Capítulo 1

Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini, a treinta y cinco kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, Argentina. 31 de diciembre de 1997.

Se quedó mirándola porque la muchacha, al ponerse en cuclillas para extraer algo de su mochila, rozó el piso con las puntas del cabello. Estaba acostumbrado a las largas cabelleras: a la de su hermana Yasmín, la de su madre, la de su tía Fátima. “La de Samara”, pensó, y apretó el celular en el puño. Le dolía pronunciar ese nombre.

Ahí seguía la joven, hurgando en la mochila mientras acariciaba el cerámico del piso con el pelo. En honor a la verdad, nunca había visto un cabello tan largo, tan rubio, tan llamativo. No era lacio; más bien caía, lánguido, en bucles que brillaban pese a la escasa iluminación del aeropuerto. ¿Sería sueca? ¿Quizá danesa? Se movió con la intención de estudiarle el rostro. “Debe de ser insulsa”, se dijo; él las prefería morenas.

Sonó el celular.

—Allô?

—Eliah, c’est moi. André.

À la fin, André. Llevo rato tratando de ubicarte.

—¿Qué pasa? ¿A qué se debe el apuro?

—Es para pedirte un favor. Estoy en el aeropuerto de Buenos Aires y necesito conseguir un asiento en el próximo vuelo de Air France. El que parte a las catorce. —André guardó silencio—. Allô? André, ¿sigues ahí?

—Sí, sí, disculpa. Es que me has sorprendido. ¿Tú, un asiento en un vuelo de Air France? ¿Y tu avión?

A Eliah Al-Saud le fastidió la pregunta. Lo adjudicaba a su profesión, tal vez a su temperamento, lo cierto era que rara vez admitía de buen grado los interrogatorios; ni siquiera los había aceptado de niño, sin importar las penitencias que se granjeara. Después de todo, sí, se debía a su carácter, y quizá, como consecuencia de éste, era bueno en lo que hacía. Si pedía un favor al novio de su hermana Yasmín, razonó, bien podía hacer una excepción.

—Volé a Buenos Aires en mi avión. Al tratar de despegar hoy, percibí una vibración en el fuselaje que no me gustó y decidí no arriesgarme. Los técnicos no lo verán hasta dentro de dos días. Y a mí me urge estar mañana en París. Tengo una reunión con Shiloah Moses, que llega muy temprano de Tel Aviv. —Había dado demasiada información. El humor comenzó a agriársele.

—¿Cuál avión? ¿El Learjet 45?

Eliah elevó los ojos al cielo, al tiempo que escuchaba la voz de su hermana:

—André, déjalo en paz. Lo fastidias con tantas preguntas.

—Hablo de mi nuevo avión, el Gulfstream V. La cuestión es, André, que necesito estar en París mañana por la mañana.

—Pues compra un pasaje y ven.

En ocasiones, a Eliah le resultaba difícil comprender de qué modo su futuro cuñado había alcanzado una posición tan encumbrada en el directorio de Air France; también le costaba entender el gusto de Yasmín.

—André, estoy llamándote porque la vendedora de Air France acaba de decirme que no hay lugares libres en primera clase, sólo en ejecutiva. Con esa promoción que lanzaron para la primera clase…

—Sí. Viajan dos, paga uno —interpuso André—. Queremos darle un impulso a la primera clase de nuestro flamante Boeing 777.

—Sí, muy buena promoción —ironizó Al-Saud—. Viajan dos, paga uno, y la primera clase se quedó sin sitios. Y no pienso viajar en ejecutiva. Necesito dormir. Mañana tengo que trabajar.

—Eliah, mañana festejaremos el Año Nuevo. ¿Piensas trabajar?

—André, a Shiloah le importa un pimiento el Año Nuevo. ¿Olvidas que es judío? Ya festejó Rosh Hashaná y ahora se dispone a arruinar mi primer día del año. ¿Me consigues ese maldito lugar en primera clase, por favor?

—Veré qué puedo hacer.

—¡Eres uno de los directores de Air France! —Se dio vuelta, movido por la impaciencia—. ¿A qué te refieres con…? —Enmudeció.

Allô? ¿Eliah?

