Capítulo 14
Mary Anne despertó con un mal sabor de boca y un dolor lacerante en su cabeza. Recordaba todo lo de la noche anterior, incluso, recuerda a su padre muy molesto con ella.
―Levántese, Mary Anne ―ordenó la madre, acercándose a la cama.
―Madre, ¿qué hace aquí?
―Esperando como santa a que usted se despierte, su padre la espera en el despacho.
―Madre, si es por lo de anoche...
―No me diga nada, a su padre le debe las excusas necesarias ―respondió la mujer con sequedad.
―¿Qué pasa, madre?
―Pasa que con su padre estamos hartos de sus desplantes, de sus caprichos de niña mimada, no puede ser que a mitad de la fiesta, incluso antes de cenar, usted ya estuviera borracha dando un espectáculo con su novio. No, Mary Anne, esto ha llegado muy lejos.
―Madre, puedo explicar...
―Las explicaciones a su padre, ya se lo dije, yo no tengo una hija libertina, mucho menos una borracha.
―¡Madre!
―No quiero hablar más con usted, baje lo antes posible, ya cumplí con la ingrata labor que me encomendó su padre.
―Podría haber enviado a Margarita, si tanto le molestaba verme.
―La esperamos abajo ―dijo sin responder.
Mary Anne se levantó con gran dificultad por el dolor de cabeza. Extrañó a su nana que siempre la ayudaba, pero sabía que si con algo la castigaba su padre, era con ella.
Cuando llegó abajo, su padre la esperaba a la entrada del despacho. Ella se paró a unos pasos de él, pero el hombre no hizo amago alguno de entrar, al contrario, caminó hacia la parte trasera de la casa. Mary Anne se extrañó, pero no dijo nada, simplemente lo siguió, no sabía qué pasaba, ella se esperó encontrar con un sermón, incluso, con algún tipo de reprimenda o castigo físico, pero ¿esto? No sabía qué pasaba.
En silencio llegaron a las caballerizas y allí, atada a un poyo, estaba Margarita, su nana. Mary Anne quiso correr a sacarla de allí, pero su padre la sostuvo con firmeza, evitando que llegara a la mujer.
―¡No, papá! ¡Déjela! ¿Qué es esto? ―preguntó horrorizada la joven.
―Es su castigo, ya que Thomas tiene prohibido tocarla a usted, Margarita recibirá su castigo ―contestó con naturalidad el duque―. Me cansé de sus inconsciencias
―¡No! ―gritó Mary Anne―. ¡Eso es injusto! ¡No puede castigarla a ella! Yo cometí el error.
―¡Basta, Mary Anne! ―El hombre la sacudió con violencia y Mary Anne no pudo evitar llorar, no podía escurrirse de los firmes brazos de su padre, por más que luchó hasta cansarse.
Cuando ella se quedó tranquila, el duque dio la orden de comenzar con los latigazos. El peón rompió en dos el vestido de Margarita dejando su espalda expuesta y comenzó con los latigazos, la mujer se retorcía a cada golpe, pero no emitía gemido alguno. Al contrario de Mary Anne que gritaba, lloraba e intentaba zafarse de los brazos como cadenas del duque.
Al contar los diez latigazos, Mary Anne logró escabullirse de su padre y corrió donde su nana, llorando, pero no alcanzó a llegar, pues un peón que estaba parado cerca, la sostuvo con más firmeza que el mismo padre.
―¡Basta, por favor! ¡Déjenla! ―gritaba sin control―. ¡Por favor, padre, haré lo que me pida, pero basta con esta tortura! ¡Basta!
El duque dio la orden de dar un latigazo más, sin escuchar los ruegos de su hija, pero de la nada, la mano de Thomas Wright detuvo el castigo.
―¿Qué está ocurriendo aquí? ―preguntó fijando su vista en Mary Anne y el hombre que la tenía sometida.
―Estoy dando a mi hija un escarmiento.
―¿A esto le llama escarmiento? ¿A torturar a una mujer?
―Es una simple sirvienta.
Thomas levantó el mentón y se irguió creciendo en tamaño. Mary Anne se soltó de su opresor y corrió donde su nana.
