Capítulo 11

Al-Saud la ayudó a colocarse la campera antes de cubrirse con el sobretodo. Actuaba en silencio, el semblante desprovisto de emoción. Abandonaron el edificio de la Avenida Charles Floquet y caminaron hasta el Aston Martin sin pronunciar palabra. Al-Saud se mantenía alejado; su indiferencia la avergonzaba y la intimidaba. Juana le había impuesto que la sacara de allí. “No, no”, se alentó. “Él tenía mi campera en la mano. Quería que nos fuéramos juntos”. Matilde se dio cuenta de que la frialdad y el mutismo de él intentaban tapar su furia y sus celos. Lo había lastimado la noche anterior y también en casa de Jean-Paul. “Soy orgulloso, Matilde”, le había advertido. Su enojo la alcanzaba como una energía vibrante y caliente.

Al-Saud abrió la puerta del acompañante y, sin mirarla, aguardó a que ella subiese para cerrarla con un golpe seco. Matilde se colocó el cinturón de seguridad y, como le temblaban las manos, tardó en acertar a la rendija del seguro. Las ruedas del Aston Martin chirriaron sobre el pavimento, y el deportivo salió impulsado con violencia. El rugido del motor se apoderó del habitáculo como una manifestación de la ira de su conductor. Matilde se tomó del sujetador sobre su cabeza.

Pese a que se hallaban a pocas cuadras de la Avenida Elisée Reclus, Al-Saud no estaba preparado para llevarla a su casa. Aceleró a fondo en la soledad de la noche, rabioso, colérico, enloquecido de celos, ofuscado a causa del desgobierno de sus emociones. ¿Por qué ella causaba ese desastre en él? ¿Con qué poder contaba para transformarlo a su antojo? ¿De qué fuente provenía el imperio que ella ostentaba sobre su ánimo? Dio un volantazo y frenó el automóvil. Matilde flameó sobre el asiento. Al-Saud estiró los brazos sobre el volante y dejó caer la cabeza. —Eliah. —De eso hablaba, del poder de ella, que, con sólo pronunciar su nombre, le volvía líquidas las entrañas—. Eliah —la oyó repetir.

Cuando le pasó la mano por el brazo derecho, lo hizo temblar; ninguna mujer lo hacía temblar con esa simple acción. Se incorporó en el asiento y fijó la vista en el centro del volante.

—Eliah, por favor, mirame.

La complació, y, a través de la penumbra del Aston Martin, Matilde le manifestó con sus ojos la tristeza y la inseguridad que la asolaban. Él, sin embargo, seguía herido y rabioso.

—Te habría destrozado con mis propias manos al verte llegar tan hermosa. ¿Para quién te vestiste así? ¿Para el hijo de puta de tu esposo?

—¡No sabía que Roy estaría en la fiesta! Ni siquiera sabía que estaba en París.

—¿De dónde sacaste ese vestido y todo lo que traés puesto?

—Me lo compró Ezequiel.

—¡Cuántas veces te pedí que me permitieras comprarte de todo! ¿Por qué a mí me despreciás y a él no?

—Ezequiel es como un hermano, Eliah.

—¿Y yo qué soy para vos, Matilde? ¿Qué carajo soy?

Matilde se desembarazó del cinturón y se aproximó a él. Le acarició el pelo y la oreja y el cuello. Se estiró para hablarle al oído.

—Sos el que me hace sentir lo que nunca había sentido. Sos el que está siempre en mi mente, como nunca un hombre lo había estado. Sos el que me despierta un deseo que nunca había conocido.

Al-Saud giró la cabeza y, con las manos aún sobre el volante y los ojos cerrados, arrastró los labios entreabiertos por los de ella.

—Allá, en la fiesta —pronunció, con acento resentido—, quería reclamarte frente a todos y gritar que sos mía y no podía, y me consumía de odio y de frustración.

—Ojalá lo hubieses hecho en lugar de estar con Celia y permitirle que te tocase y que coquetease con vos. ¿Acaso vos no sos mío?

“¡Sí, soy tuyo, como un esclavo es de su ama! Pero muerto antes que admitirlo”.

—No podía reclamarte porque en verdad no sos mía. Porque nunca quisiste entregarte a mí.

—Ahora quiero ser tuya, Eliah. Quiero entregarme a vos. ¿Ya es tarde? ¿Me odiás demasiado por lo que te dije anoche? ¿Ya te perdí?

Matilde oyó el chasquido del cinturón de Al-Saud y enseguida se vio engullida por el torso de él, que la calzó en el espacio entre los dos asientos y se apoderó de su boca en un arranque que hablaba de su furia. Matilde le sujetó la cabeza y lo devoró ella también. Al penetrarlo con su lengua, oyó el gemido ronco que brotó de su garganta y sintió las vibraciones de ese sonido tan masculino, que la surcaron como ondas y le erizaron la piel.

—Dios mío, Matilde —suplicó él, agitado—. ¿Por qué tiene que ser así contigo? ¿Por qué pierdo el control? ¿Por qué me vuelvo irracional?

Matilde no comprendió lo que decía; lo había expresado en francés y demasiado rápido. Se quedó quieta, la cabeza echada hacia atrás, mientras le permitía que le mordiese y le lamiese el cuello y le bajara el cierre de la campera. Soltó un gemido largo y doliente y se aferró al cabello de Al-Saud cuando la boca de él se cerró en torno a un pezón que afloraba bajo el raso del vestido, y luego al otro.

—Por favor —suplicó, casi sin aire—. Por favor, Eliah.

Al-Saud se apartó de súbito, se ajustó el cinturón y puso en marcha el Aston Martin. Intimidada, Matilde se ubicó en su asiento y se acomodó el pelo y la campera. Los pezones humedecidos le palpitaban. La mano derecha de Al-Saud le apretaba la delgada rodilla, trepaba por su pierna y le subía el vestido hasta que un cambio de marcha lo obligaba a abandonar la faena. Matilde, con la cabeza de costado hacia la ventanilla, apretaba los puños y se mordía los labios. El momento tan ansiado y tan temido se aproximaba. El deportivo inglés devoraba las cuadras, y su miedo se acrecentaba.

El portón de hierro forjado y vidrio se cerró tras el Aston Martin, y Al-Saud se bajó sin pronunciar palabra. Le abrió la puerta y le extendió la mano para ayudarla a descender. Matilde no podía saber lo que significaba para él que ella hubiese penetrado en ese recinto sagrado. La condujo hasta el recibidor. Encendió las luces, y Matilde giró sobre sí, atónita, con la sensación de hallarse en un sueño, porque había algo onírico en esa cúpula de vidrio coloreado sobre ella, en el parquet oscuro con diseños de plantas en maderas de tintes amarillos, en la escalera imponente y en el pasamanos con enredaderas y flores de hierro forjado, en los ventanales con arcos de medio punto y vitrales, en las delgadas columnas con capiteles que representaban helechos y copas de palmeras. Todo lucía pulcro y prolijo, y, a pesar de la altura del techo y la amplitud del recinto, el ambiente estaba cálido.

—Esta casa es estupenda. Nunca había visto algo tan magnífico y original.

—¿De verdad te gusta?

—¿Que si me gusta? Tengo la impresión de estar en un sueño.

Eso mismo había pensado Al-Saud el día en que entró por primera vez, lo cual lo decidió a preservar el estilo arquitectónico.

—Es de finales de siglo XIX, producto del Art Nouveau —le explicó, mientras la guiaba hacia la escalera—. Algunos la adjudican al padre de este movimiento, el arquitecto Victor Horta. La hice remozar por completo, pero no toqué el estilo.

—Debí suponer que tu casa me sorprendería, como me sorprendés vos, Eliah.

En el descansillo, la apoyó contra un ventanal de exóticos diseños a colores y le quitó la campera, que colgó en la rama de una enredadera de la columna. Descansó la frente en la cabeza de Matilde y le acarició los hombros, y, mientras descendía por sus brazos, arrastró los guantes, que cayeron al piso.

—¿Qué te sorprende de mí?

—Me sorprende el poder que tenés sobre mí. —Él rió. “¡Qué ironía!”, se dijo—. Me sorprende estar aquí. Quiero estar aquí, no hay nada que desee más, y al mismo tiempo estoy aterrada.

Al-Saud la alzó en brazos para subir el resto de la escalera. Matilde levantó la vista y vio que la escalera continuaba dos pisos más y que la casa remataba en otra colorida cúpula. Nunca había experimentado esa sensación de plenitud y dicha combinada con pánico. “Con Eliah todo será distinto”, se animó, y pegó el rostro a la mejilla de él, e inspiró su perfume y le delineó el ángulo recto de la mandíbula con besos. Al-Saud avanzaba por un corredor largo, tan excéntrico como lo demás, con un techo curvo en hierro y vidrio esmerilado, que daba la impresión de un gran invernadero. Al final del pasillo, Al-Saud empujó una puerta con el pie e hizo girar el interruptor hasta lograr una luz tenue. La depositó en la cama matrimonial elevada sobre un plinto. Matilde se incorporó. Al-Saud se quitaba el sobretodo negro y los zapatos y las medias y el chaleco azul a rayas blancas, todo deprisa, y Matilde comenzó a retraerse. La visión del torso desnudo de él, oscuro, velludo y firme, acalló por un instante los gritos de terror de su alma. Podía identificar cada músculo —los deltoides, los pectorales mayores, los trapecios, los abdominales, el serrato anterior, los bíceps braquiales y los braquiorradiales—, había disciplina en ese cuerpo, horas de ejercicios físicos, sin alcanzar la hipertrofia muscular que a ella tanto le disgustaba. Lo juzgó el torso de un hombre saludable y vigoroso, y anheló apreciar su peso sobre ella. Él seguía quitándose la ropa y nunca la abandonaba con la mirada. Por fin, sólo quedaban los boxers, que evidenciaban su erección.