La muchacha se hallaba a pocos metros, frente a él. La flanqueaban unas personas. Sonreía, elevando los pómulos, abriendo grandes los ojos como si también hubiese algo de sorpresa involucrada en su expansión. “Es preciosa”.

—¿Eliah?

—Sí, sí, aquí estoy.

—Asegúrate ese sitio en clase ejecutiva. Yo me ocuparé de que te pasen a primera en cuanto abordes el avión.

Telefoneó a su contacto en la SIDE y le pidió, con palabras veladas, que se ocupase de allanarle el camino hasta el avión; iba armado y no deseaba polemizar con ningún funcionario de cuarta categoría acerca de la propiedad de subir a un vuelo comercial con una SIG Sauer 9 milímetros calzada bajo el chaleco del traje. A pesar de su ánimo festivo —después de todo, era 31 de diciembre por la tarde—, el agente no dudó en cumplir lo solicitado: Al-Saud pagaba muy bien por sus servicios.

Eliah guardó el celular y caminó hacia el mostrador de Air France. La empleada hablaba un buen francés; él se dirigió a ella en castellano.

—Compraré ese pasaje de clase ejecutiva que me ofreció recién.

—Enseguida lo emito. —Tecleó hasta preguntar—: ¿Nombre?

—Eliah Al-Saud. —Lo deletreó.

—¿Número de pasaporte? —Eliah se lo dijo.

Más tecleo.

—Son cinco mil ochocientos treinta y cuatro dólares, con impuestos y tasas incluidos.

Eliah metió la mano en el bolsillo interno del saco. De la billetera, extrajo una tarjeta negra con la cabeza de un centurión romano en plateado. La empleada disimuló su asombro. Se trataba de la nueva tarjeta Centurion de American Express. Si bien había oído hablar de ella, era la primera vez que veía una. Que la tocaba. El frío del metal le confirmó lo que se decía: no era de plástico sino de titanio, y el aspecto del hombre que acababa de dársela, en traje de seda azul oscuro de corte perfecto y unos Serengeti que le velaban los ojos, le ratificó que no cualquiera la poseía, sólo aquel cliente invitado por American Express dado sus gastos anuales superiores a los doscientos cincuenta mil dólares.

—Señor Al-Saud, nuestra aerolínea le ofrece un salón muy confortable para que espere su vuelo. Se llama Le Salon Air France. —Extendió un mapa del aeropuerto y, con una lapicera azul, encerró en un círculo la ubicación del lugar—. Lo encontrará aquí. Usted, por poseer una tarjeta American Express, también podría aguardar el embarque en la sala VIP llamada Centurion. Aquí. —Repitió la operación sobre el mapa con la lapicera—. Aquél —dijo, y lo señaló— es el mostrador reservado para el check-in de los pasajeros de primera clase y de ejecutiva. Le deseo un buen viaje.

Al-Saud se limitó a inclinar la cabeza. No hubo sonrisas ni palabras. Estaba de mal humor. No se trataba de un estado de ánimo inusual; en general, destacaba por el aire de gravedad de sus facciones; la gente lo encontraba frío y reservado. Contratiempos como la falla de su avión de última generación servían para aumentar su reputación de huraño. A metros del mostrador, lo abordó la tripulación del Gulfstream V. El capitán le informó:

—No hay hotel en el aeropuerto, señor. Tendremos que regresar a Buenos Aires y pasar ahí la noche. Quizá dos, hasta que los técnicos revisen la nave.

—Capitán Paloméro —habló Eliah—, sé que juzga exagerada mi decisión de no volar.

—¡En absoluto, señor Al-Saud!

El capitán, un francés que apenas alcanzaba los pectorales de Eliah, se quitó la gorra y la sacudió para subrayar su afirmación. Él no pecaría de imprudente al contradecir a Eliah Al-Saud, piloto de guerra condecorado.

