Capítulo 16
Ezequiel levantó el sobre de Federal Express a modo de saludo, y las enfermeras que lo admiraban a través del vidrio agitaron las manos y le sonrieron. Les había regalado una foto autografiada a cada una, la de la publicidad de los cigarrillos Gauloises, para que atendieran a Roy de manera solícita.
Entró en la habitación 304 y de inmediato se dio cuenta de que su hermano no estaba bien. Su palidez y la mirada desvaída que le lanzó desde la cama lo asustaron.
—¿Qué tenés? ¿Qué te pasa?
—Me siento… muy descompuesto.
Una náusea lo obligó a arquearse sobre su estómago, y atinó a sacar la cabeza fuera para vomitar. Era sangre. Ezequiel soltó el sobre, que resbaló bajo la cama ortopédica, y se lanzó sobre su hermano.
—¡Roy! ¿Qué pasa? ¿Qué es esto? —Pulsaba el timbre y vociferaba—: Infirmière! Infirmière!
Al-Saud corrió el último trecho hasta la 304 al oír el llamado de Ezequiel. Blahetter, inclinado fuera de la cama, vomitaba un líquido de una tonalidad roja intensa, más bien de color burdeos. Una convulsión violenta lo devolvió sobre la almohada, y, con rastros de vómito en la boca, comenzó a sacudirse, agitando el sistema de roldanas que le sostenían la pierna enyesada.
—¡Sujetale la pierna quebrada! —vociferó Al-Saud, y Ezequiel hizo como se le ordenaba, aliviado de que alguien tomara las riendas de la situación.
La intensidad de las sacudidas obligó a Al-Saud a echarse encima de Roy. A centímetros de su cara, advirtió que tenía los ojos en blanco y que apretaba las mandíbulas con una ferocidad que acabaría por partirle los dientes. Una enfermera entró a las corridas y, al ver el cuadro, volvió a marcharse. Regresó escoltada por una colega, que le quitaba el aire a una jeringa. Aprovechando que Al-Saud lo mantenía firme, inyectaron a Roy en la vena del brazo izquierdo. Quedó laxo sobre la almohada unos minutos más tarde.
Se presentaron dos médicos y más enfermeras, y cerraron un círculo en torno a Blahetter. Al-Saud se retiró hacia el otro lado de la cama, junto con Ezequiel.
—Gracias, Al-Saud. No sé qué habría pasado si usted no aparecía. Se habría quebrado de nuevo —conjeturó.
—¿Qué sucedió? ¿Por qué se puso así?
—Ni idea. Entré en la habitación, y un segundo después estaba vomitando sangre. Dios mío, ¿esos hijos de puta que lo atacaron le habrán reventado algún órgano?
—No creo. Los médicos ya lo habrían detectado. Estoy seguro de que le hicieron radiografías y otros estudios para verificar que no hubiese heridas internas.
—Sí, sí, es verdad. Le hicieron varios estudios y me aseguraron que no había hemorragia interna.
Los médicos se apartaron del grupo para hablar con Ezequiel. Las enfermeras fueron marchándose, y el entorno de la cama se despejó. Al-Saud se acercó para estudiar de cerca a Blahetter. Oyó un crujido y notó la irregularidad del piso bajo su bota. Se trataba de un sobre. Un sobre de Federal Express. “La persona en la empresa de mi abuelo consiguió todo en menos tiempo del imaginado. Y lo despachará hoy en un servicio de veinticuatro horas de Federal Express”. Al-Saud miró de soslayo a Ezequiel. Éste le daba la espalda. Simuló inclinarse sobre Roy y levantó el sobre. Lo escondió bajo el sobretodo.
—Discúlpenme —dijo a los médicos—. Hasta luego, Ezequiel. Volveré más tarde o mañana, cuando tu hermano pueda recibirme.
Ezequiel se limitó a asentir.
Al-Saud, Michael Thorton y Anthony Hill se reunieron en la base para analizar el último lote de pruebas aportadas por Blahetter, constituido por memorandos internos, listados de sustancias, órdenes de entrega, remitos y otros documentos que avalaban la creencia de que en el vuelo de El Al se habían transportado al menos dos de los cuatro elementos necesarios para la fabricación del gas sarín, y en cantidades que no ayudarían si la estrategia del gobierno israelí consistía en presentar la adquisición como inofensiva, con la única finalidad de probar máscaras de gas o la producción de insecticidas. La documentación extraída de Química Blahetter y las fotografías de Bouchiki constituían una evidencia aplastante.
—Tu plan, Eliah, implica un gran riesgo —opinó Mike Thorton.
—Si coordinamos los pasos uno a uno, será exitoso —rebatió Al-Saud—. Entonces los tendremos agarrados de las pelotas. Y negociar con ellos será pan comido.
—¿Cuál es el paso que sigue? —preguntó Tony.
—Ver a Lefortovo —contestó Al-Saud— y asustar a los del gobierno israelí.
—Para lo segundo es que pretendes usar al periodista holandés, ¿verdad?
Al-Saud asintió.
—Queda algo pendiente que me quita el sueño y quisiera acabar con ello de una vez por todas —dijo Tony—: el tema de la filtración que tenemos en la Mercure.
—Si es que la tenemos —porfió Mike.
—Como ya dijimos, organizaremos un intercambio ficticio en el cual intervendrán sólo algunos de nuestros empleados, los sospechosos de acuerdo con nuestro juicio. No lo haremos acá, en París, sino que buscaremos otra ciudad. Yo seré quien concurra al supuesto intercambio.
—¿Cuándo?
—Lo haremos después de hablar con Ruud Kok. Tenemos que coordinar bien los pasos. Si la filtración de la Mercure es un informante del Mossad como creemos…
—Yo no creo eso —insistió Mike.
—Como creemos Tony y yo —concedió Al-Saud—, los atraeremos a la trampa sin problema.
Eliah condujo directamente de la base a lo de Vladimir Chevrikov.
—¿Quién es? —preguntó el ruso a través de la puerta y con la voz enronquecida del que acaba de despertar.
—Lefortovo, soy Caballo de Fuego. —Chevrikov le franqueó el paso, y Al-Saud ladeó la comisura en una sonrisa burlona—. Fresco como una lechuga, ¿eh?