Al-Saud percibió el pánico de ella. Casi le dio risa la mueca desolada que Matilde le devolvió luego de estudiarle el bulto. A punto de deshacerse de los boxers, decidió esperar. Se aproximó a la cama. Ella estaba arrodillada y le tiró los brazos y lo atrajo a él.

—¡Abrazame! —le rogó—. Porque estoy muerta de miedo.

Al-Saud la llevó en andas hasta un diván donde se sentó y la acomodó como si Matilde fuera una bebita. Le besó las pecas y los labios, aún teñidos de rojo, y la miró con intensidad. Ella cerró los ojos, y Al-Saud admiró el abanico de sus pestañas pintadas de negro sobre la piel lechosa.

—Quiero contarte algo de mí —susurró, sin levantar los párpados—. Es algo doloroso y humillante, y quiero contártelo. Necesito compartirlo con vos. No sé por qué.

—Mi amor, Matilde, te dije muchas veces que quiero saber todo acerca de vos.

—Cuando me casé en diciembre del 96, era virgen. Tenía veinticinco años y nunca había estado con un hombre. Nunca un hombre me había tocado ni besado ni nada. Y la idea me aterrorizaba. Mi noviazgo con Roy no fue largo, apenas ocho meses, y durante ese tiempo me incomodaban sus besos y nunca le permitía que me tocase. Yo sabía que algo funcionaba mal en mí, pero me negaba a aceptarlo.

—¿Por qué te casaste con él si no lo deseabas?

—Porque mi padre lo quería, mi tía Enriqueta también, ya te conté, y además… Bueno… Porque pensé que nadie más me aceptaría. —Ante esa aseveración, Eliah levantó las cejas e hizo un ceño—. Él estaba tan enamorado. Yo nunca había amado a nadie. En realidad, no sabía cómo se sentía. ¡Era todo un gran lío! —exclamó, con voz estrangulada y visos de desesperación.

—Tranquila —susurró él sobre la frente de ella, y le sopló los párpados y la besó varias veces.

—Nos casamos y nos fuimos de luna de miel. —Agitó la cabeza, siempre con los ojos cerrados—. No quiero recordar esos días. Fueron espantosos. Me lo pasé llorando y Roy, con mala cara. No podía aceptarlo, no soportaba la idea de…

—De que te penetrara —completó Al-Saud—. Si querés superar el miedo, mi amor, será mejor que empieces a hablar del sexo como de la cosa más natural, porque eso es lo que es. ¿Existe algo más natural que el medio por el cual se perpetúa la especie humana?

—Mi psicóloga dice lo mismo, pero el miedo es irracional, Eliah, no tiene explicación. Y es poderoso, tan poderoso como lo que siento por vos. Por eso creo que… ¡Estoy tan asustada!

—¿Qué pasó con tu exesposo?

—Durante meses lo intentamos. No quiero recordarlo, por favor.

—No, no, nada de detalles, solamente los hechos.

—Le rogué que fuéramos a terapia de pareja para superar el problema, pero él se negaba. Es un hombre muy reservado y desconfiado. Y no tiene buen concepto de la psicología. Así seguía nuestra patética vida matrimonial, sin intimidad. Yo me retraía cada vez más y él se ponía agresivo. Yo comencé terapia con una psicóloga que fue explicándome por qué soy así, cuál es el origen de mi trauma. Mi educación y la familia disfuncional de la que provengo y las cosas que me tocó vivir se confabularon para hacer de mí una mujer dañada.

—¡No vuelvas a decirlo! —se molestó Al-Saud, y Matilde comenzó a sollozar—. Vos no sos una mujer dañada. Matilde, mi amor, no hay nada malo en vos, confiá en mi palabra. Cada vez que te tengo en mis brazos, te siento mujer y tu cuerpo vibra lleno de deseo por mí y me hace feliz. Matilde, Matilde —susurró, agobiado por la pena de ella, abrumado por la impotencia.

—Yo lo lastimé mucho a Roy y él me lastimó a mí. Una noche… —Ante la inflexión en su voz, Al-Saud supo que le referiría algo que él no deseaba escuchar—. Una noche llegó borracho y loco de rabia. Había estado con su primo Guillermo que le había llenado la cabeza de ideas estúpidas. Discutimos. Me echó en cara que era frígida, que no era una mujer de verdad, hasta llegó a decirme que se acostaba con otra. Estaba como loco y… —Aunque sabía lo que le confesaría, Al-Saud imploró que no lo hiciera—. Y me violó.

Matilde oyó la inspiración áspera y profunda de Al-Saud y pronto se sintió abandonada sobre el diván. Abrió los ojos. Él se había alejado y le propinaba golpes a la pared. Insultaba en su idioma. Ella entendía algunas palabras. Merde. Merde. Maudit. Fils de pute. Fils de pute. Fils de pute. Al-Saud levantó los brazos por encima de la cabeza y apoyó los puños en la pared. La cabeza le colgó, el mentón sobre el pecho. Los músculos de su espalda se contraían y se relajaban a medida que tomaba inspiraciones para aplacarse. Matilde no sabía cómo proceder. Sólo necesitaba que la abrazara, y él parecía incapaz de tocarla. La rabia y el asco lo mantenían apartado. Se instó a huir. “¡Qué noche perra!”, se lamentó, deprimida, devastada.

Al-Saud la oyó moverse y se dio vuelta. Matilde abandonaba la habitación. Caminó hacia ella a trancos largos y la detuvo en el corredor. Se miraron a los ojos antes de que él la envolviese en un abrazo. Matilde hundió la cara en su pecho, y Al-Saud percibió sus lágrimas en la piel. Lo conmovió la desesperación que empleaba para aferrarse a su espalda desnuda, como a una tabla en el océano.

—No me rechaces, Eliah, por favor.

Al-Saud apretó los dientes para no bramar como un loco. Lo había malinterpretado. Él no la rechazaba. Acunó su cara con las manos y le besó los ojos húmedos, y la nariz enrojecida, y los labios trémulos.

—Matilde. —Amaba pronunciar su nombre—. Mi dulce Matilde.

—Estoy aterrada, Eliah. Pero quiero ser normal. Quiero ser mujer.

—Yo te voy a curar, mi amor. Te voy a hacer mía y te voy a hacer sentir mujer.

—¡Quiero ser tuya!

Por tercera vez esa noche, Al-Saud la tomó en brazos y la condujo al dormitorio. La recostó sobre la cama, y ella se ovilló como un feto. Eliah le quitó los zapatos antes de rodearla con su cuerpo. Le habló al oído, con suavidad, y le indicó cómo respirar para que la angustia aflojara y el llanto acabase. Poco a poco los espasmos cedieron y la opresión en el diafragma se diluyó.

—Nunca te conté cómo te conocí —pronunció él.

—En el avión.

—No, te había visto antes, mientras hacías el check-in y te despedías de tus amigos. Me llamó la atención que tu pelo rozase el piso cuando te acuclillaste para buscar algo en tu mochila.

—¿De verdad? —Matilde sonrió, pero Al-Saud, que la abrazaba por detrás, no la vio.

—Sí, me quedé mirándote como un tonto. —Tras una pausa, le recordó—: Una vez te dije que no existen las casualidades. Ese día, se suponía que regresaría a París en mi avión, pero un desperfecto me obligó a abordar tu vuelo. Se suponía también que viajaría en primera clase, pero cuando vos y Juana se ubicaron cerca de mí, cambié de parecer. Vos ya estabas a mi lado y no podía dejar de mirarte. Y todo eso sucedió para que vos y yo estemos aquí esta noche, en mi cama.

—Y para que vos me cures.

—Sí, mi amor, sí. Quiero que estés cómoda. Voy a quitarte el vestido. —Enseguida percibió la tensión en ella—. Tranquila. No va a ocurrir nada que vos no desees. ¿Confiás en mí? Necesito saberlo.

—Como en nadie —afirmó ella.

Matilde se solazó con el cosquilleo del cierre al bajar por su espalda y la delicadeza de las manos de Al-Saud al deshacerla del vestido. “Al menos”, se dijo, “tengo una linda lencería”.

—Quería sentir tu piel contra la mía —le habló él en el cuello, mientras pegaba el torso a la espalda de Matilde—. ¿Te gusta sentirme? —Matilde exhaló un suspiro como respuesta—. ¡Qué hermosa estás esta noche! Me duele que no te hayas preparado para mí.

