Capítulo 2

 

 

 

Madre e hija reanudaron el paseo y se detuvieron al ver una criada caminar hacia ellas.

 

―Señoras ―la sirvienta se acercó inclinando la cabeza―, el duque dice que Sir Thomas Wright se va.

 

―Gracias, Rose ―respondió la mujer.

 

Madre e hija caminaron de vuelta a la casa y en la entrada estaban los hombres esperándolas. Thomas no le quitaba la vista de encima a Mary Anne, había una mezcla de tantas cosas en su mirada que a Mary Anne fue difícil descifrarla, tampoco es que fuera experta en personas, mucho menos en hombres, pero hubiese dado lo poco que tenía por saber qué había en la mente de su prometido. En esa mirada había una mezcla extraña de desdén, orgullo, satisfacción y admiración. Pero todas esas cosas juntas, nadie las puede sentir, ¿o sí? 

 

―Hasta pronto, sir Thomas ―se despidió la joven con cínica actitud sumisa, acercándose un par de pasos a él.

 

―Hasta más tarde, Mary Anne ―contestó él dándole un beso en la mano tan posesivo como el primero, sin apartar sus ojos de los suyos, sin querer soltar su mano, ni apartar sus labios de ella.

 

Mary Anne, que había prometido comportarse civilizadamente, le sonrió cínicamente, él devolvió la sonrisa, pero había un cierto brillo burlón en sus pupilas y en sus labios un rictus de emoción contenida.

 

―Nos vemos, milady, duque. ―Thomas hizo una venia y  se marchó con paso firme, sin volver la vista atrás.

 

Una vez que Thomas desapareció de su vista, el duque se volvió a su hija enfadado, la ira le salía por los poros, ¿cómo no se dio cuenta la joven antes del enojo de su padre? Claro, estaba demasiado al pendiente de su prometido para darse cuenta de nada más. 

 

―Le ordeno que deje esos aires de suficiencia y egocentrismo, Mary Anne, mi hija no se comportará así de malcriada, ¡mucho menos en mi presencia! ―apostilló amenazante.

 

―¡No debió venderme! ―refutó la joven prepotente.

 

―Usted hace lo que yo mando, yo soy su padre y usted no tiene ni voz ni voto en esta casa. ¡Siquiera fuera un hombre!

 

En su voz parecía tranquilo, pero por sus gestos y movimientos estaba fuera de control y se salió más de sus  casillas cuando su hija hizo un gesto con la boca al escuchar aquella última frase. El hombre levantó la mano en un claro además de golpearla.

 

―Golpéeme, padre, eso no quitará el hecho que usted vendió a su única hija... mujer ―recalcó.

 

―¡Cállese! ¿Cómo cree que se realizan los matrimonios? ¿Usted cree que su madre y yo estábamos enamorados cuando nos casamos? Es cierto que yo no la compré, pero fue un matrimonio por conveniencia, así que, por favor, Mary Anne, no sea infantil y deje esos sueños de romance que lee en sus novelas rosas a un lado y viva la realidad.

 

―¿Y qué culpa tengo yo que usted no ame a mi madre y tenga que permanecer obligado con ella?  ―inquirió la joven logrando que su padre perdiera la paciencia y dejara caer una sonora bofetada que dejó marcada de inmediato su mejilla con gruesos dedos masculinos..

 

Mary Anne se llevó la mano a la cara y lo miró con los ojos vidriosos.  Su padre jamás la había golpeado. Y ese golpe había sido duro y por culpa de su prometido. ¿Sería eso lo que conversaron en el despacho? ¿Por eso después tenía la mirada extraña? Claro, Thomas le pidió a su padre que la castigara por su comportamiento, por eso esa mirada sardónica.

 

"¡Desgraciado!", pensó Mary Anne, "esta me la va a pagar, no sé cómo, pero lo va a pagar". Una lágrima amarga corrió por sus mejillas.

