4.
La diplomacia de los
corazones rotos

Hemos visto hasta aquí, de qué manera la propia casa de Rosas reproducía, en escala, un régimen sustentado en prácticas inconfesables, abusos de poder y hasta la existencia de hombres, mujeres y niños cautivos. Tal vez el caso de María Eugenia Castro y sus hijos nacidos del abuso de su propio albacea, constituya una metáfora de lo que fue el gobierno de Rosas. Por otra parte, el modelo de poder que construyeron Juan Manuel de Rosas y su esposa Encarnación Ezcurra demuestra hasta qué punto la vida íntima de una familia explica muchos aspectos de la vida pública de una nación. Pero hay todavía un tercer ejemplo que ilustra cómo los Rosas hacían política con recursos que parecerían inexplicables si se desconociera cómo era la familia en la intimidad.

El papel que desempeñó Manuelita, hija legítima del matrimonio Rosas, acaso haya sido tan importante como el de sus padres y pone de manifiesto, además, una forma de ejercer el poder más cercana a las formas imperiales que a las republicanas. Podría afirmarse que así como Rosas se ocupaba del frente político-militar y la construcción de alianzas con las provincias mientras Encarnación tenía a su cargo los asuntos de la ciudad, Manuelita fue la encargada de la diplomacia y las relaciones exteriores, particularmente con Inglaterra. También en este punto encontramos un arquetipo del modo de establecer alianzas con las potencias, un modelo que habría de repetirse con mucha frecuencia a lo largo de toda la historia argentina y que algún canciller, con brutal sinceridad, llamó política de «relaciones carnales».

En efecto, aproximadamente hacia 1845 Manuelita comenzó a intervenir cada vez más activamente en los asuntos públicos, desempeñándose en la esfera diplomática. Tal como señalara María Sáenz Quesada en Las mujeres del Restaurador, la actuación de la hija de Rosas exhibía «una rara aptitud para mezclar el erotismo con la política». Tal vez la mayor habilidad de Manuelita era la de borrar las fronteras entre los actos públicos y los privados, entre el protocolo y la íntima hospitalidad y, en última instancia, entre la política y la seducción. En ese terreno resbaladizo preparado pacientemente por Manuela, debían pisar los dignatarios que tenían que vérselas con Rosas. Y, desde luego, no les resultaba fácil hacer equilibrio. En primer lugar, el sitio de reunión no era el despacho público, sino la cálida intimidad de la casa de los Rosas. Allí los diplomáticos eran recibidos por la joven y bella hija del gobernador general quien, al margen del protocolo pero haciendo gala de una inusual hospitalidad y simpatía, mantenía un diálogo fluido que, hábilmente, conducía a la vida privada del invitado. Con todo cálculo y solapadamente, Manuelita evitaba toda conversación política en el primer encuentro y trababa una «espontánea» amistad con el dignatario, invitándolo a las tertulias de la Quinta de Palermo, haciéndolo sentir así parte del grupo íntimo del gobernador. A partir de ese momento y de acuerdo con el interés político que presentara el huésped, se iniciaba una serie de actividades surgidas del más «sincero» afecto: primero se establecía una relación epistolar, luego una esperada invitación a un paseo campestre, más tarde una fiesta familiar y, por último, un encuentro más o menos privado. Como se verá, el procedimiento era muy semejante al que utilizaban las mujeres para propiciar el galanteo de un pretendiente.

Así, bajo esta táctica, fue como se inició la relación entre Manuelita y John Henry Mandeville, a la sazón ministro plenipotenciario de la corona británica ante la Argentina. De acuerdo con la caracterización que hiciera un historiador inglés de la época, la primera impresión que se formó el diplomático británico de nuestro país no fue precisamente halagadora:

Viajó a Buenos Aires creyendo que iba a entrar en una república, pero pronto descubrió que estaba acreditado ante el déspota más grande del Nuevo Mundo… y quizá también del Viejo.

