Capítulo 19
La semana que viene se presentaba ajetreada. La cabeza de Al-Saud saltaba de un tema a otro; en su agenda no había sitio para más compromisos; sus teléfonos —los fijos y el celular— sonaban cada pocos minutos; Victoire y Thérèse lo atosigaban con mensajes, pedidos y recordatorios, le llenaban el escritorio de papeles y le solicitaban firmas en cheques y en contratos. Al-Saud, sin embargo, no perdía de vista dos cuestiones: la publicación de la nota en el NRC Handelsblad, el diario holandés, y las fotos que Amburgo Ferro había obtenido del asesino de los tres muchachos iraquíes, porque Edmé de Florian había confirmado lo que ellos sabían desde el sábado por la tarde: estaban muertos; la autopsia tardaría en llegar. Por lo pronto, Alamán y Peter Ramsay trabajaban con las fotografías de Amburgo; no eran buenas; el italiano las había tomado de lejos y con una lente inadecuada. Intentaban establecer, con la ayuda de un software, si las medidas del asesino de la fábrica abandonada de Seine-Saint-Denis y las del que había irrumpido en el departamento de la calle Toullier coincidían.
Al-Saud hojeaba los periódicos mientras engullía un sándwich. Buscaba información sobre el asesinato de los iraquíes; sólo halló una mención en un diario local de Seine-Saint-Denis, donde se conjeturaba acerca de la posibilidad de una sobredosis, a pesar de que no se habían encontrado jeringas ni residuos de estupefacientes. Apartó el diario y se limpió las manos para atender el celular. Miró la pantalla: era Zoya. Su voz sonaba tensa.
—¿Estás bien?
—Sí. No te preocupes por mí. Estoy bien. A Masséna le sienta el aire caribeño. Se lo ve más distendido. Te llamo porque Natasha volvió a comunicarse conmigo. Me pidió dinero. La noté nerviosa, casi desesperada.
—¿Cómo le enviarás el dinero?
—Me dio un número de cuenta bancaria.
—Yo me ocuparé. Pásame el número. ¿Lo tienes a mano? —Zoya se lo dictó—. ¿Te pidió una suma en particular?
—No, pero pensaba ser generosa. Como te digo, la noté muy nerviosa. Y, aunque le insistí, no quiso decirme dónde está.
Por la noche, Al-Saud entró en la base por el portón de la calle Maréchal Harispe. Se recluyó con Peter y Alamán en la sala de proyección dispuesto a escuchar sus conclusiones. Repasaron la cinta, observaron las fotografías en la pantalla y analizaron los resultados que arrojaba el software.
—Las medidas coinciden y las formas del cráneo también —informó Peter.
—Tomando como base el perfil del asesino que fotografió Amburgo (que es muy borroso, como puedes ver), el programa desarrolló un rostro tentativo. El hombre sería, más o menos, así.
La potencial cara del asesino se proyectó frente a Eliah, agigantada en la pantalla de la pared. El parecido con el hombre que había irrumpido en el departamento de la calle Toullier resultaba pasmoso.
—Es él —murmuró—. Es el mismo hijo de puta.
—Lo cual no debería sorprendernos —apuntó Alamán—. Quien haya irrumpido en la casa de Matilde es el que contrató a los iraquíes para que la atacaran. Como no quería dejar cabos sueltos, asesinó a quienes podían testificar en su contra.
—Me refiero —habló Al-Saud, sin apartar la vista del diseño realizado por el software— a que es el mismo hijo de puta que intentó secuestrarnos en el 81.
—También escaneamos el identikit que surgió de la descripción de la jefa de enfermeras —prosiguió Alamán, como si desestimara el comentario de su hermano— y lo comparamos con las fotos y la filmación.
—¿Y?
—Hay puntos de coincidencia —admitió Ramsay—, pero nada que nos pueda brindar un resultado definitivo.
—Es el mismo —afirmó Al-Saud—. Los tres son el mismo hijo de puta. —“Y el mismo que atacó a Sabir y a Shiloah el día de la apertura de la convención”.
Durante la cena, el ánimo sombrío de Al-Saud se acentuó cuando sonó el celular de Juana y la llamada era para Matilde.
—Auguste Vanderhoeven, el de Manos Que Curan —anunció Juana, con aire decepcionado ya que había creído que se trataba de Shiloah Moses.
La alegría de Matilde, el modo en que se empeñaba en hablarle en francés y las risitas que le destinaba calentaron la sangre de Al-Saud. Al cortar, Matilde se dirigió a Juana.
—Auguste llamaba para avisarnos que está de paso en París el doctor Rolf Gustafsson, el médico sueco que hace veinte años que vive en Kivu Norte y que es uno de los pocos especialistas en fístula vaginal del mundo.
“Conque lo llama Auguste”, se enfureció Al-Saud. A su juicio, Matilde lucía tan exaltada y contenta como si acabara de enterarse de que había ganado el premio mayor de la lotería.
—¿Trabaja para Manos Que Curan? —se interesó Juana.
—No, no. El doctor Gustafsson está contratado por el gobierno del Congo. ¡Hace veinte años que está allá! —repitió—. Podrá contarnos un montón de cosas.
—¿Quién es Auguste Vanderhoeven? —intervino Al-Saud.
—Vos lo conocés —se apresuró a aclarar Matilde—. Lo viste el día en que fuiste a buscarme a la sede de Manos Que Curan, cuando volviste de viaje. ¿Te acordás?
Al-Saud asintió y bajó la mirada para llevarse un trozo de carne a la boca. Claro que se acordaba del tipo que miraba a Matilde con cara de ganso.
—¿Qué quería? —insistió, sin levantar la vista.
—Quiere que almorcemos mañana con él y con el doctor Gustafsson.
—¿Y pensás ir, Matilde? —Lo preguntó con deliberada lentitud, enfatizando el “Matilde”, en tanto la horadaba con sus ojos. Juana lo pateó bajo la mesa.
—Sí, pienso ir —contestó, turbada y medrosa, y se levantó para ayudar a Leila a servir el postre.
—¿Qué bicho te picó? —se enojó Juana cuando Matilde entró en la cocina—. ¿Por qué le hablás así, con ese tonito?
—No quiero que vaya a almorzar con ese tipo. Está caliente con ella.
—¿Y?
—¿Y? —se escandalizó él—. No quiero que nadie se caliente con mi mujer.
—¡Ah, mi querido! —se impacientó Juana—. Entonces, si no querés que nadie se caliente con tu mujer, elegí una con cara de cucaracha y no con cara de modelo de la revista Vogue. ¡Dios mío, Eliah! Sos un hombre de mundo, ¿cómo podés ponerte así porque un compañero de Manos Que Curan la invita a un almuerzo de trabajo?
—¡Porque soy un hombre de mundo es que conozco las intenciones de mis congéneres!
—Que Matilde esté loquita por vos y que sólo tenga ojos para vos no forma parte de este análisis, ¿no? Y que seas el único hombre al que se ha entregado, ¿tampoco?
—Ella es inocente y demasiado humilde para darse cuenta de lo que provoca en los hombres.
—Ella es inocente, estoy de acuerdo con eso, y humilde también, pero no es tarada. Papurri —dijo, y suavizó el ceño y el acento—, no te conviertas en otro Roy que la celaba y la ahogaba. Mat valora su libertad porque le costó conseguirla. Si te volvés en su contra, la vas a perder. La conozco, Eliah, la conozco como nadie. Parece débil y tierna, pero es una leona cuando lucha por lo que cree justo. Y vos, al tratarla como una tonta y al desconfiar de ella, cometés una injusticia.
Más tarde, mientras practicaba estilo mariposa, Al-Saud entrevió a través de la cortina de agua que le bañaba los ojos la pequeña figura de Matilde en el extremo de la piscina, cubierta con la bata blanca del George V. No dio la voltereta al tocar la pared sino que descansó las manos en el filo de la piscina y apoyó el mentón sobre ellas. Se miraron largamente. Al-Saud nadó hasta la escalerilla y salió. Más que enojarse, a Matilde la sorprendía darse cuenta de su debilidad; el enfado por la escena durante la comida se diluía con sólo echar una ojeada a ese cuerpo perfecto, oscuro y brillante de agua. El traje de baño, diminuto y ajustado, como el que usan los nadadores profesionales, le marcaba el miembro y los testículos, y esa visión le provocaba un cosquilleo entre las piernas. Recogió la bata de Al-Saud y una toalla del sillón de rota y se las pasó. Él la miraba con dureza en tanto se secaba, y ella sólo pensaba en hacer el amor. ¿Para qué discutir acerca de Auguste Vanderhoeven? No tenía sentido. Se acercó y le sonrió.
—Esta mañana me llamó tu mamá. —Eliah se limitó a levantar las cejas y ejecutar una mueca indiferente—. Me pidió que la acompañase el viernes a visitar la Capilla de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. Me dijo que vos le cont…
—¿Te viste con Vanderhoeven mientras yo estuve de viaje?