—Esta tarde fuimos a un spa con Juana, que Jean-Paul pagó para nosotras. Y mientras me peinaban y me maquillaban sólo pensaba en vos, en cuánto deseaba que me vieses así, tan elegante y con el pelo lacio. —Matilde se dio vuelta y pegó la frente en el mentón de Al-Saud—. Y por la mañana, mientras me probaba este conjunto de lencería y estos portaligas, me imaginaba que me veías y me deseabas.

—Te deseo —dijo él, la voz oscura, pesada—. Tanto.

Sus labios vagaban por la cara de Matilde y sus manos le abarcaban la espalda y la delgada cintura. La visión de los pezones erectos transparentados bajo el tul del corpiño lo tentaba, lo atraía, le desbarataba sus intenciones de prudencia.

—Voy a desabrocharte el… soutien.

—El corpiño —rió ella, y, al tomar conciencia de las implicancias, se calló de pronto, atenta a los dedos de Al-Saud que trabajaban en su espalda para arrebatarle uno de sus últimos baluartes. Pensó en El jardín perfumado, y se acordó de una ilustración que la había excitado, la de un hombre sentado frente a una mujer, ambos desnudos; él le masajeaba los pezones, ella le acariciaba el pene.

—Quiero que pegues tus pechos en el mío y que me sientas en tus pezones. Así, muy bien —dijo, y Matilde levantó la vista para descubrirlo con los ojos cerrados y la boca entreabierta por donde escapaba un jadeo. Quería hacerlo feliz. Extendió la mano y le acarició la mandíbula y le metió el índice en la boca, que él succionó con fruición al tiempo que le sujetaba las nalgas y se las apretaba. Matilde dio un respingo y se puso tensa. “No, no”, se instó. “Debo conservar la calma”. Se distrajo al reconocer que encontraba fascinante la sensación del vello del torso de él en sus pezones, que se habían vuelto sensibles, con la piel tirante; había algo de dolor también, como cuando tenía mucho frío.

Al-Saud cerró la mano en torno a un seno de Matilde, bajó la cabeza y se metió el pezón en la boca. A su vez, ajustó el brazo en torno a la espalda de ella para evitar que escapara. Matilde se sujetó a los hombros de Eliah y respiró como le había enseñado. Sus labios que succionaban y su lengua que giraba en torno a la areola la volvían loca. Nada la había preparado para esa experiencia, la de hacer el amor con deseo. Su cuerpo se agitaba en el abrazo implacable de él, y de su garganta emergían grititos que no lograba ahogar por mucho que la avergonzaran. Necesitaba que le chupase el otro pezón, que calmase el dolor. Como si leyese su mente, Al-Saud la colocó de espaldas y le dio gusto. Matilde se arqueó y echó la cabeza hacia atrás, enloquecida de placer, de confusión, de miedo, de alegría. El latido feroz que nacía entre sus piernas y que terminaba en el ombligo se profundizó cuando Al-Saud cargó su peso sobre ella. Los párpados de Matilde se dispararon. Se sabía atrapada. La fuerza de él era infinita.

—Matilde —la llamó, y se contemplaron durante unos segundos antes de que Al-Saud cayese sobre su boca. Se besaron, locos de pasión, fundidos en un abrazo que no bastaba—. No tengas miedo, mi amor. Te suplico, no me tengas miedo.

—No, no —jadeó ella, y se incorporó sobre sus antebrazos cuando él abandonó la cama para desembarazarse de los boxers. Su pene saltó, erguido, grande, oscuro, y el pánico, sin remedio, se apoderó de ella. Terminó encogida contra el respaldo, con las piernas al pecho. Al-Saud volvió a la cama y se sentó frente a ella sobre sus talones. Le expuso el miembro de cerca, en toda su magnitud.

—Eso no va a encajar dentro de mí —pensó en voz alta.

Con una sonrisa compasiva, él le tomó las manos y la obligó a acostarse con la cabeza a los pies de la cama. Se ubicó a su lado, y Matilde percibió la punta del pene clavarse en su muslo.

—No te asustes. Me saqué los boxers porque no soportaba la presión. Ya te dije que nada va a pasar que no quieras. ¿Cómo te sentís hasta ahora?

—Rara. Feliz —admitió—. Asustada. ¿Y vos?

—Feliz por tenerte en mi cama, algo que deseé desde el primer momento en que te vi y que me costó muchísimo conseguir.

—Decime que todo está bien, que estoy haciendo todo bien.

—Estás haciendo todo muy bien. Y si te equivocases, ¿cuál sería el problema? Después de todo, ésta es tu primera vez. Al menos así la considero yo.

—Para mí también es mi primera vez, pero igualmente no quiero equivocarme. No con vos.

—¿Por qué no conmigo?

—Tengo miedo —sollozó ella.

—¿A qué le tenés miedo, mi amor?

—A decepcionarte. Me moriría de vergüenza. No lo soportaría. Vos sos tan hombre. Exudas tanta masculinidad que siempre supe que serías un amante extraordinario. Eso fue lo que me asustó de vos, lo que me llevaba a actuar con frialdad. Te quería lejos porque eras una tentación demasiado fuerte para resistir. Y yo era consciente de mis limitaciones.

—Matilde, quiero que estemos cómodos en la presencia del otro y que nos permitamos equivocarnos cuanto sea necesario.

—Vos no te vas a equivocar en nada, lo sé.

Al-Saud sonrió.

—¡Qué responsabilidad! ¿Y si resulto un fiasco?

El gesto y el resoplido de Matilde le provocaron una carcajada; ella también se rió. Las risas fueron extinguiéndose y las miradas ahondándose. Los ojos de Al-Saud habían perdido su verde natural para volverse negros. La contemplaba con fijeza, sin pestañear. Su seriedad presagiaba lo inminente. La deshizo de la bombacha de tul negro. Frunció el entrecejo, aguzó la vista. No tenía vello, apenas una pelusa rubia, y no se trataba de que estuviese depilada, él conocía la calidad de un monte de Venus depilado, más áspero y poroso; parecía la vulva de una niña. Pasó la mano sin detenerse ante la desazón de Matilde y descubrió al tacto una cicatriz muy tenue, de un color blanquecino distinto del de la piel; no la había notado al primer vistazo. Se la dibujó con el dedo; parecía una sonrisa sobre el pubis.

—¿De qué es?

—Me operaron cuando tenía dieciséis años. No es nada.

Al-Saud prosiguió con su examen. Le acarició los antebrazos y los muslos a medias cubiertos por los cancanes.

—No tenés vello, ni uno. Mon Dieu, Matilde! —Refregó la cara en el pubis de ella, que se contorsionó y clamó y le hundió los dedos en la cabellera.

Al-Saud actuaba como presa del delirio, su boca devoraba el clítoris de Matilde, su lengua lo lamía, sus labios lo chupaban, su nariz recogía el aroma. La respuesta de ella lo enardecía. La penetró con un dedo y percibió la humedad de su vagina y la contracción de los músculos, que lo apretaron de una manera sorprendente. Su pene latía, sus testículos se habían vuelto pesados, su boca estaba seca. El deseo que Matilde le despertaba era como todo lo que ella despertaba en él: descontrolado, irracional, desmedido. Manoteó el condón de la mesa de luz, rasgó el envoltorio con los dientes y se lo colocó con habilidad. Se ubicó sobre ella y le ordenó que separara las piernas, primero en francés, luego en castellano. Matilde obedeció y se abrazó a su cuello. “Despacio”, se instó Eliah. “Muy despacio”. No separó la vista de ella en tanto la penetraba. Era tan pequeña, estrecha y delicada. Ese pensamiento lo enardecía, le costaba reprimirse.

—¿Estás bien? —Ella asintió—. Relajate, por favor. Quiero que te permitas el placer que puedo darte. Dejame entrar. Estoy ardiendo de deseo. Dejame entrar.

Matilde cerró los ojos para visualizar la imagen de la carne de él deslizándose dentro de su vagina húmeda y pringosa. Sonrió y le envolvió la parte baja de la espalda con las piernas. Al-Saud liberó el aliento con ruido y se hundió hasta que no quedó un centímetro de su pene fuera de ella. Se detuvo, endureció el cuerpo, resistió la marea de placer.

—¿Cómo estás? ¿Te duele?

—Estás dentro de mí —atinó a pronunciar con gesto extasiado, y él la besó y bebió sus lágrimas—. Estás dentro de mí, Eliah, mi amor.

—Sí, estoy muy profundo dentro de vos. Todo dentro de vos. Lo logramos, mi amor.

—¿Qué hago ahora? Quiero complacerte, quiero hacerlo bien.

—Amor mío… —atinó a balbucear, y extendió los brazos para balancearse sobre ella y dentro de ella hasta que se permitió gozar, y el placer lo dejó exhausto.

De modo inconsciente, Matilde le clavó las uñas en la espalda, pasmada al descubrirlo en esa intimidad en la que Al-Saud se mostraba, a un tiempo, dominante y brusco, vulnerable y entregado. Sus gritos roncos la conmocionaron, sus embistes la sacudieron, su mueca de dolor la impresionó. Él se desplomó, aliviado, sobre ella, y Matilde se aferró a su cuello.

—Ya estoy curada.

—Ya sos mía —apuntó él.

Al-Saud siguió amándola hasta que Matilde alcanzó su primer orgasmo. A pesar de haberla recorrido toda y de que no quedara centímetro de su piel sin reclamar como propio, ella aún constituía un misterio para él. Nunca antes de esa noche había experimentado el alivio.