Recibió un gruñido como respuesta. Zoya, cubierta por una bata, asomó la cabeza en la sala.
—Hola, cariño.
—Ah, éste es un mal momento —comentó Al-Saud mientras se aproximaba para saludarla con dos besos en las mejillas—. Siempre es una alegría verte, mon chérie, pero necesito que nos dejes a solas. Vladimir y yo tenemos que trabajar.
—Me urge hablar contigo, Eliah —dijo la prostituta—. ¿Puedes pasar por casa más tarde?
Al-Saud asintió y se retiró a la cocina para servirse café. Aguardó a escuchar el sonido de la puerta al cerrarse para volver a la sala. Chevrikov se presentó vestido y con el cabello húmedo y peinado. Aferró la taza que Al-Saud le ofrecía.
—Veo que puedes permitírtela —dijo en referencia a Zoya.
—Pagas bien, Caballo de Fuego. Muy bien.
Al-Saud abrió un sobre y volcó el contenido sobre la mesa. Varias fotos cayeron formando un abanico.
—¿De qué son?
—No es necesario que lo sepas, Lefortovo.
El ruso ahogó una carcajada.
—Con todo lo que sé acerca de ti y de tus sucios juegos, podría hundirte. ¿Qué le hará a nuestra amistad que me entere de algo más?
—Podrías hundirme —refrendó Al-Saud—. Sí que podrías hacerlo. Pero entonces yo saldría a cazarte y te mataría. Porque tú eres un genio de la falsificación, pero bien sabes que yo soy un genio de la muerte.
—Alguien me dijo una vez que eres capaz de matar a un hombre de mi tamaño con una mano. ¿Cómo podrías hacer algo así? —preguntó Vladimir, incrédulo.
Al-Saud ensayó de nuevo su sonrisa ladeada.
—Muy fácil —aseguró y, con la rapidez de una serpiente, llevó el brazo a la garganta de Chevrikov, que atinó a pestañear y a envararse—. Ya estarías muerto, querido Lefortovo, porque mis dedos… ¿Los sientes? —El ruso apenas movió la cabeza—. Mis dedos te habrían quebrado la tráquea. —Vladimir tragó con dificultad el nudo y, al hacerlo, experimentó una puntada dolorosa en el lugar donde Al-Saud ejercía presión—. Insisto, no es necesario que sepas para qué son estas fotos ni de dónde provienen. —Apartó la mano. En ningún momento había dejado de sonreír.
—¿Qué tengo que hacer con ellas? —preguntó el ruso con voz disonante, y se masajeó la garganta.
—Son fotos verdaderas y legítimas que tú tendrás que convertir en falsas. Es preciso que el montaje no resista el análisis de un experto. Tendrás que realizar tu peor trabajo, Lefortovo.
—¿Para cuándo las necesitas?
—Para ayer.
De camino a lo de Zoya, habló al celular de La Diana empleando el sistema manos libres.
—¿Dónde están?
—Yo, de guardia en la puerta del instituto. Sanny, dentro. Hasta ahora, sin novedades.
—A la salida las llevarán directamente a casa. ¿Entendido?
—Sí, jefe.
Zoya lo esperaba con uno de sus jugos naturales favoritos, kiwi, ananá y zanahoria. Se acomodaron a beberlo en el sofá de la sala.
—Eliah, te pedí que vinieras porque estoy preocupada.
—¿Por Natasha? —aventuró Al-Saud.
—No, por ella no. No ha vuelto a llamarme desde la vez en que te lo comenté. Estoy preocupada por Masséna. Hace una semana que no sé nada de él. Lo he llamado en infinidad de ocasiones y no responde mis llamadas. Eso es muy inusual. De hecho, no se había comportado así jamás. Temo que se haya dado cuenta de la treta que le jugamos.
—Tráeme la pistola que te di tiempo atrás.
Zoya apareció con un sobre de gamuza violeta del cual extrajo una pistola que cabía en la palma de Al-Saud. Se trataba de una Beretta 950 BS, calibre veintidós. Eliah se dirigió a la mesa donde desarmó la pistola de bolsillo en tres movimientos y comprobó que estuviese limpia y el cargador lleno.
—Si Masséna viene a verte, quiero que la tengas contigo.
—Siempre la tengo cerca de mí.
Esa noche, mientras cenaban en la casa de la Avenida Elisée Reclus, sonó el celular de Juana, que se excusó y se alejó en busca de privacidad.
—Debe de ser Shiloah —expresó Matilde, y Al-Saud levantó una ceja—. Siempre la llama a esta hora, cuando se libera de sus compromisos por la campaña política. ¿Qué hora es en Israel, Eliah?
Éste consultó su Rolex Submariner.
—Las once y treinta y cinco. Sólo hay una hora de diferencia.
Al-Saud dirigió la vista hacia la figura de Juana, difuminada en la oscuridad de la sala contigua al comedor. En los últimos días había intentado varias veces comunicarse con Shiloah, sin éxito. Su jefe de campaña o sus asistentes le informaban que el señor Moses estaba en una reunión, en un programa televisivo, dando un discurso, en un debate, o vaya a saber qué, tomaban el mensaje y cortaban. Shiloah nunca devolvía la llamada. No obstante, se hacía tiempo para llamar a Juana a diario. Eliah se sintió feliz. Esa muchacha, con su espontaneidad y su simpatía, estaba reviviendo en su amigo algo que el atentado había destrozado junto con Mariam.
Juana regresó a la sala y le pasó el celular a Matilde.
—Es Eze. Quiere hablar con vos.
—Hola, Eze. —Matilde se puso de pie de súbito—. ¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando? Está bien, está bien. Voy para allá. Tomá, Juana, ni sé cómo cortar este aparato. —Se volvió para mirar a Al-Saud, de pie junto a ella—. Ezequiel dice que Roy está muy mal. No saben qué tiene. Me pide que vaya. Está desesperado.
—Yo te llevo.
—Está en el Hospital… Ay, Dios mío, no retuve el nombre. Me suena a… Pompidou.
—Lo conozco —aseguró Al-Saud.
—Es un truco de Roy para hacerte ir, Mat —aventuró Juana—. No vayas.
—Juana, por amor de Dios, Ezequiel lloraba al teléfono.
—Siempre fue un llorón.
