Capítulo 15
Te felicito, Udo —dijo Gérard Moses—. Has realizado un buen trabajo. —Como paseaba la mirada por los planos de la centrifugadora de Blahetter, no observó la mueca exultante del berlinés—. A pesar de que permitiste que Blahetter se te escapara, conseguiste los planos, y eso es bastante. C’est incroyable! —exclamó por lo bajo al descubrir de qué modo Blahetter había resuelto una de las dificultades de la enriquecedora de uranio que a él le había quitado el sueño. La inteligencia del ingeniero nuclear argentino no conocía parangón. Desde Einstein que la física atómica no atestiguaba un avance revolucionario de ese nivel. ¡Cómo habría disfrutado trabajar con él! Lo habría persuadido de que investigase la nanotecnología, en su opinión, la ciencia del futuro.
Ahora se dedicaría a construir el prototipo de la centrifugadora de Blahetter. Tenía que dejar de llamarla la centrifugadora de Blahetter. “La centrifugadora Moses”, pensó, aunque enseguida desechó el nombre porque no la llamaría con el apellido de su padre. Usaría el apellido Wright, con el que lo conocían tanto en el ámbito académico como en el mundo de las armas. Orville Wright. El nombre no resultaba de una elección antojadiza. Orville Wright había sido uno de los hermanos Wright, los constructores del primer avión. De chicos, Eliah y él solían jugar a los hermanos Wright. Él, Gérard, siempre era Orville. Eliah, Wilbur.
Se esforzó por hacer a un lado el rostro de Eliah y regresar a los planos de la centrifugadora. Los estudiaría profundamente, leería las notas de Blahetter y desmenuzaría las fórmulas y construiría el modelo antes de viajar a Irak y entregarle al sayid rais —al señor presidente— Saddam Hussein, su gran invento, el que lo posicionaría en un sitial de privilegio entre las naciones del mundo; el que devolvería el orgullo a la nación iraquí y que le permitiría destruir a los enemigos que la habían humillado. Éstos desaparecerían de la faz de la Tierra con la potencia nuclear que Irak desarrollaría, y, junto con ellos, su padre y su hermano Shiloah.
—Señor —habló Udo—, no será difícil localizar a Blahetter. —Gérard detuvo la observación de los planos y levantó la vista—. Cuando lo tenía en mi poder, le quité esta tarjeta de su abrigo. —Se la entregó, y Moses leyó: Ezequiel Blahetter. Mannequin. 29, Avenue Charles Floquet, troisième étage—. Montaré guardia en esa dirección y, tarde o temprano, daré con él.
Resultaba imperativo encontrarlo. Tenían que acabar con él. ¡Qué tristeza le causaba ese pensamiento! Acabar con Blahetter, un desperdicio, sin duda. No obstante, Blahetter tenía que desaparecer porque no había lugar para los dos en el mundo. Blahetter reclamaría su invento, y, si lo enfrentaba en una corte internacional, lo destruiría.
—Ocúpate de hallar a Blahetter. Que ésa sea tu prioridad ahora. Si bien creo que los planos están completos, tengo que estudiarlos para asegurarme. Si llegasen a estar incompletos, lo necesitaríamos para que nos dé la parte faltante. Udo —dijo, y suavizó el tono de voz—, ¿qué te parecería volver al ruedo, a lo de antes? ¿A tus ataques comando y a todo eso en lo cual eras tan diestro? —El berlinés se quedó mirándolo, con ojos aguzados—. Al-Muzara te reclama. Dice que sólo tú puedes llevar a buen puerto un ataque a la OPEP.
—La OPEP —repitió, y se acarició el mentón—. No sería fácil, pero podría hacerse. Carlos, el Chacal, lo hizo con éxito en el 75. Yo estuve con él en esa ocasión. —A Jürkens lo gratificó la expresión de azoro de su jefe—. Sí, uno de los que entró con Carlos en la sede de la OPEP fui yo. ¿Cuál es el objetivo del ataque?
—Al-Muzara quiere secuestrar a varios ministros del petróleo y a un príncipe de la casa de Al-Saud, Kamal Al-Saud. Sí, sí, está relacionado con mi amigo Eliah. Es su padre. Quiere pedir rescate. Es por dinero.
—Como lo fue en ocasión del asalto de Carlos.
—La paga será buena, Udo, si aceptas el trabajo. Eso prometió AlMuzara. Un siete por ciento del botín será para ti.
—Acepto —respondió Jürkens, entusiasmado, aunque lleno de escrúpulos—. ¿Con quién haré el trabajo? ¿De dónde sacaré las armas?
—Al-Muzara responderá a tus preguntas a su debido tiempo. —Gérard Moses se puso de pie con la intención de salir del estudio. Se detuvo antes de alcanzar la puerta—. Udo, ahora que nos hemos hecho con los planos, necesito que pasemos a la otra cuestión: la nueva mujer de Eliah.
—La esposa de Blahetter, la que tenía la llave.
—Sí, esa misma. Necesito saber todo acerca de ella. Ya averiguaste que es la esposa de Blahetter. Ahora quiero más información.
—Señor, acaba de decirme que mi prioridad es ubicar de nuevo a Blahetter.
Gérard sufrió un instante de confusión y después, de vergüenza. La memoria empezaba a fallarle, los pensamientos se le mezclaban; a veces se descubría en la prosecución de actos estúpidos, como echar dentífrico dentro de la bañera en lugar de sales. La porfiria avanzaba, y la cura no aparecía. Eligió el enojo para disimular el embarazo.
—¡El hecho de que te fije prioridades no significa que no pueda decirte todo lo que tienes que hacer!
—Por supuesto, señor. Disculpe.
—Ocúpate de encontrar a Blahetter, al que perdimos por tu inoperancia, y después investigas a la muchacha.
Gérard subió a la terraza de su casa en la Quai de Béthune. Encontró al joven Antoine alimentando a las palomas. Todas lucían saludables y hermosas. Paseó la vista por las de Al-Muzara y eligió a un palomo que le inspiraba especial cariño.
—Antoine, prepara a Aladín. La suelta será en tres horas.
Regresó al estudio para escribir el columbograma donde le confirmaría a Al-Muzara que Udo Jürkens lideraría el golpe en la OPEP.
Al-Saud ingresó sin inconvenientes en la habitación 304 del Hospital Européen Georges Pompidou. El vistazo fugaz que Blahetter le destinó bastó para saber que estaba abatido. Probablemente, Ezequiel ya le había comunicado lo de la desaparición de la llave.
