5.
Camila O’Gorman

El pelotón de fusilamiento tenía frente a sí a una niña asustada, cuyo vientre abultado evidenciaba un embarazo muy próximo al término. Los dedos temblorosos de los soldados no se atrevían a tocar siquiera el gatillo; muchos suplicaban, en silencio, que llegara un pedido de clemencia de último momento. Los tambores redoblaban cada vez con más fuerza, queriendo imponerse a los gritos del joven cura quien, atado de pies y manos contra el paredón, gritaba:

Entonces, acaso para acallar la voz de su conciencia, que resonaba en su cabeza más fuerte que la de los reos, el capitán Gordillo dio la orden de fuego.

Entre la voz del capitán y los primeros estruendos se hizo un silencio extenso, unánime, como si de pronto el tiempo se hubiese detenido. Los soldados vacilaron, algunos cerraron los ojos y otros los elevaron al cielo como pidiendo perdón por lo que iban a hacer. Tal vez el primer disparo fue el que rompió aquella barrera invisible que se interponía entre el índice y el gatillo de cada fusil. Entonces sí, sobrevino la primera ráfaga. Cuando se disipó la nube espesa hecha de pólvora, tierra y vergüenza, quienes se atrevieron a abrir los ojos vieron al joven clérigo caído hacia un costado, rígido, convertido en una estatua derribada de sí mismo, negándose a flexionar las rodillas frente a sus asesinos aun después de muerto.

Ella, impulsada por el instinto de las hembras cerca del parto, se había hecho un ovillo maternal que, aun con las manos atadas, intentaba proteger al niño que llevaba en el vientre. Para espanto de todos los presentes que la creían muerta, la mujer de pronto prorrumpió en un lamento ahogado:

La imagen de la muchacha embarazada, herida y suplicante era más de lo que muchos presentes podían soportar: el propio padre Castellanos, como si Dios le hubiese soltado la mano, se desvaneció y cayó tumultuosa y teatralmente, con menos dignidad que la que había mostrado el joven cura que yacía junto a la moribunda encinta. Otro soldado, un tal Ludueña, también cayó como un fardo, víctima del peso de su remordimiento. El resto del pelotón ya había bajado sus fusiles ante los gestos desesperados del capitán Gordillo, que no dejaba de gritar:

La muchacha, doblada sobre su vientre, había caído al piso y se conmovía en estertores sobre un barro hecho con su propia sangre, que brotaba a borbotones, mezclada con la tierra negra de Santos Lugares. Como si se aferrara a la vida para salvar, ya no la suya sino la de su hijo, aquella niña alta y huesuda intentaba incorporarse, pero caía una y otra vez resbalando en aquel lodo rojizo. En ese momento un soldado que hasta entonces se había negado a disparar, se separó de la formación, caminó resuelto hacia la muchacha, apoyó el caño contra la sien y, para acabar con el suplicio, le dio el disparo de gracia. Con espanto, el soldado pudo ver que el vientre de la niña palpitó durante un tiempo en medio de la quietud de los cuerpos inertes.

El nombre de la muchacha, que apenas había cumplido los veinte años, era Camila O’Gorman; el del joven cura, de veinticuatro, era Ladislao Gutiérrez; el del niño asesinado sin que pesara sobre él ningún cargo, jamás lo sabremos.

¿De qué horrendo crimen era culpable esta pareja junto al hijo que esperaban? ¿Qué habían hecho para merecer tan horroroso castigo? Remontémonos al principio de esta historia.

Camila O’Gorman era la quinta de los seis hijos que tuvo el aristocrático matrimonio formado por Adolfo O’Gorman y Joaquina Ximenez Pintos. En el primer volumen de este estudio hemos hablado en extenso de Ana Perichon. La Perichona, tal como se la conoció en su época, era una francesa aventurera, esposa del irlandés Thomas O’Gorman. La abuela paterna de Camila fue protagonista de una historia digna de una novela de espionaje. A espaldas de su marido, Ana Perichon fue amante del virrey Liniers o, al menos, eso era lo que él creía, ya que, en realidad, su misión consistía en sacarle información al calor de las cobijas, para luego entregarla al servicio británico. También fue agente de los franceses, los portugueses y los patriotas criollos. Bajo la sombra de su relación con Liniers, Ana Perichon apañó a contrabandistas, estafadores y, finalmente, marchó a cumplir misiones de espionaje en el Brasil.

