del postre, Al-Saud decidió empezar a negociar.

—Señor Kok, al igual que usted ha estado investigando acerca de mí, yo he estado averiguando acerca de usted, y me he hecho de información muy interesante, como, por ejemplo, que usted estuvo en el lugar del accidente el día en que el avión de El Al cayó sobre el barrio de Bijlmer.

—Así es —admitió Ruud Kok—. Vivo ahí, y ese día me encontraba en casa trabajando. Fui testigo de todo.

—Incluso supe que salvó a muchos de sus vecinos atrapados en sus apartamentos en llamas. Lo felicito —remató Al-Saud, e inclinó la cabeza—. También supe que, no sólo atestiguó cómo el avión cayó sino cómo después de varios días sus vecinos, aun usted, sufrieron trastornos de todo tipo, ¿verdad? Desde problemas en la piel hasta respiratorios, y otros más graves. —A ese punto, Kok se irguió en la silla y dejó de juguetear con el tenedor. Asintió—. También sé que, por mucho que investigó y trató de llegar a la verdad, nunca lo consiguió. Leí los dos artículos que publicó en el NRC Handelsblad y el de Paris Match. Buena pluma —lisonjeó Al-Saud—, pero, al carecer de pruebas, quedó en la esfera de las suposiciones, y el asunto perdió peso e importancia.

—Aún hoy hay quienes sufren problemas graves de salud que, estoy convencido, se iniciaron ese día, cuando el avión de carga de El Al se estrelló contra el edificio en Bijlmer. Pero, como bien dice, sin pruebas no hay nada. Tanto El Al como el gobierno holandés cerraron filas y me resultó imposible penetrarlas.

—Yo las penetré —disparó Al-Saud—, yo tengo las pruebas que usted necesita. Lo que preciso es alguien en la prensa que me ayude a exponerlas. Creo que usted es la persona indicada.

Ruud Kok permaneció en silencio, con gesto demudado. Unos segundos después ganó cierto dominio y preguntó:

—¿Por qué yo?

—Porque usted fue el único periodista holandés que investigó con profesionalismo el siniestro y que no se limitó a la cuestión de lo que lo había motivado sino que estudió las consecuencias.

—¿Qué gana usted en esto?

—¿Importa?

—No quiero formar parte de una intriga de la que podría salir mal parado.

—Señor Kok, un periodista de investigación como usted no puede asustarse ante la posibilidad de quedar enredado en un cuestión de intriga internacional. ¿Qué habría sucedido a principios de los setenta si Bernstein y Woodward —Al-Saud aludía a los periodistas del Washington Post que investigaron el escándalo de Watergate— se hubiesen acobardado frente a lo que descubrían en tanto avanzaban en su averiguación?

—Ellos contaban con Deep Throat —pensó en voz alta Kok, con la vista sobre el mantel, en tanto recordaba el nombre del informante de los periodistas norteamericanos.

—Y usted cuenta conmigo. Yo seré su fuente. Imagino que a Bernstein y a Woodward les interesaba poco saber por qué Deep Throat les contaba lo que sabía. Ellos sólo querían la información.

—Y las pruebas —agregó Kok, que de nuevo había ganado entereza.

—Y las pruebas —refrendó Al-Saud—. ¿Está dispuesto a hacerlo? Eso sí, cuando yo lo indique y a mi modo.

—Tendría que conversarlo con mi jefe de redacción, pero no creo que haya problema. —Al-Saud asintió—. De igual modo, lo haré con una condición.

—Lo escucho.

—Que me conceda una entrevista para hablar acerca de las llamadas empresas militares privadas.

Al-Saud lo contempló de hito en hito, y Kok terminó por incomodarse y bajar la vista.

—Está bien —concedió.

Al-Saud se hallaba solo en la sala de reuniones. Había extendido el mapa de África y se concentraba en Etiopía y Eritrea, cuyas relaciones se volvían día a día más tensas. Semanas atrás, Dingo y Axel habían regresado con información que les serviría para trazar la estrategia. En la Isla de Fergusson, se aprestaba el grupo de hombres que, junto con el armamento, las municiones, el agua y los víveres, se desplazaría hacia la región. Se trataba de una empresa titánica.

Al-Saud observó el monitor que transmitía el movimiento en la recepción. Victoire y Thérèse, cada una en su escritorio, trabajaban en silencio. Nadie aguardaba en los sillones para ser recibido. El mutismo sumergía a las oficinas del George V en un ambiente de tranquilidad infrecuente. El sistema de música funcional, que en ese momento ejecutaba la Sinfonía Número Tres de Mendelssohn, una de sus favoritas, circulaba con timidez por las distintas estancias, acentuando la paz. Miró la hora. Las doce y veinticinco. Fijó la vista en la puerta principal, impaciente por verla abrirse. Matilde llevaba veinticinco minutos de retraso. ¿Acaso no experimentaba la misma ansiedad que él por reencontrarse? Volvió su atención al mapa.

Bonjour, Matilde! —La cabeza de Eliah se disparó hacia el monitor—. Monsieur Al-Saud ha estado preguntando por ti.

—¡Sí, he llegado tarde! —exclamó en inglés, con las mejillas arreboladas a causa del frío y de los nervios—. Acabo de descubrir que mi reloj retrasa casi media hora. Es un desastre. El pobre Medes hacía rato que me esperaba en la puerta de casa.

“¡Maldito reloj!”, insultó Al-Saud, mientras la veía deshacerse de la bolsa rústica y de la campera. Enseguida reconoció el conjunto que llevaba aquel día en la estación Rue du Bac, los pantalones chupines de tartán marrón y rosa y el suéter rosa, ajustado y de cuello alto. Al igual que aquel día, se había hecho dos trenzas. Esperó, inmóvil, a que se abriera la puerta de la sala de reuniones. Matilde lo hizo con cuidado, entornándola poco a poco, y asomó su carita ovalada. Se contemplaron en silencio hasta que ella profirió una risita, más bien un gorgorito, y, después de cerrar tras de sí, corrió a él. Al-Saud la recibió en sus brazos y la levantó en el aire, y Matilde le ajustó las piernas en la cintura. En tanto sus bocas se fusionaban en un beso, él apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta el suelo, donde continuaron besándose como si en lugar de poco más de veinticuatro horas hubiera pasado un año.

—Matilde —suspiró Al-Saud, sin apartar la boca de la de ella—. No veía la hora de que llegaras. ¡Estaba volviéndome loco! ¡Llegás tarde!

—¡Perdón, perdón! Si supieras lo ansiosa que estuve todo el día de ayer y esta mañana, no te enojarías conmigo. No me llamaste.

El reproche, apenas susurrado, lo conmovió. Había pensado en él, lo había añorado. Apretó el abrazo y hundió la nariz detrás de su oreja para inspirar el aroma a bebé.

—Cuánto deseaba olerte. Amo tu perfume de bebé. ¿Cómo se llama?

—Upa La La. —Matilde rió cuando Al-Saud la imitó—. Decilo de nuevo. Upa La La. Sos gracioso.

—Ahora soy tu payaso. Upa La La —dijo, para complacerla—. ¿Qué quiere decir?