—Mañana tendré la documentación que me pidió —manifestó Roy, con la cabeza caída en la almohada, sin hacer contacto visual con Al-Saud—. La persona en la empresa de mi abuelo consiguió todo en menos tiempo del imaginado. Y lo despachará hoy en un servicio de veinticuatro horas de Federal Express.
—Pedazo de mierda —pronunció Eliah, y Blahetter giró la cabeza en un movimiento rápido—. Quiero que me digas en este instante en qué lío has metido a Matilde. Seguramente ya sabés por tu hermano que ayer la atacaron cuatro hombres para sacarle la llave que le diste. Y hoy encontramos la cerradura reventada en el departamento de su tía. El retrato de Matilde cuando era chica estaba destrozado.
Blahetter dejó caer los párpados lentamente y soltó un quejido angustioso.
—Lo siento —dijo, sin abrir los ojos—. Lo siento tanto. Parece que siempre hago todo mal.
—¡A la mierda con tus disculpas! Quiero que me digas qué está sucediendo. Necesito saber a qué me enfrento para protegerla. Los tipos que te redujeron a este estado te sacaron a golpes que Matilde tenía la llave, ¿verdad?
—Ya nada importa. No volverán a molestarla. Tienen lo que querían.
—¿Y qué querían? ¿Quiénes son esos tipos?
—Eso a usted, Al-Saud, no le importa.
—Me importa porque mi mujer está en riesgo.
—Le aseguro que Matilde ya no está en riesgo. No volverán a molestarla.
—¡Maldito hijo de puta! Si algo le sucede a Matilde por tu culpa, volveré a este hospital y te mataré en esta cama. Ya no tendré compasión del despojo que sos.
—No se preocupe, Al-Saud. Si algo llegase a sucederle a Matilde por mi culpa, yo mismo me rajaría un tiro en la cabeza. No crea que es el único que la ama. Nadie la ama como yo. Y cuando le di esa llave, lo hice por ella, para protegerla, para que nunca le faltara nada en caso de que yo muriera.
—A Matilde nada le va a faltar porque yo se lo daré todo. Ahora es mía —declaró, con fiera expresión— y no quiero que vuelvas a aproximarte a ella. Y ya no mandes pedir que venga a verte. Estás advertido. —Con la misma exaltación, siguió diciendo—: Mañana volveré con el dinero. Si los documentos que me conseguiste son satisfactorios, te lo daré.
Entró en la suite del George V todavía impulsado por la ira que Blahetter le despertaba.
—¡Thérèse, a mi despacho! —vociferó.
La mujer lo siguió corriendo, con un anotador y una lapicera en una mano y una bolsa del Emporio Armani en la otra.
—Veo que consiguió la campera para Matilde —comentó, más sereno—. Colóquela ahí, Thérèse, por favor. Y gracias.
—De nada, señor.
—Thérèse, ocúpese de reparar el marco de esa pintura. —Señaló el cuadro de Matilde cuando niña, que había apoyado en la pared, junto a la puerta—. Consígnelo a monsieur Lafère. Sólo confío en él. Comuníquese con mi hermana. Quiero almorzar con ella hoy mismo en el restaurante del George V. Dígale que nada de excusas. Avise a La Diana y a Sándor que se presenten esta tarde alrededor de las cuatro. Comuníqueme ahora con mi abogado, el doctor Lafrange, y después con Peter Ramsay. ¿Alguna llamada?
Thérèse le recitó los mensajes y le recordó que a las tres de la tarde tenía una reunión con los abogados de la Mercure y los de Shaul Zeevi para terminar de redactar las cláusulas del contrato. El hombre había aceptado el plan de acción para el Congo sin cuestionar la abultada suma que la Mercure exigía a cambio. A su abogado, el doctor Lafrange, le encargó el asunto de los tres iraquíes retenidos en la Quai des Orfèvres. Los quería en la calle lo antes posible para seguirlos.
El resto del día se convirtió en una concatenación de problemas y apagones de incendios, como el que causó la llamada del presidente de Liberia, Charles Taylor, cuya integridad física y la de su familia eran responsabilidad de la Mercure. Se trataba de un gobernante hipócrita y cruel, con el cual resultaba difícil lidiar, pero que pagaba bien por sus servicios, y la Mercure no podía darse el lujo de mandarlo a paseo. Taylor se había enfurecido con uno de sus guardaespaldas por mantener relaciones sexuales con su sobrina política, y amenazaba con ejecutarlo. La gravedad de la situación casi precipita a Al-Saud al Aeropuerto de Le Bourget para viajar a Monrovia. Tony Hill, quien había cerrado el trato con el presidente Taylor, tomó a su cargo la responsabilidad de salvar el pellejo del empleado de la Mercure y voló en el Gulfstream V a Liberia.
El almuerzo con Yasmín tampoco resultó fácil. Su hermana había cambiado de parecer en cuanto a la idea de deshacerse de Sándor.
—¿Quién te entiende, Yasmín? Has estado fastidiándome con que no soportas a Sándor, y ahora que te doy el gusto, me vienes con que quieres que se quede.
—Ya me hice a la idea de que permanecería a mi servicio. Si lo cambias, tendré que acostumbrarme a uno nuevo.
—¡Pues así será! Sándor saldrá de tu servicio y se ocupará de la custodia de Matilde.
—¿De Matilde? —se enfureció Yasmín.
—¿Tienes algo en contra de mi mujer?
—¿Tu mujer? —La expresión de Yasmín cambió del enojo al pasmo—. ¿La llamas “tu mujer”? Creo que estoy celosa —admitió, después de un silencio, aunque no sabía a causa de quién, si de su hermano o de su guardaespaldas, que pasaría el día junto a la hermosa novia de Eliah—. Discúlpame —le pidió, y le apretó la mano—. Pienso en Samara…
—Cállate —pronunció Al-Saud con los dientes apretados, y retiró la mano—. ¿Cuánto más tendré que pagar por su muerte? ¿No tengo derecho a ser feliz?
—Sí, sí, por supuesto. Perdóname. Sabes que yo la quería como a una hermana, por eso… Olvídalo. He dicho una estupidez. Estoy feliz por ti. Matilde es muy dulce y parece tener un buen corazón. Y tú te ves tan enamorado de ella, como nunca te había visto, debo admitir.
—Como nunca me habías visto —refrendó Al-Saud.
Durante la reunión con los abogados de la Mercure y del empresario israelí, se plantearon algunas cuestiones que requerían nuevos cálculos por parte de Al-Saud y de sus socios, lo que retrasaba la firma y, por ende, el cobro del anticipo. Los requerimientos se detallaban a la mínima expresión; se especificaban datos tan esenciales como el número de mercenarios involucrados y otros menos obvios pero igualmente relevantes como los litros de agua mineral.