 

―Bienvenida a la realidad, Mary Anne, ya dejó de ser una niña y dejaré de tratarla como tal ―explicó su padre sin una gota de culpa.

 

La joven miró a su madre que miraba en silencio hacia el suelo, no intervendría, su esposo también la golpearía a ella si lo hacía, además, era hora que su hija aprendiera a comportarse como una verdadera condesa lo requería, ellos no serían el hazmerreír de toda la comarca otra vez si Thomas desistía de realizar el matrimonio. 

 

―De ahora en adelante, va a obedecer, si no es así, Mary Anne, no sólo mis manos están preparadas para enseñarle, aunque a mí me duela más que a usted, prefiero hacerlo yo y no que lo haga otro sin el amor que le tengo.

 

La joven miró a su padre con los ojos muy abiertos, quería llorar, la cara le ardía, tenía en su mejilla la mano marcada de su padre y el dolor instalado en su corazón. Todo lo que había vivido hasta ese momento daría un giro y ya nada volvería a ser lo mismo, jamás podría volver a mirar a su padre de la misma forma, ni a su madre, mucho menos a su prometido, era un tipo sin alma, sin compasión. 

 

―¿Entendido? ―insistió el hombre al ver que su hija no contestaba.

 

―Sí, padre ―contestó resignada, no quería volver a ser golpeada nunca más en su vida, aunque mucho se temía que esa sería la vida que llevaría junto a Thomas.

 

―Bien, ahora suba a su cuarto y comience a arreglarse, nos iremos a las seis y media, espero que sea puntual y no se atrase innecesariamente.

 

―Está bien ―Mary Anne bajó la cara, se dio la vuelta y subió a su habitación lo más rápido que pudo. Una vez dentro se lanzó a la cama y dejó salir las lágrimas que ya no podía retener. ¡Cuánto deseaba ser una niña otra vez! Olvidarse de todo esto y volver a ser feliz. Pero estaba claro que nunca más lo sería. Jamás volvería a ser feliz.

 

 

 

Pocos minutos después, Mary Anne sintió abrirse la puerta de su habitación y se enderezó con la esperanza que fuera su nana, Margarita, pero no, era su madre. La decepción se reflejó en su congestionado rostro. 

 

―¿Le ayudo, hija? ―La duquesa entró al cuarto con aire distraído, como si nada hubiese pasado.

 

―No, gracias, puedo sola ―respondió con suavidad.

 

En ese momento Margarita entró con una taza de té en las manos y, sin decir nada, se lo entregó a la joven.

 

―Gracias, Margarita, no tardaste nada ―agradeció la joven intentando no meter en problemas a su nana, si sabían que ella le había llevado ese té, no porque se lo pidió, sino porque escuchó la discusión, estaría en graves problemas y azotarían a su niñera, eso era seguro. 

 

‹‹Maldita sociedad››, murmuró la chica para sus adentros, enfadada más consigo misma que con los demás.

 

―Supongo que no has estado espiando detrás de las paredes ―recriminó la madre de Mary Anne a Margarita.

 

―No, señora―respondió bajando la cabeza.

 

―Cuando venía subiendo la vi y yo se lo pedí, supongo que no hay problema con eso ―defendió la joven a su nana.

 

―No, ninguno, hija ―contestó la mujer no muy convencida de la veracidad de las palabras de su hija, pero ya no quería tener más problemas.

 

Mary Anne tomó un sorbo de su té y miró a su nana, esa mujer la había criado desde que nació, siendo, incluso, alimentada por ella, porque su madre no quería perder tiempo en su hija. No obstante eso, la duquesa siempre repetía, ante los demás, lo excelente madre que era ella.

 

Patrañas, se dijo a sí misma la joven.

 

―¿Me ayudas a darme un baño? ―le preguntó a Margarita.

 

―Claro que sí, mi niña ―contestó con una sonrisa, esa niña era el sol de su vida y la amaba como si fuera su propia hija.