—¿Qué? ¡No! ¿Acaso La Diana y Sándor no te lo habrían informado? —lo increpó, con sarcasmo.
—Tal vez te ganaste el favor de ellos y me ocultan cosas. Tenés un modito muy especial para lograr que los demás se rindan a tus pies.
Matilde giró para abandonar la sala de la piscina. Un tirón la puso en brazos de Al-Saud, que le clavó los dedos en las costillas de la espalda.
—Dejame ir, Eliah. Me estás haciendo mal.
—¿Por qué tanto entusiasmo por el simple llamado de ese ganso?
Matilde lo contempló directo a los ojos de pestañas aglutinadas por el agua. Después se dio cuenta de que él estaba sufriendo lo mismo que ella durante su semana de ausencia y silencio, cuando se atormentaba al imaginarlo en brazos de otra, en la cama con otra.
—El entusiasmo —se avino a explicar— se debe a que estoy muy interesada por aprender a reparar las fístulas vaginales, una práctica que no existe en mi país, pero que es común en el África. Pocos médicos en el mundo conocen este tema, y pocos saben cómo reparar las fístulas, que es una cirugía muy peculiar. Eso es todo. Poder conversar con uno de los pioneros en el mundo en materia de cirugía de fístula vaginal me entusiasmó, como me entusiasma todo lo que se relaciona con mi carrera. ¿Te acostaste con otra mujer durante la semana en que estuviste de viaje? —Como Al-Saud se quedó mirándola con expresión lastimosa, Matilde siguió—: Porque es lo que sospeché todo el tiempo en que estuviste lejos de mí. Pensé que ésa era la razón por la cual no me llamabas, porque estabas con otra.
—¡No! —se pasmó Al-Saud—. ¿Cómo pudiste pensar que estaba con otra?
—¿Cómo pudiste pensar que me entusiasma Vanderhoeven? ¿Te viste con alguna mujer? No sé, para almorzar o para cenar, lo cual sería peor.
—Cené con una vieja amiga.
—¿No pasó nada entre ustedes? —A Matilde comenzaba a asquearla el papel de esposa histérica; pese a todo, no conseguía reprimir la ira y el despecho, brotaban sin contención—. ¿Nada de nada? ¿Ni siquiera un beso?
—Nada de nada —mintió.
—¿Cómo se llama esa vieja amiga?
—Estás celosa —pronunció Al-Saud, con una media sonrisa, cuya petulancia irritó a Matilde.
—Simplemente soy curiosa. ¿Cómo se llama?
—Madame Gulemale.
—¡Qué excéntrico nombre! Madame Gulemale.
—Estás celosa —repitió él— y me encanta. —La besó con ardor en el cuello y la sostuvo pegada a él a pesar de los intentos de Matilde por apartarse—. Quedate quieta.
—No. Soltame. Estoy enojada con vos. ¡Estás mojándome, Eliah!
—¿Para qué viniste a buscarme? ¿Para esto? —le preguntó, y la obligó a apoyar la mano sobre su bulto; sabía dónde apretar para mantenérsela abierta. Matilde comprobó la tensión y la tibieza bajo la humedad del traje del baño.
—Qué caballeroso —le reprochó, e intentó quitar la mano. Al-Saud la retuvo y la usó para sobarse—. No vine para nada de eso. Sólo para contarte que tu mamá me invitó a ir a la Capilla de la Medalla Milagrosa. Pero veo que estás de mal humor.
—Tengo ganas de matar al tal Vanderhoeven.
—¡Ja! —rabió Matilde, y, pese a saber que no se desharía de la sujeción de Al-Saud, siguió luchando—. No creas que pensar en Madame Gulemale me causa mayor dicha, ¿eh?
—Estoy muy caliente. —Al pegarle los brazos como bandas al cuerpo, la redujo. Matilde permaneció quieta y agitada con la mejilla en el torso de Al-Saud—. No quiero que estemos enojados. Perdoname, mi amor. No desconfío de vos sino de los demás. Siento que me hierve la sangre cuando veo que otro te desea.
—A mí me pasa lo mismo —admitió ella—. Cuando te vi con Celia la noche de…
Al-Saud la acalló con un siseo.
—No sigamos discutiendo, Matilde. Tuve un día pesado.
—Yo tampoco quiero discutir. ¿Muy pesado fue tu día? —Al-Saud asintió—. Pobre amor mío. Algo tendremos que hacer para compensarte por las penurias de la jornada. ¿Qué tal esto? —dijo, y enganchó los pulgares en el elástico del traje de baño y lo arrastró hasta quitárselo por completo. Se despojó de la bata, bajo la cual no llevaba nada, deslizó su cuerpo desnudo por el de él hasta ponerse de rodillas y lo tomó en su boca.
Juana, que ejercitaba en el gimnasio, oyó el clamor ronco y desvergonzado de Al-Saud, y una sonrisa le despuntó en las comisuras.
Alrededor de las cinco de la tarde del miércoles 25 de febrero, la secretaria de Ariel Bergman entró en su despacho con los periódicos vespertinos más importantes de Ámsterdam y los depositó sobre una mesa de reuniones donde a su jefe le gustaba abrirlos y hojearlos.
—Gracias, Rutke —dijo, sin levantar la vista de la pantalla de su computadora.
—Señor Bergman. —La entonación en la voz de su secretaria lo impulsó a mirarla—. Es preciso que vea el NRC Handelsblad.
Ariel Bergman se puso de pie y Rutke le extendió el diario. El titular rezaba: La fábrica de armas químicas de Israel. El copete ampliaba: El descubrimiento realizado por este vespertino echaría nueva luz sobre las secuelas del desastre de Bijlmer. Bergman contempló la fotografía que ocupaba media portada; se trataba de un laboratorio. Buscó el nombre del autor del artículo: Ruud Kok.
—Maldito hijo de puta —masculló. Se acordaba de Kok, el periodista que había terminado por convertirse en un problema durante los meses posteriores al accidente del vuelo 2681 de El Al—. Maldito hijo de puta —masculló de nuevo, y esta vez no insultaba a Kok sino al cerebro de esa movida magistral: Eliah Al-Saud. En ese instante comprendía el significado del mensaje que les había enviado a través del kidon que lo interceptó en el bar del Summerland, en Beirut. “Dile a tu memuneh que esté atento a las noticias de la semana que viene. Dile también que me pondré en contacto con él”.
Rutke salió a la corrida para atender el teléfono que sonaba en su escritorio. Le pasó la llamada a Bergman. Se trataba del sayan que trabajaba en el NRC Handelsblad.
—¡Qué mierda significa este titular! —explotó Bergman.
—¡No lo sé! Acabo de verlo, por eso lo llamo. Es evidente que se trabajó con absoluta discreción y que no se filtró una palabra. Nadie acá sabía nada. Lo siento.
Bergman cortó con un golpe y se echó en su butaca. Se sujetó la cabeza con las manos y apretó los ojos. Necesitaba calmarse para reordenar las ideas y para decidir los próximos pasos. A regañadientes, discó el teléfono privado del director del Mossad y lo puso al tanto de la novedad. El hombre, usualmente calmo, aun afable, prorrumpió en exabruptos. Tanto Bergman como la máxima autoridad del servicio secreto estaban jugándose el puesto.
La cosa empeoró al día siguiente, el jueves 26 de febrero, cuando la noticia apareció en dos periódicos israelíes de gran prestigio, Ha’aretz y El Independiente, cuyo propietario, Shiloah Moses, el hijo menor del sionista a ultranza Gérard Moses, aprovechó la coyuntura y encarnizó su discurso para atacar al gobierno y al Mossad. Por esos días, las mediciones lo daban como ganador en las próximas elecciones.
Ariel Bergman voló de urgencia a Tel Aviv-Yafo para reunirse con su jefe.
—Es imperativo saber qué se trae entre manos Al-Saud —dijo el director del Mossad—. ¿Qué sabemos de él?
Ariel Bergman se armó de paciencia y le resumió los informes que había redactado cada semana; resultaba evidente que el memuneh no los había leído; no lo culpaba, la cantidad de información que se apilaba sobre su escritorio resultaba abrumadora.
—Ahora sabemos que actúa en nombre de las dos aseguradoras más perjudicadas en el asunto del Bijlmer. Empezamos a seguirlo semanas atrás, cuando regresó de un viaje a Buenos Aires en el cual estuvo averiguando acerca de Química Blahetter. En aquel momento no parecía un asunto de importancia. Fue preciso retirar a los katsas que los seguían, a él y a sus socios. Los tres son excelentes profesionales y los eludían. Por un golpe de suerte, conseguimos infiltrar un sayan en su empresa, Mercure S. A., que nos brindó información valiosa. La última, sin embargo, era parte de una emboscada que Al-Saud y sus hombres nos tendieron. Esto fue la semana pasada.
—¿Nuestro sayan quedó al descubierto, entonces?