—No quiere decir nada. Es una expresión que se usa al tomar en brazos a un bebé. “¡Upa La La!” decimos cuando lo levantamos. No sé de dónde proviene. —Matilde le pasó la nariz por el cuello. Su voz se agravó al expresar—: Y yo amo tu perfume, Eliah. No sé qué me pasa cuando lo huelo en tu cuerpo, en tu ropa. Ayer me lo pasé oliendo tu pañuelo, así te sentía más cerca. Tengo que confesarte que el domingo en tu casa lo empapé de A Men. ¿Me perdonás?

Matilde se arqueó cuando las manos de Al-Saud le sujetaron los pechos, y comenzó a gemir sin consideración al sitio en el que se hallaban cuando él le rozó los pezones con los pulgares de modo insistente. Para acallarla, Al-Saud se apoderó de su boca en tanto se incorporaba con Matilde aún enroscada en su torso. Despejó la mesa de un manotazo —el mapa terminó sobre los respaldos de las sillas— para depositar a Matilde.

—No puedo esperar hasta la noche —le confesó, enternecido por la expresión turbada de ella—. No hagas mucho ruido.

—No sé si podré. —Se mordió el labio y fijó la vista en el cielo raso, mientras sentía que él la despojaba de las botas y del pantalón.

Eliah le contempló largamente las piernas hasta desviar la atención a la bombachita blanca de algodón con lunares rosas. Fue bajándosela con las manos de Matilde cerradas en sus muñecas, como prontas a detenerlo.

—Soltame, Matilde. Dejame bajarte la bombacha.

El pubis imberbe se reveló centímetro a centímetro, y emergía como un monte pelado y blanco luego de la depresión del vientre. Lo enloqueció esa visión, y refregó la cara en él, y lo lamió, y lo olió y le pasó la punta de la lengua por la cicatriz.

—¡Matilde! —exclamó, casi con exasperación, y ella se agitó al percibir el resuello caliente de él en su monte de Venus—. Matilde —susurró, con las manos ajustadas a las crestas ilíacas de la muchacha y la frente en su pubis. Pensó en Thérèse y en Victoire, que trabajaban a pocos metros, apenas separadas de esa escena por una mampara. Jamás había perdido el control de esa manera, ni siquiera cuando regresaba de la Escuela de Aviación después de semanas de no ver a Samara. Él era frío, calculador, moderado; mantenía sus pasiones bajo control. No perdería el tiempo lamentándose, ya había aprendido que Matilde ejercía una extraña influencia sobre él, algo que escapaba a su compresión. Se desajustó el cinto y liberó su pene. Sacó un condón de la billetera y se lo colocó con maniobras iracundas. Ella lo seguía con miedo desde esa posición de vulnerabilidad; sus trenzas descansaban sobre la mesa. Había atestiguado la lucha de él. Le sonrió para animarla. Le habló sobre los labios.

—Ayer, antes de viajar, me hice los análisis. En una semana tendremos los resultados. —Matilde se limitó a asentir, todavía insegura—. No quiero depender de un condón para amarte.

Cerró los brazos en torno a la nuca de Al-Saud y lo pegó a su cuerpo. Sus bocas se buscaron con desesperación; sus lenguas se entrelazaron y sus alientos se fundieron; las manos de él se escurrieron bajo el suéter de lana, bajo la camiseta de algodón, levantaron el corpiño y le acariciaron los pezones. Matilde apretó los ojos. Chispazos verdes explotaron en su interior. El placer la surcaba como una corriente fría y veloz, sus miembros se debilitaban.

Al-Saud la sujetó por las nalgas para atraerla hacia el filo de la mesa, donde la obligó a apoyar la planta de los pies. “La postura ginecológica”, se dijo Matilde, y ese pensamiento derivó en un párrafo de El jardín perfumado. La primera postura: tumba a la mujer sobre la espalda y levántale los muslos. Sitúate después entre sus piernas e introdúcele el pene. Apoyándote en el suelo con los dedos de los pies, podrás moverte de la forma adecuada. Esta postura es recomendable para los que poseen miembros largos. Matilde ladeó la cabeza para observar parte de la mano izquierda de Eliah aferrada a su muslo. Se dio cuenta de que el vello le crecía aun en la zona superior de los dedos, cerca de la uña. Se trataba de un vello muy oscuro. La mano se hundía en su carne, y la oposición entre la blancura de ella y la piel morena de él la enardeció. También la excitó la muñeca de Al-Saud; el puño con gemelos se retiró en uno de sus movimientos, y ella la vio, gruesa e hirsuta. Ahora comprendía la expresión: “Hacerse agua la boca”, porque de pronto necesitó tragar. Anhelaba tocarlo, aun a través del género de la camisa. Ascendió con las palmas abiertas por sus brazos, percibiendo la sinuosidad de sus músculos; le delineó el filo de la mandíbula, los labios, descendió por el cuello y le apretó las tetillas en el instante en que él se impulsaba dentro de ella. Se asustó. La espalda de Al-Saud se arqueó con violencia, como si hubiese recibido un golpe o una descarga eléctrica, y Matilde asimiló su sacudida con la que sufre un epiléptico; incluso había echado los ojos hacia atrás, y ella los vio blancos. Al cabo, se cerró sobre ella. Respiraba como si hubiese hecho doscientos abdominales. Sentía el latido de su miembro dentro de ella. No sabía qué hacer. Le acarició la cabeza.

—Eliah, mi amor, ¿estás bien?

Al-Saud levantó la mirada, y Matilde apreció la alteración de su semblante. Sin articular palabra, empezó a moverse hacia adentro y hacia afuera, siempre con la vista fija en ella. Le gustaba salir por completo para penetrarla con una embestida sorda y profunda; le fascinaba la reacción de Matilde, que se mordía el puño en un intento para atrapar los sollozos de éxtasis. Los gritos de placer que quedaban encerrados en el pecho de ella transmutaban en la fuerza con que le clavaba los dedos en el cuero cabelludo, en la nuca, en los hombros.

Al-Saud atinó a taparle la boca cuando el orgasmo aniquiló la voluntad de Matilde por permanecer callada. Amó verla convulsionarse sobre la mesa. Aceleró el vaivén y pronto la siguió. Sus fosas nasales, que se dilataban para inspirar grandes porciones de aire, y sus labios convertidos en una línea blanquecina daban cuenta de su esfuerzo para no prorrumpir en gritos. El semen fluía desde su interior en una corriente sin fin. El orgasmo parecía no tener fin, lo ahogaba. Tenía la impresión de que habían subido el volumen de la música de Mendelssohn, ¿o se trataba de una ilusión? Le zumbaba en los oídos junto con su torrente sanguíneo. Más reprimía los gritos, más lo ensordecían los acordes de la sinfonía.

Se desplomó sobre ella. Respiraba por la boca con un sonido anginoso. Ninguna inspiración bastaba en su intento por llenar los pulmones. Las caricias de Matilde sobre su espalda y su cabeza lo ayudaban. Igualmente, necesitó varios minutos para recobrarse.

—No creo que alguna vez pueda salir de esta sala —la oyó decir—. Siento que tengo un cartel en la frente que dice: “Monsieur Al-Saud acaba de hacerme el amor”.

—Qué lindo cartel. Me gustaría que lo llevaras de verdad así ningún estúpido vuelve a acercarse a vos. —Levantó la vista para destinarle una mirada cargada de dureza—. Medes me contó acerca del incidente que tuviste con Blahetter en la puerta de tu casa.