—¿Vas a acompañarnos?
—Está bien, está bien, voy.
En la planta baja del hospital, Al-Saud preguntó dónde se encontraba el paciente Blahetter y le informaron que había sido trasladado al cuarto piso. Matilde lucía tensa y ansiosa, y Al-Saud percibía, a través de la lana del guante, la humedad de su pequeña mano. Caminaron por el corredor del cuarto piso. Al-Saud avistó a tres hombres bajo el cartel que rezaba “Unidad de Cuidados Intensivos”.
—¡Papá! —exclamó Matilde, y se soltó de su mano para correr hacia el hombre que avanzaba con rapidez en dirección a ella.
Al-Saud se paralizó en el instante en que Aldo Martínez Olazábal abrazó a su hija menor. Lo dominaba una sensación de impotencia, celos y angustia. Nadie debía tocarla de esa forma, nadie.
—Vamos, papurri —lo instó Juana, y avanzaron juntos hasta alcanzar a Matilde y a su padre, que seguían abrazados—. Hola, don Aldo. ¿Cómo está? —dijo, y le puso la mejilla para que la besase.
—Hola, Juani.
—Papá —Matilde extendió la mano a Eliah—, quiero presentarte…
—Sé muy bien quién es este sujeto. Ezequiel estuvo contándome todo.
—¡Papá!
—Es el sujeto que está separándote de tu esposo. ¿Cómo osás traerlo acá cuando Roy está muriendo?
—Ay, don Aldo —terció Juana—. Deje de decir gansadas.
—Juana, no te metas.
Al-Saud se preocupó por la palidez repentina de Matilde. Se colocó detrás de ella para sostenerla. Le cerró las manos sobre los hombros y desafió a Martínez Olazábal con la mirada. Éste, a su vez, lo contempló, en un primer momento, con hostilidad, después y a medida que descubría en ese rostro joven y hermoso algunos trazos de las facciones de Francesca, lo hizo con perplejidad. Sobre todo en el diseño de la boca de Al-Saud, demasiado definida y pulposa para pertenecer a un hombre, Aldo veía la de su eterno amor. Casi lo encegueció la visión de Francesca y él compartiendo unos besos fogosos en el verano de 1961, en Arroyo Seco, y bajó la vista, abrumado por la nostalgia. “Este muchacho debería ser mi hijo”. No obstante, era hijo del príncipe árabe. Él había anhelado un hijo varón, pero Dolores sólo le había dado mujeres. “¡Qué ironía!”, exclamó para sí, y se mordió el labio para no proferir una carcajada. “Mi hija predilecta enamorada del hijo de Kamal Al-Saud. La vida nos juega sucio, siempre”.
—Papá, por favor —oyó susurrar a Matilde, y de nuevo volvió a ver a su hija, tan diminuta en comparación con Al-Saud.
—Después hablaremos vos y yo. Ahora andá a ver a Ezequiel. Está desesperado.
A Eliah lo fastidió el trato que Martínez Olazábal destinó a su hija y la prepotencia con que le dio la orden. Más aún lo fastidió que Matilde obedeciera. Caminó detrás de ella. Al verla, Ezequiel interrumpió la conversación con el médico.
—¡Mat, gracias a Dios que estás aquí! Doctor Saseur, le presento a Matilde Martínez, la esposa de mi hermano Roy. —El mal humor de Al-Saud siguió en aumento ante la impavidez de Matilde, que no lo corrigió para explicar que era la exesposa—. Mi cuñada es médica, doctor. Me gustaría que le explicase qué está ocurriendo con mi hermano. Matilde no habla muy bien el francés. Yo haré de intérprete.
El doctor Saseur admitió la incertidumbre del equipo médico del Georges Pompidou ante la evolución de Blahetter. Desde el cuadro de vómitos con sangre y convulsiones de la mañana, su temperatura había escalado a casi cuarenta grados. Presentaba hemorragias en el estómago y en los intestinos, por lo que defecaba sangre, y entumecimiento de los músculos de la pierna izquierda. Matilde solicitó ver el hemograma que le habían practicado, y el médico le señaló la puerta de la habitación, invitándola a pasar.
—Al-Saud, vos no entrás —se plantó Ezequiel.
—Blahetter, éste no es el momento ni el lugar.
—Eze, si él no entra, yo tampoco.
Entraron. Los obligaron a lavarse las manos con un jabón antiséptico y a usar barbijos. Al-Saud escondió la impresión que le causó el aspecto de Roy. Parecía muerto. Se fijó en Matilde. Ella actuaba con profesionalismo mientras leía el informe que había tomado de un soporte a los pies de la cama. El doctor Saseur le facilitó una linterna para que comprobara el reflejo de las pupilas.
—Matilde —musitó Roy, e intentó levantar la mano derecha, que cayó como peso muerto.
—Sí, Roy, soy Matilde, aquí estoy.
—Matilde, mi amor, no me dejes.
—Tranquilo, no te dejo.
Esas palabras se clavaron en el pecho de Al-Saud como dagas, y sólo gracias al sentido de posesión que Matilde le inspiraba permaneció en la habitación en lugar de cruzar la puerta con actitud airada.
Fuera, en el corredor, Aldo despotricaba contra la ligereza de su hija. Juana, con el pensamiento puesto en que Shiloah no la llamaba, lo oía como a la lluvia.
—¡Don Aldo! —lo interrumpió—. Como le pedí antes, deje de decir gansadas. Creo que ha llegado el momento de que usted y yo nos tomemos un café y hablemos de ciertas cosas. Es muy triste escucharlo pronunciar semejante sarta de estupideces simplemente porque está en pelotas en cuanto a la vida amorosa de su hija. Busquemos el bar. Quizás esté todavía abierto y podamos tomar un café y hablar.
—No me moveré de acá, Juana. Roy está muy grave.
—Roy no mejorará porque usted se quede de guardia en el pasillo. En cambio, yo tengo que revelarle cosas que debí revelarle hace tiempo. ¿Me acompaña?
Matilde se acercó a Al-Saud y le dijo al oído:
—Eliah, voy a pasar la noche aquí. —Al-Saud inspiró hondo e irguió la cabeza, alejándose de ella—. Por favor, Eliah, entendeme. Creo que está muriendo. No puedo abandonarlo.