 

―A las seis y media la espero lista abajo, Mary Anne ―cortó furiosa la duquesa y salió del cuarto.

 

―Se van a volver a enojar con usted, mi niña.

 

―Lo van a hacer de todos modos ―sonrió con amargura encogiéndose de hombros.

 

Margarita acarició el rostro de su niña maternalmente, los dedos de su padre estaban marcados allí como al rojo vivo.

 

―No te preocupes, nana, todo estará bien.

 

―No debió golpearla, mi niña, eso no está bien.

 

―Está bien, yo fui muy insolente.

 

―Ni aun así, mi pequeña niña ―concluyó abrazándola, esa chica era su niña, la luz de sus ojos y el sol de sus días. Si ella fuera su madre, no permitiría que nadie le pusiera un dedo encima.

 

Después del baño, se sentó en su secreter y se miró en el espejo, estaba demacrada y la marca de la mano de su padre seguía allí, sería muy difícil ocultarla, así no quería ir a la fiesta, pero no podía negarse. Margarita la peinó; le hizo una hermosa trenza alrededor de la cabeza y le dejó algunos rizos colgando al azar, algo casual que se veía delicado y resaltaban el hermoso rostro de la chica. Su vestido, de tres gasas, con escote bote, en verde esmeralda, resaltaba el tono de su piel. Se aplicó una poco de maquillaje para ocultar el golpe, cosa que no logró del todo, pero sí, por lo menos, se disimulaba bastante.

 

A las seis y veinticinco comenzó a bajar la gran escalera con verdadera calma. No quería llegar abajo, no quería ver a nadie.

 

Al verla alejarse, Margarita dejó caer un par de lágrimas, sabía que aquella fiesta sería el fin de la libertad de Mary Anne y el comienzo del tormento para su niña. Y le dolía el corazón al pensar en el sacrificio que haría por mantener una fachada ante el mundo. Si ese hombre era como decían todos, su vida sería un verdadero infierno. Aunque tenía la secreta esperanza de que Mary Anne conquistara el corazón del hombre y todo terminara bien. Su niña merecía ser feliz después de todo lo que le había sucedido y de todo lo que había sufrido en su vida amorosa y ahora con su familia a la que creía segura y siempre para ella... Ya no era así.

 

Mary Anne apareció en el salón donde la esperaban sus padres.

 

―Se ve muy hermosa, Mary Anne ―aprobó su madre.

 

―Espero que se comporte esta noche ―sentenció su padre con firmeza.

 

Mary Anne intentó disimular su dolor, su padre era todo para ella y jamás pensó que podía tratarla así, eso le dolía más que el golpe.

 

―Me oyó ¿verdad?

 

―Sí, padre.

 

―Si pierdo los negocios que tengo con Thomas por su culpa, le juro que tendrá que trabajar el resto de la vida fregando platos en la cocina, donde...

 

―Será mejor que vamos ―intervino la madre interrumpiendo al padre―, se nos hace tarde.

 

―Un solo desaire de parte suya a su novio y se las tendrá que ver conmigo y mi cinturón, Mary Anne.

 

―No se preocupe, padre, me comportaré.

 

Mary Anne caminó a la salida y todo el viaje se mantuvo callada, meditaba en su mente si había alguna salida a esto que estaba viviendo.

 

Al llegar, Mary Anne miró el hermoso palacio que tenía en frente. Lleno de luz y vida, tan distinto a los castillos que había alrededor; la música llenaba el ambiente y pensó que sería muy malo, estaría lleno de gente a la que detestaba, la misma que murmuraba a su paso cuando iba a la ciudad y la misma que hablaría mal de su noviazgo con Thomas. La que la despreciaría...

 

―Nombres ―El hombre de la puerta llamó la atención de Mary Anne que se había quedado un poco más atrás.

 

―Joseph Kenningston, duque de Wellington ―contestó el padre.

 

En cuanto el hombrecito de la puerta escuchó el nombre del duque, sonrió con parsimonia y muy amable, lo hizo pasar.