—No lo sabemos con certeza. —Aguardó un nuevo comentario de su jefe; como no llegó, siguió desarrollando su informe—: El día de la emboscada, Al-Saud nos mandó un mensaje con uno de los nuestros. Nos dijo que estuviéramos atentos a las noticias y que él se pondría en contacto con usted.
—No esperaremos a que actúe. Es preciso detenerlo. Ahora. El primer ministro está rabioso y lo único que hace es levantar el teléfono para insultarme.
Vladimir Chevrikov abrió la puerta de su departamento y le franqueó el paso a Al-Saud. Sirvió café para los dos, aunque en la taza de él vertió una medida de vodka.
—Aún no tengo información de relevancia del sujeto que me pediste, Aldo Martínez Olazábal. Por lo que pude averiguar, estuvo preso después de la quiebra fraudulenta de su banco en Argentina.
—Eso ya lo sabía. Lo que me interesa saber es a qué se dedica ahora.
—La huella parece morir en prisión —admitió Chevrikov.
—Me pondré en contacto con mi enlace en los servicios secretos argentinos. Quizá pueda decirme algo sobre él. Ahora necesito pedirte otro favor.
—A tus órdenes, como siempre.
—Le pedirás a Vincent Pellon que programe una cita con el jefe del Mossad en Europa.
Aunque vivía en una mansión en el barrio de Mayfair, en Londres, Vincent Pellon era checoslovaco. En realidad, se llamaba Václav Pavezkinsky; de su verdadero nombre sólo quedaban las iniciales. Las peripecias que atravesó para escapar de las garras del nazismo, que liquidó a sus padres y a sus hermanos mayores, eran dignas de una novela o de una película. Había llegado al puerto de Dover, en Inglaterra, mal vestido, sucio y muerto de hambre. Cuarenta años más tarde, era uno de los hombres poderosos del Reino Unido, dueño de un canal de televisión, de varias radiodifusoras y de dos periódicos. Poseedor de una personalidad expansiva y jactanciosa, no ocultaba su origen judío ni sus estrechos lazos con el sionismo. Consideraba a Israel un segundo hogar y donaba grandes sumas de dinero para su desarrollo. Su compromiso, sin embargo, superaba el simple donativo para un kibutz y alcanzaba los estamentos más altos; era el sayan más valioso del Mossad en Gran Bretaña. A pesar de su poderío e influencia, Pellon poseía un lado flaco: sus negocios habían comenzado a declinar. Al principio se trató de un descenso de la rentabilidad debido a un mal negocio con la compra de una empresa de software, que fue acentuándose en los ejercicios sucesivos hasta convertirse en un quebranto flagrante. Los bancos de la City en Londres ya no consideraban al Grupo Pellon como una apuesta segura, y sus inversionistas de Israel empezaban a presionarlo para que les devolviera los capitales. En un acto desesperado, Pellon desvió los fondos de pensión de sus miles de empleados para cubrir los requerimientos. De esa maniobra fraudulenta, Chevrikov contaba con documentación probatoria, la que le había proporcionado un exempleado del Departamento de Auditoría del Grupo Pellon, sin mencionar los videos de Vincent Pellon con Zoya, a quien visitaba en su viaje mensual a París.
—No será problema —dijo Chevrikov—. Dudo que se niegue. ¿Para cuándo quieres que arregle el encuentro?
—Para la semana que viene. Sé que estoy dándote poco tiempo, pero así están las cosas. Además, los del Mossad están esperando mi invitación. —Chevrikov sonrió con sarcasmo—. Insiste en que sea el jefe del Mossad en Europa. No quiero ningún funcionario de segunda.
—¿Lo conoces?
—No, pero a Michael le dijeron que es un tipo sensato e inteligente. La reunión se hará acá, en París. Cuando me confirmes que acepta entrevistarse con nosotros, le indicaré cómo y dónde se realizará el encuentro.
—¿Si no acepta?
—Lo hará.
Había esperado el encuentro con Francesca Al-Saud sin disimular la ansiedad; incluso le había preparado un frasco con dulce de leche. Quería ganarse su cariño, no podía negarlo, aunque prefería no indagar en las motivaciones cuando en pocas semanas partiría al Congo y todo habría terminado. Porque durante el almuerzo con el doctor Rolf Gustafsson, Auguste Vanderhoeven había mencionado la posibilidad de adelantar el inicio del proyecto debido a que la situación de los refugiados en la zona de las Kivu empeoraba con el paso de las horas. Matilde no le mencionó esa contingencia a Eliah, como tampoco le detalló los pormenores del almuerzo, que estuvo muy animado, pues si bien Gustafsson era un hombre peculiar, más bien circunspecto, se sintió atraído por el entusiasmo de Matilde y la gracia de Juana, y casi al final, estimulado por el vino, terminó riendo a carcajadas. Se despidieron con la promesa de reencontrarse en Bukavu, la capital de la provincia de Kivu Sur.
Matilde se hallaba tironeada por pensamientos contradictorios. Por un lado, ansiaba viajar al África y ponerse al servicio de los más débiles; por el otro, anhelaba permanecer en París, en la casa de la Avenida Elisée Reclus, para siempre; la consideraba como propia, como nunca había considerado al Palacio Martínez Olazábal ni al departamento de Roy, a pesar de que sólo llevaban poco más de quince días como huéspedes de Eliah. El sentimiento que experimentaba por él le resultaba tan profundo que, desde su llegada a París, vivía en un estado de alegría y expectación permanente; se sentía hermosa, deseada y vital. En menos de dos meses y con la ayuda de Al-Saud, había roto la corteza que la mantenía prisionera, para salir al mundo y entregarse a él, que le había devuelto la dignidad. A veces se quedaba quieta y con la vista perdida, meditando acerca de la Matilde de antes y en la revolución que habían operado en su espíritu ese viaje y ese hombre.
Acordaron que Francesca pasaría a buscarlas por el consultorio del psiquiatra de Leila, en la calle Lecourbe, a las once de la mañana, luego de la consulta en la cual Matilde acompañaría por primera vez a la muchacha bosnia.
El doctor Brieger no ocultó la sorpresa ante el relato que la doctora Martínez le contaba en un francés aceptable y de buena entonación. Advirtió que Leila la tomaba de la mano y que la contemplaba con expresión devota. Su paciente había establecido un vínculo peculiar con esa médica argentina, a la cual le había confiado su corazón hecho trizas. Por qué había elegido a una extraña y no a sus hermanos o al señor Al-Saud quedaría en el plano de lo inexplicable que demostraba una vez más la complejidad del cerebro y del alma humanos. Brieger desvió la mirada hacia Leila y le preguntó:
—La señorita Matilde afirma que le has hablado. ¿Es verdad? —Leila asintió—. ¿Y qué le has dicho? —La joven se limitó a contemplarlo con mirada beatífica—. ¿Sólo hablarás con ella? —Leila sacudió los hombros, en un ademán infantil—. ¿Y qué hay de Sándor y de Diana? A ellos les gustaría hablar contigo.
—No es Diana. Es Mariyana —pronunció Leila, con la voz medio ronca y quebrada de quien acaba de dormir varias horas.
Sándor y La Diana, de pie tras Matilde y Leila, sufrieron un momento de turbación, lo mismo que Brieger. Éste, que conocía la historia de los hermanos Huseinovic, no precisó de explicaciones. Juzgó interesante que Leila se dirigiera a él por primera vez para apuntar al trauma de La Diana, que no soportaba la mención de su verdadero nombre. Por más que insistió, Brieger no consiguió arrancarle otra palabra. Leila salió del consultorio y se unió a Juana en la recepción.
—Me atrevo a afirmar que el proceso de recuperación de Leila ha comenzado. —Matilde, aún de espaldas a los Huseinovic, oyó el sollozo ahogado de La Diana y se conmovió—. No será rápido ni fácil, pero seguirá su curso. Poco a poco iré disminuyendo la dosis del somnífero que la ayuda a dormir. Veremos cómo reacciona. La presencia de la doctora Martínez ha sido en extremo benéfica para Leila, y su amistad la ayudará a volver a ser ella misma.
—Doctor Brieger, en unas semanas me iré de París —comentó Matilde, y la asoló la culpa.
—¿Y cuándo regresará?
No se atrevía a pronunciar la palabra “nunca” frente a los hermanos Huseinovic; optó por una respuesta ambigua.
—No sabría decir. Estaré lejos varios meses.
—¿Leila lo sabe?
—No.
—Hay que decírselo. Es importante prepararla.
Sándor y La Diana le permitieron salir del edificio del doctor Brieger al avistar el Rolls-Royce Silver Shadow de color amarillo de la señora Francesca, y la escoltaron hasta la parte trasera. Leila se encaprichó con que iría con Matilde y se aferraba a ella de manera tenaz. No lograron convencerla de que viajara en el automóvil que conduciría Sándor y que seguiría al Rolls-Royce.