—¿Abandonarlo? Está en un excelente hospital, con su hermano y con tu padre.
—Pero yo…
—¿Vos qué? ¿Vos qué? —Se inclinó para repetírselo cerca del rostro y con los dientes apretados—. ¿Ibas a decirme “yo soy su esposa”?
Matilde sacudió la cabeza y se mordió el labio.
—Yo… me siento obligada con Ezequiel. Vos no lo entenderías. Por favor, no me cuestiones ahora —sollozó.
—Está bien, está bien —dijo él, con impaciencia, y levantó las manos en el ademán de quien se rinde—. Pero me quedo con vos.
Matilde no se atrevió a refutarlo, aunque habría preferido que se marchase. La tensión entre Ezequiel y él la ponía nerviosa, no le permitía pensar.
—Doctor Saseur —dijo Matilde—, ¿cuál es su diagnóstico?
—Sospechamos que el señor Blahetter ha sido envenenado.
—¡Estás mintiendo, Juana! —la acusó Martínez Olazábal—. ¿Roy violó a Matilde? ¿Estás delirando? Roy es el esposo de Matilde.
—El matrimonio de su hija y de Roy nunca se consumó. Matilde, gracias a los traumas que ustedes se encargaron de instalarle en la cabeza y a la tragedia que vivió cuando tenía dieciséis años, sufría un síndrome conocido como vaginismo, por el cual los músculos de la vagina se contraen de manera involuntaria y no permiten la penetración. Es como tratar de hacerlo contra una pared, don Aldo.
Aldo no terminaba de salir de su asombro por la afirmación de Juana Folicuré. ¿Vaginismo? ¿Matilde incapaz de hacer el amor? Los hechos y las imágenes del pasado lo bombardeaban como meteoritos, y sólo servían para corroborar lo que Juana aseguraba.
—Finalmente una noche Roy llegó borracho, con la cabeza caliente por los consejos del sabio de su primo, Guillermo Lutzer, y la violó. Matilde logró escapar con unas poquitas cosas y se refugió en mi departamento. Estaba muy lastimada —Aldo apretó los puños, los párpados y los labios— y sangraba. La curé lo mejor que pude. Ella no quería ir a la ginecóloga por temor a que la mujer denunciara a Roy. Las heridas físicas curaron, pero las emocionales, como si ya no hubiese tenido suficientes la pobre, se hicieron más profundas. Por supuesto que Roy comenzó un asedio sin tregua, hasta llegó a hacer un escándalo en el Garrahan, y los guardias vinieron a sacarlo de las bolas, al muy hijo de puta. Para vengarse de Mat y porque necesitaba guita, vendió el cuadro de Matilde y el caracol, que había quedado en el departamento de Roy cuando Mat se escapó, como muchas cosas que ella dio por perdidas porque no se animaba a volver a buscarlas. —Juana pausó el discurso para reacomodar las ideas—. La vida de Mat era un infierno a causa de este desgraciado. Se cerró al amor y sólo pensaba en dedicarse a la medicina, a curar a los pobres y a los desvalidos. Trabajaba sin descanso, varias veces llegó a pasar días enteros en el Garrahan, hasta que su jefe le ordenaba que se fuera a su casa a dormir. No miraba a los hombres, no quería saber nada de ellos. Le causaba horror siquiera que la rozaran. Hasta que apareció Eliah en el avión que nos trajo a París, y él, con paciencia infinita, la rescató del oprobio de sentirse dañada e inservible, le curó las heridas y la hizo sentirse mujer.
—Dios mío… —Aldo se sostenía la cabeza con las manos—. Qué ciego estaba…
—Siempre ha estado ciego, don Aldo. O mejor dicho, sólo se ha mirado el pupo. Aquí no termina la cosa. Y escuche bien lo que voy a decirle ahora: si Matilde y yo estamos vivas, es gracias a ese hombre al que usted recién trató para la mierda.
—¿De qué estás hablando?
Juana le narró los hechos acontecidos frente a la puerta del Lycée des langues vivantes, y le explicó que los malhechores buscaban la llave que Roy le había entregado a Matilde la noche de la fiesta en lo de Trégart. También le refirió el episodio del cuadro en el departamento de la calle Toullier.
—Es por esto que, cuando llegué a París esta mañana, me cansé de llamar al departamento de Enriqueta y ustedes no respondían. Al final lo llamé a Ezequiel y él me contó que vivían en lo de Al-Saud.
—Y gracias a Dios, él nos recibió en su casa. Porque el muy hijo de puta de su Roycito nos expuso a una banda de maniáticos que casi nos mata. ¡Vaya a saber en qué negocio turbio anda ese malparido!
—¡Dios bendito, Juana! No entiendo nada.
—No sería la primera vez, querido don Aldo.
—Explicame lo de la llave y lo del cuadro de nuevo.
La condición de Blahetter se deterioraba con el paso de las horas. La fiebre no bajaba, y se contorsionaba de dolor. Gritaba que se quemaba por dentro. Matilde, autorizada por el doctor Saseur, permaneció junto a Roy a pesar de que las visitas estaban restringidas en la Unidad de Cuidados Intensivos; su condición de médica la habilitaba.
Como el padecimiento de Blahetter no cesaba, Matilde sugirió que le inyectaran morfina. Saseur dudó; dijo que, al no saber exactamente con qué lidiaban, temía que la morfina produjera efectos adversos. Roy siguió sufriendo, aferrado a la mano de Matilde, sin darse cuenta de que se la estrujaba y que ella padecía. Al-Saud aprovechó que la entrada estaba despejada y se escurrió dentro. Tomó a Blahetter por la muñeca y, con un esfuerzo titánico, le abrió los dedos y liberó la mano de su mujer. Se la masajeó hasta que Matilde la articuló de nuevo sin dificultad.
—No permitas que te haga eso.
—No se da cuenta. Está delirando.
—No me importa. No vuelvas a darle la mano.
Cerca de la seis de la mañana, Matilde firmó un consentimiento, y Saseur mandó inyectar en el suero de Blahetter una dosis suave de morfina que lo aquietó minutos después. Aun narcotizado, se rebullía y se lamentaba. Matilde salió al pasillo y descansó en el abrazo de Al-Saud.
—Vamos al bar. Necesitamos comer algo.