Antes de la reunión con los hermanos Huseinovic, cerca de las cuatro y media, llamó por teléfono a Matilde. Dado que se demoraban en atender ambas líneas, sufrió un momento de desasosiego; temía que hubiesen transgredido su orden y concurrido al instituto. Al escuchar el “¿Hola?” de Matilde, su corazón bombeó sangre de nuevo.
—¿Por qué tardaban en atender? —preguntó, de mal humor.
—Porque estábamos todas con las manos ocupadas. Hola, Eliah —lo saludó, con intención—. ¿Cómo estás?
—Hola, mi amor. Disculpame. Por un momento temí que hubiesen ido al instituto.
—Acordamos que no iríamos. Yo cumplo mis promesas, Eliah. ¿Y vos?
No siempre las había cumplido. A Samara le había prometido fidelidad, y nunca le había sido fiel. ¿Por qué le resultaba intolerable la idea de traicionar a Matilde?
—Yo también.
—¿Vas a venir a cenar?
—Sí. Y lo siento, pero mi hermano, Mike y Peter también.
—Los esperamos.
La Diana y Sándor reaccionaron negativamente a la propuesta de ocuparse de la custodia de Matilde, cada uno por razones distintas. La Diana adujo que prefería embarcarse en misiones de riesgo, como la de Bouchiki en El Cairo; que el oficio de guardaespaldas no representaba ningún desafío para ella; y que quería regresar a la Isla de Fergusson para completar su entrenamiento. Sándor, por su parte, no ofreció un argumento para justificar su mala cara y se limitó a decir: “Si a ti te parece, Eliah”.
—¡Mierda! —saltó Al-Saud, y abandonó su butaca—. Estoy poniendo en manos de las personas en quienes más confío la custodia de lo que más atesoro, y me dan la espalda.
Los gestos de los Huseinovic mutaron como por ensalmo, y ambos balbucearon disculpas. La única pregunta que Sándor formuló fue: “¿Quién protegerá a la señorita Yasmín en mi lugar?”.
Ya de pie y antes de despedir a los Huseinovic, Al-Saud manifestó:
—Se ocuparán de la protección de la única persona que ha escuchado la voz de Leila en años.
—¿De qué estás hablando, Eliah? —La Diana volvió sobre sus pasos.
—Esta mañana, Leila fue a despertar a Matilde. La llamó por su nombre y después le dijo “Bonjour, Matilde”.
—¡Dios bendito! —soltó Sándor en bosnio.
—¿Por qué a ella? —se cuestionó La Diana, incapaz de ocultar los celos.
—No lo sé —admitió Al-Saud—. Desde un principio, Leila se sintió atraída por Matilde.
—¿Será verdad? —desconfió La Diana.
—¿No tendríamos que consultar con el psiquiatra de Leila? —se preguntó Sándor—. Quizá la señorita Matilde aceptaría acompañarla.
—Ya veremos —dijo Al-Saud, y, antes de que La Diana abandonara su despacho, la tomó por el brazo y la atrajo hacia él—: Si tu actitud hacia Matilde será la que has demostrado aquí, no te quiero como su custodia. Decídete ahora. Si crees que no te comprometerás con el encargo, entonces buscaré a otro.
—Perdóname, Eliah. He sido una grosera y me he comportado como una niña celosa. Será un honor cuidar a tu mujer.
El remate de ese día plagado de inconvenientes y de discusiones lo constituyó la llamada de Olivier Dussollier, que recibió dentro del Aston Martin, de camino a su casa. El inspector se dio aires al informarle que, gracias a su intervención, los de balística habían trabajado duro para entregar el informe antes de lo habitual. Las palabras que siguieron alarmaron a Al-Saud.
—De las pruebas de cotejo surge que la bala era de ojiva hueca, como las Dum-Dum.
“¡Puede ser casualidad!”, trató de convencerse. No obstante, su parte racional le indicaba que algo turbio se cernía sobre ese asunto. El uso de la bala Dum-Dum, nada usual; ambas víctimas, tanto el botones como el kurdo, con agujeros en el ojo derecho; las evidencias lucían como la marca registrada de un asesino. ¿De qué modo se relacionaban el atentado en el George V con el ataque a Matilde? ¿Se trataría del mismo sicario contratado por personas diferentes?
—Gracias, Olivier. Aprecio mucho tu colaboración. Cualquier cosa, no dudes en llamarme.
Al llegar a su casa, seguido por Alamán, Mike y Peter, encontró a Matilde y a Leila, muy divertidas, preparando milanesas, una novedad para la muchacha de Bosnia. A Matilde la vio distendida, sin rastro en el semblante de la angustia de la noche anterior. Juana, con los codos apoyados sobre el mármol negro de la isla, hablaba por teléfono en actitud intimista.
—Está hablando con Shiloah —dijo Matilde—. Desde hace una hora —añadió.
—Los muchachos y yo nos ocuparemos de unas cuestiones de la Mercure antes de cenar. ¿Con cuánto tiempo contamos?
—Con el que necesiten. Avisame cuando estén por terminar, que Leila y yo tendremos lista la cena. ¿Por qué me mirás así?
—Te miro porque estás hermosa. Te avisaré cuando estemos por terminar.
—Eliah —lo detuvo.
—¿Sí?
—¿Arreglaron la cerradura de la casa de mi tía? No quisiera que…
—Está todo solucionado. Quedate tranquila.
—Gracias. Quiero que me digas cuánto te debo.
Al-Saud elevó los ojos al cielo antes de salir de la cocina sin responder.
Peter y Alamán habían aislado la parte de la filmación captada por las cámaras plantadas en el departamento de la calle Toullier entre las horas señaladas por Eliah, y se disponían a analizarla en la base. En tanto descendían por el ascensor tres pisos bajo tierra, Al-Saud meditaba que, tarde o temprano, Matilde descubriría la puerta y le preguntaría adónde conducía. Alejó ese pensamiento. Se ocuparía más tarde.
Masséna los vio entrar y se preguntó por qué se encerrarían en la sala de proyección. Alamán tomó a su cargo el comando de la reproductora. La filmación obtenida por la cámara instalada en el comedor, pese a estar a oscuras, devolvía una imagen de buena definición ya que se trataba de una tecnología con visión nocturna y con amplificadora de luz; de igual modo la imagen estaba teñida de una coloración verdusca y había sectores sumidos en la oscuridad.