—¡Uf! —simuló fastidiarse Yasmín—. Yo iré con Sándor y La Diana. —Descendió del automóvil de su madre y caminó a grandes zancadas seguida de cerca por los hermanos Huseinovic.
Sándor le abrió la puerta trasera, con la vista baja, como siempre había hecho mientras trabajaba a su servicio. Antes de entrar en el vehículo, Yasmín le preguntó:
—¿Cómo has estado, Sándor?
—Muy bien, señorita —fue su respuesta, siempre con la vista al suelo y una mano en la espalda—. Gracias por preguntar.
—¿Así que muy bien? Supongo que es más grato custodiar a Matilde que a mí.
Sándor levantó la vista y la contempló con el entrecejo apretado, como si no hubiese comprendido la declaración. Yasmín separó los labios lentamente ante la belleza de esos ojos celestes enmarcados por cejas tupidas y oscuras; pocas veces había obtenido una visión tan directa de su rostro.
—No —fue la respuesta de Sándor, expresada en un tono seco, cortante, casi ofensivo—. Suba de una vez. Está exponiéndose.
Yasmín se acomodó detrás del acompañante. Los hermanos Huseinovic ocuparon sus sitios, y el automóvil se puso en marcha a la zaga del Rolls-Royce. Nadie hablaba. Cuando se atrevía, Yasmín observaba el reflejo de Sándor en el espejo retrovisor, y, en una oportunidad en que sus miradas se encontraron, ella le sonrió con timidez. Sándor no le retribuyó el gesto y, pasados unos segundos, volvió la vista hacia delante. En el habitáculo del Rolls-Royce palpitaba un espíritu diferente, y salvo los semblantes serios del conductor y del acompañante, dos hombres trajeados, con cables en espiral que nacían en sus oídos derechos y morían bajo los cuellos de sus sacos, los del resto se iluminaban con sonrisas. Matilde y Juana cruzaron una mirada de complacencia al advertir que Francesca se había protegido la garganta con el pañuelo Emilio Pucci que le habían regalado para el cumpleaños; quedaba muy bien en contraste con el tapado de cachemira blanca.
Francesca desplegaba la simpatía de costumbre y se mostró interesada en los avances de Leila; la felicitó como si hubiese pasado un examen. Después contó la historia de la religiosa Catherine Labouré, a quien la Virgen María le pidió que hiciera acuñar la famosa medalla. Matilde no conocía la historia a pesar de haber llevado la Medalla Milagrosa por más de diez años.
A la capilla se accedía por el convento de la Compañía de las Hijas de la Caridad, ubicado en la calle du Bac, en el número 140. La fachada del edificio decía poco. Había un grupo nutrido de gente en la vereda, y los guardaespaldas de la señora Francesca les abrieron camino. Sándor y La Diana se pegaron a ellos. Matilde echó un vistazo a Yasmín y le descubrió una expresión angustiada.
—No será necesario que nos acompañen dentro —indicó Francesca a los custodios.
—Señora —objetó Sándor—, si su hijo Eliah supiera que nos hemos despegado de la señorita Matilde aunque sea cinco minutos, La Diana y yo estaríamos en problemas.
Francesca sonrió a Matilde, en tanto Yasmín admiraba a Sándor, a la resolución y a la educación con las que se había dirigido a su madre en un idioma que no era el propio y que, si bien pronunciaba mal, manejaba con fluidez; la fascinaba su voz rasposa y grave, y se lo imaginó susurrándole en bosnio. Sintió celos por la fiereza que había desplegado en la protección de la mujer de Eliah y se amargó de nuevo.
Los guardaespaldas de Francesca quedaron junto a los automóviles, mientras los Huseinovic custodiaban la partida de cinco mujeres, que traspusieron las puertas del convento. A pesar de hallarse en el centro de París, el lugar se silenció como por encanto. Se oía el rumor del viento frío y de los pájaros. La gente se movía en silencio y con actitud recogida. Francesca las guió por un solado hasta la capilla y, en voz baja, les describió los detalles de los frescos, del tabernáculo y demás. Matilde subió los cuatro escalones de mármol que conducían al altar y permaneció quieta, con el rostro elevado hacia la estatua de María. No rezaba sino que meditaba acerca de los acontecimientos de las últimas semanas, las más vertiginosas y cruciales de su vida. Al final, pidió por el alma de Roy y por la resignación de los Blahetter. A su lado se encontraba Leila, que también parecía rezar. ¿Sería cristiana o musulmana? Eliah le había explicado que los Huseinovic provenían de una región de Bosnia poblada por islámicos. La duda se resolvió al ver la agilidad con que se hacía la señal de la cruz. Leila se movió hacia la pequeña capilla donde descansaba el cuerpo incorrupto de Santa Catherine. Francesca se aproximó a Matilde y le susurró:
—Iremos a la oficina donde entregan medallas y rosarios y después los haremos bendecir. ¿Venís?
—Me quedo aquí, rezando un poco más.
Juana, Francesca y Yasmín abandonaron la capilla seguidas por Sándor, en tanto La Diana custodiaba a Matilde desde el umbral, como si se negase a entrar, con las piernas separadas, las manos juntas delante y el mentón ligeramente elevado, en una actitud masculina y pendenciera, como en abierto desafío a la Virgen.
La capilla parecía haberse vaciado de pronto, había pocas personas, por lo que Matilde se atrevió a deslizarse tras el tabernáculo para acceder al ábside de la capilla; siempre había experimentado fascinación por los ábsides, y recordó cuando se soltaba de la mano de su abuela Celia y se escabullía a la parte posterior del altar de los Capuchinos.
Alguien la sujetó por la cintura, y Matilde sonrió al creer que se trataba de Eliah, que se presentaba en la calle du Bac para darle una sorpresa. Se dio vuelta en el abrazo, y su sonrisa se desvaneció; frente a ella no estaba Eliah. Se trató de una cuestión instintiva, como la de los animales: simplemente, al unir su mirada con la de ese hombre, supo que contemplaba la maldad en estado puro. El pánico se esparció por su torrente sanguíneo, comprometiendo cada parte de su cuerpo; el primer efecto que experimentó fue un enfriamiento y una tirantez en los labios. De modo inexplicable, no gritaba mientras forcejeaba en los brazos de ese gigante. Se quedó paralizada ante el gesto macabro de su atacante, que retiró los labios y le mostró los dientes en una sonrisa carente de humanidad. Acto seguido, le propinó un cachetazo de revés, y Matilde se desarmó como una muñeca de trapo. “Pesa lo que una pluma”, pensó Udo, mientras la acomodaba para acarrearla por una puerta lateral que había descubierto en el ala izquierda de la capilla.
Una puntada seguida de un sonido crujiente lo detuvo, y, en un acto reflejo, soltó a su víctima para llevarse la mano a la parte posterior de la cabeza. Tenía sangre en los dedos. Giró y se topó con una mujer, que aún sostenía en alto el candelabro con el que lo había golpeado.
—¡Mariyana! ¡Mariyana!
La Diana corrió en dirección de los gritos, y después apareció Sándor, que regresaba a la capilla escoltando a las tres mujeres. Juana, Francesca y Yasmín no comprendían el motivo de los alaridos y de las corridas y preguntaban: “¿Qué pasa? ¿Dónde está Matilde?”. Se precipitaron hacia el altar y se detuvieron en seco al ver a La Diana peleando con un hombre tras el tabernáculo. Sándor arrastraba a Matilde por el lado opuesto al de la pelea. Francesca dio media vuelta y huyó de la capilla.
La chica era buena, admitió Udo. Al-Saud le había enseñado bien. Sabía cómo usar esas piernas largas y delgadas para asestarle golpes, y también manejaba con habilidad la técnica para desviar los ataques que él le lanzaba. Sin embargo, en un instante en que se puso a su alcance y se desprotegió la cara, Jürkens le descargó el puño sobre la mandíbula y la dejó inconsciente. La mujer de Al-Saud ya no estaba. Salió tras el tabernáculo y se dio cuenta de que el escándalo atraía a más gente. Decidió batirse en retirada al ver a los guardaespaldas que conducían el RollsRoyce amarillo entrar en la capilla seguidos por la madre de Al-Saud. Como la puerta lateral ya no representaba una opción —por ahí avanzaban los custodios—, se encaminó hacia la derecha para mezclarse con la gente y evadirse por el acceso principal.
Sándor terminaba de recostar a Matilde sobre el primer banco cuando se percató de que el atacante se evadía por el ala derecha. Saltó por encima del respaldo, brincó entre los bancos y se lanzó sobre el hombre. Cayeron pesadamente y se enzarzaron en una pelea. Yasmín observaba la escena incapaz de superar el estupor que la encadenaba al suelo. Quería gritar, y los alaridos se le acumulaban en el pecho provocándole una agitación que la ahogaba. Por fin, soltó un clamor que pareció estremecer las paredes de la capilla al ver que el atacante apuntaba su pistola y disparaba al corazón de Sándor.