Matilde asintió, débil y abatida. Ezequiel hablaba por teléfono en el pasillo. Su celular sonaba cada cinco minutos. Sus padres llamaban, el abuelo Guillermo también.
—Mis viejos y mi abuelo acaban de llegar a París —anunció Ezequiel—. Vienen directo para acá.
Habían volado en el avión privado de don Guillermo apenas Ezequiel les informó del estado de Roy. Matilde no tenía ganas de ver a sus parientes políticos. A excepción de su suegro, los demás no la querían y se habían opuesto a su casamiento. Por alguna razón que no lograba comprender, se culpaba por la situación y temía que su suegra, pero sobre todo que el viejo Guillermo, se lo echasen en cara. Al-Saud le puso la mano sobre el hombro, y ella experimentó un escozor, como si una corriente eléctrica la hubiese atravesado. Levantó el rostro y se topó con la mirada endurecida y cansada de él. Le sonrió, y Eliah apenas levantó las comisuras. Nada malo sucedería si él se mantenía a su lado y la protegía.
Aldo se negó a acompañarlos al bar. No había vuelto a dirigirle la palabra a su hija. Se lo pasaba en la sala de espera o desaparecía por momentos.
Al-Saud comprobó que las mejillas de Matilde adquirían color luego del café con leche y las medialunas.
—Vamos a casa —sugirió—. Nos damos un baño, nos cambiamos y volvemos.
—No, no. La situación es crítica y el desenlace se precipitará en cualquier momento. Lo sé, lo presiento.
—¿Morirá? ¿No hay posibilidad de salvarlo?
—La medicina nada puede hacer por él salvo paliar los efectos de lo que sea que esté destruyéndolo por dentro. Saseur sostiene que lo envenenaron. ¿Cómo? ¿Quiénes? ¿Por qué? ¿Con qué sustancia?
—Es evidente que lo hicieron quienes mandaron a esos tipos a quitarte la llave, los mismos que entraron en la rue Toullier por lo que sea que contuviera el cuadro.
—¡Dios mío! —Matilde se agarró la cabeza—. Esto no puede estar pasando. Y ahora llegarán mis suegros y el abuelo de Roy. No quiero verlos.
—¡Vamos a casa, entonces! Has hecho demasiado. Que ellos se ocupen de él.
—No puedo. Vos no entendés, no puedo. Se lo debo a Ezequiel. ¿Te vas a quedar conmigo? —le preguntó de pronto y, desgarrada entre el egoísmo y la generosidad, pronunció—: Eliah, vos tenés muchos compromisos y trabajo en la Mercure. No te quedes, mi amor.
—Aquí me quedo, Matilde. No vuelvas a pedirme que me vaya.
Al regresar al cuarto piso, Ezequiel, pasado de sueño, hambriento y nervioso —Jean-Paul y su abuelo coincidiendo en la misma habitación era más de lo que podía soportar—, arremetió de nuevo contra Al-Saud.
—¡Quiero que se vaya, Matilde! —Rara vez la llamaba por su nombre completo—. Su energía es pésima para Roy. Lo odia. ¿No te contó lo que hizo el día después de la fiesta? ¡Claro que no! Se presentó en casa y apuntó a Roy con una pistola. —Matilde giró de manera brusca para mirar a Al-Saud, que fijaba la vista en Ezequiel, con gesto impávido—. ¡Sí, es verdad! Lo encañonó y le dijo que si volvía a molestarte iba a matarlo. ¡Y ahora mi hermano está muriendo!
—Decime, Blahetter, ¿te gustaría que le explicase a tus padres y a tu abuelo, incluso al padre de Matilde, por qué hice lo que hice? Y quiero dejarte algo en claro: no me arrepiento de lo que hice aquel día. Cualquier hombre lo habría hecho por su mujer. También se me ocurre que podría contarle al señor Martínez Olazábal por qué a su hija casi la matan fuera del instituto. El papel que desempeñó tu hermano es clave. ¿Te gustaría que hable de todo esto? Me pregunto: ¿en qué negocio sucio está metido tu hermano para que lo hayan envenenado como a un perro?
—Basta, basta —imploró Matilde en un susurro histérico, y detuvo a Ezequiel apoyando las manos sobre su pecho cuando intentó abalanzarse sobre Al-Saud.
—¿Querés pelear? —simuló sorprenderse Eliah, y rió por lo bajo—. No pensé que fueras tan estúpido. ¿No te sirvió de muestra lo del otro día?
Jean-Paul Trégart, testigo de la escena, tomó a Ezequiel por el brazo y se lo llevó. A Matilde no la esperaba un mejor recibimiento por parte del resto de los Blahetter, a excepción de Ernesto, el padre de Roy, que la abrazó y se echó a llorar. La madre y el abuelo le dieron vuelta la cara. Aldo tampoco realizaba grandes esfuerzos por consolar a su hija y se recluía en un sillón de la sala de espera, donde hojeaba revistas y bebía café.
Cerca de las seis de la tarde, dos médicos de la Unidad de Cuidados Intensivos hablaron con Matilde. La falla orgánica múltiple, es decir, el mal funcionamiento progresivo y secuencial de la mayoría de los órganos vitales, se había precipitado en la última hora. “Ya no queda esperanza”, pensó Matilde. La urgieron a entrar. Al-Saud hizo ademán de seguirla, pero ella levantó la mano y negó con la cabeza.
—Roy, soy Matilde. —Debido a la disfunción pulmonar, la piel se le había vuelto de una tonalidad azulada; lo habían entubado—. Roy, ¿me escuchás?
Sus pestañas aletearon débilmente hasta que entreabrió los ojos y los fijó en ella. Resultaba fácil vislumbrar la garra de la muerte en esa mirada opaca. Matilde descubrió también la desesperación con la que él la contemplaba. Carraspeó para deshacerse de la obstrucción que le impedía expresarse.
—Sí, Roy, ya sé. Querés que te perdone. —Él le contestó bajando los párpados—. Te perdono, de corazón, te perdono. ¿Vos me perdonás a mí por no haber sabido amarte como merecías? —Blahetter volvió a asentir del mismo modo—. Ya no sufras, querido, ya no más. Te voy a recordar con cariño y nunca con rencor. Te lo juro. Ya no sufras más.