Pasaron los primeros minutos de cinta con la función de avance rápido hasta que un fogonazo les advirtió de la explosión silenciosa que franquearía el paso al delincuente. La irrupción se había producido a las doce menos veinte de la noche. Segundos después apareció un hombre de contextura alta y poderosa, vestido con un mono negro. Eliah se incorporó para aproximarse a la pantalla movido por una sensación inquietante. Notó que el intruso llevaba un casco con un monocular de visión nocturna. Esto confirmaba su sospecha: se enfrentaban a un profesional; no cualquiera poseía un adminículo para ver en la oscuridad que costaba más de tres mil dólares.
Resultaba evidente que el hombre sabía qué buscaba, y lo hacía en las paredes. Descolgó el cuadro de Matilde y se acuclilló en el suelo para desguazarlo. Hasta ese momento la cámara no había obtenido una buena toma del rostro del delincuente.
—¿Qué hace? —se preguntó Peter Ramsay—. ¿Qué es eso?
—Algo que Blahetter escondió en el cuadro —habló Al-Saud.
Se trataba de varias láminas de papel, dobladas a la mitad, que el intruso extendió, enrolló y guardó en un tubo de plástico, como el que utilizan los arquitectos para portar planos. Se puso de pie, y la cámara oculta tras el marco de la puerta principal capturó de lleno su cara; el ojo no cubierto por la lente del monocular refulgía como el de un gato en la noche.
—Mon Dieu! —exclamó Eliah, y se puso de pie—. ¡Alamán, vuelve hacia atrás! Quiero verle el rostro de nuevo. ¡Congela la imagen ahí! Merde —musitó.
—¿Qué ocurre?
—Conozco a ese tipo. —Se detuvo, calló por un largo momento; casi le resultaba insoportable expresar lo que pensaba—: Tengo la impresión de que es el terrorista que intentó secuestrarnos a Yasmín, a mamá y a mí en el 81.
—¡Estás delirando! —dijo Alamán—. Es imposible distinguir bien sus facciones. La luz es mala; la tonalidad verdusca disminuye la calidad de la definición. Además, ese hombre debe de haber cambiado mucho en más de quince años. No, no, hermano, estás confundiéndote.
Al-Saud, sin embargo, sabía que no. La visión fugaz obtenida en el pandemónium en que se había convertido la sala de convenciones del George V no había sido producto de su imaginación.
Le pidió a Ramsay que pusiera a uno de sus hombres expertos en seguimientos tras la huella de los tres iraquíes que saldrían de prisión probablemente en uno o dos días.
—Quizás ellos nos conduzcan al que acabamos de ver en la filmación.
—Llamaré a Amburgo Ferro. El italiano está disponible y es de los mejores.
—Que desde esta noche se plante en la puerta de la 36 Quai des Orfèvres. Posiblemente salgan mañana o pasado. Adviértele que es posible que no sea sólo él el que esté tras los iraquíes.
* * *
Más tarde, esa misma noche, Matilde lo observaba nadar desde un sillón ubicado en la cabecera de la piscina. Al-Saud extendía los brazos y abría el pecho al avanzar en el estilo mariposa. Los músculos de sus hombros se inflaban antes de quedar ocultos por el agua; y de nuevo aparecían, y se inflaban con el esfuerzo. Así, una y otra vez. ¿Cuántas piscinas había nadado? Percibía su energía colérica; sabía que lo impulsaba la ira. Lo había notado tenso durante la cena, casi no había pronunciado palabra, ni siquiera para elogiar sus milanesas a la napolitana, en tanto Alamán, Mike y Peter las devoraban y, con la boca llena, la felicitaban.
Por fin salió de la piscina y se tiró boca abajo, empapado y desnudo, sobre un sillón largo; sus brazos caían a los costados y descansaban sobre los tablones de teca. Matilde abandonó su posición para secarlo. La espalda de él se curvaba y bajaba al ritmo de sus inspiraciones agitadas. Había realizado un esfuerzo sobrehumano.
—Mi Caballo de Fuego —le susurró sobre la sien—. Tan fuerte y poderoso. ¿Sabés qué, Eliah? Podría identificar uno a uno los músculos de tu cuerpo. —Arrastró los labios por la espalda húmeda de él, y lo sintió removerse, y vio cómo se comprimían sus glúteos y se marcaban las depresiones de los costados—. Sos tan hermoso. —Con una caricia lánguida, apenas un roce tímido, sus dedos le recorrieron la columna vertebral y siguieron por la hendidura que le separaba las nalgas. Al-Saud ahogó un lamento, y Matilde advirtió que su mano izquierda se cerraba en los resquicios de la tabla de teca.
—Matilde —lo oyó decir, y se asomó para verle la cara contraída de placer, más bien parecía soportar un dolor lacerante. Siguió torturándolo, pasándole la punta del índice una y otra vez por el valle entre sus glúteos. Amaba conmoverlo, tal vez porque él se mostraba inconmovible. Cuando su mano se hundió más allá de la hendidura y le acarició los testículos, Al-Saud se echó sobre ella y le hizo el amor en el entablado. Matilde le apartaba el jopo y le acariciaba la mandíbula azulada. Se miraban fijamente mientras él embestía dentro de ella. La poseía con la misma pasión de siempre; no obstante, algo lo perturbaba, algo que le robaba brillo al verde de sus ojos.
Al regresar al dormitorio, exhaustos y satisfechos, Matilde encontró su campera extendida sobre la cama. No era la misma, enseguida se dio cuenta; Eliah le había comprado otra.
—Gracias, mi amor —dijo, y se apartó de pronto y corrió a su shika, de donde extrajo la Medalla Milagrosa, sin cadena—. Ésta es mi posesión más preciada —le confesó, de nuevo frente a él—. Me ha protegido desde que tengo dieciséis años. Ahora quiero dártela como símbolo de mi amor y de mi admiración. Sos el mejor hombre que conocí en mi vida, Eliah.
Al-Saud recibió la medalla en un silencio que no habría podido quebrar con la garganta tiesa. Matilde se dio cuenta de que le temblaba el mentón y de que la miraba a través de un velo de lágrimas.
—Te la doy también para que siempre te preserve de todo mal.
Temprano, a la mañana siguiente, Al-Saud se precipitó dentro de la habitación 304. Ezequiel ayudaba a Roy a ingerir el desayuno.
—Fuera.
—¿Quién mierda se cree que es para echarme? ¡Me tiene cansado, Al-Saud! —Ezequiel se abalanzó sobre él, dispuesto a golpearlo. En dos movimientos, Eliah lo redujo sobre el piso de linóleo. Le habló mientras lo sujetaba por la nuca y le mantenía las manos inutilizadas en la espalda.