—Por favor, no lo menciones. No aquí. No cuando todavía estás dentro de mí.

—Está bien, está bien —se arrepintió Al-Saud—. ¿Querés que pida el almuerzo al restaurante del hotel y que comamos aquí?

—Sí, sí, por favor. No podría enfrentarme a tus secretarias. No aún.

—¿Qué te gustaría comer?

—Cualquier cosa.

Esa tarde, en la clase de francés, Matilde oía a la profesora como un murmullo lejano. Delante de ella, se recreaban las escenas sobre la mesa en la sala de reuniones. Aún le costaba creer lo que había vivido en las oficinas de la Mercure, a pasos de Thérèse y de Victoire. Sonrió de modo involuntario al evocar a Eliah mientras el orgasmo parecía acabar con él. Dedujo que si hubiese cedido a la potencia que ella había visto acumularse en su rostro, en sus músculos, entre sus piernas, habría explotado en bramidos que habrían alcanzado la recepción en la planta baja. Miró a sus compañeros, concentrados en la profesora, en el pizarrón. Experimentó una extrañeza en el ánimo y tuvo ganas de gritar: “¡Ey, acabo de hacer el amor con el hombre más maravilloso del mundo! Yo, Matilde Martínez, hice el amor”. Más tarde, en el recreo, se atrevió a pedirle a Juana:

—Quiero que me digas cómo hacerle cosas lindas a Eliah. En la cama —añadió.

—¿Ya se la chupaste? ¡Ay, no te pongas colorada, Mat! ¿Ya se la chupaste? —Matilde sacudió la cabeza para negar—. Es importante que aprendas a hacerlo bien. Los vuelve locos. Si no se la chupás vos, buscará otra que lo haga. Es así, no me mires con esa cara. Haceme acordar de que compremos bananas.

A las seis y media, Al-Saud pasó a buscarlas por el instituto con Leila. Cada vez le gustaba menos la lobreguez de la calle Vitruve, la poca iluminación de la entrada del Lycée des langues vivantes y el aspecto amenazador de los alrededores.

Leila, que ocupaba el sitio del acompañante, se bajó del Aston Martin y corrió a abrazar a Matilde. Enseguida hizo migas con Juana. Al momento de subir en el automóvil, Leila se apresuró a ocupar su sitio junto a Al-Saud.

—Leila, bájate. Ese lugar es de Matilde. —La muchacha se empacó: cruzó los brazos a la altura del escote e hizo trompa con la boca—. Debes ir atrás —insistió, con poca paciencia.

—Dejala. Yo voy atrás.

—No, Matilde.

—Por favor, Eliah, no la retes. Yo voy atrás.

—Tú y yo hablaremos esta noche —amenazó Al-Saud, lo que acentuó la expresión de enfado de Leila y la firmeza de sus brazos cruzados ya casi a la altura del cuello.

Matilde se ubicó detrás de Al-Saud y le pasó los dedos por la barbilla áspera. Le habló al oído por el lado izquierdo.

—¿Ves? Este lugar es mejor porque puedo tocarte mucho, todo lo que quiero. ¿Adónde vamos? —preguntó en voz alta y en francés.

—Vamos de compras —explicó él en el mismo idioma—. Hoy es martes, y Leila quiere ir a su marché favorito, aunque no sé si se lo merece.

—¿Qué significa marché? —se interesó Juana.

—Mercado —explicó Al-Saud—, de esos donde podés comprar de todo.

Matilde estiró la mano, apartó un mechón de la frente de Leila y le acarició el carrillo, sonrojado a causa del disgusto. La muchacha no tardó en ceder. Le aferró la mano y se la besó varias veces, en la palma y en el dorso. Al-Saud la observaba de soslayo.

El mercado en la Place Maubert, sobre el Boulevard Saint-Germain, era un festival de colores, aromas y sonidos. En los puestos que atiborraban el espacio, decorados con toldos a rayas verdes y blancas, se exponían desde máscaras africanas y bombones artesanales hasta mariscos, frutas y verduras; la variedad apabullaba. Al-Saud la conducía de la mano en silencio; Matilde lo sentía sereno y feliz. Les compró unas pelotas de chocolate con frutas secas que arrancaron suspiros a las tres. Resultaba fascinante ver a Leila regatear con ademanes y muecas con los puesteros, que la conocían y la llamaban por su nombre. Al-Saud nada decía; se limitaba a sacar la billetera y a pagar. Juana se acordó y compró bananas.

Al llegar a la casa de la Avenida Elisée Reclus, se encontraron con que Marie y Agneska se ocupaban de preparar la cena. Ambas se sorprendieron con la aparición de Matilde y de Juana, y se quedaron boquiabiertas cuando vieron al patrón besar en la boca a la rubia antes de encerrarse en el escritorio. Se llenaron de aprensión y de timidez, aunque enseguida se distendieron al comprobar que las señoritas las trataban como a iguales y que ayudaban a Leila a guardar los mariscos, las verduras y el sinfín de productos que había comprado; incluso se ocuparon de poner la mesa para varios comensales ya que Alamán, Peter, Mike y Tony se presentaron un rato más tarde y anunciaron que se quedarían a comer.

Alamán abrazó a Matilde al saludarla y le preguntó al oído:

—¿Sabés quién cumple años el sábado? —Matilde agitó la cabeza—. Eliah.

El corazón le saltó en el pecho. A Alamán le causó risa su expresión, porque de pronto sonreía y sus ojos plateados destellaban. Matilde hizo un cálculo rápido: Eliah cumplía años el 7 de febrero. Se puso en puntas de pie y besó a Alamán en la mejilla.

—Gracias por contármelo —susurró.

Por su parte, Eliah alejó a Juana para hablarle en confidencia.

—Quiero comprarle un reloj a Matilde.

—Perfecto.

—¿Qué te parece un Rolex?

—No es buena idea. —Ante la extrañeza de Al-Saud, se dispuso a explicarle—: Mirá, papurri, Mat es la mejor persona que habita este mundo, sin exagerar, pero es medio rara la pobre. Hasta los quince años vivía en un palacio de cincuenta habitaciones y la atendía una docena de sirvientes. Era algo así como la Sisí emperatriz cordobesa, en extremo mimada por su papá. Desde chica, vivió en el lujo y en la opulencia, y fue muy infeliz. Ella relaciona ese mundo con lo superficial, con lo vano, y lo desprecia. O simplemente, lo ignora. Creo que te ganarías más su corazón si le comprases un reloj de buena calidad pero que no sea fastuoso. Lo ostentoso le provoca repulsión.

Para Matilde resultaba evidente la parcialidad de Peter Ramsay por Leila. El inglés rara vez le quitaba los ojos de encima y se empeñaba en hablarle en su francés mal pronunciado. La muchacha le sonreía, le contestaba con señas, le coqueteaba. La preocupaba que fuera casado. Eliah le había comentado que la esposa de Ramsay vivía en Londres y que él la visitaba de tanto en tanto. En las propias palabras del inglés, su matrimonio era a little bit strange (un poquito raro).