―Lo siento tanto, nana, esto es mi culpa, perdóname.
―No pasa nada, niña, todo está bien, me alegra que no haya sido usted ―la tranquilizó con dificultad la mujer.
Mary Anne buscó el lugar donde estaban las amarras sin dejar de llorar. Thomas llegó a su lado y la desató sin problemas, como si hubiese estado acostumbrado.
―Esto es su culpa ―murmuró ella esperando que su padre no la oyera―, por usted cometí esa estupidez anoche.
―Lo sé y lo lamento, de haber sabido lo que iba a hacer su padre hubiese venido antes.
―No debió llevar a su amante a la fiesta, eso hubiera sido mucho mejor.
―No es mi amante, pero no es momento de hablar.
Mary Anne no contestó, porque al quedar libre de las amarras, la mujer cayó pesadamente al suelo, Margarita tenía sus años, ya no era una jovencita que podía aguantar estoica este tipo de golpes. Thomas la miró, no era la primera vez que esa mujer sufría este tipo de castigos, las marcas en su espalda se lo indicaban muy claramente.
―Nana, nana... perdóname, mi viejita linda... Lo siento tanto... ―Lloraba la joven.
Thomas se quitó la capa, cubrió a la mujer y la tomó en sus brazos.
―Joven, ¿qué hace? ―preguntó avergonzada la mujer.
―Usted podría ser mi madre, no la puedo dejar así, la llevaré a un médico.
―Yo voy con ustedes ―afirmó Mary Anne.
―Usted se queda aquí, no sale de esta casa sin mi autorización ―replicó el padre con decisión.
―Padre...
―Ya me oyó, vaya a su cuarto, no me obligue a encerrarla.
Thomas había avanzado con la mujer, mientras llamaba a su chofer que llegó presto a ayudar y a llevar a la mujer al carruaje, la dejó allí y le ordenó a su lacayo que la llevase al pueblo y que el médico la revisara, luego, se la debía llevar a su casa para ser atendida. Una vez que su carro se fue, volvió a entrar. Mary Anne no estaba ya en el patio y el duque lo esperaba para llevarlo a su despacho, era hora que hablara con él como un hombre y no como un monigote.
―Thomas ―habló de frentón el hombre sentándose en su escritorio y haciendo el ademán a su futuro yerno para que hiciera lo mismo―, quiero ser franco con usted. Mi hija, como sabe ―continuó el hombre sin prestar atención al otro que le iba a interrumpir―, no tiene la mejor reputación, faltan apenas unos días para la boda y no quiero que ella siga haciendo pasar humillaciones a nuestra familia. Lo de anoche fue inaceptable, como usted me "ordenó" fehacientemente no cargar con ella las consecuencias de sus actos, tomé la decisión de castigarla por medio de Margarita, sé cuánto la aprecia y si eso es lo que se necesita para enseñarla, lo haré, vive bajo mi techo y hará lo que yo ordene.
―Discrepo con usted, no creo que los golpes sean solución a nada, mucho menos golpear a una mujer.
―Vamos, hombre, las mujeres son volubles y si uno no les pone el freno a tiempo, como yo lo hice con Mary Anne, no se podrán domesticar luego, mientras antes se las dome, mejores los resultados.
Thomas lo miró sin ocultar su sorpresa.
―Habla usted de las mujeres, y de su hija en especial, como si de un animal se tratara. ¿¡Domar?! ¿Domesticar? Ella es una persona...
―Una mujer ―corrigió el otro.
―Una mujer con derechos y el primero es ser respetada, escuchada...
―Es usted un romántico, Thomas, a las mujeres no hay que escucharlas, si los esposos lo hiciéramos, estaríamos locos, no, a la mujer hay que regalarle cosas, amarlas; pero intelectualmente no son como nosotros, ellas sólo sirven para tener hijos y criarlos.
―Para mí son mucho más que eso.
―Tal vez es demasiado joven y no conoce mucho de las mujeres, ya verá que un día se cansa de escuchar a su esposa y entenderá que si no puso el freno, después podría ser demasiado tarde.