La multitud rompió en alaridos y se desbandó. El desconcierto brindó unos segundos a Jürkens para trepar por la estatua de San Vincent de Paul y, con una habilidad que se contraponía a la solidez de su cuerpo, aferrarse a la reja de la baranda del balcón interno. Quedó expuesto, ahí colgado, y uno de los guardaespaldas de Francesca le disparó y lo hirió en la parte posterior del muslo derecho. Jürkens se mordió el labio para superar el dolor, mientras más disparos caían en torno a él. Con un esfuerzo titánico, levantó el cuerpo y cayó dentro del balcón. Descargó tres balas contra el vitral y terminó de abrirse paso rompiendo el vidrio con la culata de su Colt M1911. Se cortó los brazos y se rasgó la tela del pantalón con los restos de cristal que, como estalactitas, emergían del marco de hierro. No obstante, siguió avanzando hasta terminar en el techo del convento y huir.
Yasmín cayó de rodillas junto a Sándor. El pánico le impedía pensar, no sabía cómo proceder, las manos le temblaban, las lágrimas la cegaban. Se apartó con presteza al ver a Matilde que, a pesar del golpe recibido, se inclinaba sobre Sándor con una actitud serena y profesional. Le acomodó la cabeza hacia atrás con movimientos delicados y le separó los párpados para comprobar el reflejo de las pupilas. Yasmín se dio cuenta de que Matilde lo llamaba por su nombre y de que lo instaba a despertarse, no porque la escuchase —un zumbido la ensordecía— sino porque le leía los labios. Matilde intentó reanimarlo con suaves bofetadas y pellizcándole el dorso de la mano. Tampoco escuchó lo que murmuraron con Juana, que se ocupaba de abrir la camisa de Sándor. Entonces, vio el chaleco antibala, y una tenue luz de esperanza la hizo sonreír.
—¡No está respirando! —se alarmó Juana—. El pulso es muy débil.
Con la colaboración de los guardaespaldas de Francesca, le quitaron el chaleco. La bala había provocado un trauma a la altura del corazón, y el hematoma se extendía por el pecho y le teñía de rojo incluso la carne del hombro.
—¡El impacto fue terrible! —expresó Matilde.
—¿Con qué mierda le disparó? —se preguntó uno de los guardaespaldas, que, junto con su compañero, estudiaba la huella del proyectil sobre el chaleco.
—Creo que tenía una Colt calibre cuarenta y cinco —contestó el otro.
—¡Con razón! Una Colt calibre cuarenta y cinco y de tan cerca…
—De todos modos —insistió el guardaespaldas—, el daño en el chaleco es desmedido. ¿Qué tipo de bala será?
—¡No tiene pulso! —gritó Juana—. ¡Entró en paro!
—¡Dios mío, por favor, no! ¡Dios mío, no! —clamaba Yasmín, sofocada por el llanto, y buscó los brazos de su madre para llorar.
—¡Juana, insuflalo! ¡Yo le hago el masaje!
Juana tapó la nariz de Sándor y le proporcionó oxígeno dos veces directamente en la boca. Matilde ya estaba pronta, con el esternón individualizado y los brazos y los talones de las manos en la posición correcta. Le practicó cinco presiones. Juana lo insufló de nuevo. Otra vez, cinco presiones y una insuflación, y entre una técnica y la otra, Juana se ocupaba de comprobar si la circulación sanguínea se reanudaba.
—¡Ya le siento el pulso!
—¡Gracias, Dios mío! —sollozó Yasmín.
—Continuá insuflándolo —le indicó Matilde—. Yo me ocupo del pulso. Es bajo —susurró segundos después—, cuarenta pulsaciones.
El gentío que los rodeaba se apartó para despejar el camino de los paramédicos, que enseguida comprobaron que el paciente respiraba por sus propios medios. Matilde y Juana se expresaron bastante bien para ponerlos al tanto de la situación, y como Matilde se presentó como médica e insistió, le permitieron viajar con Sándor en la ambulancia.
Thérèse le pasó a Eliah una llamada de su madre. Segundos más tarde, intercambió una mirada con Victoire al oírlo levantar la voz. No entendían lo que vociferaba porque hablaba en castellano. Al-Saud salió de su oficina con la campera de cuero a medio poner y las llaves del automóvil sujetas por la boca. Pasó como una ráfaga; no ofreció explicaciones ni ellas se atrevieron a pedírselas.
Al-Saud tenía la impresión de que el ascensor del George V tardaba más de lo usual en llegar al subsuelo donde estacionaba el Aston Martin. En la calle, pasó los semáforos en rojo y esquivó los automóviles como si participara en una carrera. Llegó al Hôtel-Dieu, el hospital de urgencias para adultos más cercano a la calle du Bac, en siete minutos. Subió al segundo piso salteando los escalones de tres en tres y avanzó por el corredor buscando frenéticamente el rostro de Matilde.
Yasmín, de pie frente a la máquina de café, lo vio venir y lo interceptó. Se abrazó a él.
—¡Fue horrible! Ese hombre atacó a Matilde. Ella dice que la sorprendió por detrás, que trató de aferrarla. Sándor intervino y le disparó a quemarropa. ¡Creí que había muerto!
—Déjame ir con Matilde —se desesperó Al-Saud, y trató de apartar a Yasmín—. ¡Déjame, Yasmín!
—¡Eliah, espera un momento! ¡Escúchame! ¡El hombre era él!
—¿Quién? ¡No te entiendo, Yasmín! ¡Déjame pasar!
Yasmín le aferró el rostro con las manos y lo obligó a mirarla.
—El hombre que quería a Matilde era el mismo que intentó secuestrarnos en el 81.
Si Yasmín lo hubiese golpeado con un ladrillo no le habría causado la conmoción que le produjo su afirmación.
—No, Dios mío —masculló—. ¿Estás segura?
—Jamás olvidaré esa cara, Eliah. Era él. Lo supe apenas lo vi. Prácticamente no ha cambiado, el muy hijo de puta. No se lo he mencionado a mamá.
Yasmín se hizo a un lado, y Eliah devoró la distancia que lo separaba de Matilde. Ella lo vio acercarse, se puso de pie y corrió hacia él. Francesca atestiguó el momento en que Matilde desaparecía entre los brazos y bajo la campera de su hijo. Se quedó contemplando la escena, impresionada por la energía del abrazo de Eliah, por la elocuencia de su gesto de ojos cerrados, por el ardor de los besos que le prodigó en la cabeza. Se separaron, y Eliah sacó el pañuelo para secar las lágrimas de Matilde. A pesar de haberlo parido y de conocerlo como nadie, para Francesca, ese Eliah se revelaba como una nueva persona.
—Creí que eras vos —sollozó Matilde, y Al-Saud la condujo de nuevo a los sillones de la sala de espera—. Me agarró por detrás, me rodeó la cintura, y yo pensé que eras vos, que venías para darme una sorpresa.
—Mon Dieu —se quebró Al-Saud, y le pasó el dorso del índice por el moretón que le coloreaba el pómulo izquierdo de azul y de violeta—. Fils de pute. Voy a matar a ese malparido.
—No es nada —lo tranquilizó ella—. Ya me revisaron y no tengo fractura ni fisura. Sólo el moretón.
Yasmín se aproximó y le alcanzó un vaso de telgopor con chocolate caliente.
—Vamos, tomá un poco —la urgió Al-Saud—. El azúcar del chocolate te va a hacer bien.
La Diana, que ya había recibido unas puntadas en el labio partido, se aproximó para completar el relato.
—Cuando Leila vio que el tipo quería llevarse a Matilde, le dio un golpe en la cabeza con un candelabro y me llamó a gritos.
—¿Tú dónde estabas? —se molestó Al-Saud.
—En la puerta de la capilla, pero no veía a Matilde porque ella se había metido detrás del altar. Ahí fue donde el tipo la interceptó.
—¿Y vos no viste que el tipo se metía en el mismo sitio donde ella estaba?
—No —admitió La Diana, y bajó la vista.
—¡Mierda, Diana! ¡Mierda y mil veces mierda!
—Eliah, por favor —terció Matilde, y le apretó la mano.
—Lo siento, Eliah.
—¿Dónde estaba Sándor?
—Él había salido de la capilla para proteger a tu madre y a la señorita Yasmín.
—Y ustedes —se dirigió a los guardaespaldas de su madre—, ¿qué carajo hacían? ¿Escuchaban misa?
—Yo les dije que esperaran fuera —intervino Francesca, y sostuvo la mirada rabiosa de su hijo hasta que éste la apartó.
Al-Saud se puso de pie cuando Olivier Dussollier se presentó en la sala de espera. Francesca advirtió que no despegaba los dedos del hombro de Matilde, como si temiera que se la robasen en tanto él se distraía conversando con el inspector de policía.