Mike y Tony se disputaban la atención de Juana, más interesada en la exótica casa de Al-Saud que en sus socios. Matilde la llevó a recorrerla, con Leila tomada de su mano, aprovechando un momento en que los hombres se ausentaron para hablar de sus asuntos. Orgullosa, como si fuera la dueña de casa, la paseaba por las estancias y le explicaba las características del estilo Art Nouveau. De pronto se estremeció al evocar lo que Al-Saud le había dicho el domingo por la noche antes de partir hacia la calle Toullier: “Quiero que hagamos el amor en cada una de las habitaciones de esta casa. Una especie de rito bautismal”, aclaró.

Claude Masséna vio entrar en la base a Al-Saud seguido por Alamán y sus tres socios. Desde que había descubierto la intriga tramada para retenerlo ahí, como jefe de sistemas de la Mercure, pero sobre todo desde que sospechaba que Zoya había tomado parte en el complot, la furia y el odio opacaban su vida. A veces se convencía de que Al-Saud era cliente de Zoya, por esa razón había abandonado el edificio de la calle del Faubourg Saint-Honoré aquel martes 20 de enero. El convencimiento duraba poco; Al-Saud no precisaba de una prostituta para satisfacer sus apetitos sexuales. Además, en ese sórdido mundo no existían las coincidencias.

Lo exasperaba especialmente su dependencia de Zoya. La necesitaba aun cuando ella fuera una traidora y una zorra. A veces pensaba en adquirir un arma y meterle un tiro en la cabeza para acabar con tanta desazón. Enseguida se arrepentía al avizorar su vida sin ella.

Mike Thorton los convocó a la sala de mapas. Una pantalla transparente bajó del techo y proyectó el plano de la ciudad de El Cairo del que Al-Saud se sirvió para exponerles los detalles de la misión que se llevaría a cabo dentro de dos días. Masséna se cuidaba del contacto visual con su jefe; temía que descubriese que lo traicionaba, que en realidad trabajaba para el servicio secreto israelí. Lo creía capaz de eso, de leerle la mente con mirarlo a los ojos.

Tony repartió los roles y las órdenes entre los empleados. Peter Ramsay detalló el plan para eludir el cerco del Mossad en torno a Bouchiki. Se habló de La Diana y de Dingo, que habían viajado a El Cairo esa mañana para ocupar sus puestos en el Hotel Semiramis Intercontinental. Todo estaba listo.

—¿En qué medio le pasará la información Bouchiki a La Diana? —se interesó Masséna.

—Eso es transparente para ti —contestó Al-Saud—. Lo que tienen que saber, ya lo saben. A trabajar.

Horas más tarde, Masséna se dirigió hasta la cabina telefónica que debía utilizar para comunicarse con sus nuevos jefes, la que se hallaba en la estación del métro Alma-Marceau. Ariel Bergman atendió con voz de dormido.

—¿Picasso? Soy Salvador Dalí. —Se anunció con su nombre en clave.

—Te escucho —dijo Bergman.

Gérard Moses entró en su departamento de la calle Charles Martel de la ciudad belga de Herstal. No le agradaba Herstal en particular; la había elegido por su proximidad con la fábrica de armas Fabrique Nationale, de las más viejas de Europa y una de sus mejores clientes. Le pagarían una fortuna por el nuevo adminículo que estaba diseñando, al que había bautizado “unidad de control de disparo” y que serviría para afinar la puntería al momento de lanzar una granada desde un lanzacohetes con un margen de error de escasos centímetros. No le cabía duda de que su invento revolucionaría la próxima exposición de armamento en Berlín.

Si bien hacía tiempo que faltaba de Herstal —después de París, había pasado unos días en Bagdad—, de igual modo le extrañó que su contestadora automática marcase cinco mensajes sin escuchar; a él no lo llamaba nadie. La voz de Eliah lo sorprendió, le ablandó las piernas; se sentó en el sillón junto al teléfono y escuchó los mensajes una y otra vez, y lloró. Se secó las lágrimas con el puño de la camisa y se instó a ganar compostura. Udo se presentaría en breve, y no quería que advirtiese su debilidad. Sorbió unos tragos de Laphroaig, su whisky favorito, para cobrar valor. Estaba furioso con su asistente y se lo demostraría. Por alguna razón que Jürkens no acertaba a explicar, había arruinado el encuentro con Roy Blahetter; el muy necio no se había presentado en el restaurante del Hotel Ritz de acuerdo con lo pactado y no respondía a los mensajes de su casilla de correo electrónico. La posibilidad de echar mano a los planos de la centrifugadora de uranio se desvanecía una vez más. Y Saddam Hussein comenzaba a perder la paciencia.

Odiaba a Blahetter por varias razones: por su juventud, por su belleza, por su lozanía y cuerpo saludable, pero sobre todo por ser aún más brillante que él. ¿Cuál sería su coeficiente intelectual? Lo desconocía, y se lamentaba de no haberlo sometido a un test cuando trabajaban juntos en el laboratorio del MIT. Jamás se había topado con un ingeniero nuclear que conociera tan acabadamente su campo y que se moviera con tanta soltura y seguridad; daba la impresión de que Blahetter era el dios creador del mundo de la energía nuclear. La revolucionaria centrifugadora de uranio era prueba suficiente. Por cierto, la presentó a los iraquíes como una obra de su invención, incluso publicó un artículo en Science and Technology esbozando los principios utilizados en la construcción de acuerdo con las notas y los diseños que le escamoteó a Blahetter en el MIT. De igual modo, le llevó días convencer a los ingenieros iraquíes de que se trataba de una máquina factible. Los iraquíes no eran tontos y conocían bien el funcionamiento de las centrifugadoras tradicionales, las que se utilizan para enriquecer el uranio, es decir, para separar el isótopo 235, el isótopo fisible, el necesario para construir una bomba nuclear, del 238, que es el de mayor presencia dentro del mineral. El proceso de separación es complejo porque ambos isótopos presentan masas similares; el centrifugado, por ende, requiere una fuerza altamente superior y gran cantidad de tiempo. Y tiempo era con lo que Saddam Hussein no contaba. Para enriquecer la suficiente cantidad de uranio que permitiese construir una bomba, los iraquíes precisaban cientos de centrifugadoras que trabajasen “en cascada” durante tres años. Antes de la Guerra del Golfo, Saddam había contado con esa tecnología, mayormente alemana. En ese momento, debía comenzar de cero. Su ambición por convertirse en una potencia nuclear no había menguado con la derrota; por el contrario, se había tornado obsesiva. Necesitaba la centrifugadora de Blahetter (aunque el rais pensaba que era de Gérard Moses) para enriquecer el uranio en pocas semanas y construir las bombas suficientes que lo dotasen con el poder para destruir a sus mayores enemigos: Estados Unidos e Israel, un apéndice de los norteamericanos. El rais sabía que Estados Unidos no había dado su golpe final. Algún día, no muy lejano, regresaría para finiquitar lo comenzado en enero de 1991. Y él estaría preparado para recibirlo.