Al-Saud se despidió de la tripulación del Gulfstream V, que se encargaría de llevarlo de regreso al Aeropuerto de Le Bourget, a doce kilómetros al norte de París, y se dirigió hacia el mostrador de la clase ejecutiva. En su camino, pasó cerca del grupo en el que se hallaba la muchacha rubia. Buscó una pared —jamás se quedaba quieto con la espalda expuesta, hábito adquirido durante sus años en L’Agence— y se ubicó para observarla. Una joven, de piel y cabellos oscuros, que destacaba por su figura estilizada, se recostaba sobre ella, apoyando el codo sobre su hombro izquierdo. También la circundaban un hombre mayor, que guardaba cierto parecido con la joven alta y morena, una mujer de unos cincuenta años y dos muchachos, evidentemente hermanos. Se preguntó quién emprendería el viaje; resultaba obvio que viajaban por Air France; se alineaban frente a los mostradores de la clase turista.

—Mi papá —dijo la rubia— me aseguró que vendría. No quiero irme sin despedirme de él.

De ese pequeño discurso, Eliah extrajo varias conclusiones. Primero: la muchacha era cordobesa. Lo adivinó por el característico acento. Su madre, su tía Sofía y, sobre todo, su tío Nando hablaban igual. Jamás lo habría notado de no haber entrado en tratos con porteños, como llamaban a los habitantes de Buenos Aires, por la compra y venta de caballos. Segundo: era ella quien viajaría en el vuelo de Air France. Tercero: encontró subyugante su voz. Él siempre reparaba en las voces, se trataba casi de una obsesión, quizá porque era un melómano, quizá porque su sensei le había asegurado que la voz traslucía la música interior de los seres humanos. “Hay voces”, le había explicado su mentor, “que desafinan. Son chirridos que penetran como filos y uno desearía taparse los oídos. Son seres que elevan demasiado el tono, gritan en lugar de hablar. Revelan su desesperación, su angustia. La música interior está dañada por vibraciones energéticas en extremo negativas. En cambio, cuando la armonía rige el espíritu, la voz surge como una caricia que absorbemos con suavidad, que nos serena”. En verdad, las palabras de la muchacha rubia lo habían acariciado. Se trataba de un sonido cristalino y cultivado.

—Mat —dijo la joven morena—, confiar en tu papá es peor que confiar en un político.

“¿Mat?”. No conocía ese nombre en castellano.

—¡Juanita, por amor de Dios! —se enojó la señora a su lado.

—Mamá, sabés que es verdad.

—Sí, es verdad —admitió “Mat”, con una serenidad en absoluto fingida—, pero es mi padre, Juana, y quiero creer que si me prometió que vendría, cumplirá.

—Hablando de Roma… —intervino uno de los muchachos, y señaló hacia la entrada del aeropuerto.

—Bueno, bueno —apuntó la tal Juana—, parece que, por una vez, don Aldo cumplirá. ¡Ah, no! —soltó de pronto—. No puedo creerlo. ¿Para qué carajo viene con ése?

—¡Juana! —volvió a intervenir la señora—. ¡Es su esposo!

Eliah giró la cabeza y observó a dos hombres que caminaban hacia el grupo: uno mayor, de sesenta años, quizás un poco más, de buena estampa, con una barba entre rojiza y encanecida, prolija, aunque espesa; vestía excelente ropa. El otro, joven, rubio, alto y muy delgado, avanzaba con los ojos fijos en “Mat”. Eliah movió la mirada hacia la chica. Un extraño sentimiento lo poseyó al atestiguar la reacción de ella. Su miedo resultaba evidente; se había retraído detrás de Juana, como en busca de protección. Al mismo tiempo que se mantenía atento a la actitud de la joven, Al-Saud pugnaba por descifrar el significado de la emoción que lo embargaba, una determinación que lo impulsaba a correr hacia ella y envolverla en sus brazos.

—¿Monsieur Al-Saud?

Eliah descubrió a una mujer vestida con el uniforme de Air France junto a él. Le sonreía, ansiosa. Él, molesto, la contempló con desdén. Caer en la cuenta de que había perdido el dominio del entorno y de que una simple empleada acababa de sorprenderlo no ayudó a mejorar su humor.

—Mi nombre es Esther y soy la jefa de embarque. —Al-Saud soltó la manija de su pequeña maleta y le dio la mano—. Lamentamos los contratiempos, pero quiero que sepa que haremos lo posible para pasarlo a primera clase.