—¿Nunca te masturbaste? —le preguntó, incrédulo, y ella, todavía agitada y con los ojos cerrados, agitó la cabeza para negar—. Matilde, mi amor —susurró.

—Eliah, besame, por favor.

Se fundieron en un abrazo de piel ardiente, muslos entreverados, bocas sedientas y manos irreverentes. Matilde deslizó la de ella entre sus cuerpos y lo sorprendió al sujetarle el miembro como había visto y leído en El jardín perfumado. Él se arqueó y gimió como herido de muerte. El pene creció en la mano de Matilde, mientras el beso se profundizaba y los dedos de Al-Saud le separaban los labios de la vulva para hurgarla. No hallaban la saciedad, no existía el fin.

—¿Puedo ponerme sobre vos?

—Podés hacer lo que quieras. Colocame el condón primero.

—¿Yo?

Le indicó el modo, y ella reía, nerviosa. La ayudó a acomodarse y a deslizarse sobre su carne dura y caliente hasta que el cuerpo de Matilde lo tragó por completo. Le indicó el vaivén correcto. Al-Saud no atinaba a nada, se limitaba a admirarla. Le recordaba a una modelo de los prerrafaelistas, voluptuosa al tiempo que diminuta. Un misterio. Su Matilde. Su amor. Su mujer con cara de niña, sin vello, con pecas y trenzas. Por cierto que ella no había estado en sus planes. En verdad, nunca había buscado enamorarse. Esa clase de pasión complicaba una vida excéntrica como la de él. Sin embargo, ya no la concebía sin su Matilde. La grandeza de lo que nacía en él lo emocionó. Se irguió para quedar frente a ella. Matilde se acomodó y lo recibió en la nueva postura.

—Mirame —le exigió, y por unos instantes se contemplaron en silencio—. Sos lo más lindo que he visto en mi vida.

—Y vos sos lo mejor que me ha pasado en la vida. Sos mi sanador.

El placer los sorprendió con los labios unidos y gimieron en la boca del otro hasta que se desarmaron sobre la cama. Permanecieron inmóviles mientras recuperaban el aliento. Matilde se desembarazó del peso de él y bajó de la cama. Intrigado, Al-Saud se irguió para observarla. Matilde giraba y giraba en puntas de pie y con los brazos extendidos al cielo, su desnudez velada a medias por el largo cabello.

—¡Estoy curada! —clamó—. ¡Estoy curada!

Al-Saud corrió hacia ella, la levantó en el aire y la hizo dar vueltas. Los dos reían a carcajadas.

—Quiero que sepas algo. Éste es el primer día feliz de mi vida. Y te lo debo a vos.

Eliah tragó el nudo en su garganta y pestañeó varias veces para acabar con la picazón en los ojos. Se acordó de las palabras de Sofía y de las de Juana. “Te advierto, sobrino, esa chica es un ángel venido a esta Tierra. No la lastimes. Demasiado ha sufrido en esta vida”. “Le sucedieron cosas de todo tipo y color, y así como la ves, tan chiquita y suavecita, nuestra Mat las afrontó solita, porque con la familia que le tocó en suerte, no podía esperar ayuda de nadie”. Como en aquellas oportunidades, se acobardó. No quería saber. No soportaría el dolor de ella. Lo de la violación lo había devastado.

—Es el primero, mi amor, pero no el último.

—Quiero más —pidió Matilde con aire retozón—. ¿Hay más?

—He creado un monstruo —dijo él, y cayó sobre la cama, de cara al cielo y con los brazos en cruz.

Matilde lo observaba dormir. Era consciente del esfuerzo titánico en el que él se había embarcado para que ella alcanzase su primer orgasmo, y después le regaló otro más. Al comenzar la noche, ella no ambicionaba experimentar eso de lo que Juana siempre le hablaba, “el orgasmo”; se conformaba con adquirir un viso de normalidad aceptando el miembro de un hombre en su cuerpo, como cualquier mujer. No obstante, Eliah se lo había dado; le había dado todo. Le resultaba imposible conciliar el sueño con la erupción de sensaciones que la dominaban. En especial la dicha, que experimentaba por primera vez, tan pura y real, mantenía altas sus pulsaciones. Se deshizo del abrazo de Al-Saud y abandonó la cama. Sintió una molestia entre las piernas y sonrió. Se puso la camisa de él e inspiró con los ojos cerrados cuando una oleada de A Men inundó sus fosas nasales. Caminó en dirección a una salita separada de la habitación por una abertura en arco de medio punto. La salita era circular, y las vitrinas cóncavas, una a continuación de la otra, que iban del techo al suelo, perfilaban los pétalos de una flor dibujada en el piso de madera. Todavía estaba oscuro. Apoyó la frente y las manos en el vidrio emplomado y sollozó quedamente. “Gracias, Virgen Santa, por haberme preservado de la muerte para experimentar esta felicidad con Eliah”.

Volvió a la habitación secándose las lágrimas con la manga de la camisa. Al-Saud seguía durmiendo, boca abajo y con el jopo sobre la cara. Caminó hacia una puerta que conducía al baño, de gran dimensión, con tres lavatorios sobre un mármol blanco, un jacuzzi de unos dos metros de diámetro y una ducha con mampara de cristal. No había bidet. La atrajeron las botellas de perfume sobre un estante, la de A Men y varias más. Los probó todos y dio vueltas con los brazos extendidos para que las fragancias se agitaran a su alrededor. Cada detalle la fascinaba, incluso el jabón de manos Roger & Gallet. Antes de salir, observó el cesto de la basura donde Al-Saud había arrojado los condones cargados de semen. La surcó un escalofrío. ¿En verdad era ella la que había vivido esa noche de pasión?

Regresó a la salita en forma de flor y vio que clareaba. La vitrina emplomada daba a un patio interno estilo andaluz, con fuente de mayólicas y palmeras. Volvió a la habitación y descubrió que, frente a la puerta del baño, había otra. La abrió. Un aroma fresco, como a pino, salió a su encuentro. Tanteó en la pared hasta dar con la perilla de la luz. Se trataba del vestidor de Eliah. “Si Juana viera esto”, pensó, en tanto avanzaba por el recinto oblongo. Tantos trajes, sobretodos, camperas, zapatos, zapatillas, pantalones, camisas, remeras, corbatas, cintos. Al final, enfrentado a la puerta, había un espejo que ocupaba toda la pared. Matilde estudió su reflejo desde varios ángulos, ensayando gestos y miradas. La camisa la cubría más allá de las rodillas y le iba enorme. Se tapó la cara y rió al evocar las cosas que Eliah le había hecho. Él era tan diestro y apasionado, a nada le temía, no sabía de ataduras. Era libre y la había curado. Una imagen sobre el espejo llamó su atención. Se trataba de su frasco con sombrerito; estaba vacío y limpio. Eliah lo guardaba entre sus relojes, más botellas de perfume, varias billeteras, gemelos de todo tipo y un sujetabilletes de plata.

Oyó pasos. Comprobó que Al-Saud dormía. Entreabrió la puerta que daba al corredor y vio a una joven avanzar con su campera y sus guantes negros y una pila de toallas. Se apartó en el momento en que la muchacha entornaba la puerta para entrar. Ambas se quedaron estáticas y mudas observándose mutuamente. El pánico y la duda comenzaban a teñir de negro el ánimo de Matilde hasta que una sonrisa aniñada de la joven —le mostró todos los dientes y elevó tanto los pómulos que achinó los ojos— la sacudió. La vio acomodar su campera y sus guantes largos sobre una silla y le hizo gracia la seña con que le pidió que la acompañase al baño. Se notaba que conocía la casa y que se movía con libertad y autoridad. Abrió un armario que Matilde no se había atrevido a husmear y colocó las toallas en un estante. Se dio vuelta y volvió a sonreír. Matilde se presentó en francés, pero la joven no abrió la boca y se limitó a contemplarla de la cabeza a los pies, sin pudor. Matilde decidió que era muy bonita pese a llevar el cabello, de un rubio ceniza, tan corto. Lo varonil del corte provocaba un efecto dramático sobre sus facciones suaves y redondeadas, como si se tratara de una peluca mal puesta sobre esa carita de muñeca, de nariz recta y diminuta, de boca pequeña, aunque de labios suculentos, y de ojos enormes y oscuros. Alta y delgada, vestía con sencillez, si bien ropas de calidad.

La joven se aproximó y le tomó el mechón cercano al rostro. Por un instante, Matilde temió que lo jalara para lastimarla. Por el contrario, lo acarició y lo olió. Le indicó que se sentase sobre la tapa del inodoro y le hizo dos trenzas. Esa casa y la muchacha, pensó Matilde, formaban parte de esa sensación onírica que la embargaba.

—¡Matilde! —La voz de Al-Saud las puso en guardia, y la joven sacudió la mano conminándola a acudir al llamado.

Matilde lo encontró incorporado en la cama, la espalda contra el respaldo, el torso desnudo, el pelo desgreñado. Hasta en esa guisa, le pareció el hombre más hermoso.

—¿Dónde estabas? —le preguntó, con aire impaciente, algo irritado.