La romántica figura de su abuela Ana Perichon habría de ser decisiva para la adolescente Camila, quien, ávida de experiencias nuevas, mostraba un espíritu rebelde e inquieto. Dueña de un carácter fuerte y agudo, con frecuencia solía chocar con su madre y sus hermanas cada vez que se atrevían a poner en entredicho la moral de la abuela paterna.

A sus dieciocho años, Camila tenía una particular visión del mundo, de la familia, del derecho de las mujeres a decidir sobre su destino y disponer de su cuerpo. Su padre, Adolfo O’Gorman, veía con preocupación cuán difícil se le haría ejercer la potestad sobre su hija: Camila no se mostraba dispuesta a que nadie resolviera por ella asuntos tales como el matrimonio, con quién compartir su lecho y a quién entregar su amor.

A sus diecinueve años, Camila se destacaba por una estatura infrecuente: era sumamente alta, lo cual, según sus padres, habría de ser un obstáculo a la hora de encontrar un pretendiente, ya que pocos hombres estaban dispuestos a casarse con una mujer superior no sólo en altura, sino en inteligencia y amplitud de criterio. Y, ciertamente, no eran muchos los que alcanzaban su estatura en cualquiera de estos sentidos. De acuerdo con los retratos y las descripciones de su época, todos coincidían en cuanto a su belleza, la palidez de su rostro, su generosa cabellera castaña y su armoniosa delgadez.

Se sabe, además, que tenía una voz encantadora, y que cantaba acompañándose con el piano con mucha gracia.

El escenario de los primeros capítulos de la tragedia que habría de tener lugar, era la porteña Iglesia del Socorro, lindera con la elegante finca de los O’Gorman. En el año 1846 llegó desde Tucumán el joven sacerdote Ladislao para incorporarse al Curato del Socorro. Allí trabó amistad con Eduardo O’Gorman, hermano de Camila, quien concurría al seminario. Así, mediante esta amistad, llegó el religioso tucumano a casa de los O’Gorman. De acuerdo con una descripción de su época, Ladislao Gutiérrez era un «un joven de pelo negro y ensortijado, cutis moreno y mirada viva, modales delicados y un conjunto simpático»; se consignaba, además, que era «juicioso y lleno de aptitudes». Lo cierto es que no bien se conocieron en casa de los O’Gorman, Camila y Ladislao mal pudieron disimular el mutuo embeleso: sus miradas que se cruzaban, ya huidizas, ya desafiantes y el rubor en las mejillas de la muchacha denunciaban la silenciosa corriente sensual que se había establecido entre ellos. Aunque apenas cruzaron unas pocas y tímidas palabras, aquel encuentro habría de resultar tan inquietante y perturbador para ambos que, en vista de las circunstancias, los jóvenes se llamaron a recato y durante algún tiempo evitaron verse. Ladislao se prometió no volver a casa de su amigo, para eludir la tentación que encendía en su devoto espíritu la hermana mayor del seminarista.