Thomas no contestó, ¿qué podía decir ante un hombre viejo que pensaba que su pensamiento era el mejor? Las mujeres, para él, no eran simples objetos, estaba en completo desacuerdo con las leyes en contra de sus privilegios, no podían manejar su herencia, lo debía hacer un hombre, si no tenía hermanos, un pariente o un tutor, cuando en realidad, las mujeres muchas veces eran mejores administradoras que los varones, tal vez carecían de fuerza física y emocional, pero la compensaban con creces con su fuerza moral.
―No quiero que se inmiscuya en este asunto con mi hija, Thomas, ella necesita entender que hay cosas que una condesa no puede, ni debe, hacer. Emborracharse es una de esas, comportarse como una libertina, también. Es cierto que ella no es una pura y virgen mujer, usted lo sabía de antemano, pero eso no significa que ella pueda hacerlo a plena luz de día, por mucho que usted sea su prometido. Además, dicho sea de paso, tampoco es que esto sea un permiso para que ustedes se comporten como esposos. Ella es mi hija y está soltera, mientras no se realice el matrimonio, en caso de que se lleve a cabo, el que manda en la vida de Mary Anne, soy yo.
―¡No a golpes! ―exclamó el joven molesto.
―Si es a golpes, así será ―afirmó el hombre.
―No lo permitiré, si tengo que adelantar la fecha de matrimonio para arrancarla de su lado, lo haré, no permitiré que ella continúe un minuto más en esta casa donde usted está dispuesto a dañar su integridad porque simplemente a usted no le parece su actuar.
―¿Quién cree que es mi hija, Thomas?
―Una mujer y una muy valiosa por lo demás.
―¿Valiosa? Por su título querrá decir.
―No quiero seguir hablando de este teman, duque, permiso.
Joseph Kenningston miró al prometido de su hija dar la vuelta para marcharse.
―Un momento, Thomas ―lo detuvo con firmeza―, los comentarios dicen que usted está arruinado, si es así, sabe que el matrimonio no se consumará.
―Ya le dije, duque ―respondió volviéndose con una sonrisa irónica―, que el dinero de la dote y su hacienda están muy bien resguardados. No se preocupe de eso.
―¿Y después, Thomas? ¿Con qué va a mantener a su esposa y familia?
―De eso me ocuparé yo en su momento.
―También es un asunto que me concierne.
―¿Por qué? Después del matrimonio seremos su hija y yo, ¿o pretende que los siga manteniendo como hasta ahora? Usted tendrá la hacienda y una buena cantidad de dinero a disposición para gastarlo o invertirlo, no veo por qué pueda importarle la forma en que mantenga a su hija, soy un hombre que no le teme al trabajo duro y no permitiré que a su hija le falte nada.
Por la mirada del duque, Thomas se dio cuenta, aunque ya lo sabía de antemano, que ese hombre pretendía vivir a costa de él el resto de su vida.
―Si usted no tiene el dinero que dice tener y en cambio, está en un grave desmedro financiero, no habrá boda. Estoy haciendo las averiguaciones necesarias.
―En ese caso, deberá usted devolverme la dote que llevo cancelada y la escritura de la hacienda.
El hombre torció el gesto al escuchar al joven y se llevó dos dedos al cuello de la camisa y se la aflojó levemente.
―En unos días me caso con su hija, espero que no haya problemas, de todas maneras, duque, si quiere la verdad de mi situación financiera, puede preguntarle directamente a mi tesorero, mi contador, él lleva mis cuentas y sabe a ciencia cierta cómo va mi dinero y se encuentra ahora mismo en la ciudad.
―Lo haré, no le quepa duda.
Thomas asintió con la cabeza, giró sobre sus talones y salió con paso firme y apresurado del despacho del que sería su suegro.
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Mary Anne se sentía vacía, su soledad le dolía en el fondo del corazón. No estaba su nana. No estaba Thomas. Ambos estaban lejos por su culpa. Si ella no hubiese bebido esas copas de champagne, pero ¿cómo iba a saber que tres copas harían ese efecto en ella? Había visto a muchas mujeres beber incluso más que eso y nada sucedía. Pero no, ella tenía que quedar como una muñeca de trapo. Y las consecuencias las había tenido que pagar su nana, ¡con azotes en su espalda! No se lo perdonaría nunca. Ni a ella ni a Thomas.