—No quiero lastimarte, Ezequiel, porque sos importante para Matilde. Pero hoy tengo poca paciencia, poco tiempo y mucho que hablar con tu hermano. Así que te lo repito de buen modo: fuera.
—Por favor, Ezequiel —intervino Roy.
El muchacho se puso de pie y contempló a Al-Saud sin visos de humillación, más bien con azoro. Él no había dedicado años en el gimnasio y desarrollado esa musculatura para que uno, sólo un poco más alto, lo manipulara como a una criatura y lo pusiera de cara al suelo. Hablaría con Matilde. ¿Quién era Al-Saud?
Ezequiel salió, y Eliah caminó hacia la cabecera de la cama. Hundió los puños en la almohada, a los costados de la cabeza de Roy, y se inclinó para mirarlo de cerca.
—Ahora, Blahetter, me vas a decir el nombre del que te dejó en este estado.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Podés hacerlo por dos razones, vos elegís: porque Matilde está en riesgo y querés ayudarla o bien por miedo, porque te aseguro que si salgo de esta habitación sin ese dato, esta vez van a tener que operarte el brazo. —Para conferir fuerza a su amenaza, le aferró el antebrazo derecho con ambas manos—. A lo largo de mi vida he desarrollado algunas habilidades, como habrás visto recién, que me permitirían quebrarte el radio con sólo aplicar un poco de presión. Hablá ahora. Estoy tan enojado, Blahetter, que no respondo de mis actos.
—Su nombre es Udo Jürkens, al menos eso es lo que me dijo. Bien podría ser un nombre falso.
“Udo Jürkens, Udo Jürkens”. El nombre rebotaba en su mente, lo volvía loco.
—Pasen —dijo Ezequiel, y entró escoltado por dos guardias de seguridad—. Acompañen a este sujeto fuera del hospital. Está importunando a mi hermano.
Al-Saud clavó una mirada furibunda en Ezequiel.
—Volveré mañana.
—¡No volverá!
—¡Ezequiel, callate! —intervino Roy—. Traiga lo que le he pedido, Al-Saud.
Del hospital se dirigió a sus oficinas en el George V con el nombre de Udo Jürkens en su cabeza. A punto de ingresar en las cocheras subterráneas del hotel, dio un volantazo y, con un chirrido de neumáticos, se dirigió hacia el Puente de l’Alma. En cinco minutos, estaba en su casa. Dejó el Aston Martin en la calle y entró por el acceso sobre la calle Maréchal Harispe, que lo conducía directamente a la base.
—¡Masséna! —vociferó apenas se abrieron las puertas del ascensor—. ¡A mi despacho, ahora!
El experto en computación se limpió las migas de una brioche que acababa de morder y se precipitó detrás de su jefe. Temblaba. Sin duda, Al-Saud acababa de descubrir su traición. Los planes se desbarataban. No podría llevar a cabo su venganza.
—Quoi? —se pasmó Masséna al comprobar que Al-Saud lo convocaba por otro asunto.
—¿Estás sordo, Masséna? Estoy preguntándote por Udo Jürkens. Tiempo atrás te pedí que investigaras la patente de un automóvil estacionado frente a mi casa que no me gustó. Averiguaste que Jürkens lo había alquilado. Y te encargué que siguieras de cerca a ese tipo. Me aseguraste que lo harías a través del sistema de Rent-a-Car. Y bien, ¿qué averiguaste?
—Nada —mintió.
—Merde! —Al-Saud acompañó la palabrota con un golpe sobre el escritorio, que hizo saltar de la butaca al hacker—. ¡Eres un incompetente! Te pedí expresamente que le siguieras la pista. ¿En qué mierda pierdes tu tiempo? ¡Un tiempo que pago a precio oro!
—¡Estoy abarrotado de trabajo, señor! —se excusó Masséna.
—¡Tienes cinco asistentes! ¡Yo no tengo ni la mitad de las que tú tienes! ¿Y vienes a decirme que estás abarrotado de trabajo? Sal ahora mismo de aquí y métete en el sistema de Rent-a-Car. Quiero saber qué fue de ese vehículo, el que alquiló Jürkens. ¡Cierra la puerta!
Apoyó los puños sobre el escritorio y les aplicó presión, como si buscara horadar la madera. Soltó el aire con ruido y gotas de saliva y se echó en la butaca. “¡Maldito Udo Jürkens! ¿Quién eres, carajo? ¿Qué estás buscando?”. Abrió un agua mineral Perrier y bebió media botella de golpe. Se secó la boca con el puño de la camisa. Sabía que tenía que calmarse. Se sentó en la butaca y ejercitó la respiración como Takumi sensei le había enseñado para preparar el cuerpo y la mente para la meditación. Su cabeza fue despejándose, su corazón, equilibrándose, su cuerpo, aflojándose. Visualizó la noche en que había reparado en el automóvil estacionado en la Avenida Elisée Reclus. “Fue el 2 de enero”, se acordó, “el día en que intercepté a Matilde en el métro”. En aquel momento, razonó, no existía ninguna conexión entre Roy Blahetter y él, de modo que Jürkens había montado guardia frente a su casa por otro motivo. ¿Trabajaría para los servicios secretos israelíes? Tal vez le habían advertido de sus averiguaciones en Buenos Aires y lo mantenía en la mira. ¿Acaso tiempo atrás no había advertido que lo seguían?
Llamaron a la puerta.
—Pasa, Masséna.
—Señor, según el sistema de Rent-a-Car, Udo Jürkens devolvió el automóvil el viernes 30 de enero en la sede que la empresa tiene en la rue des Pyramides.
Al-Saud experimentó una profunda ira mezclada con desazón. Quería matar a Masséna. Aunque también quería darse la cabeza contra la pared por haber olvidado el encargo, por no haber vuelto a preguntar por Jürkens. En verdad, lo había borrado de su mente. La capacidad de un Caballo de Fuego para lidiar con varios temas a la vez tenía un límite.
—Vuelve a tu trabajo, Masséna —dijo, después de reunir mucho dominio. Permaneció en silencio, con la vista fija en un punto, mientras ordenaba sus ideas y repasaba los temas pendientes. Marcó el número de Chevrikov—. Lefortovo, soy yo.
—¿En qué puedo serte útil, Caballo de Fuego?
—Investiga a un tal Fauzi Dahlan. Aparentemente es iraquí. Lo preciso de inmediato.
—Sí, señor. ¿Algo más?
—¿Te suena el nombre Udo Jürkens?
—No, en absoluto. Parece alemán, ¿verdad? ¿Quieres que pregunte entre mis contactos si lo conocen?
—Sí, hazlo.