Kamal y sus hijos mayores se presentaron en el Hôtel-Dieu apenas Francesca se decidió a llamarlos. Kamal la abrazó con un fervor similar al empleado por su tercer hijo para contener a Matilde. André, el novio de Yasmín, llegó momentos después y la cobijó y la besó. Matilde observó que Yasmín apenas lo tocaba y que no ocultaba el fastidio que le causaban sus muestras de devoción.
—Basta, André. No me aprietes, vas a ahogarme. Estoy bien. Yo estoy bien. El que está muy grave es Sándor.
—¿No quieres que vayamos a mi casa? Allí podrás darte un baño…
—¿No has escuchado? Sándor está muy grave. No me iré hasta que el médico diga que está fuera de peligro.
Eliah hablaba con Dussollier en un aparte y observaban el chaleco antibala que uno de los guardaespaldas de Francesca había ido a buscar al baúl del Rolls-Royce.
—Tendré que incautarlo como prueba. —Al-Saud asintió—. No es un chaleco común y corriente, como los que usan los agentes de policía.
—No. Es como los que usan los soldados en la guerra.
—¿Es de Kevlar? —Dussollier preguntaba por la placa de fibra sintética de gran resistencia con la que se fabrican la mayoría de los chalecos.
—No. El Kevlar no es resistente a los calibres más altos ni a los disparos de fusil, sin contar con que no detiene cuchilladas. Por otro lado, con el tiempo se degrada y pierde resistencia. Este chaleco está fabricado con otra fibra sintética muy poderosa además de una placa de cerámica. Así y todo, es liviano y se puede llevar bajo la ropa.
—Es una maravilla. Debe de costar una fortuna.
—Sí. Pero mis hombres lo valen.
—Sí, por supuesto. Y vemos que ha dado resultado. Opino que este muchacho ya estaría tocando el arpa con San Pedro de haber estado protegido por el chaleco de Kevlar. ¡Mira cómo la bala casi perfora el chaleco!
—Amán —dijo Al-Saud, y señaló a uno de los guardaespaldas de Francesca— asegura que le disparó a quemarropa y con una Colt M1911. De todos modos, esta bala no es común. Quizá sea una expansiva, de ojiva hueca.
—¿De nuevo una Dum-Dum? Los peritos determinarán eso. Lo siento, Eliah, pero los que estuvieron presentes en la capilla tendrán que ir a declarar. Es preciso. ¿La señorita podrá brindarnos un identikit del hombre que trató de atacarla? —Al girar en dirección a Matilde y fijar la vista en ella, Dussollier hizo un ceño—. ¡Es la esposa de Roy Blahetter!
Al-Saud observó a Matilde, pálida y empequeñecida sobre el hombro de Juana.
—Sí —admitió de mala gana—, es su viuda.
—Esto no puede ser coincidencia, Eliah. Necesitamos que nos dé las señas del atacante.
—Lo hará, Olivier. Dice que lo vio de frente. Ahmed —Al-Saud hablaba del otro guardaespaldas— le disparó y le dio en la parte trasera del muslo derecho.
—Alertaremos a los hospitales. —Se inclinó en el acto de hacer una confidencia—. Ya sé que no es momento para mencionarte esto, pero, gracias a mi amistad con el jefe de forenses, tengo un adelanto de la autopsia de los jóvenes iraquíes. —Al-Saud lo habilitó a hablar con un asentimiento—. Parece ser que fueron rociados con algún tipo de agente nervioso.
—¿Qué tipo de agente?
El monstruo que estaba detrás de Matilde andaba suelto por París con una batería de armas químicas digna de los arsenales de las potencias más desarrolladas. ¿Quién era Udo Jürkens? ¿Era ése su verdadero nombre? Blahetter había sugerido que podía tratarse de un nombre falso. Lamentablemente, no tuvo tiempo de pedirle una descripción física; cuando volvió al Georges Pompidou al día siguiente, Blahetter había empezado a morir. De igual modo, no la necesitaba; para él quedaba claro que quien había irrumpido en el departamento de la calle Toullier y quien había torturado a Blahetter eran la misma persona. Y ese hombre, estaba seguro, había tratado de secuestrarlos cuando él era un adolescente.
Después del intento de secuestro en el 81, no pudo establecerse la identidad del que se desempeñaba como jefe del comando. Contaban con una sospecha: que pertenecía a la organización terrorista Fracción del Ejército Rojo. La sospecha se basaba en la declaración del propio Eliah: el secuestrador había insultado en alemán. En los setenta, el blanco codiciado de las organizaciones como Fracción del Ejército Rojo o la de origen palestino, Septiembre Negro, era Israel. ¿Quién mejor que el Mossad para suministrarle la verdadera identidad de ese monstruo?
—Aún no han podido determinar de qué tipo de gas se trata —admitió Dussollier—. Tendrán que individualizar los componentes para saber. Lo que sí te digo es que esta vez será imposible evitar que la información no se filtre en la prensa. Lo del argentino, lo de Roy Blahetter —aclaró—, terminará por salir a la luz también, y los periodistas relacionarán ambos casos. Son apenas días de diferencia entre uno y otro suceso, sin mencionar que han ocurrido dentro de un radio de pocos kilómetros.
—¿Tú qué opinas, Olivier? ¿Están relacionados?
—Estimo que sí. Ahora queda por establecer si hay relación con el ataque que sufrió la señorita hoy en la capilla. Siendo ella la viuda de Blahetter, esto huele muy mal.
—Entiendo que la señorita Martínez declaró la semana pasada que no sabe nada acerca de los asuntos de Blahetter. De hecho, estaban separados.
—Sí, así es. Asegura que no sabe nada. Sin embargo, alguien intentó llevársela hoy, a menos de quince días del deceso de su esposo. Demasiada casualidad. En fin, habrá que seguir investigando. Si la enfermera del Georges Pompidou hubiese visto mejor al atacante de Blahetter y, por ende, suministrado mejor información para elaborar un identikit, quizá podríamos compararlo con el que haremos ahora, con las declaraciones de los que estuvieron en la capilla. Pero la verdad es que la enfermera no vio un carajo. Ya están los expertos en la Medalla Milagrosa trabajando para conseguir huellas digitales.
—Lo más probable es que llevara guantes.
—Yo también lo creo. Es un profesional, no cabe duda.
La espera iba a acabar con sus nervios. Yasmín brincó del sillón cuando un médico ingresó en la sala y preguntó por los parientes de Sándor Huseinovic. Eliah, Leila y La Diana se acercaron con presteza, y ella se ubicó en segunda fila, algo intimidada por las miradas que le lanzaba su madre. Por la misma razón se mordió el lado interno del cachete para no delatar la dicha que experimentó cuando el médico dijo que Sándor estaba bien y que, a pesar del severísimo trauma, respiraba por sus propios medios. El electrocardiograma no presentaba anomalías y los estudios neurológicos no revelaban daño cerebral a causa de la falta de oxígeno.
—El pronto auxilio que recibió el paciente fue crucial en este sentido —agregó el médico, y Yasmín giró el rostro para buscar a Matilde y a Juana y dirigirles una sonrisa de agradecimiento.
El médico aclaró que seguiría sedado el resto del día y durante la noche en la unidad de cuidados intensivos y que, si el cuadro evolucionaba favorablemente, por la mañana lo trasladarían a una habitación. Gustosa, Yasmín se habría acomodado en un sillón de la sala de espera y transcurrido el día y la noche en el Hôtel-Dieu, cerca de Sándor. La realidad se imponía, y las miradas de su madre pesaban, por lo que aceptó que André la condujese a la casa de la Avenida Foch.
Abandonaron el hospital alrededor de las tres de la tarde, hambrientos y exhaustos después de la tensión. Ir al instituto estaba fuera de discusión. Por otra parte, Al-Saud tenía que conseguir un reemplazo para Sándor y, mientras lo hacía, Matilde tenía que permanecer en la seguridad de la casa de la Avenida Elisée Reclus. Subieron al Aston Martin en silencio, con los ánimos decaídos. Al-Saud le sonrió a Leila por el espejo retrovisor y dijo:
—Al final, Leila, te convertiste en la guardaespaldas de Matilde.
—Ella me salvó. Fue muy valiente.
—¿Qué recompensa le daremos? —Al-Saud la buscó de nuevo en el espejo, y lo impresionó el gesto adusto de la joven; no se lo conocía. De pronto, tuvo la impresión de que se había desprendido del último vestigio infantil, como si lo sucedido en la capilla le hubiese devuelto la sobriedad de un golpe.
Se demoraron alrededor de una hora en la 36 Quai des Orfèvres, donde Matilde y Juana trabajaron junto con un retratista en el identikit del atacante. Al volver a la casa de la Avenida Elisée Reclus, Matilde sólo pensaba en darse un baño.
Al-Saud la dejó desvistiéndose en el dormitorio y regresó a la cocina para hablar con Leila. La encontró improvisando un almuerzo. La abrazó en silencio; ella le respondió.