La centrifugadora de Blahetter resultaba tan novedosa —reducir un proceso de años en semanas— que Gérard no terminaba de maravillarse. Además de su mayor ventaja —la reducción del tiempo—, la centrifugadora contaba con artilugios ingeniosos para resolver inconvenientes que, desde la Segunda Guerra Mundial, desvelaban a los ingenieros nucleares. Por ejemplo, Blahetter, para proteger al rotor de la fricción sugería que se moviese en el vacío y para lograr mayores velocidades de giro y eliminar las vibraciones proponía construir la centrifugadora no en aluminio sino en acero maraging, de un alto contenido de níquel, que la volvía más ligera y resistente. Moses sabía que había experimentado con ese acero en la metalúrgica de su familia, en Córdoba, y que las pruebas habían resultado exitosas.

Esa maravilla de la inventiva humana, a punto de caer en sus manos, volvía a escabullirse por culpa de la inoperancia de Udo Jürkens. Blahetter no había vuelto a contactarlo; ni siquiera sabían si aún permanecía en París. Y él, Gérard Moses, con la información en su poder no acertaba a concluir el proyecto, no sabía cómo hacerlo, a pesar de que lo había intentado. Necesitaba los diseños finales de Blahetter.

Sonó el timbre. Era Udo. Con su voz metálica e inhumana, se apresuró a decir:

—Jefe, traigo buenas noticias de Blahetter. —Gérard Moses lo miró con recelo—. Estuve con el investigador privado que sigue a Al-Saud.

—¿Qué tiene que ver él con Blahetter?

—Por favor, sentémonos así le explico. El sábado por la noche, Al-Saud concurrió a un edificio en la Avenida Charles Floquet, en el número 29. Llegó con Céline —añadió, y extendió una foto en la que Eliah aparecía cubierto por un sobretodo negro con Céline del brazo—. Unas horas más tarde abandonó el edificio con otra mujer. —Extendió una nueva fotografía donde aparecía Matilde.

—Luce muy joven —pensó Gérard en voz alta, y, como Jürkens no reanudaba su discurso, levantó la vista para urgirlo—. ¿Qué pasó con esta joven?

—La llevó a su casa.

—¿A qué casa?

—A su casa en la Avenida Elisée Reclus.

—¡Imposible! —se ofuscó Gérard—. Jamás lleva a sus prostitutas a la casa de la Avenida Elisée Reclus. Él mismo me lo dijo: ése es su santuario. Nadie lo penetra a menos que sea de mucha confianza para él, a menos que se trate de alguien muy importante… —Las palabras flotaron en el ambiente.

—La muchacha pasó la noche ahí y todo el domingo. Al-Saud la llevó hasta su casa, en la calle Toullier, donde el investigador regresó al día siguiente para continuar con las averiguaciones. Cerca de las dos de la tarde, la muchacha y otra joven salieron del edificio. —Con el índice, arrastró una tercera foto sobre la mesa—. Blahetter estaba esperándolas.

Gérard Moses se puso de pie con la fotografía y la acercó a la luz natural que filtraba por la ventana. Sí, era Blahetter. Blahetter tomando por el brazo a la muchacha que había penetrado en el santuario de Eliah.

—Por favor, Udo, dime que el investigador privado siguió a Blahetter.

—Lo hizo, jefe. Como ya sabía dónde volver a ubicar a la joven rubia, juzgó que no sería un problema desviar la vigilancia por un momento para ocuparse del hombre que la hostigaba. Pensó que quizá podría sernos de utilidad.

—¿Qué hace Medes ahí? —preguntó Moses de manera súbita y señaló la fotografía que captaba el momento en que el chofer se aproximaba para intervenir entre Blahetter y Matilde—. ¿Por qué Medes está en esta foto? —insistió, colérico.

—No lo sé, jefe. Ni siquiera había notado al chofer de Al-Saud.

Moses no sabía en quién concentrarse, si en Blahetter o en esa muchachita y las implicancias de su aparición en la vida de Eliah. Escanció una medida de Laphroaig e hizo fondo blanco.

—Olvidemos a la muchacha por un momento. Háblame de Blahetter.

—La verdad es que Blahetter advirtió que el investigador privado lo seguía. Se metió en el Louvre y se perdió entre los contingentes de turistas.

Merde! ¿Acaso no contratamos a un profesional? ¿Cómo pudo evidenciarse de ese modo?

—Según el investigador, Blahetter estaba muy atento, como si esperase que lo siguieran. Además, es un tipo brillante, lo sabemos. —Ante el vistazo que le lanzó Moses, Udo lamentó no haber cerrado la boca—. Pero no cabe duda de que regresará a la calle Toullier, lo hará. Tarde o temprano lo hará.

—Págale al investigador privado lo que sea que le debo y despídelo. De ahora en más, tú te ocuparás de este asunto.

—Sí, jefe.

Al día siguiente, Al-Saud fue a buscar a Matilde al instituto alrededor de las seis y veinte. No se habían encontrado al mediodía debido a que ambos estaban ocupados, Matilde preparando un examen y Eliah con la misión en El Cairo. Apenas dobló la esquina, frunció el entrecejo y masculló un insulto al divisarla sola en la puerta. Lucía tan vulnerable en esa calle solitaria y poco iluminada que Al-Saud casi cede al impulso de prohibirle regresar al Lycée des langues vivantes. Descendió del deportivo inglés y la abrazó en la vereda. Eran tan pequeña, su torso se le perdía entre los brazos y en el pecho. Matilde elevó la cara y Al-Saud la besó con delicadeza.

—¿Por qué estás sola? ¿Y Juana?

—Se fue con un grupo de compañeros a tomar algo.

Al-Saud agitó la muñeca hasta que su Rolex Submariner apareció bajo el puño del sobretodo de pelo de camello.

—Es temprano, aún no son las seis y media. ¿Por qué estás afuera?

—Hoy tuvimos un examen. A medida que terminábamos, podíamos irnos. Yo terminé a las seis y cuarto. Hace poco que estoy aquí, esperándote.

—Vamos, subamos al auto —la urgió.

Una vez al seguro en el deportivo blindado, no puso en marcha el motor y se quedó mirándola. Deseaba pedirle tantas cosas que no se atrevía a pronunciar. “No vayas al Congo. No sigas viniendo acá, yo te enseñaré francés o pagaré a una profesora para que te enseñe en casa. En casa. En nuestra casa. Porque la casa de la Avenida Elisée Reclus es tan mía como tuya. Ya no es lo mismo sin ti, Matilde, amor mío. ¿Qué me has hecho? Un Caballo de Fuego ama su libertad, ése es su bien más preciado. Ahora estoy encadenado a ti y no me importa”. Matilde le sostenía la mirada con dulzura. Elevó la mano y arrastró el dorso de los dedos por el filo de su mandíbula.

—¿Qué pasa, Eliah?

Tu es si belle, mon amour. —Ella bajó los párpados al tiempo que sus mejillas se teñían de rojo. Al-Saud ahogó una risa—. Y sos tan adorable cuando te ponés colorada.

—Siempre me decís que te gusto cuando se me ponen los cachetes colorados, pero a mí no. Quedo horrible.

Al-Saud le pasó una mano por la nuca, la otra por la cintura y la atrajo hacia sus labios.

—Sí, sí, horrible. Muy horrible.