* * *
La carrera febril por analizar los planos y los escritos de Blahetter desembocaría en un ataque de porfiria si no se echaba a descansar. Si bien había tomado la precaución de ingerir alimentos cada dos horas, la falta de sueño —hacía veinticuatro horas que no dormía— haría mella en él. Conocía los síntomas. Sin embargo, la excitación que sentía por hallarse frente a un invento de esa magnitud inyectaba altas dosis de adrenalina en su cuerpo y lo mantenía despierto.
Del análisis de los planos surgía que Blahetter por fin había terminado su invento y resuelto las lagunas del pasado, aunque sin las pruebas en un prototipo no podía garantizarse su funcionamiento. Él, sin embargo, apostaba a que funcionaría. Su experiencia se lo dictaba. Saddam Hussein se mostraría complaciente en financiar la construcción del prototipo si él sabía cómo convencerlo. Y la verdad es que siempre sabía cómo tratar con el sayid rais.
Apremiaba deshacerse de Blahetter. El ingeniero argentino ya debía de estar al tanto de la desaparición de los planos. ¿Habría contado con tiempo para registrar la centrifugadora a su nombre? Lo atormentaba la duda. ¿Blahetter habría levantado una denuncia? ¿Alguien más estaría al tanto de su desarrollo? ¿Su esposa, por ejemplo? Pensó en Eliah enredado con la esposa de Blahetter. ¡Qué situación irónica!
Udo Jürkens llamó a la puerta y entró.
—¿Qué has averiguado de Blahetter?
—He dado con él, jefe. Ha sido más fácil de lo que pensé. Monté guardia en el edificio de la Avenida Floquet y esta mañana, muy temprano, vi salir a un muchacho parecido a Blahetter. Sin duda, se trata del tal Ezequiel. Lo seguí hasta el Hospital Européen Georges Pompidou, en la rue Leblanc.
—Y descubriste que Blahetter está hospitalizado ahí —culminó Moses, y Jürkens dijo que sí en alemán con una sonrisa que sólo ayudaba a marcar sus facciones siniestras, como si se produjera un reflejo de su alma en ese rostro brutal, en esa voz inhumana.
—Habitación 304.
Moses se incorporó y sufrió un mareo. Jürkens se aprestó a estabilizarlo, y Gérard se deshizo de su mano con un sacudón enérgico.
—Estoy bien. Me he incorporado demasiado deprisa.
—¿Hace cuánto que no duerme, jefe?
—No me fastidies con eso, Udo. Estamos a las puertas de concretar algo increíble. No es tiempo de dormir sino de actuar.
Gérard Moses caminó hacia un óleo y lo separó del muro como si se tratase de una pequeña puerta. Le costó recordar la combinación de la caja fuerte. Giró la cerradura numérica con dudas y aguardó, ansioso, el chasquido que indicaba que se corrían los pasadores. Sacó una caja negra y la llevó hasta su escritorio. Levantó la tapa. Había dos gradillas paralelas que mantenían vertical y ordenada una veintena de pequeños tubos de ensayo con tapones de distintos colores. Gérard levantó uno de tapón rojo. Leyó la etiqueta en árabe que decía “ricina”, una de las toxinas más mortíferas que se conocen, para la cual no se ha desarrollado un antídoto. El sayid rais la había utilizado durante la guerra con Irán y seguía fabricándola en su laboratorio secreto del desierto, que las Fuerzas Aliadas no habían destruido simplemente por no haber descubierto su existencia.
—Te harás cargo de Blahetter —ordenó—. Escúchame bien, Udo. Este minúsculo perdigón —levantó el tubo para que Jürkens observase lo que semejaba la cabeza de un alfiler y que yacía en el fondo— contiene una dosis letal de ricina, un alcaloide altamente venenoso. Está recubierto por una sustancia azucarada para evitar que el veneno escape del interior del perdigón. Una vez en el cuerpo humano, la sustancia azucarada se disuelve y permite la salida de la ricina. Mata a su víctima en dos, tres días a lo sumo. —Gérard regresó a la caja fuerte y extrajo otra caja, de la que sacó una jeringa que a Udo le recordó la que utilizaba su dentista para anestesiarlo—. Deberás ingresar en la habitación de Blahetter —dijo, en tanto atrapaba con la peculiar punta de la jeringa la bolita de metal— y presionar la punta en su piel al tiempo que empujas el émbolo. Sólo un poco. No es preciso llevarlo hasta el final. ¿Podrás hacerlo? —preguntó Moses al tiempo que colocaba el capuchón sobre la jeringa.
—Jefe, ¿y si le meto un tiro con un silenciador? Nadie advertirá nada.
—Udo, ¿crees que el sayid rais me entregó esta caja con diversos venenos como regalo de cumpleaños? Es preciso probar esta tecnología del pequeño perdigón y de la pistola —dijo, y señaló la extraña jeringa—. ¿Podrás hacerlo? —insistió.
—Sí, jefe.
Después del disgusto con Masséna, Al-Saud regresó a las oficinas del George V cerca del mediodía. Sin darle respiro, sus secretarias lo bombardearon con mensajes y pedidos. Por fortuna, Tony Hill había llamado desde Monrovia para comunicar que la situación con el presidente Taylor estaba bajo control.
—El señor Hill —dijo Victoire— ha pedido que lo telefonee. Urge conseguir un reemplazo para Markov. —La secretaria se refería al guardaespaldas acusado por Taylor de mantener relaciones sexuales con su sobrina.
—También llamó el príncipe Abdul Rahman —alternó Thérèse— y pide que lo llame, sin importar la hora.
Al-Saud insultó para sus adentros. Su tío Abdul, comandante de las Reales Fuerzas Aéreas Saudíes, lo presionaría para comenzar con el plan de adiestramiento de los reclutas, justo cuando no tenía ganas de salir de París, no con Matilde en peligro.
—Llamaron el inspector Dussollier y su abogado, el doctor Lafrange —dijo Victoire—, para informar lo mismo, señor: que los tres muchachos quedaron en libertad esta mañana.
Amburgo Ferro, el hombre de Peter Ramsay, se ocuparía de seguirles la pista.
—Llamó monsieur Lafère —continuó Thérèse— por el cuadro que le envió ayer.
—Comuníqueme con él ahora.
Lafère era el marchand de confianza de los Al-Saud, dueño de una galería de arte que había medrado en los últimos treinta años gracias a la afición del príncipe Kamal por la pintura. Eliah lo conocía desde niño, y por eso le había confiado el cuadro de Matilde.
—Eliah, ¿tienes idea de lo que me has enviado?
—Me lo pregunta porque conoce mi ignorancia en materia de pintura, ¿verdad? —bromeó Al-Saud.