 

. Primero dejó entrar a los padres de Mary Anne y cuando lo iba a hacer la joven, el hombre la detuvo con amabilidad. Golpeó el suelo con su bastón para llamar la atención de los presentes.

 

―Lady Mary Anne Kenningston.

 

Un murmullo general se oyó en el gran salón al escuchar el nombre de la joven, que enrojeció levemente, sabía que no era muy querida, mucho menos respetada en ese pueblo y no podía ser presentada así, si Thomas quería humillarla frente a todos, encontró el modo perfecto. El hombre la instó a pasar empujándola suavemente de la espalda. Mary Anne sintió ganas de salir corriendo, pero su padre la miraba con recelo, dispuesto a arrastrarla del cabello si fuese necesario.

 

Le hicieron un pasillo humano, reverenciándose cínicamente ante ella, cada vez enrojecía más. El camino se le hacía eterno, se sentía muy avergonzada, creía que no podría llegar al final sin tropezar y caer. Miró a Thomas que la miraba con el ceño fruncido, estaba enojado. Se encontraba al final del pasillo, en un altillo, esperándola con aire orgulloso. En cuanto sus miradas se cruzaron, ella sintió cómo sus mejillas ardían y sus ojos se llenaban de lágrimas y, contrario a la tradición y buenas costumbres, Thomas bajó la pequeña escalinata casi corriendo y se acercó a ella ofreciéndole su brazo, gesto que ella agradeció enormemente dedicándole una tímida sonrisa muy triste y se aferró fuertemente al brazo masculino.

 

―¿Se encuentra bien, Mary Anne? ―susurró mientras caminaban.

 

―No me gustan estas cosas, no estoy acostumbrada, lo siento ―respondió de forma desagradable.

 

―Debería, este es su futuro, Mary Anne.

 

―Detestable futuro, Sir Thomas Wright ―añadió con soberbia.

 

―Debí dejarla sola y esperar a que se tropezara y cayera ―murmuró él, molesto.

 

―Agradezco su caballerosidad, pero no espere que me ponga de rodillas por esto, no me olvido que soy una transacción mercantil para usted.

 

―Claro, claro ―replicó él―, pero no se olvide del hecho que si usted no hubiese estado en “venta” ni todo el dinero del mundo la hubiera podido comprar.

 

―Yo no estaba en venta, mi padre fue el que hizo el negocio ―aclaró ella de inmediato.

 

―Negocio que usted aceptó, de no ser así, no estaría aquí.

 

―Obligada, de no ser por eso…

 

―Está aquí y con eso me basta, mis condiciones fueron aceptadas, si a usted no le agradan, no es mi problema, querida, es suyo.

 

Mary Anne no contestó, la rabia crecía por momentos y no quería tener una discusión frente a todos con su prometido, ya bastante vergüenza había pasado cuando su ex novio Edward la había dejado plantada el día de la boda, regando por todo el pueblo que la había plantado porque la había encontrado con otro, cosa que no era mentira, pero no por las razones que él expuso, ella nunca pudo defenderse. Nadie quiso oírla.

 

―¡Señores! ―anunció Thomas en alta voz al llegar arriba nuevamente y mirando de frente a los asistentes―. La señorita Mary Anne Kenningston, a quien la mayoría de ustedes conocen, es mi prometida, nos casaremos en unos cuantos meses, por lo que “sugiero” le den el trato que merece por ser mi futura esposa.

 

Mary Anne agradeció el gesto, desde que su ex prometido la abandonó, todos la trataban con recelo y su paso era seguido por murmullos y resquemores, no creía que aquello cambiaría, pero de todos modos, era un gran gesto de parte de Thomas. Le dedicó una radiante y sincera sonrisa a su futuro esposo, el que se la devolvió del mismo modo, mirándola de un modo extraño. A la joven se le olvidó la vergüenza y la ira, volviendo a su tono natural. Él cambió su expresión, la sonrisa se esfumó de sus labios y frunció el ceño. La tomó del brazo con suavidad y la guió a unos sitiales que estaban dispuestos estratégicamente, alejados de todos, pero desde donde se podía apreciar de lleno el lugar.