Merci —contestó. Las diligencias de André comenzaban a surtir efecto.

—¿Me acompañaría al mostrador? Una empleada está esperándolo para realizar el check-in. No llevará mucho tiempo. ¿Ventanilla o pasillo?

—Ventanilla.

Antes de seguir a la mujer, Eliah se volvió hacia el grupo. La chica debía de querer mucho a su padre por el modo en que lo abrazaba. Él le besaba la sien y casi la separaba del suelo. Su mirada se detuvo en el hombre rubio que lo acompañaba. Le resultó familiar. ¿Dónde había visto esa cara?

Matilde recibía los besos de su padre sin importarle que la barba le hiciese cosquillas. Desde hacía unos años, Aldo la llevaba así, muy espesa, y esa característica formaba parte de los cambios acaecidos en prisión. Matilde sospechaba que, durante sus años en la cárcel, Aldo había sufrido una alteración más radical de la que ella alcanzaba a ver. Se había vuelto enigmático; se sabía poco de sus actividades y costumbres. A veces vivía en San Pablo y otras en Marbella. Un día la llamaba desde Johannesburgo y otro desde Damasco.

—Pa, gracias por venir.

—¿Pensaste que no lo haría?

—¡Por supuesto que pensamos que no lo haría, don Aldo! —Ésa era Juana.

—Matilde —dijo Aldo—, aquí estoy. No iba a defraudarte, hija. Además, quería desearte que tuvieras un buen comienzo de año. Saludá a Roy. Se enteró de que viajabas y vino a despedirse. —Aldo se separó de Matilde y aprovechó para saludar a los padres y a los hermanos de Juana.

—Hola —susurró Matilde.

Roy se inclinó y le apoyó los labios sobre la mejilla, donde los demoró más de la cuenta.

—¡Ya, Roy! —exclamó Juana—. No vengas a hacerte el romántico ahora.

—Sos insoportable —musitó él.

—Sólo con los imbéciles.

—Basta —intervino Aldo—. Parecen chicos. A ver, cuéntenme. ¿Han hecho el check-in? —Le informaron que no—. Bien. Tenía miedo de que lo hubiesen hecho. Como pertenezco al programa de fidelidad de Air France —explicó, al tiempo que extraía de la billetera una tarjeta de color plateado que rezaba Flying Blue—, tengo varios up-grades para solicitar que las pasen de clase turista a ejecutiva.

—No es necesario que te molestes, papá.

—¡Por supuesto que es necesario que se moleste! —se quejó Juana—. No la escuche, don Aldo. Y consíganos esos up-grades. ¡Será estupendo, Mat! Nuestra primera vez en ejecutiva.

Matilde no polemizó con Juana al verla tan entusiasmada, aunque le disgustaba tener que ver con el dinero de su padre. Desconocía el origen de la repentina fortuna de Aldo, y, aunque la lastimaba dudar, intuía que la fuente no era legítima. “Soy un bróker, hija”, le decía cuando ella indagaba. “Compro y vendo cualquier cosa, en cualquier parte del mundo”. De ahí sus frecuentes viajes y la tarjeta Platinum del programa Flying Blue.

Aguardaba solo en el avión. El resto de los pasajeros, incluidos los de primera clase y los de ejecutiva, aún se hallaban en tierra. Antes, Esther y un policía de la Federal, que se presentó en el momento oportuno, lo habían acompañado a través de los trámites de rutina para sortear el control de equipaje y acelerarle la espera en Migraciones. Como había decidido pasar el tiempo en la sala VIP de American Express, el sector exclusivo para los clientes de la tarjeta negra, Esther lo condujo a un recinto amplio y vacío, donde las camareras le ofrecieron el oro y el moro. Él aceptó un jugo de naranja recién exprimido. Media hora después, la jefa de Air France volvió a la sala VIP para escoltarlo al interior del Boeing 777. Dentro del avión, Eliah le entregó el saco, y Esther se lo llevó para colgarlo. En el camino, fuera de la vista del pasajero Al-Saud, hundió la nariz en el cuello y absorbió el perfume. “Exquisito”, pensó. Sus ojos descansaron en la etiqueta de la prenda, Ermenegildo Zegna; a continuación aclaraba :Tailor-made, lo que significaba que se había confeccionado a medida. ¿Quién era ese hombre, impactante en un Zegna hecho a medida, que, con una llamada telefónica, había revolucionado la oficina de Air France en el Aeropuerto de Ezeiza?