—En el baño, con una chica que trajo toallas.

Bonjour, ma petite! —dijo Al-Saud, y la muchacha corrió a su cama con la torpeza de una niña y se arrojó a sus brazos.

Matilde no daba crédito a sus ojos. Al-Saud la sostenía y le hablaba en francés y la joven afirmaba o negaba, pero no emitía sonido. Cada tanto, la miraban.

—Matilde, ella es Leila, una gran amiga, que se ocupa del orden de esta casa.

Leila se desembarazó del abrazo de Al-Saud y caminó hacia Matilde. Le acarició las mejillas y le sostuvo las trenzas.

—¿Has visto qué hermosa es, Leila?

La muchacha asintió con vehemencia e hizo el gesto de llevarse una taza a la boca.

—Sí, tráenos el desayuno, por favor. —A Matilde se dirigió en castellano—: ¿Qué querés tomar? ¿Café, té, chocolate?

—Muero por unos mates, pero me conformo con café con leche, por favor.

Café au lait pour Matilde, ma petite.

La puerta se cerró tras Leila, y Al-Saud estiró los brazos hacia Matilde. Ella subió al plinto y luego a la cama por el lado de los pies y gateó hacia él. Las trenzas acariciaban el cobertor y sus pechos se zangoloteaban bajo la camisa. Nada resumía con mayor certeza la esencia paradójica de Matilde que esas trenzas de niña y esos pechos de mujer. Al-Saud recordó el ansia con que los había chupado la noche anterior, y su pene comenzó a revivir. La aferró del antebrazo y la obligó a acomodarse sobre él.

—Buen día —dijo ella, y Al-Saud absorbió su aliento fresco y dulce y las fragancias que destilaba su piel.

—Buen día, amor mío. ¿Cómo te sentís?

—Feliz. Plenamente feliz.

La sonrisa de él le quitó el aliento. Le pasó la mano por la mejilla oscurecida.

—Hoy no te afeites. Me encanta cómo te queda esta barba.

—Y a mí me encanta todo de vos, mi Pechochura Martínez. Mi araña pollito. —Metió la mano bajo la camisa y le pellizcó las nalgas. Nunca había visto un trasero tan apetecible, pequeño y al mismo tiempo respingado, lleno, regordete.

“Soy tan afortunado por haberte encontrado”, pensó Eliah, y no se atrevió a decírselo porque albergaba dudas respecto de los sentimientos de ella. “¿Qué soy para ti, Matilde? ¿Sólo tu sanador? ¿Te irás al Congo y me dejarás?”. La besó largamente, despacio, saboreando su boca, jugueteando con la lengua de ella. Rompieron el beso y se perdieron en sus miradas.

—¿Estás bien? —se interesó él, y posó su mano sobre la vulva de ella.

—Sí, muy bien. —No le mencionó que, al caminar, sentía un escozor; temía que él se negara a hacerle de nuevo el amor.

Leila entró arrastrando una mesa con rueditas.

—¿Cómo la subió hasta aquí?

—Hay un ascensor en la zona de servicio. Es tan viejo como la casa. Debió de ser de los primeros ascensores de París. Después, cuando hagamos el recorrido, te lo voy a mostrar.

Leila les sirvió y se marchó. Estaban famélicos y comieron con fruición. Eliah se regocijó con la imagen de Matilde comiendo la segunda medialuna y bebiendo todo el café con leche.

—Contame de Leila. Sólo es muda. Me di cuenta de que escucha sin problemas.

—Ni siquiera es muda. Simplemente decidió no volver a hablar. —Le refirió la historia de los hermanos Huseinovic, aunque se abstuvo de hablarle de las violaciones que La Diana y Leila habían sufrido a manos de los serbios; no podía mencionarlo sin evocar la confesión de la noche anterior—. Pocos días después de que las liberasen de Rogatica —también se guardó de mencionar que él comandaba el grupo de rescate—, Leila empezó a comportarse de un modo extraño y a comunicarse por señas. Hemos consultado a los mejores psicólogos y psiquiatras de París. Todos coinciden en que ella decidirá cuándo regresar al mundo de los adultos. Quizá prefiera ser una niña el resto de su vida.

—¿Sus hermanos viven con vos también?

—No. La Diana y Sándor alquilan sus propios departamentos en los suburbios de París, aunque vienen a menudo a visitar a Leila. Trabajan para la Mercure.

—¡Qué extraño que Leila prefiera vivir con vos y no con sus hermanos!

—Un psiquiatra me dijo que ella construyó conmigo la figura paterna que necesita para sentirse protegida.

—¿Cómo se conocieron?

Lo acobardaba referirle la verdad. No renegaba de su oficio, Dios sabía que los mercenarios y los profesionales de la guerra eran tan necesarios como los médicos y los ingenieros, sin embargo, las personas comunes no lo comprendían, y a él lo inquietaba el juicio de Matilde.

—Sus hermanos trabajan para mí, así la conocí.

—Sí, lo sé. Diana fue quien me sacó de la sala de convenciones.

“Jamás habría admitido que uno de mis hombres te pusiera las manos encima”, caviló él.

—Leila resultó una excelente cocinera y la traje a vivir conmigo. Vivió conmigo en mi anterior departamento hasta que me mudé aquí. Ahora se ocupa de esta casa y está al mando de mis dos empleadas, Marie y Agneska. Para eso no es una niña, te lo aseguro.

—Se nota que te quiere muchísimo. La tratás muy bien.

—Estoy encariñado con ella. Es bueno llegar a casa y verla.

Matilde experimentó una punzada de celos que la avergonzó. Simuló juguetear con las migas de las medialunas para ocultar su semblante. Ezequiel sostenía que resultaba fácil adivinar sus pensamientos, y no deseaba que Eliah leyera ése. Al-Saud apartó la bandeja y la obligó a recostarse; la besó en el cuello mientras con una mano se las ingeniaba para desabotonar la camisa.

—Quiero hacerte el amor mientras nos bañamos juntos.

Terminó de quitarle la camisa y se quedó mirándola al favor de la luz del día. Con el índice, la recorrió desde la depresión que se forma en la base del cuello hasta el monte de Venus imberbe, apenas mancillado por la cicatriz en forma de sonrisa. Una vez había escuchado decir a su padre: “Mi piel no es tan oscura. Sucede que, junto a tu madre, parezco más oscuro de lo que soy”. En verdad, su mano parecía negra sobre ese vientre níveo, moteado de pequeñas lentejitas marrones. Separó los dedos y abarcó toda la superficie, de un grupo de costillas al otro. Le lamió el ombligo y sintió las manos de ella enredarse en su cabello, y percibió el temblor en sus entrañas y oyó su inspiración entrecortada. Los pezones de Matilde respondían al estímulo, se endurecían y adoptaban un rojo intenso.

—Vamos —ordenó.

Entraron en el baño. Al-Saud la obligó a detenerse frente al espejo y se ubicó detrás de ella. Le tapó el pubis con una mano. El contraste los impresionó y los excitó. Matilde lo sintió crecer en la base de su espalda. Profirió un sollozo cuando la otra mano de él masajeó sus pechos.

Touche-moi —le rogó, y ella lo tomó con delicadeza. Al-Saud sufrió un espasmo y se encorvó—. Mon Dieu, Matilde!

La aferró por los hombros y la dio vuelta para besarla. Ella, que se sentía osada y quería imitarlo, le masajeó las nalgas, y él gimió en su boca.

—Basta —suplicó— o acabaré antes de haber empezado.

Matilde se quedó quieta frente al espejo, cubriéndose los pechos con el antebrazo y el monte de Venus con la mano, mientras seguía a Al-Saud con la vista. Él se movía con soltura, y su pene erecto y rígido apenas se mecía. Abrió el grifo de la ducha y enseguida el vapor inundó el receptáculo tras la mampara de cristal. Del armario donde Leila había acomodado las toallas, sacó una caja de condones. Quedaba uno. Entraron en la ducha y se abrazaron bajo la lluvia caliente. Matilde suspiró en tanto sus músculos se aflojaban.

—¿Cómo dormiste? —se interesó él, todavía abrazado a ella.

—No dormí en toda la noche. —Al-Saud la apartó para mirarla—. No podía dormir —le explicó—. Estaba demasiado feliz. Exultante. Tenía las pulsaciones desbocadas. Quizá no tengas la justa dimensión de lo que anoche significó para mí, Eliah. Siento que me devolviste a la vida.

Ella comenzó con tímidas caricias —apenas apoyaba la punta de los dedos— para trazar los músculos de su espalda, y luego pasó a los pectorales, y a los brazos y antebrazos, y a los abdominales. Al-Saud la observaba en silencio, atento al movimiento de sus manos, cada vez más intenso y desvergonzado, y al de su rostro cargado de deseo. Por fin, ella le sostuvo y le acarició los testículos.

—Por Dios —tembló él, con la frente en el hombro de ella.

—Quiero tenerte de nuevo dentro de mí, Eliah, por favor.

Al-Saud la empujó hasta que la espalda de Matilde tocó la pared caliente de la ducha. Se puso el condón de mala gana y la levantó en brazos. Las piernas de ella le rodearon la cintura, y él, que la sujetaba de las nalgas, la movió hasta que su pene halló la entrada. La penetró con lentitud esperando que Matilde se adaptase a la intrusión.