 

―¿Qué ocurrió, Mary Anne? ―le preguntó preocupado, tocando levemente su mejilla.

 

¿No lo sabe?―preguntó bajando la vista.

 

―¿Fue su madre o su padre? ―insistió con firmeza.

 

―No, sir Thomas, por favor, no… ―No podía mirarlo a los ojos.

 

―Querida, no me mienta, ¿qué pasó?

 

―Fue mi padre, yo… lo siento. ―Ahora sí lo miró directamente a los ojos―. De verdad, lo siento, no debí tratarlo de la forma en que lo hice, juro que no volverá a ocurrir.

 

―¿Por eso la golpeó?

 

Ella asintió con la cabeza, volviendo a apartar su mirada de él y a teñirse de rojo sus mejillas, no quería dejarse avasallar, pero tampoco podía hacer gran cosa, más que intentar hacerle la vida imposible al hombre que la compró a cambio de un título, el problema era que ella sabía que no tendría más oportunidad de conseguir otro esposo; no era algo que le quitara el sueño, pero en la sociedad no era bien visto que una mujer, y mucho más la heredera a un título nobiliario, pasara la edad casadera y no consiguiera marido. A veces ella hubiese deseado nacer en la pobreza, ser una más del pueblo, donde no se regían por tantas normas y protocolos, donde los matrimonios se llevaban a cabo por amor y no por conveniencia, como en su caso. Además, ahora que lo pensaba, si él no sabía que ella había sido golpeada, entonces, ¿no fue él quien le pidió a su padre castigarla?

 

―No debió hacerlo ―farfulló él entre dientes.

 

―Lo siento, ya se lo dije, yo… ―Dos sendas lágrimas asomaron a sus ojos y él la miró sorprendido.

 

―No, querida, no se lamente, no es su culpa.

 

Mary Anne retuvo muy bien las lágrimas hasta que desaparecieron, no era de llanto fácil y no empezaría ahora a ser una débil mujercita. Por más que las demás mujeres eran frágiles, ella no lo era, ni lo sería jamás, aunque cada vez se le hacía más difícil mantener esa fachada de mujer fuerte, cada día su dolor aumentaba más y su coraza también pesaba más.

 

―Mi padre dice que una no puede andar por la vida como yo, con mi carácter ―articuló una vez más tranquila―. No estoy segura que haya hecho el mejor negocio comprándome.

 

―Si a mí no me molesta, no debiera su padre intentar cambiarla.

 

Ella lo miró y se encontró con la intensa mirada de él.

 

―Mi carácter no es el mejor, sir Thomas.

 

―Yo no espero que cambie.

 

―Pero debo hacerlo, esta sociedad así lo espera.

 

―No yo ―sentenció cortante.

 

―Seré condesa y usted mi dueño.

 

―Esposo, Mary Anne, yo no soy dueño de nadie, solo las cosas y los animales tienen dueño y usted no es ni una cosa ni otra.

 

―Mi papá dice que a veces me comporto como una yegua chúcara, que mi marido tendrá que usar la fusta para domarme.

 

―Su papá debe estar ciego o algo le falla.

 

―Será que él me conoce mejor que usted.

 

Aun así, ninguna mujer es un caballo a quien domar, para mí, por lo menos, ninguna.

 

―Tampoco debería ser una transacción comercial. No soy un objeto. ―Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas, Mary Anne sintió que sus emociones estaban a flor de piel, que todo lo que no había llorado estos dos años, los quería llorar en diez minutos.