—Gracias por haberla protegido —susurró él.
—Gracias a ti, Eliah —pronunció Leila, y Al-Saud apretó los ojos porque se resistía a emocionarse.
Matilde, sentada en el borde del jacuzzi, miraba con fijeza el chorro de agua. Se sobresaltó cuando Eliah le apoyó una mano en el hombro. Se puso de pie con rapidez y se pegó a su cuerpo, buscando refugio. Todavía le costaba comprender lo que había ocurrido. Desde su llegada a París, se habían desatado en torno a ella fuerzas del mal como también del amor, como si unos dioses se hubiesen ensañado con ella, en tanto que otros la colmaban de bendiciones; ambos eran poderosos, y los efectos resultaban devastadores.
—Tengo miedo —le confesó a Al-Saud, pese a que se había prometido no hacerlo.
—Lo sé. Sufrir dos ataques en tan corto lapso no es fácil de digerir.
—Y el asesinato de Roy, y el robo en el departamento de mi tía, y el atentado en el George V… ¿Qué está pasando, Eliah? Si fuera supersticiosa, diría que alguien me ha hecho una brujería. —Levantó de pronto la vista, como si recordara algo importante—: ¿Tenés que volver a la oficina?
Sí, lo urgía regresar; sin embargo, no podía abandonarla en ese momento.
—Voy a llamar a Thérèse para que cancele algunos compromisos que tengo esta tarde y nos daremos un baño juntos. ¿Qué te parece?
Matilde se instó a negarse; detestaba ser una carga.
—Me encanta la idea —admitió por fin, incapaz de prescindir de Eliah sumida en ese estado.
Después del baño, compartieron una comida en la flor con Juana y Leila. Nadie aludía al tema en el que los cuatro pensaban. Juana y Al-Saud intentaban bromear, sin mayor éxito. Por la tarde, Matilde releía en la cama Cita en París cuando Al-Saud entró en la habitación con algo en la mano; parecía una fotografía.
—No quiero hablar de lo que pasó hoy —dijo él—, no quiero que lo recuerdes, pero es importante que te haga una pregunta. Es importante.
—Preguntame lo que sea.
Al-Saud le entregó la fotografía.
—¿Este tipo te atacó?
La foto tembló en las manos de Matilde. Aunque de una tonalidad verdosa y de escasa nitidez, el primer plano del rostro de ese hombre era inconfundible.
—Sí, es él. ¿De dónde sacaste esto?
—De las cámaras de seguridad del Hospital Georges Pompidou —mintió, porque, en realidad, correspondía a la imagen de la filmación en el departamento de la calle Toullier. Alamán había agrandado la cara del atracador de modo que resultaba imposible ver el entorno; Matilde no habría descubierto que se trataba de la casa de su tía Enriqueta.
—¿Cómo supiste que éste era el hombre que me atacó hoy en la capilla?
—No lo sabía. Quise eliminar esta posibilidad.
Matilde volvió a estudiar la fotografía.
—¿Esta foto fue sacada en el hospital donde estuvo internado Roy? —Al-Saud asintió—. Entonces, ¿hay relación entre su muerte y el ataque de hoy?
—Creo que sí. Fue Blahetter el que te metió en este lío al darte esa llave y al poner no sé qué tras el cuadro. El asalto en la puerta del instituto, la muerte de Blahetter y el ataque de hoy, desde mi punto de vista, están relacionados. —No sumó a la enumeración el atentado en el George V porque todavía no le hallaba lógica.
Matilde soltó la fotografía, se puso de rodillas en el borde de la cama y se aferró al cuello de Al-Saud.
—¡Yo no sé nada, Eliah! ¡Él nunca me hablaba de sus cosas! ¡No tengo idea de qué quieren! ¡No sé lo que había detrás del cuadro!
—Lo sé, lo sé.
—Tengo miedo —sollozó—. No sé qué está pasando y tengo mucho miedo.
—Si te abrazo así —le susurró Al-Saud, y estrechó los brazos en torno a su espalda—, ¿también tenés miedo?
—No —gimoteó Matilde—, así no tengo miedo.
Udo Jürkens no se atrevía a regresar a la casa de la Île Saint-Louis. Su desempeño en el intento de secuestro era deplorable y se avergonzaba de presentarse ante su jefe en esa guisa, con cortes en los brazos y en las piernas, con una bala debajo del culo y sin la mujer de Al-Saud. No resultaba fácil acceder a ella cuando se desplazaba dentro de un enjambre de custodias. La había seguido hasta la capilla con la intención de observarla, de estudiar sus movimientos, de saber cómo era, y, al verla desprotegida y dirigiéndose tras el tabernáculo, la tentación le ganó a su buen juicio. ¿Quién habría imaginado que la muchacha con cara de retardada se mostraría tan decidida?
Tenía que hacer algo con esa bala; la herida sangraba mucho; comenzaba a debilitarse. No se atrevía a salir de la habitación del hotel de mala muerte en el que se escondía porque los principales noticieros televisivos de la medianoche habían mostrado su identikit. El conserje no constituiría un peligro mientras le tirara una buena cantidad de francos. Sin embargo, las aventuras en París habían terminado. El profesor Moses se pondría furioso. Ese pensamiento pareció empeorar el dolor en la pierna y se mordió el labio para no bramar. Se echó la campera encima y se cubrió la cabeza con la capucha. Disimuló la renguera para atravesar la recepción del hotelucho y salió a la calle de Paradis. Buscaba un teléfono para comunicarse con Fauzi Dahlan, el único amigo que le quedaba, con quien compartía un pasado intenso, haber formado parte de la organización terrorista al mando del palestino Abú Nidal. Había sido Fauzi el que lo metió en un automóvil y lo condujo a la casa del profesor Gérard Moses en Bagdad mientras de su cuello manaba sangre a borbotones como consecuencia del disparo que le entró por la nuca y le salió por la garganta. “Estoy seguro de que el profesor Orville Wright”, había dicho con voz quebrada, mientras conducía como un loco, “sabrá qué hacer”. Supo qué hacer. Gracias a sus contactos en las más altas esferas del gobierno iraquí, a Moses se le concedió disponer del cirujano del sayid rais para que asistiera a Jürkens y le salvara la vida, y meses después, le regaló el costosísimo adminículo, que él mismo diseñó, y la operación que le devolvió el habla. Le debía todo, y le había fallado.
Se metió en un bar de la calle de Paradis en la esquina con la de Hauteville. Sabía que, a su paso, quedaba un reguero de diminutas gotas de sangre que la tela del pantalón se negaba a absorber. Descansó el peso de su cuerpo en el borde de la barra; se sentía débil y la vista se le nublaba. Pidió el teléfono. El camarero lo miró, desconcertado, pero Jürkens estaba habituado al efecto que causaba su voz. Le cobró una fortuna por adelantado, suficiente para llamar diez veces a China. ¿Qué hora sería en Irak? Consultó el reloj del bar: las doce y treinta y cinco. Las dos y treinta y cinco en Bagdad, calculó.
—Fauzi, soy Ulrich. —Udo usaba su verdadero nombre, Ulrich Wendorff—. Estoy en aprietos, amigo. Ayúdame —le suplicó en árabe.
—¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?
—En París. Necesito un médico, uno discreto, como podrás imaginar. Y lo necesito de manera urgente.
—Dame unos minutos. ¿Adónde puedo llamarte?
Jürkens descubrió el número del bar escrito sobre el teléfono y se lo dictó. Pidió una cerveza y la bebió lentamente para ayudar a pasar el tiempo. Cuando sonó el timbre del teléfono, se apresuró a colocar la mano sobre el auricular antes de que el camarero lo levantara. Le dedicó una mirada temible.
—C’est pour moi. —Atendió la llamada y, con otra entonación, preguntó—: ¿Fauzi?
—Soy yo. ¿Tienes para anotar? El doctor Salam bin Qater te espera en su casa. Está en el número 23 de la rue de Meaux, en el tercer piso, departamento 15.
—Rue de Meaux —repitió Jürkens, mientras escribía con un temblor en la mano—. Shukran, sadik. —“Gracias, amigo”, le dijo en árabe, y colgó para no prolongar la comunicación y arriesgarse a que los sistemas de escuchas mundiales captaran una palabra en el intercambio que llamase la atención.
Gérard Moses apuntó al televisor con el control remoto y lo apagó. Miró fijamente la pantalla negra. El identikit que, desde la tarde, reproducían los noticieros reflejaba un parecido sorprendente con Udo. Se puso de pie y arrojó el control remoto, que rebotó contra la pared y cayó al piso. No debía alterarse o las pulsaciones se dispararían, y sobrevendría el ataque de porfiria. Caminó por la casa vacía, oscura, fría y silenciosa. En la cocina, hurgó en los armarios buscando algo para comer; llevaba tres horas de ayuno. Encontró unas galletitas con gusto a humedad y una latita de paté de foie que acompañó con una taza de café. No le tomó más de quince minutos engullir esa magra comida. Le sentó bien.