Matilde se apartó para dar sitio a los padres de Roy. Minutos después, aun con el llanto de la señora Blahetter en sus oídos, oyó el pitido largo y continuo del monitor de frecuencia cardíaca que anunciaba la muerte del hombre al que había humillado y hecho sufrir. Corrió fuera y cayó en brazos de Juana, entre los que rompió a llorar amargamente. Al-Saud avanzó hacia ella y se detuvo a un paso. Percibió, casi como si de un muro se tratase, el rechazo de Matilde. No deseaba su presencia en ese momento. Recogió la campera y los lentes y se marchó. Apenas traspuso la puerta principal del hospital, llamó a La Diana y le ordenó que se presentaran en el cuarto piso, en la Unidad de Cuidados Intensivos. Puso en marcha el Aston Martin al avistar a sus empleados que ingresaban en el Georges Pompidou.
Apenas pasadas las once de la noche, Matilde irrumpió en la cocina de la casa de la Avenida Elisée Reclus y apremió a Leila en francés:
—¿Dónde está Eliah?
—En la sala de música.
Cruzó el espacio casi corriendo sin percatarse de los tres gestos estupefactos que dejaba tras de sí. La Diana, Sándor y Juana, con los labios ligeramente separados y los ojos abiertos de modo desmesurado, contemplaban a Leila como si hubiese desarrollado un tercer ojo. Componían un cuadro humorístico.
—Buenas noches, Leila —dijo Sándor en bosnio, casi con miedo, y Leila le sonrió y lo abrazó sin articular sonido.
A medida que subía la escalera, Matilde iba desembarazándose de la shika, de los guantes, de la bufanda, de la campera. Habría querido desnudarse por completo y sentir sobre la piel el aire tibio de la casa de Eliah. Afuera helaba. Afuera, Roy estaba muerto y su familia lo lloraba. Afuera, Aldo, con su fría cortesía y su trato distante, ahondaba la pena y la culpa que le drenaban la fuerza. Allí dentro, en ese refugio cálido y onírico, estaba Eliah. “¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste sola con ellos?”. Después de emerger de los brazos de Juana, casi ciega a causa de las lágrimas y de la hinchazón, giró la cabeza hacia uno y otro lado buscando su figura alta y morena. “Se fue”, le informó Juana. “Cuando saliste, se quedó mirándote un momento mientras llorabas, recogió sus cosas y se fue. Tal vez pensó que querías estar sola”. En tanto avanzaba hacia la sala de música, las ondas de sonido pulsaban en su pecho, y el ritmo de su corazón se aceleraba lo mismo que sus pasos porque de pronto el cansancio desaparecía. De pie frente a la puerta cerrada de la sala de música, Matilde apoyó la mano sobre la placa de madera. Ya no latía; el silencio la abrumó, se le calentaron los ojos y percibió un calambre en la glotis. Las lágrimas desbordaron y una risita mezclada con llanto borbotó entre sus labios cuando la música sonó de nuevo; había vida tras esa puerta. No se cuestionaba su necesidad por la energía de los acordes para enfrentarlo. Permaneció quieta, con la frente y la mano sobre la puerta, impregnándose de las vibraciones. Conocía esa obra instrumental, de las favoritas de Al-Saud; se trataba de Revolutions, de Jean-Michel Jarre; acababa de empezar y era la Ouverture lo que sonaba. Evocó el día en que la escuchó por primera vez, en el deportivo inglés de Eliah, mientras las llevaba a Berthillon a tomar el té. ¿Por qué tenía miedo de entrar? Porque sabía que lo había marginado adrede en el hospital, una especie de castigo después de enterarse de que había amenazado a Roy con su pistola. No le gustaba la facilidad con la que empuñaba el arma y amenazaba y disparaba. “¿Qué querías que hiciera? Hizo lo que cualquier hombre con las pelotas bien puestas hubiera hecho”, lo defendió Juana. “Mat”, dijo, con aire condescendiente, “tu error es ver a los hombres a través de tu prisma. De ese modo, siempre tendrás una imagen torcida. Los hombres son opuestos a nosotras. Ellos arreglan sus cosas a las piñas. Y después se hacen grandes amigos. Nosotras, en cambio, somos menos combativas, pero más falsas. ¿A que no?”.
Contuvo el aliento cuando la Ouverture alcanzó el clímax que la había conmovido aquella tarde en el Aston Martin, una explosión de saxofones que reavivó el calor tras sus párpados. Movió el picaporte. Se detuvo. ¿Habría cerrado con llave? Siguió adelante. La puerta se entreabrió, y la figura de Eliah se perfiló en el resquicio. Estaba sentado en su silla Barcelona, echado hacia delante, los codos sobre las rodillas, y se sujetaba la cabeza con las manos. Lucía agobiado, vencido. Terminó de entrar y cerró tras de sí. El volumen de la música habría hecho imposible que él oyese el leve chasquido de la puerta; no obstante, su cabeza se disparó hacia arriba y su mirada se congeló en ella. No soportaba que la contemplase de ese modo. ¡Qué duros podían ser sus ojos del color de las esmeraldas! ¡Qué oscuro podía volverse su entrecejo al convertirse en una línea! ¡Qué delgada su boca! Lo vio ponerse de pie lentamente en la actitud de quien se da tiempo para reunir paciencia antes de endilgar una reprimenda no tan severa como la merecida. Se había bañado, tenía el pelo húmedo peinado hacia atrás, como a ella le gustaba, y se cubría con la bata de seda. ¡Qué hermoso era! Su masculina perfección la humillaba. Después de veinticuatro horas sin dormir y de haber llorado durante quince minutos, sucia, con el pelo revuelto y la ropa arrugada, ella debía de parecer un bicho canasto. La angustia la invadió con olas pequeñas al principio, que le entumecieron la garganta; las olas adquirieron una dimensión gigantesca, la despojaron de cualquier arresto por permanecer incólume. Soltó la shika, los guantes, la bufanda y la campera, que cayeron a los costados, y se echó a llorar con los ojos apretados y la boca abierta. Más que llanto, de adentro le salían alaridos.