En su asiento de clase ejecutiva junto a la ventana, sedado por el mutismo del avión, Eliah observaba la pista y pensaba en Roy Blahetter, porque había recordado a quién le resultaba familiar ese joven de treinta y tres años, al menos esa edad indicaba el informe proporcionado por su contacto en la SIDE, la Secretaría de Inteligencia del Estado argentino.

¿La señora había dicho: “¡Es su esposo!”? El alma se le cayó a los pies. ¿Por qué? ¿Qué le importaba si era casada? ¿Qué lo había impulsado a protegerla? Era bonita, pero no más que muchas que conocía, como por ejemplo, la modelo Céline, con quien a veces se acostaba. No se enorgullecía de esa relación, le agitaba los peores recuerdos, le quitaba la paz; no obstante, la sexualidad desenfrenada y agresiva de Céline lo atraía como la miel atrae a la mosca. A veces la odiaba por lo que ella encarnaba: la traición, los bajos instintos, lo superficial, la frivolidad; en ocasiones, dependiendo de su estado de ánimo, no soportaba mirarla después de que habían tenido sexo.

No quería perderse en otros derroteros. Volvió a Roy Blahetter, esposo de la chica rubia, aunque, a juzgar por la actitud de ella, parecía su enemigo. ¿Estarían separados? Esa posibilidad significó un rayo de luz en su humor negro, que se ensombreció de nuevo al reprocharse su interés. “¿Qué carajo me importa?”.

Su contacto en la SIDE trabajaba bien; la fotografía de Blahetter adjuntada al documento era reciente. Se dispuso a leer el informe, que no ahorraba en ironías. “La Argentina”, había escrito su informante de la SIDE, “es conocida en el mundo por cuatro cosas: por Diego Armando Maradona; por la carne de sus vacas; por los caños de acero sin costura de Techint; y por los pesticidas de Química Blahetter”.

El viejo Wilhelm Blahetter, fundador del laboratorio y de un imperio con tentáculos en ramas tan dispares como la metalurgia, la construcción, el sistema financiero y la explotación de los subterráneos y una línea de trenes, seguía al frente de los negocios familiares, gobernándolos con mano de hierro a los ochenta y seis años. Si bien era judío, no practicaba la religión, aunque poseía un ferviente corazón sionista. Se apasionaba al hablar de la grandeza de Israel.

El imperio nació en Córdoba, puesto que, en opinión de Blahetter, en esa ciudad se daban las circunstancias que propiciarían el éxito. De Alemania traía los conocimientos en materia de pesticidas adquiridos tras desempeñarse como asistente del profesor Gerhard Schrader, un genio de la química, y en Córdoba encontraría las plagas que asolaban los campos de la provincia, en especial la de la langosta, y que sumían en la ruina a miles de familias. Sus pesticidas se venderían como pan caliente en un país donde la industria se hallaba en pañales.

A poco de llegar a Córdoba, conoció a una muchacha de familia judía cuya fortuna provenía de las explotaciones agrícolas del padre, quien se mostraba muy agradecido con el joven y brillante Guillermo (para esa época había castellanizado su nombre) por haberlo desembarazado de dos problemas que le quitaban el sueño: los insectos y el celibato de su hija. Guillermo Blahetter y Roberta Lozinsky contrajeron matrimonio en 1940. A finales de ese mismo año nació el primogénito y único varón, al que llamaron Ernesto; le siguieron cuatro mujeres. Ernesto, la esperanza de Guillermo, lo decepcionó casi desde la infancia desplegando un carácter bonachón, algo melancólico, y fuertes inclinaciones artísticas. Le gustaba pintar y dibujar —Guillermo debía admitir que era bueno en eso— y crear figuras con masa que Roberta le preparaba. De buen corazón, siempre expresaba la pena que le inspiraban los insectos que morían gaseados en el campo. Su padre lo habría abofeteado si su madre no hubiese intervenido. Finalmente, a los diecisiete años manifestó su deseo de estudiar arte.