¡No tenía por qué llevar a esa mujer a la fiesta! Pensó llena de ira. ¿Por qué hacía una cosa así si horas antes le había jurado amor? No podía entenderlo. Él le había asegurado que él no la había llevado, que ni siquiera era su amante. "No te he engañado, te amo y jamás te sería infiel". Esas palabras taladraron su mente como fuego en su cabeza, ¿cuándo se las había dicho? Al llegar a casa. Sí, ahí fue. Ella le había reclamado su engaño, pero él aseguró que no había sido así. ¿Podía creerle después de verlo besarse con esa mujer? No había sido un beso largo, incluso, si no fuera que...
¿Qué le diría su nana de estar ahí? Sólo a dos días de su matrimonio y con todo lo que ella quería a Thomas, seguro la reprendería por no escuchar sus explicaciones, por no darle el beneficio de la duda y por olvidar todo lo que él había hecho por ella. Pero no estaba. Ahora estaba sola. Mary Anne creyó escuchar las palabras de Margarita rogándole que viera sus ojos, que esa mirada de él al observarla a ella, no mentía. Ese hombre estaba enamorado, se le notaba, le salía por todos los poros de la piel. Pero la joven pensó que su nana, romántica como era, no podía ver maldad en nadie, en cambio, ella, con todo lo que había vivido, sabía más de la maldad del hombre que su misma nana que le doblaba la edad.
Y recordó aquel día fatal, el día en el que se dio cuenta que nadie, absolutamente nadie, podía amarla:
El día antes de su boda, Edward, como cada tarde, la pasó a buscar a su casa para llevarla de paseo con las otras chicas de sociedad, pero aquella tarde fue diferente. La llevó al bosque y al llegar, no había nadie, estaban solos los dos.
―¿Dónde están los demás? ―preguntó ella con inocencia.
―Ya vienen, mientras tanto, aprovechemos de esta intimidad ―respondió el joven con una sonrisa extraña.
―¿Qué tienes en mente? ―inquirió un tanto sobresaltada la joven.
―Nada especial ―contestó acercándose a ella, la tomó de la cintura y la atrajo a su cuerpo.
Hasta ese momento, aparte de algunos besos cortos, un roce de labios, él no había hecho más amago de acercarse a ella. No le molestaba, ni siquiera era tema para ella. La frialdad de su novio, ella lo veía como respeto. Pronto se daría cuenta que de respetuoso no tenía nada.
Mary Anne correspondió al beso, pero él no lo alargó, simplemente fue algo casi mecánico para Edward. Casi una obligación.
―Somos novios, Mary Anne y me gustaría que usted me dijera si es verdad lo que comentan la gente del pueblo.
―¿Qué es lo que comentan? ―interrogó ella, sabiendo la respuesta.
―Que su familia está en la quiebra.
Mary Anne no contestó, era cierto, su padre había perdido todo su dinero en quién sabe qué y había obligado a la chica a desposarse con Edward, un rico heredero del condado de Manchester que era lo que, según su padre, merecía por marido.
―Su silencio me confirma que es cierto.
―De esos asuntos se encarga mi padre, no yo, debería preguntárselo a él directamente.
―Bueno, ahora me explico la forma en que transó este matrimonio.
―¿A qué se refiere?
―A que cuando pedí su mano, para él casi fue una transacción comercial. Y claro que lo fue.
―No me diga eso, se lo ruego.
―Me molestó, esa es la verdad, yo no quiero una mujer pobre a mi lado. No dejaré mi fortuna en manos de una arribista.
―No me trate así ―suplicó ella.
―Y encima liviana de cascos.
Mary Anne lo miró sin comprender, pero él no la miraba, sino hacia algún punto en el interior del bosque. La joven siguió la ruta de su mirada y vio a Maxim, el amigo inseparable de Edward que se acercaba con un brillo extraño en la mirada que inquietó a la muchacha e intentó escapar de allí, eso no le estaba gustando nada. Edward la tomó de un brazo sin ninguna consideración.