—¿Estás bien? —Matilde, como en trance, apenas asintió—. Decime que te gusta, decime que te encanta.

—Sí… Me encanta. Por favor… Eliah.

Al-Saud se retiró y volvió a entrar con más ímpetu. Matilde gimió y se contorsionó. De nuevo, salió y entró, y mientras repetía la operación hasta obtener la certeza de que ella estaba lista para recibirlo en su totalidad, le succionaba los pezones. Con un embiste que la elevó contra la pared, Al-Saud se metió dentro de Matilde y la llenó. El alarido de ella lo detuvo en seco.

—¿Te lastimé? ¿Estás bien? —preguntó, con angustia.

—Sí, sí. Es que… Sentí una corriente eléctrica dentro de mí, hasta el ombligo. No pares, Eliah, por favor, no pares.

Segundos después, los gritos de Matilde lo hechizaron. La absorbió con la mirada en tanto ella se consumía en el alivio y caía, laxa, sostenida por la pared y su torso. Los movimientos de él reanudaron. Matilde le buscó los labios, y el beso fue arrebatador. Al-Saud apartó la boca para liberar su gozo, y a Matilde le dio la impresión de que su bramido traspasaba los muros e inundaba la casa. Él terminó derrumbado en el piso del receptáculo. Matilde aprovechó para quitarle el condón y para lavarlo, y cada vez que rozaba su miembro, Al-Saud se agitaba en un espasmo.

Ella lo bañó. Y después él la bañó a ella. No les bastaba con amarse de ese modo delirante; necesitaban seguir tocándose.

* * *

Al-Saud terminó de calzarse un par de botas tejanas y levantó la vista para ubicarla. Matilde estaba en la flor, como él llamaba a la salita circular con vitrina cenital en forma de pétalos. Observaba el patio andaluz con la frente apoyada en la ventana. Llevaba el vestido negro de la noche anterior. El cabello húmedo comenzaba a secarse y a retraerse en sus bucles. Ella giró la cabeza sin despegar la frente del vidrio y lo miró.

—Tu casa es un sueño. Vos sos un sueño. Lo de anoche y lo de recién son un sueño.

Al-Saud la alcanzó en la flor y la abrazó por detrás.

—Es la pura realidad, Matilde. Sos mi mujer. ¿Te sentías mía?

Ella se dio vuelta y hundió la cara en la chomba de él con aroma a otro perfume distinto del A Men. No quería llorar, ni siquiera de felicidad.

—Toda tuya, mi amor. Y vos, ¿sos mío y de nadie más? —Matilde pensaba en Celia y en las mujeres que lo desearían e intentarían conquistarlo. Por un momento, tuvo miedo de él, de su inconstancia. Al-Saud apoyó el índice bajo el mentón de Matilde y le imprimió una ligera presión para elevar su rostro.

—¿Vos qué pensás?

—No sé.

—Anoche te pregunté si confiabas en mí y me dijiste que sí.

Matilde se abrazó a su torso y volvió a inspirar el nuevo perfume.

—¡Sí, sos mío! Lo sé, lo sé.

—¿Por qué dudaste?

—Porque anoche te vi con Celia y me volví loca de celos.

—Anoche te vi con el tal Sampler, que no perdía oportunidad de ponerte las manos encima, y te vi encerrarte en una habitación con tu exesposo, y me volví loco de celos, pero no dudé de vos.

—Nada pasó con Roy. Sólo hablamos.

—Lo sé.

Después de enseñarle la casa, excepto la base, la dejó en la cocina con Leila para hacer unas llamadas. Matilde aprovechó otra línea y habló con Juana.

—Estoy bien. Esta noche nos vemos. ¿Vos cómo estás?

—Shiloah vendrá a buscarme en un rato. Estoy bien. Te quiero, amiga.

—Yo también.

Al-Saud se preparó para salir. Debía ocuparse de dos asuntos. Uno no constituía un problema, comprar condones; para el otro, en cambio, necesitaría un arma. Marchó a su dormitorio y trabó la puerta al entrar. Se dirigió al vestidor. Caminó hacia el espejo y tanteó en la parte superior hasta hallar el interruptor. El espejo se despegó de la pared e hizo un sonido similar al de una lata envasada al vacío al abrirse. Al-Saud lo movió hacia la izquierda como si se tratara de una puerta para revelar un pequeño arsenal. Pistolas de varios tipos y marcas, subfusiles, fusiles, entre ellos un AK-47, una ametralladora automática, además de municiones, cargadores, binoculares de visión nocturna, un telémetro, una brújula electrónica, varios silenciadores y un marcador infrarrojo de objetivos, prolijamente ubicados en soportes que perfilaban la silueta del arma o del instrumento. Había una fortuna en armamento y adminículos. Fijó su atención en las pistolas y se decidió por una de sus favoritas, la Beretta 92, la misma con la que habían asesinado al botones del George V. Se la calzó cerca del corazón, en la pistolera axilar, y se cubrió con la campera Hogan de cuero.

Encontró a Matilde envuelta en un delantal de cocina enseñándole a Leila a preparar dulce de leche.

—¿Cómo se dice bicarbonato de sodio en francés?

Bicarbonate de soude. Leila, hay en la gaveta del baño de la planta baja.

La muchacha corrió a buscarlo. Al-Saud cerró sus manos en torno a la cintura de Matilde y le sonrió.

—Me excitás mucho con ese delantal y la cuchara de madera en la mano.

—Me excitás mucho de cualquier modo —retrucó Matilde. Al-Saud echó la cabeza hacia atrás y profirió una risotada—. ¿Salís? —le preguntó al notar que llevaba puesta una campera.

—Nos quedamos sin condones. —Volvió a reír y la besó en todas partes, haciéndole cosquillas con la barba—. Quiero que siempre te pongas colorada. Sos muy hermosa así.

Compró los condones, a pesar de que ya había decidido que no los usaría con Matilde. Con ella, quería sentir plenamente y no con la restricción del látex. Aunque siempre se había protegido y cada año se hacía los análisis de rutina, al día siguiente le pediría a su hermana Yasmín que le extrajera sangre y disipara cualquier duda.

En el departamento de Jean-Paul Trégart pidió por el señor Blahetter. El vestíbulo donde él y Matilde se habían enfrentado la noche anterior lucía tranquilo. Aparecieron los dos hermanos, Roy y Ezequiel. Al-Saud, sin pronunciar palabra, se abalanzó sobre el mayor y le propinó una trompada en el estómago que lo arrojó al suelo. Acto seguido, le pisó el cuello con la bota tejana.

—¡Ey! —se alteró Ezequiel—. ¿Qué mierda hace?

Al-Saud lo sujetó por el suéter y lo atrajo hacia él. Le habló en castellano.

—No te metas. Esto no es con vos. —Movió un poco la bota y Roy se quejó—. Pedazo de mierda, hijo de puta, si vuelvo a verte a mil metros de mi mujer te mato. —Empuñó la Beretta y se acuclilló para colocarle el cañón en la sien—. ¿Te quedó claro?

—¡Por favor! —intervino Ezequiel—. Acá debe de haber una equivocación. Mi hermano no vive…

—¡Ninguna equivocación! ¡Hablo de Matilde! ¡De mi mujer!

—Matilde no es su mujer —farfulló Roy—, ni de nadie.

Al-Saud retiró la bota y colocó la Beretta bajo el mentón de Blahetter.

—No vuelvas a pronunciar su nombre, basura. Matilde es mía en todos los sentidos en que una mujer puede ser de un hombre. Lo que vos tomaste por la fuerza, ella me lo da a mí libremente, tantas veces como quiero.

Se incorporó y dio un giro para enfrentar a Ezequiel, que se echó hacia atrás, apabullado por la mueca de odio en el semblante oscuro de ese hombre, que la noche anterior había llegado con Céline para irse con Matilde.

—Vos sos el mejor amigo de Matilde, al menos ella lo cree así. Por tu bien, mantené alejada a esta mierda de mi mujer o vos también obtendrás tu parte por traidor.

Al abandonar el edificio de la Avenida Charles Floquet, vio la camioneta negra desde la cual Peter Ramsay o alguno de sus expertos vigilaban a Roy Blahetter. Condujo su deportivo inglés por la orilla del Sena hasta equilibrar las energías de su espíritu; acababa de vivir un momento intenso y casi había sucumbido al impulso de destrozar a ese malparido.

Al regresar a la Avenida Elisée Reclus, encontró a Leila y a Matilde riendo a carcajadas en la cocina. Sándor y La Diana las contemplaban con ojos bien abiertos. Al-Saud se interesó en el motivo de las risas. Leila tomaba un pollo por las alas y lo hacía bailar, sentarse, cruzar las piernas, fumar. A él también le causó gracia.

—Leila está como niña con juguete nuevo —comentó La Diana, y sacudió la cabeza para señalar a Matilde—. No deja de coquetearle para ganarse su amistad.

—No creo que le cueste mucho —opinó Al-Saud.

Ni Sándor ni La Diana se atrevieron a mencionar que se trataba de la primera vez que Al-Saud llevaba a una mujer a la casa. Eliah besó a Matilde en los labios y le indicó a La Diana que lo siguiera. Se encerraron en la biblioteca.