—No eres tu padre, eso es verdad, pero dudo de que muchos conozcan la historia tras este cuadro. ¿Sabías que se trata de un auténtico Martínez Olazábal? Una gran pintora argentina, una de las pintoras vivas más cotizadas del mundo. —Al-Saud guardó silencio, y el marchand prosiguió—: Éste es el cuadro favorito de Enriqueta Martínez Olazábal, que los amantes de su obra hemos buscado incansablemente. Pero Martínez Olazábal declaró que ese cuadro permanecería en su familia y que nunca lo vendería a un extraño. Ahora tú me lo mandas, todo maltrecho, y la curiosidad se despertó en mí, como comprenderás.
—Lo comprendo. ¿Qué más puede decirme del cuadro?
—A ver, déjame leerte un párrafo de un libro que consulté ayer… Sí, aquí está. Marqué la página. Se llama Peintres Latino-américains. Contiene las biografías y fotografías de los cuadros de los principales pintores latinoamericanos; incluso hay una pequeña entrevista a cada uno. En la parte destinada a Martínez Olazábal, la más extensa, debo decir, ella asegura que, de toda su obra, su óleo favorito es Matilda y el caracol. —Al-Saud pasó por alto el error—. Te leeré las palabras textuales de la artista. “No es mi mejor pintura si se la analiza con ojo crítico; no es la mejor desde el punto de vista de la técnica; fue una de las primeras. Sin embargo, es la que más me conmueve porque ver a mi sobrina es algo que me provoca una profunda emoción”. Ya ves, la tal Matilda es su sobrina. Y sigue: “Hay algo en esa criatura, no sé qué, una cualidad insustancial que nació con ella y que pareciera recubrirla de luz y de paz, algo que atrae sin remedio. La dibujo y la pinto incansablemente porque no puedo apartar mis ojos de ella cuando está cerca de mí”. Ya ves, Eliah, que Martínez Olazábal atesora este cuadro de manera especial. Por eso me atrevo a preguntarte: ¿cómo te hiciste de Matilda y el caracol?
—Matilde.
—¿Perdón?
—La niña del cuadro se llama Matilde, no Matilda.
—Oh, oh… Sí, pues sí —admitió Lafère, mientras releía el párrafo—. Es Matilde, tienes razón. Siempre lo llamé Matilda y el caracol y aun viéndolo escrito correctamente dije Matilda. ¿Tú cómo sabes que es Matilde? —se extrañó, de pronto.
—Porque la niña de ese cuadro hoy es mi mujer.
Un silencio cayó sobre la línea.
—Veo que la pintura quedará en la familia después de todo. Puedes pasar a buscarla hoy a última hora. Tendré listo el marco.
—Merci beaucoup, Lafère.
Al-Saud apoyó los codos sobre el escritorio y se sostuvo la cabeza con las manos. La voz del marchand resonó en sus oídos: … una cualidad insustancial que nació con ella y que pareciera recubrirla de luz y de paz, algo que atrae sin remedio. La dibujo y la pinto incansablemente porque no puedo apartar mis ojos de ella cuando está cerca de mí. Entonces, se trataba de un sortilegio, no existía explicación lógica para lo que él había experimentado en el aeropuerto de Buenos Aires cuando sus ojos se cruzaron con la larga cabellera dorada de Matilde. Si fuera del tipo esotérico, le daría por pensar que un espíritu lo había poseído y que desde aquel día lo manejaba a su antojo. Sólo deseaba estar con ella, en ella. Las cuestiones de la Mercure, antes el motor de su vida, perdían valor, se desvanecían. Anhelaba regresar a su casa y verla. Sin duda Matilde ejercía la misma fascinación en Leila, tanto que su magia la había hecho hablar.
Por la tarde, de camino a la galería de Lafère, se detuvo en la librería WH Smith de la calle de Rivoli y compró el libro Peintres Latino-américains. A la salida, pasó frente a la vidriera de una joyería y se detuvo a admirar los anillos, los collares, los aros, las pulseras y los relojes con los que le habría gustado cubrir a Matilde. Ella, sin embargo, se encontraba más allá de esas cuestiones mundanas; cosas por el estilo no la conmovían. Compró una cadena de oro para la Medalla Milagrosa.
Al bajarse del Aston Martin, en el garaje de la casa de la Avenida Elisée Reclus, oyó la risa de Matilde que provenía de la cocina, y sonrió entre aliviado y feliz. La pesadilla vivida a la puerta del Lycée des langues vivantes iba quedando atrás, y la alegría volvía a apoderarse de ella. La encontró sola con Leila; todavía reía, una risa emocionada y de ojos llorosos. Supo de inmediato que Leila había hablado de nuevo. Besó a Matilde en los labios simulando no haberse percatado de la situación y a Leila en la frente. Se quitó el saco y se lo entregó junto con su maletín.
—Ma petite, llévalos a mi dormitorio.
Matilde se abrazó a la cintura de Al-Saud y apoyó la mejilla en su pecho.
—Habló de nuevo, ¿verdad?
—Acaba de decir: “Matilde, Eliah est arrivé”. No pude controlar la emoción y empecé a reírme. Enseguida ella cambió su mirada de mujer por una de niña. Ladeaba la cabeza y sonreía, como si no entendiera por qué estaba riéndome.
Más tarde, mientras cenaban, Al-Saud les anunció, a Matilde y a Juana, que al día siguiente recomenzarían con sus clases en el instituto. Sándor y La Diana las custodiarían.
—Ya les asigné un coche de la Mercure —no les aclaró que tanto los vidrios como la carrocería estaban blindados— y tendrán que moverse siempre en él, con Sándor y con La Diana. No podrán salir jamás solas. Sé que será un fastidio para ustedes.
—¡Para mí no! —interrumpió Juana—. Me hace sentir una diva del cine.
La Diana y Sándor se presentaron después de la cena, al momento del café. Eliah apuró su espresso y les ordenó que lo acompañaran a la base. Entraron en la sala de proyección, donde la filmación del departamento de la calle Toullier estaba congelada en la imagen de Udo Jürkens.
—Miren bien a ese sujeto. Memoricen su cara. Se hace llamar Udo Jürkens. Protegerán a Matilde sobre todo de él.