―Te quedas, Mary Anne.
Y sin miramientos, la lanzó a los brazos de su amigo, que muy dispuesto estuvo de recibirla, apretándola contra sí.
Vio a Edward desaparecer por entre los árboles en tanto le hacía el quite a los besos de Maxim. Luego apareció Edward por el mismo camino por el que había desaparecido y la tomó en sus brazos.
―Tranquila, no pasa nada ―le dijo su novio, tirándola al suelo y poniéndose sobre ella.
No hubo besos, no hubo caricias ni toques, simplemente, levantó su falda y la abusó como si nada. Luego de hacerlo, se levantó, Mary Anne lloraba de dolor y vergüenza y quiso levantarse, pero Maxim no la dejó, él se tumbó ahora sobre ella e hizo lo mismo que su amigo. Se desahogaron como si fuera una simple necesidad fisiológica. Una vez terminados, el hombre agarró de un brazo a la novia de su amigo y la levantó con total falta de consideración por lo que ella había sufrido. No había culpa en sus miradas. Para ellos había sido nada. En cambio ella se sentía sucia, adolorida y culpable. Sus piernas, húmedas con la sangre, le hacían sentir más encogimiento. Tal vez ella había propiciado esa situación, yendo al bosque sola con su prometido. Sí, eso debió ser.
―Mañana la espero en la iglesia, sea puntual, por más que se trate de una boda y usted sea la novia, no me gusta esperar. ―Fue todo lo que dijo Edward al volver y dejarla en su casa. El resto del tiempo permaneció en silencio. Ella tampoco quiso hablar, no podía, su vergüenza era mayúscula y no era capaz de mirar a su prometido a la cara.
Y al día siguiente... Ocurrió lo que ocurrió. Él la esperaba en el altar fingiendo como un verdadero hipócrita. Ella pensó que tal vez todo estaba olvidado y aquello había sido sólo un castigo por lo del dinero. Jamás se imaginó que pasaría aquello, que él fuera capaz de hacerlo.
―Señores, lo lamento, pero esta boda no se llevará a cabo. Ayer tarde vi a mi "novia" con mi mejor amigo, no como hermanos, no, como amantes, peor que amantes.
El murmullo general no se hizo esperar. Ella no había sido capaz de contarle nada a sus padres, aunque intentó detener la boda. Solo Margarita supo de lo ocurrido.
―¿Niegas haberte acostado con Maxim, Mary Anne? ―preguntó al final Edward, burlándose claramente de ella.
Mary Anne no pudo contestar, no iba a decir delante de todos que había sido abusada. No lo admitió, pero tampoco lo negó y eso fue razón suficiente para darle alas a las habladurías. Su padre y su madre creyeron las palabras de él. A ella jamás le preguntaron nada. Ni cómo o por qué había sido. Se quedaron con la imagen que ella era una casquivana como lo había dicho su ex novio. Ella tampoco hizo nada para aclarar la situación, cargó con su culpa y su vergüenza sin mencionar el crimen que habían cometido Edward y Maxim, al fin y al cabo, nadie le creía y a nadie le interesaba saber la verdad. ¿Para qué hablar?
No obstante, ahora tenía una imperiosa necesidad de hablar, de decir cuánto ocurrió, contar la verdad. Su verdad. Que todo el mundo se enterara. Que Thomas se enterara. ¿Para qué? Se preguntó, Mary Anne confundida y molesta. Recordar todavía le hacía mal.
Por eso Thomas había ganado su corazón, era tan diferente, sus besos, cálidos, tiernos, amables; su trato, tan distinto al de Edward, para su ex novio parecía que todo era una penosa obligación, en cambio para Thomas era todo lo contrario, se podría decir que era un placer para él llenar de detalles a su prometida, como si eso, en vez de hacerla feliz a ella, lo hiciera feliz a él.
Ahora no sabía qué hacer.
¿Y si Thomas la dejaba en el altar como había hecho Edward? Quiso convencerse de lo contrario, pero no fue capaz. La imagen de Thomas repudiándola en su sueño, volvió a ella con más fuerza.