La besó larga y minuciosamente, adentrándose en lo profundo de su boca, invadiéndola con su lengua, devorándole los labios, engulléndolos con los suyos. Cada inspiración de Matilde la embriagaba porque llegaba cargada del perfume de él; las notas dulces con aroma a chocolate se mezclaban con otras más picantes, como si se tratara de pimienta cayena; a veces le parecía que atrapaba la esencia de una naranja; un segundo después, de la vainilla. Se dijo que ese perfume poseía tantas aristas como Eliah Al-Saud; de algunas, ella tenía conocimiento; de otras, no; le daba la impresión de que él escondía un costado oscuro, tal vez sórdido. Percibió, en el mutismo del habitáculo, que él comenzaba a desmadrarse porque su respiración se tornó más intensa y rápida.

—Hagamos el amor, aquí, ahora —propuso, en tanto deslizaba la butaca hacia atrás, para alejarla del volante.

—¿Y si pasa alguien? ¡Nos va a ver!

—Los vidrios están polarizados, incluso el parabrisas. No se ve absolutamente nada. Y yo no puedo esperar a llegar a casa. —Le calzó las manos bajo las nalgas y la sentó delante de él, a horcajadas—. J’ai besoin de toi, Matilde. J’ai besoin de te sentir.

—Me hablás en francés porque sabés que de ese modo conseguís cualquier cosa de mí. Sos perverso. Y un aprovechador.

Al-Saud rió por lo bajo y comenzó a quitarle la campera.

—¿Eso quiere decir que puedo hacerte el amor?

La protesta de Matilde se transformó en un gemido cuando Al-Saud escurrió las manos bajo la polera y le apretó los pechos a través del corpiño. Se arqueó cuando él le acicateó un pezón con los dientes a través del algodón de la prenda. Matilde le abrió el sobretodo y le desajustó el cinto. Al-Saud echó la cabeza hacia atrás en la actitud de quien emerge para inspirar después de un rato bajo el agua. Levantó la pelvis para que ella le bajara el pantalón y los boxers.

Touche-moi, Matilde. Je t’en prie.

De rodillas en el asiento, elevada sobre su amante, Matilde le cubrió con ambas manos el miembro y, de acuerdo con las indicaciones de Juana, lo acarició con movimientos descendentes y ascendentes. Permanecía atenta a las reacciones de Al-Saud, que no reparaba en la fuerza que empleaba al apretarle la cintura. Él agitaba la cabeza, apretaba los ojos —las pestañas negras le sobresalían, enmarañadas— y se mordía el labio. Matilde también prestaba atención a los sonidos que, en el mutismo del habitáculo, se limitaban al roce del pelo de Al-Saud sobre el cuero del apoyacabeza y a su respiración pesada e irregular; cada tanto se filtraba el rugido del motor de un automóvil ocasional, y Matilde tomaba conciencia del lugar en el que estaban amándose. Aplicó velocidad y vigor a sus caricias, y Al-Saud respondió abriendo los ojos con expresión desorbitada.

Le préservatif! —clamó, y Matilde hurgó en el bolsillo interno del sobretodo hasta obtener la billetera, de donde extrajo un condón. Se lo colocó con ayuda de él.

Al-Saud le levantó la polera hasta el cuello y le liberó los pechos del corpiño para hundir el rostro entre ellos, y luego para buscar los pezones con una boca ávida por chuparlos, succionarlos, mordisquearlos. Matilde seguía de rodillas, en completa entrega, una mano aferraba el sujetador de la puerta y la otra se abría en el techo, como si lo sostuviera para que no cayese sobre sus cabezas. Al-Saud la obligó a recostarse de espaldas sobre el asiento del acompañante y le quitó las ballerinas, el pantalón y la bombacha, que iba arrojando a la parte trasera. La mantuvo en esa posición para introducirle el dedo mayor en la vagina y acicatearle el clítoris con el pulgar. Matilde gritó y se contorsionó.

—Estás tan húmeda —jadeó él.

La incorporó con un tirón brusco. Matilde dejó caer la cabeza hacia atrás. Él la manipulaba como a una muñeca de trapo y, mientras la acomodaba sobre él, la obligó a recibirlo con un movimiento seco y autoritario, que causó a Matilde un instante de malestar y ardor. Clavó las uñas en los hombros de Al-Saud y sollozó. Él le apartó los cabellos y le estudió la mueca contraída.

—Matilde… —Su voz acongojada la hizo sonreír—. Mi amor, perdón.

Ella afirmó con la cabeza, incapaz de articular en ese instante de delirio, placer y dolor. Sintió que él le besaba el cuello, justo donde la sangre pulsaba, y ladeó la cabeza hasta encontrar su boca. Las manos de Al-Saud se apoderaron de las caderas de Matilde y le enseñaron el meneo que más le gustaba, el que propiciaba que su falo se enterrase muy dentro de ella. Matilde rompió el beso, se sujetó un pecho e introdujo el pezón dentro de la boca de Al-Saud.

—Chupame, Eliah, como si estuvieras alimentándote de mí.

Sintió cómo sus palabras lo alteraban; el pene de Al-Saud creció y latió dentro de ella, al mismo tiempo que sus párpados oscuros se volvían pesados y casi le cubrían la mirada por completo. La mano derecha de él permaneció sobre la cadera de Matilde, para seguir meciéndola, en tanto la otra trepó por la espalda hasta los omóplatos y la presionó contra su cara. Él soltó el aire con violencia sobre la piel de Matilde antes de succionar. Los movimientos seguían el mismo ritmo, el de la cadera de Matilde sobre la ingle de Al-Saud, y el de la boca de él sobre el pezón de ella. Matilde se arqueaba y se quejaba cuando él abandonaba un pecho para arrastrar los labios hasta el otro. De pronto sus miradas se encontraron, y una emoción los invadió. El movimiento ganó velocidad. Ella se apartó de los ojos oscuros de Al-Saud para observar el aro que formaba la boca de él en torno a su pecho. La enardecía esa visión, como también la del punto en que sus cuerpos se unían. Deslizó la mano y, con el índice, tocó lo poco de él que no estaba dentro de ella, y se tocó el clítoris inflamado. Al-Saud protestó con un quejido y, sin soltar el pezón, le habló en francés, corto de aliento.

—No hagas eso o terminaré antes que tú.

Matilde lo abrazó y le susurró sobre la frente:

—Terminá cuando quieras, mi amor. Verte en el orgasmo es suficiente para mí.

—Matilde…

El vaivén erótico se intensificó, junto con la succión de Al-Saud. Matilde gritaba, dividida entre un placer arrebatador y el dolor que le ocasionaban las manos de él en su cintura y sus labios voraces en los pechos. El éxtasis no tardó en tensar sus cuerpos, para sacudirlos después con la potencia arrolladora de la pasión que se había encendido dentro del deportivo inglés y que los esclavizaba el uno al otro donde fuera que se hallasen.

El jueves 5 de febrero, desde muy temprano, una actividad vertiginosa se apoderó de la base. Los empleados se dedicaban a ultimar los detalles de la misión en El Cairo en tanto Al-Saud y sus socios revisaban el plan. Cerca de la una de la tarde en la capital egipcia (las doce en París), los científicos del seminario de nanotecnología compartirían un almuerzo en la terraza del Hotel Semiramis Intercontinental que colgaba sobre el Nilo. Ése sería el momento en que La Diana abordaría a Bouchiki.