—Estudiarás ingeniería química en Santa Fe y aquí no se hable más.

No obstante, Ernesto demostró que, después de todo, sangre alemana corría por sus venas. Abandonó la casa paterna y se marchó a Buenos Aires para emprender los estudios de Bellas Artes. En el ambiente bohemio que circundaba al pintor Quinquela Martín, Ernesto halló un espacio para desarrollar su talento. Allí conoció a la que, con el tiempo, se convertiría en la pintora más afamada de Argentina, Enriqueta Martínez Olazábal, cuyos cuadros se remataban en las salas de Sotheby’s y de Christie’s en Nueva York por sumas que rondaban los cien mil dólares. La amistad con Enriqueta se mantenía hasta el presente. Si bien Ernesto no alcanzó la fama, sus trabajos de motivos religiosos gozaban de buena reputación en el mercado local, y vivía con holgura; por supuesto, cada año recibía la porción de dividendos que devengaban las empresas de su padre.

A juicio de don Guillermo, la única obra maestra de Ernesto era su hijo Roy, el joven más brillante que el alemán conocía. Al observarlo, se veía reflejado: el mismo porte esbelto, la misma estatura, los mismos ojos celestes, penetrantes y atentos, su misma inteligencia. Desde pequeño había mostrado inclinación por las Ciencias Exactas. Roy, su orgullo, llevaba el apellido Blahetter.

El nieto dilecto no estudió ninguna de las carreras que habrían agradado a su abuelo: ingeniería química, abogacía o licenciado en administración de empresas, sino que se decidió por la física, de modo que, a los dieciséis años (había rendido libre los dos últimos años de secundario), inició la carrera de licenciado en física en el IMAF (Instituto de Matemática, Astronomía y Física), en Córdoba. Su objetivo, no obstante, se hallaba a varios kilómetros al sur del país, en la ciudad de San Carlos de Bariloche: el Instituto Balseiro. Dos años más tarde cumplía con los requisitos que le exigía el Balseiro para iniciar la carrera de ingeniería nuclear, de la que se laureó con honores. Enseguida viajó a Estados Unidos para proseguir sus estudios en el MIT (Massachusetts Institute of Technology).

Algo cansado de los logros académicos del esposo de la chica rubia, Al-Saud volvió al punto de su interés: el viejo Blahetter y su imperio. Los laboratorios contaban con filiales en los principales países americanos y europeos; actualmente se gestionaba la apertura de una oficina en Shanghai. La última parte del documento expresaba: “Se estima que Guillermo Blahetter ha cooperado en el pasado con el Mossad”. Al-Saud conocía el nombre con el cual el Instituto apodaba a sus colaboradores judíos en la diáspora: sayanim en plural; sayan en singular. “Participó activamente en uno de los primeros trabajos de la agencia israelí, la Operación Garibaldi, en 1960”. Se había denominado “Operación Garibaldi” a la misión por la cual Rafi Eitan, un mito en el mundo del espionaje, localizó en Buenos Aires y le dio caza a Adolf Eichmann, el asesino nazi a cargo de la llamada Solución Final. Lo condujo a Israel, donde fue juzgado y ejecutado. “Se cree que, después de los atentados a la sede de la Embajada de Israel y al edificio de la AMIA, Blahetter ha vuelto a colaborar con el Mossad”. A Eliah le quedaban pocas dudas acerca de qué modo colaboraba. La cuestión se centraba en la obtención de las pruebas. Los laboratorios, el de Córdoba y el de Pilar, en Buenos Aires, se erigían como fortalezas inexpugnables. Por supuesto que, para él y para sus hombres, nada resultaba infranqueable. Con tan sólo un diez por ciento de su espacio aéreo protegido por radares, Argentina resultaba fácilmente vulnerable. Penetrar de modo clandestino habría sido un juego de niños. Acceder a los laboratorios, tomar las pruebas y desaparecer era lo que ellos sabían hacer. No obstante, agotaría otras alternativas antes de ejecutar esa medida extrema. La aparición de Roy Blahetter no podía considerarse casual.