Necesitaba dormir. Eran las cuatro de la mañana, y Udo no aparecía. Por la mañana viajaría a Hamburgo para adquirir unas piezas especiales para el prototipo de la centrifugadora. Este embrollo complicaba las cosas. “¡Maldito el momento en que lo mandé detrás de esa perra!”.
La puerta de servicio se abrió, y Udo Jürkens entró rengueando. Se detuvo en seco al descubrir a Moses sentado a la mesa de la cocina.
—El identikit que acabo de ver en la televisión no te favorece.
—Jefe…
—¡Qué mierda pasó! —explotó Moses, y se puso de pie de manera súbita, lo que le provocó un mareo.
—¡Jefe! ¿Se siente bien?
—¡Por supuesto que no! Tu identikit (muy logrado, debo admitir) ha aparecido en todos los canales de televisión desde esta tarde. Son las cuatro de la mañana y siguen pasándolo en los canales de cable.
—Lo sé. Lo vi. Permítame explicarle.
—Ya lo harás, no tengas duda al respecto. Ahora es preciso que abandones la ciudad. Lo más probable es que todas las rutas estén bajo vigilancia, lo mismo que las estaciones de trenes y los aeropuertos. Será necesario cambiar tu aspecto. —Se acordó de la sugerencia de Anuar AlMuzara de someter a Jürkens a una cirugía plástica—. Más tarde, enviaremos a Antoine por una caja de tintura para el cabello. Te colocarás algodón entre las encías y las mejillas para abultarlas. Y usarás lentes como si fueras miope. Más no podremos hacer. Lo mejor será que tomes un tren y que te reúnas con Al-Muzara en las coordenadas que te ha enviado.
—Ahora no estoy en condiciones, jefe. Me dieron un balazo en la pierna. Necesitaré unos días para reponerme.
—Está bien, pero no lo harás acá. Tendrás que marcharte. Creo que Herstal será el mejor sitio.
—¿Pudo determinar a qué lugar corresponden las coordenadas de Al-Muzara?
—Sí, de nuevo en La Valeta.
—¿Qué pasará con la mujer de Al-Saud?
La expresión “la mujer de Al-Saud” rechinó en los oídos de Moses, y acentuó su mal humor.
—¡La puta de Al-Saud, querrás decir! A causa de tu inoperancia, tendremos que dejar ese asunto por ahora. La verdad es que tenemos cuestiones más importantes entre manos. Ya nos ocuparemos de ella, no lo dudes.
A las ocho de la mañana, Yasmín preguntó en la recepción del Hospital Hôtel-Dieu en qué habitación se encontraba el paciente Sándor Huseinovic. Esperó en vilo porque temía que le dijeran que Sándor permanecía en la unidad de cuidados intensivos.
—Habitación 134, señorita —le informó la empleada y le indicó cómo llegar.
Caminó deprisa, al tiempo que inventaba justificaciones para su visita, algunas se las daba a ella misma, otras las ensayaba para Sándor. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, en dirección a la salida. “Es una locura”, se reprochó. ¿Qué estaba buscando? Se detuvo, cambió el sentido de sus pensamientos y regresó. Quería verlo, de eso estaba segura. Quería asegurarse de que estuviera bien. Se demoró delante de la puerta. No se atrevía a enfrentarlo. Temía que la tratase con la frialdad del día anterior. Llamó a la puerta. Repitió el golpecito con un poco más de fuerza. Asomó la cabeza. Desde esa posición sólo veía los pies de la cama. Entró.
Se le aceleró el pulso, y un sentimiento de ternura le colmó los ojos de lágrimas al verlo dormido, a medias incorporado gracias a la cama ortopédica, cubierto con las mantas hasta la cintura y el torso rodeado de una faja blanca para inmovilizar las costillas rotas. Se aproximó en puntas de pie porque el taconeo de sus Louboutin caía como mazazo en el mutismo de la habitación. Se quitó el abrigo porque la habitación estaba caldeada, lo cual la tranquilizó; afuera hacía frío, y Sándor estaba medio desnudo. Inmóvil, de pie junto a la cabecera, levantó la vista hacia él casi con miedo. La yugular le latía en el cuello hasta dolerle. ¿Qué habría sucedido si Sándor hubiese muerto? Se apretó las manos buscando reprimir la angustia. Inspiró profundamente y soltó el aire por la boca. Más tranquila, estudió su fisonomía, pues, aunque la hubiese escoltado durante meses, pocas habían sido las ocasiones en las que ella se había permitido observarlo.
A diferencia de sus hermanas, Sándor tenía la piel morena y el cabello de un castaño oscuro que no alcanzaba la tonalidad renegrida del de ella. Sus amigas sostenían que las facciones del bosnio eran toscas y que revelaban su origen eslavo. No obstante, se lo pasaban mirándolo y coqueteándole, a lo que él respondía con sonrisas sensuales y modos de lord inglés, a pesar de que él sabía que su comportamiento la sacaba de quicio. Era la primera vez que le veía los brazos y el pecho, muy velludos. El hombro izquierdo estaba inflamado y con los colores del hematoma, pero en el derecho se apreciaba el diseño de los músculos bajo la piel, aun en reposo. Se apoderó de ella una fuerza que la impulsaba a enredar los dedos en la mata de vello que asomaba bajo la venda. Estiró el brazo mientras se debatía entre marcharse o darse el gusto. Estaba acostumbrada a lo segundo. Eliah aseguraba que su padre la había consentido al punto de convertirla en una caprichosa y en una egoísta que lastimaba a la gente sin compasión. Tal vez decía la verdad. A Sándor lo había lastimado dispensándole un trato indiferente, a veces displicente, y dificultándole el trabajo de protegerla. ¡Cuánto se arrepentía! ¿Qué habría sucedido si Sándor hubiese muerto?, siguió atormentándose.
Rozó el vello que se espesaba sobre la faja, un contacto anodino que se convirtió en una energía que ascendió por las terminales nerviosas de su mano, le erizó la piel del brazo y terminó convertida en un cosquilleo en la garganta. Cerró los ojos y hundió los dedos en la mata de pelo hasta llegar a la carne dura y caliente. No se atrevió a abrirlos al sentir la mano de él que se cerraba en torno a su muñeca, y ahogó un gemido cuando se dio cuenta de que la besaba sobre las venas y le pasaba la punta de la lengua por la palma, siguiendo la línea de la vida. “¡Sándor!”, exclamó para sí, sobrecogida y asustada a causa de lo que ese muchacho le provocaba con una simple caricia. Le latía la entrepierna y no sabía si sería capaz de caminar con normalidad.
—Yasmín —susurró él—. Regarde-moi, s’il te plaît.
Levantó los párpados con miedo. Los ojos celestes de Sándor brillaban en una maraña de venitas rojas y bajo las tupidas cejas negras. El deseo por él la turbó, y no consiguió articular palabra. Las justificaciones inventadas perdieron valor y de pronto las juzgó como el fruto de su personalidad inmadura. Levantó la mano izquierda, la que él no retenía, y le apartó un mechón que le ocultaba la frente.
—Sándor —musitó—, perdóname.
Él le concedió una sonrisa que le ablandó las piernas. Ninguna sonrisa le había causado esa sensación de flojedad ni el escozor que le tensó la piel bajo las medias de lycra.
—Debe de ser la primera vez que pides perdón —comentó él, sin sarcasmo, y ella sonrió, avergonzada, feliz también por escuchar su voz gruesa, algo cascada, y su dura pronunciación—. Me siento halagado.
La Diana, Leila y Eliah entraron sin anunciarse, y Yasmín dio un respingo y tiró de la mano que Sándor aferraba. Éste se la sujetó un momento y luego la dejó ir con una mirada condenatoria.
—¿Qué haces aquí? —se extrañó Al-Saud—. ¿Y tus guardaespaldas?
—Les dije que me esperaran en el auto.
—¡Yasmín! Después de lo que vivieron ayer, ¿todavía tienes ganas de tentar a la suerte?
—¡Oh, Eliah, no fastidies! —Se alejó en dirección al sillón donde había dejado el abrigo y la cartera y regresó junto a la cama—. Hasta luego, Sándor. Me alegro de verte recuperado.
—Hasta luego, señorita Yasmín.
—Vamos —la instó Al-Saud—. Te acompañaré al auto.
—¿Qué quería ésa acá? —se impacientó La Diana una vez que Eliah y Yasmín abandonaron la habitación—. ¿Seguir molestándote?
—Vino para ver cómo estaba. Hola, Leila —dijo, y su hermana le sonrió y le destinó una mirada cómplice que en nada se parecía a las infantiles de los últimos años.
—Hola, Sanny —le contestó al cabo, y Sándor estiró la mano hasta que Leila se la sostuvo. La Diana se aproximó y colocó la de ella sobre las de sus hermanos. Ninguno habló.