Peter Ramsay se hallaba en un pequeño yate en el río desde el cual captaba con sus cámaras el restaurante del hotel y transmitía las imágenes a la sala de proyección de la base, donde se habían encerrado Eliah, Tony, Mike y Alamán para seguir las instancias del intercambio. Los micrófonos y sistemas de comunicación habían sido controlados varias veces.

Apenas pasada la una, los científicos comenzaron a invadir la terraza y a ocupar sus lugares de acuerdo con las indicaciones del maître. Al máximo aumento, los binoculares electrónicos de Ramsay le permitían leer los nombres en las credenciales.

—Lo tengo ubicado —informó Ramsay—. Bouchiki acaba de ingresar. El de camisa a rayas verdes y blancas. La Diana va detrás de él.

—Lo vemos —contestó Al-Saud, que, de pie frente a una pantalla gigante, seguía con atención las secuencias—. Diana —dijo—, pásate la mano por la frente si recibes bien. —La Diana ejecutó la orden—. Dingo, ¿qué puedes decirnos desde tu posición?

Dingo, vestido como camarero, se inclinó sobre una mesa y simuló acomodar unos platos antes de contestar:

—Hay mucho movimiento, tanto en el lobby como aquí, en el restaurante. También veo varios botes y lanchas en el río. Nada que llame mi atención.

La Diana se ubicó junto al doctor Bouchiki, que atendía con pocos ánimos los comentarios de un colega canadiense.

—Diana —habló Tony Hill, en tanto se aplastaba el cabello rubio con ambas manos, una costumbre que revelaba su inquietud—, fíjate si ves el bolígrafo de Bouchiki. Si lo ves, acomódate la servilleta sobre las piernas ahora.

La Diana desplegó la pieza de paño después de comprobar que un bolígrafo similar al que Al-Saud le había proporcionado en Ness-Ziona asomaba del bolsillo izquierdo de la camisa.

—Momento de actuar, Diana —la instó Mike Thorton, y, con un movimiento ágil, saltó de la butaca y deslizó su cuerpo alto y delgado hasta ubicarlo junto al de Al-Saud, muy próximo a la pantalla.

La tensión palpitaba en tanto aguardaban el inicio de la puesta en escena. La Diana volcó la copa de agua, que se derramó sobre el plato de sitio de Bouchiki. El hombre se echó hacia atrás para evitar que el líquido lo mojase.

—¡Oh, lo siento! ¡Qué torpe! —Se acercó para secarle unas gotas ficticias de la manga y le murmuró—: La Diana y Artemisa son la misma diosa.

La mudanza del científico israelí resultó imperceptible. La Diana se agachó para recoger la servilleta que había dejado caer adrede y percibió un zumbido sobre su cabeza. Bouchiki se desplomó sobre el mantel blanco, que se encharcó con la sangre que brotaba de la frente del israelí. Los demás científicos se pusieron de pie y pegaron alaridos. Un segundo disparo los desbandó, lo mismo que al resto de los comensales.

—¡Cúbrete, Diana! —la urgió Tony Hill, y la vieron caer bajo la mesa.

—Si se mantiene al nivel del suelo —dijo Peter Ramsay por el micrófono—, el pretil de la baranda la protegerá.

—A menos que le lancen una granada —apuntó Al-Saud.

—¡Quítale el bolígrafo! —le ordenó Mike Thorton, y la piel de su rostro, extrañamente olivácea para un inglés, se volvió colorada—. No salgas de allí sin las pruebas.

La Diana, acuclillada bajo la mesa, oía los disparos que caían a su alrededor.

—¡Le disparan desde una lancha a mis tres! —informó Peter Ramsay.

—¿Puedes cubrirla, Pete? —preguntó Al-Saud.

—Afirmativo.

Las cámaras captaban la mano de La Diana que asomaba por la mesa, reptaba sobre el charco de sangre y se deslizaba bajo el pecho de Bouchiki en busca del bolígrafo.

—¡Lo tengo!

—¡Diana, escúchame! —Era la voz de Al-Saud—. Quiero que te zambullas en el río y nades hasta el barco de Peter. Deberás hacerlo mayormente bajo el agua. Es tu única vía de escape. Por ninguna razón debes volver al lobby. Podrían emboscarte allí. Vamos, comienza a reptar hacia la baranda.

—¡Dingo, Peter! —vociferó Tony Hill—. ¡Cubran la retirada de La Diana!

—¡El bolígrafo! —se desesperó la muchacha—. ¡Se arruinará con el agua!

—La plaqueta de memoria está en un compartimiento sumergible —explicó Alamán—. No se arruinará.

—¡Ahora, Diana! —la apremió Al-Saud—. ¡Dingo, cúbrela y arrójate tras ella!

La Diana gateó bajo las mesas. Los disparos arreciaban, no sólo en dirección a ella sino al barco donde se hallaba Peter Ramsay. El momento de mayor exposición y, por ende, de gran riesgo, se presentaría cuando La Diana trepase para deslizarse sobre el barranco de concreto que se hundía en el río.

—¡Vamos! —Dingo apareció reptando tras ella, y La Diana experimentó un gran alivio; si el australiano estaba a su lado, todo saldría bien.

Dingo se colocó de espaldas sobre el suelo y se quitó el delantal de camarero, y La Diana descubrió que, sujeto con correas a su larga pierna derecha, ocultaba un fusil de asalto Galil. Dingo desplegó la culata, extrajo el cargador de la parte posterior de su pantalón y lo calzó en el arma.

—A la cuenta de tres, saltas. Uno, dos, tres. ¡Ahora!

Dingo se incorporó detrás de la baranda y vació el cargador en dirección del barco que les abría fuego. Las vainas vacías saltaban hacia delante, en un ángulo alto. La Diana las oía golpear contra el barranco. Como no iba preparada, se lastimó las manos y las rodillas, aunque nada importaba, sólo alcanzar el Nilo y protegerse bajo sus turbias aguas. Temía que los del barco enemigo se deslizaran tras ella. Confiaba en Peter, en Dingo también, en que no la dejarían expuesta.

Agotados los treinta y cinco cartuchos, Dingo se parapetó tras el pretil, se colgó el Galil en bandolera y empuñó su Magnum Desert Eagle. Podía oír las sirenas de la policía egipcia; en unos segundos, los oficiales atestarían la terraza del restaurante. Se arrojó sobre el barranco de concreto y rodó hasta el agua.

En la sala de proyección de la base, los dueños de la Mercure seguían las imágenes con el aliento contenido. La comprensión de que los habían traicionado, de que alguien, infiltrado en la organización, los había vendido, les enfatizaba los gestos contrariados. Las cámaras seguían congeladas en la terraza del hotel y no captaban lo que ocurría en el Nilo. Notaron que el barco de Ramsay se ponía en movimiento.

—¡Pete! —Los ojos pardos de Mike chispearon de ansiedad—. Dinos si logras verlos.

—¡Los veo! Voy hacia ellos.

Una vez que La Diana y Dingo subieron al yate, no perdieron tiempo. Buscaron los lanzacohetes RPG-7, ya preparados, y salieron a cubierta. La lancha enemiga se aproximaba; la ocupaban dos hombres. Uno de ellos se aprestaba a atacarlos con un misil antitanque. Dingo, que se había calzado los prismáticos, descubrió que se trataba de un Spike-SR, el de fabricación israelí, utilizado por el Tsahal, el ejército de ese país. “Son kidonim”, pensó, y aludía a los sicarios del Mossad. Vio, con satisfacción, que el hombre parecía tener problemas con el trípode del lanzador.