Sin embargo, poco tiempo después Ladislao Gutiérrez fue designado párroco de la iglesia del Socorro. Esta nueva situación habría de llevarlos a romper aquella tácita promesa: ahora, cada vez que Camila asistía a misa, se veían obligados a estar, otra vez, frente a frente. Por mucho que el joven párroco quisiera sustraerse a la presencia de la muchacha, no había forma de evitar que sus ojos se detuvieran en su mirada encendida, en aquellos labios gruesos y la figura esbelta y curvilínea de Camila. Ella, por su parte, cerraba los ojos e intentaba imaginar que quien oficiaba la misa era el párroco anterior: el típico cura obeso, calvo y viejo; pero la sola voz del nuevo clérigo hacía que se le erizara la piel y su corazón todavía adolescente palpitara con fuerza. Se inició así un romance silencioso, signado por el cruce de miradas y los deseos contenidos. Los pensamientos prohibidos se hacían para ambos cada vez más frecuentes e irrefrenables hasta que, por fin, sucedió lo inevitable. Luego de unos pocos pero intensos encuentros furtivos en las agrestes arboledas cercanas a Retiro, se juraron amor eterno. Lo decidieron todo con una urgencia adolescente; escribieron su historia de amor con las premisas que impone el género de la tragedia shakespeareana. Así resolvieron huir del amparo de la Iglesia, del imperio de la ley, del dictado de sus propias familias y, sobre todo, de la incomprensión. Pero lo que ambos ignoraban era que estaban desafiando algo aún más impiadoso que todo aquello junto: los dictados de Juan Manuel de Rosas, el Restaurador de la Leyes, impulsor de la Religión y la Santa Federación. A pocos días de la huida, la Mazorca y su maquinaria del terror ya se habían puesto a funcionar. Camila y Ladislao pasaron de ser fugitivos a convertirse en «reos», según podía leerse en los bandos que empezaban a empapelar las paredes de la ciudad y apilarse en los mostradores de los almacenes y las pulperías:

Esta era la proclama que encabezaba los edictos donde se daban a conocer las señas particulares y filiación de los prófugos. Es decir, ya no solamente se trataba de un par de reos que se habían atrevido a desafiar la ley, sino que eran el símbolo y la encarnación del enemigo político.

El propósito de la pareja era alcanzar la frontera y cruzar al Brasil. En su largo periplo, pasaron por Lujan y Santa Fe y, a bordo de la goleta Río de Oro arribaron a Goya, donde permanecieron cuatro meses. Allí Camila y Ladislao cambiaron sus identidades y, bajo los nombres de Máximo Brandier y Valentina Desan, fundaron la primera escuela de la ciudad. A eso se dedicaba ese par de inmorales, disolutos, delincuentes y subversivos durante su huida: a fundar escuelas, impartir enseñanza y albergar a los niños más pobres. Si en lugar de consagrar su tiempo a tan criminal propósito se hubiesen ocupado de continuar viaje hacia el norte, tal vez hubieran llegado al Brasil y su destino habría sido otro.

Pero escuchemos las voces de los distintos personajes de la tragedia, desde las familias de los prófugos, los sectores que componían el arco político e institucional, el poder y la oposición. El padre de Camila y la Iglesia se habían trenzado en una escalada de acusaciones mutuas: el primero culpaba a la autoridad eclesiástica de proteger entre sus filas a hombres corrompidos y viciosos, mientras la Iglesia sostenía que la culpable del pecado era Camila ya que, igual que Eva, había hecho caer en la tentación al joven clérigo. Sin embargo, para que no quedaran dudas acerca de que la Iglesia no iba a ser cómplice de semejante delito, el obispo de Buenos Aires, Monseñor Mariano Medrano, intercedió ante Rosas para que arbitrara todos los medios a su alcance con el fin de capturar a «los miserables, desgraciados e infelices pecadores». Por su parte, la familia de Ladislao guardó el mayor de los silencios, empeñados en impedir que se hiciera público un hecho que aún no había trascendido: que el joven cura prófugo era sobrino del gobernador de Tucumán. Es decir, tanto la familia de ella como la de él, una por acción y otra por omisión, fueron cómplices del trágico desenlace.

Ahora bien, es pertinente en este punto preguntarse cuál era la posición de los opositores a Rosas, ya que en los volantes que pedían su captura se invocaba a la «Santa Federación» en contra de esos «salvajes unitarios». Podría pensarse que la pareja, al menos, contaba con el apoyo y la eventual protección de los enemigos de Rosas. Muy por el contrario, los unitarios habían encontrado un nuevo argumento para atacar al dictador:

Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres bajo la tiranía espantosa del Calígula del Plata, que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna contra esas monstruosas inmoralidades.

¿Quién era el autor de tan elevadas y piadosas consideraciones? Domingo Faustino Sarmiento, ¡el mismo de las ya célebres orgías! Camila y Ladislao, a esa altura, eran protagonistas de una tragedia con ribetes bíblicos. Todo el mundo estaba dispuesto a lapidarlos y no había Cristo que dijera: «quien esté libre de culpa que arroje la primera piedra».