 

―Tiene razón. Usted no es una transacción comercial ―confirmó tomando la mano de su joven prometida y apretándola contra su pecho, verla en ese salón tan grande para ella, que se veía pequeña, mucho más de lo que en realidad era, lo hicieron sentirla vulnerable. Era una niña, no podía tratarla de mala manera como era su propósito, no era una mujer, no, aunque físicamente lo pareciera, en su rostro, sus ojos, no había rastro de la mujer que se suponía encontraría en su prometida. Se imaginó a una de sus hermanas en esa situación y no le agradó en lo absoluto.

 

Ambos se quedaron en silencio, mirándose, las cosas no debían ser así, para Mary Anne era demasiado difícil creer y a Thomas le gustaba esa niña-mujer que tenía a su lado, aunque no se lo reconociera directamente a ella.

 

Anunciaron la cena y ambos salieron de su ensoñación, cada uno con sentimientos diferentes: Ella avergonzada y él con desagrado.

 

―Como anfitriones, debemos ser los primeros en ir al comedor ―le informó Thomas a su prometida.

 

La joven torció el gesto.

 

―¿Quiere que sea caballeroso o puede caminar sola? ―le preguntó él con burla en su voz y ternura en la mirada. Esa combinación dejó a Mary Anne boquiabierta mirándolo.

 

―Creo que seré caballeroso ―accedió él al ver el rostro femenino.

 

Extendió su mano para ayudarla a levantarse y luego le ofreció su brazo para bajar juntos la escalinata y dirigirse al enorme comedor del castillo.

 

Thomas Wright le separó la silla a su novia, él tomó asiento en la cabecera de la mesa y Mary Anne a su derecha, los padres de ésta a su izquierda y el resto delos invitados en orden de importancia. Había mucha gente sentada en la mesa, según pudo observar la joven, sin embargo, estaba segura que no eran todos los invitados a la fiesta.

 

―Hay otra mesa en el otro comedor para los más jóvenes ―le explicó Thomas al notar su mirada curiosa recorriendo a los invitados―, si usted no fuera mi prometida, estaría allá y yo no tendría el privilegio de tenerla a mi lado disfrutando su compañía.

 

Mary Anne lo miró, no sonó a burla, pero tampoco se fiaba.

 

―Si no fuera su prometida ―aclaró ella―, no estaría en esta fiesta.

 

―¿Por qué no? Esta es una fiesta para todos y usted también hubiera sido invitada. ―inquirió él con interés.

 

―Porque no acostumbro a ir a fiestas, prefiero quedarme en casa.

 

―¿No le gustan? ―Él parecía verdaderamente interesado.

 

―No, nunca me han gustado mucho y después de lo que pasó, menos todavía.

 

―Entiendo ―replicó él con molestia.

 

Mary Anne, comprendiendo el enojo de su novio, apartó su mirada y tomó el vaso que tenía enfrente. Se lo llevó a la boca ante la atenta mirada del hombre.

 

Thomas la miró beber del vaso y deseó ser ese vaso, ser él quien tocara sus labios y ser él quien saciara su sed. Meneó la cabeza para alejar tales pensamientos y desvió su atención hacia su suegro.

 

―Me imagino que después querrá jugar unas manos de póker ―le comentó.

 

―No creo que haya oportunidad con tanta gente.

 

―Aquí tengo un casino, usted no será el único que quiera disfrutar de él. Queda cordialmente invitado.

 

―Muchas gracias, Thomas, agradezco su ofrecimiento.

 

―No hay problema suegro.

 

Volvió su atención a su prometida y se encontró con su mirada negra como la noche, fija en él.

 

―¿Pasa algo, Mary Anne?

 

―Usted es un hombre extraño, Thomas ―contestó sin pensar.

 

―¿Extraño? ¿En qué sentido?

 

―No sé... sólo es... extraño ―respondió encogiéndose de hombros como si tal cosa.

 

Thomas sonrió, si lo que ella quería lograr era ofenderlo o humillarlo, no lo conseguía en absoluto, al contrario, lo único que lograba era atraerlo más con esos ojos y esa boca de niña-mujer que lo desconcertaba a la vez que le provocaba una inmensa ternura.