—El 5 de febrero será el encuentro con el científico israelí, con Moshé Bouchiki, en el Semiramis Intercontinental de El Cairo.

—Lo sé. Dingo me explicó que tendré que acompañarlo. Pensé que vos te encargarías de Bouchiki en El Cairo.

—No. Desde hace unos días sé que están siguiéndome. El Mossad podría estar detrás de mí. Mejor que vaya Dingo. Pero sí quiero que tú participes en esta misión. Y quiero que seas tú la que aborde al científico. Bouchiki espera que le digas en inglés: “La Diana y Artemisa son la misma diosa”.

—Original —ironizó La Diana.

—Se me ocurrió en ese momento porque ya pensaba en ti para esta misión. Ya estás preparada.

La Diana ocultó el placer que ese comentario le produjo tras la máscara endurecida en que se había convertido su rostro. Por supuesto que estaba lista para cualquier misión. Takumi sensei y Al-Saud se habían ocupado de su adiestramiento, y ella no los defraudaría. Habían sido generosos y ella, receptiva. No sólo le enseñaron acerca de armas y de la guerra, sino que la entrenaron en varias artes marciales. Al-Saud incluso le mostró cómo calzar su SIG Sauer P226 en la ropa interior y cómo abrir una hendidura en su falda para acceder rápidamente al arma.

—Conoces bien la fisonomía de Bouchiki —prosiguió Al-Saud— de los días que pasamos en Ness-Ziona. El encuentro será en un sitio público pues sospecho que su habitación estará controlada con cámaras y micrófonos, lo mismo que sus teléfonos. A través de Filippo Maréchal, su oficial de cuenta en el Credit Suisse, le comunicamos dónde, qué día y a qué hora lo abordaríamos. Dingo te dará los datos después. Te harás pasar por una más de la convención de científicos. Él te entregará el bolígrafo, se lo darás a Dingo del modo en que él lo haya planeado y, hasta que no regrese y te dé la señal de que las fotografías se ven correctamente, no te alejarás de Bouchiki.

—¿Cómo sacaremos a Bouchiki de El Cairo?

—De eso se ocupará Dingo, pero primero Peter tendrá que quitarle de encima a los katsas del Mossad que estarán siguiéndolo como una sombra.

—Ramsay es bueno para eso.

—Sí, lo es. Y ahora vamos a almorzar. Estoy famélico.

Almorzaron los cinco en una salita de la planta baja cuyas puertaventanas daban al patio andaluz. Leila lucía feliz y agitaba las manos y emitía sonidos para captar la atención de Matilde, que se las ingeniaba para entenderla y hablarle en su precario francés. Terminada la comida y levantada la mesa, Sándor y La Diana llevaron a Leila a su paseo dominical, al Bois de Boulogne a montar a caballo. Quiso que Matilde la ayudara con el abrigo. Matilde le ajustó la bufanda, le colocó la gorra de lana y la besó en la nariz.

La casa quedó en silencio con la partida de los hermanos Huseinovic.

—¿Qué te gustaría hacer esta tarde?

—Me gustaría volver a un lugar de tu casa que me impactó.

—¿Mi cama?

—Tu cama —dijo Matilde, con aire sensual— es el lugar de tu casa que más me excitó. Adonde me gustaría volver es a la habitación donde está la piscina.

En el ático, por encima del gimnasio, con techo de vidrio y grandes ventanales empañados, se hallaba la pileta rectangular, de grandes proporciones, rodeada de listones de teca. Había sillas largas y sillones de rota con almohadones. Matilde avanzó, descalza, sobre el piso de madera e inspiró el aire pesado de humedad y de aroma a cloro. Al-Saud se había quitado la bata y la observaba, desnudo, desde lejos. Ella también llevaba una bata blanca con el escudo del George V, de la que se desembarazó con movimientos deliberados; primero desveló los hombros, y él después le vio los omóplatos y cómo se le afinaba la espalda en la cintura; la tela le lamió el trasero respingado, y Al-Saud tuvo una erección. La bata cayó sobre los listones de teca, y Matilde giró la cabeza y lo miró sobre el hombro.

—Atrapame. Si podés. —Se lanzó de cabeza al agua caliente de la piscina. Eliah la siguió. La persecución duró más de lo que él había planeado. Matilde se movía con rapidez y agilidad, y pataleaba cuando Al-Saud intentaba sujetarle los tobillos. Exhausta, nadó hasta el borde de la piscina, y Al-Saud la cubrió con su cuerpo, todavía risueño y jadeando. Matilde descansaba la mejilla sobre los brazos y espiraba por la boca.

—Sos buena escurriéndote —pronunció él, con intención.

—Juana y Ezequiel nunca podían atraparme.

Fueron aquietándose. El agua alborotada los mecía, y el torso de él friccionaba la espalda de ella. La mano de Al-Saud vagó por las piernas de Matilde y terminó internándose en la hendidura entre sus nalgas. Ella levantó la cabeza y emitió un jadeo, más escandalizada que excitada.

—No —dijo Al-Saud, y su voz áspera y severa transmitió la urgencia que gobernaba su ánimo—. No te des vuelta. Quiero tomarte así, en esta posición. Desde atrás.

Matilde metió los dedos entre los resquicios del entablado de teca para resistir el dolor que le provocaba la puntada entre las piernas; sus pezones, endurecidos, también dolían y los apretó contra la pared de cerámica de la pileta. “Desde atrás”, repitió, y evocó una sección de El jardín perfumado. “La postura de la oveja”. Le hizo frío cuando él se alejó para buscar el preservativo y contó hasta cuarenta y siete, lo que tardó en regresar. Al-Saud le pasó el mentón por los hombros con la barba de un día, dura y puntiaguda, mientras sus manos trabajaban en los pechos y en la vagina de Matilde para arrancarle esos grititos que a él le fascinaban.

Mon Dieu! Comme tu me fais bander!

A pesar de que lo había expresado en francés, Matilde lo comprendió. Juana había averiguado que excitar sexualmente se decía bander; les habían aclarado que se trataba de una expresión muy vulgar, similar a “calentar”.

—Por favor, Eliah, por favor…

—¿Por favor, qué?

Matilde volvió el rostro hacia él y le ofreció la boca.

—Por favor —le rogó—, besame mientras me penetrás.

Al-Saud sintió que su cuerpo se diluía en el agua caliente. La tomó por la parte delgada de la cintura y la guió hasta su pene y, al mismo tiempo que invadía su vagina, le llenaba la boca con la lengua. Matilde se aferró a la tabla de teca con una mano y con la otra, en un acto reflejo, apretó la nalga de Eliah en el intento por tenerlo más dentro de ella. El orgasmo resultó demoledor. Matilde, que no hacía pie, se habría precipitado al fondo si Al-Saud no la hubiese recogido contra su pecho. La manipuló como a una muñeca de trapo y la colocó de frente. Matilde descansó la cabeza sobre el borde de la pileta, con la boca entreabierta, los párpados caídos; sus pechos flotaban en el agua, los pezones aún erectos. “Eres lo más lindo que he visto en mi vida”. No lo pronunció en voz alta porque detestaba ser reiterativo; no obstante, ese pensamiento se deslizaba cada vez que la tenía relajada después del orgasmo.

Salieron de la piscina, y Al-Saud secó a Matilde antes de envolverla en la bata y ubicarla sobre los almohadones de un sillón de rota, donde se le unió segundos después, luego de secarse y cubrirse. Matilde se acurrucó en su pecho.

—Era imposible que yo imaginara la grandeza del sexo —comentó, aún lánguida—. Mi mente pacata no estaba preparada para esto. Estoy tan feliz.

—Hay algo que quiero negociar con vos —manifestó Al-Saud, y Matilde se inquietó pues pensó que le hablaría del Congo.

—Yo no sé negociar. Juana dice que siempre salgo perdiendo en las negociaciones, que cedo demasiado rápido.

—Acá saldrás ganando, te lo aseguro. No quiero usar condón con vos, Matilde. —Ella se irguió y lo miró a los ojos—. Con vos quiero sentir plenamente.

—¿Y con el condón no sentís plenamente?

—No. Es como usar guantes. Se pierde mucha sensibilidad.

—Pero…

—Mañana iré a sacarme sangre para eliminar cualquier duda. Siempre he sido extremadamente cuidadoso, jamás he tenido sexo sin protección y me he hecho análisis con regularidad. De todas maneras, quiero estar muy seguro y por eso mañana volveré a repetirlos. En una semana estarán listos. Mientras tanto, seguiremos con los condones. —Se quedaron en silencio, mirándose—. ¿Vos te cuidás? Sí, ya sé. Es una pregunta estúpida. Por supuesto que no.

—Yo me ocupo de eso.

—Entonces, ¿estás de acuerdo? —Matilde afirmó con la cabeza—. Gracias, mi amor. —El consentimiento de ella no le provocó la alegría esperada. Matilde se había apagado—. ¿Estás bien? —le susurró sobre la sien.

—Sí, muy bien.

—Matilde, mi amor, mirame. —Ella obedeció—. Si preferís que use condón, no hay problema. No quiero que te sientas presionada a…

Matilde lo acalló colocándole el índice sobre los labios. Volvió a incorporarse y le tomó la cara entre las manos.