Al-Saud salvó el espacio que los separaba y la cobijó en su abrazo. Enseguida sintió los dedos fríos de ella que trepaban por la seda de la bata con el frenesí de quien tiene un abismo a la espalda, y notó el cambio en el llanto, más sofocado, más profundo. Al último quedaron los espasmos y las sorbidas de nariz. Como el cachorro recién nacido que busca la ubre de la madre, Matilde, en puntas de pie, se guió con la nariz hasta hallar el perfume de Eliah en la base de su cuello; él tenía por costumbre perfumarse después del baño. La familiaridad del A Men la tranquilizó. “Estoy en casa”, se dijo, y apretó el círculo de sus brazos en torno a él. Ni Aldo, con su nueva actitud de dignidad ofendida, ni Juana, con su pragmatismo y frivolidad, la habrían confortado como su Eliah. “¡Dios mío!”, se angustió. “Llegado el momento, no tendré fuerzas para apartarme de él”. Separó la cara de Al-Saud y se atrevió a mirarlo. Él le apartó los mechones pegados a la frente y le pasó el dorso de los dedos para secarle las lágrimas.
—¿Por qué me dejaste sola? ¿Por qué te fuiste?
—Me pareció que querías estar sola, que necesitabas tu espacio. Saliste de la Unidad de Cuidados Intensivos y buscaste a Juana para que te consolara —le recordó, sin animosidad.
—No podía llorarlo en tus brazos.
—En mis brazos podés llorar cualquier cosa, Matilde. Cualquier cosa. A mí no me habría molestado consolarte por su muerte.
—Sí, lo sé. Sé que sos generoso. Pero yo me sentía sucia y devastada por la culpa. Él murió por seguirme hasta aquí, porque yo lo había vuelto loco. Estaba obsesionado conmigo. Si no hubiese venido a París…
—Matilde —Al-Saud le apretó los hombros y la sacudió apenas—, quiero que te saques esa idea de la cabeza. Blahetter vino a París por otro asunto. Andaba en algo muy turbio, algo de lo que quizá nunca nos enteraremos ahora que ha muerto. Pero él no murió por tu causa. Más bien casi provoca tu muerte y la de Juana, no lo olvides.
—No soporto el olor a hospital que llevo encima. Un olor con el que estoy familiarizada desde hace años, en este momento no lo tolero. Quiero darme un baño y quitarme la ropa.
A pesar de que se había duchado, Al-Saud se metió en el jacuzzi con Matilde y la bañó igual que la noche del ataque frente al instituto, incluso le lavó el pelo, todo en silencio. Le pasó muchas veces la esponja por la espalda y por los brazos para desembarazarla de la tensión que la agobiaba.
—¿Por qué volviste tan tarde? —susurró para no alterar la paz.
Vio cómo la espalda de Matilde se arqueaba y cómo se le marcaban las costillas. Oyó el suspiro que exhaló antes de contestarle.
—Yo sólo pensaba en volver a casa —dijo, y él sonrió, triunfante por lo de “a casa”—. Pero todo se complicó. La madre de Roy se descompuso, la presión le trepó a las nubes, y la internaron. Después vino el tema del papeleo. Como no murió de causas naturales, los médicos dieron intervención a la policía. Se llevaron su cuerpo para hacerle una autopsia. Don Guillermo, el abuelo de Roy, llamó al cónsul, que se presentó enseguida, y estuvo dos horas diciéndonos lo que debíamos hacer. Quería irme, ya no soportaba estar ahí, pero me sentía obligada porque… —se detuvo.
—Porque, aunque nunca lo fuiste realmente, para todos ellos eras su esposa.
—Sí, y porque soy una idiota y siempre hago lo que debo y no lo que quiero. —Matilde dejó caer los párpados al sentir los labios de Eliah sobre su espalda—. Siempre quiero agradar.
—Conmigo, lo lograste. Me agradás muchísimo. —La oyó reír con desgano—. Y eso que al principio te empeñaste en ser muy desagradable. —Matilde volvió a reír—. ¿Qué les dijo el cónsul?
—¡Uf! Me mareó con tanto que dijo. El hecho de que se haya dado parte a la policía lo complica todo, como era de suponer. Mi suegro sugirió que lo incineraran una vez que nos devolviesen el cuerpo para regresar con las cenizas. Pero don Guillermo lo mandó callar y le gritó que volverían con el cuerpo. —Matilde giró sobre sí y quedó frente a Eliah, con las piernas recogidas cerca del mentón—. Eliah, no quiero viajar a la Argentina para el entierro. No quiero —insistió, y colocó la frente en el valle que formaban sus rodillas, y lloró quedamente—. Quiero terminar con esta etapa horrible.
—No vuelvas. —Si bien lo había pronunciado con mesura, Matilde percibió la angustia en su voz—. Quedate conmigo.
Levantó la cabeza y lo miró fijamente. En realidad, la atormentaba que no le importase nada excepto el hombre que compartía el jacuzzi con ella. No pensaba en Roy ni en su funeral ni en su papel de viuda; nada contaba excepto que la espantaba la idea de separarse de Eliah.
—No sientas culpa —la animó Al-Saud—. Hacé lo que quieras. ¿Qué quiere hacer Matilde?
“Matilde quiere ser tuya para siempre, pero eso no sería justo para vos”.
—Quiero quedarme en París.
—No se hable más. Matilde se quedará en París y a ver quién se atreve a contrariar a mi amor.
La hizo reír, y enseguida la risa se borró. “¿Sacarías tu pistola ante el que intentara arrastrarme a la Argentina?”.
—¿Qué pasa?
—Me enojé con vos cuando supe que habías amenazado a Roy con tu pistola.
—Me di cuenta de que te enojaste. Te pusiste fría conmigo.
—Me enojé mucho —remarcó—. Mucho. No tolero la violencia.
—Si vis pacem, para bellum.
—No sé latín, o lo que sea eso.
—Acertaste, es latín. Significa: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Es una frase adjudicada al escritor romano Vegecio. De ahí que a los cartuchos nueve milímetros los llamen Parabellum.
—No sabía que a los cartuchos nueve milímetros los llaman Parabellum. Lo único que sé es que la violencia engendra violencia.
—No si acabas con tu enemigo. Matilde —dijo—, si un criminal estuviese a punto de matar a alguien que amás y vos tuvieras un arma en la mano, ¿qué harías?