Sin embargo, tiempo después, el dignatario habría de cambiar diametralmente su opinión, hasta el punto de convertirse en uno de los más firmes admiradores del Restaurador. ¿Qué fue lo que lo hizo cambiar tan radicalmente de idea? El mismo historiador John Lynch nos da la respuesta:

Tenía sorbido el seso por la bella y bondadosa hija del tirano.

De hecho, ella fue el nexo que posibilitó la sólida amistad que llegarían a establecer su padre y el diplomático británico. Existen, a propósito, numerosas cartas que acreditan el arrobamiento que ejerció Manuelita en Mandeville quien, ya de regreso en Londres y lejos de la actividad pública, escribió a la hija del gobernador:

Tanto es mi afecto hacia usted desde que nos vimos la primera vez […] que sólo puede cesar con mi existencia. A mi edad puedo expresarme así con usted sin temor de ofenderla.

Cuando finalmente las relaciones entre Inglaterra y la Argentina se rompieron en 1845, la intervención de Manuelita también resultó decisiva; según puede deducirse a partir de las cartas que intercambió con el comodoro británico Herbert, a cargo de la flota inglesa que bloqueaba el Río de la Plata, las hostilidades podrían haber sido mayores de no haber mediado una previa relación personal entre ambos. En las misivas, el marino se muestra mortificado por «las diferencias que se han suscitado entre los dos gobiernos», a la vez que recuerda «los días felices que me ha hecho pasar usted en Buenos Aires».

Pero la fama de las artes protocolares de Manuelita iban a extenderse, incluso, al nuevo representante británico ante la Argentina, Lord Howden, en un acto que podría calificarse de «promiscuidad diplomática». La carta de presentación del flamante negociador estuvo a cargo del viejo enamorado de la hija de Rosas, John Mandeville y era ella, justamente, la destinataria de aquellas curiosas líneas en las que, sin ambages, le pide que trate al nuevo diplomático con la misma «graciosa benevolencia con la que usted siempre me honró». Por las dudas, además de la descripción espiritual de Lord Howden, «un caballero de noble estirpe y de altas calidades», también le hace llegar una semblanza más carnal: «tiene un exterior interesante y maneras muy agradables». Y, según parece, Manuelita supo apreciar aquellas interesantes cualidades; tanto que, acaso para martirizar un poco más el corazón roto de Mandeville, le hizo saber que el nuevo delegado la colmaba de atenciones, regalos y, tiempo después, algunas otras cosas, ya que el romance entre la hija de Rosas y Lord Howden llegaría a ser de conocimiento público. Sin embargo, esta relación fracasó ante la cerrada perfidia que mostraba Manuelita, haciendo primar las cuestiones políticas a las sentimentales y dejando el corazón del inglés más destrozado aún que el de Mandeville. En este punto los acontecimientos políticos estaban tan supeditados a los de la carne, que la flota británica que bloqueaba el Río de la Plata había quedado a la deriva igual que el alma mortificada del dignatario inglés. Así las cosas, Juan Manuel de Rosas, utilizando para tal fin las habilidades «diplomáticas» de su hija, consiguió que finalmente se levantara el bloqueo y quedara liberada la navegación por el estuario del Plata y el río Paraná.

Pero allí no habrían de concluir los oficios de Manuelita como virtual canciller en su «diplomacia de los corazones rotos». Cuando años después lord Howden fue reemplazado por Henry Southern, las relaciones entre ambos países estaban nuevamente tensas. El nuevo dignatario llegó al país mostrando una actitud fría e intransigente. Hombre pragmático, no mostró ninguna reacción cuando Rosas, deliberadamente y para medir fuerzas, suspendió la recepción oficial que estaba prevista en su honor. A diferencia de sus antecesores, Southern era dueño de un férreo control de la razón por sobre el corazón, y no estaba dispuesto a hacer nada que pudiera ir en contra de los intereses de la Corona. Al menos eso fue así hasta que conoció a Manuela. Henry Southern, el frío y calculador emisario británico que se había mostrado inflexible en sus anteriores misiones diplomáticas alrededor del mundo, caía rendido a los pies de la irresistible hija de Rosas:

Su noble cortesía, su elegancia y sus encantadoras maneras me han hecho tan profunda impresión que temo olvidar el río, las góndolas, la música y ese coro de caballeros, ese festín compuesto de los manjares más exquisitos, hasta aun de las bellezas, y llenar mi carta de Manuelita solo y siempre Manuelita y de la distinción también y el honor con que ella se dignó favorecer al más apasionado de sus amigos y el más fiel de sus súbditos que besa sus pies.

Un retrato escrito por el viajero inglés William Mac Cann, tal vez ilustre bien el lugar de Manuelita en el gobierno de su padre y describa el propio carácter del régimen:

Doña Manuelita era para Rosas lo que la emperatriz Josefina para Napoleón.

Dada la naturaleza de este libro, no podemos omitir aquí uno de los puntos más oscuros en la biografía de Juan Manuel de Rosas. Existen numerosas versiones sobre la presunta relación incestuosa que Rosas habría mantenido con su hija Manuela. Así como ante la gran cantidad de evidencias tales como cartas, testimonios y expedientes judiciales, prueban sin lugar a dudas y en forma categórica la sórdida relación que mantuvieron Rosas y María Eugenia Castro, no existe una sola prueba que sostenga una relación semejante con su hija legítima. Si consignamos este punto es para ver de qué modo la calumnia siempre ha sido utilizada como una herramienta política. A decir de Jorge Luis Borges, la imagen de Rosas que ha quedado plasmada en la conciencia de los argentinos es la que construyó Mármol en su novela Amalia:

En el caso de Mármol, aunque él pueda ser fácilmente censurado página por página y, más aún, línea por línea, es, sin embargo, el que ha fijado la imagen que todos tenemos de la época de Rosas.

Y, desde luego, sabemos que Mármol no era imparcial; acaso haya sido uno de los más fervientes opositores a Juan Manuel de Rosas. Si bien el escritor no lo sostiene abiertamente, en sus páginas se apuntalan los rumores sobre el incesto al presentar a Manuela como víctima de su propio padre. A propósito, resulta elocuente un párrafo del ensayo Manuela Rosas y lo adverso según Mármol, de Marta Spagnuolo, en el que se advierte claramente el recurso de la infamia como arma política:

La esperanza de crear desavenencias en el binomio indestructible que formaban el dictador y su hija tiene mucho de puerilidad y, también, de desesperación. […] Pero la medida no está desprovista de ingenio. Si ése es el fin que persiguen, nada menos indicado que insistir en los rumores de incesto, que sólo servirían para estrechar aún más el vínculo paterno-filial en la indignación compartida por la torpe calumnia. Y el cambio de enfoque no impide seguir sirviéndose, contra Rosas, del típico recurso infamatorio de la literatura de combate: desviar la dirección del ataque, de la acción política, a su vida privada.

Pero en realidad, quien con más virulencia sostiene la relación incestuosa entre Rosas y Manuela es José Rivera Indarte. En su opúsculo Es acción santa matar a Rosas, Rivera Indarte presenta al Restaurador y su hija como verdaderos monstruos que no merecen siquiera vivir:

Su hija ha presentado en un plato a sus convidados, como manjar delicioso, las orejas saladas de un prisionero […] Rosas ha acusado calumniosamente a su respetable madre de adulterio […] ha ido hasta el lecho en que yacía moribundo su padre a insultarlo. Rosas es culpable del torpe y escandaloso incesto con su hija Manuelita a quien ha corrompido.

Ningún historiador que se precie de tal puede dar crédito a tan elemental infamia, sustentada solamente en el mero odio político. De la misma manera, ningún investigador imparcial podría negar la horrorosa relación de Rosas con María Eugenia Castro.