Cerca de las doce de la noche, Udo Jürkens ingresó en el Hospital Européen Georges Pompidou por el área de emergencias. Se cambió en el baño de hombres y salió cubierto con un uniforme blanco de enfermero. La holgura de la prenda disimulaba los dos artefactos que se ajustaban a su cintura: la jeringa y el monocular de visión nocturna. Accedió al tercer piso por el ascensor destinado al personal y caminó por el corredor solitario y a medias iluminado. Pasó frente a la oficina vidriada de la jefa de enfermería después de corroborar que no hubiese nadie. Se deslizó dentro de la habitación 304 y cerró la puerta. Se calzó el monocular, y el entorno se tiñó de verde. Blahetter dormía con la pierna elevada. Rogaba que lo hubiesen narcotizado para dormir, de lo contrario, después de inyectarle el perdigón con ricina, tendría que correr. Levantó la colcha y la sábana y le descubrió la pierna buena. Esperó la reacción de Blahetter. Nada, ni siquiera un cambio en la respiración profunda. Acercó la punta de la jeringa al muslo y apretó el émbolo. Blahetter apenas se movió sobre la almohada y siguió durmiendo. Debían de haberle suministrado un narcótico muy potente.
Jürkens se calzó la jeringa en la cintura. Se deshizo del monocular cerca de la puerta y lo ocultó bajo las prendas. Salió a paso tranquilo sin percatarse de que la jefa de enfermería lo avistaba desde el extremo del corredor. “¿Será el enfermero nuevo de terapia intensiva?”, se preguntó. “Lilian me dijo que era alto”.
Después de abrumarlos con indicaciones, Al-Saud dio por terminada la reunión con Sándor y con La Diana. Antes de que partieran, les comentó que Leila había vuelto a hablar a Matilde.
—He decidido visitar al doctor Brieger —Al-Saud se refería al psiquiatra de la joven—. Es necesario ponerlo al tanto de este avance. Iré con Matilde.
Al regresar de la base, encontró la planta baja silenciosa y a oscuras. Tanto el servicio doméstico como las muchachas se habían ido a dormir. Subió de a dos los escalones y avanzó con un sentimiento acuciante hasta su habitación. Matilde leía en la cama. Se había trenzado el cabello hacia el costado. Le sonrió al verlo entrar. Dejó a un lado la lectura, se bajó de la cama y corrió hacia él descalza, con su camisón rojo con ositos pandas.
—¿Qué leías? —se interesó él.
—En realidad, releyendo. La Guía del Expatriado, de MQC. Ya te lo mencioné una vez, ¿te acordás? Son las normas que debemos seguir en el terreno. —Matilde pasó por alto el ceño que endureció el rostro de Al-Saud; se sujetó a su cuello y lo besó en los labios—. ¡Gracias por el cuadro! —exclamó—. Siempre me traés sorpresas hermosas.
Al-Saud la condujo por la cintura hasta la flor, donde le había ordenado a Marie que colocase la pintura.
—El marco es más que lindo. Es espléndido. Me pregunto cuánto te habrá costado. —Él guardó silencio y continuó admirando el retrato de Matilde—. ¿Dónde podríamos colgarlo?
—¿Aquí? ¿En esta casa? —se sorprendió Al-Saud, y Matilde juzgó incorrectamente su actitud.
—Bueno, sí, aquí, en tu dormitorio —contestó, intimidada—, o en cualquier otra parte, si te parece. Quiero regalártelo, Eliah. Si lo aceptás.
—¿Si lo acepto? —repitió él, con aire incrédulo—. No hay nada que desee más que ser el dueño de este cuadro. Pero no puedo aceptar. Este cuadro vale una fortuna. El marchand al que se lo di para que lo reparase así me lo dijo.
—A mí no me importa cuánto cuesta el cuadro, Eliah. Quiero regalártelo. Si vos lo aceptás, por supuesto.
—No vuelvas a decir, con esa carita de ofendida, “si vos lo aceptás, por supuesto”. —Matilde rió cuando Al-Saud le imitó la voz—. Ya te dije que me encantaría tener este cuadro conmigo, pero no lo aceptaré sin antes hacerte saber que es una obra muy cotizada en el mercado.
—Quiero dártelo —se empecinó ella.
—¿Por qué querés dármelo? Yo sé lo que este cuadro significa para vos.
—Este cuadro, Eliah, no vale nada comparado con todo lo que vos me has dado a mí. Me diste la libertad, y eso no tiene precio. Quiero que tengas las dos cosas materiales que más valoro en esta vida, mi Medalla Milagrosa y el cuadro que pintó mi tía, como una forma de agradecimiento y como muestra de mi amor.
—No quiero nada material. Te quiero a vos, toda.
—Soy toda tuya, Eliah. Ya te lo dije antes. Nunca miento.
—Pero te irás al Congo.
Se miraron fijamente, con la respiración atascada en las gargantas. Por mucho que evitaran abordar el tema del viaje al Congo, se suspendía sobre ellos como una nube negra y ominosa. Por fin, Al-Saud reunía el valor para enfrentarlo.
Matilde rompió el contacto visual y se alejó hacia la vitrina cenital. Descansó la frente sobre el vidrio helado y cerró los ojos. Pasaron pocos segundos antes de que sintiera las manos de él apoyarse en su cintura.
—Matilde, no quiero que vayas. Es peligroso.
—Tengo que ir —susurró ella, y giró para enfrentarlo—: Tengo que ir, mi amor.
—¿Por qué decís que tenés que ir?
—Porque desde hace años sólo vivo y estudio para curar a la gente más pobre del planeta, la gente del África. Por favor, mi amor, por favor, apoyame en esto. No me des la espalda, Eliah. Vos no.
—¡Matilde! —exclamó él, con pasión, mientras sus brazos se ajustaban alrededor del torso menudo de ella—. Dios mío, Matilde —dijo él, con entonación de súplica—. ¿Qué estás pidiéndome?
Se quedaron abrazados y en silencio. Matilde percibía cómo las pulsaciones se normalizaban en el corazón de Al-Saud.
—Abrime el chaleco y la camisa —le pidió al oído, y Matilde obedeció después de destinarle una mirada cómplice y divertida. Su Medalla Milagrosa se destacaba sobre la mata de vello negro de Al-Saud, colgada de una cadena de oro bastante gruesa dado el tamaño de la medalla—. ¿Te gusta?
—La cadena es lindísima, me encanta la forma de los eslabones, pero ¿no deberías haber comprado una de plata? Iría más con la medalla.
—Tu medalla, amor mío, alguna vez debió de ser plateada. Ahora que el plateado está borrándose, se ve medio dorada. Mirá. Por otra parte, ¿le pedís al hijo de un árabe que compre plata en lugar de oro? No soslayes mi naturaleza, Matilde.
Matilde apoyó su sonrisa sobre la medalla y la besó. “Virgen Santa, bendícelo y protégelo siempre”, dijo para sus adentros.