—Supongo que la usaría, aunque no lo sé. No sé cómo reaccionaría.
—Yo sí sé cómo reaccionaría. Y te lo demostré el lunes frente al instituto. Con Blahetter pasó lo mismo. Él te lastimó profundamente y yo le advertí que ya no estabas sola. ¿Es tan difícil de entender? Y lamento no haber sido más duro. Fui demasiado… ¿Cómo se dice? —se impacientó—. Bienveillant.
—Entiendo. Fuiste benevolente. —Como no deseaba profundizar en las ideas opuestas que sostenían en relación con la violencia, Matilde cambió de tema—. ¿Eliah?
—¿Mmm?
—¿Creés que hayan envenenado a Roy?
—Lo sabremos con certeza cuando entreguen los resultados de la autopsia.
—Me cuesta creer que Roy ya no esté en este mundo. Era tan joven y estaba sano y lleno de vida. Era brillante. Ezequiel me dijo una vez que tenía un coeficiente intelectual altísimo, fuera de lo común. Había terminado el secundario siendo muy joven. Aunque era celoso de su trabajo y nunca hablaba de eso, una vez me dijo que estaba creando algo que nos haría ricos y que revolucionaría al mundo de la energía atómica. Tal vez me lo dijo para retenerme.
No obstante ocultarse tras una máscara imperturbable, Al-Saud se puso alerta.
—¿Nunca te comentó qué tipo de trabajo?
—No. Como te digo, era muy reservado. No usaba la computadora para trabajar porque tenía miedo de que un hacker le robara su obra. Me decía: “Trabajo a la vieja usanza, como lo habría hecho Einstein”. Según él, tardaba más pero era más seguro. ¡Oh, Dios mío! —se sobresaltó de pronto—. ¿Lo habrán matado por ese trabajo?
—No te atormentes. Tratemos de no pensar en este día del infierno. Salgamos, ya tenés la piel de los dedos arrugada. Quiero que comas algo, Matilde. No has probado bocado desde el desayuno.
Una hora más tarde, con aroma a colonia Upa La La y con algo en el estómago, Matilde se durmió en la concavidad que formaban el torso y las piernas de Al-Saud. Él, con la cabeza apoyada sobre la palma y el codo hundido en la almohada, velaba su sueño. Cada tanto se inclinaba para besarle la mejilla tibia y para inspirar su olor a bebé. No conciliaba el sueño porque en su mente se había desatado un torbellino de suposiciones e hipótesis. ¿En qué habría estado trabajando Blahetter antes de morir? ¿Qué habría escondido en la casilla de Gare du Nord y tras el cuadro? ¿Guardaría relación con el comercio de sustancias prohibidas que realizaba su abuelo? Se había sentido extraño al compartir el mismo espacio con el dueño de Química Blahetter.
A la mañana siguiente, antes de que Matilde despertara, se recluyó en su despacho y efectuó dos llamadas, la primera al mejor amigo de su padre, Mauricio Dubois, un viejo diplomático argentino que vivía en Londres; y la segunda al inspector Dussollier.
—Tío Maurice, soy Eliah.
—¡Hijo, qué alegría! ¿A qué debo la sorpresa?
—Tengo que pedirte un favor.
—Lo que sea.
—Un conocido mío falleció anoche aquí, en París. Es argentino. Quería preguntarte si aún mantenés esos contactos influyentes en la Cancillería de tu país que ayuden a la familia a sacarlo pronto de Francia. La cuestión se ha complicado porque al parecer murió a causa de un envenenamiento intencional, y el caso está en manos de la policía.
—Complicado, sí. Trasladar un cadáver de un país a otro nunca es fácil. Si los fueros penales están en medio de todo, la cosa se agrava. Veré qué puedo hacer. Dame los datos de tu conocido. —Al-Saud le indicó el nombre, lo único que sabía acerca de Roy—. Decime, Eliah, ¿te veremos este año en la fiesta de cumpleaños de tu madre? Hace unos días llamó a tu tía Evelyn —Dubois aludía a su esposa— y nos invitó para el sábado 21 de febrero, en la casa de la Avenue Foch.
—No sabía que mi vieja planeara pasar su cumpleaños en París. Si estoy en la ciudad ese día y si ella me invita, iré.
—Dudo de que lo haga —bromeó Mauricio.
Apenas acabada la llamada con Dubois, se comunicó al celular de Dussollier.
—Olivier, soy Eliah Al-Saud. Disculpa que te moleste tan temprano.
—¡Eliah! Ninguna molestia, hombre. Dime, ¿qué ocurre?
—Anoche llevaron el cadáver de un masculino joven desde el Hospital Européen Georges Pompidou a la morgue policial. Su nombre era Roy Blahetter.
—Aguarda un momento. Anoche no estuve de turno y aún no me informo de nada. Acabo de llegar a la base.
—¿Estás ahí, en la 36 Quai des Orfèvres?
—Sí, pese a ser sábado, estoy trabajando. Déjame consultar. Deletréame el apellido. —Al-Saud lo hizo y al mismo tiempo oyó el tecleo en la computadora—. Sí, aquí lo tengo. ¿Lo conocías?
—No mucho, pero lo conocía. Es argentino. Su familia está muy angustiada. Quería preguntarte si está en tu poder acelerar los trámites para que se acabe esta pesadilla y los Blahetter puedan regresar con el cuerpo a su país para darle sepultura.
—Haré lo posible. Soy amigo del jefe de forenses, un buen tipo. No creo que se niegue a darle prioridad a este caso.
—Gracias, Olivier. Te debo otra.
Llamó a Thérèse.
—Bonjour Thérèse. Disculpe que la moleste en una mañana de sábado.
—Ningún problema, señor —aseguró la secretaria, habituada a las extravagancias de su jefe; el generoso sueldo compensaba el ritmo febril al que la sometía ese hombre poseedor de una energía inagotable.
—Necesito hacer un regalo al inspector Olivier Dussollier de la Brigada Criminal de la 36 Quai des Orfèvres.
—¿Qué sugiere, señor?
—Un par de gemelos Cartier —decidió al recordar la elegancia de Dussollier—. Que los reciba hoy mismo con una de mis tarjetas personales.
—Así se hará, señor.
—Disponga de Medes para llevar el regalo. Merci beaucoup, Thérèse.