Pero acaso quien ejemplificara más descarnadamente la posición que adoptaron los «bienpensantes», aquellos que más tarde o más temprano se opusieron a la bárbara tiranía de Rosas, fue Dalmacio Vélez Sarsfield, el ya mencionado autor de nuestro Código Civil. Hasta tal extremo llegó la hipocresía y la doble moral de unos y otros, que, con el único propósito de conseguir algún rédito político, estaban dispuestos a sacrificar a quien fuera. Vélez Sarsfield fue el principal impulsor del fusilamiento y el que prestó los argumentos legales para que aquella aberración jurídica fuese posible. Tal vez valga la pena recordar que se trataba del mismo Dalmacio Vélez Sarsfield cuya hija había cometido el adulterio que llevó a su marido a matar al amante oculto en el ropero, crimen del que ya hemos hablado extensamente. El creador del moderno Código Civil, para justificar el fusilamiento, desempolvó las viejas y retrógradas leyes de la monarquía española: las durísimas Siete Partidas y las Leyes de Indias. Pero lo más paradójico del caso es que, si se hubiese aplicado esa misma legislación para juzgar a Aurelia Vélez por su infidelidad, la propia hija de Vélez Sarsfield tendría que haber sido fusilada, ya que el adulterio se pagaba con pena de muerte. Recordemos, de paso, que Aurelia Vélez fue también amante del muy indignado Sarmiento. ¿Quién estaba libre de pecado?

Muy cerca estuvieron Camila y Ladislao de cruzar la frontera y escapar para siempre al Brasil. Pero igual que en la narración bíblica, también en esta tragedia hubo un Judas. A causa de su propia historia, tal vez ningún otro pueblo como el irlandés tenga un sentido de pertenencia y solidaridad tan arraigado. El vínculo de Camila con Irlanda era muy cercano; tanto como el del sacerdote Miguel Gannon, nacido en Belfast. Fue el religioso irlandés quien reconoció a los prófugos en Goya. El viejo clérigo, en una fiesta celebrada para recaudar fondos para la escuela que la pareja había fundado, se acercó al joven que se hacía llamar Máximo Brandier y con una mirada llena de malicia, le dijo:

Por mucho que le imploraron cristiana clemencia, por más que Camila invocara su condición de hija de irlandeses, Miguel Gannon los delató y esa misma noche fueron encarcelados y engrillados.

Al enterarse de la captura, Rosas decidió personalmente el fusilamiento inmediato de los criminales, cuyo delito, por más argucias legales que se quisieran esgrimir, era jurídicamente injustificable. A tal punto llegaba la arbitrariedad, que fueron condenados por un decreto firmado de puño y letra por Juan Manuel de Rosas. El mismo Juan Manuel de Rosas que mantuvo cautiva y oculta a María Eugenia Castro y a los propios hijos que tuvo con ella. No había una sola ley que pudiera justificar la pena de muerte de Camila y la de su hijo; en cambio sí había una muy antigua y sumamente clara que impedía ejecutar a las mujeres embarazadas:

Si alguna mujer preñada debe morir, que non la deben matar fasta que sea parida. Si el hijo que es nacido non debe recibir pena por el yerro del padre, mucho menos lo merece el que está en el vientre por el yerro de su madre. Por ende, si alguien contra esto ficiese, justificando a sabiendas mujer preñada debe recibir tal pena como aquel tuerto que mata a otro.

Es decir, si se hubieran aplicado las Siete Partidas que se invocaron, quien debía ser condenado a muerte por fusilar a una mujer embarazada tendría que haber sido el propio Rosas y todos los verdugos que participaron de semejante aberración.

El asesinato de Camila O’Gorman, Ladislao Gutiérrez y el niño que estaba por nacer habría de convertirse en el símbolo más infame de una época. Pero también en un arquetipo de crimen llevado a cabo por el Estado contra hombres, mujeres, embarazadas y niños indefensos con la complicidad de la Iglesia y el silencio de la oposición «bienpensante»; triste modelo que habría de repetirse a lo largo de la historia argentina.