—Eliah, me hace feliz que desees sentir plenamente conmigo. Pienso que soy importante para vos.

—¡Lo sos, Matilde! ¿Acaso no lo sabés? Pero noté que te cambió el ánimo después de mencionarlo.

—Será la noche de insomnio que comienza a pesarme. Eliah, quiero que sepas que, después de que Roy… Bueno, de que pasara aquello, me hice el test ELISA, el que detecta los linfocitos… Bueno, no importa. El test para saber si existe el VIH en sangre. Dejé pasar el período ventana, de tres meses, y lo hice. No me sentía segura porque sabía que Roy tenía una amante, por eso lo hice. Dio negativo. Por las dudas, repetí el test en noviembre pasado y volvió a dar negativo.

Al-Saud no emitió palabra y la besó en la coronilla. Como la notaba tensa, le descubrió el brazo y le hizo lánguidas caricias.

Alrededor de las ocho, Matilde despertó en la cama de Al-Saud. Lo descubrió entre los resquicios de sus párpados. Estaba observándola. La besó en el cuello y en las mejillas tibias. Matilde rió.

—Me hacés cosquilla con la barba.

—¿No me dijiste que te gustaba?

—¡Me encanta! Sos el hombre más hermoso y viril que he conocido, Eliah Al-Saud. Todavía no sé cómo fue que te fijaste en mí.

—¿En Pechochura Martínez? ¿Será por este culito de araña pollito que tenés? —Deslizó la mano bajo la bata y se lo acarició—. Dios… Tu culo me excita sólo con imaginarlo.

Le apartó el escote de la bata con el mentón hasta exponer uno de sus senos. El pezón se endureció apenas lo rozó con la punta de la lengua. Matilde cerró la mano en la nuca de él y gimió. Al-Saud buscó el otro y lo saboreó largamente.

—¿Cómo podés preguntarme por qué me fijé en vos? —Matilde se contorsionó cuando el aliento de él le golpeó el pezón húmedo de saliva—. No creo que haya nacido el hombre que no se fijara en vos.

Matilde jamás le habría confesado que Celia constituía el tipo de mujer para él, de largas piernas, un rostro bellísimo y, sobre todo, mundana y con experiencia. Ella, en cambio, con un metro cincuenta y nueve centímetros de estatura y un cuerpo poco armonioso —en el Garrahan la habían apodado “tapón erótico”—, era una simple cirujana pediátrica que hallaba en su profesión el sentido de la vida.

—Matilde, quiero que hagamos el amor. ¿Y vos? ¿Cómo te sentís?

Sin incorporarse, Matilde se quitó la bata, que quedó bajo su cuerpo desnudo. Se miraron y, después de ese silencio, en el que expresaron tanto a través de sus ojos, Al-Saud se desnudó y se colocó sobre ella. Cuando acabaron, él todavía dentro de ella, los dos agitados y abrazados, Matilde le dijo al oído:

—Tengo que irme.

—No… —se lamentó Al-Saud—. Por favor, no te vayas.

—¡Dios mío! —gimoteó Matilde—. ¡Qué difícil es dejarte!

—Quisiera guardarte en esta casa para que nadie te viese, ni te desease, ni te admirase, ni te tocase. ¡Sólo para mí! —dijo, y apretó el abrazo.

—Soy sólo para vos, nunca dudes de eso.

—Nunca.

Al-Saud la llevó a la calle Toullier y se despidieron en la planta baja del edificio. No conseguían separarse. Eliah se apremiaba a quitarle las manos de encima; no conjuraba la voluntad para hacerlo.

—Mañana, después de la extracción de sangre, me iré de viaje. El martes por la mañana estaré de regreso y saldremos a almorzar. —Aunque le habría preguntado adónde viajaría y por qué, Matilde no se animó—. ¿Irás a buscarme al George V el martes?

—Sí, ahí estaré.

—Matilde, mi amor. —Ella elevó la cara y Al-Saud le despejó la frente y le acarició el cabello—. Quiero que te cuides por mí. ¿Lo vas a hacer? —Ella asintió—. Medes queda a tu disposición. Él te llevará y te traerá adonde sea que vayas. ¿Estamos de acuerdo? —Ella asintió de nuevo—. ¿Me prometés que te cuidarás?

—Sí, me cuidaré.

El beso de despedida se prolongó por minutos. Al final, Matilde se escurrió del abrazo y, sin pronunciar palabra, corrió al segundo piso. Al-Saud permaneció al pie de la escalera hasta que escuchó el golpe de la puerta al cerrarse. Al subir al Aston Martin, inspiró profundamente y soltó el aire con lentitud. Lo que estaba viviendo con Matilde era la experiencia más abrumadora y desconcertante de su vida. En sus casi treinta y un años, después de haber sido piloto de guerra, de haber combatido en la Guerra del Golfo, de haber formado parte de un grupo comando de élite de la OTAN y de presidir el directorio de una de las pocas empresas militares privadas, se topaba con una muchacha que ponía su mundo patas arriba. El timbre del celular lo sobresaltó.

Allô?

—Es ahora o nunca. —La voz de Peter Ramsay indicaba urgencia—. Roy Blahetter acaba de ingresar en el Au Bascou. —Ramsay aludía a un bistrot de la calle Réaumur—. Está solo y con expresión abatida.

—Ahora mismo arreglo todo. Gracias, Peter.

Apretó las teclas de su celular y se colocó el aparato al oído.

Allô?

—Zoya, soy yo.

—Hola, cariño.

—Te necesito ya, ahora.

—Siempre lista para ti, mon chéri.

—Se trata del que te hablé, Roy Blahetter, el hermano de Ezequiel Blahetter, el modelo publicitario. ¿Tienes su foto a mano? —Zoya le aseguró que sí—. Se encuentra en el bistrot Au Bascou, el de la calle…

—Sé dónde está.

—Perfecto. Hazte cargo.

Juana salió de su dormitorio en pijama al oír el tintineo de las llaves. Matilde cerró la puerta y se topó con su amiga en el extremo opuesto de la sala.

—¿Y? ¿Pasó lo que deseo que haya pasado? —Matilde, sonrojada, asintió—. ¡Iupi! —El entablado de madera crujió con el salto de Juana—. ¡Iupi, amiga! —Se abrazaron y lloraron juntas—. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sentís?

—Feliz, Juani. Nunca he sido más feliz que en este momento. No sabía que podía ser tan maravilloso. Todo lo que me contabas era poco.

—¡Amiga, es que te ha tocado un potranco por amante! ¡El mejor! ¡Valió la pena esperar! —Juana le descubrió las ojeras y menguó un poco el entusiasmo—. ¿Cómo te sentís? Digo, ¿estás bien?

—La verdad es que siento un escozor en la zona de la vagina, como la piel sensible y tirante.

—¡No hay problema, como decía Alf! Vi que tu tía guarda una bolsita con hojas de malva en el armario de la cocina. Te preparo un baño de asiento y asunto arreglado. Andá, cambiate mientras yo te lo preparo.

—No tomé mis medicamentos hoy.

—Yo te los llevo al dormitorio.

—Gracias, Juani. ¿Y vos? ¿Cómo lo pasaste? Me siento mal por haberte abandonado todo el día.

—Matilde Martínez. —Juana la sujetó por los hombros—. Si por un segundo sentís culpa, te fajo, ¿me entendiste? Quiero que te hagas a la idea de que yo he desaparecido de París. Quiero que vivas tu romance con el papurri a pleno, sin pensar en nada ni en nadie. No me hagas la Matilde de siempre, preocupada por todos menos por ella. ¡Te lo imploro!

—De acuerdo. Gracias, amiga. Te quiero tanto.

—No más que yo.

—¿Y Shiloah?

Juana suspiró.

—Fue lindo mientras duró, pero mañana por la mañana vuelve a Tel Aviv. Hace un mes que falta de su país, de sus empresas y de sus compromisos. No creo que nos veamos de nuevo. Apenas llegue a Israel, se meterá de lleno en su campaña política. Ya sabés cómo es eso.

—Lo siento.

Juana sacudió los hombros.

—La verdad es que no estoy para embrollarme con otro ahora. Mejor así, libre.

Más tarde, cuando Matilde terminó su baño de asiento, más aliviada, entró en el dormitorio de Juana y se recostó junto a ella.

—Contame de la fiesta. Me da la sensación de que escapé de una catástrofe.

—¿Me das permiso para pegarle un tiro entre ceja y ceja al imbécil de tu ex? ¡Qué tipo pelotudo, Mat! Le agarró un ataque cuando descubrió que habías desaparecido. Tengo una mala que contarte. Esta mañana llamó Ezequiel y me dijo que Jean-Paul internó hoy a Celia en una clínica de desintoxicación. Anoche se pasó de drogas y de alcohol.

Matilde se incorporó con un envión raudo.

—¿Dónde la internaron? ¡Quiero verla!

—Imposible. Ezequiel dijo que, al menos por un mes, estará aislada, no podrá recibir a ningún familiar ni amigo; ni siquiera hablar por teléfono. Política de la clínica.

—Dios mío, Juani. Es la maldición del alcohol que persigue a los míos.