—Yo me ocupo del que está por disparar. Tú, del que conduce la lancha.

—Perfecto —contestó La Diana.

Los ubicaron con la mira réflex de punto rojo y dispararon. Peter Ramsay, que se ocupaba de alejar el pequeño yate hacia el delta del Nilo para perderse en la intrincada red de islas e islotes, oyó el silbido de los disparos y el estruendo al impactar en la lancha enemiga. No se detendría a contemplar el resultado. Exigió a fondo los motores. De lejos se oía la sirena de la lancha de la policía egipcia.

Pasaron horas de gran tensión hasta que se dio por acabada la misión en El Cairo. Cerca de las diez de la noche, cuando Al-Saud y sus socios estuvieron seguros de que Peter Ramsay, Dingo y La Diana viajaban en el Gulfstream V de la Mercure con destino a Le Bourget, abandonaron el recinto para cenar. Leila los recibió con la comida lista y la mesa puesta. Nadie alabó la vichyssoise ni les moules avec sauce au safran. Comían en silencio, abstraídos en sus pensamientos. Leila atrajo la atención de Al-Saud para preguntarle por Matilde; con la punta del índice, se tocó varias veces el puente de la nariz, como dibujando pecas. Eliah sonrió con desgano.

—Hoy no viene, ma petite. Tú también la echas de menos, ¿eh? —A sus socios les indicó—: Tomemos el café en la sala de música. En unos minutos me reúno con ustedes —dijo, y abandonó el comedor.

Eran las once y media, muy tarde para llamarla. Pero la necesitaba; escuchar su voz le traería paz. La imagen de Bouchiki cayendo de bruces sobre la mesa no lo abandonaba. Él lo había conducido a esa trampa. Descargó el puño sobre su escritorio y después se cubrió el rostro con las manos. Tomó el teléfono.

—¿Hola?

—Juana, soy yo.

—¡Hola, papurri!

—¿Las desperté?

—No. Estábamos viendo una película vieja con Alain Delon. ¡Qué bombonazo, mi Dios! Pero no te pongas celoso que Mat dice que vos sos mucho más lindo.

Al-Saud sonrió a pesar de sí.

—Qué bueno que las encuentro despiertas.

—Mañana no tenemos que ir al instituto, por eso nos estamos dando este gusto.

—¿Por qué no irán?

—Porque van a desratizar. Parece ser que una chica del otro curso levantó la tapa del pupitre y se encontró con una ratita del tamaño de un gato que por poco la saluda en francés. Casi le dio un ataque. Así que decidieron cerrar el instituto mañana viernes y desratizar. Te paso con Mat que está quitándome el tubo.

—Gracias —balbuceó Al-Saud, en tanto una idea se gestaba en su mente.

—Hola.

—Hola, mi amor. Qué bueno es escucharte.

—¿Cómo estás? Te noto cansado.

Cerró los ojos. La voz de Matilde se coló suavemente y operó en su ánimo como el efecto de un bálsamo sobre una quemadura. Expandió los pulmones y se echó en la butaca.

—Tuve un día de mucho trabajo. Muy pesado.

—Sí, me dijiste que hoy tendrías un día complicado. Puedo sentir que estás exhausto.

—¿Sí? ¿Podés sentirme?

—Sí.

—Me gustaría que estuvieras aquí.

—Y a mí me gustaría estar ahí.

—Matilde, quiero que conozcas mi hacienda en Rouen. Juana acaba de decirme que mañana no tienen que ir al instituto. Podríamos salir temprano por la mañana y regresar el domingo por la noche. ¿Qué te parece?

—Me encantaría.

Al-Saud se incorporó en la butaca.

—Paso por vos a las nueve.

—Te espero. Que duermas bien, Eliah.

—Gracias, mi amor.

Al-Saud se unió a sus socios en la sala de música. Alguno había elegido la Suite para cello Número Uno de Bach.

—Es evidente que tenemos un infiltrado —opinó Tony Hill.

—¡Por favor! —se ofuscó Mike Thorton—. No empecemos a volvernos paranoicos. Hacía dos años que el tipo tenía a los del Mossad detrás de él. Sabíamos que se trataba de un intercambio muy complejo.

—Es cierto —acordó Al-Saud—. De todos modos, una cosa es seguirle el rastro, custodiarlo, no perderlo de vista, y otra muy distinta es apuntarlo desde el río con fusiles M-16.

—Supongamos por un momento que la información se filtró y que llegó a oídos del Mossad —conjeturó Mike—. Supongamos por un momento que tenemos un traidor dentro de la Mercure. ¿Por qué el Mossad o quien sea que haya matado a Bouchiki habría esperado hasta ese momento, el momento mismo del intercambio de la información para matarlo? ¿Por qué no hacerlo antes y evitar los riesgos?

—Para enviarnos un mensaje —concluyó Al-Saud—. Quieren que sepamos que están al tanto de nuestra investigación. Están advirtiéndonos que no sigamos adelante.

—¿Y quién sería el traidor? —preguntó Mike, aún difidente.

Los socios se miraron unos a otros. Los empleados que operaban en la base no eran pocos; aislar la fisura resultaría una tarea complicada.

—No sólo podría tratarse de un infiltrado del Mossad —opinó Tony—, sino de ese hijo de puta de Nigel Taylor. —Tony Hill aludía al dueño de Spider International, la competencia de Mercure S. A. Existía una rivalidad entre Taylor y Al-Saud nacida durante los años que prestaron servicio en L’Agence y que trasponía el ámbito de los negocios para convertirse en una cuestión personal—. Taylor bien pudo plantar un espía en la Mercure y después venderle la información al Mossad —continuó Tony—. El muy hijo de puta es capaz de eso y de cualquier cosa para hundirnos.

—No sigamos especulando porque no llegaremos a nada —propuso Mike—. Lo primero que tendríamos que hacer es determinar si existe un traidor entre nosotros.

—Tender una trampa —manifestó Tony— será la mejor forma para determinar eso.

—Fingiremos un encuentro —declaró Al-Saud— con un informante ficticio que nos proveerá más información acerca del vuelo de El Al. Limitaríamos el número de gente de la Mercure involucrada en esta misión a los que, de acuerdo con nuestro juicio, resulten más sospechosos.

—Masséna encabeza la lista —opinó Tony—. Nunca me gustó ese roedor.

—Yo seré quien concurra a ese supuesto encuentro —expresó Al-Saud.

Estaban demasiado agotados para ajustar los detalles de la emboscada que les permitiría ratificar la sospecha de que la Mercure había sido infiltrada. Una vez admitida la existencia de un traidor, aislarlo implicaría un juego sutil en el cual se guiarían más por el instinto que por la certeza.

—Como lo indica la docimasia de hipótesis —dijo Tony—, sería peor eliminar una opción buena que aceptar una mala.

—En este caso, ambas situaciones serían desastrosas —expresó Al-Saud—: deshacernos de un buen empleado o bien conservar al traidor. —Sin mediar pausa, anunció—: Mañana me ausentaré de París. Quiero que me llamen apenas Chevrikov haya revelado las fotografías de Bouchiki.